
Manuel Chaves Nogales fue un periodista español que en agosto de 1928 voló unos trece mil kilómetros para contar a los lectores del Heraldo de Madrid sus impresiones sobre el viaje en avión y los países europeos que visitó. En varias ocasiones estuvo a punto de perder la vida en aquel extraordinario viaje.
El vuelo, sus comentarios sobre el incipiente sistema de transporte aéreo de la época, las gentes y los paisajes que descubrió, los resumiría en un entretenido reportaje: La vuelta a Europa en avión (Un pequeño burgués en la Rusia roja). El periodista se interesó mucho por el funcionamiento real del comunismo en la Rusia que gobernaba Stalin, entonces tan encumbrado como denostado fuera de su país.
En 1928, la aviación estaba de moda y ocupaba con frecuencia la primera página de los periódicos españoles. El viaje a Buenos Aires del Plus Ultra de Ramón Franco, dos años antes, es uno de los eventos que ha tenido mayor repercusión en la prensa española a lo largo de toda su historia. En 1927 Lindbergh había volado, por primera vez, de Nueva York a París. Ese mismo año, Nogales siguió las peripecias de la aviadora Ruth Elder que trató de cruzar el Atlántico Norte y su artículo fue galardonado con el premio de periodismo más importante de España: el Mariano de Cavia. En enero de 1928, otro reportero del Heraldo de Madrid viajó a Senegal en avión y el periódico publicó unas espectaculares fotos aéreas de Casablanca y el desierto. Así pues, no resulta nada extraño que Chaves Nogales recibiera de su director quinientas pesetas, junto con el encargo de viajar en avión por Europa en agosto de 1928, con la misión de recoger el ambiente político y social del continente.
Entonces, en Europa ya existían líneas aéreas comerciales que transportaban correo y pasajeros, aunque sus aviones eran pequeños y no demasiado fiables. La Unión Aérea Española, prestaba servicios aéreos desde finales de 1926 entre Madrid (Getafe), Sevilla y Lisboa, con aviones Junkers. Iberia no empezó a volar hasta finales de 1928, de Madrid a Barcelona. Chaves Nogales inició su viaje desde Madrid (Getafe), a bordo de un avión de Lufthansa. La aerolínea alemana operaba el primer monoplano metálico de la historia de la aviación: el Junkers G-24.
Ya a bordo de la aeronave, el periodista pensó que la aviación había dejado de ser una actividad reservada a unos pocos héroes; se sintió cómodo en su butaca fumando un cigarrillo y creyó que la Tierra es muy diferente cuando se observa desde el cielo, tan distinta que especuló que cuando los artistas viajasen de forma masiva en avión, sus cuadros, estatuas, novelas y música serían diferentes a los que crearon antes de vivir la experiencia aérea. Al principio, el mundo, visto desde arriba, le pareció feo y mezquino, no le gustó la forma de las poblaciones en las que se agrupaban los seres humanos como colonias de esponjas rodeados de vastas zonas inhabitadas. De sus primeras imágenes, contempladas desde el cielo, salvó los cementerios y de Madrid la Castellana, Ciudad Lineal, las plazas de toros, el estanque del Retiro, el palacio real y poco más.
Esas primeras impresiones de su viaje sobre el aspecto de la tierra, vista desde un avión, las iría cambiando en función de los paisajes que encontró en su periplo. Las primeras imágenes que contempló, de Madrid a Barcelona, fueron tierras castellanas y aragonesas, áridas, escasamente pobladas.
De Barcelona salió para Marsella. Cerca de los Pirineos, el reportero pudo contemplar la batalla que tuvo que librar el piloto contra la tormenta. Descubrió que el aire no es un espacio vacío y tranquilo sino que está repleto de baches, agujeros y corrientes. El avión cambió de rumbo varias veces para esquivar las turbulencias, subió por encima de las nubes con la intención de escapar de la tormenta y cuando llegaron a un lugar en el que flotaban demasiado altas, el piloto hundió el morro para buscar la claridad debajo de los nubarrones.
Después de atravesar la tormenta, el viajero se encontró sobre la suave planicie francesa del Mediodía. El motor del aeroplano, como si se hubiese cansado de las fatigas que le causó el ajetreo de la borrasca, empezó a dar señales de que tenía intención de pararse. Sintió un fuerte olor a caucho, la hélice dejó de girar y la aeronave inició un planeo en espiral que lo llevó a lo que parecía un campo de trigo recién segado. Antes de llegar las ruedas del tren a tierra la panza del avión rozó las copas de unos árboles y al caer en el sembrado golpeo el suelo con fuerza. La corta rodadura terminó al desplomarse el aparato en la zanja que separaba el trigal de una viña. El reportero oyó el ruido de los cristales al romperse, sintió la deformación del fuselaje y su cabeza se estampó en el techo de la cabina. Pero de aquel percance salieron ilesos, él los pilotos y sus compañeros de viaje. Al poco rato se vieron rodeados de una veintena de campesinos de los que doce resultaron ser españoles, braceros, emigrantes y prófugos. Aquellos hombres los condujeron a una granja donde les sirvieron vino mientras esperaban a un coche que los llevaría a Brezieres que estaba a unos veinte kilómetros.
Apenas había comenzado el periplo europeo de Chaves Nogales y su avión ya se había visto obligado a efectuar un aterrizaje forzoso. Cualquier otro hubiese renunciado a seguir con este moderno medio de transporte, pero el reportero no lo hizo.
Pasó en Francia el tiempo que tenía previsto y envió sus reportajes al Heraldo de Madrid. En España gobernaba el general Primo de Rivera y a los censores de la dictadura prohibieron que se publicara nada sobre prófugos y emigrantes españoles en el extranjero. Al periodista le pareció que en Francia se cuidaba a los niños mejor que en España, que los turistas estadounidenses y su cultura contrastaban, por su afición a la enormidad, con la pasión francesa por la medida de lo humano, y sobre todo hizo muchos comentarios sobre las mujeres parisinas presentes en todos los ámbitos de la sociedad, redimidas de la esclavitud.
De París voló a Ginebra y de esta ciudad a Zúrich. A Chaves Nogales no le cayeron muy bien los suizos, quizá por su falta de compromiso y neutralidad, por no querer tomar partido en un mundo sacudido por el fascismo, los comunistas, el capitalismo, el imperialismo y los nacionalistas. El aeródromo de Ginebra lo encontró muy concurrido, aunque la mayoría de los pasajeros no eran suizos. Desde el aire, Suiza le pareció hermosa como un tapiz repujado de colores: el blanco de las montañas nevadas, los amarillos y verdes de los campos, el añil celeste, los rojos y grises de los centenares de pueblos y los verdes oscuros de los bosques. Sin embargo, el Montblanc se le antojó que era una especie de merengue.
En Berlín al periodista se le antojó que la sociedad estaba dominada por una cultura mecánica de engranajes, pistones, bielas y cigüeñales. Resaltó el contraste que existía entre los colores estridentes y fuertes que entusiasmaban a los alemanes con las tonalidades suaves y frías del ambiente parisino. La juventud era alegre, aficionada a las actividades físicas. Le sorprendió la proliferación de la homosexualidad, entre hombres y mujeres, y que la Policía consintiera que algunos hombres circularan por las calles de Berlín disfrazados de mujer. El sadismo y el masoquismo también parecían estar en alza en la capital alemana. Para el reportero, que al respecto se mostraba poco tolerante, aquello debía ser consecuencia de la I Guerra Mundial que a su término despertó en la sociedad un ansia irrefrenable por disfrutar de todos los placeres de la vida. Por eso en Berlín abundaban los cabarets, casinos y restaurantes, porque la gente se había desprendido de los viejos prejuicios que le impedían satisfacer sus deseos. Pero a Chaves Nogales lo que más le impactó de aquella Alemania fue la sensación de fortaleza y pujanza que transmitía; una impresión que percibió desde el primer momento que su avión sobrevoló sus frondosos bosques y las chimeneas alineadas de las fábricas en las cercanías de Berlín. El empuje alemán no dejó de incomodarle ya que su fuerza escondía una velada amenaza.
El periodista despegó de Berlín para iniciar el largo viaje a Moscú en otro trimotor Junkers, acompañado de un estadounidense borracho y una señora rusa. El aeroplano sobrevoló la gran ciudad, en la oscuridad, y a Chaves Nogales le impresionó la extraordinaria vista de aquella aglomeración de luces. Esta vez el paisaje urbano le pareció muy hermoso, incluso más bello que el cielo tachonado de estrellas. El avión se adentró en la noche del cielo alemán y durante horas contempló decenas de pequeños conglomerados luminosos, como luciérnagas, sobre el tapiz oscuro del suelo. Antes del amanecer sobrevolaron Danzig y bajo el aeroplano desapareció la mancha oscura de tierra para dar paso a un mar en el que se reflejaba la luna. Contempló la salida del sol, a dos mil metros de altura, cuya secuencia le pareció más pausada que cuando se observa desde tierra. Aterrizaron en Könisberg, donde la aeronave repostó, y despegaron para dirigirse a Riga. Sin embargo se toparon con otra borrasca. El piloto trató de esquivarla pero tuvo que desistir, viró en redondo y regresaron a Könisberg. En el aeródromo pasaron unas horas tumbados en hamacas.
De Könisberg a Riga el vuelo transcurrió sin incidencias. Riga, desde el cielo, le pareció un lugar amable en el que el río Dvina, de color marrón por los muchos troncos que arrastraba, entraba silenciosamente en la ciudad. En el campo de aterrizaje crecía una mullida hierba, al igual que en la planicie que rodeaba a la población. En el aeródromo les dieron un té caliente y despegaron rumbo a Smolensk.
El avión siguió el curso de Dvina hasta adentrarse en Rusia. Conforme la aeronave penetraba en el territorio ruso el paisaje empezó a cambiar un poco debido a las casas de los campesinos rusos, las isbas, cuyos tejados de cañas y barro contrastaban con los de las viviendas de los países bálticos, barnizados o pintados de blanco. La planicie llegaba a los confines del horizonte en todas las direcciones y estaba cuajada de esas pequeñas chozas desperdigadas de campesinos. No había pueblos, lugares en los que se concentraran las viviendas, como mucho diez o doce casas juntas. El único condimento de la monotonía eran las iglesias, con sus cúpulas doradas, que salpicaban la llanura. Y así continuaría el paisaje hasta Smolensk, a unos quinientos kilómetros de Riga.
Aterrizaron en Smolensk para tomar un refrigerio y cargar combustible. Allí una agente del GPU les pidió los pasaportes y un oficial del Ejército Rojo se incorporó como pasajero al vuelo. El viaje prosiguió con el mismo paisaje debajo del avión hasta que ya, cerca de Moscú, aparecieron algunas chimeneas humeantes, baluartes del incipiente desarrollo industrial del régimen comunista. El soldado del Ejército Rojo advirtió al reportero del Heraldo de Madrid, con orgullo, de la presencia de aquellas chimeneas. Desde el primer momento el reportero constató la obsesión de los comunistas por la industrialización del país y el lugar privilegiado que reservaba el sistema para los trabajadores de las nuevas instalaciones fabriles.
Por fin, Chaves Nogales había llegado al corazón de Rusia, la nación que más le interesaba conocer en aquel viaje. Hacía unos diez años que el país estaba en manos de unos revolucionarios cuyo régimen llevó a cabo una transformación social como nunca había ocurrido antes en la Historia. Stalin gobernaba el país, después de acallar las voces de Trotsky y sus seguidores, críticos con lo que ellos creían que era una degeneración del comunismo real, partidarios de la revolución permanente.
De Moscú, al periodista le impresionó cómo había desaparecido la superfluidad. Comer, dormir y transportarse, eran las tres necesidades básicas que la gente podía satisfacer sin ningún impedimento. Vestir o adquirir cualquier objeto práctico o decorativo suponía un gasto inalcanzable para los trabajadores. Al reportero le pareció que los popes deambulaban por la ciudad empapados en alcohol, vivían de la caridad, ya que el sistema consideraba que no tenían ninguna utilidad y por tanto no contaban en el reparto de recursos. Aún quedaban pequeños comerciantes, también desatendidos por los gerifaltes, interesados tan solo en proteger a quienes consideraban útiles para la sociedad. La mayor transformación fue la que afectó a la mujer. La sumisión y fidelidad al marido, el derecho a educar a los hijos y las tareas domésticas dejaron de constituir valores sociales. Las mujeres, al recibir la plenitud de los derechos civiles, se sumaron a la revolución para formar el núcleo más entusiasta que lideró los cambios. Las rusas comunistas en nada se parecían a las europeas de otro país. A Chaves Nogales también le llamó la atención la existencia de numerosas bandas de adolescentes —que fueron niños abandonados durante las guerras y el desorden que acompañaron a la revolución— y habían crecido de forma salvaje; formaban grupos de marginados peligrosos.
El periodista recorrió Moscú con los ojos muy abiertos y envió varios reportajes al Heraldo de Madrid con sus observaciones sobre el aspecto de la ciudad, los niños, mujeres, popes, periodistas y policías.
En su plan de viaje también figuraba una visita a Bakú, en el Cáucaso, para constatar el impacto de la revolución en un lugar tan apartado. De Moscú a Bakú el vuelo duraba más de veinte horas, con varias escalas. La alternativa era el ferrocarril que tardaba unos cinco días en cubrir el trayecto.
Despegó del aeropuerto moscovita en compañía de un camarada del partido comunista, alguien importante en la Rusia de entonces. El vuelo hasta Jarkov y el aterrizaje en Rostov transcurrieron sin percances. La inmensa planicie cultivada que aprisionaba Jarkov le hizo pensar que Ucrania era todavía un lugar agrícola por excelencia. Por el contrario, Rostov, en las puertas del Oriente, cerca del mar Negro, le pareció una ciudad más industrializada que Jarkov.
En Rostov prosiguieron el viaje a muy baja altura. Los campesinos les saludaban al pasar. Cuando se intuían en el horizonte las sombras de la cordillera del Cáucaso el motor del avión empezó a dar señales de que algo no funcionaba bien. No tardó mucho en pararse del todo y el piloto se vio obligado a tomar tierra en un campo de girasoles. El motor se había gripado debido a una pérdida de aceite por lo que continuar el viaje con aquel aparato era imposible. Por fortuna ni los viajeros ni la tripulación sufrieron daños. Al poco rato, junto a la aeronave se congregaron muchos campesinos, unos con pistolas al cinto, otros con alfanjes o cuchillos; después fueron llegando aldeanas con niños zarrapastrosos, medio desnudos. Uno de los campesinos se dispuso a negociar con los viajeros el transporte en carro a Svorovska, la aldea más próxima. Cuando llegaron al poblacho ya había oscurecido. Allí el único sitio en el que podían dormir era en los establos, pero encontraron un granjero alemán que les habló de la existencia de un apeadero de una línea de ferrocarril que pasaba cerca de la aldea. El hombre se ofreció a transportarlos en su tartana a la pequeña estación. El responsable de la línea del tren les informó de que el siguiente convoy de pasajeros no pasaría hasta mediado el día siguiente. Fue entonces cuando el viajero que poseía un carné del partido comunista mostró sus credenciales para decirle al jefe del apeadero que embarcarían en el primer tren de mercancías que se detuviese durante la noche. Al principio el ferroviario se opuso pero terminó cediendo. Sin embargo, el maquinista del tren que paró también se negó a que prosiguieran el viaje en su convoy porque marchaba muy despacio y muchos bandoleros subían y bajaban de los vagones para robar. No quería hacerse responsable de la seguridad de las personas que viajaban en el avión y el correo que transportaban. El camarada insistió, mostró la pistola que llevaba y asumió toda la responsabilidad. Subieron al tren de mercancías y a lo largo del corto viaje hasta Mineralovodsk constataron la existencia de un inquietante tráfico de sombras entre los campos circundantes y los vagones del convoy, pero no les molestó nadie. Cuando llegaron a la ciudad se alojaron en el evacopunt donde pasaron el resto de la noche en un amplio dormitorio comunal, con cuatro o cinco habitaciones de más de cincuenta camas destinadas al descanso de los viajeros que circulaban por aquel cruce ferroviario.
El segundo aterrizaje forzoso de aquella vuelta aérea por Europa le proporcionó a Chaves Nogales la oportunidad de compartir su intimidad con centenares de transeúntes y llegar a la conclusión de que la vida privada en la Rusia comunista se había transformado hasta el punto de aceptar una convivencia entre personas muy estrecha, en la que el pudor y la dignidad tenían otro sentido.
En el Cáucaso el reportero visitó los balnearios donde muchos trabajadores recibían tratamiento médico. Estaban ubicados en una región que la clase dirigente de la época zarista acostumbraba a frecuentar por sus aguas termales y en la que se habían levantado lujosas villas y hoteles. El Gobierno incautó las construcciones y montó una red de lugares de reposo para los obreros.
En Bakú, al periodista le llamaron la atención las instalaciones petrolíferas construidas por el nuevo régimen. Producir más petróleo, a menor precio, era un objetivo prioritario para el Gobierno que necesitaba satisfacer la creciente demanda de crudo de sus industrias. Si fracasaba en este empeño todo el entramado comunista podía venirse abajo. Sin embargo, esa obstinación hizo que los comunistas se vieran obligados a contratar personal técnico cualificado con unos salarios muy elevados, algo que hicieron sin importarles el quebranto de sus principios y a costa de crear una nueva clase de privilegiados.
La estancia en Rusia fue la etapa más larga del viaje del reportero.
Después de su incursión por las tierras del Cáucaso regresó a Moscú y desde allí voló a Leningrado. Abandonó Leningrado en un hidroavión Junkers para dirigirse a Reval y después a Riga. En este último tramo del viaje el piloto se vio obligado a luchar contra una niebla muy espesa. Encontraron el aeropuerto de Riga gracias a las bengalas que lanzaron desde el campo de vuelo.
Cruzó Alemania para ir a Praga. En aquel viaje anotó que sintió con claridad el desvanecimiento de la fuerza del imperio germánico en el paisaje. En Prusia las manchas verdes de los bosques se entremezclaban con las chimeneas de las fábricas. Las carreteras eran rectas. En Leipzig la estación el aeródromo y las viviendas daban la impresión de ser robustos, muy grandes. En Dresde los colores brillantes empezaron a diluirse y conforme entraba en Bohemia la influencia checa desdibujaba el imperialismo germánico. Cerca de Praga los campesinos vestían trajes de colores, los campos parecían más grandes y las carreteras se retorcían.
En Praga contactó con un grupo de interesados en España que no conseguía que sus compatriotas le prestaran la menor atención.
Salió de Praga muy de mañana; le dio la impresión de que en aquella ciudad la gente madrugaba mucho. Voló sobre los campos anchos ocupados por campesinos vestidos de colores hasta Bratislava y aterrizó en Viena sin darse cuenta de cómo era el paisaje. Después del paréntesis checo, Austria volvió a recordarle Alemania. Viena le pareció una ciudad llena de contradicciones, pobre y fastuosa, con gente mal alimentada.
El viaje ya estaba casi vencido cuando despegó de Viena, rumbo a Venecia, pero tenía que atravesar los Alpes y el tiempo no les acompañaba. Sobre el macizo montañoso se encontraron con una tormenta. El piloto trató de evitarla: ascendió a unos dos mil quinientos metros, cambió varias veces de rumbo y descendió para volar cerca del suelo lo que le obligó a trepar por las laderas de las montañas. El piloto comprendió que así jamás cruzaría los Alpes y que lo más probable era que terminaran todos estrellados contra algún roquedo. Buscó una explanada en un valle y realizó un brusco aterrizaje en un lodazal.
Por tercera vez, en aquel periplo europeo, Chaves Nogales comprobó que la aviación distaba aún mucho de ser el medio de transporte más seguro que con los años ha llegado a tener la humanidad. Tampoco en este tercer percance hubo que lamentar ninguna desgracia personal. Los viajeros se encontraron con otra horda de campesinos, con hoces y aperos de labranza, que muy pronto rodeó el aparato. Estaban cerca de Graz.
En Venecia el reportero tuvo la idea de imaginarse qué le diría a un turista si él hubiese nacido en aquella ciudad. Pensó que lo haría culpable de su vida, en una casa pequeña y húmeda de su bisabuelo —porque en Venecia no se pueden construir viviendas nuevas— situada en una ciudad plagada de mosquitos, en la que para moverse hay que utilizar un medio tan incómodo como las góndolas, donde las tercianas y la malaria causan estragos entre la población y en la que tan solo se puede trabajar como camarero, gondolero o vendedor de souvenirs; también le diría que si no fuera por los turistas, responsables de mantenerlo ocupado, haría ya mucho tiempo que se habría ido a vivir a otro lugar más saludable.
En Milán estuvo poco tiempo y en Génova unas horas. De allí emprendió el vuelo de regreso a Barcelona, bordeando la costa Azul, con una escala en Marsella.
Chaves Nogales fue un reportero de éxito durante los años que precedieron a la Guerra Civil española y también escribió varios libros. Uno de ellos, Juan Belmonte, matador de toros, su vida y sus hazañas (1934), está considerado como una de las mejores biografías escritas en castellano. Durante el conflicto bélico español se exiló a Francia cuando el Gobierno abandonó Madrid. Dejó París poco antes de la invasión nazi y murió en 1944 a los 47 años, en Londres.