Estaban don Quijote y su escudero, Sancho Panza, en el castillo del duque cuando se les aparecieron doce doncellas con el rostro cubierto por un velo. Tras ellas iba la condesa de Trifaldi, también cubierta, y les dijo que venía del reino de Candaya, donde se crio la infanta Antonomasia bajo su tutela. Al crecer, la muchacha se enamoró de un mozo: don Clavijo. Al gigante Malambruno le pareció mal que, ella, la heredera del trono se desposara con un simple caballero. Y así fue cómo, utilizando sus poderes de encantador, hizo de la princesa una estatua de bronce y del galán un cocodrilo metálico. Después dejó un cartel entre los dos que decía: «No recobrarán sus antiguas formas estos atrevidos hasta que el valeroso manchego venga a las manos conmigo en singular batalla». La condesa de Trifaldi y las doncellas alzaron sus velos y les mostraron sus rostros cubiertos de barbas, lo que también era parte del encantamiento.
Don Quijote se apresuró a mostrar su deseo de vérselas con Malambruno y la condesa le dijo que el gigante mandaría a buscarlo con un caballo de madera que «vuela tan rápido que parece que los diablos lo llevaran». Se llamaba el bruto Clavileño el Alígero, el cual llegó esa misma noche a hombros de cuatro salvajes vestidos de verde que lo dejaron en el jardín.
Tras vencer las reticencias de Sancho Panza, los dos montaron en la bestia de leño, el caballero en la silla y su escudero en las ancas que eran muy duras y se puso a mujeriegas. Antes de emprender el vuelo se vendaron los ojos para no sufrir de vértigo. Muy pronto ascendieron y don Quijote le explicó a Sancho que en la segunda región del aire se formaban el granizo y la nieve, en la tercera, los rayos, truenos y relámpagos y algo más arriba estaba la región del fuego. Mientras el caballero le daba explicaciones a su escudero de la composición del espacio que sobrevolaban parece ser que Sancho aprovechó para quitarse la venda de los ojos, o al menos eso imaginó.
El gigante Malambruno deshizo los encantamientos sin pelear con don Quijote: las doncellas y la condesa perdieron las barbas y Antonomasia y don Clavijo recuperaron sus carnes.
A su regreso de aquella magnífica aventura los duques apresuraron a Sancho para que se arreglara porque los vasallos de la isla que le habían prometido gobernar le estaban aguardando.
«Sancho se les humilló y dijo:
─ Después que bajé del cielo, y después de que desde su alta cumbre miré a la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres del tamaño de una avellana que, a mi parecer, no había más en la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo»
El duque le contestó: «Yo no puedo dar parte del cielo a nadie…que sólo a Dios están reservadas esas mercedes y gracias».