—¡Soltad manos!— La orden del oficial, clara y enérgica, hizo que los soldados liberasen la barquilla que asían con fuerza.
Y el globo ascendió despacio, abriéndose paso en la fría oscuridad de aquella Nochebuena madrileña de 1907. Eran las 23:00 horas y a bordo viajaba, solo, un hombre: el capitán de ingenieros don Emilio Herrera Linares.
Enseguida empezó a escuchar un repiqueteo, primero suave, después más fuerte que transmitía a la estructura ligeras vibraciones. Sabía que era la lluvia y que cuando la tela se empapase resbalaría por los laterales para caer sobre la barquilla. No tardó mucho en ocurrir y Herrera soltó mucho lastre para subir por encima de las nubes. Hacía frío, la chimenea de la Fábrica de Gas de Madrid, desde donde había despegado, ya no se veía. La ciudad se perdió en la negrura que lo envolvía como si fuera una manta húmeda, poco confortable. Apenas soplaba el viento por lo que el globo se movía muy despacio en el vientre de la oscuridad, aunque él no tenía ninguna forma de saberlo.
Divisó unos claros entre las nubes, a través de los que le llegaban luces de tierra. Soltó un poco de gas para colarse por una abertura luminosa y acercarse al suelo porque quería saber dónde se encontraba. El descenso, primero suave, se aceleró con brusquedad. Ante sus ojos empezó a agrandarse un espacio blanco en el que, en un principio, creyó descubrir personas que lo recibían con los brazos abiertos. Se deshizo de lastre para salvar el encuentro y pasar por encima de ellos. El globo quedó anclado con firmeza. Herrera encendió su linterna y descubrió que las manchas blancas eran cruces de mármol que decoraban las sepulturas de un cementerio.
El escaso viento apenas lo había apartado un kilómetro y medio hacia el este de la Fábrica de Gas de Madrid. Había cruzado el río Manzanares y se encontraba en el Sacramental de San Justo.
Decidió proseguir su viaje, era muy pronto todavía y no le apetecía comerse el turrón que le había regalado su amigo Kindelán junto a los restos de quienes ya no celebraban las Navidades. Había dejado de llover. Ascendió y permaneció en la oscuridad, durante más de una hora. Otra vez, quiso saber dónde se encontraba y poco a poco fue perdiendo altura, hasta que de forma repentina el globo inició un rápido y peligroso descenso. Se aprestó a deshacerse de lastre, a pesar de lo que el aeróstato continuó su expeditiva bajada. Estaba ya cerca del suelo cuando pudo escuchar el vocerío de una multitud que acompañaba sus gritos con música de guitarras, zambomba y panderetas. Ellos sujetaban el cabo de tierra de más de cien metros de longitud que, unido al globo, se arrastraba y servía para frenarlo.
Un grupo de alegres ciudadanos celebraba la Nochebuena en la Pradera de San Isidro, a unos 500 metros del cementerio de San Justo. Vieron un cabo que corría por tierra como una serpiente, colgado del cielo; sorprendidos, lo cogieron para ver que misterio explicaba su aparición y tiraron de él hasta que lo descubrieron.
Herrera se vio rodeado de una multitud de personas que enseguida le ofreció vino y dulces, a la vez que lo invitaba a que se uniera al coro para cantar villancicos y otras canciones más alegres. Trató de incorporarse a la fiesta, desde la barquilla, pero ellos se empeñaron en que la abandonara y lo zarandearon, presos en un desordenado alborozo azuzado por el alcohol. El oficial se temió que el desbarajuste pudiera terminar en accidente. Como ni las palabras ni la firmeza de sus gestos sirvieron para convencer a los paisanos que no tenía intención de abandonar el globo y estos se abalanzaron sobre la barquilla con violencia, Herrera se vio obligado a sacar su pistola de la cartuchera. La fiesta se detuvo en aquel punto y el silencio de la noche cayó sobre la pradera como una pesada losa. Muchos ojos se quedaron clavados en los del capitán, con unas miradas desconcertantes que presagiaban el peor de los desenlaces. Entonces se escuchó la voz despechada y grave de una mujer sensata:
—Soltadlo y que se mate.
Brotó un murmullo de asentimiento del grupo; las manos que asían el cabo aflojaron la tensión. Herrera volvió a elevarse, camino de la oscuridad, esta vez con mayor rapidez porque soltó mucho lastre.
Ya no quiso saber en dónde se hallaba. Para Emilio Herrera fue una larga Nochebuena, en compañía de la oscuridad, el silencio, las estrellas, el frío, el recuerdo de su casa de Granada, de sus padres, de su hermana, de su novia Irene y los pensamientos que su prodigiosa mente quiso fabricar para aquella noche tan distinta, mientras su globo se paseaba con la mansedumbre de un buey sobre las montañas nevadas del norte de Madrid. El joven capitán, recién ascendido, tenía 28 años y por delante una larga y provechosa vida dedicada a la ciencia, la aeronáutica y la política.
A las siete de la madrugada, sin más lastre que soltar, decidió regresar al mundo de los vivos. Tiró suavemente de la cuerda que abre la válvula situada en la parte superior del globo para dejar salir el gas. Cerca del suelo lanzó el áncora y cuando se enganchó fue soltando gas hasta que la barquilla se posó sobre la nieve. Entonces tiró del cabo de desgarro para que el globo se vaciara por completo. Fue un aterrizaje cómodo, en plena Sierra de Guadarrama, cerca de Cercedilla, sobre un paisaje helado teñido de pálidas luces que anunciaban la salida del sol. Mientras plegaba el globo se apareció un pastorcillo que se ofreció a ayudarle. El muchacho también se encargó de buscarle las mulas que acarrearon el aeróstato hasta la estación del ferrocarril.
Y aunque sea Nochebuena, que nadie piense que el chico de Cercedilla vino del otro mundo. Veinticinco años después, Herrera descubrió que el muchacho oficiaba de portero en la casa madrileña de su amigo Juan de la Cierva. El que fuera pastorcillo se lo dijo, al reconocerlo.
Feliz Navidad.