Torres Quevedo y la génesis de la aviación militar española

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La reina Victoria Eugenia y la infanta Beatriz contemplan la ascensión del España

 

En 1889, el teniente coronel don Licer López de la Torre Ayllón y Villarías era el jefe de la cuarta compañía del batallón de telégrafos del Ejército español. No era un batallón cualquiera porque tenía a su cargo la aerostación militar y justo aquél año llegó el primero y único globo que poseía el Ejército a su unidad. Las pruebas se hacían en la Casa de Campo, en terrenos que pertenecían a la familia real. Si para don Licer hacerse cargo de un aeróstato era un problema, el mundo se le vino abajo cuando le comunicaron que la reina regente, doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, quería experimentar cómo era un ascenso en aquel artefacto. El militar trató de disuadirla, sin ningún éxito. El 27 de junio de 1889, la regente y el teniente coronel se elevaron 300 metros en la pequeña barquilla, cuya plataforma medía poco más de un metro cuadrado, construida con una estructura de hierro forjado que sujetaba la cesta de mimbre de caña de la India, cosida. La reina regente sería la primera testa coronada de la historia que se atrevió a subir en un aeróstato, aunque el globo permaneció durante el ascenso, cautivo, bien sujeto por un cabo a tierra firme. Tras la aventura de su majestad, el ingenio volador fue bautizado con el nombre de María Cristina. Pocos días después, don Licer ascendió a coronel y con el teniente coronel Pérez de los Cobos, el capitán Aranguren y el teniente Sánchez Tirado, realizó el primer vuelo libre de la aerostación militar española, de la Casa de Campo hasta Velilla de San Antonio, un recorrido que efectuaron en una hora aproximadamente, llegando a alcanzar una altura de 1050 metros.

Y eso es todo cuanto tuvo la aerostación militar española, un simple globo, el María Cristina, durante muchos años.

En 1896 se creó la Compañía de Aerostación, como una unidad independiente, que se estableció en Guadalajara, con dos grupos: el fijo, que daría origen al Parque Aerostático, y el móvil operativo. El conjunto se asignó al Establecimiento Central de Ingenieros que puso al frente de la incipiente aerostación española al comandante don Pedro Vives Vich.

Don Pedro, ingeniero catalán, había visitado la Exposición Universal de París y conocía bien Estados Unidos, país por el que viajó durante ocho meses mientras estaba destinado en Cuba. En Lérida levantó el plano de la ciudad y reconstruyó la red de carreteras comarcal, y en Gibraltar trabajó en la fortificación de las instalaciones. Cuando fue destinado al mando del Servicio de Aerostación se encontraba en Málaga donde había diseñado un modelo de barracón que después se construiría en serie para alojar los 8000 soldados que el Ejército desplazó a Melilla, durante la campaña de 1893. Su única experiencia aeronáutica había sido la creación del Palomar militar, también en Málaga. Esta unidad prestaría un gran servicio a las tropas africanas al facilitar las comunicaciones del ejército desplazado, con la Península.

En verano de 1899, Vives y el capitán Tejera, recorrieron Europa para estudiar el uso que hacían los principales ejércitos de globos y dirigibles. El Gobierno ya había aprobado la construcción de un establecimiento para fabricar aeróstatos en Guadalajara. Sin embargo, las primeras unidades se importaron de Alemania. Vives llegó a la conclusión de que los globos cometa alemanes de Parseval-Sigsfeld eran los que mejor se acomodaban para cubrir las necesidades del Ejército español, que se limitaban a tareas de observación. Al año siguiente a su periplo europeo, en 1900, se trasladó a Alemania para efectuar las pruebas de aceptación de las dos primeras adquisiciones: un globo cometa y otro esférico.

En 1900 no existían todavía los aviones de ala fija. Los Wright volaron, por primera vez, en 1903 y no lo hicieron en público hasta 1908. El éxito aeronáutico más celebrado de aquel año lo protagonizó el conde Zeppelin con su dirigible LZ1; el aristócrata voló durante unos 18 minutos el 2 de julio, sobre el lago Costanza, ante una multitud de espectadores. Apenas fue capaz de controlar su dirigible y cuando finalizó las pruebas su empresa se quedó sin dinero, pero en Alemania al público le entusiasmaban aquellas gigantescas máquinas voladoras. Muchos pensaban que el futuro de la aeronáutica estaba en los dirigibles que, a diferencia de los globos, llevaban hélices y motores con los que la tripulación trataba de gobernarlos.

Los globos, o aeróstatos, volaban a merced del viento. Su inmensa superficie frontal hace imposible que la fuerza de una hélice pueda vencer la resistencia del viento. Un francés, Jean Baptiste Meusnier, inventó un globo cuya envoltura tenía forma oval, y al desplazarse ofrecía menos superficie al viento. Para evitar que la barquilla deformara el balón diseñó un sistema de sujeción triangular y alargó la barquilla; además concibió el balonet (un balón interior de compensación) que facilitaba el mantenimiento de la forma de la envoltura del dirigible. Meusnier inventó el dirigible en 1784, no pudo construirlo y tampoco se fabricó ninguno que cumpliera mínimamente con el requisito de gobernabilidad hasta 1884. Aquel año, los capitanes Krebs y Renard, también franceses, efectuaron un trayecto de unos 7 kilómetros con un dirigible, movido por un motor eléctrico alimentado con baterías, al que bautizaron con el ampuloso nombre de La France.

Los globos eran ingobernables y propulsar y mantener la forma del cuerpo de los dirigibles durante el vuelo, cuya envoltura se construía con el mismo material elástico que empleaban los globos, era muy complicado. De ahí surgió la idea de los dirigibles de cuerpo rígido, cuyo desarrollo lideraría el conde Ferdinand von Zeppelin durante muchos años. Sin embargo, el principal problema de estos aparatos era que no podían desinflarse y se guardaban en unos hangares inmensos. Para los dirigibles de cuerpo rígido, las operaciones de entrada y salida de los hangares, con algo de viento cruzado, eran muy peligrosas.

Es perfectamente comprensible cómo el padre de la aviación militar española, don Pedro Vives, se inclinó a favor de los globos cometa y dirigibles de cuerpo elástico para su Ejército. Sin embargo, lo imprevisible fue la aparición, en el campo de la navegación aérea, de un brillante ingeniero de caminos cántabro.

En 1902, don Leonardo Torres Quevedo, realizó el estudio de un dirigible con ‘armadura funicular’ que presentó en las Academias de Ciencia española y francesa. Torres Quevedo, a sus 50 años, era un conocido y prestigioso inventor que, hasta entonces, no había trabajado en el sector aeronáutico. Su armadura funicular consistía en tres cordones interiores longitudinales que determinaban la forma trilobulada de la envoltura. La estructura trabajaba cuando se inflaba el dirigible, facilitaba el mantenimiento de la forma y permitía el desinflado.

Con la ayuda del capitán de ingenieros, don Alfredo Kindelán, en 1905 se empezó a construir en los talleres de Guadalajara un prototipo del dirigible de Torres Quevedo. Tras muchas dificultades, por falta de material adecuado ya que las telas se importaban de Francia, en 1908 comenzaron las pruebas, en las que se demostró que la estructura funicular era muy útil para mantener la forma del dirigible, pero no pudieron resolverse los problemas de control de vuelo.

Mientras los aeronautas de don Pedro Vives trabajaban en Guadalajara, con muchas dificultades, en el montaje del prototipo del dirigible de Torres Quevedo, en 1906, un brasileño asentado en París hizo el primer vuelo público en Europa. El 13 de septiembre, Santos Dumont, dio un pequeño salto con su aeroplano 14 bis, en Bagatelle. El Herald de París lo calificó como el mayor hito de la historia aeronáutica europea. Los Wright seguían con sus negociaciones para tratar de vender su invento y habían dejado de volar el 16 de octubre de 1905. Cuando Santos Dumont dio aquel pequeño salto con el 14 bis los Wright tenían una máquina capaz de volar más de 20 millas, durante unos 30 minutos, y efectuar giros muy cerrados. Pero, los norteamericanos seguían ocultando el aparato con la intención de proteger su propiedad intelectual. El vuelo de Santos Dumont fue el pistoletazo de salida de la carrera que iniciaron los aeronautas europeos para tratar de situarse a la cabeza de la aviación mundial. Charles Voisin, Louis Blériot, Henry Farman y Léon Delagrange tomaron la delantera en Europa y hasta en Estados Unidos les saldría un competidor a los inventores del aeroplano: Glenn Curtiss. En agosto de 1908, Wilbur Wright voló por primera vez en público en Le Mans (Francia) y sus vuelos dejaron sin aliento a los aviadores europeos. Después se trasladó a Pau, para entrenar los pilotos de la empresa de sus socios europeos.

En enero de 1909, Vives y Kindelán viajaron a Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, para estudiar el estado del arte de los dirigibles y aeroplanos y presenciaron algunos vuelos de Wilbur Wright en Pau. Al regreso de su periplo recomendaron la adquisición de un dirigible alemán de 4000 metros cúbicos y que se estudiara la posibilidad de comprar algunos aeroplanos para entrenar pilotos, de forma experimental.

Kindelán se apartó del proyecto del dirigible de Torres Quevedo en Guadalajara. El inventor cántabro y el capitán Samaniego se desplazaron a Francia para continuar con el desarrollo. Allí, en Sartrouville, alquilaron un hangar a la compañía Astra. Torres Quevedo terminó vendiendo su patente a dicha empresa, con la autorización del Gobierno español que se reservó el derecho a fabricar dirigibles de este tipo en su país.

El dirigible que habían recomendado comprar Vives y Kindelán terminó fabricándolo Astra. En octubre de 1909, Vives y Kindelán y los cabos Gómez y Latapia se desplazaron a Meaux para realizar las pruebas de aceptación del dirigible. No pudieron hacerlo debido a una serie de problemas relacionados con el control del aparato. Decidieron trasladarlo a Guadalajara y allí se completaron los ensayos de recepción que concluyeron el 5 de mayo de 1910, con un viaje a Madrid y vuelta a Guadalajara. Vives y Kindelán firmaron el acta por parte española y en representación de Astra lo hizo el ingeniero Kapferer. El nuevo dirigible recibió el nombre de España.

El año 1909 fue decisivo para la aviación en el mundo. El francés Louis Blériot cruzó el Canal de la Mancha con su Blériot XI y demostró que la aviación servía para viajar de un lugar a otro. «Inglaterra ya no es una isla», fue el comentario con que la prensa británica recibió el vuelo del francés. En Reims se celebró una semana aeronáutica, organizada por los fabricantes de champaña franceses, en la que participaron 28 pilotos y 38 aeroplanos, que contó con la asistencia de centenares de miles de personas. El mundo entero, a través de la prensa, se enteró de que la aviación era una realidad. Y también fue un año decisivo para el futuro de la aviación militar española: los ingenieros de don Pedro Vives centraron todo su interés en los nuevos aeroplanos, el invento de Torres Quevedo quedó en manos de la compañía Astra y el dirigible España inició una corta y triste vida de cuyo final sería testigo el hijo de la reina regenta que inauguró la aerostación: el rey don Alfonso XIII.

Cuando ya estaban a punto de terminarse las pruebas del dirigible España, el 2 de abril de 1910 una Real Orden encargó al Parque Aerostático la selección del aeroplano que más conviniera al Ejército. A finales de octubre, el capitán Kindelán se trasladó a París para contratar en firme la adquisición de dos aeroplanos Henri Farman de 16,5 metros de envergadura, biplanos, con motores Gnome de 50 caballos y un Maurice Farman con motor Renault. Al final se cambió el Maurice Farman por otro Henri Farman y con ellos se entrenaron, de marzo a agosto de 1911 los cinco primeros pilotos de la aviación militar española: los capitanes Alfredo Kindelán, Emilio Herrera, Enrique Arrillaga y los tenientes Eduardo Barrón y José Ortiz Echagüe. Con la excepción del capitán Enrique Arrillaga que quedó inválido a causa de un accidente, en diciembre de 1911, estos oficiales formarían el núcleo a partir del cual se creó la aviación militar en España. Sus méritos profesionales trascendieron la aeronáutica y destacaron como historiadores, científicos y empresarios.

La aviación militar dejó de lado el proyecto de Torres Quevedo del que se beneficiaría la aeronáutica francesa. Astra perfeccionó el diseño del dirigible y el Astra-Torres 1 ganó en 1911 la copa Deperdussin. A lo largo de la I Guerra Mundial, Astra fabricó alrededor de 20 unidades para el Ejército francés y más de 50 para los británicos. Los dirigibles Astra fueron utilizados, principalmente, para apoyar a la Armada en las operaciones de guerra anti submarina y alcanzarían fama de ser los mejores de ‘cuerpo flexible de su época’. Don Leonardo Torres Quevedo, inventor de la máquina de jugar al ajedrez automática, los transbordadores del monte Ulía y de las cataratas del Niágara, doctor ‘honoris causa’ por las universidades de Coimbra y París no pudo ver cómo la aeronáutica de su país supo aprovecharse de su genial invención: la ‘armadura funicular’.

El España llevó una vida triste. De todos los dirigibles que fueron bautizados con el nombre de su país La France fue el único que tuvo una existencia gloriosa. El Deutschland se rompió en su viaje inaugural el 28 de junio de 1910, sin que el accidente causara víctimas mortales entre sus pasajeros, y el Italia se estrelló con los expedicionarios de Nobile, cerca del Polo Norte, el 25 de mayo de 1928, con peor fortuna. En 1913, el España había hecho 23 ascensiones y el 7 de febrero, de ese año, participó en uno de sus ascensos el rey don Alfonso XIII, acompañado del príncipe Mauricio de Battenberg, hermano de la reina, y el teniente general Marina. La tripulación estaba compuesta por el coronel Vives, los capitanes Kindelán y Jiménez Millas y el mecánico Quesada. Fue el último honor que se le otorgó al único dirigible español diseñado por Torres Quevedo. Poco después del ascenso real, el España fue retirado del servicio.

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