Santos Dumont : éxito y superstición

No 5 Passy 27-1800

Santos Dumont 8/8/1901

El brasileño Santos Dumont fue un personaje muy popular en París durante los primeros años del siglo XX. La gente se había acostumbrado a verlo sobrevolar el cielo de la ciudad con sus famosos dirigibles antes de que construyese el primer avión que voló en público en Europa.

Alberto Santos Dumont tenía fama de ser un hombre supersticioso: nunca llevaba consigo un billete de cincuenta francos porque odiaba ese número; entraba con en el pie derecho por delante en cualquier lugar; dormía junto a su sombrero de Panamá; en sus vuelos vestía siempre un pañuelo de mujer anudado al cuello y sentía pánico por el número ocho. El horror al número le sobrevino el 8 de agosto de 1901, el mismo día que también estrenaba su nuevo talismán: la medalla protectora de san Benedicto que le acababa de regalar la princesa Isabel.

Isabel, la hija del que fue último emperador de Brasil- Pedro II- vivía en París y seguía muy de cerca las aventuras de su compatriota Alberto Santos Dumont. El 1 de agosto de 1901 le haría llegar una medalla de san Benedicto con la piadosa intención de que lo amparase. Alberto encargó un brazalete para llevarla consigo y la incorporó a su colección particular de amuletos protectores.

El 8 de agosto de 1901 san Benedicto debía estar muy ocupado en otros menesteres. Alberto pretendía ganar el premio Deutsch de la Meurthe y despegó de las instalaciones del Aéro-Club en St Cloud para dar la vuelta a la torre Eiffel. A su regreso algo falló, porque el brasileño con su dirigible Número 5 se precipitó sobre el hotel Trocadéro y consiguió salvar la vida de milagro al aferrarse al alféizar de una ventana en la calle Passy. Los bomberos organizaron un salvamento espectacular mientras los viandantes contemplaban horrorizados el trance por el que tuvo que pasar su héroe. Cuando lo rescataron, algunas admiradoras se acercaron para besarlo apasionadamente. El propio Henri Deutsch de la Meurthe- acaudalado magnate del petróleo y mecenas del premio que llevaba su nombre- acudió, con lágrimas en los ojos, a la calle Passy.

Haciendo gala de su proverbial sangre fría, Alberto Santos Dumont superó el percance sin perder en ningún momento la compostura. El dirigible quedó completamente destrozado, pero en cuestión de días ya había encargado uno nuevo: el Número 6, con el que conseguiría su objetivo de ganar el premio Deutsch de la Meurthe. Sin embargo, a partir de entonces y durante toda su vida, Santos Dumont sentiría aversión por el número ocho.

Cinco años después del accidente en el Trocadero, Santos Dumont se convertiría en el primer hombre que voló con una máquina más pesada que el aire en Europa: su primer aeroplano, el 14 bis.

 

 

Mi viaje en el Hindenburg, de Vicente Carbonell




En agosto de 1936 Vicente Carbonell y su esposa María celebraron sus bodas de oro con un largo viaje en el que se embarcaron en la mayor aeronave que jamás ha construido el hombre, el dirigible Hindenburg. Vicente escribió un diario en el que relató la experiencia.
 
Mi viaje en el Hindenburg


5 de agosto de 1936
Creo que lo he pasado bastante peor que María mientras esperaba en el vestíbulo del hotel Frankfurter Hof los autobuses que nos han traído al hangar de este monstruoso zepelín. Ella hubiese preferido hacer el viaje en barco, pero yo insistí en que no podíamos dejar pasar la oportunidad de cruzar el Atlántico en el Hindenburg. Al final llegamos a un acuerdo: la ida por el aire y el regreso en barco. No me podía imaginar que los viajes en dirigible suscitaran tanto interés, aunque quizá la atención se debe más a la clase de pasajeros que vuela en los zepelines que a ninguna otra cosa. El pasaje dudo que alcance las cincuenta personas, pero casi todas deben ser extraordinariamente famosas y adineradas. Eso pienso, por la cantidad de fotógrafos, periodistas, hasta locutores de radio y curiosos que acudieron a despedirnos al hotel. Aunque a nosotros no se acercó ninguno ¿qué tenemos que decir una pareja de comerciantes valencianos, de Burriana, que vinieron a las Olimpiadas a Alemania y ahora se van a dar una vuelta por Nueva York para celebrar sus bodas de oro? Ese ajetreo en el hotel me inquietó, pero tengo la impresión de que ha despertado la curiosidad de María, muy interesada por descubrir a las celebridades que nos acompañarán.

Al llegar al aeropuerto y embarcar en el Hindenburg me tranquilicé un poco. El personal del servicio es muy amable. Un sobrecargo que habla bastante bien el inglés, el francés y algo de español vino enseguida a presentarse, nos dijo que se llamaba Severin Klein. Ya sabía de dónde éramos, a dónde íbamos, de dónde veníamos, que tenemos dos hijos, uno en Fráncfort y otro en Burriana, y que nos ganamos la vida exportando naranjas a Alemania. Nos ha dicho que lamentaba que nuestro país estuviera en guerra. Ya me he acostumbrado a que todo el mundo, cuando habla con nosotros, nos pregunte por la sublevación de los militares en España del pasado mes de julio, que sigue sin resolverse. Apenas sabemos casi nada de lo que ocurre allí: lo poco que nos cuentan los familiares con los que hablamos por teléfono con frecuencia. La revuelta nos pilló en Fráncfort y desde Burriana nos aconsejaron que mejor no regresábamos y que siguiésemos con nuestros planes de viajar a Estados Unidos.

Desde fuera, el dirigible es un monstruo, pero una vez dentro la sensación de inmensidad se diluye en un ambiente frío y refinado. El impecable trato y vestimenta del numeroso personal uniformado del zepelín—oficiales, técnicos, sobrecargos y auxiliares— que atendía a los elegantes viajeros recién llegados, diluían en el interior del monstruo la frialdad de su alma de aluminio. Envueltos por el desorden de la bienvenida, Severin nos llevó hasta nuestro camarote. Después nos mostró brevemente las instalaciones de las dos cubiertas del zepelín y nos dio algunos consejos prácticos para que nos resultara cómoda la estancia durante el viaje. Insistió mucho en que únicamente se podía fumar en el salón diseñado para este uso, que se encontraba en la cubierta inferior. Cuando el sobrecargo nos dejó solos, María y yo anduvimos curioseando por nuestra cuenta los aposentos del zepelín.

En todos los artículos que he leído sobre este aparato se insiste en el lujo de sus instalaciones, pero los camarotes son realmente espartanos. Apenas tienen una superficie de unos tres metros cuadrados y medio, con dos literas, la de arriba abatible, igual que el pequeño lavabo, la diminuta mesa y el taburete que también son plegables y completan el mobiliario. Para acceder a la litera superior hay una escalera, de aluminio, material con el que se han fabricado también todos los muebles. En el único armario, cuyo hueco lo tapa una simple cortina —supongo que para ahorrar peso— no cupo el poco equipaje que trajimos al camarote (la mayoría lo han almacenado en alguna bodega), por lo que casi toda la ropa que ha quedado a nuestro alcance está dentro de una maleta que hemos colocado debajo de la litera inferior. Tampoco resulta muy cómodo que el camarote no disponga de ducha ni inodoro. Hay cuatro váteres y una ducha junto a otro inodoro, en la cubierta inferior. Para ducharse es necesario pedir hora. Los camarotes parece que están bien aireados, pero no tienen ninguna ventana. Esto ya lo sabía y me parece que es un mal diseño porque los camarotes del zepelín Graf si cuentan con claraboyas que dan al exterior y te permiten alargar la vista, no como aquí.

La góndola que contiene todas las instalaciones para los pasajeros está ubicada en la parte inferior del dirigible y consta de dos cubiertas. En parte central de la cubierta superior se encuentran los camarotes, dobles, veinticinco en total, a los que se entra a través de dos pasillos que parten de un distribuidor desde el que dos escaleras permiten el acceso a la cubierta inferior y a través de dos puertas corredizas se pasa a los habitáculos laterales. En la parte de babor, a la izquierda mirando hacia la proa del dirigible, está el comedor, de unos catorce por cuatro metros. Las paredes, con paneles entelados, las han decoradas con pinturas. Es pequeño para la gente que viaja a bordo y nos ha advertido Severin que no comeremos todos a la vez. La estructura de las sillas es de aluminio y están tapizadas con cuero rojo. En el lateral hay una barandilla, que separa el comedor de los grandes ventanales, formando una especie de paseo o corredor. Las ventanas, inclinadas, sobresalen hacia el exterior y se pueden abrir. Al otro lado de las cabinas, a estribor, en la cubierta superior, hay un espacio de dimensiones iguales al comedor, con un corredor similar junto a las ventanas, pero dividido en dos zonas: un salón y una sala de lectura. En el salón hay butacas, mesas y un piano, todo, hasta el piano, es de aluminio. Una de las paredes la preside un retrato de Hitler. En la cubierta inferior se dispone de menos espacio y allí se encuentra el salón de fumadores junto a un bar. Los ventanales que dan al salón de fumar son verticales y las paredes de cuero dorado, decoradas con dibujos de zepelines. En el bar hay una imagen ornamental de carácter español, con bailadora, guitarrista sentado en una silla y un par de toreros. A María le ha entrado la risa cuando la ha descubierto. Severin ha insistido mucho en que ese salón dorado es el único lugar en el que se puede fumar dentro del dirigible.

Alrededor de las ocho de la tarde el zepelín comenzó a salir del hangar arrastrado con largas cuerdas, por la puerta que daba a sotavento. Vimos desde el salón cómo los operarios que hacían la maniobra intercambiaban voces entre ellos que no podíamos entender, El gran dirigible quedó libre y la primera sensación que experimentamos María y yo fue que la tierra empezó a hundirse bajo nosotros, en silencio. Parecía que el mundo nos abandonaba.

Al principio se veía una luz que proyectaba un foco del dirigible sobre la tierra y formaba un círculo del que brotaban reflejos en el suelo, pero al elevarnos perdimos aquel faro, aunque seguimos distinguiendo la forma oscura de las colinas, luces de casas y carreteras que se quedaban atrás.
 
Antes de que abriesen la sala de fumadores nos sirvieron unos sándwiches y esta primera noche a las diez y media nos acomodamos en nuestras literas para esperar un sueño que a María le llegó mucho antes que a mí. El zepelín apenas se movía con un suave balanceo y en la oscuridad traté de concentrarme para distinguir el sordo murmullo de sus motores de la profunda respiración de María. No lo conseguí y la pareja de sonidos terminó desvelándome por completo.

Como no podía dormir me puse a escribir este diario. Ya son las doce de la noche y me voy a la cama.
 

6 de agosto 1936
A las cinco de la madrugada me desperté y me di cuenta enseguida de que sería incapaz de conciliar el sueño otra vez y además necesitaba ir al servicio.

Comprobé que el pequeño lavabo tenía dos grifos, por uno de ellos salía agua caliente lo que me produjo un gran alivio. Le pedí al auxiliar de turno que me facilitara el acceso a la ducha. No tardé en verme en una cabina situada en la cubierta inferior, debajo de una cabeza agujereada de aluminio por la que salían perezosos hilos humeantes de agua con tan poco caudal que me costó mucho enjuagarme. Cuando regresé al camarote María ya se había levantado y estaba limpiándose los dientes. Le conté mi aventura higiénica matutina y aprovechó para recordarme que yo era el responsable de encontrarnos allí arriba en aquel ventrudo pajarraco metálico, en vez de en algún espacioso camarote de los grandes trasatlánticos que cruzaban el océano en tan solo cinco días.

Desayunamos algo de bollería con café y fruta. En el comedor tan solo estaban ocupadas un par de mesas y nos llamó la atención que todos los tripulantes que habíamos visto hasta entonces, incluyendo a los sobrecargos, pertenecía al sexo masculino. No había camareras. Los auxiliares o sobrecargos vestían chaquetas blancas, camisa, corbata y pantalones negros.

A través de los grandes ventanales entraba una blanquecina claridad y no se podía distinguir ningún detalle porque estaba muy nublado. Nos dijeron que volábamos a unos 300 metros de altura.

Fuimos ganando altitud hasta alcanzar cerca de mil metros y el cielo se despejó. Debajo de nosotros se extendía el mar de un color azul intenso. Poco a poco empezamos a conocer a nuestros compañeros de viaje. Aprovechábamos cualquier oportunidad para presentarnos o cualquier excusa para entablar una breve conversación. Algunos se mostraban esquivos, pero la mayoría intentaba establecer conexiones con los demás.

Un personaje se había instalado en la sala de lectura o de escritura, situada en la parte derecha, al otro lado del comedor y junto al salón. Mucha gente lo miraba con curiosidad, señalándolo con el dedo, se daban codazos e intercambiaban sonrisas de complicidad. El hombre no parecía inmutarse, absorto en la lectura de su libro. A su lado, otro personaje estaba pendiente de él, lo vigilaba y escrutaba con su mirada a la gente que pasaba cerca. Nos dijeron que aquel individuo era el famosísimo boxeador Max Schmeling, que viajaba acompañado de su entrenador Max Machon. No era la primera vez que cruzaba el Atlántico a bordo del Hindenburg. Hacía muy poco, este boxeador alemán había ganado el combate en Nueva York contra el púgil americano, de color, Joe Louis. El ministro de Propaganda nazi, Goebbels, instrumentalizó la victoria como un símbolo de la supremacía aria. El gobierno le obligó prácticamente a que regresara de Nueva York en el Hindenburg, cancelando el pasaje marítimo que ya había adquirido, para que lo recibiese el propio Hitler cuando llegase a Alemania. Schmeling tiene pinta de boxeador: cejas muy pobladas, pelo negro, labios gruesos, pómulos salientes, nariz ancha y ojos rasgados.

Charlamos un rato con dos hermanos y sus respectivas esposas, se apellidan McKinley, Robert y William, son norteamericanos que viajan por motivos de negocio a lo que han añadido el del placer y la curiosidad de experimentar la novedad del vuelo en dirigible con su pareja. También hemos conocido a una señorita estadounidense, Margaret, que viaja sola y ha realizado un largo periplo de turismo por casi toda Europa. Otro matrimonio de Filadelfia, Clarence E. Hall, abogado, y su esposa, Dorothy, al igual que nosotros viajaron a Alemania para ver las Olimpíadas y ahora regresan a casa. En una mesa del salón se apoltronó una pareja, que por la forma de vestir parece ser gente de Hollywood, llevan un perro y han desplegado un gran rompecabezas. Algunos se acercan, miran y les ayudan a colocar piezas.

Además de los viajeros y sobrecargos que nos atienden en las cubiertas, entran y salen miembros de la tripulación. Deben de ser muchos, más de cincuenta. Visten uniformes o simples monos de trabajo. Hay mecánicos, radios, navegantes, electricistas, ingenieros, un médico, otros especialistas y un grupo de oficiales al mando de la aeronave que encabeza el capitán Ernst Lehmann.. No sé si también viene con nosotros Hugo Eckener, no lo he visto. Fue el hombre de confianza del conde Zeppelin, fundador de esta empresa, hasta que falleció en 1917, y desde entonces dirigía la empresa. La sociedad ha tenido serias dificultades económicas debido a las grandes inversiones que acarreó la construcción de los dos grandes dirigibles, el Graf y el Hindenburg, con los que ahora realizan vuelos a Nueva York y América del Sur. Los problemas financieros se resolvieron mediante la inyección de fondos procedentes del Estado alemán que se convirtió en el principal accionista de la compañía. He leído algunos artículos en la prensa británica y americana sobre las recientes disputas entre Eckener y Lehmann. Este último organizó un vuelo del Hindenburg para mostrarlo al mundo como un ejemplo cenital de poderío nazi. En el timón vertical de la cola se colocaron las grandes esvásticas. Durante el vuelo que tripuló Lehman para los nazis, se produjeron algunos daños en los timones de la cola y por culpa de la demostración se alteró el programa de pruebas de los motores. La consecuencia fue que el Hindenburg, por falta de ensayos previos y las prisas con que se efectuaron las reparaciones, tuvo problemas en los primeros vuelos comerciales a Brasil y Nueva York. Eckener, poco entusiasta de Hitler y lo que significa el nazismo, se enfadó con Lehmann, discutieron y como la compañía de zepelines es un juguete del ministro de Hitler que se encarga de la propaganda, Goebbels, al viejo Eckener lo liberaron de la gestión de la sociedad con un honroso ascenso a una sosegada presidencia. A Ernst Lehmann le otorgaron el cargo de director ejecutivo. O sea, Lehmann no solo es el comandante de este vuelo, sino también la persona que hoy manda en la compañía de zepelines alemana.

Max Zabel es un muchacho joven, sonriente, no habrá cumplido los veinticinco años. Tiene las manos gruesas, parece que están hechas para aferrarse bien a los timones de una nave como esta. Es uno de los cuatro navegantes de la tripulación que llevamos a bordo. Aprovechando que acababa de salir de hacer la guardia, varios pasajeros hemos tenido la oportunidad de charlar un rato con Max en el salón. Nos dijo que, desde su estreno el pasado mes de marzo, este era el sexto viaje a Nueva York que hacía el Hindenburg. En ese momento nos dirigíamos hacia las islas Azores a unos 120 kilómetros por hora y unos 2000 pies de altitud. Estimaba que llegaríamos al archipiélago alrededor de las tres de la madrugada. Uno de los hermanos McKinley le preguntó a Max que cuándo estimaba que aterrizaríamos en Lakehurst y el navegante sonrió: «vecause all depends on the vind» —le respondió en inglés con su vigoroso acento germano (todo depende del viento). Luego aclaró que, en cualquier caso, sería pasado mañana. Los dirigibles no tienen rutas fijas, sus comandantes deciden el rumbo y altitud a seguir en función del viento. Durante los cinco viajes anteriores el Hindenburg ha tardado en hacer el trayecto de Fráncfort a Lakehurst, un tiempo que oscila entre las casi 80 horas del segundo vuelo y poco más de 52 horas del último que realizó durante el mes de junio. Las trayectorias sobre el océano podían descender al sur hasta las Azores, como la que llevábamos ahora, o seguir un rumbo en latitudes 14 grados más al norte. Todo depende de los vientos, insistía Zabel. A la vuelta, de Lakehurst a Fráncfort, el viento es siempre favorable y los viajes se acortan unas cuantas horas. Zabel se despidió diciendo que quizá nos veríamos más tarde en la Cabina de Control. Y así fue.

Uno de los ingenieros nos invitó a inspeccionar el interior del dirigible. Formamos un grupo de unos doce curiosos, todos varones. María no quiso acompañarnos y se quedó leyendo en la pequeña sala de lectura, sentada en una butaca cerca del lugar dónde Schmeling no levantaba la cabeza del cuaderno en el que escribía algo.

Penetramos al interior del dirigible a través de una puerta situada en la cabina inferior. Así se accedía a una estrecha pasarela o quilla que atravesaba el zepelín de uno a otro extremo, unos 245 metros. Esta pasarela interconectaba todas las instalaciones accesibles del dirigible.  Era muy estrecha, un tablón de madera, y teníamos que andar con cuidado, o gatear a veces, uno detrás de otro, sujetándonos como podíamos a la estructura del zepelín. El ingeniero nos explicó que la estructura de duraluminio esta formada por 15 anillos principales, o costillas, circulares, separadas entre sí unos 15 metros entre las que hay dos anillos secundarios. El anillo central tiene un diámetro de más de 40 metros. El recubrimiento de la estructura del dirigible se había hecho con telas de algodón y lino, impermeabilizadas, protegidas contra la radiación ultravioleta y recubiertas de un barniz que contenía polvo de aluminio para que el casco reflejase la luz y no se calentara el interior. En algún momento del recorrido, el ingeniero levantó un trozo de tela y a nuestros pies se asomó un pedazo azul de océano. Todos nos asimos con fuerza a la estructura y se hizo un espeso silencio hasta que la luminosidad del mar desapareció detrás del entelado.
El hidrógeno se aloja en 16 grandes bolsas situadas, cada una de ellas, entre dos anillos principales. Como los cuatro motores Daimler Benz que mueven el dirigible desarrollan una potencia combinada de unos 4200 HP el dirigible lleva depósitos en los que caben 60 toneladas de diésel: «El diesel se gasta ¿no? Y conforme avanzamos perdemos peso, bastante peso, de forma que hay que eliminar hidrógeno de las bolsas porque si no, ascenderíamos sin control». Y a continuación nos explicó como se expulsaba el hidrógeno por la parte superior y desde la inferior se inyectaba aire para facilitar el vaciado: «Por eso, no se les ocurra encender jamás un cigarrillo fuera del salón de fumadores». El zepelín no solo gasta combustible en sus motores sino que por cada tonelada de diésel que consume necesita liberar unos 900 litros de hidrógeno, altamente explosivo. Alguien preguntó por qué no se empleaba helio, que no es tan peligroso, en vez de hidrógeno. El ingeniero respondió que era muy caro y además el gobierno de Estados Unidos no les había concedido las autorizaciones pertinentes relacionadas con algunas patentes.

Fue imposible visitar todas las instalaciones del interior de aquella inmensa máquina voladora: góndolas accesibles de los motores, depósitos de agua potable, agua fresca, agua para equilibrar el zepelín (lastre), agua de refrigeración, de combustible, de aceite, compartimentos para almacenar equipajes, repuestos, provisiones, taller mecánico, salas de comunicaciones, de correo, de generación y almacenamiento de energía eléctrica, y camarotes y salones de la tripulación. Los accesos siempre difíciles, incómodos, los espacios reducidos, algo que resulta paradójico en un dirigible de un tamaño descomunal. Una extraña mezcla de estrechez y grandeza.

Descendimos a la Cabina de Control desde un cubículo al que se llegaba por la pasarela. La sala mide unos nueve metros de largo por dos y medio de anchura; lo más llamativo es la magnífica visibilidad que proporcionan sus grandes ventanales que abren la vista al inmenso océano en todas las direcciones.
Nos recibió el comandante del vuelo: Ernst Lehmann. Habla con soltura en inglés, aunque lo entremezcla con palabras y frases cortas en alemán. De poca estatura, es un hombre que procura resultar agradable y muy educado. Nos presentó al resto de la tripulación, incluyendo al navegante Max Zabel, que algunos ya conocíamos, y a tres oficiales de la Marina estadounidense que viajaban como observadores. Nos contaron cómo actuaban los timones de la cola, cómo pasaban agua entre distintos depósitos para equilibrar el dirigible y cómo algunos mecanismos de control automáticos se auxiliaban de brújulas y giróscopos. También examinamos el funcionamiento de altímetros, indicadores de velocidad, revoluciones, temperatura, relojes y otros instrumentos que no recuerdo bien porque la incursión a través del interior del monstruo logró aturdirme.

Cuando acabamos la exploración del dirigible, algo mareado, me dirigí al salón de lectura donde María ya se había aburrido de leer el libro con el que la dejé y hojeaba una revista que le acababa de prestar otra señora. Fuimos al comedor donde ya habían llegado los dos matrimonios McKinsey, a los que saludamos con las manos antes de sentarnos en la mesa que ocupaba Margaret. La norteamericana no había empezado a comer y nada más vernos nos invitó con un gesto a compartir con ella el ágape. La charla con esta curiosa viajera que ha recorrido toda Europa fue lo más agradable del almuerzo.

Las comidas a bordo son deliciosas, pero el sabor de la sopa, el pollo, el arroz o el solomillo, no logra acaparar mi atención que se la lleva el panorama que asoma por la cristalera, el delicado movimiento del personal de servicio, el aspecto de los comensales, los retazos de conversación que robo de otras mesas y las historias que nos relata de sus viajes Margaret.

María se fijó mucho en la porcelana, me dijo que era preciosa.

 
7 de agosto de 1936
Hoy, de madrugada, María y yo hicimos una escapada furtiva al salón. No estábamos solos, otros pasajeros se movían despacio y silenciosos alrededor nuestro. Serían algo más de las tres en mi reloj, que aún lleva la hora de Fráncfort, cuando sobrevolamos las Azores. La luna ya había pasado del cuarto creciente y se encontraba en esa fase que llaman gibosa porque parece que le ha salido una joroba, aún no está llena, pero brilla con esplendor. Desde nuestra privilegiada atalaya contemplamos en silencio la luz pálida que se extendía sobre el mar oscuro en el que se difuminaban las sombras de las islas. Busqué en una de aquellas imprecisas formas el volcán del Pico y me pareció adivinarlo a la izquierda; volábamos al norte del archipiélago. Las islas se fueron quedaron atrás, sus borrosas siluetas se alejaron de nosotros que seguíamos quietos, suspendidos en una bóveda azul plateada por la farola lunar que empalidecía las estrellas.

Regresamos al camarote sobre las cuatro de la madrugada y enseguida nos dormimos.

Desayunamos tarde porque María quiso experimentar los placeres de la ducha y se demoraron en asignarle un turno. Regresó maldiciendo al conde Zeppelin. Traté de explicarle que el famoso noble hacía tiempo que se había despedido de este mundo y no tuvo nada que ver en el diseño de la ducha del Hindenburg. «Mejor estaríamos en un barco que en este supositorio gigante». Lo dijo en alemán. Solamente me habla en su idioma cuando está muy enfadada.

Por la mañana, María y yo estábamos leyendo revistas en la salita, no muy lejos del lugar en el que continuaba escribiendo el impertérrito boxeador Schmeling, cuando se me acercó Severin, el sobrecargo. Inclinó la cabeza ligeramente y me dijo en español que «al capitán herr Lehmann le gustaría hablar con usted». Me esperaba en la sala de fumar. Allí nos encontramos poco después.

El comandante del Hindenburg destacaba por su escaso porte, en aquel escenario de grandezas, pero derrochaba simpatía y corrección. Me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Empezó hablándome en un correcto inglés, pero cuando se dio cuenta de que entendía perfectamente su idioma se sorprendió y continuó en alemán. Lehmann quería transmitirme noticias de España que yo no podía conocer y le parecían  muy importantes. «Los militares nacionalistas que se han levantado contra el gobierno republicano y comunista ayer tomaron la ciudad de Sevilla. Las fuerzas africanas del general Franco están cruzando el estrecho de Gibraltar con el apoyo de la aviación alemana que les presta Hitler. Pronto llegarán a Madrid». Hablaba con entusiasmo contenido, mientras sus ojos escrutaban mi rostro para descifrar los sentimientos que despertaban. No pude evitar que mi involuntaria respuesta le decepcionara y entonces redujo la carga emotiva de su discurso. «Mi esposa y yo solamente deseamos que eso acabe pronto y que los problemas se resuelvan pacíficamente en nuestro país». Mis palabras fueron como un jarro de agua fría. Con habilidad, Lehman llevó la conversación por otros derroteros, le interesaba mi opinión sobre el Hindenburg. Le dije que yo no estaba cualificado para emitir ningún juicio que tuviese algún valor técnico. Como simple pasajero lo felicité por el excelente trato que recibíamos de la tripulación y le sugerí que en los próximos dirigibles pusieran ventanas y servicios en los camarotes. Lehmann se permitió soltar algunas carcajadas. Me dijo «estamos en ello» y se despidió de mí porque lo necesitaban en la Cabina de Control.

María se quedó preocupada por temor que Lehmann fuera a darme alguna mala noticia de nuestro hijo que seguía en España. Cuando le dije lo que habíamos hablado se tranquilizó.

Por la tarde mantuvimos una larga conversación con una encantadora pareja, Clarence Hall, abogado de Filadelfia y su mujer, Dorothy. Después, los cuatro nos incorporamos a la mesa en la que el matrimonio Fairbanks trataba de recomponer otro gigantesco rompecabezas. Fuimos de poca ayuda. Antes de cenar me uní a Robert y Williams que bajaban a tomar unos güisquis en el bar. María se quedó arriba con las esposas de los McKinley y Margaret.

La única nota discordante a bordo del omnipresente orden que impera en el dirigible es el pequeño terrier de los Fairbanks: orina a su antojo en cualquier esquina y arquea el cuerpo para aliviar sus tripas allá donde le place, sin que a sus propietarios les cause la menor preocupación. El servicio, escandalizado, no le quita el ojo al perro para acudir raudo a poner remedio a sus desmanes. María le ha comentado a Margaret que este animal debería figurar en el centro de la medalla conmemorativa del viaje que nos han regalado, en lugar del gran zepelín sobre el globo terráqueo, como principal protagonista del vuelo. La norteamericana se partía de risa.,
 
8 de agosto de 1936
 
Ayer, cuando nos acostamos, temprano como siempre, cambiamos la hora de Fráncfort por la de Nueva York en nuestros relojes. Por eso hoy, a las cuatro de la madrugada estábamos levantados, contemplando las luces de la costa de Nueva Escocia y de los pequeños barcos de pesca que faenaban debajo de nosotros. Severin nos comentó que llegaríamos a Lakehurst alrededor de las once de la mañana, hora local. Muchos seguíamos con cierta ansiedad la trayectoria del dirigible que volaba hacia el suroeste. Pasamos sobre Cape Cod hasta llegar a la costa sur de Long Island. Nueva York a nuestros pies era un magnífico espectáculo. Hasta María se puso de buen humor cuando el dirigible le dio un par de vueltas a los grandes rascacielos de Manhattan.

Severin no se había equivocado y a las once en punto arribamos a Lakehurst.

Max Zabel ya nos había advertido: «vecause all depends on the vind». A pesar de la magnífica luminosidad de aquella mañana, la dirección de las rachas de viento nos era desfavorable en Lakehurst. El capitán Lehmann decidió aplazar el aterrizaje. Daríamos una vuelta porque la predicción meteorológica anticipaba que la situación mejoraría al cabo de unas horas.

Fue una excursión aérea magnífica: por la costa de Nueva Jersey, sobrevolamos Annapolis y en Washington circunvalamos al espléndido Capitolio un par de veces. Desde allí tomamos rumbo norte, hacia Baltimore.

Cuando abandonamos Baltimore, los Hall se llevaron una agradable sorpresa. El capitán Lehman mandó un oficial para invitar a Clarence y Dorothy a la Cabina de Control. Allí les pidió que les indicara un circuito para que todos pudiéramos contemplan desde el cielo su ciudad: Filadelfia. Sobrevolamos la casa donde vivían ellos.

No aterrizamos a las once de la mañana, sino a las siete de la tarde, con lo que el viaje de Fráncfort a Nueva York lo completamos en 75 horas. Las operaciones de aterrizaje se llevaron a cabo con rapidez y el zepelín quedó preso, bien amarrado a un gran poste metálico. Durante el desembarco, los trámites aduaneros y la recogida de equipajes prevaleció la confusión y el desorden.

Nos despedimos con nostalgia de nuestros compañeros de aventura y ya estamos instalados en el hotel que teníamos reservado en Manhattan.

María está preocupada, al igual que yo, de lo que ocurrirá en la España que dejamos al otro lado del océano, pero como no vamos a resolverlo procuraremos disfrutar de este viaje a Estados Unidos. Margaret, vive en Long Island, y ya con Margaret para verse uno de estos días.

Regresaremos a Europa en el camarote de un transatlántico, con ducha.
 
La historia de Vicente es ficticia, pero no la de aquel viaje y quienes le acompañaron en el relato. El Hindenburg se incendió cuando aterrizaba en Lakehurst al año siguiente, el 6 de mayo de 1937, y el fatal accidente marcó el fin de los vuelos de los grandes dirigibles para siempre. El capitán Lehmann, que dirigía el vuelo ese fatídico día, falleció a causa de las heridas, mientras que Severin Klein y Max Zabel que también formaban parte de la tripulación, se salvaron.

La primera mujer que voló en un aeroplano: Thérèse Peltier

La mujer de la fotografía se llama Thérèse Peltier. Esto ocurrió el 8 de julio de 1908 en Milán y quien le ayuda a subir al avión es el piloto, Lèon Delagrange. Los dos son artistas, escultores. Nunca, antes, una mujer se había embarcado como pasajera en una aeronave. Lo está haciendo con mucho cuidado, atenta a las instrucciones del aviador, sujetándose con fuerza con las manos, con la vista puesta en donde va a colocar los pies y flexionando el cuerpo con gracia. Viste con particular elegancia. La escultora ha encargado a su costurera cortar la falda por delante y por detrás y coserla, para crear así lo que los modistos franceses denominaron jupe-culotte (falda pantalón), algo de lo que se habló mucho en París. Un invento muy práctico para volar a bordo de aquellos aparatos tan ventilados. Poco después, en octubre de ese mismo año, 1908, Wilbur Wright voló con Edith Berg en Le Mans y la señora se ató la falta tobillera con una cuerda que le pasaba por debajo de las rodillas. Esta vez los modistas se fijaron en la forma que adoptaba el traje con aquel remedio contra el viento y crearon otra moda: la hobble skirt (falda trabada). Una nueva falda que años después resucitaría como falda lápiz y tampoco tuvo éxito.

 La fotografía de Thérèse Peltier subiendo a bordo de una primitiva aeronave de cajón fabricada por Voisin, inmortaliza con delicadeza el recuerdo de la primera mujer que experimentó el vuelo en una máquina fabricada por el hombre. Fue un vuelo de demostración a baja altura, alrededor de 2 metros, y corto, de no más de 200 metros. El piloto, Delagrange, había contratado una serie de vuelos, en Roma, Milán y Turín, para demostrar, por primera vez en Italia, que volar con un aparato más pesado que el aire era posible. Hizo el recorrido acompañado de Thérèse con quién mantenía una intensa relación sentimental.

Después de su primer vuelo, la escultora se entusiasmó con la aviación. Delagrange le enseñó a volar y ella llegó a manejar con destreza el aeroplano, efectuando algunos vuelos en solitario.

Léon Delagrange, continuó con su oficio de piloto, dejando de lado la escultura, En su breve carrera aeronáutica ganó varios premios y alcanzó una gran fama. El 4 de enero de 1910, en Burdeos, cuando trataba de arrebatarle un récord a otro legendario aeronauta, Henry Farman, sufrió un accidente y perdió la vida.

Tras la muerte de Léon, Thérèse Peltier abandonó completamente su interés por la aviación.

El verano del mismo año que falleció Delagrange, Élise Léontine Deroche,otra mujer, obtuvo una licencia de vuelo de la Federación Aeronáutica Internacional. No sería la primera en manejar con éxito un aeroplano, pero sí la primera en hacerlo con una licencia. Se hizo famosa con el nombre de baronesa De Laroche. Una baronesa de la que no sabemos a ciencia cierta quién le otorgó el título nobiliario.

La aventura aeronáutica de Thérèse Peltier duró poco tiempo, pero la aeronauta escultora nos ha dejado esta hermosa fotografía que anticipa la delicadeza y decisión con que otras muchas mujeres se incorporaron desde sus comienzos al mundo de la aviación.

¿Tenemos fuerza para volar?

Hasta su muerte, en 2007 a los 81 años, MacCready dedicó la mayor parte de su vida al desarrollo de aeronaves experimentales, algunas propulsadas con energía solar. Quizá las que lo hicieron más famoso fueron el Gossamer Condor y el Gossamer Albatross, diseñadas para volar con una hélice que se movía al pedalear el piloto.

Paul Beattie MacCready fue un muchacho de poca altura, nada atlético, reservado, a quien le gustaba correr por el campo. Cuando cumplió quince años ganó un concurso nacional de construcción de pequeños aviones. El joven MacCready trató de superar sus frustraciones sociales con el diseño y ensamblaje de aeromodelos y aprendió a volar planeadores— solía decir que «a quién no le interesen los aeromodelos le debe faltar un tornillo en la cabeza». Se hizo piloto de la Marina de Estados Unidos, se graduó en Yale y en 1952 obtuvo un doctorado en ingeniería aeronáutica en Caltech. En 1956 fue el primer estadounidense en ganar el Campeonato Mundial de Planeo. Años más tarde se vio en apuros económicos, al tener que hacer frente, como avalista, al pago de un crédito de negocios que le habían concedido a un amigo. MacCready y decidió optar al premio Kremer.

En 1959, el industrial Henry Kremer —a través del grupo Man Powered Aircraft de la Royal Aeronautical Society que originalmente procedía del College of Aeronautics de Cranfield— ofreció un premio de cinco mil libras para el primer avión propulsado con energía humana que fuera capaz de volar un circuito con forma de ocho entre dos marcaciones separadas media milla. Tanto el vuelo como el aparato tenían que hacerse en el Reino Unido y el diseñador y el piloto debían ser británicos. En 1973, Kremer aumentó el importe del premio hasta cincuenta mil libras y lo abrió a todas las nacionalidades.

Bryan Lewis Allen nació en 1952 y estudió en la Californian State University de Bakersfield. A los 21 años se aficionó al vuelo con alas delta y con un amigo construyó un prototipo con el que trató de aprender a volar. Cuando se enteró de que MacCready probaba un avión propulsado por una persona en el desierto del Mohave, acudía  con su amigo Sam todos los fines de semana para verlo, pero el tiempo siempre era malo y no podía volar. Aún así, los hijos de Paul MacCready consiguieron levantarse del vuelo y volar durante algunos metros en diciembre de 1976. A principios de 1977, MacCready cambió el campo de vuelo del Gossamer Condor y se lo llevó al valle de San Joaquín. Bryan, un entusiasta del vuelo y magnifico ciclista, pasaba muchas horas en el hangar contemplando el avión. En abril Paul MacCready perdió al piloto de su avión experimental, Greg Miller, porque había encontrado un trabajo mejor en Bélgica. Bryan consiguió aquel trabajo.

El Gossamer Condor era un aeroplano construido por AeroVirontment Inc, la empresa de Paul MacCready, con una estructura de tubos de aluminio, gran envergadura (29,25 metros), costillas de plástico recubiertas de una fina capa de mylar transparente, un plano en el morro tipo canard y dotado de una góndola de plástico donde se ubicaba el piloto con los pedales.  MacCready optó por un diseño en el que la aeronave volara a muy baja velocidad, lo que le permitió construir una plataforma con una estructura de aspecto menos aerodinámico, con múltiples cables que sujetaban alas y estabilizador horizontal en el morro, pero con gran superficie alar y relación de aspecto. Prescindió de los alerones, así como del timón vertical y para virar recurrió al sistema de torsión de las alas utilizado por los inventores del moderno aeroplano, los hermanos Wright.

Con Bryan Allen a los mandos, en verano de 1977, el Gossamer Condor comenzó a mantenerse en vuelo, cada vez durante un tiempo más prolongado, del orden de cinco minutos. Sufrió muchos accidentes, pero con un nivel de vuelo que no pasaba de cuatro metros y medio y una velocidad inferior a 20 kilómetros por hora, las reparaciones se solventaban con cinta adhesiva. No fue así en un percance a principios de agosto y el aparato tuvo que reconstruirse. De aquel trabajo se consiguió una mejora al reducirse el peso en unos tres kilos.

Tres kilos providenciales. El 23 de agosto de 1977 en Shafter, California, Bryan Allen inició el vuelo número 223 del Gossamer Condor. Tardó siete minutos y veintisiete segundos en recorrer la trayectoria con forma de ocho exigida por el premio Kremer y sobrepasó, al abandonarla, los tres metros de altura requeridos para que el avión, su diseñador y el piloto pasaran a ocupar un lugar privilegiado en la historia de la aviación. Habían ganado el primer premio Kremer. El vuelo del Gossamer Condor rompió muchas costuras en 1977. En Illinois un profesor de la Escuela de Ingeniería Aeronáutica, a principios de la década de los años 1970, explicaba a sus alumnos que el premio Kremer jamás lo ganaría ningún aeroplano, simplemente era imposible que un hombre pudiera volar con la ayuda de sus músculos en un aparato construido por el hombre.

Cuando ganó el premio, Paul MacCready tenía 51 años. Decidió que su objetivo siguiente consistía en cruzar el Canal, de Inglaterra a Francia, con un avión propulsado por una persona: el Gossamer Albatros. La operación costaría bastante más dinero de lo que le reportaría el premio y buscó un patrocinador. La empresa Dupont se aprestó a financiar el proyecto. Este avión se parecía mucho al anterior, pero la estructura se construyó con fibra de carbono, las costillas de las alas con poliestireno y todo el aparato estaba recubierto con una capa delgada de mylar transparente fabricada por Dupont.

El 12 de junio de 1979, poco antes de las seis de la mañana, Bryan Allen despegó de Folkestone en Kent. El tiempo era magnífico, calma total, pero los inconvenientes no tardaron en llegar. El equipo de radio de a bordo se averió y no podía utilizarlo para comunicarse con los barcos que lo seguían. Empezó a soplar un ligero viento que se oponía a su marcha y se quedó sin agua. En esas condiciones corría el riesgo de deshidratarse y sufrir calambres. Uno de los barcos que vigilaba el vuelo se colocó en disposición de remolcar a Bryan, sin embargo el piloto consiguió elevarse un poco y encontró condiciones más favorables que le permitieron continuar con el vuelo. Después de dos horas y cuarenta y nueve minutos aterrizó en la playa de Cape Gris-Nez. El Gossamer Albatross ganó así el segundo premio Kremer, dotado con cien mil libras, después de recorrer una distancia de 37,5 kilómetros con una velocidad máxima de 29 km/h. El promedio de altura sobre el mar, durante la trayectoria, fue de 1,5 metros.

El vuelo del Gossamer Albatross, a través del canal, marca el cénit de todos los esfuerzos realizados por la humanidad para volar exclusivamente con la ayuda de los músculos de su cuerpo. No es el único que ha cumplido con estos requisitos, pero sí el más significativo, por el alcance del vuelo, su duración y relevancia de la trayectoria. MacCready y Allen transformaron un deseo milenario en una realidad. Algo que merece reconocimiento y aplauso. Que un ejercicio así se convierta en algo cotidiano, aunque quede únicamente al alcance de individuos con unas condiciones físicas muy especiales, implicaría desarrollar una máquina de volar que hoy no sabemos cómo fabricar, pero quizá mañana sí ¿por qué no?


 

El Jesús del Gran Poder: de la India a La Habana

Dos semanas después de que Lindbergh cruzara el Atlántico, el 4 de junio de 1927, Levine y Chamberlin despegaron de Nueva York y 43 horas más tarde aterrizaron en Eisleben, Alemania. Los norteamericanos lograron batir el récord de distancia que durante apenas quince días estuvo en posesión de Lindbergh. En Berlín fueron recibidos por el presidente alemán Hindenburg mientras la prensa nazi trataba de ocultar la presencia del judío Levine.

Era la época de los grandes viajes en avión que en España había inaugurado Ramón Franco con su vuelo a Argentina, el 22 de enero de 1926 y los pilotos Iglesias y Jiménez convencieron al jefe del Servicio del Aire español, coronel Kindelán, para que pusiera a su disposición un avión con el que pudieran superar el récord mundial de distancia de 6290 kilómetros de Chamberlin y Levine.

El 30 de abril de 1928, la reina Victoria Eugenia de Battenberg, bautizó el histórico avión con el nombre de Jesús del Gran Poder, en Tablada, la base aérea de Sevilla. Era un Breguet 19 G.R., construido por la empresa Construcciones Aeronáuticas con un motor Hispano Suiza de 600 caballos. A la ceremonia no pudieron faltar el arzobispo de Sevilla, monseñor Ilundain, y el mismísimo rey de España, don Alfonso XIII, muy interesado por las cuestiones aeronáuticas que, después de que la reina estrellara una botella de vino español de la casa Domeq contra el buje de la hélice, subió a la cabina a inspeccionar el avión. A su majestad, todos los asuntos relacionados con la aviación le interesaban mucho.

Durante el bautizo del avión Ignacio Jiménez y Francisco Iglesias Brage tuvieron oportunidad de explicarle al rey las características del avión, aunque quizá no se extenderían tanto en los detalles de la misión que pensaban llevar a cabo. Habían tratado de convencer a Kindelán de que su destino debía ser La Habana, en Cuba. Los promotores del vuelo aún tenían en mente la hazaña de Ramón Franco con el Plus Ultra, que dos años antes había volado de Palos a Buenos Aires.  Los lazos históricos y culturales de España con cualquier país latinoamericano no tenían nada que ver con los de otros países asiáticos que era el destino favorito de Kindelán. Al coronel le parecía una aventura arriesgada, hasta la temeridad, un vuelo sobre el Atlántico hacia el oeste, con los vientos en contra y un inmenso océano debajo de sus pilotos, cuya duración excedería las cuarenta horas. El mando aeronáutico español autorizó la misión de Iglesias y Jiménez, batir el récord mundial de recorrido, pero con un vuelo hacia el este, cuyo destino final estuviera en Djash, Charbar, Karachi o Khort, ciudades cuya distancia ortodrómica a Tablada era suficiente para superar el logro de Chamberlin y Levine. Sin embargo, Iglesias y Jiménez tenían otros planes que no podían compartir aquel día con el rey.

Muy pronto, todo el mundo, con la salvedad del mando en el Servicio del Aire, supo que, aunque el destino oficial del Jesús del Gran Poder era la India, en realidad iba a volar a Cuba. El periódico El Excelsior, de la Habana, se ocupaba con mucha frecuencia del avión y sus tripulantes, el embajador de Cuba en España, García Coli, seguía muy de cerca los preparativos de la expedición. El padre Gutiérrez, director del Observatorio Astronómico del Colegio de Belén en la Habana, envió a los pilotos cartas de navegación y el capitán Gaspar de la empresa Construcciones Aeronáuticas S.A. se trasladó a la Habana “por razones familiares” para preparar la logística de la llegada de los españoles. Incluso en la base aérea de Tablada, en el estudio de los tripulantes, siempre había mapas de la ruta cubana y uno de la travesía a la India que se desplegaba, en contadas ocasiones, para ocultar el otro. Todo el mundo sabía que el Jesús del Gran Poder volaría a la Habana, todo el mundo, menos el coronel Kindelán y el mando del Servicio Aéreo.

El 9 de mayo las condiciones meteorológicas resultaban favorables para dirigirse a cualquiera de los dos destinos. Iglesias y Jiménez eran muy tradicionales y fueron a despedirse del arzobispo, también oyeron misa en Nuestra Señora de la Antigua, la misma iglesia en que lo hizo Cristóbal Colón antes de zarpar rumbo a América. Creían en la medicina moderna y a la hora de cenar no se olvidaron del bismuto y el tanino para beneficiarse de sus efectos astringentes, muy convenientes en un vuelo de más de cuarenta horas, sin váter a bordo.

El 10 de mayo la niebla impidió que los pilotos despegaran, pero el día 11 a las seis de la madrugada el Jesús del Gran Poder inició la rodadura de un vuelo que algunos pensaban que se dirigía a la India y otros a Cuba. La visibilidad de unos 200 metros no impidió que acudieran curiosos y que muchos coches aparcaran flanqueando la pista de despegue. Durante la rodadura el avión se desvió ligeramente a la derecha y con el ala rozó una camioneta. Jiménez, para evitar un desastre mayor, cortó gases y logró detener al avión que sufrió ligeros desperfectos que habría que reparar antes de iniciar el vuelo.

La aeronave estaba siendo revisada en el hangar cuando el teniente coronel Brakembury, jefe de la base, se acercó para supervisar el trabajo de los mecánicos. Pudo comprobar que en la cabina solamente había mapas del Atlántico y de las Antillas y que en los cuadernos de a bordo la navegación astronómica únicamente se había preparado para la ruta de Sevilla a la Habana. Quizá pensó que debería fusilar a los pilotos allí mismo, pero obró con prudencia y el teniente coronel puso al corriente a Kindelán de sus hallazgos.

Cuando el Jefe de la Aeronáutica tuvo noticia de lo que había ocurrido hizo que Iglesias y Jiménez se presentaran ante el capitán general de Sevilla, don Carlos de Borbón. Recibieron una fuerte reprimenda y en presencia de sus superiores tuvieron que hacer la promesa firme de que cuando el avión se reparase y la misión se pudiera restablecer tomarían el rumbo que se les había ordenado: la India.

El 29 de mayo de 1928, a las once y media de la mañana, el Jesús del Gran Poder despegó de Tablada rumbo hacia Gibraltar dando un rodeo para salir por el Mediterráneo ya que no podía remontar la cordillera Penibética, luego se dirigieron hacia el cabo de Gata. De allí enfilaron a su destino que era Nassiryha, una población en Mesopotamia cerca del Éufrates.

No tuvieron suerte porque cuando entraron en Asia Menor, por Alepo, les esperaba una tormenta de arena que les acompañó unos 1000 kilómetros. Al cabo de varias horas de vuelo, el motor acusó la ingesta del árido y las válvulas del bloque izquierdo se averiaron. Jiménez e Iglesias se vieron obligados a improvisar un aterrizaje forzoso después de veintiocho horas de vuelo y recorrer una distancia de 5100 kilómetros.

La repatriación del Jesús del Gran Poder se hizo más larga de lo previsible. Los españoles y el avión fueron apresados por un grupo de beduinos. Pilotos y soldados de la Royal Air Force (RAF) del Reino Unido los rescataron. Entonces, la Hispano Suiza, por error, envió las piezas de repuesto a Japón. Todas estas incidencias hicieron que la estancia de Iglesias y Jiménez en el desierto, como huéspedes del Imperio Británico de Ultramar, se prolongara durante más de tres meses.

El 11 de septiembre el Jesús del Gran Poder emprendió el vuelo desde Basora a Constantinopla donde hizo escala y de allí se trasladó a Barcelona. Pero, mientras tanto, dos italianos, Ferrarin y del Petre consiguieron volar de Montecelio, una ciudad que hoy forma parte de la metrópoli romana, a una playa de Touros en Brasil, con lo que acreditaron un recorrido ante la Fédération Aéronautique Internationale (FAI) de 7188 kilómetros.  Su avión, un Savoia Marchetti  S-74, se dañó al aterrizar en la playa y tuvo que ser trasladado a Río de Janeiro en barco donde fue donado al Estado brasileño. Las celebraciones en Río duraron semanas y en un vuelo de demostración, el 11 de agosto, Ferrarin y del Petre tuvieron un accidente. Del Petre murió a consecuencia de las heridas, cinco días después.

Cuando Jiménez e Iglesias llegaron a España, trataron por todos los medios de convencer a Kindelán de que el próximo vuelo se hiciera en dirección oeste. Kindelán mantuvo con firmeza su oposición a un vuelo a Cuba. La alternativa sería una trayectoria similar a la que habían seguido Ferrarin y del Petre, por el Atlántico Sur, lo cual disminuía considerablemente el tiempo de vuelo sobre el océano y contaba con la ventaja de que los vientos podían ser favorables durante gran parte del trayecto.

Poco a poco, los pilotos y el Servicio Aéreo definirían una misión con un recorrido de más de 20 000 kilómetros en el que se visitarían unos dieciocho países latinoamericanos. La idea de conseguir batir el récord de distancia recorrida se desvanecería en favor de una operación de contenido político.

El domingo 24 de marzo de 1929, a las 17 horas y 35 minutos el Jesús del Gran Poder volvía a despegar de Tablada. Esta vez, todos sabían que se dirigiría hacia el oeste. Era domingo de Ramos y cuando sobrevoló Sevilla dio una pasada sobre la iglesia de San Lorenzo, donde se venera al Jesús que le había dado su nombre. Después de cuarenta y tres horas y cincuenta minutos de vuelo aterrizó en el aeropuerto de Cassamary en Brasil, a unos 50 kilómetros de Bahía. Había recorrido una distancia, medida por la ortodrómica, de 6550 kilómetros. No batieron ningún récord, pero ese ya no era el objetivo principal de la gira. Les esperaban fiestas, agasajos, recepciones, discursos, telegramas de felicitación y muchas horas de vuelo. Hicieron una larga gira hasta llegar a La Habana donde El Excelsior, el periódico de don Manuel Aznar, los recibió con una tirada de 100 000 ejemplares. Querían seguir a Washington y Nueva York, pero Kindelán pensó que era suficiente y el buque de la Armada Almirante Cervera se trajo a los tripulantes y al avión a Cádiz, donde llegaron el 7 de junio de 1929. La fiesta terminó en Madrid, el 8 de junio, con la presencia del presidente del Gobierno, general Primo de Rivera, los infantes de España y el jefe del Servicio Aéreo: el coronel Alfredo Kindelán.

Aún tendrían que pasar cuatro años para otros pilotos españoles, Mariano Barberán y Joaquín Collar, batieran el récord mundial de distancia con otro avión Breguet, el Cuatro Vientos; fue el vuelo con el que tantas veces habían soñado Iglesias y Jiménez: de Sevilla a Camagüey, en Cuba. Dio la casualidad de que Francisco Iglesias recibió a sus compatriotas en la ciudad caribeña donde se hallaba de paso por razones profesionales. Y tuvo la oportunidad de despedirse de ellos cuando despegaron de La Habana rumbo a la Ciudad de México, un destino que jamás alcanzaron.

¿Por qué aterrizó Lawrence Sperry frente al Capitolio?

El 22 de marzo de 1922 Lawrence Sperry aterrizó frente al Capitolio en Washington DC. El tren de aterrizaje del avión tuvo que subir uno de los escalones para detenerse porque apenas había espacio suficiente para la toma de tierra en aquel sitio. Los guardias se acercaron al avión y la gente, curiosa, se arremolinó alrededor del aparato. En aquella época las aeronaves eran un objeto extraño. El piloto se apeó de la aeronave y entró en el edificio gubernamental.

¿Qué hacía allí Sperry con su avión?

Lawrence era hijo de Elmer Ambrose Sperry, un famoso personaje, coinventor, con el alemán Anschütz Kaempfe del girocompás y considerado como uno de los padres de los sistemas giroscópicos de navegación automática. Aficionado a los aviones desde siempre, Lawrence fue uno de los primeros en obtener la licencia de vuelo y el piloto más joven de Estados Unidos. Muy pronto empezó a desarrollar pilotos automáticos capaces de actuar sobre los controles de cabeceo, alabeo y guiñada que determinan el movimiento del avión, para mantener un vuelo estable. En 1914 había ganado el Concurso de la Seguridad de Aeroplanos de París, al que acudieron 56 participantes, ayudado de un mecánico, Emile Chacin, con quien apenas se entendía en francés. Allí voló sobre el río Sena en un hidroavión norteamericano de Curtiss, C-2, con un piloto automático de su invención a bordo que, delante de los jueces y una enfervorizada muchedumbre, permitió a los dos tripulantes andar sobre las alas para mostrar cómo desequilibraban al aparato, mientras su invento controlaba de forma impecable el vuelo de la aeronave en vuelo rasante. Dos años después, en 1916, Lawrence recurriría al piloto automático para hacer el amor a bordo de su aeronave con una hermosa y distinguida dama; una supuesta aventura que a los protagonistas les permitiría inaugurar el Mile High Club, si es que cumplieron con el requisito de copular a una altura superior a una milla, lo cual quizá resulte improbable en aquella época.

Con esos antecedentes, ni siquiera le pareció demasiado extraño a ningún periodista que Lawrence aterrizara en las puertas del Capitolio en marzo de 1922, si tenemos en cuenta las noticias que dio la prensa acerca de aquel acontecimiento tan singular. El Evening Star se congratulaba por la hermosura, suavidad y pericia con la que el joven piloto ejecutó la maniobra de aterrizaje. El Washington Times quiso ver en aquella gesta una premonición: los senadores podrían acercarse con facilidad desde lugares alejados para frecuentar las sesiones con sus pequeños aeroplanos. El Herald fue más práctico y le pareció que no era un buen sitio para aterrizar.

Pero la cuestión es que Sperry fue allí porque estaba molesto con el Gobierno: le debían dinero y se presentó en el despacho del asistente del secretario de Marina para reclamarlo.

En diciembre de 1923, con más de 4000 horas de vuelo, con gran experiencia de navegación en condiciones meteorológicas adversas, sin visibilidad, Lawrence Sperry cayó al mar con su avión particular cuando trataba de cruzar el Canal en un vuelo de Francia a Inglaterra un día de espesa niebla. Su cuerpo, sin vida, fue encontrado el 11 de enero de 1924. El inventor aún no había cumplido los 31 años.

Los 12 aeroplanos que cambiaron el transporte aéreo de pasajeros en el mundo (5)

Comet

Aún no había terminado la II Guerra Mundial cuando el gobierno del Reino Unido organizó una comisión, presidida por lord Brabazon, para diseñar el futuro de la industria aeronáutica de aviones comerciales en el país. En 1939 el bimotor DC-3 de Douglas acaparaba el 90% del mercado y durante la guerra se perfeccionaron los nuevos cuatrimotores. Douglas, después de abandonar el DC-4 E, fabricaba una versión simplificada del anterior, designada como DC-4, muy competitivo, Lockheed el Constellation (Connie) y Boeing preparaba su Stratocruisser. La comisión que encabezaba el ilustre aeronauta británico, en 1943, comprendió enseguida que nada más finalizar el conflicto bélico las líneas aéreas comprarían aquellos aviones de cuatro hélices, fabricados en Estados Unidos, y la industria aeronáutica británica quedaría relegada a un segundo término. La interpretación de la realidad y las recomendaciones del grupo fueron muy arriesgadas y visionarias al concluir que la gran oportunidad del Reino Unido, para situarse en una posición de liderazgo aeronáutico, consistía en desarrollar un reactor comercial. Los motores de reacción estaban todavía en su infancia: dos ingenieros, el alemán Hans von Ohain y el británico Frank Whittle, habían dirigido proyectos experimentales en la fábrica de Heinkel alemana y en la empresa Power Jets en el Reino Unido.

Geoffrey De Havilland también pertenecía al comité que encabezaba lord Brabazon y se ofreció a iniciar el ambicioso proyecto de construir el primer reactor comercial de la historia de la aviación en sus instalaciones de Hatfield. Sin embargo, antes de abordar un avión demasiado grande, el encargo del Gobierno se limitó, en una primera fase, a un aeroplano con capacidad para 6 pasajeros que posteriormente se extendería a 24.

El jefe de diseño de Geoffrey de Havilland, R.E. Bishop, asumió la dirección del proyecto y en febrero de 1945 su equipo comenzó el desarrollo del prototipo. El primer problema con el que se toparon fue que los motores de reacción son muy poco eficientes a baja altura y con poca velocidad. Para que el avión funcionara medianamente bien tendría que volar entre 30 000 y 40 000 pies de altura y a más de 500 millas por hora. Eso suponía que la cabina de pasajeros debería presurizarse ya que a esa altura el aire es irrespirable.

En mayo de 1946 salió de la fábrica el primer prototipo. El hijo mayor de Geoffrey de Havilland, que llevaba su mismo nombre, voló con aquel artefacto que en la fábrica habían designado con las siglas TG283. Para el Gobierno tenía un nombre mucho más evocador: Swalow (Golondrina). Meses después, en septiembre, el primogénito del industrial perdió la vida al estrellarse en el Támesis con el segundo prototipo, el TG306.

El proyecto no pudo haber empezado peor; De Havilland decidió cambiarle el nombre y revisar los diseños. La principal aerolínea del país, la British Overseas Airways Corporation (BOAC) seguía de cerca la iniciativa y apostó por una aeronave de mayor tamaño.

El capitán John Cunningham, as británico de la II Guerra Mundial, se puso al frente del equipo de pilotos de pruebas del nuevo aparato que se llamó Comet. De 1947 a 1949 los técnicos de De Havilland sometieron su aeronave a una amplísima batería de pruebas, tanto a nivel de módulos individuales como de sistemas completos. Construyeron un tanque de agua para realizar ensayos de presurización de la cabina y la sección frontal del fuselaje fue sometida a más de 16 000 ciclos (presurización y despresurización) lo que equivalía a unas 40 000 horas de vuelo. Todos eran conscientes de que las prestaciones exigibles a su nuevo aeroplano les planteaban retos que bordeaban los límites de sus conocimientos y capacidades; sabían que trabajaban en un proyecto de alto riesgo, técnico y financiero.

El 27 de julio de 1949, Cunningham cumplía 32 años y ese mismo día, a los mandos del Comet, se convirtió en el primer comandante que voló con el primer reactor comercial de la historia de la aviación. Estuvo en el aire durante 31 minutos. Los hechos ocurrieron en Hatfield, el aeródromo donde se ubicaban las instalaciones de De Havilland, bien entrada la tarde, cuando los periodistas, aburridos de esperar, ya se habían marchado a casa. Cunningham y sus pilotos rodaron por la pista una y otra vez, incluso dieron algún salto, hasta agotar la paciencia de los reporteros. Al quedare solo con el avión y los trabajadores de la compañía en tierra, Cunningham despegó, ascendió a 10 000 pies y regresó al campo de vuelo para dar una pasada a menos de 100 pies de altura; sus colegas rompieron en una explosión de júbilo.

En septiembre de 1949, el Comet, fue presentado en sociedad en la feria aeronáutica de Farnborough. El nuevo avión era una máquina revolucionaria. Volaba 100 millas por hora más rápido que cualquier aeronave comercial de hélice, a más de 30 000 pies de altura; lo impulsaban cuatro motores bien carenados en el interior de sus alas retraídas y el diseño de su fuselaje le otorgaban unas excelentes prestaciones aerodinámicas. En la cabina de pasajeros las ventanas eran amplias y de forma rectangular. En la cabina técnica se alojaban cuatro tripulantes: dos pilotos, un mecánico y un navegante. Los paneles de instrumentos se habían dispuesto de un modo similar a los de los Constellation de Lockheed.

Cuando la aeronave se presentó en Farnborough la BOAC tenía comprometida la adquisición de 8 unidades. La configuración de los Comet de la aerolínea llevaba 36 asientos con una generosa separación (45 pulgadas), mesas abatibles, zonas de servicio para preparar comidas calientes y aseos separados para mujeres y hombres. El avión era mucho más confortable que los de hélice, debido a la presurización y ausencia de vibraciones y también más rápido. El Comet se convirtió en la insignia aeronáutica del país.

BOAC inauguró el servicio comercial de aviones de reacción con su Comet Yoke Peter, matrícula G-ALYP, el sábado 2 de mayo de 1952. Aquel vuelo, de Londres a Johannesburgo con cinco escalas, fue el primero en el que pasajeros de pago viajaron a bordo de un reactor comercial.

El avión llevaba camino de convertirse en el mayor éxito de la industria aeronáutica británica. Durante el primer año, la reina Isabel, la reina madre, la princesa Margarita y otros 30 000 pasajeros volaron en las rutas que cubría la BOAC con sus Comet. Muy pronto, líneas aéreas como Air France y Union Aéromaritime de Transport incorporaron estos aviones a sus flotas y otros operadores (Air India, Japan Air Lines, Linea Aeropostal Venezolana, Capital Airlines, National Airlines, Pan Am y Qantas) se interesaron por las nuevas versiones del Comet, con más asientos. En el Reino Unido todos aplaudían la visión estratégica de lord Brabazon y su comité de expertos. De Havilland parecía estar llamado a ocupar en la década de los años 1950 una posición de liderazgo en el panorama aeronáutico comercial del mundo. La revista estadounidense American Aviation publicó un artículo en el que decía que «nos guste o no, los británicos nos están dando una paliza en transporte aéreo con sus reactores». La comisión de Lord Brabazon estaba muy cerca de lograr sus objetivos.

Sin embargo, el destino aún le guardaba algunas sorpresas al avión británico.

El 26 de octubre de 1952 un Comet de la BOAC (G-ALYZ) se salió de la pista durante el despegue en el aeropuerto de Roma. El avión sufrió daños irrecuperables, pero no hubo víctimas mortales entre sus ocupantes, tan solo dos pasajeros padecieron contusiones leves. El 3 de marzo del siguiente año, otro Comet de Canadian Pacific Airlines se estrelló durante la maniobra de despegue en Karachi, Pakistán. En este accidente sí hubo que lamentar la pérdida de 11 vidas humanas.

Las investigaciones de los dos primeros accidentes del Comet concluyeron, en un principio, que fueron debidos a errores de pilotaje. Sin embargo, posteriormente se descubrió que la sustentación del perfil de las alas del avión caía bruscamente, en la parte delantera, con ángulos de ataque elevados, y que en estas condiciones también se reducía de forma significativa el empuje de los motores. De Havilland se vio obligada a incorporar modificaciones para remediar estos problemas en todos sus Comet. Canadian Pacific Airlines dejó de volar con ellos en sus líneas comerciales.

Seis minutos después de despegar de Calcuta (India) el 2 de mayo de 1953, el Comet de BOAC G-ALYV, al atravesar una tormenta se incendió en vuelo; sus 43 ocupantes perdieron la vida. Los resultados de la investigación apuntaron que el motivo del accidente se debió a fallos originados por cargas excesivas sobre la estructura del avión durante la tormenta, en parte inducidas por maniobras involuntarias del piloto. La colocación de radares a bordo para detectar la presencia de fuertes turbulencias y la introducción de sistemas de control de fuerzas, que permitieran al piloto sentir con realismo las que soportaban los planos de control de la aeronave, fueron las principales acciones con las que se saldó aquel accidente.

Yoke Peter, el Comet de la BOAC matrícula G-ALYP, que poco menos de dos años antes había inaugurado la era del reactor comercial con su vuelo de Londres a Johannesburgo, estaba destinado a contribuir de forma decisiva al fin del éxito de la compañía británica. El 10 de enero de 1954, despegó de Roma y 20 minutos después se hizo pedazos cuando sobrevolaba la isla de Elba. Las 35 personas que iban a bordo perdieron la vida. BOAC ordenó que todos los Comet dejaran de volar. Sin embargo, no hubo forma de encontrar una causa que justificara el accidente y las presiones comerciales y políticas hicieron que las autoridades permitieran que los Comet volviesen a surcar los cielos: el 23 de marzo de 1954 ya estaban otra vez en el aire.

La decisión de recuperar los vuelos fue muy desafortunada porque dos semanas después, el 8 de abril de 1954, el Comet G-ALYY, Yoke Yoke, cayó en el mar Mediterráneo, cerca de Nápoles. En el accidente perecieron los 21 ocupantes de la aeronave. Las líneas aéreas dejaron a todos los Comet 1 en tierra y la fabricación de estas aeronaves en las instalaciones de Hatfield quedó paralizada. El ministro de transportes británico, A.T. Lennox-Boyd, retiró los certificados de aeronavegabilidad de los Comet 1. Winston Churchill declaró que «el misterio del Comet debe resolverse sin tener en cuenta el dinero o el esfuerzo humano necesarios».

Nunca una investigación sobre un accidente se había llevado con semejante despliegue de medios. La Royal Navy transportó a Farnborough todas las partes de Yoke Peter que logró extraer del fondo del mar. Las autopsias de los cuerpos de algunas víctimas de los accidentes demostraron que habían fallecido debido a una descompresión explosiva. Todo apuntaba a que el origen de los accidentes estaba en un fallo estructural y la rotura del fuselaje. Los técnicos empezaron a sospechar que las causas del accidente podían estar relacionadas con los ciclos de presurización y despresurización. Un fuselaje completo del Comet se colocó en un tanque de agua gigantesco donde se sometió a cambios de presión equivalentes a ascensos a 35 000 pies seguidos de descensos a nivel del mar, 40 veces más rápidos que los que ocurrían durante los servicios de vuelo normales.

El 24 de junio, cuando el ensayo en el tanque de Farnborough llevaba acumulados 3057 ciclos, la presión en la cabina del Comet disminuyó bruscamente. Sacaron el agua y los técnicos pudieron comprobar que se había abierto una grieta en el fuselaje cuyo origen estaba en la esquina de una ventanilla. El examen microscópico de las partes afectadas demostró que el material había sufrido el fenómeno que se denomina fatiga del metal. Los ciclos de presurización y despresurización sometían al metal a unos esfuerzos que se concentraban en las esquinas de las ventanillas rectangulares. En estos lugares se iniciaban pequeñas grietas que luego se extendían y terminaban provocando una rotura explosiva de todo el fuselaje. Entre otras medidas, De Havilland tuvo que modificar la forma de las ventanillas y hacerlas ovaladas.

Los Comet 1 ya no volvieron a volar jamás y tampoco lo harían las versiones posteriores que entonces estaban en los tableros de diseño y en las líneas de fabricación: los Comets 2 y 3. De Havilland regresó al mercado con el Comet 4 que hasta el 28 de septiembre de 1958 no obtuvo el certificado de aeronavegabilidad de la autoridad aeronáutica británica.

Aquellos cuatro años supusieron un retraso irrecuperable para el reactor británico. A los fabricantes norteamericanos Douglas y Boeing, que seguían con mucho interés los avatares del Comet, les dio tiempo para reaccionar. BOAC empezó a operar los Comet 4 en las rutas trasatlánticas, pero al mes siguiente Pan Am puso en el mercado el Boeing 707 y en septiembre de 1959 United y Delta Airlines incorporaron a sus flotas el DC-8 de Douglas. Los Comet 4 quedaron obsoletos y De Havilland perdió el mercado de aviones comerciales de reacción.

Casi todos los expertos coinciden en que, si los Comet no se hubieran fabricado nunca, al primer reactor comercial le habría ocurrido lo mismo. Ningún fabricante era plenamente consciente de los problemas que la presurización plantearía a las aeronaves cuando se vieran sometidas a miles de ciclos de trabajo. Con el tiempo, el Boeing 707 usurparía los galones de primer avión de pasajeros a reacción, debido a su éxito comercial que tuvo que compartir con el DC-8. Pero está bien recordar al primer piloto británico, lord Brabazon, por su extraordinaria visión, y al Comet, en este caso de mala suerte, porque ellos abrieron el cielo a los reactores comerciales.

Los 12 aeroplanos que cambiaron el transporte aéreo en el mundo:

Fokker trimotor

Handley Page HP.42/45

DC-3

Loockheed L-1049 Super Constellation

Comet

Fokker F27

Boeing 737

Boeing 747

Concorde

Airbus A320

Airbus A380

Joby

Los 12 aeroplanos que cambiaron el transporte aéreo de pasajeros en el mundo (4)

Lockheed Constellation

El Constellation, con su cuerpo de delfín, morro adelantado y singular empenaje con tres planos verticales, tiene un aspecto moderno y aerodinámico. Parece decirnos que en su concepción participó algún personaje original y extravagante. Y pocos hubo en aquella época tan singulares como el multimillonario obsesionado con la aviación que fue Howard Hughes.

Jack Frye, presidente entonces de la T&WA, convenció a Hughes para que invirtiera en la empresa, aunque según otras versiones fue el millonario quién primero se interesó por la compañía. A mediados de la década de 1930, Frye — que había tenido un papel muy importante en el desarrollo del DC-2 de Douglas— estaba interesado en comprar para su aerolínea un avión más grande y más rápido, con cuatro motores. Se asoció con otras aerolíneas estadounidenses, pusieron cien mil dólares cada una de ellas, y le hicieron el encargo a Donald Douglas. Aquel proyecto de avión, DC 4 (E), fracasó, los participantes cancelaron sus pedidos y Jack Frye buscó una alternativa. Así fue como le encargó a Boeing, a principio de 1937, cinco aviones Boeing 307, Stratoliners. Estos aparatos contarían con una cabina de pasajeros presurizada, lo que les permitiría volar casi siempre, por encima del techo de nubes, en una atmósfera poco afectada por las turbulencias. Sin embargo, el consejo de dirección de la T&WA, desautorizó la decisión de compra avalada por Jack Frye. Fue entonces cuando se inició el idilio entre Frye y Hughes que duraría 10 años. Howard compró las acciones de la T&WA y la persona que se encargaba de administrar sus finanzas, Noha Dietrich, entró a formar parte del consejo de dirección de la aerolínea. En 1939, la empresa adquirió cinco Stratoliners de Boeing.

El primer avión con una cabina presurizada para los pasajeros fue el Stratoliner, de los que Boeing entregó ocho unidades a las aerolíneas en 1940 (tres a Pan Am y cinco a TWA) aunque prestaron servicio muy poco tiempo debido al comienzo de la II Guerra Mundial. Howard Hughes compró uno para él, con el que pretendía dar la vuelta al mundo que también tuvo que suspender por el mismo motivo.

Comprar una aerolínea, como la TWA, que adquiría aviones en el mercado, igual que la Pan Am, no dejaba de ser algo demasiado vulgar para el multimillonario. En 1939 el presidente de la Lockheed Corporation, Robert Gross, acompañado de su jefe de ingeniería, Hall Hibbard y del responsable de desarrollo tecnológico, Kelly Johnson, se reunieron con Howard y Jack Frye. La TWA deseaba comprar un avión de características excepcionales: debería ser capaz de transportar en una cabina presurizada que le permitiera volar por encima de las nubes, un 90% de las veces, no menos de 44 pasajeros a 350 millas por hora y más de cinco mil kilómetros de distancia; además, el avión contaría con mecanismos hidráulicos para mover las superficies de control, sistemas de deshielo, tren de aterrizaje triciclo y la tecnología más avanzada de navegación. Howard quería una máquina capaz de dejar muy atrás a todos los competidores de la TWA para colocar a su aerolínea en una posición de indiscutible liderazgo. El desarrollo del avión debería llevarse a cabo con el máximo secreto y Lockheed se comprometería a no vender ninguno de aquellos aparatos hasta dos años después que la TWA hubiera recibido los primeros. Así fue como en 1939 nació el Constellation.

La guerra y otras muchas circunstancias harían que las cosas no ocurrieran tal y como Howard habría querido, pero con el tiempo el avión logró adquirir un escaño en el olimpo de las leyendas. Los pilotos le llamaban Connie, algo que llegó a enfurecer a uno de los ases de la Primera Guerra Mundial, Edward Rickenbaker, y presidente de la Eastern, que llegó a prohibir a sus tripulaciones que manifestaran esas familiaridades con la aeronave (algunos decían que, a Eddie, el apelativo le parecía afeminado, impropio de un verdadero avión).

En 1942 la Fuerza Aérea estadounidense tomó el control del desarrollo del proyecto secreto de Hughes y lo adaptó a sus necesidades, como avión de transporte de tropas. En 1943 voló la primera unidad del Constellation y Hughes consiguió que la Fuerza Aérea le prestara la segunda, para organizar una de sus gestas publicitarias. Pintó el avión con la librea de la TWA y con Jack Frye y Kelly Johnson, de Lockheed, de copilotos, en abril de 1944, voló del aeropuerto de Burbank en California a Washington en seis horas y 58 minutos: un extraordinario récord en aquella época. A Johnson le pareció que Howard manejaba el avión con excesiva temeridad, o quizá pretendía impresionar a Ava Gardner, que entonces era el romance de turno del joven multimillonario y también los acompañaba. Para completar la demostración, en el viaje de vuelta, el 26 de abril, hicieron una escala en el Wright Field, en Dayton, para invitar a Orville Wright (el inventor, junto con su hermano Wilbur de la máquina de volar más pesada que el aire), a que se pusiera a los mandos del Constellation. Orville comentó que su primer vuelo de 1903, en Kitty Hawk, apenas cubrió la distancia que había entre las dos puntas de las alas (envergadura) del Constellation.

La Fuerza Aérea fabricó 13 unidades con las que pudo constatar que el motor Wright Cyclone del Constellation era una fuente inagotable de problemas. Dejó de producir estos aparatos y ordenó a Lockheed que concentrara sus esfuerzos en otros productos.

Cuando acabó la guerra TWA compró a la Fuerza Aérea todos los Connie que estuvieron a su alcance y a principio de 1946 inició con ellos servicios regulares de Nueva York a París y Los Angeles. Los motores del Constellation continuarían siendo un problema para el fabricante y sus operadores durante bastante tiempo, hasta el punto de que se decía del avión que era el “mejor trimotor” del mercado, ya que lo normal era que volase con uno estropeado. Pero fue el primer avión en prestar servicios de forma regular con la cabina presurizada, porque en los Boeing 307, que regresaron al servicio de pasajeros después de la guerra, se les había inhibido esta funcionalidad. Además de problemas con los motores, la presurización también fue la causa de accidentes: en dos de ellos perdieron la vida un tripulante navegador, al romperse la cúpula, y un pasajero militar al quebrarse una ventana.

Los Constellation protagonizaron durante los primeros meses de operación suficientes incidentes como para que las autoridades aeronáuticas decidiesen, en verano de 1946, retirar los permisos de vuelo del avión durante seis semanas, sin que de las inspecciones que hicieron pudieran detectar ningún motivo para que no reanudaran las operaciones.

Fue un avión del que la Lockheed desarrolló numerosas versiones; de todas ellas la más emblemática fue el L-1049 (Super Constellation) que introdujo en el mercado en 1949 para competir con el DC-6 de Douglas. Por sus magníficas prestaciones, sobre todo en cuanto a velocidad y alcance máximo, así como debido a su gran capacidad y confort interior para los pasajeros, y a pesar de sus numerosos problemas técnicos, después de la II Guerra Mundial casi todos los transportistas del mundo de cierta relevancia incorporaron a sus flotas los Constellation para las conexiones de mayor alcance. Después de la guerra se convertirían en la imagen de una pujante aviación comercial, dispuesta a empequeñecer el mundo. A finales de la década de 1950, los aviones a reacción acabarían con el dominio de los cuatrimotores en estas rutas.

Fue como si la incorporación de los Constellation en la TWA, para evitar las turbulencias a los pasajeros, trasladase las tormentas a los estados financieros de la aerolínea. En esa época la empresa acumuló importantes pérdidas, los pilotos fueron a la huelga y Noha Dietrich, el representante financiero de Hughes en la sociedad, señaló a Jack Frye como responsable principal del derrumbamiento del valor de las acciones de la empresa. En 1947 Frye dejó la presidencia de la TWA y un equipo totalmente controlado por Hughes asumió el consejo de dirección de la sociedad. Todo ocurrió casi al mismo tiempo que los Constellation, con los que Hughes y Frye habían soñado, empezaban a operar las rutas más emblemáticas de la TWA .

Los 12 aeroplanos que cambiaron el transporte aéreo en el mundo:

Fokker trimotor

Handley Page HP.42/45

DC-3

Loockheed L-1049 Super Constellation

Comet

Fokker F27

Boeing 737

Boeing 747

Concorde

Airbus A320

Airbus A380

Joby

¿Tu madre te deja volar?

Son tres aviones franceses muy primitivos, dos Farman biplanos y el más avanzado un monoplano de Blériot. Era una época en la que la gente que se sabía importante en España veraneaba en San Sebastián. Pocos tomaban el baño, pero muchos intercambiaban favores, hacían negocios y trataban de ganar posiciones en un ambiente cuyo centro de gravedad lo ocupaba la familia real. Estamos en 1910. A San Sebastián acudía puntualmente todos los meses de agosto el conde de Romanones: don Álvaro Figueroa. Ese verano de 1910 en plena canícula veraniega, a unos cincuenta kilómetros más al norte, en la ciudad francesa de Biarritz, el marqués de Valdeiglesias pasaba la temporada estival, muy interesado por las actividades de un joven piloto, Maurice Tabuteau, que organizaba bautismos aéreos para gente adinerada. El marqués contrató los servicios del aviador y quedó gratamente impresionado por lo que fue su primer vuelo. Amigo de la infancia del conde de Romanones, que por entonces ostentaba el cargo de presidente del Congreso, Valdeiglesias se desplazó a San Sebastián para contarle a su amigo su experiencia aeronáutica. Aún más, insistió en que la probase él mismo. El conde, hombre decidido, no dudó en aceptar la invitación, aunque según relata el marqués, con la única condición de que no se lo dijera a su esposa. Tabuteau paseó al conde de Romanes por los aires de Biarritz en su primitivo avión Farman y al político le pareció que aquellas máquinas tendrían un gran futuro, hasta el punto de comentarle a Valdeiglesias que después del verano hablaría con el presidente del Gobierno, Canalejas, y pondrían en marcha en España, algo de lo que se estaba ya haciendo entonces en otras partes del mundo.

Seguro que Romanones, aunque no se lo dijera a Valdeiglesias, sabía que tendría que ganarse también el favor del rey para “poner en marcha algo relacionado con la aeronáutica”. Nada que tuviese cierta importancia y le concerniese al Ejército podía resultarle ajeno a don Alfonso XIII: un monarca que simpatizaba con las políticas liberales y regeneracionistas, al menos durante esos años y que había viajado por toda Europa. Además, el propio rey ya había visitado hacía más de un año, la escuela de vuelo que los inventores del avión, Orville y Wilbur Wrigth, montaron en Pau con sus socios europeos

Pero, a mayor abundancia, fue también en San Sebastián, ese mismo verano de 1910, aunque a finales de septiembre, cuando los monarcas españoles contemplaron los vuelos organizados por el Aeroclub de Guipúzcoa en el que participaron tres aviadores: los franceses Tabuteau y Morane y el español Benito Loygorri Pimentel. Este último acababa de obtener la licencia de vuelo número 1 española, despachada por el Real Aeroclub de Madrid, que convalidó el permiso que le había otorgado la Federación Aeronáutica Internacional, después de completar un curso de vuelo en la Escuela Voisin de Mourmelon (Francia). Tabuteau llegó a San Sebastián desde Biarritz en su Maurice Farman, Morane con un Blériot y el español con un Henri Farman de reciente adquisición.

Loygorri era ingeniero, tenía veinticinco años y en San Sebastián ganó el concurso de permanencia, al mantenerse en vuelo durante veinticinco minutos. A la reina, doña Victoria Eugenia de Battenberg, le correspondió entregarle el trofeo y muy extrañada le preguntó: «¿tu madre te deja volar?». A lo que Benito contestaría «señora, mi madre nos está contemplando desde otro palco».

La curiosidad de Alfonso XIII lo llevó a fisgonear las máquinas en el recinto donde se exponían los aviones y charlar con los pilotos. El rey les concedió a los tres la medalla de Carlos III.

Hasta entonces parecía como si el Ministerio de la Guerra español se conformara, al menos de momento, con sus globos aerostáticos, y que tuviera puestas sus esperanzas en el nuevo dirigible España. Tampoco era nada extraño, cuando en Estados Unidos el Ejército contaba con un único aeroplano del tipo Wright, inoperativo. El jefe de la Aeronáutica, coronel Pedro Vives, acompañado del capitán Kindelán, hacía más de un año que había recorrido Europa para examinar el estado de la tecnología de los nuevos aeroplanos. Incluso Pedro Vives llegó a volar en la Escuela de los Wright en Pau con uno de los pilotos entrenados por los norteamericanos: el conde de Lambert, pero la decisión de comprar aviones militares parecía discurrir sin demasiadas prisas.

En otoño de 1910, después del veraneo en San Sebastián, todo cambió. Quizá el ministro de la Guerra, por fin, hizo caso a Pedro Vives y Kindelán que tenían interés en adquirir aeroplanos desde hacía tiempo, o Romanones habló con Canalejas “para poner en marcha algo relacionado con la aeronáutica”, tal y como le había dicho a su amigo el marqués, o el propio rey, deslumbrado, hizo algunos comentarios a determinadas personas. El 29 de septiembre, mediante una Real Orden se creó la Comisión de Experiencias del Material de Ingenieros, para la realización de estudios y experiencias necesarios para la incorporación del material aeronáutico al Ejército, así como su uso y perfeccionamiento.

Los acontecimientos se precipitaron cuando las pruebas del dirigible España resultaron un fracaso. El 26 de octubre, el capitán Kindelán viajó a París para contratar la adquisición de dos Henri Farman con motor Gnôme rotativo de 50 CV y un Maurice Farman con motor Renault. Al final, el Maurice se sustituiría por otro Henri Farman. Fueron los tres primeros aviones que compró el Ejército español en toda su historia. Y como el piloto ingeniero, Benito Loygorri, representaba los intereses de Henri Farman en España, actuó de intermediario en la transacción; seguro que con la debida autorización materna.

Esos tres aviones sobre el cielo de la ciudad vasca, son de los primeros modelos que se empezaron a fabricar en Europa y muy pronto quedarían obsoletos, pero el hecho de que allí volaran es muy representativo de una época.

El vuelo de Matías

En 1987, poco antes de cumplir los 19 años, Matías era un adolescente que apenas contaba como piloto con 50 horas de vuelo. El 13 de mayo le dijo a sus padres que necesitaba ganar experiencia y pensaba efectuar una gira por el norte de Europa con su pequeña avioneta Reims-Cessna alquilada. Despegó del aeropuerto de Uetersen, en el estado de Schleswig-Holstein de Alemania Occidental y puso rumbo a las islas Shetland, donde pasó la noche. Al día siguiente voló a las islas Feroe y se quedó a dormir allí, para proseguir después su periplo hasta Reikiavik, en Islandia. Matías pretendía que aquel viaje sirviera para algo más que familiarizarse con el vuelo: «Pensé que todo ser humano en este planeta es responsable del progreso y yo buscaba la oportunidad de aportar mi contribución». De Reikiavik voló a Bergen en Noruega y luego a Helsinki. Esta ciudad era el lugar clave en el que debería tomar una decisión que no había dejado de sopesar durante todo el recorrido.

El 28 de mayo, tres días después de haber llegado a Finlandia, Matías despegó del aeropuerto de Helsinki al mediodía y comunicó a los controladores que su destino era Estocolmo. En ese momento aún no estaba seguro de lo que iba a hacer:

«Tomé la decisión final como media hora después de despegar. Cambié el rumbo 170 grados y me dirigí a Moscú».

En la parte posterior había quitado los asientos y su Cessna estaba equipada con depósitos de combustible auxiliares. El morro de su avión apuntaba a la capital rusa, situada a más de novecientos kilómetros de distancia. Matías apagó la radio.

Los controladores finlandeses se alarmaron al observar el cambio de ruta de Matías y trataron de contactar con él sin ningún éxito hasta que la traza de radar del Cessna se perdió poco antes de entrar en el golfo de Finlandia. Llegaron a pensar que la aeronave había caído al mar y enviaron un barco para buscarlo. Cerca de Sipoo una mancha de aceite sobre el agua les hizo suponer que marcaba el lugar del accidente, pero Matías continuaba su ruta a los mandos de la avioneta. Cruzó el Báltico y llegó a Estonia.

El radar del Sistema de Defensa Aérea Soviético detectó a Matías a las 14:29 horas y como su transpondedor no emitió la señal de identificación amigo-enemigo correcta, varios sistemas de misiles superficie-aire (SAM) lo siguieron. Sin embargo, ninguno obtuvo autorización para lanzar sus misiles. Los mecanismos de alerta aérea se activaron y un Mig-23 lo detectó en Gdov, todavía cerca de la frontera con Estonia. El piloto de caza ruso lo identificó como un pequeño avión deportivo, blanco, y en principio tampoco logró permiso para interceptarlo. Cerca de la ciudad de Stáraya los radares rusos perdieron al avión. Cuando volvió a reaparecer, en Pskov, los controladores militares validaron su código de identificación, algo que hacían con todos los aviones del espacio aéreo que vigilaban ese día ya que estaban llevando a cabo maniobras y los controladores no se acordaban de los códigos asignados. En Torzhok lo confundieron con un avión que participaba en unas operaciones de rescate. En sucesivas ocasiones la Defensa Aérea Soviética volvió a detectar su presencia, pero consideró que se trataba de un avión comercial propio de entrenamiento, que incumplía con las normas de vuelo.

Matías tenía intención de aterrizar en el Kremlin, pero pensó que dentro de sus impresionantes murallas lo detendrían y su hazaña pasaría desadvertida a los ojos del mundo. La alternativa que le pareció mejor fue la de un aterrizaje en la Plaza Roja. A las 19:00 sobrevolaba Moscú y pudo ver que la Plaza Roja estaba atestada de gente. Entonces decidió tomar tierra en el puente Bolshoy Moskvoretsky, cerca de la catedral de San Basilio.

Matías acababa de aportar su contribución al progreso: «Pensaba que podría utilizar el avión para construir un puente imaginario entre el Oeste y el Este para demostrar que mucha gente en Europa quería mejorar las relaciones entre nuestros mundos».

Dos horas después lo arrestaron.

El vuelo de Matías le costó el cargo al ministro de Defensa Soviético, Sergei Sokolov y al jefe de la Defensa Aérea, Alexander Koldunov. La colosal maquinaria bélica de la URSS no funcionó como estaba previsto, algo que ha ocurrido más veces. Un mal precedente para sus herederos.

PD: Mathias Rust fue condenado a cuatro años de trabajos forzosos. No cumplió ninguno. A los catorce meses de su detención quedó libre y regresó a Alemania.