La catástrofe del Hindenburg del año 1939 frustró las expectativas de quienes soñaban con viajar en las lujosas estancias de aquellos gigantescos aparatos. Los dirigibles de cuerpo rígido inflados con hidrógeno eran demasiado peligrosos y los grandes zepelines que se fabricaron y sustituyeron este gas por helio, que no es inflamable, tampoco tuvieron ningún éxito como aeronaves de transporte aéreo regular por su elevado coste, difícil maniobrabilidad y limitaciones de velocidad.
Desde 1925 y hasta 2014, la empresa Goodyear ha fabricado un número pequeño de dirigibles de cuerpo elástico para publicitar sus productos en grandes eventos y realizar cortos vuelos turísticos. En 2014 Goodyear sustituyó sus dirigibles por los Zeppelin-NT, dirigibles fabricados en Friedrichshafen junto al lago Constanza por la empresa continuadora del proyecto que inició el conde Zeppelin hace ya más de cien años.
Zeppelin-NT resurgió con los fondos que la antigua empresa Zeppelin entregó al alcalde de Friedrischshafen para que se retomara la actividad de construcción de zepelines cuando las condiciones tecnológicas y económicas lo hicieran posible. La compañía se refundó en 1990 y su primer zepelín lo bautizó la nieta del fundador, en el lago Constanza, en 2000, cuando se cumplía un siglo del vuelo del primer dirigible de cuerpo rígido del conde von Zeppelin. El nuevo dirigible es híbrido, en parte elástico y en parte rígido, con una estructura triangular de fibra de carbono, relativamente pequeño (75 metros de longitud) si se compara con sus ancestros (el Hindenburg medía 245 metros), se rellena con helio y tiene capacidad para transportar 12 pasajeros y dos tripulantes en su cabina. Zeppelin-NT utiliza sus dirigibles sobre todo para efectuar vuelos cortos de demostración y turísticos en Alemania.
Hasta hoy podemos decir que, desde el desastre del Hindenburg en 1939, el rol de los dirigibles se ha limitado a satisfacer la curiosidad de unos pocos turistas, mostrar anuncios y en algunas ocasiones como plataforma de observación o para llevar a cabo experimentos científicos.
El futuro parece querer depararnos algunas sorpresas con respecto a los zepelines como aeronaves de transporte regular de carga y pasaje.
Desde 2008, el emprendedor californiano Rinaldo Brutoco, trabaja con su compañía H2 Clipper Inc. en el desarrollo de un gran dirigible de cuerpo rígido. En primer lugar, hay que señalar que este zepelín se rellenará de hidrógeno, algo que en la actualidad está prohibido en Estados Unidos y Europa. El hidrógeno es más ligero que el helio, con lo que el dirigible mejorará así sus prestaciones, pero H2 Clipper tendrá que convencer a las autoridades aeronáuticas de que la tecnología actual permite manejar un aparato de esas características con absoluta seguridad. Quizá no sea tan difícil como parece, porque Brutoco plantea al H2 Clipper como la solución ideal para transportar hidrógeno en la sociedad del futuro a los lugares que lo necesiten y no cuenten con un gaseoducto que los abastezca debido a que el consumo aún no lo justifique. Hay que tener en cuenta que el hidrógeno, al ser muy poco denso, para transportarlo, aún en estado líquido, requiere el uso de tanques de gran volumen. Este es uno de los problemas que plantea el empleo de hidrógeno como combustible a bordo de los aviones ya que para almacenar la misma energía que contiene el keroseno que cabe en los depósitos, si se llenan de hidrógeno líquido, sería necesario multiplicar por cuatro el volumen de los mismos. El zepelín de H2 Clipper parece el aparato ideal para transportar hidrógeno en grandes cantidades, desde el lugar donde se produzca hasta el punto de distribución. Con capacidad para cargar 150 toneladas, en bodegas de 7530 metros cúbicos, propulsado por motores eléctricos que emplean la electricidad generada a bordo en pilas de combustible que consumen hidrógeno, este zepelín está diseñado para mover cargas voluminosas en recorridos de 500 a 6000 millas.
Otro proyecto actual de dirigible híbrido, en este caso para prestar servicios de transporte aéreo, es el Airlander 10 de la empresa Hybrid Air Vehicles. Es un zepelín que se llena con helio, de más de 90 metros de longitud, con capacidad para transportar 10 toneladas de carga de pago, mantenerse en el aire durante cinco días, volar a 6100 metros de altura y recorrer hasta 4000 millas. Está previsto que el Airlander 10 entre en servicio en 2026. Algunas empresas ya anuncian lujosos viajes con este zepelín a lugares exóticos. Serán muy costosos, pero da la impresión de que siempre hay gente dispuesta a gastar dinero en extravagancias ociosas, como sobrevolar los polos, el desierto o la Reserva Natural del Masai Mara. Quizá lo más sorprendente no es que el Airlander 10 haya interesado a los organizadores de estos viajes tan exclusivos, sino que la filial de Iberia, Air Nostrum, tenga previsto adquirir 10 unidades para servir rutas de corto recorrido con una configuración de cabina con unos 100 pasajeros, a partir de 2026, lo que no tiene nada que ver con el turismo de lujo. Que los futuros Airlander 10 se ganen o no la confianza de los viajeros en estas rutas dependerá de su capacidad para prestar servicios con regularidad, al margen de los caprichos del viento, si es que su escasa velocidad (120 km/h) puede compensarse con el disfrute de unas hermosas vistas. En cuanto a las ventajas ecológicas que se le atribuyen es difícil entender su procedencia ya que equipará cuatro motores diésel de 242 kw de potencia cada uno, la mitad de la potencia de los que lleva un ATR 72 capaz de transportar casi a los mismos pasajeros, cuatro veces más de prisa. El fabricante sugiere que los futuros dirigibles se propulsarán con motores eléctricos; tendrán que ser mucho más grandes y bastante más caros para acarrear las baterías y ese dirigible eléctrico, si es que se llega a fabricar, no se parecerá en nada al que vuela con keroseno. Traer de nuevo los dirigibles al transporte regular de pasajeros no deja de ser una apuesta arriesgada.
En 1909, cuando Blériot voló de Calais a Dover, los aviones no reunían las condiciones necesarias para prestar servicios de transporte aéreo de forma regular. En Alemania, el conde Ferdinand von Zeppelin llevaba más de diez años trabajando en el desarrollo de dirigibles de cuerpo rígido para vendérselos al ejército y después de fracasar en ese intento con su último zepelín, el LZ6, lo modificó para que pudiese transportar 20 pasajeros en una cabina, que parecía un vagón de tren, montada bajo el voluminoso cuerpo del dirigible.
La empresa que inauguró el transporte aéreo comercial fue la sociedad alemana Deutsche Luftschiffahrts-Aktiengesellschaft (DELAG) en 1910, con zepelines. Entre 1910 y 1914, unos 34 000 pasajeros utilizaron sus servicios, muchos de ellos en vuelos de demostración, pero más de 10 000 pagaron el billete y no hubo que lamentar ningún accidente con víctimas mortales. DELAG se creó para comercializar los dirigibles de cuerpo rígido que fabricaba la empresa del conde Zeppelin.
Muchos militares creían que aquellos impresionantes aparatos serían más útiles en la guerra que los aviones. No fue así, su lentitud y tamaño los convirtieron en un blanco fácil para la artillería y la aviación.
Cuando finalizó la Gran Guerra, DELAG reanudó en 1919 los servicios de transporte aéreo. Con un nuevo modelo, LZ-120 Bodensee, la empresa empezó a volar de Friedrichshafen a Berlín con escala en Múnich. El dirigible alojaba en la cabina a 26 pasajeros en cómodos butacones y estaba equipado con una pequeña cocina en la que se preparaban platos calientes. En 1920 DELAG incorporó a su flota otro zepelín, el LZ-121 Nordstern, para volar a Estocolmo, pero los vencedores de la Gran Guerra decidieron incautarle a la sociedad alemana sus dos dirigibles: el Bodensee se lo quedó Italia y el Nordstern Francia.
Hasta que no se aliviaron las restricciones impuestas por los aliados a la fabricación de dirigibles de cuerpo rígido en Alemania, DELAG permaneció inactiva. En 1928, un nuevo zepelín, el LZ 127 Graf Zeppelin tomó el relevo para iniciar el transporte aéreo comercial a través de los océanos. Este espléndido dirigible recibió el nombre de la hija del conde Zeppelin, en memoria del insigne emprendedor que había fallecido hacía once años. Durante nueve años, de 1928 a 1937, el LZ-127 Graf Zeppelin efectuó 590 vuelos y transportó 34 000 pasajeros sin que ninguno de ellos perdiese la vida. Viajó al Ártico, cruzó el Atlántico Norte y el Sur en numerosas ocasiones y dio la vuelta al mundo. Medía 250 metros de longitud, pesaba al despegar unas 87 toneladas, podía recorrer 10 000 kilómetros sin repostar y navegaba a unos 117 kilómetros por hora. Transportaba en cómodas cabinas a 20 pasajeros, atendidos por una tripulación de 36 personas. El lujo que disfrutaban los viajeros se combinaba, en algunas ocasiones, con fuertes emociones, como las que experimentaron durante el vuelo inaugural, poco antes de aterrizar en Nueva York, cuando un equipo de tripulantes tuvo que salir en pleno vuelo a efectuar reparaciones en una de las góndolas; el vuelo de Friedrichshafen a Nueva York duró 111 horas y 44 minutos mientras que el regreso, gracias al viento favorable, lo hizo en 71 horas y 49 minutos. Para acortar el tiempo de viaje hacia el oeste a través del Atlántico Norte, con los vientos dominantes en contra, DELAG necesitaba un dirigible con motores más potentes que los del Graf Zeppelin. Como la sociedad carecía de recursos para financiarlo se vio obligada a solicitar la ayuda del Gobierno que se la proporcionó y se convirtió en el principal accionista.
En 1936, la empresa que sustituyó a la antigua DELAG, controlada por el gobierno nazi, estrenó el LZ-129 Hindenburg, un dirigible que podía transportar hasta 72 pasajeros, acompañados de una tripulación de 52 personas. Sus motores, más potentes, permitían acortar el viaje a través del Atlántico Norte y sustituyó al Graf Zeppelin en esta ruta. A bordo estaba equipado con lujosas cabinas, salones, sala de escritura, comedor, bar, sala de fumadores y miradores panorámicos; a los pasajeros se les ofrecía un servicio extraordinariamente refinado. En 1937 el Hindenburg representaba el último estado del arte en cuanto al transporte aéreo comercial en vuelos de largo recorrido.
Desde el inicio de las operaciones de la empresa DELAG hasta 1937, los aviones habían evolucionado mucho y ya nadie pensaba que los dirigibles competirían con los aviones en rutas de menos de mil kilómetros, pero aún les quedaba un sitio que ocupar en trayectos sobre los océanos y de muy largo recorrido.
El 6 de mayo de 1937, el Hindenburg con 36 pasajeros y una tripulación de 61 personas, se aproximaba majestuosamente al aeródromo de Lakehurst, Nueva Jersey. La travesía había sido difícil y acumulaba unas doce horas de retraso por culpa del viento. A bordo, el capitán Max Pruss, que en ese momento dirigía las operaciones desde el puesto de mando, estaba pendiente de las maniobras y miraba los instrumentos. El comandante Ernst Lehmann, director gerente de la empresa, seguía el vuelo desde la cabina de pasajeros. El Hindenburg estaba a punto de completar su primer viaje a Nueva York de aquel año, aunque durante la temporada del año anterior ya había efectuado nueve. Cuando pasó por Manhatann, unos pequeños aviones salieron al encuentro del gigantesco dirigible. Vistos desde tierra parecían moscas revoloteando alrededor del monstruo de duraluminio. En las calles neoyorquinas, taxis y autobuses hicieron sonar sus bocinas y la gente se paraba para levantar la cabeza y contemplar al Hindenburg. Eran las 04:00 horas de la tarde y Pruss estimó que las condiciones meteorológicas no eran buenas, así que decidió retrasar el aterrizaje un par de horas. A las 06:12 horas la tormenta ya había pasado, soplaba un viento de ocho nudos del sureste en la superficie y Pruss anunció al pasaje que no tardarían en aterrizar. El comandante Lehmann, que hasta entonces disfrutaba del paisaje desde la cabina de pasajeros, se dirigió al puesto de control, donde se hallaba Pruss. A las 07:21 el primer cable de anclaje cayó a tierra y el personal del aeropuerto amarró las líneas de babor y estribor. Tanto Pruss como Lehmann quedaron satisfechos con el aterrizaje, aunque durante el tramo final la maniobra fue bastante brusca. El radio telegrafió un mensaje al Graf Zeppelin, que entonces volaba de Argentina a Alemania, para notificarle que habían aterrizado en Lakehurst sin ningún problema. Todo estaba bien, en apariencia, pero cuando los pasajeros se encontraban ya a punto de desembarcar se produjo una pequeña llamarada cerca del timón vertical de dirección y el fuego se propagó con rapidez: al cabo de 34 segundos el Hindenburg se desplomó envuelto en llamas. El personal de tierra tuvo tiempo de apartarse, pero el desastre le costó la vida a 35 de las 97 personas que viajaban a bordo. El capitán Pruss logró salvarse, aunque ningún miembro de la tripulación abandonó su puesto de trabajo hasta que la totalidad del pasaje evacuó la aeronave. El comandante Lehmann falleció a causa de las quemaduras. La noticia del accidente y la foto del incendio aparecerían en la primera página de casi todos los periódicos del mundo. La fuga de hidrógeno, un gas extraordinariamente volátil e inflamable, a través de alguna grieta producida por las tensiones de la abrupta maniobra de aproximación, junto con una chispa generada al descargase la electricidad estática acumulada en el cuerpo del dirigible, pudieron ser, a juicio de los investigadores, la causa del accidente. La sustitución del hidrógeno de los zepelines, por helio, que no es inflamable, era inviable ya que Estados Unidos, único país que entonces podía suministrarlo, se negó a proporcionárselo a Alemania. El gobierno de Hitler decidió interrumpir las operaciones de los dos grandes zepelines de la empresa que ya nunca volverían a reanudarse.
En 1937, finalizó la historia de los dirigibles como aeronaves para prestar servicios comerciales de transporte aéreo, que había comenzado veintisiete años antes. Durante aquellos años, muchos creyeron que los zepelines representaban el futuro del transporte aéreo de muy largo recorrido y sobre el mar. En España, Emilio Herrera elaboró un estudio en 1918, que presentó al rey Alfonso XIII, para establecer conexiones aéreas regulares entre España y América con dirigibles. Contactó con la empresa del conde Zeppelin y a principios de 1922 visitó, con representantes de la sociedad alemana, varios países sudamericanos en busca de apoyos locales para su proyecto. Enlazar Sevilla con Buenos Aires con dirigibles, se convirtió en el primer objetivo de Herrera que elaboró unos magníficos mapas con la información meteorológica necesaria para el vuelo. En septiembre de 1922 creó la Compañía Transaérea Colón, con la participación de Jorge Loring y el fabricante alemán de zepelines, en la que actuó como interventor del Estado. El proyecto de la sociedad no logró atraer capital suficiente para llevarla a buen término y en 1928, Herrera trató de que la Administración española firmara algún acuerdo de colaboración con DELAG. El ingeniero español voló en el Graf Zeppelin, pero no consiguió sus propósitos de involucrar al Gobierno de su país en el proyecto de crear una empresa de transporte aéreo con grandes dirigibles.
El aviador español, Ramón Franco, no compartía la visión que tenía Herrera de los zepelines. Ramón, piloto militar de hidroaviones, estaba convencido de que el futuro de la aviación de transporte de largo recorrido, sobre los mares, estaba en los hidroaviones. Su espíritu aventurero lo llevó a ser el primero en cruzar el Atlántico Sur, de Palos al Plata, con un hidroavión Dornier Super Val, el Plus Ultra, en 1926. Aquel vuelo lo convertiría en uno de los pilotos más famosos de su época y al hombre más aclamado de su país. Después proyectó volar alrededor del mundo y la aventura se quedó en un frustrado vuelo a Nueva York, que termino cerca de las islas Azores con un amerizaje forzoso al quedarse sin combustible. Ramón Franco y su tripulación estuvieron a punto de perecer en el océano, pero un buque de la Armada británica logró rescatarlos. Para que el Gobierno le financiara aquellos vuelos, Ramón los justificó como si fueran el prólogo necesario de la apertura de enlaces aéreos regulares que conectaran España con esos destinos americanos. Él estaba convencido de que los hidroaviones serían las máquinas destinadas en un futuro próximo a sobrevolar los océanos.
El aviador Ramón Franco no andaba desencaminado y los hidroaviones, durante la década de los años 1930, prestaron servicios de transporte aéreo de largo recorrido sobre los océanos, de forma regular. En Europa, los fabricantes Short, Dornier y Lioré et Olivier, proporcionaron hidroaviones a las aerolíneas Imperial Airways en Gran Bretaña, Lufthansa en Alemania y Air France en Francia, respectivamente, para establecer rutas de muy largo recorrido y comunicar por vía aérea las metrópolis con las ciudades que más interesaban por motivos políticos y comerciales a estos países. Sin embargo, fue en Estados Unidos donde la aerolínea fundada por Juan Trippe, Pan American, en mayor medida empleó los hidroaviones.
Juan Trippe y su asesor, el piloto que voló por primera vez de Nueva York a París en solitario, Charles Lindbergh, querían un hidroavión robusto, con cuatro motores y de gran tamaño para cubrir las rutas que Pan Am pretendía extender por el Caribe, Centroamérica y Sudamérica. El aparato, S-40, lo fabricó Sikorsky y lo bautizó la primera dama de Estados Unidos, Lou Hoover, con una botella de agua del Caribe porque en 1931 el consumo de alcohol estaba prohibido en aquel país. El hidroavión recibió el nombre de American Clipper y fue el primero de una serie de aeronaves que se conocerían como los clipper porque emulaban a los legendarios veleros de una época anterior y por su aspecto parecían barcos con alas. Charles Lindbergh pilotó el avión de Miami a Barranquilla en lo que fue la primera etapa del vuelo inaugural del S-40 que se prolongó hasta Cristóbal en Panamá.
El S-40 podía transportar 38 pasajeros a unas 500 millas o 24 hasta 900. Era cómodo, lujoso y uno de los aviones más grandes que se fabricaba en aquella época. Pan Am compró tres aparatos, con la base en Miami, y con ellos extendió sus rutas hasta Buenos Aires. A Charles Lindbergh aquel hidroavión de madera le parecía un bosque volador, era lento y Pan Am tampoco estaba satisfecha con sus prestaciones.
Para sustituir a los S-40 Trippe encargó a su jefe de ingeniería, Andre Priester, que escribiera las especificaciones de un nuevo hidroavión. Priester, un hombre con experiencia que había trabajado en la aerolínea de los Países Bajos, KLM, estableció que el avión tendría que volar 3000 millas para llegar a Europa o a Hawái con una carga de pago igual a su propio peso. Trippe encargó tres aviones, cuyas prestaciones se aproximaran tanto como fuera posible a los requerimientos formulados por Priester, a dos fabricantes: Sikorsky y Glenn L. Martin. Sykorski construyó a partir del S-40 una variante, el S-42 que distaba mucho de lo que Pan Am deseaba y Glenn Martin, con un año de retraso, fabricó un nuevo modelo, el M-130, con mejores prestaciones.
Para reemplazar al S-40, Sikorsky desarrolló el S-42, más rápido y con capacidad para transportar 38 pasajeros a unas 1200 millas de distancia, en condiciones normales, aunque se organizó el pasaje en tres cabinas con ocho butacones en cada una de ellas, porque los vuelos se efectuaban de día y estos clippers no llevaban literas. Abandonó la madera y el avión lo construyó con duraluminio. Este hidroavión empezó a volar las líneas de Pan Am en 1934. Con el S-42 se tardaba 5 días en viajar de Miami a Buenos Aires, en vez de 8 como ocurría con el S-40.
El 9 de octubre de 1935, Glenn Martin hizo entrega de su hidroavión a Pan Am: el China Clipper. Aunque de Californa a Honolulú solamente podía llevar ocho pasajeros y eso condicionaba el volumen de tráfico de las rutas que la empresa trazó sobre el Pacífico, el M-130 permitió a la aerolínea extender sus operaciones hasta China y la imagen del hidroavión transoceánico dio la vuelta al mundo.
Juan Trippe quería un avión todavía más grande para sus rutas de largo recorrido sobre los océanos. Glenn Martin, Sikorsky y Boeing compitieron en un concurso organizado por Pan Am, dotado con un premio de 50 000 dólares, para diseñar el nuevo hidroavión de la aerolínea. Boeing fue el vencedor. Glenn Martin se enfureció: con los tres M-130 que había suministrado a Pan Am perdió dinero y esperaba una compensación, ya que para la aerolínea había sido una adquisición ventajosa y de gran impacto publicitario. En 1936 Trippe firmó con Boeing el contrato para la adquisición de seis Boeing 314 clippers.
Con el Boeing 314 los clippers de Pan Am llegaron al cénit de su corta historia y también al ocaso. Con una longitud de 32 metros y una anchura similar a la de los aviones de fuselaje ancho —aún pasarían muchos años antes de que se fabricasen— propulsados por cuatro motores Wright de 1600 hp que les permitía mantener una velocidad de crucero de 303 kilómetros por hora, podían transportar a unos 66 pasajeros en cómodos asientos o hasta 36 con literas, a distancias que, en función de la carga y el número de pasajeros que llevara, oscilaban entre 5930 y 7886 kilómetros. El hidroavión tenía dos cubiertas, la superior para la tripulación y la inferior, que ocupaba el pasaje, estaba dividida en cinco compartimentos, un amplio salón convertible en comedor y en la parte de atrás llevaba una suite nupcial. Por el interior de las alas, a través de pasillos, el personal de mantenimiento tenía acceso a los motores, de forma que era posible repararlos en vuelo, una tarea que se hacía con relativa frecuencia ya que de 1939 a 1941, se efectuaron 431 operaciones de este tipo. El servicio a bordo era extraordinario, con un menú exquisito, servido en mesas con manteles de lino, cubertería de plata y vajilla de porcelana. Las literas eran muy cómodas, aunque algunos pasajeros se quejaban del calor que hacía en las superiores y el frío en las de abajo, pero la mayoría coincidía en que, normalmente, se movían menos que en los trenes.
El Boeing 314 permitió que Pan Am inaugurase sus dos primeras rutas europeas, de Nueva York a Londres y Marsella en 1939 y extender su red por el Pacífico.
El 7 de diciembre de 1941 el capitán Robert Ford, al mando del Pacific Clipper de Pan Am, volaba de Nouméa (Australia) a Auckland (Nueva Zelanda). Hacía seis días que habían salido de San Francisco. Todo iba bien cuando el operador de radio, John Poindexter, muy excitado, le pasó un mensaje urgente: Pearl Harbor había sido atacado por los japoneses; Estados Unidos estaba en guerra. Ford y todo el personal en la cabina pensaron lo mismo: la ruta de vuelta a San Francisco estaba cerrada. El Pacific Clipper aterrizó en Auckland y durante una semana, Ford, aguardó instrucciones de su empresa. Por fin, le llegaron de las oficinas centrales de Pan Am en Nueva York: tenía que regresar a Estados Unidos volando hacia el oeste. Eso significaba recorrer más de 40 000 kilómetros, dar la vuelta al mundo. Ford no llevaba suficiente dinero, ni mapas, ni él ni su tripulación conocían ninguno de los territorios que tendrían que sobrevolar. Regresaron a Nouméa con el personal destacado de Pan Am en Auckland y de allí volaron hasta Gladstone (Australia). Ford logró que un empleado de un banco le adelantara 500 dólares y con aquel dinero se las arreglaron para regresar. Fue un largo viaje, de Gladstone a Darwin en el norte de Australia, y de allí a Nueva York, con escalas en Surabaya (Indonesia), Trincomalee (Sri Lanka), Baréin (Bahrein), Jartúm (Sudán), Kinsasa (antes Leopoldville, en el Congo) y Natal (Brasil) no exentas de incidencias, como el peligroso encuentro con un submarino. Cuando llegaron a Nueva York, el seis de enero de 1942, antes de que se les autorizara el amerizaje tuvieron que esperar una hora. El Pacific Clipper a lo largo de aquel viaje batió varios récords, entre ellos el de ser el primer avión comercial que dio la vuelta al mundo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los hidroaviones comerciales fueron militarizados y cuando terminó, el alcance máximo de los grandes cuatrimotores terrestres era similar al de los hidroaviones, a juicio de los pilotos eran aviones más seguros y casi todos los destinos contaban con pistas de aterrizaje, cuya ausencia justificó en gran medida el uso inicial de las aeronaves acuáticas. El California Clipper fue el último que retiró Pan Am, en 1946, después de haber recorrido más de un millón de millas.
Hidroaviones y dirigibles compitieron con los aviones terrestres para transportar pasajeros en las rutas comerciales de largo recorrido y fueron los primeros en hacerlo, aunque tuvieron una vida relativamente corta.
El 9 de febrero de 1992, los españoles Jesús González Green y Tomás Feliú partieron de la isla canaria de Hierro en el Ciudad de Huelva, en globo, para tomar la misma ruta de los alisios que transportaron a Cristóbal Colón a las Américas. Fue uno más de los muchos eventos con que se celebró en España el quinto centenario del descubrimiento del Nuevo Mundo.
Hasta esa fecha nadie había cruzado el Atlántico en globo de este a oeste y las travesías en sentido contrario se habían hecho aprovechando las corrientes de aire, a 10 000 metros de altura, con lo que se evitan las malas condiciones meteorológicas que se dan en la capa inferior de la troposfera.
Hacía ya cuatro años que a Tomás Feliu se le había metido en la cabeza la idea de atravesar el Atlántico en globo, volando a baja altura, en compañía de los vientos alisios. Ya había fracasado en cuatro intentos, aunque en el sentido contrario tuvo éxito en varias ocasiones. Feliu, un experto aerostero, se asoció con González Green, quien obtuvo la primera licencia de vuelo para globos en España, periodista, piloto de veleros y aventurero, que en una de sus misiones de guerra había estado a punto de morir fusilado por las tropas de Mobutu en África.
El globo era de gas y aire caliente, Rozier Am-7, con una cabina cerrada y podía cargar 1700 kilogramos.
De las dificultades del viaje tuvieron una prueba nada más salir de las Canarias, cuando se vieron inmersos en una tormenta que empapó el aerostato con tal cantidad de agua que apenas podía mantenerse en el aire. El viento apagó el quemador en varias ocasiones y el meteorólogo que seguía el vuelo, José Luis Camacho, les dijo que no ascendieran para librarse de los chaparrones porque en altura la corriente los llevaría a África y los metería en un cúmulo nimbo. Contactaron por radio con un avión de Iberia que volaba de Madrid a Buenos Aires. El avión se desvió de su ruta para pasar sobre el globo y darles su posición exacta. Los pilotos les advirtieron que, de acuerdo con lo que podían ver en el radar de la aeronave, ya estaban en el borde de la tormenta y que habían contactado con un buque alemán que, si dejaban de emitir por radio, se había comprometido a rescatarlos, aunque tardaría unos 20 días en llegar. Aún pasaron nueve horas antes de que se libraran de la borrasca.
El primer encontronazo con el mal tiempo hizo que arrojaran al mar una gran cantidad de pertrechos y a partir de ese momento les costaría mucho evitar que el aeróstato ascendiera a una altura excesiva. Durante el día el gas se calentaba y el globo subía, mientras que por la noche, al enfriarse, descendía casi hasta el nivel del mar. En los ascensos llegaron a elevarse a más de 5000 metros de altura, en donde la falta de oxígeno les causó serios problemas.
El viaje se acortó casi en un par de días, con respecto a sus previsiones, y en vez de arribar a la isla Margarita se encontraron con el delta del Orinoco. Al igual que le ocurrió a Colón, en su tercer viaje, les dio la bienvenida al Nuevo Mundo un pájaro: el rabilargo. La desembocadura del Orinoco forma una vasta zona pantanosa, arbolada, en donde si aterrizaban jamás los encontrarían. Establecieron contacto por radio y desde Caracas enviaron un helicóptero que los acompañó hasta un lugar que bordeaba la selva en el que pudieron tomar tierra. Allí les dio la bienvenida un grupo de niños del poblado de la Esperanza.
A la mañana siguiente Tomás recibió una llamada de España, era el rey Juan Carlos que le dijo: «habéis escrito una página de oro en la historia aeronáutica de este país». El monarca se equivocó porque la página de oro que escribieron los aerosteros figura en la historia de la aeronáutica mundial. Los dos españoles, en aquel histórico viaje, recorrieron 5090 kilómetros en seis días (130 horas y 19 minutos), con lo que acreditaron los récords mundiales aerostáticos de distancia y permanencia en el aire.
—¡Soltad manos!— La orden del oficial, clara y enérgica, hizo que los soldados liberasen la barquilla que asían con fuerza.
Y el globo ascendió despacio, abriéndose paso en la fría oscuridad de aquella Nochebuena madrileña de 1907. Eran las 23:00 horas y a bordo viajaba, solo, un hombre: el capitán de ingenieros don Emilio Herrera Linares.
Enseguida empezó a escuchar un repiqueteo, primero suave, después más fuerte que transmitía a la estructura ligeras vibraciones. Sabía que era la lluvia y que cuando la tela se empapase resbalaría por los laterales para caer sobre la barquilla. No tardó mucho en ocurrir y Herrera soltó mucho lastre para subir por encima de las nubes. Hacía frío, la chimenea de la Fábrica de Gas de Madrid, desde donde había despegado, ya no se veía. La ciudad se perdió en la negrura que lo envolvía como si fuera una manta húmeda, poco confortable. Apenas soplaba el viento por lo que el globo se movía muy despacio en el vientre de la oscuridad, aunque él no tenía ninguna forma de saberlo.
Divisó unos claros entre las nubes, a través de los que le llegaban luces de tierra. Soltó un poco de gas para colarse por una abertura luminosa y acercarse al suelo porque quería saber dónde se encontraba. El descenso, primero suave, se aceleró con brusquedad. Ante sus ojos empezó a agrandarse un espacio blanco en el que, en un principio, creyó descubrir personas que lo recibían con los brazos abiertos. Se deshizo de lastre para salvar el encuentro y pasar por encima de ellos. El globo quedó anclado con firmeza. Herrera encendió su linterna y descubrió que las manchas blancas eran cruces de mármol que decoraban las sepulturas de un cementerio.
El escaso viento apenas lo había apartado un kilómetro y medio hacia el este de la Fábrica de Gas de Madrid. Había cruzado el río Manzanares y se encontraba en el Sacramental de San Justo.
Decidió proseguir su viaje, era muy pronto todavía y no le apetecía comerse el turrón que le había regalado su amigo Kindelán junto a los restos de quienes ya no celebraban las Navidades. Había dejado de llover. Ascendió y permaneció en la oscuridad, durante más de una hora. Otra vez, quiso saber dónde se encontraba y poco a poco fue perdiendo altura, hasta que de forma repentina el globo inició un rápido y peligroso descenso. Se aprestó a deshacerse de lastre, a pesar de lo que el aeróstato continuó su expeditiva bajada. Estaba ya cerca del suelo cuando pudo escuchar el vocerío de una multitud que acompañaba sus gritos con música de guitarras, zambomba y panderetas. Ellos sujetaban el cabo de tierra de más de cien metros de longitud que, unido al globo, se arrastraba y servía para frenarlo.
Un grupo de alegres ciudadanos celebraba la Nochebuena en la Pradera de San Isidro, a unos 500 metros del cementerio de San Justo. Vieron un cabo que corría por tierra como una serpiente, colgado del cielo; sorprendidos, lo cogieron para ver que misterio explicaba su aparición y tiraron de él hasta que lo descubrieron.
Herrera se vio rodeado de una multitud de personas que enseguida le ofreció vino y dulces, a la vez que lo invitaba a que se uniera al coro para cantar villancicos y otras canciones más alegres. Trató de incorporarse a la fiesta, desde la barquilla, pero ellos se empeñaron en que la abandonara y lo zarandearon, presos en un desordenado alborozo azuzado por el alcohol. El oficial se temió que el desbarajuste pudiera terminar en accidente. Como ni las palabras ni la firmeza de sus gestos sirvieron para convencer a los paisanos que no tenía intención de abandonar el globo y estos se abalanzaron sobre la barquilla con violencia, Herrera se vio obligado a sacar su pistola de la cartuchera. La fiesta se detuvo en aquel punto y el silencio de la noche cayó sobre la pradera como una pesada losa. Muchos ojos se quedaron clavados en los del capitán, con unas miradas desconcertantes que presagiaban el peor de los desenlaces. Entonces se escuchó la voz despechada y grave de una mujer sensata:
—Soltadlo y que se mate.
Brotó un murmullo de asentimiento del grupo; las manos que asían el cabo aflojaron la tensión. Herrera volvió a elevarse, camino de la oscuridad, esta vez con mayor rapidez porque soltó mucho lastre.
Ya no quiso saber en dónde se hallaba. Para Emilio Herrera fue una larga Nochebuena, en compañía de la oscuridad, el silencio, las estrellas, el frío, el recuerdo de su casa de Granada, de sus padres, de su hermana, de su novia Irene y los pensamientos que su prodigiosa mente quiso fabricar para aquella noche tan distinta, mientras su globo se paseaba con la mansedumbre de un buey sobre las montañas nevadas del norte de Madrid. El joven capitán, recién ascendido, tenía 28 años y por delante una larga y provechosa vida dedicada a la ciencia, la aeronáutica y la política.
A las siete de la madrugada, sin más lastre que soltar, decidió regresar al mundo de los vivos. Tiró suavemente de la cuerda que abre la válvula situada en la parte superior del globo para dejar salir el gas. Cerca del suelo lanzó el áncora y cuando se enganchó fue soltando gas hasta que la barquilla se posó sobre la nieve. Entonces tiró del cabo de desgarro para que el globo se vaciara por completo. Fue un aterrizaje cómodo, en plena Sierra de Guadarrama, cerca de Cercedilla, sobre un paisaje helado teñido de pálidas luces que anunciaban la salida del sol. Mientras plegaba el globo se apareció un pastorcillo que se ofreció a ayudarle. El muchacho también se encargó de buscarle las mulas que acarrearon el aeróstato hasta la estación del ferrocarril.
Y aunque sea Nochebuena, que nadie piense que el chico de Cercedilla vino del otro mundo. Veinticinco años después, Herrera descubrió que el muchacho oficiaba de portero en la casa madrileña de su amigo Juan de la Cierva. El que fuera pastorcillo se lo dijo, al reconocerlo.
Cuenta Emilio Herrera en sus memorias que fue el peso atómico del cloro lo que frustró su carrera de arquitecto para convertirlo en ingeniero de Armamento. También sabemos que su facilidad para el dibujo haría de él un aerostero y el amor que siempre sintió por la aventura lo acercó a la aviación. Su compromiso con la palabra dada le causó problemas con el rey de España, en una ocasión, y en otra le obligó a viajar a París para entrevistarse con él. Y esa misma rectitud y coherencia, lo llevó a la presidencia del Gobierno de la República española en el exilio. Fue don Emilio Herrera, un hombre de aventuras, un brillante estudioso y uno de los pioneros de la aviación española. Y entre sus muchos inventos figura el de un traje de astronauta.
Don Emilio nació el 13 de febrero de 1879, en Granada. Desde siempre, Herrera había destacado por su natural facilidad para el dibujo y las matemáticas. Sorprendió a su preparador, muy joven con tan sólo 8 años, cuando resolvió de cabeza el problema que le presentó: «Una bandada de palomas se encuentra un gavilán que les pregunta cuántas son, y una de ellas le contesta que con éstas y otras tantas como éstas, la mitad de éstas y la cuarta parte de éstas y tú, gavilán, componemos ciento cabal». El muchacho no lo dudó: 36 palomas. El profesor, don Rafael, quedó muy impresionado. Le dio clases particulares en su casa hasta que, a los 11 años, ingresó en un colegio donde siempre sacó las mejores notas, en todas las asignaturas.
Que el peso atómico de un elemento condicionase su porvenir tiene que ver con las pautas autoritarias que caracterizaron al sistema educativo de finales del siglo XIX. A los 15 años ingresó en la Universidad de Granada para hacer los cursos preparatorios de Física y Química que se exigían en la carrera de Arquitectura. Tuvo en encontronazo insalvable con el profesor de Química, señor Alonso, quién en el problema de un examen dio la cifra de 37 para el peso atómico del cloro. Herrera ignoró este dato y utilizó el valor de 35,5. Al profesor le pareció mal que un alumno se permitiera enmendarle y a Herrera que el maestro no aceptara su error. La cuestión la saldó el pedagogo con una actitud que le impediría a Herrera pensar que alguna vez podría aprobar la Química en Granada. Entonces fue cuando decidió abandonar la carrera de su ilustre antepasado, Juan Herrera —el arquitecto de Felipe II que proyectó El Escorial— para iniciarse en la de su padre y su abuelo: ingenieros de Armamento. Aprobó con facilidad el examen de ingreso para transformarse poco después —al morir su padre—en un alumno revoltoso.
El conflicto armado en Marruecos hizo que lo destinaran a Melilla, aunque el joven Herrera, inquieto y curioso, sintió desde el principio una irresistible atracción por los globos. En 1903, consiguió que le invitaran en la Escuela Práctica de Aerostación de Guadalajara —que dirigía el teniente coronel Pedro Vives— a un ascenso, que sería el primero de su vida. Pero fue su habilidad para el dibujo la que le ayudó a iniciarse como aerostero. El 10 de agosto de 1905 hubo un eclipse total de Sol y el Ejército organizó el ascenso de tres globos para observarlo. El primero lo pilotaría Pedro Vives, y llevaría a bordo al profesor alemán Bergron, el segundo estaría al mando del capitán Kindelán, acompañado por el director del Observatorio Meteorológico español y el tercero sería un globo que no pertenecía al Ejército. Un civil, el aeronauta Fernández Duro, se había ofrecido con su aeróstato a formar parte de la expedición científica. El cuerpo de Ingenieros de Armamento asignó a Emilio Herrera la misión de participar en las ascensiones con el objetivo de dibujar la corona solar y observar unas extrañas franjas sombreadas que se presentaban durante los eclipses. Como Herrera tenía que volar con Fernández Duro se sacó el título de piloto de aeróstato a toda prisa, para lo que únicamente necesitaba realizar cuatro ascensos más que, con el que ya había hecho en 1903, sumaban los cinco reglamentarios. Los globos se soltaron en Burgos y aquel vuelo marcó para Herrera el comienzo de una estrecha amistad con Fernández Duro y el primer servicio de una intensa carrera como aerostero. Ese mismo año, participarían juntos en la carrera de globos organizada por el Aero Club de París. Fueron los únicos concursantes españoles y consiguieron el segundo puesto.
A partir de 1905, su existencia quedaría vinculada para siempre al mundo aeronáutico. Estaba destacado en Melilla y al finalizar su destino, consiguió ingresar en el Servicio Aerostático de Guadalajara. Allí realizó numerosas ascensiones que alternaría, siempre que tuvo ocasión, con otras en concursos europeos. Ya como aerostero, Herrera volvió al frente de África y allí demostró la utilidad de los globos en misiones de guerra.
Los aeróstatos volaban a merced del viento, eran ingobernables y los militares comprendieron que el futuro estaba en las nuevas máquinas más pesadas que el aire capaces de moverse de acuerdo con la voluntad del piloto. A finales de 1910 el Ejército español compró sus tres primeros aviones: dos Henri Farman y un Maurice Farman; unos aeroplanos muy primitivos. Benito Loygorri —el primer piloto español que obtuvo la licencia de vuelo de la Federación Aeronáutica Internacional (FAI)— era el representante de la empresa Farman en España. Loygorri voló estos aviones, con Emilio Herrera como pasajero, el 13 de marzo de 1911, para entregárselos al Ejército; fueron los primeros vuelos de Herrera en un aeroplano.
De marzo a agosto de 1911 hicieron el curso de vuelo, en el aeródromo de Cuatro Vientos con dos instructores franceses, los cinco primeros pilotos militares españoles: los capitanes de ingenieros Alfredo Kindelán, Emilio Herrera, Enrique Arrillaga y los tenientes Eduardo Barrón y José Ortiz Echagüe. Los aeroplanos Farman no podían volar cuando soplaba un poco de viento, ni a baja altura cuando el sol calentaba la tierra, y virar a la derecha, debido al par giroscópico de la hélice y motor rotatorio, era muy difícil y peligroso; los instructores apenas tenían experiencia de vuelo.
Años más tarde, en 1914, Emilio Herrera estuvo destinado otra vez en África, esta vez al frente de una escuadra de aeroplanos en Tetuán. Su avión ya no era uno de aquellos inmanejables Farman, sino un Nieuport, mucho más operativo, con el que efectuaba misiones de bombardeo tras las filas enemigas. Durante su estancia en África el rey viajó a Sevilla y a Herrera se le ocurrió llevarle una carta del general Marina que dirigía las operaciones del Ejército en Marruecos. No le fue difícil conseguir el permiso porque con él volaba Ortiz Echagüe, que era sobrino de Marina. En su vuelo de Tetuán a Sevilla sobrevoló la plaza de Gibraltar, violando de forma ostensible y deliberada el espacio aéreo británico, y los buques del Reino Unido recibieron la orden de elevar sus piezas artilleras para derribar el aeroplano español. No les dio tiempo. Aterrizaron en la dehesa de Tablada, cerca del tiro de pichón donde se encontraba Alfonso XIII, entre toros que salieron despavoridos por culpa de los exabruptos del motor del aeroplano en el que viajaban Herrera y Ortíz Echagüe. El rey los felicitó y les concedió la llave de gentilhombre.
Al regreso de su destino en Marruecos, Alfonso XIII lo ascendió a comandante por los servicios prestados en África. El capitán Emilio Herrera, haciendo honor a su palabra, no lo aceptó; junto con sus compañeros, había jurado por su honor no consentir ser ascendido por méritos de guerra: una práctica que compartían los ingenieros de Armamento con los oficiales de Artillería.
Transcurrieron muchos años y cuando el rey abandonó España, el 14 de abril de 1931, y se proclamó la República, Herrera viajó a París el día siguiente para pedirle audiencia en el hotel Meurice, donde se hospedaba. Como gentilhombre de su majestad quería saber si su palabra dada le obligaba a no prometer lealtad a la República, tal y como exigían las nuevas autoridades. El rey le dijo que aceptara el régimen republicano establecido por el pueblo. A su regreso a Madrid firmó, por su honor, servir fiel y lealmente a la República, obedecer sus leyes y defenderla en el caso de que fuera necesario.
La polifacética personalidad de Herrera, inmersa en el mundo de la acción como aerostero y aviador, focalizó su interés en actividades de carácter intelectual a partir de 1914, tras su visita al frente de la I Guerra Mundial en el Somme y su posterior viaje a Estados Unidos para recibir las aeronaves que había comprado el Ejército español.
Herrera impulsó la creación de una línea de transporte aéreo servida con dirigibles, entre España y América del Sur, para lo que se asoció con el doctor Eckener de la empresa alemana Zeppelin; trabajó con Juan de la Cierva en el desarrollo de su autogiro; diseñó y construyó el túnel de viento del laboratorio de Aerodinámica de Cuatro Vientos; fue uno de los principales actores en la creación de la escuela de ingenieros aerotécnicos, en la que impartió clases, y de la que fue su primer director; participó en múltiples reuniones aeronáuticas internacionales, en representación de España; escribió numerosos artículos técnicos y científicos y, en 1932, fue designado miembro de la Academia de Ciencias con la medalla número 15 que había ocupado José Echegaray, premio Nobel de literatura y matemático.
En 1936, el inicio de la Guerra Civil Española le sorprendió dando clase en los cursos de verano de la Universidad de Santander. Regresó a Madrid y se presentó al subsecretario de Aviación, teniente coronel Pastor para decirle: «Aquí me tienes para lo que dispongáis de mí. Quiero que sepáis o que recordéis, que he sido amigo y compañero de Franco y de todos los generales sublevados; y gentilhombre, y amigo particular del rey, de modo que podéis fusilarme o pasearme si lo creéis conveniente. Lo que quiero es que dentro de dos o tres meses no digáis que habéis averiguado estas cosas de mi vida, que no sabíais. Deseo que lo sepáis desde ahora. Pero sabed que he dado mi palabra de honor de servir lealmente a la República, y que no soy de los que faltan a su palabra». Emilio Herrera hizo la guerra al servicio de la República, como jefe de los Servicios Técnicos y de Instrucción, perdió a uno de sus dos hijos, piloto de aviones, derribado en combate aéreo y cuando acabó la contienda se exiló en París donde pasó el resto de su vida.
En París trabajó para la agencia francesa de investigación aeronáutica (ONERA), para la Organización de Naciones Unidas y participó en muchas actividades políticas de los círculos republicanos españoles. Fiel a sus principios, en 1960, cuando el entramado de la República española exilada se derrumbaba, fue elegido presidente del Gobierno. Herrera, seguía defendiendo los mismos principios que le impidieron aceptar del rey un ascenso, que le obligaron a pedirle permiso para acatar la República en 1931 y que le exigieron defenderla en 1936. Nada había cambiado para él en lo relacionado con la necesidad de mantenerse fiel a la palabra dada. En 1960, era el referente más sólido de los restos de un régimen exilado que se derrumbaba. Dos años después presentó su dimisión.
Emilio Herrera murió en Ginebra el 13 de septiembre de 1967. Vivió lo suficiente como para ver hecho realidad un viejo proyecto suyo. El 18 de marzo de 1965, el astronauta ruso Alexey Leonov salió de su nave espacial Voskhod 2 para flotar en el vacío durante 12 minutos. Fue el primer paseo espacial de la historia, en el que el soviético tuvo que utilizar una escafandra parecida a la que diseñó y construyó en 1935 el español Herrera.
En 1927, cuando Herrera se incorporó a la Real Sociedad Geográfica, empezó a concebir un proyecto de ascensión a la estratosfera que es la capa atmosférica, situada entre los 10 y los 50 kilómetros de altura. El ingeniero fabricó un globo con el que tenía intención de subir hasta 25 000 metros enfundado en una escafandra de la que, en 1935, ya disponía de un prototipo. Para la excursión a las alturas su indumentaria la componían tres trajes. El primero de lana, que recubría y abrigaba todo su cuerpo. El segundo de caucho, impermeable, que no dejaba pasar el aire. Y el tercero de tela, reforzada con alambres de acero. Herrera estudió las articulaciones —hombros, codos, muñecas, falanges, caderas, rodillas y tobillos— para diseñar en cada una de ellas una junta flexible, reforzada con hilo de acero en espiral, y atirantada con cables de acero. La cabeza se cubría con un casco de aluminio atornillado a la tela exterior y a la goma, que llevaba un tragaluz frontal, circular, acristalado con tres capas: la primera, un blindaje, le daba consistencia y fortaleza, y la segunda y tercera actuaban como filtros para evitar que pasaran los rayos ultravioleta e infrarrojos. Dentro del traje se ubicaba el inhalador para el oxígeno, material absorbente del dióxido de carbono y un micrófono especial, porque no podía hacerse de carbono ya que, en contacto con el oxígeno, ardería de forma natural. Como complemento, dispondría de una capa de papel de plata, para protegerse de la radiación directa solar si era necesario. Herrera probó su traje espacial en el laboratorio de Cuatro Vientos, durante un par de ensayos de unas tres horas, a una temperatura de 79 grados bajo cero, en el vacío que pudieron recrear en aquellas instalaciones. La ascensión estaba prevista para que se efectuara en el mes de octubre de 1936, pero el 18 de julio de ese año estalló la guerra. Herrera estaba en Santander, dando los cursos de verano y allí también se encontraba el profesor suizo Auguste Piccard —que había realizado dos ascensiones a la estratosfera en globo, dentro de una cápsula de aluminio. El francés estaba muy interesado en el proyecto del militar. Cuando Herrera se reincorporó en Madrid a su puesto de trabajo, recién empezada la guerra, pidió permiso al ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, para realizar el experimento, pero no se lo dieron. Indalecio fue muy expresivo, según cuenta el propio Herrera que trató de persuadirlo de que con el experimento podrían dar la sensación en el mundo de que en España no pasaba nada. El ministro le contestó: « ¿Y a quién vamos a engañar? Claro que a usted le gustaría irse a la estratosfera, y a mí más que a usted, pero no creo que esté la situación de España para hacer excursiones en globo».
Con la tela del aeróstato se fabricaron impermeables para los soldados, mientras que la escafandra y los instrumentos cayeron en manos de las tropas enemigas.
La reina Victoria Eugenia y la infanta Beatriz contemplan la ascensión del España
En 1889, el teniente coronel don Licer López de la Torre Ayllón y Villarías era el jefe de la cuarta compañía del batallón de telégrafos del Ejército español. No era un batallón cualquiera porque tenía a su cargo la aerostación militar y justo aquél año llegó el primero y único globo que poseía el Ejército a su unidad. Las pruebas se hacían en la Casa de Campo, en terrenos que pertenecían a la familia real. Si para don Licer hacerse cargo de un aeróstato era un problema, el mundo se le vino abajo cuando le comunicaron que la reina regente, doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, quería experimentar cómo era un ascenso en aquel artefacto. El militar trató de disuadirla, sin ningún éxito. El 27 de junio de 1889, la regente y el teniente coronel se elevaron 300 metros en la pequeña barquilla, cuya plataforma medía poco más de un metro cuadrado, construida con una estructura de hierro forjado que sujetaba la cesta de mimbre de caña de la India, cosida. La reina regente sería la primera testa coronada de la historia que se atrevió a subir en un aeróstato, aunque el globo permaneció durante el ascenso, cautivo, bien sujeto por un cabo a tierra firme. Tras la aventura de su majestad, el ingenio volador fue bautizado con el nombre de María Cristina. Pocos días después, don Licer ascendió a coronel y con el teniente coronel Pérez de los Cobos, el capitán Aranguren y el teniente Sánchez Tirado, realizó el primer vuelo libre de la aerostación militar española, de la Casa de Campo hasta Velilla de San Antonio, un recorrido que efectuaron en una hora aproximadamente, llegando a alcanzar una altura de 1050 metros.
Y eso es todo cuanto tuvo la aerostación militar española, un simple globo, el María Cristina, durante muchos años.
En 1896 se creó la Compañía de Aerostación, como una unidad independiente, que se estableció en Guadalajara, con dos grupos: el fijo, que daría origen al Parque Aerostático, y el móvil operativo. El conjunto se asignó al Establecimiento Central de Ingenieros que puso al frente de la incipiente aerostación española al comandante don Pedro Vives Vich.
Don Pedro, ingeniero catalán, había visitado la Exposición Universal de París y conocía bien Estados Unidos, país por el que viajó durante ocho meses mientras estaba destinado en Cuba. En Lérida levantó el plano de la ciudad y reconstruyó la red de carreteras comarcal, y en Gibraltar trabajó en la fortificación de las instalaciones. Cuando fue destinado al mando del Servicio de Aerostación se encontraba en Málaga donde había diseñado un modelo de barracón que después se construiría en serie para alojar los 8000 soldados que el Ejército desplazó a Melilla, durante la campaña de 1893. Su única experiencia aeronáutica había sido la creación del Palomar militar, también en Málaga. Esta unidad prestaría un gran servicio a las tropas africanas al facilitar las comunicaciones del ejército desplazado, con la Península.
En verano de 1899, Vives y el capitán Tejera, recorrieron Europa para estudiar el uso que hacían los principales ejércitos de globos y dirigibles. El Gobierno ya había aprobado la construcción de un establecimiento para fabricar aeróstatos en Guadalajara. Sin embargo, las primeras unidades se importaron de Alemania. Vives llegó a la conclusión de que los globos cometa alemanes de Parseval-Sigsfeld eran los que mejor se acomodaban para cubrir las necesidades del Ejército español, que se limitaban a tareas de observación. Al año siguiente a su periplo europeo, en 1900, se trasladó a Alemania para efectuar las pruebas de aceptación de las dos primeras adquisiciones: un globo cometa y otro esférico.
En 1900 no existían todavía los aviones de ala fija. Los Wright volaron, por primera vez, en 1903 y no lo hicieron en público hasta 1908. El éxito aeronáutico más celebrado de aquel año lo protagonizó el conde Zeppelin con su dirigible LZ1; el aristócrata voló durante unos 18 minutos el 2 de julio, sobre el lago Costanza, ante una multitud de espectadores. Apenas fue capaz de controlar su dirigible y cuando finalizó las pruebas su empresa se quedó sin dinero, pero en Alemania al público le entusiasmaban aquellas gigantescas máquinas voladoras. Muchos pensaban que el futuro de la aeronáutica estaba en los dirigibles que, a diferencia de los globos, llevaban hélices y motores con los que la tripulación trataba de gobernarlos.
Los globos, o aeróstatos, volaban a merced del viento. Su inmensa superficie frontal hace imposible que la fuerza de una hélice pueda vencer la resistencia del viento. Un francés, Jean Baptiste Meusnier, inventó un globo cuya envoltura tenía forma oval, y al desplazarse ofrecía menos superficie al viento. Para evitar que la barquilla deformara el balón diseñó un sistema de sujeción triangular y alargó la barquilla; además concibió el balonet (un balón interior de compensación) que facilitaba el mantenimiento de la forma de la envoltura del dirigible. Meusnier inventó el dirigible en 1784, no pudo construirlo y tampoco se fabricó ninguno que cumpliera mínimamente con el requisito de gobernabilidad hasta 1884. Aquel año, los capitanes Krebs y Renard, también franceses, efectuaron un trayecto de unos 7 kilómetros con un dirigible, movido por un motor eléctrico alimentado con baterías, al que bautizaron con el ampuloso nombre de La France.
Los globos eran ingobernables y propulsar y mantener la forma del cuerpo de los dirigibles durante el vuelo, cuya envoltura se construía con el mismo material elástico que empleaban los globos, era muy complicado. De ahí surgió la idea de los dirigibles de cuerpo rígido, cuyo desarrollo lideraría el conde Ferdinand von Zeppelin durante muchos años. Sin embargo, el principal problema de estos aparatos era que no podían desinflarse y se guardaban en unos hangares inmensos. Para los dirigibles de cuerpo rígido, las operaciones de entrada y salida de los hangares, con algo de viento cruzado, eran muy peligrosas.
Es perfectamente comprensible cómo el padre de la aviación militar española, don Pedro Vives, se inclinó a favor de los globos cometa y dirigibles de cuerpo elástico para su Ejército. Sin embargo, lo imprevisible fue la aparición, en el campo de la navegación aérea, de un brillante ingeniero de caminos cántabro.
En 1902, don Leonardo Torres Quevedo, realizó el estudio de un dirigible con ‘armadura funicular’ que presentó en las Academias de Ciencia española y francesa. Torres Quevedo, a sus 50 años, era un conocido y prestigioso inventor que, hasta entonces, no había trabajado en el sector aeronáutico. Su armadura funicular consistía en tres cordones interiores longitudinales que determinaban la forma trilobulada de la envoltura. La estructura trabajaba cuando se inflaba el dirigible, facilitaba el mantenimiento de la forma y permitía el desinflado.
Con la ayuda del capitán de ingenieros, don Alfredo Kindelán, en 1905 se empezó a construir en los talleres de Guadalajara un prototipo del dirigible de Torres Quevedo. Tras muchas dificultades, por falta de material adecuado ya que las telas se importaban de Francia, en 1908 comenzaron las pruebas, en las que se demostró que la estructura funicular era muy útil para mantener la forma del dirigible, pero no pudieron resolverse los problemas de control de vuelo.
Mientras los aeronautas de don Pedro Vives trabajaban en Guadalajara, con muchas dificultades, en el montaje del prototipo del dirigible de Torres Quevedo, en 1906, un brasileño asentado en París hizo el primer vuelo público en Europa. El 13 de septiembre, Santos Dumont, dio un pequeño salto con su aeroplano 14 bis, en Bagatelle. El Herald de París lo calificó como el mayor hito de la historia aeronáutica europea. Los Wright seguían con sus negociaciones para tratar de vender su invento y habían dejado de volar el 16 de octubre de 1905. Cuando Santos Dumont dio aquel pequeño salto con el 14 bis los Wright tenían una máquina capaz de volar más de 20 millas, durante unos 30 minutos, y efectuar giros muy cerrados. Pero, los norteamericanos seguían ocultando el aparato con la intención de proteger su propiedad intelectual. El vuelo de Santos Dumont fue el pistoletazo de salida de la carrera que iniciaron los aeronautas europeos para tratar de situarse a la cabeza de la aviación mundial. Charles Voisin, Louis Blériot, Henry Farman y Léon Delagrange tomaron la delantera en Europa y hasta en Estados Unidos les saldría un competidor a los inventores del aeroplano: Glenn Curtiss. En agosto de 1908, Wilbur Wright voló por primera vez en público en Le Mans (Francia) y sus vuelos dejaron sin aliento a los aviadores europeos. Después se trasladó a Pau, para entrenar los pilotos de la empresa de sus socios europeos.
En enero de 1909, Vives y Kindelán viajaron a Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, para estudiar el estado del arte de los dirigibles y aeroplanos y presenciaron algunos vuelos de Wilbur Wright en Pau. Al regreso de su periplo recomendaron la adquisición de un dirigible alemán de 4000 metros cúbicos y que se estudiara la posibilidad de comprar algunos aeroplanos para entrenar pilotos, de forma experimental.
Kindelán se apartó del proyecto del dirigible de Torres Quevedo en Guadalajara. El inventor cántabro y el capitán Samaniego se desplazaron a Francia para continuar con el desarrollo. Allí, en Sartrouville, alquilaron un hangar a la compañía Astra. Torres Quevedo terminó vendiendo su patente a dicha empresa, con la autorización del Gobierno español que se reservó el derecho a fabricar dirigibles de este tipo en su país.
El dirigible que habían recomendado comprar Vives y Kindelán terminó fabricándolo Astra. En octubre de 1909, Vives y Kindelán y los cabos Gómez y Latapia se desplazaron a Meaux para realizar las pruebas de aceptación del dirigible. No pudieron hacerlo debido a una serie de problemas relacionados con el control del aparato. Decidieron trasladarlo a Guadalajara y allí se completaron los ensayos de recepción que concluyeron el 5 de mayo de 1910, con un viaje a Madrid y vuelta a Guadalajara. Vives y Kindelán firmaron el acta por parte española y en representación de Astra lo hizo el ingeniero Kapferer. El nuevo dirigible recibió el nombre de España.
El año 1909 fue decisivo para la aviación en el mundo. El francés Louis Blériot cruzó el Canal de la Mancha con su Blériot XI y demostró que la aviación servía para viajar de un lugar a otro. «Inglaterra ya no es una isla», fue el comentario con que la prensa británica recibió el vuelo del francés. En Reims se celebró una semana aeronáutica, organizada por los fabricantes de champaña franceses, en la que participaron 28 pilotos y 38 aeroplanos, que contó con la asistencia de centenares de miles de personas. El mundo entero, a través de la prensa, se enteró de que la aviación era una realidad. Y también fue un año decisivo para el futuro de la aviación militar española: los ingenieros de don Pedro Vives centraron todo su interés en los nuevos aeroplanos, el invento de Torres Quevedo quedó en manos de la compañía Astra y el dirigible España inició una corta y triste vida de cuyo final sería testigo el hijo de la reina regenta que inauguró la aerostación: el rey don Alfonso XIII.
Cuando ya estaban a punto de terminarse las pruebas del dirigible España, el 2 de abril de 1910 una Real Orden encargó al Parque Aerostático la selección del aeroplano que más conviniera al Ejército. A finales de octubre, el capitán Kindelán se trasladó a París para contratar en firme la adquisición de dos aeroplanos Henri Farman de 16,5 metros de envergadura, biplanos, con motores Gnome de 50 caballos y un Maurice Farman con motor Renault. Al final se cambió el Maurice Farman por otro Henri Farman y con ellos se entrenaron, de marzo a agosto de 1911 los cinco primeros pilotos de la aviación militar española: los capitanes Alfredo Kindelán, Emilio Herrera, Enrique Arrillaga y los tenientes Eduardo Barrón y José Ortiz Echagüe. Con la excepción del capitán Enrique Arrillaga que quedó inválido a causa de un accidente, en diciembre de 1911, estos oficiales formarían el núcleo a partir del cual se creó la aviación militar en España. Sus méritos profesionales trascendieron la aeronáutica y destacaron como historiadores, científicos y empresarios.
La aviación militar dejó de lado el proyecto de Torres Quevedo del que se beneficiaría la aeronáutica francesa. Astra perfeccionó el diseño del dirigible y el Astra-Torres 1 ganó en 1911 la copa Deperdussin. A lo largo de la I Guerra Mundial, Astra fabricó alrededor de 20 unidades para el Ejército francés y más de 50 para los británicos. Los dirigibles Astra fueron utilizados, principalmente, para apoyar a la Armada en las operaciones de guerra anti submarina y alcanzarían fama de ser los mejores de ‘cuerpo flexible de su época’. Don Leonardo Torres Quevedo, inventor de la máquina de jugar al ajedrez automática, los transbordadores del monte Ulía y de las cataratas del Niágara, doctor ‘honoris causa’ por las universidades de Coimbra y París no pudo ver cómo la aeronáutica de su país supo aprovecharse de su genial invención: la ‘armadura funicular’.
El España llevó una vida triste. De todos los dirigibles que fueron bautizados con el nombre de su país La France fue el único que tuvo una existencia gloriosa. El Deutschland se rompió en su viaje inaugural el 28 de junio de 1910, sin que el accidente causara víctimas mortales entre sus pasajeros, y el Italia se estrelló con los expedicionarios de Nobile, cerca del Polo Norte, el 25 de mayo de 1928, con peor fortuna. En 1913, el España había hecho 23 ascensiones y el 7 de febrero, de ese año, participó en uno de sus ascensos el rey don Alfonso XIII, acompañado del príncipe Mauricio de Battenberg, hermano de la reina, y el teniente general Marina. La tripulación estaba compuesta por el coronel Vives, los capitanes Kindelán y Jiménez Millas y el mecánico Quesada. Fue el último honor que se le otorgó al único dirigible español diseñado por Torres Quevedo. Poco después del ascenso real, el España fue retirado del servicio.
El 29 de abril de 1926 aterrizaron en la isla Spitzberg del archipiélago Svalbard (Noruega) Richard Evelyn Byrd y su copiloto Floyd Bennett, a bordo de un Fokker F-VII. Los estadounidenses tenían intención de preparar desde aquel lugar una expedición aérea al Polo Norte. Nadie lo había sobrevolado con anterioridad. La casualidad hizo que el proyecto de los norteamericanos coincidiera con el del noruego Amundsen y el italiano Nobile que aquel día también estaban en Spitzberg avituallando un gigantesco dirigible de casco semirrígido, el Norge, para convertirse también en los primeros humanos que volaran sobre el Polo Norte.
Al veterano Amundsen se le heló la sangre cuando vio aparecer en la apartada isla noruega al oficial de la Armada estadounidense, Richard Byrd, famoso por sus múltiples aventuras. Para Byrd y Bennett, la presencia del gran dirigible no era ninguna novedad ya que habían podido seguir su viaje desde que partió de Roma.
Desde hacía más de un año Roald Amundsen llevaba en la cabeza la idea de aproximarse al Polo Norte en un avión. Lo había intentado en 1925 junto con Lincoln Ellsworth, el piloto Hjalmar Riiser-Larsen y tres tripulantes más. La expedición contó con dos Dornier Do J hidroaviones de construcción italiana, N-24 y N-25, y se vieron obligados a aterrizar en un punto de latitud 87º 44’ norte. Los aviones quedaron separados varias millas y el N-24 se dañó, aunque las tripulaciones consiguieron encontrarse. El mundo dio por perdidos a los seis expedicionarios mientras ellos emprendieron la dura tarea de apartar 600 toneladas de nieve para construir una pista que les permitiera despegar con el N-25. Riiser-Larsen consiguió levantar el hidroavión con sus cinco compañeros de expedición y Amundsen y sus exploradores reaparecieron milagrosamente cuando ya nadie los esperaba.
Si parecía que los aviones de ala fija tenían problemas para llegar hasta el Polo Norte, Amundsen pensó que quizá un dirigible podría ser el vehículo más adecuado para realiza aquella travesía. Se puso en contacto con el italiano Umberto Nobile y logró que el gobierno italiano les facilitara uno de sus dirigibles para volar hasta el Polo Norte. El aparato fue bautizado con el nombre de Norge (Noruega), y el ingeniero y aviador Umberto Nobile se puso al frente de la tripulación del dirigible de Amundsen con un equipo italiano.
Los italianos habían salido de Roma con el Norge el 14 de abril y Amundsen con Lincoln Ellsworth, Riiser Larsen y Oscar Wisting se incorporaron al grupo expedicionario en la isla de Spitzberg. En total la expedición contaba con 14 tripulantes además de Amundsen y Nobile. Entre todos acumulaban una gran experiencia. Desde que el 14 de diciembre de 1911 consiguiera ser el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, Amundsen era quizá, el explorador más experimentado en incursiones a través de los hielos con que podía contar una expedición. Umberto Nobile había adquirido una merecida reputación como experto en el diseño, la fabricación y el pilotaje de dirigibles. Ingeniero, piloto, militar y hombre de negocios, el italiano era el gran defensor de los dirigibles de cuerpo semirrígido en su país, aunque no contaba con las simpatías del responsable de la aeronáutica italiana, Italo Balbo, ni del entorno político que rodeaba a Mussolini. El Norge, diseñado por Nobile, se había construido en las instalaciones del Estado italiano.
La llegada a Spitzberg del estadounidense Byrd fue un motivo de frustración tanto para Amundsen como para Nobile. Los dos sabían que los preparativos para la expedición de la aeronave de ala rígida se completarían en poco tiempo y que corrían el riesgo de ser los segundos y no los primeros en sobrevolar el Polo Norte.
Byrd, oficial de la Armada de Estados Unidos, era un gran aventurero. A los doce años se había escapado de casa para visitar a un amigo en las Filipinas y a su regreso escribió un libro contando las peripecias de su largo viaje alrededor del mundo. De joven ingresó en la Marina, donde fue condecorado por su valor, aunque debido a problemas físicos tuvo que aceptar destinos en puesto administrativos. Ingresó en la aviación naval y en 1919 era el responsable de las fuerzas de su país en Canadá. Había realizado algunos vuelos sobre Groenlandia y esa experiencia le animó a abordar la aventura del Polo Norte. Para su empresa contaba con el apoyo financiero de Edsel Ford y esa era la razón por la que su avión llevaba el nombre de la hija del fabricante de automóviles: Josehine Ford.
Los temores de Amundsen y Nobile se hicieron realidad. El 9 de mayo Byrd y Floyd Bennett despegaron con su Fokker VII y regresaron al cabo de menos de 16 horas a Spitzberg. Dijeron que habían sobrevolado el Polo Norte. La expedición que dirigía el noruego aún seguía preparando el dirigible en la isla de Sptizberg.
Amundsen y Nobile, con catorce tripulantes a bordo, partieron dos días más tarde. Su objetivo era el de llevar a cabo un vuelo más largo que el del Josefine Ford, al pretender cruzar el Ártico, desde Spitzberg hasta Alaska, un vuelo que nadie había realizado con anterioridad. Tardaron 29 horas y 50 minutos en recorrer los 3200 kilómetros que hacía falta para atravesar el Ártico. A lo largo de aquél viaje del Norge, Amundsen y Nobile tuvieron varias ocasiones para demostrar que se entendían bastante mal. Aunque Nobile había otorgado el mando de la expedición al noruego, el italiano sobrentendió que el dirigible quedaba bajo su exclusiva autoridad, una idea que nunca consiguió que Admunsen llegara a compartir. La expedición contó con momentos muy difíciles en los que la tripulación tuvo que echar por la borda, recambios, alimentos, sacos de dormir y ropajes.
Amundsen y Nobile mantuvieron cierta pugna por hacer valer para cada uno de ellos el mérito de la expedición. El problema lo acentuó Mussolini que mandó a Umberto Nobile de gira por Estados Unidos para dar una serie de conferencias en las que la gesta se presentaba como obra exclusiva de la Italia del dictador al mando de Nobile.
El ingeniero italiano llegó a la conclusión de que haría falta organizar otra expedición al Polo Norte, esta vez sin Amundsen, en la que él fuera el único responsable. El proyecto no contó con el apoyo de Italo Balbo, aunque lo terminaría aceptando a regañadientes y no se recató en expresar su deseo de que lo único bueno de aquella aventura era la posibilidad de perder de vista a Umberto para siempre. Los preparativos de la expedición se llevarían a cabo en Italia durante 1927 y el primer trimestre de 1928. El Gobierno aceptó prestar un dirigible para la expedición, el Italia, muy similar al Norge y un buque de seguimiento de la Armada, el Città di Milano y la ciudad de Milán sufragó los gastos. La nueva expedición ‒con la excepción del meteorólogo Finn Malgrem, sueco, y el geofísico Franz Behounek, polaco‒ estaría formada exclusivamente por italianos. El 30 de marzo de 1928 el papa recibió a la tripulación y le hizo entrega de un crucifijo para que lo lanzaran del dirigible justo cuando estuvieran sobre el Polo Norte.
El 24 de mayo de 1928 el Italia alcanzó el Polo Norte y en su viaje de vuelta, al día siguiente, se estrelló en el hielo. La cabina del dirigible, con diez tripulantes, se desprendió de la estructura que la sujetaba y se hizo pedazos mientras que las seis personas que componían el resto de la tripulación quedaron atrapadas en la superestructura que se separó de la góndola y unida al cuerpo del dirigible ganó altura y desapareció para siempre. De los diez tripulantes que cayeron al hielo, uno murió en el acto y tres sufrieron heridas de consideración; Nobile fue uno de los heridos, con roturas en una pierna, un brazo y una costilla, y un corte en la cabeza. Los supervivientes consiguieron recoger una radio, una tienda, varias cajas de alimentos y otros enseres que les permitieron organizar un improvisado campamento. El accidente ocurrió en un lugar que se encontraba a unos 300 kilómetros de Spitzberg. Durante una semana no conseguirían hacer funcionar la radio. El 2 de junio, un radioaficionado ruso, Nikolai Schmidt, captó las señales del Italia : varias palabras entre las que pudo distinguir ‛Nobile‘, ‘Italia’ y ‘Tierra de Francisco José’.
Las autoridades italianas, noruegas, suecas, finlandesas y muchas organizaciones e individuos particulares organizaron una gran operación de rescate por tierra y por mar. La Unión Soviética envió su gigantesco rompehielos: el Krasin. El 18 de junio Roald Amundsen se embarcó con otros voluntarios en un hidroavión francés Latham 47 y se dirigió a la zona para participar en el rescate. Todos ellos, Amundsen, el piloto noruego Leif Dietrichson, el francés René Guilbaud y tres franceses más, desaparecieron y nunca se hallaron sus cadáveres.
Pocos días después del accidente el meteorólogo sueco, Finn Malmgren, y los italianos Mariano y Zappi, que eran el segundo y tercer jefe de expedición , decidieron partir en búsqueda de auxilio. Después de varias semanas los italianos fueron rescatados por el rompehielos Krasin. Dijeron que el meteórologo Malmgren, deprimido (se sentía responsable del desastre por no haber asesorado a sus compañeros debidamente) y debilitado, les pidió que siguieran sin él. Hubo rumores de que Zappi y Mariano lo asesinaron y lo canibalizaron.
Al cabo de un mes, el teniente Einar Lundborg de la Fuerza Aérea sueca y su observador, el teniente Schyberg, con un Fokker, consiguieron aterrizar cerca del lugar donde se encontraban los supervivientes. Nobile tenía un plan para el rescate según el cual Cecioni (el herido más grave) debía ser evacuado en primer lugar, a continuación había otros dos y él figuraba el cuarto en la lista. Los dos últimos serían Viglieri (navegante) y Biagi (radio operador). Sin embargo, Lundborg no quiso embarcar a nadie que no fuera Nobile. El más grave de los heridos, Cecioni, era demasiado pesado y no creía que su avión pudiera despegar con tanta carga. Nobile fue transportado a la Isla Ryss donde estaba la base de operaciones de rescate de Suecia y Finlandia. Lundborg regresó a por otro superviviente, pero al aterrizar su aeronave sufrió daños irreparables y tuvo que quedarse con los otros cinco tripulantes del Italia.
Nobile fue trasladado al buque italiano Cittá di Milano en donde, según comentaría más tarde, todos sus esfuerzos por organizar el rescate fueron ignorados y el capitán Romagna lo mantuvo virtualmente arrestado. Los periódicos de Mussolini, en Italia, dieron la noticia de que el rescate de Nobile era un signo de cobardía. El rompehielos soviético Krasin logró rescatar a los supervivientes cuando llevaban ya 48 días sobre la plataforma de hielo, a la deriva. A pesar de que Nobile insistió en continuar con la búsqueda de los otros seis tripulantes desaparecidos, el gobierno italiano ordenó el regreso a Italia del Città di Milano.
A los supervivientes del Italia les esperaba en Roma, el 31 de julio, una inesperada explosión popular de entusiasmo que convocó a unas doscientas mil personas. Cuando Nobile se entrevistó con Mussolini el dictador se sintió molesto por la actitud del ingeniero explorador que le echó en cara los agravios, injustificados, que había recibido del estamento gubernamental. La investigación oficial y sus muchos enemigos políticos lo responsabilizaron del accidente y de haber abandonado a sus hombres. El general Nobile dimitió de la Fuerza Aérea en marzo de 1929. Durante el resto de su larga vida continuaría justificando sus actuaciones al mando del dirigible Italia.
De 1925 a 1928 el Polo Norte fue testigo de las aventuras de tres grandes exploradores, empeñados en ser los primeros en sobrevolar el punto de máxima latitud norte terrestre. Byrd consiguió la medalla del Congreso de su país, pero años más tarde su vuelo fue cuestionado y es posible que los dos estadounidenses nunca llegaran al Polo Norte en aquel vuelo que les reportó tanta fama. De ser así, Amundsen y Nobile habrían sido los primeros en sobrevolarlo. El noruego y el italiano se enemistarían para siempre a raíz de sus discrepancias durante la aventura que corrieron juntos. Ofuscado, Umberto Nobile trató de repetir la expedición y, aunque consiguió sobrevolar el Polo Norte, el viaje fue un fracaso en el que estuvo a punto de morir; en cualquier caso la aventura mermaría su reputación para siempre y le obligaría a dar muchísimas explicaciones. La peor parte de la historia corrió a cargo del noruego Amundsen que, en un trágico accidente aéreo, perdió la vida cuando trataba de ayudar a Umberto Nobile y su tripulación.
Guillermo II, emperador alemán y Señor de la Guerra, accedió al trono cuando tenía 29 años para suceder a su padre, Federico III, cuyo reinado duró tan solo 99 días. Su madre, la princesa Victoria, era la hija mayor de la que fue emperatriz de la India y soberana del Reino Unido durante más de 60 años. Guillermo fue, por tanto, nieto de la reina Victoria, al igual que el rey Jorge V del Reino Unido y el zar Nicolás II de Rusia, a los que se enfrentó durante la I Guerra Mundial.
El futuro emperador tuvo un alumbramiento muy difícil: nació con una mano más corta que la otra, después de un parto que duró diez horas. De pequeño no destacó por ser un muchacho de inteligencia despierta sino más bien por su carácter hiperactivo y sus frecuentes accesos de ira.
La mayoría de sus biógrafos coinciden en que Guillermo II jamás maduró. Incapaz de escuchar a los demás, sus conversaciones no pasaban de ser largos monólogos. Necesitaba tener siempre gente a su alrededor, despreciaba a sus colaboradores, veía la realidad como le gustaba que fuese y se mostraba irascible con quien no siguiera sus recomendaciones. Poseía un extraño sentido del humor: le gustaba apretar las manos de la gente hasta destrozárselas y a veces le divertía golpear a sus subordinados. Sentía verdadera pasión por el boato y los uniformes. Adoraba la compañía de los militares, los desfiles, las condecoraciones y pasar revista a las tropas. En presencia del estamento militar, el personal civil se veía siempre relegado a un segundo término; incluso los delegados militares en las embajadas extranjeras recibían mayor atención del Káiser que los propios embajadores.
El Káiser accedió al trono el 15 de junio de 1888 y su desentendimiento con el canciller Bismark era anterior a su coronación. El canciller, que sería dimitido dos años después, estaba convencido de que el emperador padecía alguna enfermedad mental «heredada de sus antepasados rusos o ingleses». Aún se mostraría más ácido con su emperador el canciller cuando dijo: «El Káiser tiene una opinión sobre cada cosa, pero cada día es diferente». El presidente estadounidense Roosevelt que lo conoció durante un viaje a Europa escribiría refiriéndose al emperador: «Debo decir que estuve en completo desacuerdo con él. Lo encontré vanidoso como un pavo real. Debería más bien presidir la cabecera de una procesión antes que dirigir un imperio. Eso es lo que ha contribuido principalmente a su declive porque con certeza ha tenido una caída».
A partir de 1914 aparecerían muchas publicaciones en las que se hacía referencia al desequilibrio mental del Káiser. Un siquiatra suizo, el doctor Neipp aseguró que era un maníaco depresivo y el doctor Paul Tesdorpf de Munich también apoyó este diagnóstico. En algunos círculos políticos berlineses se barajó la posibilidad de su incapacitación.
Bismark, artífice del Imperio Alemán de 1871, concibió una confederación de estados en la que la soberanía la ostentaba un cuerpo no electo, denominado Bundesrat, formado por los representantes de todos los estados alemanes. El rey de Prusia ejercía el cargo de presidente del Bundesrat y de emperador de Alemania. En tiempo de paz, cada estado mantenía su propio ejército y solamente en época de guerra el emperador asumía el mando supremo de todas las fuerzas militares. El emperador asumía el rol de Señor de la Guerra. El imperio también contaba con un parlamento cuyos miembros se elegían mediante sufragio universal ─el Reichstag─, cuya función principal era la de aprobar los presupuestos. El emperador elegía al primer ministro, o canciller, personalmente sin que interviniera el Reichstag, y solía encargarse de los asuntos de política exterior y militares.
En 1914, la guerra europea parecía inevitable, aunque el Káiser trató de evitarla. En esa política tan suya de hacer y deshacer, Guillermo II llevaba años ─con la ayuda del almirante Tirptiz─ tratando de equipar la Armada alemana a la británica, aunque aún estaba muy lejos de haberlo logrado, había intentado aislar a los franceses con un pacto con el zar ruso Nicolás II, las cicatrices de la última guerra con los galos seguían abiertas, y su política exterior suscitaba una gran desconfianza en el Reino Unido. Alemania se había convertido en la potencia continental emergente. Sus militares tenían la seguridad de que la guerra era inevitable y, aún en contra de la opinión de su emperador, cuando llegó el momento en que creyeron que las circunstancias les podían resultar favorables, forzaron la situación para dar un paso definitivo que hiciera estallar el conflicto.
Uno de los pocos militares alemanes que no deseaba que se iniciara la guerra era el almirante Tirpitz porque sabía que la flota Imperial Alemana de Alta Mar no estaba todavía en condiciones de enfrentarse con éxito a la británica. Desde el año 1898, cuando consiguió que el Reichstag aprobase el presupuesto naval, Tirpitz había consagrado su vida a la reconstrucción de la flota Imperial de Alta Mar. El Káiser había encontrado en Tirpitz al hombre idóneo para sacar adelante aquél proyecto que necesitaba financiación a largo plazo cuya aprobación debía hacerse en el parlamento. El almirante supo convencer a los líderes de los grupos políticos y movilizó a la opinión pública, con llamadas al patriotismo, para que le aprobaran la financiación del programa de construcción naval, a largo plazo, de los costosísimos buques acorazados para la flota Imperial Alemana de Alta Mar.
El Jefe del Estado Mayor General, Moltke, pensaba que «la guerra cuanto antes, mejor» y que la Marina no estaría jamás preparada para el conflicto. Desde hacía dos años, el general Moltke, se preparaba para empezar la guerra contra Francia y Rusia inmediatamente. Para aumentar las reservas de alimentos enlatados se interrumpió temporalmente el consumo; las fábricas estatales de Mainz y Spandau se ampliaron. El Reichsbank empezó a acumular oro y consiguió aumentar sus reservas en un 50% en tan solo un par de años. Las academias militares acordaron acortar el periodo formativo de las promociones de oficiales y lo presupuestos de defensa se incrementaron. La guerra podría demorarse, pero era imparable.
Muchos expertos aseguran que el emperador alemán Guillermo II dirigió el conflicto durante la I Guerra Mundial desde el ‘asiento de atrás’. El propio Káiser se quejaba de que sus oficiales le contaban lo que querían de lo que ya había ocurrido y nunca lo que pensaban hacer. Sin embargo, el emperador asumió la responsabilidad de nombrar y dimitir, en los momentos clave, a las personas que dirigieron las operaciones bélicas. El Señor de la Guerra y sus soldados tenían planes antes de que empezase la batalla, unos proyectos muy bien definidos para los tres escenarios del conflicto: la tierra el mar y el aire. Sin embargo, los tres dibujos que figuraban en el diseño de la guerra se emborronaron hasta perder por completo su forma original, debido a una serie de circunstancias que ninguno de los grandes estrategas supo predecir.
Para las operaciones terrestres los oficiales alemanes conocían el plan a seguir, ‘Plan Schlieffen’, la Armada contaba con magníficos acorazados blindados con los mejores aceros de la factoría Krupp y la aviación alemana disponía de los portentosos dirigibles de cuerpo rígido del conde Zeppelin, capaces de volar hasta el corazón de Londres y bombardear el palacio de Buckingham. Tres elementos alrededor de los cuales se articularía la victoria. Pero, apenas había comenzado el conflicto, en enero de 1915, los subalternos de Guillermo II, el Señor de la Guerra, comprendieron que necesitaban cambiar todos aquellos planes.
El ‘Plan Schlieffen’ consistía en conquistar rápidamente Francia, en primer lugar, para después atacar Rusia. La invasión francesa se haría desde Bélgica, por lo que las tropas alemanas tenían que declarar la guerra a este país y aplastar su ejército en unos pocos días. La primera parte del plan funcionó bien, pero las tropas aliadas detuvieron a los alemanes cerca de París, en el Marne. A mediados de septiembre el Plan Schlieffen había fracasado. El ejército alemán no pudo avanzar a la velocidad que habían previsto los estrategas. La logística de abastecimiento del frente se complicó a pesar de los 26 000 obreros que trabajaban en la reparación de las vías férreas destruidas por el enemigo durante su retirada. El 14 de septiembre Helmuth von Moltke fue sustituido, como jefe del Estado Mayor General alemán, por el general Eric von Falkenhayn.
El Reino Unido situó el grueso de su flota de alta mar en Scapa Flow, un magnífico puerto natural situado en las islas Orcadas, al norte de Escocia. A continuación de las Orcadas se encuentran las islas Shetland que distan unas 200 millas de la costa noruega. La Armada británica organizó un bloqueo lejano a la flota alemana cerrando el mar del Norte por este flanco y al sur por el canal de la Mancha. La Flota Imperial de Alta Mar Alemana quedaría encerrada en Wilhemshaven, prácticamente durante toda la guerra. Los británicos impidieron que buques de cualquier nacionalidad arribaran a los puertos alemanes. El bloqueo naval tendría un efecto inmediato en la población debido a la falta de alimentos. La legalidad del bloqueo, impidiendo el acceso a los puertos alemanes de buques neutrales que no transportaran material bélico, era muy cuestionable. Pero, en cualquier caso, la costosísima flota de acorazados del emperador no serviría de mucho, al igual que el ‘Plan Schlieffen’. La desesperada respuesta de la Marina al bloqueo fue la ‘guerra submarina sin restricciones’. Los submarinos alemanes recibieron la orden de hundir todos los mercantes que se dirigiesen a los puertos de los aliados, con independencia de su pabellón. Antes de tomar aquella decisión, los alemanes lograron que el presidente de Estados Unidos, Wilson, tratara de convencer a los británicos ─sin ningún éxito─ de que levantaran el bloqueo. La ofensiva submarina fue muy popular en Alemania y la tuvo que autorizar personalmente el Káiser, Guillermo II, a quién aquella decisión le parecería una actuación desesperada: «Torpedear grandes barcos de pasajeros llenos de mujeres y niños es un acto de incomparable brutalidad con el que conseguiremos atraer el odio y la rabia envenenada del mundo entero». El 7 de mayo de 1915 un submarino alemán hundió el Lusitania, un buque de transporte, y en el naufragio más de 1200 personas perdieron la vida, entre las que se encontraban 128 ciudadanos estadounidenses. El Káiser prohibió que, en lo sucesivo, los submarinos atacaran buques de países neutrales. A lo largo del conflicto armado, la guerra ‘submarina sin restricciones’, tuvo sus altibajos y fue uno de los motivos que impulsaría a Estados Unidos a declarar la guerra a Alemania. Los submarinos se convertirían en los buques de guerra alemanes que mayores trastornos causaron a los aliados y no la flota de magníficos y costosos acorazados que a lo largo de más de 15 años se empeñó en construir el almirante Tirpitz para su emperador.
En agosto de 1914, cuando se desencadenó la I Guerra Mundial, el conde Zeppelin fabricaba dirigibles de cuerpo rígido de la clase L3 cuya longitud alcanzaba los 158 metros, transportaban 9200 kilogramos de carga y volaban a 84 km/h, cubriendo distancias de hasta 2200 km. Ninguna otra máquina de volar podía llegar tan lejos, subir tan alto y transportar tanto peso. En el cielo, su figura representaba un dibujo grandioso con el que se identificaban el pueblo alemán y su emperador.
En la primera Conferencia Internacional de Paz de la Haya de 1899, se acordó prohibir en las guerras el lanzamiento de explosivos desde aeróstatos o máquinas similares, pero el acuerdo expiró en 1904. Diez años más tarde, Alemania poseía una aeronave capaz de adentrarse en el territorio enemigo y descargar mortíferas bombas sobre cualquier objetivo que se le antojara. La gente sabía que, por primera vez en la historia, la guerra ya no se limitaría al frente en donde siempre habían combatido los soldados, sino que los ejércitos podrían llevar la destrucción hasta los lugares más alejados de la retaguardia. Y no había otras máquinas mejor dotadas para convertir aquel temor en realidad que los grandes dirigibles de cuerpo rígido del conde Zeppelin.
Sin embargo, al principio de la contienda, el Ejército alemán contaba con siete dirigibles, la Marina poseía uno y la compañía DELAG de transporte aéreo tres que fueron incautados: dos para la Marina y uno para el Ejército.
El mando veía en los dirigibles de cuerpo rígido unos magníficos instrumentos para apoyar el combate en las líneas del frente, bombardeando las posiciones enemigas. Una idea muy desafortunada porque en el primer mes de la guerra se perdieron cuatro dirigibles (de los ocho que poseía el Ejército), abatidos por la artillería enemiga. El Ejército decidió no utilizarlos para esos menesteres, pero algunos oficiales se empeñaron en repetir la experiencia, siempre con los mismos resultados.
Fue la Marina y su comandante jefe de la flota de dirigibles, Peter Strasse, quien asumió el liderazgo en la utilización de estas máquinas. Desde un principio se mostraron muy efectivas para realizar misiones de observación marítima de apoyo a la flota. Sin embargo, Strasse creía que el gran potencial de los dirigibles se hallaba en la realización de misiones de bombardeo estratégico. El emperador, Guillermo II, no se mostraba muy favorable a emplear los zepelines en este tipo de operaciones, sobre el territorio del Reino Unido. Presionado por los mandos consintió en autorizar incursiones para bombardear objetivos militares y puso un gran énfasis en que se tratase por todos los medios de evitar que, por error, las bombas pudieran caer sobre el palacio de Buckingham.
La realidad es que los dirigibles no cumplirían las expectativas de sus más fieles defensores como armas de destrucción masiva. Eran un blanco fácil, debido a su tamaño, para la artillería y la aviación enemiga y su defensa consistía en volar de noche y a gran altura. El problema es que, volando por encima de las nubes o muy alto, resultaba difícil hacer blanco en los objetivos. Ernst Lehmann inventó un dispositivo que consistía en una góndola que se colgaba del dirigible mediante un cable, con un observador a bordo, y que se bajaba hasta que el operario podía distinguir bien los objetivos para enviar instrucciones de guiado y lanzamiento de bombas al dirigible a través de un interfono.
Pero muy pronto los aviones de caza podían ascender hasta los niveles de vuelo de los dirigibles (dos a tres mil metros) y Peter Strasse pidió a Zeppelin que fabricara aeronaves que pudieran subir hasta 5500 metros. A mediados de 1917 la nueva clase de zepelines alcanzaba esas alturas, pero ya era demasiado tarde porque muy pronto los nuevos cazas también eran capaces de llegar tan alto. El comandante de la Marina alemana nunca quiso ver que aquellas máquinas se habían quedado obsoletas para combatir con los aviones modernos.
En total, los zepelines del emperador llevaron a cabo 51 incursiones para bombardear posiciones enemigas de la retaguardia. Causaron 498 muertos y 1236 heridos; lo que no es mucho en comparación con las 57 misiones que efectuaron los bombarderos alemanes que originarían 915 muertos y 2171 heridos.
Las prestaciones de los dirigibles de cuerpo rígido aumentaron a lo largo de la guerra de forma significativa. Los de la clase L70, del final de la guerra, podían transportar 47 500 kg de carga, cinco veces más que los de la clase L3 del principio de la contienda, su techo operativo era más del doble, su alcance llegaba a los 12 000 km y su velocidad había aumentado en más de un 50%. A lo largo de la guerra se fabricaron 88 zepelines (en el periodo 1909-14 se habían producido trece) y al final de la contienda quedaban 15. Cada vez más grandes y más costosos, pero igual de poco operativos e ineficaces para hacer frente a los aviones.
Peter Strasse nunca quiso aceptarlo y perdió la vida, junto con toda su tripulación, el 5 de agosto de 1918, al ser derribado por un avión DH 4 de la Royal Air Force (RAF) cerca de Norfolk.
Quizá, la gesta más notable de la historia de los zepelines durante la I Guerra Mundial fue la que protagonizó el LZ-104 en su legendario viaje a África.
Y así es como ni el ‘Plan Schlieffe’, ni los grandes acorazados, ni los temibles zepelines, cumplieron con las expectativas del imprevisible y exótico Señor de la Guerra.
El 14 de mayo de 1929, el gran dirigible alemán Graf Zeppelin, LZ-127, partió de Friedrichshafen (Alemania) con la intención de cruzar el Atlántico Norte. No llegó muy lejos, como solía ocurrir a menudo entonces con los viajes aéreos, porque falló un motor y el dirigible tuvo que aterrizar en Cuers, Francia, para regresar después a Friedrichshafen. Por fin, el 1 de agosto el Graf hizo otro intento de cruzar el Atlántico y lo consiguió. Fue un vuelo de posicionamiento, ya que de allí partiría para efectuar el primer vuelo con pasajeros, alrededor del mundo.
Aquella primera vuelta al mundo, en dirigible, para unos se iniciaría en Estados Unidos y para otros en Friedrichshafen. El 8 de agosto el Graf despegó de Lakehurst (New Jersey) y voló hasta Alemania, de allí a Tokio, de la ciudad japonesa a Los Ángeles, y de California otra vez a Lakehurst, en donde los pasajeros que habían iniciado el viaje en Estados Unidos completarían su circunvalación al globo terráqueo. Los que partieron de Alemania lo harían al final de la siguiente etapa, de Lakehurst a Friedrichshafen. En función del punto de vista, la vuelta al planeta Tierra duró 12 días, 11 horas y 28 minutos, de Friedrichshafen a Friedrichshafen, o 12 días y 11 minutos de Lakehurst a Lakehurst.
Como el magnate de la prensa estadounidense, William Randolph Hearst, financió con 100 000 dólares el viaje, el circuito oficial fue el norteamericano y la vuelta al mundo se haría en 12 días y 11 minutos, oficialmente. Este recorrido lo completaron 7 pasajeros: 2 periodistas, un escritor y un fotógrafo de la organización del promotor Hearst, 2 observadores de la Marina estadounidense y un millonario también de aquel país (William B. Leeds). La vuelta al mundo alemana la haría un grupo de 9 pasajeros; de ellos, 6 estaban relacionados con la prensa europea, había un meteorólogo, un militar suizo y un español: el doctor Jerónimo Megías, médico del rey Alfonso XIII.
Además de los pasajeros que circunvalaron el planeta, en los tramos de Alemania a Japón y de Japón a Estados Unidos volaron 3 periodistas japoneses, 3 funcionarios del gobierno nipón y uno del gobierno ruso.
El comandante del histórico vuelo fue Hugo Eckener que, para transportar una veintena de pasajeros, contó con una tripulación de 40 personas a bordo, a los que no les sobró mucho tiempo para descansar durante el largo viaje. La única mujer que participó en aquella aventura fue una excepcional periodista británica del grupo Hearst: Grace Drummond-Hay.
Así pues, si descontamos a los periodistas, a los militares y a los representantes gubernamentales, tan solo hubo dos civiles que se pagaron de su propio bolsillo el viaje: el millonario estadounidense y el doctor Megías, nacido en las islas Canarias, cuyo coste ascendía a unos 7000 dólares.
Hoy en día, dar la vuelta al mundo volando es algo mucho más accesible para cualquier persona. Las alianzas de compañías aéreas One World, Sky Team y Star Alliance, ofrecen programas especiales para hacerlo; incluso, un grupo de aerolíneas ha creado The World Journey, un programa diseñado para viajeros que quieran volar alrededor del planeta. Hay muchísimas opciones más.
Yo he seleccionado One World, con dos pasajeros, y para dar la vuelta al mundo he tomado la misma ruta que hizo el Graf Zeppelin LZ-127, pero desde Frankfurt, en vez de Friedrichshafen. El programa de One World me dice que el primer día disponible es el próximo 29 de junio y que hay un vuelo de la Japan Airlines (JAL) directo a Narita (Tokio). Al menos habrá que planificar una estancia de un día en Japón, antes de coger el siguiente vuelo a Los Ángeles. El programa, como es de One World, se empeña en que elija un vuelo de American Airlines. En Los Ángeles me doy otro día de descanso y el 2 de junio reservo un vuelo con American Airlines a Nueva York. Y, para regresar a Frankfurt, me encuentro con que todos los vuelos que me ofrece One World pasan por Londres, así que no tengo otro remedio que reservar para el 4 de junio un vuelo a la ciudad de la que partí, vía Londres, que llega a Frankfurt el 5 de junio. Con esta ruta tardaría unos siete días en dar la vuelta al mundo; puedo hacerlo más rápido, pero resultaría agotador. Más divertido sería programar algún tiempo para disfrutar esas ciudades, lo que podría hacerse sin alterar el precio final del transporte aéreo de la excursión; los hoteles y las cervezas, aparte, claro.
Cuando le pido al programa que me calcule el precio, salen 5698,32 euros. Pero…¡ojo!, es el precio para dos personas. Si en vez de dos personas pongo una, el programa calcula un coste para el periplo de 2849,16 euros. También me advierte de que la ruta tiene 5 segmentos y puedo dar hasta 16 saltos. Los precios del transporte aéreo no van a variar mucho si se añaden más destinos en el viaje. Por ejemplo, con una ruta parecida, pero con más destinos (Frankfurt, Moscú, Pekín, Tokio, Los Ángeles, Chicago, Nueva York, Londres, Frankfurt), y con una duración aproximada de 1 mes para aprovechar el tiempo en las distintas ciudades, el precio total, para un pasajero, es incluso menor: 2709,82 euros.
Desde que en 1929 el primer grupo de turistas, formado en realidad por un doctor español y un multimillonario −ya que sus acompañantes viajaron por razones profesionales−, voló alrededor del mundo, hasta hoy, el precio de la expedición se ha reducido considerablemente.
Karen Blixen (conocida también como Isak Dinesen), la autora de Memorias de África, conoció a Paul von Lettow-Vorbeck, en abril de 1914, cuando viajaban en el mismo barco al este de África. Ella se dirigía a Kenia y él a Tanzania, para incorporarse al nuevo destino que le había asignado el Ejército Imperial Alemán. En la plenitud de su vida, a los 44 años, Lettow-Vorbeck impresionó a la escritora danesa y entre los dos surgió una amistad que duraría el resto de sus vidas. Karen Blixen diría, años después, que nunca había conocido a nadie que representara, mejor que él, lo que fue la Alemania Imperial.
Cuando estalló la I Guerra Mundial, en agosto de 1914, las instrucciones que recibió el gobernador de las colonias alemanas del África Oriental fueron las de tratar de mantener la neutralidad, pero los británicos decidieron atacar la ciudad de Tanga en noviembre de 1914. Lettow-Vorbeck organizó la defensa con sus escasos recursos y la inesperada ayuda de enjambres de abejas salvajes, que atacaron a los soldados indios del ejército británico, cuando marchaban hacia la ciudad, después del desembarco. Fue su primera victoria y le proporcionó la moral y los fusiles, ametralladoras y municiones que necesitaba su maltrecho ejército de askaris para sobrevivir. A partir de aquel momento, el militar alemán sabía que su misión principal sería la de obligar a que los británicos mantuvieran un importante contingente militar, alejado del frente europeo, para defender sus colonias en África Oriental.
Su ejército, conocido como Schuztruppe, estaba compuesto por varias docenas de oficiales alemanes y llegó a contar con 14 000 guerreros nativos (askaris), disciplinados y fuertemente motivados. Lettow-Vorbeck hablaba la lengua de la región, el suajili, y solía decir a sus soldados que allí todos eran africanos; desde el principio supo ganarse el respeto y la admiración de sus hombres. Los objetivos militares de la Schuztruppe eran las líneas de comunicaciones y el ferrocarril, algunos fuertes, y conseguir del enemigo el armamento y las provisiones que necesitaba para operar; era un ejército de guerrilleros. A pesar de la superioridad de las fuerzas enemigas, el militar alemán consiguió hostigar a sus adversarios y obligarles a mantener un importante contingente bélico, de unos 50 000 soldados, en sus territorios coloniales africanos del Este hasta finales de 1917. El resto de las colonias africanas de Alemania cayeron muy pronto en manos de los aliados.
En octubre de 1917 Lettow-Vorbeck ganó la batalla de Mahiwa, en la que sus fuerzas perdieron 519 hombres y las de los británicos 2700. El éxito le valió el ascenso al generalato, pero las consecuencias de aquella victoria serían desastrosas para su ejército que se quedó sin municiones y perdió una tercera parte de sus efectivos. El general necesitaba con urgencia, balas y ametralladoras, porque no podría resistir otro ataque británico.
La decisión que se tomó en Berlín para auxiliar a las tropas africanas no tenía precedentes. El plan consistía en enviar al corazón de África, uno de aquellos gigantescos zepelines de la Armada Imperial, cargado de provisiones, en un viaje sin retorno. La idea de enviar ayuda a Lettow-Vorbeck había surgido de la mente de un alemán, prisionero de guerra en África y repatriado por la Cruz Roja, el doctor Zupitza, que venía insistiendo en los círculos políticos, desde hacía tiempo, acerca de la necesidad de socorrer a las tropas alemanas que aún luchaban en África. Los militares llegaron a la conclusión de que el único modo de abastecer al ejército de Lettow-Vorbeck era enviando un gran dirigible. La empresa Zeppelin recibió el encargo de construir dos nuevos dirigibles, especialmente concebidos para esta misión; sin embargo, la operación exigía que el káiser la aprobara y eso no sucedió hasta el 30 de octubre de 1917.
El zepelín LZ-104, que para la Armada Imperial sería el L-59, había sido diseñado para realizar vuelos de largo recorrido (16 000 kilómetros). Era el segundo de la nueva clase de zepelines (Afrika), de la que se construyeron únicamente dos ejemplares. El primero, LZ-102 (L-57), salió de la fábrica de Friedrichshafen el 9 de septiembre de 1917 y, al mes siguiente, el 7 de octubre se incendió durante la maniobra de entrada en el hangar; afortunadamente no hubo víctimas, pero el dirigible no sobrevivió al accidente. El segundo, LZ-104 (L-59), se construyó en la fábrica de Staaken y voló por primera vez el 19 de octubre de 1917. Eran los dos dirigibles más grandes que jamás se habían construido, su longitud alcanzaba los 226,5 metros, el diámetro del cuerpo era de 23,9 metros, pesaban en vacío 27 400 kilogramos y podían transportar una carga de 52 100 kilogramos; en los depósitos cabían 21 700 kilogramos de combustible; su velocidad máxima superaba los 100 kilómetros por hora y en régimen de crucero volaban a 80 kilómetros por hora. Sin embargo, los cinco motores Maybach de 240 HP suministraban, con sus hélices, un empuje insuficiente para las dimensiones de aquellos gigantescos aparatos que controlaban a bordo, con dificultad, 22 tripulantes.
El LZ-104 se cargó con fusiles, ametralladoras, cartuchos, medicinas, equipamiento médico y de comunicaciones, material de repuesto, ropa, víveres y agua potable, a lo que hubo que añadir el peso del lubricante y combustible para el viaje que ascendía a unas 23 toneladas y otras 9 toneladas de agua. Como el dirigible no regresaría a Alemania, la envoltura del zepelín se emplearía para hacer tiendas de campaña y prendas de abrigo, con las bolsas que almacenaban el hidrógeno se podrían confeccionar sacos de dormir, los motores servirían para alimentar los generadores eléctricos y la estructura de duraluminio para construir edificaciones: un hospital y barracas. Todo podría ser de utilidad para las tropas de aquel general que luchaban en solitario,
El LZ-104 se desplazó de Staaken a Yambol, en Bulgaria, que era la base que tenía la Armada más próxima a su destino y en la que se disponía de los recursos necesarios para hacer los preparativos del largo viaje. Allí se hizo cargo del zepelín el capitán Ludwig Bockholt, un oficial con experiencia en el mando de dirigibles que para esta misión contaría con una tripulación de 22 voluntarios. De acuerdo con el insólito plan, el LZ-104 tendría que volar hasta una planicie en la meseta del Makonda, sin hacer ninguna escala (6700 kilómetros).
Después de un intento frustrado debido al mal tiempo, el dirigible despegó de Yambol el 16 de noviembre, pero otra vez la meteorología adversa y, lo que fue peor, el fuego de la fusilería turca que creyó que se trataba de un dirigible enemigo, le obligó a regresar después de haber recorrido unos 1500 kilómetros. Por fin, el 21 de noviembre, a las cinco de la madrugada, el LZ-104 inició su histórico vuelo. Sobrevoló Esmirna, Éfeso y Rodas, cruzó el Mediterráneo hacia el sur, en medio de una tormenta eléctrica, y avistó la costa africana en el golfo de Sollum. Después navegó sobre el Sahara para alcanzar el valle del Nilo en Wadi Halfa. Desde allí siguió el curso del gran río hasta situarse a unos 200 kilómetros al oeste de Jartún. Los dirigibles jamás habían sobrevolado el desierto. Durante el día la temperatura aumentaba la presión de las celdas de hidrógeno, se dilataban, y era difícil mantener al dirigible a su altura de crucero que era de 800 metros; a lo largo de la noche ocurría lo contrario. Las térmicas que producían corrientes de aire ascendentes, la luz cegadora, el frío, los trabajos de mantenimiento de los motores, el control de la altura del dirigible y el manejo del lastre, harían que la vida de la tripulación a bordo fuese muy dura. Siempre había un motor parado, porque cada dos horas había que engrasarlo, con lo que el zepelín volaba normalmente con cuatro motores. Así fue hasta que se averió uno de ellos y el dirigible se impulsaba con tres.
Ludwig Bockholt y su tripulación habían recorrido la mitad del camino, aunque pensaban que lo peor había pasado, y tenían a la vista la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul, cuando el 23 de noviembre, el LZ-104 recibió un mensaje cifrado: “El último punto de resistencia de Lettow-Vorbeck, en Revala, se ha perdido. Toda la meseta del Makonda está en manos de los ingleses. Una parte de las tropas de Lettow ha sido hecha prisionera. El resto es perseguido hacia el Norte. Regresen inmediatamente”. La radio de a bordo podía recibir mensajes, pero el transmisor se había averiado y el LZ-104 no tenía la posibilidad de llamar a Berlín. La tripulación le pidió al capitán que no hiciera caso de la orden y que continuara con los planes iniciales, pero Bockholt se impuso y obligó a sus hombres a cumplir con las instrucciones que acababan de recibir por lo que dieron la vuelta y pusieron rumbo a Yambol. El vuelo de regreso resultó bastante más incómodo que la ida porque el dirigible, con menos combustible y lastre, pesaba menos y era más vulnerable a los cambios de temperatura entre el día y la noche, muy bruscos cuando sobrevolaron el desierto. En dos ocasiones, la tripulación se vio obligada a desprenderse de parte de la carga.
El 25 de noviembre, a las 8 de la mañana, el LZ-104 aterrizó en Yambol donde nadie lo esperaba. Tuvo que mantenerse sobre el campo de vuelo más de dos horas hasta que en tierra se prepararon para el aterrizaje. Fue el fin de un viaje aéreo, hasta entonces el más largo de la Historia, que había durado 95 horas, y en el que el dirigible recorrió 6757 kilómetros y cuando aterrizó aún le quedaba combustible para volar 64 horas más. Sin embargo, poca gente supo de él porque el vuelo se había mantenido en secreto, desde el principio. Aunque el viaje organizado por la Armada Imperial fue inútil, al menos sirvió para demostrar que los dirigibles podían efectuar vuelos de un recorrido tal que, tomando otro rumbo, la ciudad de Nueva York estaba al alcance de sus zepelines.
El viaje del LZ-104 pasó desapercibido ante la opinión pública hasta que finalizó la guerra. Entonces, un oficial del servicio de inteligencia británico, Richard Meinertzhagen, que había prestado sus servicios en El Cairo, dijo que el mensaje que hizo abortar la misión del zepelín alemán fue un “engaño”, enviado por los aliados, que habían descubierto el sistema de cifrado alemán. De otra parte, es cierto que entre los soldados británicos que luchaban en África circulaban rumores de que los alemanes tenían previsto enviar dirigibles para ayudar a Lettow-Vorbeck. Estas habladurías también se encargaron de difundirlas algunos prisioneros alemanes que hicieron los aliados y que luchaban con el general. La leyenda de que Alemania enviaría centenares de dirigibles con infantería suficiente como para liberar a los nativos de la opresión británica africana en sus colonias, prendió en algunos sectores de la población indígena y los aliados estaban al corriente de ello. También es posible que los británicos hubieran detectado la presencia del gran dirigible en el cielo africano y que trataran de evitar, con todos los medios a su alcance, que el zepelín llegara a su destino. Incluso, hubo prisioneros alemanes que confirmaron que los británicos estaban preparados para recibir al dirigible y vieron cómo tenían varios aviones listos para derribarlo cuando lo avistasen.
Por lo tanto, la revelación de Richard Meinertzhagen tiene sentido, y cabe la posibilidad de que el LZ-104 recibiera un falso mensaje enviado por la inteligencia británica. Pero, también es cierto que la misión del dirigible se retrasó, según estimaría el propio Lettow-Vorbeck, unas cuatro semanas y que en el frente alemán africano ocurrirían otros acontecimientos que terminarían por cambiar allí el escenario de la guerra.
Después de ganar la batalla de Mahiwa, la situación de la Schuztruppe era realmente crítica. Sin armamento ni municiones, con pocos oficiales y soldados y con las líneas de abastecimiento cortadas por el enemigo, Lettow-Vorbeck sabía que no vencería a los británicos en otro combate. Tampoco podía esperar más tiempo la llegada del dirigible y tomó la decisión de retirarse hacia el sur, abandonar Tanzania, cruzar el río Rovuma y entrar en la colonia portuguesa de Mozambique, peor defendida. Para aquella aventura no podía llevarse a los heridos ni a los enfermos, a los que tampoco sabían sus médicos cómo atender por falta de medicamentos. Los doctores examinaron a los soldados y seleccionaron a los que estaban en condiciones de soportar una marcha larga y difícil; el resto se rendiría a los británicos. Con 278 alemanes y 1600 askaris, el general emprendió la marcha hacia los territorios portugueses. Allí, en Negomano (Mozambique), el 25 de noviembre, consiguió apoderarse de una considerable cantidad de armamento munición y provisiones que le permitirían continuar con su actividad guerrillera.
La situación en el frente africano había cambiado y las tropas del general alemán no controlaban las llanuras en las que el LZ-104 tenía previsto aterrizar; de hecho allí, al parecer, ya lo esperaban los británicos. Lettow-Vorbeck transmitió esta información a sus superiores en Alemania. Era muy improbable que el dirigible pudiera hacer la entrega de su alijo a la Schuztruppe y, en Berlín, la Armada decidió frustrar la operación. El mensaje del mando alemán para que el LZ-104 abandonara su misión, enviado por radio desde la estación de Nauen, también figura en los archivos de guerra alemanes.
Ese día, el 25 de noviembre de 1917, los alemanes y los británicos parece ser que coincidirían en la conveniencia de que el LZ-104 regresara a casa. Fuera cual fuese el origen del mensaje que recibió el capitán Bockholt, todos, menos su tripulación, estuvieron de acuerdo en que debía volver a Yambol.
Después de la victoria de Lettow-Vorbeck en Negomano, contra los portugueses, las tropas del general apresaron un buque de vapor en un río, cargado de medicamentos. El general continuaría luchando, imbatido, casi durante otro año más. Cuando se firmó el armisticio no había perdido ninguna batalla y disponía de tropas y municiones para seguir combatiendo. Se entregó voluntariamente a los aliados el 25 de noviembre de 1918 en Mbala, una ciudad al norte de Zambia, con sus 155 oficiales alemanes, 1168 askaris y 3500 porteadores. En 1919, los soldados africanos alemanes, con su general, fueron aclamados por la población en un desfile que recorrió las calles de Berlín.
El LZ-104 corrió peor suerte, como todos los grandes zepelines alemanes. El 7 de abril de 1918 un submarino alemán informó a la Armada que el dirigible había caído envuelto en llamas en el mar Mediterráneo. Ludwig Bockholt y toda su tripulación perecieron en el accidente, provocado por un incendio cuando el zepelín se disponía a bombardear Malta.