¿Tenemos fuerza para volar?

Hasta su muerte, en 2007 a los 81 años, MacCready dedicó la mayor parte de su vida al desarrollo de aeronaves experimentales, algunas propulsadas con energía solar. Quizá las que lo hicieron más famoso fueron el Gossamer Condor y el Gossamer Albatross, diseñadas para volar con una hélice que se movía al pedalear el piloto.

Paul Beattie MacCready fue un muchacho de poca altura, nada atlético, reservado, a quien le gustaba correr por el campo. Cuando cumplió quince años ganó un concurso nacional de construcción de pequeños aviones. El joven MacCready trató de superar sus frustraciones sociales con el diseño y ensamblaje de aeromodelos y aprendió a volar planeadores— solía decir que «a quién no le interesen los aeromodelos le debe faltar un tornillo en la cabeza». Se hizo piloto de la Marina de Estados Unidos, se graduó en Yale y en 1952 obtuvo un doctorado en ingeniería aeronáutica en Caltech. En 1956 fue el primer estadounidense en ganar el Campeonato Mundial de Planeo. Años más tarde se vio en apuros económicos, al tener que hacer frente, como avalista, al pago de un crédito de negocios que le habían concedido a un amigo. MacCready y decidió optar al premio Kremer.

En 1959, el industrial Henry Kremer —a través del grupo Man Powered Aircraft de la Royal Aeronautical Society que originalmente procedía del College of Aeronautics de Cranfield— ofreció un premio de cinco mil libras para el primer avión propulsado con energía humana que fuera capaz de volar un circuito con forma de ocho entre dos marcaciones separadas media milla. Tanto el vuelo como el aparato tenían que hacerse en el Reino Unido y el diseñador y el piloto debían ser británicos. En 1973, Kremer aumentó el importe del premio hasta cincuenta mil libras y lo abrió a todas las nacionalidades.

Bryan Lewis Allen nació en 1952 y estudió en la Californian State University de Bakersfield. A los 21 años se aficionó al vuelo con alas delta y con un amigo construyó un prototipo con el que trató de aprender a volar. Cuando se enteró de que MacCready probaba un avión propulsado por una persona en el desierto del Mohave, acudía  con su amigo Sam todos los fines de semana para verlo, pero el tiempo siempre era malo y no podía volar. Aún así, los hijos de Paul MacCready consiguieron levantarse del vuelo y volar durante algunos metros en diciembre de 1976. A principios de 1977, MacCready cambió el campo de vuelo del Gossamer Condor y se lo llevó al valle de San Joaquín. Bryan, un entusiasta del vuelo y magnifico ciclista, pasaba muchas horas en el hangar contemplando el avión. En abril Paul MacCready perdió al piloto de su avión experimental, Greg Miller, porque había encontrado un trabajo mejor en Bélgica. Bryan consiguió aquel trabajo.

El Gossamer Condor era un aeroplano construido por AeroVirontment Inc, la empresa de Paul MacCready, con una estructura de tubos de aluminio, gran envergadura (29,25 metros), costillas de plástico recubiertas de una fina capa de mylar transparente, un plano en el morro tipo canard y dotado de una góndola de plástico donde se ubicaba el piloto con los pedales.  MacCready optó por un diseño en el que la aeronave volara a muy baja velocidad, lo que le permitió construir una plataforma con una estructura de aspecto menos aerodinámico, con múltiples cables que sujetaban alas y estabilizador horizontal en el morro, pero con gran superficie alar y relación de aspecto. Prescindió de los alerones, así como del timón vertical y para virar recurrió al sistema de torsión de las alas utilizado por los inventores del moderno aeroplano, los hermanos Wright.

Con Bryan Allen a los mandos, en verano de 1977, el Gossamer Condor comenzó a mantenerse en vuelo, cada vez durante un tiempo más prolongado, del orden de cinco minutos. Sufrió muchos accidentes, pero con un nivel de vuelo que no pasaba de cuatro metros y medio y una velocidad inferior a 20 kilómetros por hora, las reparaciones se solventaban con cinta adhesiva. No fue así en un percance a principios de agosto y el aparato tuvo que reconstruirse. De aquel trabajo se consiguió una mejora al reducirse el peso en unos tres kilos.

Tres kilos providenciales. El 23 de agosto de 1977 en Shafter, California, Bryan Allen inició el vuelo número 223 del Gossamer Condor. Tardó siete minutos y veintisiete segundos en recorrer la trayectoria con forma de ocho exigida por el premio Kremer y sobrepasó, al abandonarla, los tres metros de altura requeridos para que el avión, su diseñador y el piloto pasaran a ocupar un lugar privilegiado en la historia de la aviación. Habían ganado el primer premio Kremer. El vuelo del Gossamer Condor rompió muchas costuras en 1977. En Illinois un profesor de la Escuela de Ingeniería Aeronáutica, a principios de la década de los años 1970, explicaba a sus alumnos que el premio Kremer jamás lo ganaría ningún aeroplano, simplemente era imposible que un hombre pudiera volar con la ayuda de sus músculos en un aparato construido por el hombre.

Cuando ganó el premio, Paul MacCready tenía 51 años. Decidió que su objetivo siguiente consistía en cruzar el Canal, de Inglaterra a Francia, con un avión propulsado por una persona: el Gossamer Albatros. La operación costaría bastante más dinero de lo que le reportaría el premio y buscó un patrocinador. La empresa Dupont se aprestó a financiar el proyecto. Este avión se parecía mucho al anterior, pero la estructura se construyó con fibra de carbono, las costillas de las alas con poliestireno y todo el aparato estaba recubierto con una capa delgada de mylar transparente fabricada por Dupont.

El 12 de junio de 1979, poco antes de las seis de la mañana, Bryan Allen despegó de Folkestone en Kent. El tiempo era magnífico, calma total, pero los inconvenientes no tardaron en llegar. El equipo de radio de a bordo se averió y no podía utilizarlo para comunicarse con los barcos que lo seguían. Empezó a soplar un ligero viento que se oponía a su marcha y se quedó sin agua. En esas condiciones corría el riesgo de deshidratarse y sufrir calambres. Uno de los barcos que vigilaba el vuelo se colocó en disposición de remolcar a Bryan, sin embargo el piloto consiguió elevarse un poco y encontró condiciones más favorables que le permitieron continuar con el vuelo. Después de dos horas y cuarenta y nueve minutos aterrizó en la playa de Cape Gris-Nez. El Gossamer Albatross ganó así el segundo premio Kremer, dotado con cien mil libras, después de recorrer una distancia de 37,5 kilómetros con una velocidad máxima de 29 km/h. El promedio de altura sobre el mar, durante la trayectoria, fue de 1,5 metros.

El vuelo del Gossamer Albatross, a través del canal, marca el cénit de todos los esfuerzos realizados por la humanidad para volar exclusivamente con la ayuda de los músculos de su cuerpo. No es el único que ha cumplido con estos requisitos, pero sí el más significativo, por el alcance del vuelo, su duración y relevancia de la trayectoria. MacCready y Allen transformaron un deseo milenario en una realidad. Algo que merece reconocimiento y aplauso. Que un ejercicio así se convierta en algo cotidiano, aunque quede únicamente al alcance de individuos con unas condiciones físicas muy especiales, implicaría desarrollar una máquina de volar que hoy no sabemos cómo fabricar, pero quizá mañana sí ¿por qué no?


 

Los billetes aéreos más caros y el primer vuelo de pasaje a través del Atlántico

Por estas fechas los billetes de avión están caros. Aún así y todo, el trayecto de ida y vuelta de Madrid a Nueva York, en turista, hoy puede comprarse en internet por unos 900 euros. Es bastante menos de lo que costaba cruzar el Atlántico Norte cuando los aviones comerciales empezaron a volar sobre este océano.

Los vuelos regulares de pasaje desde Estados Unidos a Europa los inició la Pan American en 1939. El 28 de junio de aquel año, un Boeing 314, el Dixie Clipper, voló de Port Washington (Nueva York) a Horta (Las Azores) y, después de hacer otra escala en Lisboa amerizó en Marsella. Fue el primer vuelo de una aerolínea comercial a través del Atlántico con pasajeros de pago a bordo; algunos de ellos habían hecho la reserva con años de antelación. La aeronave voló con veintidós pasajeros y once tripulantes. En 1939, Pan Am abrió dos rutas trasatlánticas entre Estados Unidos y Europa: la ruta sur, de Port Washington (Nueva York) a Marsella, con escalas en Horta y Lisboa y la ruta norte, de Port Washington a Londres, con paradas en Shediac (New Brunswick), Botwood (Newfoundland) y Foynes (Irlanda).

El Boeing 314 era un hidroavión. La emblemática aerolínea Pan Am, que había empezado sus operaciones en 1929 volando a Cuba, estaba especializada en la operación de hidroaviones ya que enlazaba bastantes ciudades en las que no se disponía de aeródromos con pistas de aterrizaje grandes y además, en los vuelos con pasajeros sobre el mar, muchos consideraban que este tipo de aeronave ofrecía más seguridad. Sus Boeing 314 eran aeronaves lujosísimas, a bordo de los cuales los pasajeros recibían atenciones extraordinarias. El precio del billete, de Nueva York a Marsella, ida y vuelta, era de 675 dólares, es decir: 13 976,99 euros de hoy.

Richard Byrd: el éxito y la frustración de Anthony Fokker

America Ver-sur-mer

En 1926 Anthony Fokker residía en Estados Unidos, su avión trimotor gozaba de una excelente reputación y ya se había recuperado de las secuelas del divorcio con su primera esposa. Fue un año importante para la aviación. El 12 de febrero Ramón Franco amerizó en Argentina, después de cruzar el Atlántico Sur. El comandante Richard Byrd pretendía volar al Polo Norte. Eran muchas las personas interesadas en demostrar que los aviones servían para algo. Pero, en aquella época, los éxitos aeronáuticos siempre bordeaban el fracaso.

El 13 de febrero de 1926, Anthony Fokker recibió una solicitud de Richard Byrd para adquirir un avión F.VIIa, con tres motores, con el que pretendía llegar el primero al Polo Norte. Al principio, el holandés se mostró un tanto reacio por el temor a que un fiasco en aquella expedición le viniera a estropear la excelente imagen que el avión tenía. Sin embargo, terminó venciéndole la tentación de conseguir más publicidad y el hecho de que el proyecto de Byrd lo apoyaban Edsel Ford, D. Rockefeller y Rodman Wanamaker. Tony le hizo una oferta a Byrd por 40 000 dólares, con la condición de que el nombre del fabricante figurase muy visible en el aparato. No era un precio barato. El marino aceptó porque tenía prisa y bautizó la aeronave con el nombre de Josephine Ford, en honor a la hija de tres años de Edsel Ford.

Con Floyd Bennett como piloto, Byrd despegó de la isla de Spitsbergen y regresó para contar al mundo que había sido el primero en sobrevolar el Polo Norte, el 9 de mayo de 1926. Algunos no le creyeron por la corta duración del vuelo, pero sus dudas no las compartió la opinión pública. Si no lo hicieron ellos, los primeros en volar hasta el Polo Norte fueron Roald Amundsen, Umberto Nobile, Oscar Wisting y Lincoln Ellsworth, el 12 de mayo, a bordo del dirigible Norge.

En junio, Byrd fue recibido por la ciudad de Nueva York con los máximos honores, reservados a los grandes héroes nacionales. Fokker se beneficiaría enormemente de la inmensa publicidad que generó el vuelo de Byrd. Años más tarde la hazaña del comandante sería cuestionada, pero en aquel momento nadie la discutió.

En la primavera de 1926 Anthony se sentía cómodo en América. El éxito del vuelo al Polo Norte del almirante Byrd con un Fokker contribuyó a que muchas aerolíneas se interesaran por su avión de tres motores. Desde el mes de noviembre del año anterior contaba con una ayuda excepcional: Helen Kay Schunk. La había conocido en Detroit en noviembre de 1925 y enseguida la contrató como secretaria. A la muchacha le fascinaba el continuo desorden de las jornadas de trabajo de su jefe, en las que alternaba el dictado de la correspondencia, con el adiestramiento de sus perros, la ingesta de sándwiches con chocolate, o la escucha de programas de radio. No tenía horas para hacer las cosas y su mundo era un perpetuo caos.

Entusiasmado con América, el 17 de junio de 1926, Anthony Fokker solicitó la nacionalidad estadounidense. A principios de año, había conocido a una joven canadiense, Violet Austman. La muchacha, de 28 años, era hija de un emigrante islandés casado con una irlandesa, tenía cinco hermanos, los ojos grandes y brillantes y era muy guapa. Violet no hacía mucho tiempo que, después de un fracasado primer matrimonio, se había desplazado a Nueva York donde su hermano Walter ejercía de artista en representaciones cómicas, para trabajar en los teatros de la ciudad en papeles secundarios, con cierto éxito, y no cantaba mal.

A Violet le atraían los aviones y Tony no sabía hablar de otra cosa que no estuviera relacionado con esas máquinas. Eso les permitió establecer una relación algo más duradera de las que solía mantener Fokker con las mujeres.

Después de las fastuosas celebraciones del supuesto vuelo al Polo Norte del avión de Byrd, Tony y Violet pudieron contemplar al Josephine Ford, en el mes de julio, colgado en el techo de los almacenes Wanamaker, en Nueva York y en Filadelfia.

Rodman Wanamaker constituyó una sociedad, la American Trans Oceanic Company para realizar un vuelo a través del Atlántico Norte. Quería demostrar que el transporte aéreo de pasajeros podía ser una realidad muy pronto.

Alguien todavía desconocido, que se llamaba Charles Lindbergh, se presentó en las oficinas de Fokker en St. Louis con la intención de adquirir un avión para cruzar el Atlántico Norte. Un empleado de Anthony, Roy Russel, trató de disuadir al joven piloto y le ofreció un aparato con un precio muy elevado: 90 000 dólares. Lindbergh, que no contaba con generosos apoyos financieros, se dirigió a Ryan Airlines de San Diego, California, para que le construyeran el Spirit of St Louis. Con buen criterio, Lindbergh concluyó que un avión con un motor era mucho más fiable que otro con tres, como el Fokker.

A finales de 1926, Richard Byrd se puso de nuevo en contacto con Anthony para encargarle un trimotor modificado, que en principio se había diseñado como avión de transporte para el Ejército de Estados Unidos (C-2), con el que pretendía volar la misma travesía que deseaba realizar Lindbergh: de Nueva York a París y ganar así el premio Raymond Orteig, dotado con 25 000 dólares. Fokker no podía negarle al héroe del Polo Norte un avión.

En la planta de Fokker, en Teterboro, empezaron a trabajar con el avión de Byrd que se bautizó con el nombre de America. Pero, Anthony tenía otros compromisos importantes y mientras Lindbergh y Byrd vigilaban el desarrollo de sus aeronaves, Fokker ultimó los preparativos de su boda y se casó con Violet en Nueva York el 14 de marzo de 1927. Fue una ceremonia estrictamente privada, a la que asistieron dos hermanos de la novia, Walter y Lilliam, y ningún familiar de Anthony. Violet lució un espléndido anillo con un valioso diamante, regalo del novio. Después los novios se fueron de viaje a Montreal donde Violet tenía intención de pasar una semana y presentarle a Tony su familia, aunque la estancia allí tan solo duró dos días. Anthony tuvo que acudir a Buffalo, al congreso anual de la American Society of Mechanical Engineers para pronunciar una conferencia. Y en cuanto termino la conferencia, en abril, le avisaron de que, en Teterboro el America, ya estaba en condiciones de realizar las pruebas de vuelo.

El 16 de abril Anthony pilotaba el America, con toda su tripulación, en una de las pruebas finales del aparato. El avión tenía una tendencia muy acusada a meter el morro. Cuando se aproximaban al campo de aterrizaje de Teterboro, Fokker le dijo a Bennett que moviera la carga hacia atrás, pero debido a la forma que se había hecho la estiba la operación resultaba muy complicada y Anthony se vio obligado a tomar tierra en aquellas condiciones de pésimo centrado. Apenas tocaron las ruedas el suelo, la cola se levantó y la hélice delantera golpeó la pista con fuerza.

El accidente causó daños importantes a la tripulación y al aparato. Bennett salió el peor parado, con una costilla rota, una herida en el pulmón, el fémur derecho, el cráneo y algunas vértebras cervicales fracturados, y múltiples heridas en la cara producidas por los trozos de cristal de las ventanas de la cabina que saltaron hechas añicos; a Richard Byrd se le rompió una muñeca y sufrió una herida en la cabeza y George Noville, el radio, apenas tuvo que lamentar algunas magulladuras. Anthony salió de la aeronave con molestias en el cuello.

En mayo, el matrimonio había previsto viajar a Holanda para que Violet conociese a la familia de su esposo, pero después del accidente del America, Tony se vio obligado a permanecer en Estados Unidos.

Byrd y Anthony tuvieron una fuerte discusión y a partir de ese momento la relación entre los dos se deterioró hasta el punto de afectar el desarrollo del proyecto de vuelo transatlántico que se retrasó más de lo conveniente.

El 21 de mayo de 1927, Charles Lindbergh se adelantó a Byrd y con su Spirit of St Louis ganó el premio Orteig al atravesar el Atlántico Norte, volando en solitario, de Nueva York a París.

No obstante, Byrd, con dos pilotos, Bernt Balden y Bert Acosta, y Noville como operador de radio, despegó de Nueva York, rumbo a París, el 29 de junio de 1927. Desafortunadamente, el America, tuvo que realizar un aterrizaje forzoso a unos 200 metros de la costa de Normandía.

Fokker nunca le perdonó a Byrd que no consiguiese que su avión fuera el primero en cruzar el Atlántico Norte.

Al año siguiente, Byrd inició sus expediciones a la Antártida que en 1929 lo convertirían a él y su tripulación en los primeros navegantes que sobrevolaron el Polo Sur, pero eso sucedió con un avión trimotor metálico Ford.

El vuelo de Matías

En 1987, poco antes de cumplir los 19 años, Matías era un adolescente que apenas contaba como piloto con 50 horas de vuelo. El 13 de mayo le dijo a sus padres que necesitaba ganar experiencia y pensaba efectuar una gira por el norte de Europa con su pequeña avioneta Reims-Cessna alquilada. Despegó del aeropuerto de Uetersen, en el estado de Schleswig-Holstein de Alemania Occidental y puso rumbo a las islas Shetland, donde pasó la noche. Al día siguiente voló a las islas Feroe y se quedó a dormir allí, para proseguir después su periplo hasta Reikiavik, en Islandia. Matías pretendía que aquel viaje sirviera para algo más que familiarizarse con el vuelo: «Pensé que todo ser humano en este planeta es responsable del progreso y yo buscaba la oportunidad de aportar mi contribución». De Reikiavik voló a Bergen en Noruega y luego a Helsinki. Esta ciudad era el lugar clave en el que debería tomar una decisión que no había dejado de sopesar durante todo el recorrido.

El 28 de mayo, tres días después de haber llegado a Finlandia, Matías despegó del aeropuerto de Helsinki al mediodía y comunicó a los controladores que su destino era Estocolmo. En ese momento aún no estaba seguro de lo que iba a hacer:

«Tomé la decisión final como media hora después de despegar. Cambié el rumbo 170 grados y me dirigí a Moscú».

En la parte posterior había quitado los asientos y su Cessna estaba equipada con depósitos de combustible auxiliares. El morro de su avión apuntaba a la capital rusa, situada a más de novecientos kilómetros de distancia. Matías apagó la radio.

Los controladores finlandeses se alarmaron al observar el cambio de ruta de Matías y trataron de contactar con él sin ningún éxito hasta que la traza de radar del Cessna se perdió poco antes de entrar en el golfo de Finlandia. Llegaron a pensar que la aeronave había caído al mar y enviaron un barco para buscarlo. Cerca de Sipoo una mancha de aceite sobre el agua les hizo suponer que marcaba el lugar del accidente, pero Matías continuaba su ruta a los mandos de la avioneta. Cruzó el Báltico y llegó a Estonia.

El radar del Sistema de Defensa Aérea Soviético detectó a Matías a las 14:29 horas y como su transpondedor no emitió la señal de identificación amigo-enemigo correcta, varios sistemas de misiles superficie-aire (SAM) lo siguieron. Sin embargo, ninguno obtuvo autorización para lanzar sus misiles. Los mecanismos de alerta aérea se activaron y un Mig-23 lo detectó en Gdov, todavía cerca de la frontera con Estonia. El piloto de caza ruso lo identificó como un pequeño avión deportivo, blanco, y en principio tampoco logró permiso para interceptarlo. Cerca de la ciudad de Stáraya los radares rusos perdieron al avión. Cuando volvió a reaparecer, en Pskov, los controladores militares validaron su código de identificación, algo que hacían con todos los aviones del espacio aéreo que vigilaban ese día ya que estaban llevando a cabo maniobras y los controladores no se acordaban de los códigos asignados. En Torzhok lo confundieron con un avión que participaba en unas operaciones de rescate. En sucesivas ocasiones la Defensa Aérea Soviética volvió a detectar su presencia, pero consideró que se trataba de un avión comercial propio de entrenamiento, que incumplía con las normas de vuelo.

Matías tenía intención de aterrizar en el Kremlin, pero pensó que dentro de sus impresionantes murallas lo detendrían y su hazaña pasaría desadvertida a los ojos del mundo. La alternativa que le pareció mejor fue la de un aterrizaje en la Plaza Roja. A las 19:00 sobrevolaba Moscú y pudo ver que la Plaza Roja estaba atestada de gente. Entonces decidió tomar tierra en el puente Bolshoy Moskvoretsky, cerca de la catedral de San Basilio.

Matías acababa de aportar su contribución al progreso: «Pensaba que podría utilizar el avión para construir un puente imaginario entre el Oeste y el Este para demostrar que mucha gente en Europa quería mejorar las relaciones entre nuestros mundos».

Dos horas después lo arrestaron.

El vuelo de Matías le costó el cargo al ministro de Defensa Soviético, Sergei Sokolov y al jefe de la Defensa Aérea, Alexander Koldunov. La colosal maquinaria bélica de la URSS no funcionó como estaba previsto, algo que ha ocurrido más veces. Un mal precedente para sus herederos.

PD: Mathias Rust fue condenado a cuatro años de trabajos forzosos. No cumplió ninguno. A los catorce meses de su detención quedó libre y regresó a Alemania.

¿Se inspiró Marín Aguilera en Blanchard?

Es posible que muchos ni siquiera sepan quién fue Diego Marín Aguilera. Este mes de mayo se cumplen 228 años de su primer, último y frustrado vuelo, con una máquina de volar que también fue la primera en surcar los cielos españoles y quizás los de todo el mundo.

Construyó un ingenio, con partes metálicas, pernos y cubierto de plumas, con la intención de realizar con él un largo vuelo, que apenas alcanzó unos centenares de metros. Y yo me he preguntado muchas veces: ¿cómo se le ocurriría a este individuo semejante dislate?

Desde una perspectiva aeronáutica, en la última década del siglo XVIII, en Europa se extendió la fiebre aerostera que se propagó por todo el continente a partir de 1783, cuando los hermanos Montgolfier demostraron la posibilidad de volar en barquillas suspendidas de globos de aire. En España, el químico francés Proust construyó globos con los que se harían demostraciones a finales de 1792, una de ellas en El Escorial ante el monarca Carlos IV.

Diego Marín vivía en Coruña del Conde, un pueblo burgalés que entonces contaba con unos 200 habitantes, adonde tuvieron que llegar noticias de los globos de aire caliente. Entonces Diego rondaría los 33 años y era un hombre con habilidades para la mecánica que, en vez de apuntarse a la corriente de la época dominada por los globos de aire caliente, decidió construir una máquina, más pesada que el aire, con algunas partes móviles, para volar. Casi nadie lo había hecho antes. Y digo casi nadie, porque con la salvedad del francés Blanchard, no creo que Diego pudiera tener noticia de ningún otro experimento similar.

En 1781, Blanchard construyó una máquina con dos grandes alas, y cuatro más pequeñas, que podía mover con los pies y las manos merced a un complejo mecanismo con poleas y articulaciones. La probó en París, suspendida de una cuerda, y la sujetó con un contrapeso que aligeraba en la medida que generaba algo de sustentación con su artilugio. Como cabe imaginar nunca voló y la equipó con un paracaídas y después con un globo, o al menos eso es lo que puede verse en las grabaciones de la época.

Al menos que yo sepa, esta máquina de Blanchard es el único artilugio contemporáneo de Diego Marín, más pesado que el aire, en el que pudo inspirarse para construir su aparato volador. De lo que conocemos del vuelo de Marín Aguilera puede deducirse que su invento no estaba diseñado para que la sustentación se generase batiendo las alas, lo que se conoce como un ornitóptero, como en la máquina de Blanchard. Si hubiese sido así, Diego jamás habría llegado a la orilla del río, para lo que hacía falta planear.

Así pues, más de doscientos años después de su fallecimiento, el enigma de Marín Aguilera sigue vivo. Intentó volar con un aparato cuyo diseño se apartaba de lo que en su época estaba de moda: la aerostación. No es probable que se inspirase en otras máquinas contemporáneas, como la de Blanchard. Todo apunta a que su mente concibiera la necesidad de que estos artilugios se apoyaran en el aire como hacen las grandes aves planeadoras.

Es lamentable que no nos haya dejado algún escrito, un plano, un dibujo. Tan solo un año antes de la muerte de Diego, el inglés sir George Cayley grabó en una moneda de plata la composición de fuerzas en el ala de un aeroplano, con lo que se convirtió en el inventor de este ingenio volador. Si el castellano se hubiese tomado la molestia de garabatear sus ideas en un trozo de papel, quizá hoy podríamos cuestionarle al británico la invención del aeroplano.

El vuelo de Diego Marín Aguilera:

El primer hombre que voló sobre España

El vuelo de Chaves Nogales a través de Europa en 1928

 

Manuel Chaves Nogales fue un periodista español que en agosto de 1928 voló unos trece mil kilómetros para contar a los lectores del Heraldo de Madrid sus impresiones sobre el viaje en avión y los países europeos que visitó. En varias ocasiones estuvo a punto de perder la vida en aquel extraordinario viaje.

El vuelo, sus comentarios sobre el incipiente sistema de transporte aéreo de la época, las gentes y los paisajes que descubrió, los resumiría en un entretenido reportaje: La vuelta a Europa en avión (Un pequeño burgués en la Rusia roja). El periodista se interesó mucho por el funcionamiento real del comunismo en la Rusia que gobernaba Stalin, entonces tan encumbrado como denostado fuera de su país.

En 1928, la aviación estaba de moda y ocupaba con frecuencia la primera página de los periódicos españoles. El viaje a Buenos Aires del Plus Ultra de Ramón Franco, dos años antes, es uno de los eventos que ha tenido mayor repercusión en la prensa española a lo largo de toda su historia. En 1927 Lindbergh había volado, por primera vez, de Nueva York a París. Ese mismo año, Nogales siguió las peripecias de la aviadora Ruth Elder que trató de cruzar el Atlántico Norte y su artículo fue galardonado con el premio de periodismo más importante de España: el Mariano de Cavia. En enero de 1928, otro reportero del Heraldo de Madrid viajó a Senegal en avión y el periódico publicó unas espectaculares fotos aéreas de Casablanca y el desierto. Así pues, no resulta nada extraño que Chaves Nogales recibiera de su director quinientas pesetas, junto con el encargo de viajar en avión por Europa en agosto de 1928, con la misión de recoger el ambiente político y social del continente.

Entonces, en Europa ya existían líneas aéreas comerciales que transportaban correo y pasajeros, aunque sus aviones eran pequeños y no demasiado fiables. La Unión Aérea Española, prestaba servicios aéreos desde finales de 1926 entre Madrid (Getafe), Sevilla y Lisboa, con aviones Junkers. Iberia no empezó a volar hasta finales de 1928, de Madrid a Barcelona. Chaves Nogales inició su viaje desde Madrid (Getafe), a bordo de un avión de Lufthansa. La aerolínea alemana operaba el primer monoplano metálico de la historia de la aviación: el Junkers G-24.

Ya a bordo de la aeronave, el periodista pensó que la aviación había dejado de ser una actividad reservada a unos pocos héroes; se sintió cómodo en su butaca fumando un cigarrillo y creyó que la Tierra es muy diferente cuando se observa desde el cielo, tan distinta que especuló que cuando los artistas viajasen de forma masiva en avión, sus cuadros, estatuas, novelas y música serían diferentes a los que crearon antes de vivir la experiencia aérea. Al principio, el mundo, visto desde arriba, le pareció feo y mezquino, no le gustó la forma de las poblaciones en las que se agrupaban los seres humanos como colonias de esponjas rodeados de vastas zonas inhabitadas. De sus primeras imágenes, contempladas desde el cielo, salvó los cementerios y de Madrid la Castellana, Ciudad Lineal, las plazas de toros, el estanque del Retiro, el palacio real y poco más.

Esas primeras impresiones de su viaje sobre el aspecto de la tierra, vista desde un avión, las iría cambiando en función de los paisajes que encontró en su periplo. Las primeras imágenes que contempló, de Madrid a Barcelona, fueron tierras castellanas y aragonesas, áridas, escasamente pobladas.

De Barcelona salió para Marsella. Cerca de los Pirineos, el reportero pudo contemplar la batalla que tuvo que librar el piloto contra la tormenta. Descubrió que el aire no es un espacio vacío y tranquilo sino que está repleto de baches, agujeros y corrientes. El avión cambió de rumbo varias veces para esquivar las turbulencias, subió por encima de las nubes con la intención de escapar de la tormenta y cuando llegaron a un lugar en el que flotaban demasiado altas, el piloto hundió el morro para buscar la claridad debajo de los nubarrones.

Después de atravesar la tormenta, el viajero se encontró sobre la suave planicie francesa del Mediodía. El motor del aeroplano, como si se hubiese cansado de las fatigas que le causó el ajetreo de la borrasca, empezó a dar señales de que tenía intención de pararse. Sintió un fuerte olor a caucho, la hélice dejó de girar y la aeronave inició un planeo en espiral que lo llevó a lo que parecía un campo de trigo recién segado. Antes de llegar las ruedas del tren a tierra la panza del avión rozó las copas de unos árboles y al caer en el sembrado golpeo el suelo con fuerza. La corta rodadura terminó al desplomarse el aparato en la zanja que separaba el trigal de una viña. El reportero oyó el ruido de los cristales al romperse, sintió la deformación del fuselaje y su cabeza se estampó en el techo de la cabina. Pero de aquel percance salieron ilesos, él los pilotos y sus compañeros de viaje. Al poco rato se vieron rodeados de una veintena de campesinos de los que doce resultaron ser españoles, braceros, emigrantes y prófugos. Aquellos hombres los condujeron a una granja donde les sirvieron vino mientras esperaban a un coche que los llevaría a Brezieres que estaba a unos veinte kilómetros.

Apenas había comenzado el periplo europeo de Chaves Nogales y su avión ya se había visto obligado a efectuar un aterrizaje forzoso. Cualquier otro hubiese renunciado a seguir con este moderno medio de transporte, pero el reportero no lo hizo.

Pasó en Francia el tiempo que tenía previsto y envió sus reportajes al Heraldo de Madrid. En España gobernaba el general Primo de Rivera y a los censores de la dictadura prohibieron que se publicara nada sobre prófugos y emigrantes españoles en el extranjero. Al periodista le pareció que en Francia se cuidaba a los niños mejor que en España, que los turistas estadounidenses y su cultura contrastaban, por su afición a la enormidad, con la pasión francesa por la medida de lo humano, y sobre todo hizo muchos comentarios sobre las mujeres parisinas presentes en todos los ámbitos de la sociedad, redimidas de la esclavitud.

De París voló a Ginebra y de esta ciudad a Zúrich. A Chaves Nogales no le cayeron muy bien los suizos, quizá por su falta de compromiso y neutralidad, por no querer tomar partido en un mundo sacudido por el fascismo, los comunistas, el capitalismo, el imperialismo y los nacionalistas. El aeródromo de Ginebra lo encontró muy concurrido, aunque la mayoría de los pasajeros no eran suizos. Desde el aire, Suiza le pareció hermosa como un tapiz repujado de colores: el blanco de las montañas nevadas, los amarillos y verdes de los campos, el añil celeste, los rojos y grises de los centenares de pueblos y los verdes oscuros de los bosques. Sin embargo, el Montblanc se le antojó que era una especie de merengue.

En Berlín al periodista se le antojó que la sociedad estaba dominada por una cultura mecánica de engranajes, pistones, bielas y cigüeñales. Resaltó el contraste que existía entre los colores estridentes y fuertes que entusiasmaban a los alemanes con las tonalidades suaves y frías del ambiente parisino. La juventud era alegre, aficionada a las actividades físicas. Le sorprendió la proliferación de la homosexualidad, entre hombres y mujeres, y que la Policía consintiera que algunos hombres circularan por las calles de Berlín disfrazados de mujer. El sadismo y el masoquismo también parecían estar en alza en la capital alemana. Para el reportero, que al respecto se mostraba poco tolerante, aquello debía ser consecuencia de la I Guerra Mundial que a su término despertó en la sociedad un ansia irrefrenable por disfrutar de todos los placeres de la vida. Por eso en Berlín abundaban los cabarets, casinos y restaurantes, porque la gente se había desprendido de los viejos prejuicios que le impedían satisfacer sus deseos. Pero a Chaves Nogales lo que más le impactó de aquella Alemania fue la sensación de fortaleza y pujanza que transmitía; una impresión que percibió desde el primer momento que su avión sobrevoló sus frondosos bosques y las chimeneas alineadas de las fábricas en las cercanías de Berlín. El empuje alemán no dejó de incomodarle ya que su fuerza escondía una velada amenaza.

El periodista despegó de Berlín para iniciar el largo viaje a Moscú en otro trimotor Junkers, acompañado de un estadounidense borracho y una señora rusa. El aeroplano sobrevoló la gran ciudad, en la oscuridad, y a Chaves Nogales le impresionó la extraordinaria vista de aquella aglomeración de luces. Esta vez el paisaje urbano le pareció muy hermoso, incluso más bello que el cielo tachonado de estrellas. El avión se adentró en la noche del cielo alemán y durante horas contempló decenas de pequeños conglomerados luminosos, como luciérnagas, sobre el tapiz oscuro del suelo. Antes del amanecer sobrevolaron Danzig y bajo el aeroplano desapareció la mancha oscura de tierra para dar paso a un mar en el que se reflejaba la luna. Contempló la salida del sol, a dos mil metros de altura, cuya secuencia le pareció más pausada que cuando se observa desde tierra. Aterrizaron en Könisberg, donde la aeronave repostó, y despegaron para dirigirse a Riga. Sin embargo se toparon con otra borrasca. El piloto trató de esquivarla pero tuvo que desistir, viró en redondo y regresaron a Könisberg. En el aeródromo pasaron unas horas tumbados en hamacas.

De Könisberg a Riga el vuelo transcurrió sin incidencias. Riga, desde el cielo, le pareció un lugar amable en el que el río Dvina, de color marrón por los muchos troncos que arrastraba, entraba silenciosamente en la ciudad. En el campo de aterrizaje crecía una mullida hierba, al igual que en la planicie que rodeaba a la población. En el aeródromo les dieron un té caliente y despegaron rumbo a Smolensk.

El avión siguió el curso de Dvina hasta adentrarse en Rusia. Conforme la aeronave penetraba en el territorio ruso el paisaje empezó a cambiar un poco debido a las casas de los campesinos rusos, las isbas, cuyos tejados de cañas y barro contrastaban con los de las viviendas de los países bálticos, barnizados o pintados de blanco. La planicie llegaba a los confines del horizonte en todas las direcciones y estaba cuajada de esas pequeñas chozas desperdigadas de campesinos. No había pueblos, lugares en los que se concentraran las viviendas, como mucho diez o doce casas juntas. El único condimento de la monotonía eran las iglesias, con sus cúpulas doradas, que salpicaban la llanura. Y así continuaría el paisaje hasta Smolensk, a unos quinientos kilómetros de Riga.

Aterrizaron en Smolensk para tomar un refrigerio y cargar combustible. Allí una agente del GPU les pidió los pasaportes y un oficial del Ejército Rojo se incorporó como pasajero al vuelo. El viaje prosiguió con el mismo paisaje debajo del avión hasta que ya, cerca de Moscú, aparecieron algunas chimeneas humeantes, baluartes del incipiente desarrollo industrial del régimen comunista. El soldado del Ejército Rojo advirtió al reportero del Heraldo de Madrid, con orgullo, de la presencia de aquellas chimeneas. Desde el primer momento el reportero constató la obsesión de los comunistas por la industrialización del país y el lugar privilegiado que reservaba el sistema para los trabajadores de las nuevas instalaciones fabriles.

Por fin, Chaves Nogales había llegado al corazón de Rusia, la nación que más le interesaba conocer en aquel viaje. Hacía unos diez años que el país estaba en manos de unos revolucionarios cuyo régimen llevó a cabo una transformación social como nunca había ocurrido antes en la Historia. Stalin gobernaba el país, después de acallar las voces de Trotsky y sus seguidores, críticos con lo que ellos creían que era una degeneración del comunismo real, partidarios de la revolución permanente.

De Moscú, al periodista le impresionó cómo había desaparecido la superfluidad. Comer, dormir y transportarse, eran las tres necesidades básicas que la gente podía satisfacer sin ningún impedimento. Vestir o adquirir cualquier objeto práctico o decorativo suponía un gasto inalcanzable para los trabajadores. Al reportero le pareció que los popes deambulaban por la ciudad empapados en alcohol, vivían de la caridad, ya que el sistema consideraba que no tenían ninguna utilidad y por tanto no contaban en el reparto de recursos. Aún quedaban pequeños comerciantes, también desatendidos por los gerifaltes, interesados tan solo en proteger a quienes consideraban útiles para la sociedad. La mayor transformación fue la que afectó a la mujer. La sumisión y fidelidad al marido, el derecho a educar a los hijos y las tareas domésticas dejaron de constituir valores sociales. Las mujeres, al recibir la plenitud de los derechos civiles, se sumaron a la revolución para formar el núcleo más entusiasta que lideró los cambios. Las rusas comunistas en nada se parecían a las europeas de otro país. A Chaves Nogales también le llamó la atención la existencia de numerosas bandas de adolescentes —que fueron niños abandonados durante las guerras y el desorden que acompañaron a la revolución— y habían crecido de forma salvaje; formaban grupos de marginados peligrosos.

El periodista recorrió Moscú con los ojos muy abiertos y envió varios reportajes al Heraldo de Madrid con sus observaciones sobre el aspecto de la ciudad, los niños, mujeres, popes, periodistas y policías.

En su plan de viaje también figuraba una visita a Bakú, en el Cáucaso, para constatar el impacto de la revolución en un lugar tan apartado. De Moscú a Bakú el vuelo duraba más de veinte horas, con varias escalas. La alternativa era el ferrocarril que tardaba unos cinco días en cubrir el trayecto.

Despegó del aeropuerto moscovita en compañía de un camarada del partido comunista, alguien importante en la Rusia de entonces. El vuelo hasta Jarkov y el aterrizaje en Rostov transcurrieron sin percances. La inmensa planicie cultivada que aprisionaba Jarkov le hizo pensar que Ucrania era todavía un lugar agrícola por excelencia. Por el contrario, Rostov, en las puertas del Oriente, cerca del mar Negro, le pareció una ciudad más industrializada que Jarkov.

En Rostov prosiguieron el viaje a muy baja altura. Los campesinos les saludaban al pasar. Cuando se intuían en el horizonte las sombras de la cordillera del Cáucaso el motor del avión empezó a dar señales de que algo no funcionaba bien. No tardó mucho en pararse del todo y el piloto se vio obligado a tomar tierra en un campo de girasoles. El motor se había gripado debido a una pérdida de aceite por lo que continuar el viaje con aquel aparato era imposible. Por fortuna ni los viajeros ni la tripulación sufrieron daños. Al poco rato, junto a la aeronave se congregaron muchos campesinos, unos con pistolas al cinto, otros con alfanjes o cuchillos; después fueron llegando aldeanas con niños zarrapastrosos, medio desnudos. Uno de los campesinos se dispuso a negociar con los viajeros el transporte en carro a Svorovska, la aldea más próxima. Cuando llegaron al poblacho ya había oscurecido. Allí el único sitio en el que podían dormir era en los establos, pero encontraron un granjero alemán que les habló de la existencia de un apeadero de una línea de ferrocarril que pasaba cerca de la aldea. El hombre se ofreció a transportarlos en su tartana a la pequeña estación. El responsable de la línea del tren les informó de que el siguiente convoy de pasajeros no pasaría hasta mediado el día siguiente. Fue entonces cuando el viajero que poseía un carné del partido comunista mostró sus credenciales para decirle al jefe del apeadero que embarcarían en el primer tren de mercancías que se detuviese durante la noche. Al principio el ferroviario se opuso pero terminó cediendo. Sin embargo, el maquinista del tren que paró también se negó a que prosiguieran el viaje en su convoy porque marchaba muy despacio y muchos bandoleros subían y bajaban de los vagones para robar. No quería hacerse responsable de la seguridad de las personas que viajaban en el avión y el correo que transportaban. El camarada insistió, mostró la pistola que llevaba y asumió toda la responsabilidad. Subieron al tren de mercancías y a lo largo del corto viaje hasta Mineralovodsk constataron la existencia de un inquietante tráfico de sombras entre los campos circundantes y los vagones del convoy, pero no les molestó nadie. Cuando llegaron a la ciudad se alojaron en el evacopunt donde pasaron el resto de la noche en un amplio dormitorio comunal, con cuatro o cinco habitaciones de más de cincuenta camas destinadas al descanso de los viajeros que circulaban por aquel cruce ferroviario.

El segundo aterrizaje forzoso de aquella vuelta aérea por Europa le proporcionó a Chaves Nogales la oportunidad de compartir su intimidad con centenares de transeúntes y llegar a la conclusión de que la vida privada en la Rusia comunista se había transformado hasta el punto de aceptar una convivencia entre personas muy estrecha, en la que el pudor y la dignidad tenían otro sentido.

En el Cáucaso el reportero visitó los balnearios donde muchos trabajadores recibían tratamiento médico. Estaban ubicados en una región que la clase dirigente de la época zarista acostumbraba a frecuentar por sus aguas termales y en la que se habían levantado lujosas villas y hoteles. El Gobierno incautó las construcciones y montó una red de lugares de reposo para los obreros.

En Bakú, al periodista le llamaron la atención las instalaciones petrolíferas construidas por el nuevo régimen. Producir más petróleo, a menor precio, era un objetivo prioritario para el Gobierno que necesitaba satisfacer la creciente demanda de crudo de sus industrias. Si fracasaba en este empeño todo el entramado comunista podía venirse abajo. Sin embargo, esa obstinación hizo que los comunistas se vieran obligados a contratar personal técnico cualificado con unos salarios muy elevados, algo que hicieron sin importarles el quebranto de sus principios y a costa de crear una nueva clase de privilegiados.

La estancia en Rusia fue la etapa más larga del viaje del reportero.

Después de su incursión por las tierras del Cáucaso regresó a Moscú y desde allí voló a Leningrado. Abandonó Leningrado en un hidroavión Junkers para dirigirse a Reval y después a Riga. En este último tramo del viaje el piloto se vio obligado a luchar contra una niebla muy espesa. Encontraron el aeropuerto de Riga gracias a las bengalas que lanzaron desde el campo de vuelo.

Cruzó Alemania para ir a Praga. En aquel viaje anotó que sintió con claridad el desvanecimiento de la fuerza del imperio germánico en el paisaje. En Prusia las manchas verdes de los bosques se entremezclaban con las chimeneas de las fábricas. Las carreteras eran rectas. En Leipzig la estación el aeródromo y las viviendas daban la impresión de ser robustos, muy grandes. En Dresde los colores brillantes empezaron a diluirse y conforme entraba en Bohemia la influencia checa desdibujaba el imperialismo germánico. Cerca de Praga los campesinos vestían trajes de colores, los campos parecían más grandes y las carreteras se retorcían.

En Praga contactó con un grupo de interesados en España que no conseguía que sus compatriotas le prestaran la menor atención.

Salió de Praga muy de mañana; le dio la impresión de que en aquella ciudad la gente madrugaba mucho. Voló sobre los campos anchos ocupados por campesinos vestidos de colores hasta Bratislava y aterrizó en Viena sin darse cuenta de cómo era el paisaje. Después del paréntesis checo, Austria volvió a recordarle Alemania. Viena le pareció una ciudad llena de contradicciones, pobre y fastuosa, con gente mal alimentada.

El viaje ya estaba casi vencido cuando despegó de Viena, rumbo a Venecia, pero tenía que atravesar los Alpes y el tiempo no les acompañaba. Sobre el macizo montañoso se encontraron con una tormenta. El piloto trató de evitarla: ascendió a unos dos mil quinientos metros, cambió varias veces de rumbo y descendió para volar cerca del suelo lo que le obligó a trepar por las laderas de las montañas. El piloto comprendió que así jamás cruzaría los Alpes y que lo más probable era que terminaran todos estrellados contra algún roquedo. Buscó una explanada en un valle y realizó un brusco aterrizaje en un lodazal.

Por tercera vez, en aquel periplo europeo, Chaves Nogales comprobó que la aviación distaba aún mucho de ser el medio de transporte más seguro que con los años ha llegado a tener la humanidad. Tampoco en este tercer percance hubo que lamentar ninguna desgracia personal. Los viajeros se encontraron con otra horda de campesinos, con hoces y aperos de labranza, que muy pronto rodeó el aparato. Estaban cerca de Graz.

En Venecia el reportero tuvo la idea de imaginarse qué le diría a un turista si él hubiese nacido en aquella ciudad. Pensó que lo haría culpable de su vida, en una casa pequeña y húmeda de su bisabuelo —porque en Venecia no se pueden construir viviendas nuevas— situada en una ciudad plagada de mosquitos, en la que para moverse hay que utilizar un medio tan incómodo como las góndolas, donde las tercianas y la malaria causan estragos entre la población y en la que tan solo se puede trabajar como camarero, gondolero o vendedor de souvenirs; también le diría que si no fuera por los turistas, responsables de mantenerlo ocupado, haría ya mucho tiempo que se habría ido a vivir a otro lugar más saludable.

En Milán estuvo poco tiempo y en Génova unas horas. De allí emprendió el vuelo de regreso a Barcelona, bordeando la costa Azul, con una escala en Marsella.

Chaves Nogales fue un reportero de éxito durante los años que precedieron a la Guerra Civil española y también escribió varios libros. Uno de ellos, Juan Belmonte, matador de toros, su vida y sus hazañas (1934), está considerado como una de las mejores biografías escritas en castellano. Durante el conflicto bélico español se exiló a Francia cuando el Gobierno abandonó Madrid. Dejó París poco antes de la invasión nazi y murió en 1944 a los 47 años, en Londres.

 

 

El Oiseau Canari y el primer polizón en la historia del transporte aéreo

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En 1929 tres franceses se habían empeñado en volar de París a Nueva York a través del Atlántico. Sin embargo, el gobierno galo tenía prohibido que despegaran aviones que pretendiesen efectuar grandes vuelos desde Francia. A Jean Assolant, René Lefèvre y Armand Lotti, únicamente les quedaba la alternativa de hacer el vuelo en sentido contrario. Lefévre se había hecho piloto trabajando para el fabricante del avión que pensaban utilizar: un Bernard con motor de Hispano Suiza 12-Lb de 600 caballos. Los otros dos procedían del ejército francés. Los tres y su avión, pintado de amarillo, el Oiseau Canari, zarparon en un buque en Southampton rumbo a Nueva York.

El 13 de junio de 1929, el Oiseau Canari despegó con gran dificultad de la playa Old Rochard del condado de York, estado de Maine, en el norte de la costa este de Estados Unidos. Su destino: París. Muy pronto, sobre el Atlántico los tres tripulantes comprendieron la razón del penoso despegue. En la cola de la aeronave, escondido, llevaban un polizón. Se llamaba Arthur Schreiber, era norteamericano y se había embarcado para hacerse famoso. Pero lo peor era que subió acompañado de una mascota: un caimán al que llamaba con el nombre de Rufo. La primera reacción de los franceses fue deshacerse de aquella compañía indeseable cuyo peso limitaría el alcance del vuelo, además de haber comprometido el despegue que acababan de hacer con gran dificultad. Echarlos al mar y tratar de olvidarlos era lo que se merecían. Cuando se serenaron no tuvieron más remedio que firmar un acuerdo con Arthur Schreiber, un compromiso que sellaron en un documento escrito con tinta del barógrafo. El cincuenta por ciento de lo que Schreiber ganara con sus artículos se repartiría entre los tres tripulantes.

El Oiseau Canari cruzó el Atlántico y entró en Europa por las costas gallegas, cerca de Finisterre. Voló por la cornisa cantábrica hasta la playa de Oyambre, en Santander, donde aterrizaron ya sin apenas combustible. Ellos creían que estaban en Francia. Dos carabineros que vigilaban la costa se sorprendieron de la extraña visita y corrieron a la población de Comillas para avisar a los vecinos que les organizaron una afectuosa recepción. El aeroplano había recorrido 5 700 kilómetros en 29 horas; no batió ningún record pero en España y en Francia los pilotos y su acompañante fueron tratados como héroes. El poeta Jesús Cancio, que resultó ser una de las primeras personas que tuvo noticia de la llegada de los franceses y su polizón, les escribió un soneto que quedó grabado para siempre en un monolito que conmemora la hazaña:

Aquí hizo alto en su glorioso vuelo

un águila de espíritu romántico

que atravesó el desierto del Atlántico

entre el asombro de la mar y el cielo.

Fue el «pájaro amarillo» cuya hazaña

tuvo al mundo suspenso, conmovido

hasta que el ave audaz encontró un nido

en aqueste solar de la montaña

Y al posarse magnífica y serena

al dejarse caer sobre la arena

después de domeñar tanta distancia

al besar estas costas españolas

dijo el mar de Comillas en sus olas:

«Loor a la aviación. Honor a Francia».

 

Del Blériot XI al E-Fan, intrigas y turbulencias sobre el canal de la Mancha

Right side long view from below and slightly to the rear of BlŽriot XI in flight; four children watch from beach in foreground. Original French caption: Le monoplan XI de Bleriot pique droit vers la c™te anglaise. ["BlŽriot's monoplane XI heads right for the English coast." This would seem to indicate that the aircraft is being piloted by Louis BlŽriot himself.]

El vuelo sobre el canal de la Mancha, la estrecha franja de agua que separa Francia del Reino Unido, continúa siendo un reto para la aviación. Cuando el francés Louis Blériot lo realizó por primera vez, con su Blériot XI el 25 de julio de 1909, inauguró una carrera cuya meta resucitaría con el tiempo varias veces.

A principios de julio de 1909, Louis Blériot ya era capaz de volar con su nuevo aeroplano, el Blériot XI, alrededor de una hora. El motor de su aparato ─que había comprado a Alexander Anzani, un italiano de Goria dueño de una pequeña fábrica en Asniéres─ tenía la extraña propiedad de continuar funcionando cuando los otros se paraban. Anzani ─un personaje con un temperamento lábil, gimnasta y piloto de motocicletas─ poseía unas dotes extraordinarias como mecánico. Blériot le encargó un motor de veinticinco caballos y las adaptaciones para que lo instalara en su aeronave. El italiano hizo un magnífico trabajo. Pero cuando Blériot se sintió en condiciones de optar al premio del Daily Mail, otro pionero de la aviación, Hubert Latham, se le había adelantado.

Alfred Harmsworth, editor del Daily Mail, ofrecía 1000 libras a quién volara sobre el mar, por primera vez, entre Francia y el Reino Unido. El premio estaba cargado de simbolismo. La posibilidad de volar entre el continente y Gran Bretaña, o viceversa, le otorgaría a la aviación la categoría de medio de transporte al tiempo que privaría al Reino Unido de la defensa natural que desde siempre le habían regalado los mares. El editor trató por todos los medios de convencer a Wilbur Wright para que hiciera aquel vuelo, pero el estadounidense se negó. A finales de 1908 se acabó el periodo de vigencia del premio, pero Harmsworth lo extendió por otro año y aumentó la dotación de 500 a 1000 libras. En junio de 1909, Hubert Latham se trasladó a Sangatte para intentar ganarlo con un Antoinette fabricado por Levavasseur.

Latham era un joven deportista que acababa de aprender a volar con el Antoinette IV. Estaba emparentado con el principal accionista de la empresa que fabricaba el avión ─Gastambide─ de la que era director y ocupaba el puesto que poco antes había dejado Louis Blériot, molesto porque Levavasseur empezó a fabricar aviones. A Hubert Latham le apasionaba la caza mayor, era frío y calculador y muy pronto se convirtió en un excelente piloto. A finales de junio se había instalado cerca de Calais para preparar su vuelo a través del canal. Blériot seguía con interés sus movimientos, mientras conseguía lo que hasta entonces no había podido lograr: mantenerse en el aire alrededor de una hora, gracias a su nuevo motor Anzani, con el Blériot XI.

El domingo 18 de julio, a las seis y media de la madrugada, Latham despegó rumbo a las costas británicas con el firme propósito de ganar el premio del Daily Mail. No había recorrido la mitad del trayecto cuando su motor Antoinette ─haciendo honor a la costumbre de los de su época─ empezó a ratear y después se paró. El piloto planeó y logró posarse suavemente sobre las aguas del mar. Levantó los pies y encendió un cigarrillo para fumárselo tranquilamente mientras esperaba que los barcos que le seguían lo sacaran del agua.

El lunes 19, Louis Blériot se reunió en las oficinas del aeroclub de París, en los Campos Elíseos, con algunos de sus amigos. Santos Dumont estuvo allí y salió precipitadamente para decirle a Alice, la esposa de Blériot que lo esperaba en la puerta del edificio dentro del automóvil en que los dos habían llegado, que su marido iba a optar al premio del Daily Mail.

El equipo de Blériot contaba con que a Latham tardarían en enviarle otro aparato. El 21 por la mañana el Bleriot XI llegó a Calais y al mediodía apareció Louis Blériot, con una pierna vendada, muletas y andando con dificultad, debido a las secuelas de su último accidente aéreo del que todavía no se había repuesto. Alice y los médicos cuidaban del piloto que necesitaba dos curas diarias. Louis no estaba en las mejores condiciones para realizar aquel vuelo. Su equipo se empeñó a fondo y cuando se supo que Blériot también estaba en Calais la gente de Levavasseur aceleró los trabajos para hacerle llegar a su piloto, Latham, un Antoinette nuevo. El 22 de julio, diez mecánicos de Levavasseur montaron en Sangatte el nuevo aeroplano que necesitaba Latham. Sin embargo, era distinto al anterior y el piloto tenía que efectuar, al menos, un vuelo de familiarización antes de lanzarse a la conquista del premio.

Anzani llegó de París y cuando se enteró que los mecánicos de Blériot habían modificado su motor organizó una gran trifulca. Les obligó a que restituyeran la configuración original: el éxito de la empresa dependía, en gran medida, de que el motor no se parase antes de llegar a Inglaterra. El truco de Anzani consistía en unas lumbreras situadas en la falda de las camisas por donde salían los gases de escape al final de la carrera de explosión. De esa forma reducía la temperatura del motor, a costa de otros muchos problemas, entre ellos el excesivo consumo de aceite, pero el calentamiento solía ser la principal causa por la que se paraban aquellos primitivos motores.

Louis Blériot, debido a su falta de forma física, tuvo que delegar la organización del vuelo en su colaborador: Alfred Leblanc. El 23 de julio, los aviones de los dos competidores ─el Blériot XI y el Antoinette VII estaban listos para volar, pero el tiempo lo impedía. A las dos de la madrugada del 25 Leblanc creyó entender que la situación meteorológica había mejorado y despertó a Blériot. Llevaron a Alice en automóvil para que embarcara en el destructor Escopette, que la Armada francesa había destacado para escoltar a los aviadores en su vuelo sobre el canal. Louis se despidió de su esposa y de allí se fue con Leblanc y su chófer al campamento donde se encontraba el avión y el resto del equipo. Con las primeras luces Anzani despertó a los que seguían durmiendo disparando al aire con su revólver y Blériot hizo un vuelo de prueba de unos diez minutos, aterrizó y esperaron a que amaneciera para cumplir con los requisitos que imponía el premio. A las cuatro horas y cuarenta y un minutos Anzani arrancó el motor. El italiano le recordó a Blériot que tenía que bombear aceite manualmente cada tres minutos. No podía olvidarse de hacerlo si quería llegar a Dover. Todo estaba listo, entonces Blériot miró sorprendido a Leblanc y le preguntó: « ¿Dónde está Dover?». Su jefe de operaciones le indicó una dirección con la mano: «Por allá». Louis despegó para encontrarse al poco tiempo solo en un cielo desde el que no podía ver otra cosa distinta al mar. Fueron diez minutos angustiosos, hasta que la estela de tres barcos le indicaron el rumbo a seguir para alcanzar la costa británica. Se topó con el castillo de Dover cuando el viento empezaba a zarandearlo y allí encontró un lugar donde posarse en tierra. Había recorrido unos 44 kilómetros en 36 minutos y 30 segundos. Su mujer, Alice, anotaría poco después en su diario: «aquello fue el comienzo de la gloria».

Ese día, Levavasseur también madrugó como Leblanc, pero creyó que el tiempo no mejoraría y decidió seguir durmiendo. Cuando se volvió a despertar escuchó el ruido del motor Anzani de Blériot. Ya era demasiado tarde. Dos días más tarde Latham intentó cruzar el canal por segunda vez. El motor del Antoinette VII falló poco antes de llegar a Dover y la travesía terminó con el aparato y el piloto en el mar, por segunda vez.

El Daily Mail se encargó de que la aventura de Louis Blériot tuviera una amplísima divulgación. A raíz de aquel éxito el fabricante francés consiguió una posición de liderazgo en la incipiente industria aeronáutica mundial.

Transcurrieron 72 años hasta que en 1981 el Solar Challenger ─un avión sin baterías, cuyos motores eléctricos se alimentaban exclusivamente con la energía producida en sus paneles de células solares fotovoltaicas─ cruzara el canal volando de Londres a París. Fue el primer avión eléctrico que repitió la hazaña de Blériot, aunque en sentido inverso. En su magnífico vuelo recorrió 163 millas, en unas cinco horas.

Cruzar el canal a nado, en moto de agua, tabla de wind surf o en globo, siempre ha sido noticia. El año 2015 parece que se recordará como aquél en que los aviones eléctricos despertaron. El pasado mes de julio Airbus tenía organizada una gran fiesta en la que la estrella principal era su avión eléctrico: E-Fan. Su piloto, Didier Esteyne, tenía que cruzar el canal para convertirse en el primero en hacerlo a bordo de un avión eléctrico. Si descontamos la hazaña del Challenger, eso es lo que ocurrió, aunque el vuelo no estuvo exento de intrigas y complicaciones que nos traen a la memoria la disputa entre Blériot y Latham de hace más de cien años.

En una nota de prensa, el distribuidor del fabricante de aviones ligeros esloveno Pipistrel, Michael Coates, acusó a Airbus de presionar a Siemens para impedir que el Alpha-Electro de Pipistrel fuera el primer avión eléctrico en cruzar el canal. El vuelo estaba previsto para el 7 de julio, pero una carta enviada por Siemens, dos días antes, le recordó al fabricante de aviones que su motor Dynadyn 80 kw, en su versión actual, no estaba diseñado, ni probado, ni aprobado por ellos para volar sobre el agua. Además, según el contrato entre ambos, Pipistrel necesitaba el permiso de Siemens para efectuar cualquier vuelo con dicho motor. De acuerdo con la versión de Coates, Siemens hizo posible que Airbus consiguiera el récord. Según Coates, Pipistrel ya había demostrado que el Alpha Electro, volando sobre tierra, puede: despegar de Francia, cruzar el Canal, aterrizar en Inglaterra y regresar a Francia sin recargar sus baterías. Coates se expresó en su nota con términos muy duros para con Airbus: «una compañía con bolsillos muy profundos deseosa de ser la primera, primera, primera a cualquier coste».

En otra declaración oficial del director general de Pipistrel, Ivo Boscarol, en la que describe cómo su empresa, a través de su distribuidor francés, había organizado el vuelo para el 7 de julio, se refiere así al Alpha Electro: «…tiene el doble de alcance que su competidor E-Fan y una tercera parte de su precio anunciado. La gran ventaja es probablemente la disponibilidad: la entrega del Alpha-Electro es inmediata ─aunque quizá sin un motor Siemens».

Pero los sustos para Airbus no terminaron con el Alpha-Electro. Algunos medios divulgaron la noticia el día 10 de julio, a primera hora de la mañana, de que Hugues Duval, un piloto francés, acababa de cruzar el Canal a bordo de su pequeño avión Cri Cri: E-Cristaline. Su hazaña lo convertía en el primer piloto que realizaba dicha travesía con un avión eléctrico, arrebatándole, por tan solo unas horas, el récord que con tanto celo perseguía el gigante aeronáutico Airbus. Duval es un conocido piloto acrobático que vuela en el grupo francés Tranchant y que en 2011 logró el récord de velocidad con un avión eléctrico también del fabricante Cri Cri. Hugues Duval despegó en su pequeño avión eléctrico, pero lo hizo encima de un avión convencional, pilotado por su padre, que lo soltó cuando ya había alcanzado suficiente altura. Su vuelo no es comparable al que horas más tarde realizaría el E-Fan, pero la noticia, que se distribuyó poco después del aterrizaje del avión de Airbus en Calais, causó una gran confusión.

El 10 de julio, el E-Fan despegó del aeropuerto de Lydd a las 08:15 (GMT), en Inglaterra, y 37 minutos después tomó tierra en Calais. Pilotada por Didier Esteyne la aeronave voló a unos 1000 metros de altura. El E-Fan es un aeroplano experimental, construido por Airbus para probar las tecnologías que incorporarán sus aviones eléctricos de serie: E-Fan 2.0, un avión de entrenamiento con dos asientos, y el E-Fan 4.0 con cuatro asientos. El E-Fan está equipado con dos motores eléctricos de 40 caballos (HP), cuenta con autonomía de una hora, aproximadamente, está construido con fibra de carbono, pesa en vacío 500 kilogramos y sus baterías de polímero de litio tienen una densidad energética de 207 vatios por kilogramo de peso.

Si comparamos el Blériot XI con el E-Fan, resulta que el aparato del pionero francés pesaba en vacío casi la mitad; aunque, la mayor diferencia está en la motorización: con 25 HP el Blériot, frente a los 80 HP de la aeronave de Airbus. Esto explica que la velocidad máxima del Blériot XI fuera de 75,6 kilómetros por hora, mientras que el E-Fan alcanza los 220.

El vuelo de Louis Blériot poco tuvo que ver con el de Didier Esteyne aunque los dos durasen casi el mismo tiempo. Al parecer, el primero no llevaba una brújula a bordo, un poco de viento lo hubiera detenido en el aire y ni siquiera tenía claro dónde iba a aterrizar. Su motor Anzani era muy ruidoso, pero lo peor no eran los decibelios sino la abundancia de aceite con la que aliñaba al piloto que tenía que bombear lubricante cada tres minutos, con la mano, para que no se gripara. Además, Blériot voló sin haber curado una profunda y dolorosa quemadura, recuerdo de un vuelo anterior. Encontró el castillo de Dover, casi por casualidad, y cerca de allí pudo abrazar a su querida Alice que había seguido a su esposo en un barco de la Armada francesa, mirando al mar, por si Louis se caía del cielo.

 

El amor de Louis Blériot

 

El vuelo de don Quijote y Sancho Panza

cabalgamos

Estaban don Quijote y su escudero, Sancho Panza, en el castillo del duque cuando se les aparecieron doce doncellas con el rostro cubierto por un velo. Tras ellas iba la condesa de Trifaldi, también cubierta, y les dijo que venía del reino de Candaya, donde se crio la infanta Antonomasia bajo su tutela. Al crecer, la muchacha se enamoró de un mozo: don Clavijo. Al gigante Malambruno le pareció mal que, ella, la heredera del trono se desposara con un simple caballero. Y así fue cómo, utilizando sus poderes de encantador, hizo de la princesa una estatua de bronce y del galán un cocodrilo metálico. Después dejó un cartel entre los dos que decía: «No recobrarán sus antiguas formas estos atrevidos hasta que el valeroso manchego venga a las manos conmigo en singular batalla». La condesa de Trifaldi y las doncellas alzaron sus velos y les mostraron sus rostros cubiertos de barbas, lo que también era parte del encantamiento.

Don Quijote se apresuró a mostrar su deseo de vérselas con Malambruno y la condesa le dijo que el gigante mandaría a buscarlo con un caballo de madera que «vuela tan rápido que parece que los diablos lo llevaran». Se llamaba el bruto Clavileño el Alígero, el cual llegó esa misma noche a hombros de cuatro salvajes vestidos de verde que lo dejaron en el jardín.

Tras vencer las reticencias de Sancho Panza, los dos montaron en la bestia de leño, el caballero en la silla y su escudero en las ancas que eran muy duras y se puso a mujeriegas. Antes de emprender el vuelo se vendaron los ojos para no sufrir de vértigo. Muy pronto ascendieron y don Quijote le explicó a Sancho que en la segunda región del aire se formaban el granizo y la nieve, en la tercera, los rayos, truenos y relámpagos y algo más arriba estaba la región del fuego. Mientras el caballero le daba explicaciones a su escudero de la composición del espacio que sobrevolaban parece ser que Sancho aprovechó para quitarse la venda de los ojos, o al menos eso imaginó.

El gigante Malambruno deshizo los encantamientos sin pelear con don Quijote: las doncellas y la condesa perdieron las barbas y Antonomasia y don Clavijo recuperaron sus carnes.

A su regreso de aquella magnífica aventura los duques apresuraron a Sancho para que se arreglara porque los vasallos de la isla que le habían prometido gobernar le estaban aguardando.

«Sancho se les humilló y dijo:

─ Después que bajé del cielo, y después de que desde su alta cumbre miré a la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres del tamaño de una avellana que, a mi parecer, no había más en la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo»

El duque le contestó: «Yo no puedo dar parte del cielo a nadie…que sólo a Dios están reservadas esas mercedes y gracias».

 

 

 

La primera carrera de aviones de la historia: Madrid-París (1911)

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El 25 de julio de 1909, Blériot, a bordo de un pequeño monoplano (Blériot XI) de 7,79 metros de envergadura, equipado con un motor Anzani de tres cilindros con una potencia inferior a 30 caballos, demostró que se podía volar de Francia al Reino Unido en 37 minutos. El Blériot XI se convirtió en el aeroplano de moda y empezó a fabricarse con otros motores, Gnome, de 50 y 70 caballos. Louis Blériot, con su histórico vuelo a través del Canal que separa Francia de Gran Bretaña, puso de manifiesto que los aviones servían para viajar de un lugar a otro de la Tierra. Hasta entonces los vuelos se habían limitado prácticamente a la realización de exhibiciones aeronáuticas en los aeródromos, sin salir de ellos. La aviación acababa de nacer.

Aún no habían transcurrido dos años del vuelo de Blériot cuando el periódico francés Le Petit Parisien organizó la primera carrera de aviones de la historia de la aviación: de París a Madrid. En aquella época, las gestas aeronáuticas constituían una preciada fuente de ingresos para los periódicos y las editoriales más importantes establecían premios de aviación para aumentar sus tiradas contando las aventuras de los intrépidos aviadores que, en busca de fama y dinero, pugnaban por ocupar las portadas de la prensa. Cuando Blériot cruzó el Canal, ganó el premio del Daily Mail, dotado con mil libras; pero sobre todo consiguió una popularidad extraordinaria que se tradujo en centenares de pedidos para su incipiente fábrica de aeronaves.

Le Petit Parisien organizó la carrera de aviones de París a Madrid, con un generoso premio de 100 000 francos para el vencedor. Los participantes iniciarían el recorrido en Issy-les-Moulineaux, París, el 21 de mayo de 1911, con la intención de alcanzar la meta, situada en Getafe (Madrid), el día 25 del mismo mes. Se previeron dos escalas: la primera en Angulema (Francia) y la segunda en San Sebastián (España). Sin embargo, los participantes podían hacer otras paradas intermedias para avituallarse o reparar los aparatos.

Hubo alrededor de 27 inscripciones, aunque el día de la salida tan solo se presentaron en la competición 8 aviadores, con sus respectivos aeroplanos. Cuatro de ellos volarían con aviones del tipo Blériot XI, dos con aeronaves Morane y los otros dos con aparatos un tanto originales. Los Morane eran muy parecidos a los Blériot. De hecho, el fabricante, Léon Morane (que primero se asoció con Gabriel Borel y después con Raymond Saulnier) había trabajado con Louis Blériot en el diseño del Blériot XI. De los otros dos aeroplanos, uno de ellos lo pilotaba su fabricante: Emile Train. Era el único con capacidad para llevar un pasajero a bordo y el fuselaje estaba construido con tubos metálicos. Las costillas de las alas eran de madera y el avión se parecía mucho a la Demoiselle de Alberto Santos Dumont. Emile era un hombre con magníficas ideas al que le faltaba apoyo financiero. Y el segundo aparato, que tampoco se parecía a los Blériot XI, era el Goupy II que volaría el piloto Pierre Divétain. Era el único biplano, un avión experimental diseñado por Ambroise Goupy y Mario Calderara, fabricado en 1909 en el taller de Blériot. En su configuración había dos innovaciones importantes: se trataba del primer biplano con hélice tractora (hasta entonces todos los biplanos llevaban hélices de empuje, detrás de las alas) y también fue el primer biplano con dos pares de alas en las que las inferiores estaban retrasadas con respecto a las superiores. Además, el Goupy II utilizaba alerones para el control lateral, mientras que el resto de las aeronaves que participaron empleaban el sistema de torsión de los hermanos Wright.

La carrera no pudo empezar peor.

Las crónicas de la época narran que en Issy-les-Moulineaux se llegaron a congregar unas 200 000 personas para presenciar el inicio del evento. Eran las seis de la madrugada. A pesar de lo intempestivo de la hora el ministro francés de la Guerra, Maurice Berteaux, y el presidente del Gobierno, Ernest Monis, presidían el acto junto con otras autoridades. A los aviadores se les fue dando la salida con intervalos de diez minutos. Beaumont, Gibert, Garros y Le Lasseur de Ranzay lograron despegar. A Frei se le rompió el avión, el aparato de Garnier rodó sobre la pista sin elevarse y Jules Védrines volcó. El quinto en salir fue Emile Train; un constructor y piloto poco conocido que aquel día lograría hacerse tristemente famoso. Era el único participante que llevaba un pasajero a bordo. El propio Emile describió así lo que ocurrió el 21 de mayo de 1911 en Issy-les-Moulineaux:

«Tan pronto como abandoné la tierra, me di cuenta de que el motor no funcionaba bien. Iba a aterrrizar, después de hacer un giro a un lado, cuando vi un destacamento de coraceros cruzando la pista de vuelo. Intenté hacer una pequeña curva para evitarlos, y aterrizar en la dirección opuesta, pero mi motor en ese momento fallaba más y más, y me fue imposible realizar el giro. Elevé la máquina para pasar sobre las tropas y aterrizar detrás de ellas. En ese momento un grupo de personas, que habían permanecido ocultadas a mi vista por los coraceros, se dispersaban delante de mí en todas las direcciones. Traté de hacer lo imposible, arriesgando la vida de mi pasajero, para prolongar mi vuelo y caer más allá de las últimas personas del grupo. Estaba a punto de aterrizar, cuando el aparato, que había levantado casi verticalmente, cayó pesadamente sobre la tierra. Salí de debajo de la máquina, con mi pasajero, creyendo que había evitado cualquier accidente. Fue solamente entonces cuando conocí la terrible desgracia.»

El jefe de la policía ordenó a los coraceros entrar en la pista para desalojar a los espectadores que la habían invadido y el grupo de personalidades decidió dar un paseo para estirar las piernas. Los paseantes quedaron detrás de los coraceros montados a caballo. Emile logró esquivar a los soldados, pero se topó con los paseantes que estaban detrás, en medio de la pista. La hélice del avión de Train seccionó un brazo del ministro de la Guerra, Maurice Berteaux, le produjo heridas en la cabeza y el político falleció en el aeródromo poco después. Ernest Monis, el presidente del Gobierno, también sufrió contusiones y perdió el conocimiento, pero salvó la vida.

Monis decidió que no se suspendiera la prueba y al día siguiente tomaron la salida los participantes que no lo pudieron hacer el 21 de mayo.

Tan solo 3 participantes consiguieron llegar a Angulema: Garros, Gibert y Védrines. Jules Védrines ganó la etapa al cubrir los 390 kilómetros en 4 horas, 24 minutos y 16 segundos.

En la segunda etapa, de 335 kilómetros, Védrines aterrizó en la playa de Ondarreta, en San Sebastián, 2 horas antes que el siguiente que fue Garros. Gibert llegaría más tarde y, al cruzar los Pirineos, se encontró con un águila de la que tuvo que defenderse a tiros.

La ruta de la última etapa, de San Sebastián a Madrid, se estableció tomando la referencia de la línea férrea que pasa por Tolosa y desde allí hasta Burgos y Madrid siguiendo la carretera. Antes de atravesar la sierra, al norte de Madrid, se encenderían hogueras para advertir a los aviadores de su presencia.

Al salir de San Sebastián, el primero en hacerlo, Rolland Garros, tuvo que regresar, por problemas técnicos, hasta tres veces. La última vez rompió el avión durante el aterrizaje, cerca de Andoaín. Gibert tampoco tuvo suerte y su avión volcó al aterrizar en Olazagutia, cerca de Vitoria.

En Getafe, los reyes de España, acompañados del marqués de Viana, esperaban la llegada de Védrines. Sin embargo, el aviador tuvo que efectuar un aterrizaje de emergencia en el pueblo de Quintanapalla, cerca de Burgos. Los lugareños jamás habían visto un avión, pero le facilitaron al piloto medios de transporte para que se desplazara a Burgos y adquiriese las piezas de repuesto que necesitaba. Mientras le reparaban el aeroplano, Védrines, con un automóvil, recorrió la ruta que tenía que seguir hasta Guadarrama para familiarizarse con ella. El rey y su séquito se vieron obligados a abandonaron Getafe, después de una infructuosa espera.

El 26 de mayo, un día después de lo previsto, a las ocho horas y seis minutos de la mañana, Jules Védrines se proclamó vencedor de la primera carrera internacional de la historia de la aviación al aterrizar en Getafe. Los reyes no estuvieron allí, pero un público muy numeroso se encargó de dar la bienvenida al intrépido navegante. De aquella carrera de aviones, entre París y Madrid, fue el único participante que logró alcanzar la meta; con un ganador, Le Petit Parisien pudo declarar que la competición había sido un éxito.

Eran tiempos en los que el vuelo era un ejercicio peligroso. Después de su victoria en la carrera Paris-Madrid Jules Védrine logró otros éxitos como aviador. Durante la I Guerra Mundial alcanzó el grado de as de la aviación militar francesa y, poco después de finalizar la contienda, en 1919, Védrines murió al realizar un aterrizaje forzoso en Saint Rambert d’Albon con su Caudron C.23.

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