Vuelos imposibles sobre La Antigua Ruta del Té (茶馬古道)

Songzanlin

Songzanlin en Shangri-La

El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí

 

El té pu-erh se producía en la en la región de Xishuang Banna, de la provincia china de Yunnan, para el consumo local hasta que empezó a exportase al Tibet. De la ciudad de Yiwu partía la Antigua Ruta del Té hacia el Norte y el producto se almacenaba para su distribución en Pu-ehr, la ciudad que le dio su nombre a la infusión. Desde allí la ruta seguía hacia Dali, Lijiang, Dequin, Chamdo, hasta llegar a Lhasa en el Tibet. También había otro ramal, que desde Ya’an, en la provincia china de Sichuan, se unía al anterior antes de adentrarse en las montañas. Lo más excepcional de la ruta es que se eleva a través de los picos más altos de nuestro planeta, en la cordillera del Himalaya.

El comercio se inició hace unos mil años y consistía, principalmente, en intercambiar té pu-erh con pequeños caballos tibetanos. El té era muy apreciado en el Tibet, como complemento a una dieta rica en carnes, y las milicias chinas valoraban los alazanes de las tierras altas, de escaso porte pero extraordinariamente fuertes. Caballos y té, dieron origen a una ruta que también se conoce con el nombre de la Antigua Ruta del Té y Caballos, por la que se podía acceder a China desde la India.

Hay un punto en el que se encuentran las provincias chinas de Yunnan y Sichuan con la Región Autónoma del Tibet, es el lugar en el que convergen los dos ramales de la Antigua Ruta del Té. Hace muy poco tiempo, en 2002, las autoridades chinas tuvieron la idea de rebautizar aquella zona con el nombre de Shangri-La, que en tibetano significa «el sol y la luna en el corazón». Las tierras de Shangri-La se asientan a más de 3000 metros de altura sobre el nivel del mar; un proverbio chino dice que «es el lugar donde primero se ve el amanecer». El Gobierno tuvo la ocurrencia de ubicar en aquella parte del mundo el edén que los pasajeros de una accidentada avioneta encontraron por casualidad. La historia la narró un escritor británico, James Hilton, en su novela Lost Horizon publicada en 1939. Hilton no dijo donde se hallaba el paraíso con la fuente de la eterna juventud con que se encontraron los protagonistas de su historia; se limitó a ponerle un nombre al lugar: Shangri-La. El gobierno chino decidió ponerle un lugar al nombre. Con la intención de promocionar un enclave turístico del país, que ya contaba con un espléndido monasterio, Songzanlin, decidió que Shangri-La estaba en aquel magnífico enclave de la Antigua Ruta del Té.

Pero, si el trasiego de los mercaderes de la Antigua Ruta del Té a través del Himalaya es casi inexplicable, los vuelos migratorios de los gansos asiáticos (ánsar indicus) que recorren aquellos cielos son igual de sorprendentes. La ruta que siguen estos voladores va de las planicies de la India hasta Mongolia, atravesando la plataforma tibetana. En 2009, un equipo de científicos de la Universidad de Bangor colocó transmisores que radiaban la posición (GPS) en 25 ejemplares, antes de que salieran de la India. El viaje de 8000 kilómetros lo hicieron a través del Himalaya ascendiendo hasta 6437 metros y cruzando la cordillera en unas ocho horas, sin parar, a una velocidad de unos 60 kilómetros por hora. El perfil de vuelo, en altura, muestra que siguieron el relieve del terreno, sin apartarse mucho del suelo. Según los científicos que han estudiado estos vuelos migratorios, los gansos no se aprovechan de las corrientes de los vientos, vuelan de noche y agitan vigorosamente sus alas. Con el frío nocturno disipan con mayor facilidad el calor que genera su terrible esfuerzo y el aire es más denso, lo que aumenta la sustentación.

Toda la información que se ha obtenido durante los últimos años acerca del ganso asiático, viene a echar por tierra la creencia de que estos pájaros, igual que hacen otros muchos, se aprovechan de las térmicas o las corrientes ascendentes para efectuar sus largos vuelos migratorios. Al parecer, son capaces de mantener un nivel de esfuerzo excepcional durante muchas horas de forma continuada. Según la doctora Lucy Hawkes, co-responsable junto con el fisiólogo Charles Bishop del estudio de la universidad de Bangor: «Estos pájaros mantienen un consumo increíble de oxígeno, unas 10 veces mayor que si estuvieran en reposo, y lo necesitan durante…horas hasta el final…establecen un nuevo nivel de ejercicio aeróbico…no está claro que pertenezcan a la misma clase atlética que los gansos…». Durante los últimos años, los investigadores han descubierto que los gansos asiáticos poseen pulmones más grandes, capilares más densos y hemoglobina especial; lo que facilita una gran aportación de oxígeno a sus músculos, comparativamente mayor que la de otras especies similares de pájaros.

Tal y como apunta la doctora Hawkes, el vuelo migratorio de los gansos asiáticos cuestiona algunos principios que hasta ahora se han dado por válidos. De acuerdo con los experimentos que se han realizado en túneles de viento con pájaros, para un ave de unos 2 kilogramos de peso (como el ganso asiático) la potencia mecánica que exige el vuelo, batiendo las alas, es del orden de unos 25 vatios. Se acepta, por lo general, que para producir potencia mecánica útil los músculos necesitan quemar del orden de cuatro veces más energía. Eso quiere decir que los músculos del ave deben producir unos 100 vatios de potencia para suministrar los 25 que precisa el vuelo. La energía muscular la genera el animal quemando sus reservas de grasa (38 kilojulios por gramo de grasa, aproximadamente). El viaje de 8000 kilómetros, de la India a Mongolia dura unas 133,3 horas, a 60 kilómetros por hora de velocidad media. Los 100 vatios de potencia consumirán 48 millones de julios (133 x3600x100) para completar el trayecto, por lo que se tendrán que quemar 1,2 kilogramos de grasa; eso equivale a más de la mitad del peso del animal. En realidad haría falta más energía porque las aves ascienden a unos 6000 metros de altura y aunque la velocidad ascensional es relativamente pequeña (unos mil metros por hora) la demanda energética se incrementa por este motivo en unos 5 vatios (20% adicional), durante el ascenso.

El experimento, o al menos la información que tengo del mismo, no describe en qué condiciones llegan los gansos a Mongolia, aunque parece muy poco probable que aterricen tan escuálidos y bastante difícil que por el camino puedan ingerir suficiente alimento para recuperar, de forma significativa, la pérdida de peso. Es muy posible que el rendimiento muscular (porcentaje de energía metabólica que se transforma en energía mecánica útil) sea mayor, en vez del 25% podría alcanzar el 30-40%. Aún así, sigue siendo difícil de explicar el vuelo de los gansos asiáticos, batiendo las alas de forma continuada, a través del Himalaya.

Shangri-La es una tierra de misteriosos esfuerzos. Dicen que los porteadores de la Antigua Ruta del Té acarreaban sacos cuyo peso igualaba al suyo y que sus paticortos y robustos équidos los superaban. Al parecer, las aves que remontan aquellas alturas también poseen una extraordinaria energía.

El vuelo de don Quijote y Sancho Panza

cabalgamos

Estaban don Quijote y su escudero, Sancho Panza, en el castillo del duque cuando se les aparecieron doce doncellas con el rostro cubierto por un velo. Tras ellas iba la condesa de Trifaldi, también cubierta, y les dijo que venía del reino de Candaya, donde se crio la infanta Antonomasia bajo su tutela. Al crecer, la muchacha se enamoró de un mozo: don Clavijo. Al gigante Malambruno le pareció mal que, ella, la heredera del trono se desposara con un simple caballero. Y así fue cómo, utilizando sus poderes de encantador, hizo de la princesa una estatua de bronce y del galán un cocodrilo metálico. Después dejó un cartel entre los dos que decía: «No recobrarán sus antiguas formas estos atrevidos hasta que el valeroso manchego venga a las manos conmigo en singular batalla». La condesa de Trifaldi y las doncellas alzaron sus velos y les mostraron sus rostros cubiertos de barbas, lo que también era parte del encantamiento.

Don Quijote se apresuró a mostrar su deseo de vérselas con Malambruno y la condesa le dijo que el gigante mandaría a buscarlo con un caballo de madera que «vuela tan rápido que parece que los diablos lo llevaran». Se llamaba el bruto Clavileño el Alígero, el cual llegó esa misma noche a hombros de cuatro salvajes vestidos de verde que lo dejaron en el jardín.

Tras vencer las reticencias de Sancho Panza, los dos montaron en la bestia de leño, el caballero en la silla y su escudero en las ancas que eran muy duras y se puso a mujeriegas. Antes de emprender el vuelo se vendaron los ojos para no sufrir de vértigo. Muy pronto ascendieron y don Quijote le explicó a Sancho que en la segunda región del aire se formaban el granizo y la nieve, en la tercera, los rayos, truenos y relámpagos y algo más arriba estaba la región del fuego. Mientras el caballero le daba explicaciones a su escudero de la composición del espacio que sobrevolaban parece ser que Sancho aprovechó para quitarse la venda de los ojos, o al menos eso imaginó.

El gigante Malambruno deshizo los encantamientos sin pelear con don Quijote: las doncellas y la condesa perdieron las barbas y Antonomasia y don Clavijo recuperaron sus carnes.

A su regreso de aquella magnífica aventura los duques apresuraron a Sancho para que se arreglara porque los vasallos de la isla que le habían prometido gobernar le estaban aguardando.

«Sancho se les humilló y dijo:

─ Después que bajé del cielo, y después de que desde su alta cumbre miré a la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres del tamaño de una avellana que, a mi parecer, no había más en la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo»

El duque le contestó: «Yo no puedo dar parte del cielo a nadie…que sólo a Dios están reservadas esas mercedes y gracias».

 

 

 

El nacimiento del control del tráfico aéreo

Archum_grande

Archie William League

 

El 7 de abril de 1922, a unas 60 millas náuticas al norte de París, un avión Farman F.60 Goliath, con tres pasajeros y dos tripulantes a bordo, colisionó en el aire con un de Havilland DH-18A. Los dos aparatos cubrían la línea París (Le Bourget) – Londres (Croydon), en direcciones opuestas, y el accidente se saldó con la pérdida de la vida de las cinco personas que volaban en el Farman y los dos tripulantes del de Havilland que transportaba correo. Fue la primera vez en la historia de la aviación que dos aeronaves, prestando servicios comerciales, colisionaban en el aire. Hacía tan solo cuatro días que la empresa británica Daimler Hire Limited había empezado a transportar correo entre los dos aeropuertos. La aeronave francesa pertenecía a la aerolínea Compagnie des Grands Express Aériens, constituida tres años antes, que prestaba un servicio de transporte aéreo de pasajeros muy refinado entre París y Londres. La falta de visibilidad producida por una fuerte niebla, acompañada de lluvia, sería la causa principal del accidente. En aquella época, el enlace aéreo entre París y Londres era el de mayor densidad de tráfico en Europa y las recién nacidas aerolíneas francesas y británicas pugnaban por el incipiente mercado de correo y pasaje.

Tras el luctuoso suceso los responsables de la aviación civil comprendieron que era necesario ordenar el tráfico aéreo para evitar que accidentes de este tipo volvieran a repetirse en el futuro. La primera de las decisiones consistió en establecer rutas diferentes para las aeronaves que cruzaran el Canal en sentidos opuestos; también se señalizaron con balizas los aeródromos y hacia el año 1927 se introdujo un sistema inspirado en la navegación marítima: un faro rotatorio direccional junto con una luz omnidireccional que se encendía cuando el haz rotatorio apuntaba al norte, lo que permitía informar al piloto acerca del rumbo que llevaba cuando se dirigía hacia el faro. El rumbo se podía calcular midiendo el tiempo transcurrido entre el paso del haz rotatorio y el destello que marcaba el norte.

En Croydon (Londres) ya operaba lo que fue la primera torre de control de tráfico aéreo desde 1916. La torre autorizaba o denegaba permiso a las aeronaves para despegar o aterrizar, con luces verdes o rojas. Sin embargo, fue en Estados Unidos ─debido al extraordinario crecimiento del transporte aéreo de correo después de la I Guerra Mundial, en un espacio caracterizado por sus grandes distancias y meteorología adversa─ adonde los problemas relacionados con la gestión del tráfico y la navegación aérea se mostraron con mayor evidencia. Y también fue allí en donde se contrataría a la primera persona para que realizara las funciones de controlador aéreo.

Archie William League poseía una licencia de piloto y otra de mecánico de vuelo cuando en 1929 el aeródromo de St Louis le ofreció un contrato como controlador de tráfico aéreo. Había trabajado en su propio circo volador, ofreciendo espectáculos de riesgo a muchedumbres en un gran número de ciudades estadounidenses; era el oficio que mejor remuneraba a los pilotos de la época, hasta que la gente se cansó y el negocio del transporte de correo adquirió un gran auge.

Archie se instaló en el campo de vuelo con una carretilla, una sombrilla playera y una silla. Acompañado de una botella de agua, un block de notas y el bocadillo del almuerzo, utilizaba dos banderas para ordenar el tráfico: la roja era señal de peligro (HOLD) y la de cuadros significaba que todo estaba bien (GO). Años después comentaría que a los pilotos les divertía dar pasadas con los aviones cerca de su puesto para que el flujo de aire de las hélices se llevara por los aires la sombrilla.

Al año siguiente, 1930, en la torre de Cleveland se instalaron radios y el aeropuerto de St Louis le siguió los pasos con lo que el joven controlador abandonó la silla para refugiarse en una sala de la torre equipada con la última tecnología disponible. Años más tarde, en 1937, League ingresó en la organización gubernamental que después se transformaría en la Federal Aviation Administration (FAA). Estudió ingeniería aeronáutica y a lo largo de 36 años desarrolló una importante carrera en la FAA que ha merecido el reconocimiento de la National Air Traffic Controllers Association (NATCA) la cual, en su honor, estableció en 2004 la Archie Medal of Safety Awards para premiar cada año a controladores « que mostraron una habilidad extraordinaria para garantizar la seguridad en situaciones críticas». Archie se retiró en 1973 cuando ocupaba el cargo de Assistant Administrator for Appraisal de la FAA. Falleció en Annandale (Virginia), en 1986, a la edad de 79 años.

Es posible que League no fuera la primera persona que desempeñó la función de controlador. En New Jersey consideran que William Conrad es acreedor de dicha distinción desde que empezó a trabajar para el aeropuerto de Newark, también en 1929. En cualquier caso, Conrad y League forman parte del núcleo de pioneros de la gestión del tráfico aéreo que, a lo largo del pasado siglo, tuvo un desarrollo parejo al de la aviación.

En los años 30 se creó en Estados Unidos la US Airways Division para organizar el tráfico aéreo. El concepto de aerovía (airway) lo hizo posible el primitivo sistema de luces, una rotatoria y el destello omnidireccional cuando el haz giratorio apuntaba al norte, que permitió a los pilotos dirigir su aeronave hacia un punto fijo siguiendo un rumbo determinado. De ese modo pudieron establecerse aerovías, entre faros, que facilitarían la definición de rutas para enlazar los aeródromos. La radio a bordo, en contacto con las torres de los aeropuertos, permitió a los pilotos acceder a la información meteorológica de las zonas que debían sobrevolar y a los controladores conocer la posición de las aeronaves.

En un principio, los aeropuertos y las compañías aéreas tomaron el liderazgo en el desarrollo de los sistemas de gestión del tráfico aéreo. Las aerolíneas asumieron la tarea de abrir nuevas rutas aéreas que enlazaban improvisados aeródromos y suministrar los servicios de apoyo a la navegación aérea. En 1935, un piloto de American Airlines, Earl Ward logró que la TWA, la United y la Eastern, homogeneizaran sus procedimientos de intercambio de información y control de vuelo. Su asistente, Glen Gilbert, puso de manifiesto la necesidad de crear un sistema centralizado para la gestión del tráfico aéreo y aquella iniciativa desembocó, en 1936, en la asunción de estas funciones, en Estados Unidos, por el Air Commerce Department. Muy pronto los equipos de comunicaciones y ayudas a la navegación aérea, así como todos los procedimientos operativos, se unificaron. A partir de aquel momento empezó a desarrollarse el concepto de Air Traffic Management (ATM) o gestión del espacio aéreo, tal y como lo conocemos actualmente. De aquella época heredamos el sistema de luces para indicar desde un aeródromo a una aeronave en vuelo o en tierra, que no dispone de radio operativa a bordo, qué tipo de maniobras puede realizar. Una luz verde continua significa autorización para el aterrizaje o el despegue, mientras que la roja indica al piloto que debe abstenerse de llevar a cabo la maniobra que intentaba realizar.

A la vuelta de cien años, los procedimientos del sistema de gestión de tráfico aéreo, que con toda lógica asumieron los gobiernos de cada país en la primera mitad del pasado siglo, se han globalizado. En Estados Unidos la Administración, a través de la FAA, no cobra a las aerolíneas por los servicios que presta. En Europa, las cosas funcionan de otra manera: las líneas aéreas pagan por unos servicios, bastante caros, por culpa de la burocracia de una deficiente administración que decenas de gobiernos no son capaces de optimizar. Eurocontrol se concibió, en 1960, como una agencia que asumiera la gestión del tráfico aéreo de ruta en Europa. Sin embargo, el concepto de prestación de servicios global, a nivel europeo, abortó muy pronto y desde entonces la desfragmentación —imprescindible para la mejora de la eficiencia— parece un sueño imposible.

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En el aeropuerto

mauritanos

 

Esta es un historia real a la que le he cambiado algunos nombres, escenas y personajes; la he novelado por decirlo de algún modo. Creo que es una forma de contar cosas que han sucedido sin comprometer a nadie. En un libro corto he conseguido reunir varias de estas historias: reales y deformadas.

Me ha dicho Leo que son unos quince o veinte individuos y todos llegaron de Nuadibú a Las Palmas con pasaportes falsos, según la policía española. No les dejaron entrar. Han transcurrido más de quince días y siguen allí, en el aeropuerto, atendidos por la Cruz Roja que les da de comer, mantas para dormir y medicinas. Hablan árabe entre ellos, a veces francés y también un tercer idioma. Hay varios niños de seis a doce años, cuatro o cinco mujeres y alrededor de seis hombres, tres de ellos de edad avanzada. El que se erige en líder del grupo es un varón, bastante mayor, de ojos oscuros profundos que se hace entender en español con alguna dificultad. Dice que son una familia de mauritanos que ahora busca asilo político en el Reino de España.

Leo opina que la postura del Ministerio del Interior español es demasiado inflexible. No quieren dejarlos entrar en el país porque creen que son terroristas, aunque a él le ha comentado el personal del aeropuerto de Gando que no lo parecen. La situación empieza a ser insostenible de forma que, hoy, nuestros empleados de Las Palmas y la policía han ideado un plan para deshacerse de ellos. Les hemos facilitado a todos billetes en un vuelo de Air Mauritanie de Las Palmas a Nuadibú y los vamos a embarcar, esta tarde, con sus pasaportes para devolverlos al país de origen. Parece que esa va a ser la única forma de liberarnos de ellos, de lo contrario me temo que se quedarán a vivir para siempre en el aeropuerto de Gando.

Nadie se explica cómo ha podido ocurrir, pero cuando el avión de Air Mauritanie iba a cerrar las puertas, el comandante ha comunicado al centro de control de la torre que en su avión había embarcado un grupo de gente con pasaportes mauritanos falsos. Desde el centro de control le han informado que la policía española había inspeccionado la documentación del citado grupo sin detectar ninguna irregularidad. El comandante, muy airado, se ha negado a despegar con los supuestamente falsos mauritanos; ha dejado el avión en la plataforma y, con su tripulación, se ha marchado al hotel donde habían pasado la noche anterior. Desde el aeropuerto le han hecho llegar el aviso de que ya habían desembarcado al grupo y que hiciera el favor de regresar a la plataforma para tomar su aeronave y salir de Las Palmas con su tripulación y el pasaje lo antes posible. Leo me ha llamado esta noche a casa para contarme lo que ha ocurrido con todo detalle.

Los mauritanos siguen en el aeropuerto de Las Palmas viviendo de la caridad de la Cruz Roja Internacional. Leo dice que son exactamente dieciséis personas: cinco muchachos, ni siquiera adolescentes, cinco mujeres y seis hombres, tres de ellos de avanzada edad. Algunos tiene facciones bereberes y parecen bidanis de raza blanca; el resto son más oscuros. El que actúa como jefe es un bidani que todos respetan. Entre ellos se entienden en árabe, o en alguna variante de ese lenguaje, a veces en francés y en ocasiones dicen que también les han oído palabras en italiano.

Ahora, Leo y el director de Seguridad, han pergeñado otro plan que me parece mucho más complicado que el anterior que no ha funcionado. Los quieren traer a Madrid, donde la policía tampoco les permitirá entrar en España, y después pretenden embarcarlos en un vuelo especial, nuestro, a Trípoli. La idea de que son un grupo terrorista que trabaja para Gadafi ha calado, Leo ya no lo duda.

Antes de que los traigan he hablado con el secretario de Estado de Seguridad. Le he explicado lo que ocurría con este grupo y que habíamos pensado en trasladarlos a Madrid desde donde será más fácil repatriarlos. Él ya estaba al corriente de todo. Me sugiere que los dispersemos, que nos deshagamos de ellos de uno en uno, o como mucho de dos en dos. Eso es lo que solemos hacer en circunstancias similares, que son más de las que yo me podía imaginar, con otros individuos que nos rechazan en la frontera de algún Estado. Los ̕recolocamos’ en otros países. Pero, en este caso, los dieciséis mauritanos se han opuesto de forma radical a que deshagamos su grupo. Prefieren permanecer unidos, aún a costa de entorpecer el modo de encontrar un país de acogida. El secretario de Estado de Seguridad ha hablado a su vez con el ministro del Interior que se ratifica en su firme voluntad de no permitir que a estos individuos se les autorice la entrada en España. Tiene la convicción absoluta de que trabajan para el terrorismo libio. Es posible que disponga de información que nosotros no tenemos. Le he pedido ayuda para ejecutar el plan de Leo, nuestro director de Seguridad y creo que también de la policía, que consiste en llevarlos a Trípoli desde Madrid.

Ayer llegaron los mauritanos a Madrid; Leo no pudo resistir la curiosidad y fue a verlos. El grupo le impresionó por su aspecto. Los mayores se visten con ropajes tradicionales de su país: los hombres con pantalones sarruel, gruesos cinturones de cuero, camisas boubou con grandes bolsillos en el pecho, o caftanes, y algunos con un haouli anudado a la cabeza, las mujeres enrolladas en vistosas mulafas. Las más jóvenes se cubren con telas de colores, aunque llevan pantalones vaqueros y los muchachos lucen camisas y pantalones de estilo occidental. Forman un conjunto muy llamativo por la mezcla de blancos, azules, negros, bordados amarillos y telas estampadas con figuras geométricas que cubren todas sus carnes. Durante casi una hora estuvo con el líder del grupo. Habla francés bastante bien y un poco de español. Leo dice que se pudo entender con el mauritano porque las deficiencias de su francés las suplía con el escaso conocimiento de español de su interlocutor. Se llama Amadou Kandé. Leo me lo ha descrito como un varón mayor, de tez oscura, pelo bien rasurado muy blanquecino, orejas descubiertas, bigotillo, barba encanecida y cuello erguido. De estatura mediana, vestía un elegante caftán azul claro, algo raído, y se expresaba con mucha dignidad. Él y su familia son oriundos del Sahel sudoccidental, descendientes de hasaníes que no muchos años atrás se dedicaban al pastoreo. La familia prosperó y abandonó los rebaños para comerciar con telas y pieles. Hace dos años se desencadenaron revueltas entre campesinos y ganaderos, en las que terminarían también peleando senegaleses contra mauritanos. Los Kandé decidieron trasladarse a Nuadibú, donde creyeron que estarían más protegidos. Allí, Amadou abrió nuevas tiendas y se estableció con su familia. En la ciudad tuvo ocasión de encontrarse con otros parientes que no había visto desde hacía mucho tiempo, algunos acudieron a él para pedirle favores y otros, que estaban mejor situados, le ayudaron en los negocios. Amadou me explicó que los Kandé descienden de un emir cuyo poder, en la época de los franceses, se extendía en una amplia región del Sahel sudoccidental. En Nuadibú los parientes empezaron a otorgarle el mismo reconocimiento que antaño merecían los emires cuya principal misión era la de actuar como árbitros en las disputas religiosas o de carácter civil. El gobierno del país estaba en manos de un general, Oud Taya, que se había inmiscuido en los negocios privados para recaudar dinero y muchos comerciantes de las clases acomodadas no eran bien vistos por el poder. La antipatía era recíproca y la desconfianza en el orden establecido por el nuevo dirigente se había generalizado entre la exigua clase empresarial del país. Hasta el empresario Hamida Bucharaya, el rey de la pesca, tuvo que pagar una ingente cantidad de dinero para librarse de la cárcel porque según los funcionarios de Oud Taya su flota pesquera no hacía entrega de las capturas a la Sociedad Mauritana de Comercialización de Pescado. Cuando la policía detectó que en casa de Amadou Kandé se reunían grupos de pequeños comerciantes con demasiada frecuencia y, a veces, el empresario, actuaba como árbitro para resolver diferencias entre ciudadanos, empezaron sus problemas con el Gobierno. Un día registraron uno de sus comercios y otro día se presentó en su casa la policía también con una orden de registro. No sabía qué buscaban y no encontraron nada, porque en realidad la actuación policial no era más que un aviso. Su primera mujer, Kadiaba, le sugirió que abandonaran Mauritania. Su hermano, Babacar Sidibé, había abierto una tienda en Las Palmas y le iba muy bien; seguro que él podría ayudarles a instalarse en España. Amadou no había tenido noticias de Babacar desde que tomó a su segunda esposa: Cheicka. Al hermano de Kadiaba no le pareció bien la decisión de su cuñado porque era una costumbre antigua y dejaron de verse. Después Babacar se trasladó a Las Palmas y todo lo que supo de él fue a través de Kadiaba; las noticias que le llegaron daban a entender que el hermano de su primera mujer prosperaba en España. Amadou escribió a Babacar para enterarse de cómo podía instalarse en nuestro país y le envió bastante dinero, a través de terceras personas, para que lo fuera guardando y así cuando llegaran ellos contarían con algo con qué empezar. Llevaba apuntados en sus libros todos los envíos y sumaban una cantidad importante de ouguiyas que su cuñado habría cambiado a pesetas. Cuando creyó que tenía suficiente dinero en España para empezar allí con un pequeño negocio decidió llevarse a toda la familia. Aunque pensaba dejar las tiendas de Nuadibú abiertas, con personas de confianza a su cargo, desconocía qué medidas podían tomar las autoridades en contra de los suyos si él abandonaba definitivamente el país; lo mejor era que se fueran todos. Además, ninguno de ellos había salido de Mauritania y sentían cierto temor a hacerlo, sobre todo sus dos hermanos que eran también mayores, como él. Babacar ─el hermano de su primera mujer, Kadiaba─ le asesoró para que la policía mauritana les facilitara los pasaportes y lo puso en contacto con empleados de nuestra aerolínea que le vendieron los billetes de avión para toda la familia. En total eran dieciocho personas: él y sus dos esposas, su hijo soltero de la primera esposa, sus dos hijos de la segunda mujer con sus respectivas esposas, sus dos hermanos, uno viudo y el otro con su esposa, un sobrino, también con la esposa, y cinco nietos. Embarcaron en Nuadibú y los oficiales de la policía se mostraron muy amables con ellos. El empleado de la línea aérea que estaba en el mostrador de facturación les pidió los pasaportes, pero un funcionario de policía salió al paso para recogerlos y decirle que luego se los mostrarían ya que los tenían que revisar ellos primero. Es lo que hicieron porque antes de que cerraran las puertas del avión subió a bordo otro policía para devolverles los pasaportes. Amadou desconoce el motivo por el que Kadiaba y su hijo se sentaron en el avión en la parte delantera, en un compartimento separado por una cortinilla, mientras que todos los demás fueron juntos en la parte de atrás de la cabina de pasajeros. Cuando llegaron a Las Palmas la policía no les dejó pasar. Les dijeron que aquellos pasaportes no eran válidos. Eso es lo que les ocurrió a todos, menos a Kadiaba y a su hijo mayor que ya no los volvieron a ver y supuso que habrían pasado el control de policía o estaban retenidos en otro lugar. Amadou ha podido hablar por teléfono varias veces con su cuñado Babacar que le repitió, una y otra vez, que no se explica por qué los han retenido ya que Kadiaba y su hijo no tuvieron ningún problema con la policía y los dos están bien, en su casa. Sin embargo, ahora, cuando llama a casa de su cuñado le dicen que no está, ni él ni Kadiaba ni su hijo y que tampoco saben cuándo regresarán. Amadou también se ha entrevistado con funcionarios mauritanos del consulado en Las Palmas. Le escucharon con atención, tomaron nota de todo cuanto les había ocurrido y no ha vuelto a saber nada de ellos. Ha llamado en múltiples ocasiones por teléfono a las oficinas del consulado y siempre le pasan con una persona con voz de mujer joven que le dice, en un francés muy correcto, que no se preocupe porque todo se arreglará.

Leo cree que esas personas no pueden ser terroristas ni agentes secretos de Gadafi, se lo ha dicho a nuestro director de Seguridad y a la policía. Ha localizado el lugar donde vive Babacar Sidibé en Las Palmas y la tienda que tiene en aquella ciudad. Ha intentado hablar con el cuñado de Amadou, pero en su casa y en la tienda siempre responden lo mismo y es que ha salido de viaje y no saben cuándo regresará. También ha preguntado por Kadiaba y por su hijo, pero las personas con las que ha podido hablar dicen que no los conocen. Leo me ha dicho que la policía debe tener información que no quiere darnos. La policía está al corriente de la historia que Amadou Kandé le ha contado, ha interrogado a Babacar Sidibé y parece que también a Kadiaba. No están convencidos de que exista algún parentesco entre Kadiaba y Amadou, aunque sí lo hay entre Babacar y Kadiaba: con casi toda seguridad son hermanos.

Los empleados de la aerolínea en Nuadibú han confirmado a Leo que la policía recogió los pasaportes del grupo de dieciocho personas en el que viajaba Amadou, en el mostrador de facturación, antes de que ellos pudieran verlos. Les dijeron que luego se los mostrarían, pero no lo hicieron y fue la policía la que los entregó a sus propietarios en el avión muy poco antes de que cerraran las puertas. La versión del jefe de escala en Nuadibú de la compañía coincide con la de Amadou. Ya se les ha recordado a nuestros empleados en el aeropuerto de Nuadibú que tienen la obligación de comprobar que los pasajeros embarcan en la aeronave con la documentación exigible para acceder al país al que se dirigen. Aquella vez no se hizo, pero tienen una buena disculpa ya que fue la policía local la que, con su actuación, impidió que se siguiera el procedimiento establecido. Para Leo está claro que las autoridades mauritanas quieren deshacerse de estas personas; lo que no resulta evidente es el por qué. De acuerdo con la versión de Amadou todo parece apuntar a una especie de venganza urdida por Kadiaba y su hermano Babacar. Para ello, tendrían que haber comprado los servicios de la policía mauritana sobornando algún funcionario público de suficiente nivel. La otra posibilidad es que sean individuos que, por otros motivos, las autoridades mauritanas no quieran en su país. Lo que Leo no ha podido averiguar es qué dicen los mauritanos en relación con este asunto. Se ha personado en la embajada de Mauritania en Madrid y no ha conseguido ninguna información porque le han comentado que, al tratarse de algo relacionado con el terrorismo, es confidencial y solo informan a la policía española. Tal y como están las cosas no tienen por qué decir absolutamente nada. El problema se reduce a que nuestra línea aérea ha tratado de introducir ilegalmente en España, con pasaportes supuestamente mauritanos, a dieciséis personas; eso es todo. Da igual lo que haya ocurrido, Amadou y su gente no van a poder entrar ni en Mauritania ni en España. En el primer país no sabemos muy bien por qué y en el segundo porque el señor ministro se ha puesto muy cabezota y no quiere, bajo ningún concepto, que pasen.

Lo que no comprendo es ese interés de las autoridades españolas en que los llevemos a Trípoli. Leo ya no cree que sean terroristas que trabajan para Gadafi, pero a la policía le molesta que investiguemos por nuestra cuenta o que desarrollemos teorías acerca de su procedencia. Según ellos, hay que repatriarlos para que regresen a su lugar de origen que es Libia. Leo ha tratado de concertar una segunda entrevista con Amadou para que le proporcione más datos sobre sus actividades en Mauritania, pero la policía no tiene interés en que nos inmiscuyamos en sus asuntos y no le han permitido reunirse con él. Lo cierto es que si las autoridades mauritanas no reconocen la documentación de estas personas no les van a dejar entrar en ese país, por mucho que averigüe Leo y pueda demostrar que Amadou y sus familiares son comerciantes honrados que poseen tiendas en Nuadibú y que Kadiaba y su hermano Babacar han organizado un complot, con la ayuda de empleados del gobierno mauritano, para librarse del marido y del cuñado y apropiarse de todos sus bienes.

Hoy me he reunido con los directores de Seguridad, Operaciones y Aeropuertos, en mi despacho, para organizar el traslado a Trípoli de este grupo de personas. Jorge, el director de Operaciones no sabía nada del asunto y ha tardado muy poco en opinar que le parece una insensatez. Leo, el director de Aeropuertos, le ha explicado que no hay otra alternativa. Jorge está seguro de que los libios no van a admitir a esos individuos con pasaportes falsos, incluso aunque se trate de agentes suyos. El país de Gadafi no está medianamente organizado y nadie sabe quién manda en ninguna parte; Jorge cree que el personal del aeropuerto hará lo que le venga en gana sin perder demasiado tiempo en consultar con los servicios de inteligencia. Yo tuve que intervenir en aquella discusión que no nos llevaba a ninguna parte. Estábamos allí para organizar aquella operación, no para discutir de sus ventajas e inconvenientes, porque ese trabajo nos lo han evitado otros, al parecer, con mejor información.

Tenemos un vuelo semanal, los jueves, que sale a las 7:15 de Madrid, hace escala en Barcelona y llega a Trípoli sobre las 11:30 para despegar de allí a las 12:35 con destino a Barcelona y Madrid. El avión es un DC-9 en el que la cabina de pasaje lleva veintidós filas con cinco butacas en cada una, tres a la izquierda según se mira hacia la cola y dos a la derecha, separadas por el pasillo. La última fila es la 23, porque de la número 12 se pasa a la 14, no hay fila 13. Para el vuelo de la próxima semana, a la ida, hay vendidas 43 plazas, de las que 30 pertenecen a pasajeros que vuelan desde Madrid y a la vuelta tenemos reservados 29 asientos, también la mayoría con destino a Madrid. Lo primero que hemos decidido es bloquear las reservas, no aceptar más pasaje en esos vuelos y avisar a los pasajeros con reservas confirmadas de que el vuelo de Trípoli a Barcelona y Madrid de la semana próxima está cancelado. Todos hemos pensado que sería una buena idea colocar la cortina que separa la clase preferente detrás de la fila 12, que es la posición más retrasada donde puede ir, ubicar en el compartimento delantero al pasaje de pago y reservar las filas de atrás para los dieciséis mauritanos y quienes les vayan a acompañar. Lo que no podemos evitar es que los pasajeros de pago pasen a la clase turista para acceder a los dos únicos lavabos del avión, justo en la cola. Hemos discutido la posibilidad de cambiar de avión y programar un Boeing 727 en vez del DC-9, que lleva, además de dos servicios en la cola, otro delante junto a la cabina de vuelo. Pero, ni siquiera así podemos asegurar que ningún pasajero de pago vaya a pasar por el compartimento trasero, si el servicio delantero está ocupado. Para garantizar la seguridad a bordo la policía se ha comprometido a que varios agentes viajen con los mauritanos, de modo que no hay por qué suponer que se vayan a producir altercados en el avión. Al final, hemos decidido que no es necesario cambiar de aeronave. El comandante, el segundo piloto y los tripulantes de cabina de pasajeros deben ser voluntarios y conocer con detalle el plan de actuación. Necesitamos un comandante con gran experiencia de vuelo, sangre fría, buen negociador, atrevido y a la vez muy flexible. En realidad no sabemos exactamente qué es lo que puede ocurrir y tiene que estar preparado para gestionar bien situaciones imprevistas. Jorge, el director de Operaciones, se encargará de buscar a la persona adecuada y formar con él la tripulación de voluntarios. En Trípoli, como allí no hay que embarcar a nadie, se hará una escala rápida y la aeronave despegará rumbo a Barcelona para cambiar su destino, una vez que esté en el aire, y dirigirse a Madrid.

Durante los dos últimos días no había visto a Leo hasta hoy por la tarde: sobre las ocho ha venido a verme. Yo estaba con el último portafirmas cuando mi secretaria me ha avisado de su presencia. Le he pedido que lo hiciera pasar y nos pusiera dos cafés. Estaba más animado. Ha conseguido los teléfonos de un par de tiendas que Amadou Kandé posee en Nuadibú y ha podido hablar por teléfono con sus encargados. Uno no sabía nada de su patrón, pero el otro estaba desolado porque se había enterado de todo; este empleado de Amadou se llama Mohamed y lleva trabajando con él muchos años. Del nombre del primero no se acordaba; Leo cree que finge no saber nada, que es posible que se haya puesto de parte de los conspiradores si no lo estaba ya desde un principio. Mohamed no comprende cómo nadie sabe decirle dónde está su patrón. Hace poco que Babacar Sidibé ha desaparecido y él fue quién le dio la mala noticia del arresto de Amadou en España ¿arresto? Sí, por lo visto esa era la palabra que utilizó el cuñado de Amadou para definir la situación del marido de su hermana cuando habló con Mohamed. Después le llegaron rumores, a través de gente que venía de España y había escuchado frases y comentarios de personas que mantenían relaciones comerciales con Babacar. Todos coincidían en que la familia Kandé estaba retenida en la frontera española de Las Palmas, aunque nadie sabía por qué extraños motivos y de forma velada señalaban a Babacar y su hermana como los responsables. Mohamed tiene el convencimiento de que la detención de Amadou está rodeada por un halo de misterio que trata de ocultar las malas intenciones de algunas personas. Sin embargo, para Leo todavía existe la posibilidad de que este caso se resuelva de forma favorable a los legítimos intereses de Amadou y los suyos. Él opina que la operación de repatriación a Libia va a fracasar y que la próxima semana volveremos a tener a los Kandé otra vez en España. Entonces las autoridades deberán permitir que entren en nuestro país y Amadou tendrá la oportunidad de deshacer este inmenso embrollo que, al parecer, le han organizado su primera mujer y su cuñado. Con un poco de apoyo será posible desenmascarar a los conspiradores que tampoco deben gozar de apoyos políticos a muy alto nivel. Amadou no es un magnate como Hamida Bucharaya, pero cuenta con recursos suficientes para comprar su libertad. Leo también me ha contado que Jorge, el director de Operaciones, ya ha designado a la tripulación del vuelo a Trípoli y conoce al comandante: se llama Borgia. Ha tenido la oportunidad de hablar con él y los dos están de acuerdo en que cuando las autoridades libias rechacen a los pasajeros, los embarcará en su DC-9 y los traerá de vuelta a Madrid. Así es como terminará la historia de la repatriación.

Esta mañana, a las 07:00, Amadou y sus familiares embarcaron en un DC-9. Les asignaron asientos en las últimas filas y con ellos se entremezclaron seis policías, armados, con ropa muy informal: camisas de manga corta, pantalones vaqueros y hasta uno de ellos con sandalias, bermudas y una camisola floreada. No nos han hecho partícipes de la historia que les han contado para que embarcaran de buen grado. Yo pensé que, antes de subir al avión, serían capaces de cualquier cosa. Sin embargo, se han mostrado dóciles, rumbo hacia un destino incierto. Imagino que Amadou piensa como Leo: necesitan hacer ese viaje para que les crean y cuando regresen las cosas se van a arreglar. Los Kandé explicarán a los libios que ellos son mauritanos y que tan solo desean regresar a su país si es que los españoles no quieren acogerlos en el suyo. Los libios lo entenderán y les ayudarán a volver a España ¿qué otro interés pueden tener?

El comandante Borgia ha pedido en Barajas que cargaran en el avión un par de cajas de botellas de güisqui, aunque ya le han advertido que en ese vuelo los pasajeros no suelen tomar bebidas alcohólicas y que si los operarios libios las descubren, cuando manejen la carga en las bodegas, es posible que tenga algún problema. Es un país en el que está prohibida la venta y el consumo de alcohol. Este es un vuelo especial y la autorización ha tenido que hacerla el jefe de día desde el Centro de Control de Red que a su vez ha consultado con Jorge, director de Operaciones, quién me ha llamado a mí para ver qué me parecía, a las 6:50 de la mañana. No sé muy bien para qué van a servir, pero si el comandante las pide no vamos a empezar la jornada contrariando su voluntad: sería un mal comienzo. Le he dicho a Jorge que decidiera lo que estimara oportuno, yo no tenía nada que objetar.

A las 9:30 me ha llamado el secretario de Estado de Seguridad para comunicarme que preparásemos billetes para ocho personas que embarcarían en Trípoli y regresarían con el avión a Madrid. Tres de ellos eran funcionarios de la embajada española y cinco pertenecían a las fuerzas de Seguridad. Estos últimos habían llegado ayer a la capital libia, en vuelos de distintas aerolíneas europeas. En el ministerio se temían que regresar con el avión vacío podía levantar sospechas y decidieron organizar un pequeño grupo de clientes falsos. No llevarán maletas, solamente equipaje de mano. Los nombres y datos de todos ellos me los iba a mandar con un mensajero. Cuando han llegado se los he pasado a Leo para que preparen sus billetes y las tarjetas de embarque en Trípoli. Por precaución no hemos informado al jefe de escala ni a la delegación de la compañía en Libia de los objetivos de este vuelo. Les causó mucha sorpresa la cancelación que hicimos la semana pasada y aún más les va a sorprender que se presenten ocho pasajeros hoy, pero es gente discreta.

No he sabido nada más del vuelo a Trípoli hasta el mediodía, cuando mi secretaria me ha pasado un mensaje muy escueto del Centro de Control de Red: «El DC-9 ha tomado tierra, sin novedad, a las 11:23». El siguiente mensaje se demoró unos 45 minutos y también era breve: «Autorizados para despegar de Trípoli, sin novedad». Pero casi al mismo tiempo que esta última misiva he recibido una llamada telefónica urgente de Jorge. Borgia acababa de contactar vía radio con la compañía para informar que ya había cerrado las puertas y se dirigía hacia la cabecera de pista cuando de la torre de control le dijeron que no podía despegar sin llevarse a un grupo de dieciséis personas, que había traído de Madrid, porque sus pasaportes no estaban en regla. Nada más recibir esta notificación los empleados del aeropuerto colocaron un autobús con los mauritanos, justo delante del avión para impedirle el paso. Borgia quería que le diéramos instrucciones de cómo proceder. Yo, sin cortar la conexión telefónica con Jorge, por otra línea he hablado con el secretario de Estado de Seguridad que, muy tajante, me ha dicho que no los embarcáramos y que el embajador de España se dirigía hacia el aeropuerto para ayudar a nuestros empleados en lo que hiciera falta. Esas son las instrucciones que Jorge le ha pasado a Borgia.

Leo estaba con Jorge en el Centro de Control de Red cuando he hablado con él y de allí se ha venido a mi despacho. Mantiene contacto telefónico, casi permanente, con el jefe de escala en Trípoli. Allí el espectáculo es increíble. Hace mucho calor y el sol calienta el asfalto de las pistas hasta reblandecerlo. En el autobús, donde siguen los mauritanos, la refrigeración no funciona, las puertas las han dejado abiertas y el conductor se ha marchado. Al lado de una de las puertas del autobús han puesto un cubo grande, no sabe muy bien para qué; es posible que contenga agua. Las mujeres se han sentado en los asientos laterales del vehículo y algunos hombres también. Los más jóvenes y los muchachos deambulan por la plataforma del autobús mirando sorprendidos el avión que tienen prácticamente encima y la hierba reseca que bordea las pistas. El embajador se ha encerrado en el despacho del director del aeropuerto y después de mantener una larga conversación con él le ha pedido al jefe de escala que le permita hacer varias llamadas telefónicas desde su oficina. No sabemos con quién habla ni lo que está ocurriendo y mientras tanto Borgia sigue en el avión esperando instrucciones.

Han transcurrido más de dos horas y el embajador acaba de abandonar el aeropuerto. Esa información nos la pasa el jefe de escala. Sin embargo, no le ha dejado ninguna instrucción, simplemente le ha dicho que no se preocupe, que el asunto se resolverá en poco tiempo, aunque el aspecto del funcionario español no era muy tranquilizador. Del Centro de Control de Red nos informan que la comunicación con Borgia es mala, a veces pierden la señal, pero por lo que les ha podido ir diciendo en la aeronave todo está bien; ellos no tienen ningún problema. Cada cierto tiempo recibe un mensaje de la torre de control para que obedezca sus instrucciones: quieren que regrese al aparcamiento de la terminal, donde le pondrán una escalerilla, y que recoja a los pasajeros del autobús, aunque si lo prefiere se la pueden colocar en donde está. Borgia les responde que necesita la autorización de su compañía para embarcar pasajeros y que aún no la tiene.

Llevamos ya tres horas con este asunto. Jorge ha podido hablar otra vez con Borgia y la gente a bordo del avión empieza a sentirse intranquila. El comandante dice que si no puede despegar con esos pasajeros a bordo, la tripulación y él tendrán que abandonar el avión y marcharse a un hotel a descansar, hasta que el asunto se aclare. Los policías de la escolta que les han acompañado desde Madrid pueden dejar las armas en el avión, lo que no sabe es si llevan pasaporte. En cualquier caso Borgia ha solicitado a la torre de control que le facilite una entrevista privada con el jefe del comité que gestiona el aeropuerto. Al parecer allí no manda nadie, hay un comité que organiza las cosas y el director del aeropuerto puede ser cualquiera de ellos, pero siempre en los comités hay alguien con más influencia política.

Leo insiste en que telefonee al secretario de Estado de Seguridad, esta vez para decirle que si no resuelven ellos el problema ya, vamos a ser nosotros quienes tomemos una decisión. He seguido su consejo, aunque solo a medias porque el secretario insiste, con mucha firmeza, que su ministro no consiente de ninguna manera que traigamos a esos individuos otra vez a Madrid. No he querido complicar más el asunto anticipándole que íbamos a decidir algo al respecto, también me ha dado la impresión de que el secretario no estaba muy de acuerdo con la postura del ministro.

Nos hemos quedado Leo y yo solos. Tenemos dos opciones. La primera es decirle a Borgia que desembarque el pasaje y que la tripulación se vaya al hotel hasta que se clarifique este asunto; el problema puede alargarse indefinidamente y no sabemos con seguridad qué riesgos van a correr nuestros empleados. La segunda opción es autorizar el embarque de los mauritanos y traerlos a Madrid. Después de analizar las ventajas e inconvenientes de las dos opciones, llegamos a la conclusión de que ambas implican gestionar el mismo tipo de conflicto con la autoridad de un país. Y los dos preferimos que ese país se llame España.

He hablado con Jorge para decirle que embarquen a los mauritanos en el DC-9 y regresen a Madrid. A Leo le ha cambiado el rostro. Está convencido de que Amadou Kandé y su familia encontrarán una vía para arreglar sus problemas.

Leo acababa de salir de mi despacho en el momento en que ha llamado Jorge desde el Centro de Control de Red. El director de Operaciones, después de la última conversación que tuvo conmigo trató de contactar con Borgia; cuando lo consiguió ya estaba en el aire, de vuelta a Madrid. El comandante mantuvo una entrevista confidencial con el jefe del comité del aeropuerto que no puso ningún inconveniente en subir a bordo del DC-9. Allí, a solas, en la cabina de vuelo cerraron el trato: dos cajas de güisqui a cambio de que le dejaran salir y se llevara el autobús con los mauritanos. Borgia regresó a la terminal, descargaron las cajas de la bodega y los libios retiraron el autobús con Amadou y su familia, que a partir de entonces se convirtieron en personas gratas a la Gran Yamahiriya Árabe Libia Popular Socialista de Muamar el Gadafi.

No sé cómo voy a explicárselo a Leo.

El accidente del A400M

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El 9 de mayo de 2015 en el aeropuerto de Sevilla soplaba del Noreste un viento que apenas alcanzaba un nudo de velocidad y la presión atmosférica, de 1018 milibares, presagiaba una meteorología impecable para el primer vuelo de pruebas del Airbus A400M, número de serie 23. Jaime Gandarillas, piloto de pruebas del Eurofighther, A330 y A400M, estaba al mando de la aeronave cuando, nada más despegar, se vio obligado a iniciar la maniobra para efectuar un aterrizaje forzoso por causas que aún no se han esclarecido. La habilidad del piloto le permitió eludir la fábrica de Coca-Cola, un centro comercial y el complejo industrial Aerópolis, antes de que su avión impactara contra una torre del tendido eléctrico de alta tensión que derribó el aparato que aún llevaba desplegado el tren de aterrizaje. Cuatro de los tripulantes, entre ellos Gandarillas, fallecieron inmediatamente y dos lograron salvar la vida con la ayuda de dos agricultores y otra persona que se acercaron a socorrerlos. Los heridos, graves, fueron ingresados en los hospitales Virgen Macarena y Virgen del Rocío de Sevilla.

Al mundo aeronáutico europeo se le cortó la respiración. España, Alemania y el Reino Unido suspendieron los vuelos de sus aviones tras conocer el accidente. Las acciones de Airbus, que se han revalorizado cerca de un 50% a lo largo del presente año, cayeron en la Bolsa española un 1,9%. Se trataba de un accidente casi imposible para un avión dotado con cuatro motores que, al parecer, perdió la tracción y potencia necesarias para mantener el vuelo nivelado. La revista alemana Der Spiegel anunció que la aeronave había sufrido un fallo múltiple: una aclaración tan ampulosa como vaga que roza la obviedad y explica poco. El A400M es algo más que un avión, es un símbolo del poder y la tecnología europea, un impulsor del desarrollo tecnológico e industrial en el viejo continente y una fuente de trabajo para miles de personas.

¿Cómo ha podido ocurrir este accidente? La respuesta tendrá que darla la comisión de investigación responsable. En un principio debería de recaer sobre la Comisión de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil, aunque parece que esta ha renunciado en favor de la Comisión de Investigación Técnica de Accidentes de Aeronaves Militares. Sin embargo, la lectura de las cajas negras que contienen las grabaciones de voz y de datos se está realizando en Francia, en la agencia militar del gobierno francés: BEAD-air que dispone de los equipos adecuados. Así pues, el Ejército del Aire español ha tomado el liderazgo de la investigación, un asunto difícil y complejo del que únicamente cabe esperar una total transparencia y que el énfasis recaiga en lo que hay que hacer para que jamás algo así vuelva a ocurrir, en vez de la depuración de responsabilidades que tanto gusta a nuestros políticos. Cuanto menos se inmiscuyan sus señorías en este negocio, mejor para todos.

El programa A400M fue lanzado en 2003 por siete naciones europeas (Alemania, Francia, España, Reino Unido, Turquía, Bélgica y Luxemburgo). Malasia se agregó al grupo inicial en 2009. El objetivo del proyecto era dotar a sus impulsores con una aeronave muy versátil capaz de operar en un amplio margen de velocidad y altura, en lugares de difícil acceso, para prestar servicios de ayuda humanitaria y otras de carácter militar: transporte de tropas, vigilancia, repostaje de combustible en vuelo y guerra electrónica. Puede mover 37 toneladas de carga útil, en unos 340 metros cúbicos de volumen. En su fuselaje caben 116 paracaidistas completamente equipados o vehículos pesados, grúas, barcos pequeños, excavadoras y helicópteros. Es la aeronave ideal para prestar auxilio en zonas afectadas por desastres naturales y puede equiparse con 66 camillas y una dotación de 25 sanitarios. A pesar de ser un avión de hélice, vuela a 37 000 pies de altura a 0,72 Mach de velocidad, lo que le permite operar en rutas comerciales sin causar problemas al tráfico aéreo de las aerolíneas civiles. Con una carga de unas 20 toneladas tiene un alcance de unos 6400 kilómetros y es capaz de aterrizar en pistas cortas, mal pavimentadas, de 750 metros.

Sin embargo, el proyecto ha tenido algunos problemas desde el comienzo. El coste total se estimó en el año 2001 en 20 000 millones de euros y en 2011 tuvo que corregirse hasta alcanzar la cifra de 30 000 millones de euros. El precio de los aviones ha subido de 100 a 160 millones de euros; además, pesan 7 toneladas más de lo que se estimó inicialmente y no cuenta todavía con un avanzado sistema de navegación a baja cota. El proceso de fabricación, en Sevilla, no ha estado exento de problemas. El propio presidente de Airbus España, Fernando Alonso, que sustituyó a principios de 2015 a Domingo Ureña como máximo responsable del programa A400M, admitió el pasado 6 de marzo la existencia de fallos industriales y técnicos en el programa.

Los problemas del A400M no suponen ninguna novedad en los proyectos aeronáuticos avanzados. El pionero de la aviación, Donald Douglas, procuraba no incorporar más de una innovación importante en cada modelo y su jefe de ingeniería, Kindelberger, solía decir que a los nuevos aviones había que sacarles las pulgas como a los sanbernardos: una a una. Algo menos de cien años después, el avance de la tecnología es más rápido y los desarrollos aeronáuticos extraordinariamente costosos por lo que las sucesivas generaciones de aeronaves suelen incorporar un número importante de innovaciones; a veces, con demasiadas pulgas. En Estados Unidos, el avión de caza F-35 (fabricado por Lockheed) que reemplazará a casi todos los cazas de la Fuerza Aérea y la Armada de ese país, ha sufrido importantes retrasos y su coste, que inicialmente se preveía en 80,7 millones, actualmente (2014) se estima en unos 162,8 millones de dólares. El sobrecoste del super caza F-22 (Raptor), también de Lockheed, ha obligado al presidente Obama a reducir los pedidos de forma significativa al dispararse sus precios a una cifra que ronda los 358 millones de dólares cada unidad.

Los sobrecostes, retrasos y fallos técnicos en proyectos de avanzada tecnología también son características que se dan en entornos distintos al aeronáutico. El submarino español de Navantia S-80 está siendo un quebradero de cabeza para la Armada, con sus problemas de flotabilidad, propulsión e incremento de coste (de 1800 a 3000 millones de euros). El super tanque ruso Armata T-14 se quedó con el motor parado en medio de la plaza Roja durante el ensayo del gran desfile del 70 aniversario de la victoria aliada de la II Guerra Mundial.

A pesar de que, gracias a la tecnología, con el tiempo se ha reducido de forma significativa el número de accidentes en los nuevos proyectos aeronáuticos, es prácticamente imposible eliminar el riesgo. Recuerdo que hace algunos años, en Boeing, en Phantom Works, que era la unidad de la compañía dedicada al desarrollo de tecnología, dábamos un premio anual al equipo que ─haciendo un buen trabajo─ sufría un revés importante: el Red Phantom. «Es necesario hacer sacrificios», fueron las últimas palabras del gran pionero de la aviación: Otto Lilienthal. El riesgo es inherente al progreso.

Cuando ocurren estas desgracias hay que evitar que nadie saque un beneficio ilícito de las mismas. Es preciso analizar las causas directas que las han originado y actuar en consecuencia para que nunca vuelvan a producirse. Es muy peligroso caer en la trampa de los mensajeros que quieren aprovechar las circunstancias para sacar alguna ventaja, porque en estos casos aparecen muchos, algunos incluso de buena fe.

El A400M es una aeronave espléndida y el proyecto supone un gran paso para la industria aeronáutica europea. Después de este accidente, solo nos cabe agradecer el sacrificio a las víctimas, dejar que los expertos hagan sus recomendaciones, ponerlas en práctica y seguir adelante.

La historia inventada del primer hombre que voló sobre España

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El periodista Eduardo Ontañón dialoga con el bisnieto y tataranieto de Marín Aguilera (junio 1932)

En este blog he dedicado bastantes páginas a cuanto he podido averiguar de ese pastor burgalés a quien muchos le atribuyen el honor de haber sido la primera persona que voló sobre España. Es una historia llena de vacíos que con un poco de imaginación me he atrevido a rellenar. Y así es como me la he inventado, después de atar bastantes cabos. Se trata de un relato de ficción en el que procuro que sus elementos lo hagan del todo verosímil. Hasta me atrevo a pensar que casi es imposible que ocurriera de otro modo.

Hace muchos años, el 13 de noviembre de 1758, nació en un pequeño pueblo burgalés de la Ribera del Duero un niño a quien sus padres bautizaron con el nombre de Diego. Fue el primero de los ocho hijos que Catalina Aguilera concibió durante el tiempo que permaneció casada con Narciso Marín. Poco después de que naciera el menor, el padre murió. Diego, el primogénito de los Marín-Aguilera, aprendió muy pronto a leer, a escribir y a efectuar las cuatro operaciones matemáticas básicas con números enteros y con parte decimal. El joven maestro de primeras letras de su pueblo, Coruña del Conde, se encariñó con el muchacho al ver la facilidad con que asimilaba sus enseñanzas. A don Sebastián, que así se llamaba el profesor, le hubiera gustado dedicarle más tiempo al chico para completar su educación, pero la muerte de su padre le impondría al jovenzuelo nuevas obligaciones.

Desde niño, Diego se vio obligado a trabajar en el campo, pastorear el rebaño de churras o ayudar en la cocina a su madre, sobre todo cuando fabricaba quesos o morcillas. La casa donde vivía Diego, con su madre, sus hermanos, algunos tíos y los primos, era del abuelo Elías. Todos pensaban que estaba un poco trastornado porque recitaba versos en voz alta, dedicaba mucho tiempo a la lectura de libros que nadie sabía de dónde salían y con carboncillos solía hacer dibujos, tan extraños que no se podían entender. Aunque los hombres eran más discretos, las mujeres de aquella casa, en la que había muchas, siempre le echaban en cara al abuelo su falta de interés por las cuestiones prácticas. A Diego le gustaba subir a la habitación donde estaba el abuelo para leer sus libros; el anciano no le hacía mucho caso, a veces ni siquiera sabía quién era aquel curioso, pero se alegraba de que alguna persona se interesara por la pequeña biblioteca que había logrado juntar a lo largo de su vida.

La biblioteca del abuelo junto con la herrería y la carpintería del pueblo, eran los tres lugares que llamaban poderosamente la atención del joven Diego y a los que solía acudir siempre que disponía de un rato libre. A Diego le parecía obra de magia cómo de aquellos trozos de hierro, a golpe de martillo, surgían herraduras, manivelas, rejas, goznes o trancas. La fragua de la herrería se alimentaba con carbón vegetal que traían de Soria y los hierros venían de Bilbao. Era un brasero donde los carbones ardían encima de una mesa de piedra y el humo escapaba a través de la chimenea con forma de tronco de pirámide. Del techo colgaba una pértiga que hacía las veces de palanca. De uno de sus extremos caía una cadena que acababa en una anilla redonda y del otro colgaba otra cadena cuyo extremo inferior estaba anclado a un fuelle grande de piel de vaca. Cuando el herrero tiraba de la anilla el fuelle soplaba y las brasas se inflamaban. El hierro en la fragua cambiaba de color, según la temperatura, primero rojo, luego anaranjado y después amarillo y blanco. El herrero lo sacaba con unas grandes tenazas para llevarlo al yunque cuando tenía el tono adecuado y allí lo golpeaba con mazas y lo perforaba con punzones hasta darle la forma que deseaba. El repiqueteo de los martillos arrancaba al yunque sonidos como si fueran campaneos y se escuchaban desde cualquier rincón del pueblo. El yunque descansaba sobre un tajo de encino y estaba en el centro de la herrería. A un lado se apilaba el carbón, en el otro ─sobre una mesa de madera ennegrecida─ había un montón desordenado de tenazas, mazos, martillos y alicates y cerca del yunque siempre tenía el herrero un cubo con agua. A Diego no dejaba de sorprenderle cómo, con tan pocas herramientas, de aquel lugar podía salir tal variedad de piezas, todas útiles. Y él se fijaba en los detalles, en el color del hierro cuando lo sacaban de la fragua, la secuencia de golpes de maza, de un lado, del contrario, y el momento justo en el que el herrero metía la pieza en el agua.

Si la herrería lo fascinaba, en la carpintería aún era capaz de pasar más horas contemplando el funcionamiento de la maquinaria y la faena de los operarios. El trabajo con la madera carecía de la magia con que el herrero fraguaba sus piezas, pero producía artilugios mucho más complicados. Y la diversidad de herramientas que manejaban los carpinteros hacía que aquel taller estuviera rodeado de misterio. Mientras que en la herrería un hombre lo podía hacer todo, en la carpintería siempre había dos o tres personas trabajando. Guardaban las maderas al aire libre y casi todas estaban cortadas en piezas distintas que seleccionaban, en función de lo que deseaban fabricar. Poco a poco llegó a entender que también los maderos eran diferentes. Para construir una rueda de carro se torneaba el cubo con madera de fresno. Sin embargo, los radios eran de encina catalana y las pinas de encina de Estella. Para ajustar las piezas siempre recurrían a ensambladuras en las que los salientes (espigas) y los huecos (cajas), tenían que acoplar sin holguras. Para fijar los maderos empleaban colas que fabricaban ellos mismos cociendo tendones, huesos, cartílagos, pieles de conejo y de cordero y hasta peces. Los operarios se auxiliaban de mazos, martillos, escoplos, formones, garlopas, cepillos de afinar, sierras y limas para darle forma a las piezas. Tomaban medidas con calibres de brazos arqueados, hacían comprobaciones con escuadras y trazaban rayas con un carboncillo que corría dentro del gramil para marcar los rebajes que había que darle a los perfiles, antes de dejarlos perfectamente escuadrados.

A Diego lo conocían los carpinteros y el herrero y estaban acostumbrados a verlo cómo se quedaba observándolos, en un rincón, embelesado. Al principio le decían que se fuera para que no les estorbase, pero el chico terminó ganándose su simpatía y lo dejaban estar, incluso ─a veces─ le explicaban lo que hacían y le enseñaban el nombre de los instrumentos o le encargaban algún pequeño trabajo que Diego siempre realizaba con gusto.

El herrero tenía un sobrino de su edad, Joaquín, de quien se hizo buen amigo lo que le franquearía el paso a la herrería antes de que pudiera ganarse, con recados y mucha paciencia, un observatorio en la carpintería. De otra parte, Joaquín también visitaba a Diego, en su casa. Allí, subían a la biblioteca del abuelo y cogían algún libro que Diego leía en voz alta mientras Joaquín le escuchaba muy callado. Una de las hermanas de Diego, Elvira, siempre estaba pendiente de la llegada de Joaquín y cuando el sobrino del herrero aparecía, ella también solía dejarse ver por la biblioteca. El abuelo miraba con displicencia a los tres muchachos, sentados en el suelo en una esquina de su habitación, y no solía decirles nada. De los nueve a los doce años, los momentos más felices de la vida de Diego transcurrieron entre la herrería y la carpintería, con su hermana y con Joaquín, leyendo libros en la habitación del abuelo y por las noches, junto al fogón, revisando sus dibujos o estudiando los libros que le prestaba don Sebastián.

Cuando salía solo a pastorear le gustaba buscar pastizales para sus ovejas en lugares elevados y sentarse en un peñasco desde donde pudiera contemplar el vuelo de los pájaros. Siempre le sorprendía observar cómo eran capaces de mantenerse en el aire, quietos, sin mover las alas. Dedujo que desde cualquier altura un cuerpo está sometido a una fuerza que lo obliga a caer a tierra y que si no le ocurría eso al pájaro era porque habría otro poder capaz de anular al primero. Y ese poder era el viento. Un viento que quizá no se percibía en el suelo, pero que podía soplar con fuerza en el aire. Así, el pájaro mantenía la altura tanto tiempo como quisiera, mientras hubiera viento. Otras veces, también sin dar un solo aletazo, sobre todo los grandes buitres leonados, se desplazaban en línea recta grandes distancias perdiendo muy poca altura. Diego imaginaba lo cansino que tendría que ser mover los brazos en el aire para efectuar el vuelo y lo cómodo que resultaría dejarlos extendidos y viajar escuchando el ligero susurro del viento entre las plumas. Para practicar aquella forma de volar no hacía falta una musculatura muy desarrollada, solamente unas buenas alas. Además, también había constatado que aquellos grandes buitres, y las águilas y los cuervos, a veces daban vueltas sin batir las alas, que dejaban extendidas como si planearan, y así ascendían siguiendo una espiral que los llevaba a una gran altura. Había lugares y momentos en los que practicar aquella forma de vuelo, tan poco agotadora, no debía ser muy difícil porque muchos pájaros lo hacían. Siempre, los maestros en el ejercicio de remontar escaleras helicoidales y efectuar largos planeos eran los buitres.

Otras veces, cuando pastoreaba, en vez de buscar las cimas Diego recorría las riberas de los riachuelos vecinos para estudiar el funcionamiento de los molinos de agua. A lo largo del cauce del río Arandilla y algunos de sus afluentes ─el Espeja, el Perales y el Aranzuelo─ se habían construido pequeñas presas para ganar desnivel y canalizar el agua que hacía girar las palas de los rodeznos de los molinos harineros o las cucharas de las ruedas de los batanes, algunos de particulares y otros comunales. El joven pastor dejaba el rebaño al cuidado de sus perros y dedicaba muchas horas a estudiar la altura de la caída, la velocidad del flujo del agua, la uniformidad del giro de las ruedas y el movimiento; la forma y la utilidad de cada una de las piezas de aquellos ingenios le fascinaban. A veces llevaba en el zurrón unos carboncillos ─regalo de sus amigos carpinteros─ y papel de la biblioteca del abuelo y se entretenía dibujando los mecanismos. Por las noches sacaba sus apuntes y a la luz del fogón los analizaba con calma; después los guardaba en el cuarto del abuelo y, con los años, acumuló una extensa colección con los dibujos de casi todos los molinos de agua de la contornada.

Aunque Diego tuvo que abandonar la escuela muy pronto, al morir su padre, acudía con frecuencia a casa de su antiguo maestro, don Sebastián, para que le prestara algún libro o hacerle preguntas. En la biblioteca del abuelo casi todas las obras narraban aventuras de caballeros andantes que se peleaban con dragones o entre ellos y eran historias divertidas que entretenían a su hermana y a Joaquín, pero a Diego le interesaban más los asuntos prácticos. Una de sus lecturas favoritas era el manuscrito de Los veintiún libros de los ingenios y de las máquinas o De machinis y otro libro que le gustaba mucho era el Tratado de los animales terrestres y volátiles y sus propiedades de Gerónimo Cortés; cuando se hizo más mayor y tenía ganas de romperse la cabeza estudiaba geometría y álgebra en el libro de Elementos matemáticos de Pedro Ulloa. Don Sebastián no disponía de una biblioteca muy extensa y, al igual que en la del abuelo, tampoco abundaban libros que se ocuparan de los pájaros, las máquinas o la forma de calcular áreas y volúmenes.

La muerte del abuelo marcó el final de su niñez y el comienzo de una forma de vivir que lo apartaría de su pueblo y de su familia. Sus tíos se fueron de la casa del abuelo; allí quedaron sus hermanos su madre y dos tías solteras. A Diego le encomendaron el cuidado del rebaño y pasaba los días enteros fuera de casa, cuidando de los animales. En la época en la que el tiempo era bueno ni siquiera regresaba a dormir y lo hacía en refugios en el campo o en alguna cueva de la montaña. Fueron años en los que aprendió mucho de los pájaros a fuerza de observarlos y con la ayuda de sus libros conseguiría identificarlos con rapidez. En invierno pasaba más tiempo en casa. Allí colocó su camastro en la esquina que ocupaba la librería del abuelo; en el resto de la habitación dormían tres hermanos suyos. A nadie le interesaban los libros y su madre y sus tías siempre lo criticaban por hundir la cabeza entre páginas durante horas y horas mientras los demás parloteaban, envueltos en mantas, alrededor de la lumbre.

Al cumplir los catorce años empezó a compartir con sus hermanos el cuidado de las churras y aunque las labores en los terruños familiares más fértiles, los de la ribera del Arandilla, lo mantenían muy ocupado, pasaba más tiempo en el pueblo. Eso le permitía acudir con frecuencia a la herrería, donde su amigo Joaquín Barbero ayudaba a su tío, y a la carpintería. Joaquín empezaba a manejarse con soltura con las mazas y a Diego le sorprendió ver cómo era capaz no sólo de fabricar herraduras, con sus ocho agujeros, sino de clavarlas en las pezuñas de las bestias para calzarlas. Los carpinteros le ofrecieron que se quedara a trabajar con ellos, pero su madre no quiso; los Marín tenían tierras y ovejas que cuidar y si él las dejaba todo se echaría a perder: A Diego tampoco le daba mucha ilusión pasarse el día encerrado en el taller tragando serrín. Su amigo Joaquín ya no iba por su casa y no se reunían en la biblioteca del abuelo, que ya era suya, para leer historias de caballeros. Su hermana Elvira y Joaquín, ahora se veían en las verbenas y en las romerías. Se habían hecho mayores.

La vida en el pueblo le permitió dedicar más tiempo a la lectura, o más bien a repasar los libros que le prestaba su maestro, don Sebastián. Una de aquellas noches en las que Diego contemplaba sus dibujos de molinos tuvo una idea que al día siguiente compartiría con el dómine. Sabía que el molino de su pueblo, comparado con otros muchos que había visitado, se beneficiaba de un copioso flujo de agua y que si estrechaba un poco el saetín, para darle más velocidad al chorro que movía las palas del rodezno, el molino ganaría fuerza. Con algo más de fuerza, mediante una leva solidaria con el eje que moviera un vástago, se podía agitar un cedazo para separar la harina del salvado. Como tenía el dibujo del molino lo copió y le añadió las piezas que se le acababan de ocurrir. A don Sebastián le pareció una magnífica idea y no dudó en ir con Diego a ver al alcalde. El molino era de la comunidad y los vecinos lo usaban por turnos de varias horas para triturar sus granos. Poco después el alcalde, don Sebastián y Diego estaban en la carpintería, adonde encargaron las piezas. El corregidor prometió pagar la factura y el carpintero, moviendo la cabeza y de mal grado porque sabía lo que ocurría casi siempre con aquellas promesas, se puso a cortar la madera para construirlas. Diego tomó algunos calibres y se acercó al molino para hacer mediciones y llevárselas al carpintero. Dos días después fue Diego quien hizo las modificaciones en el molino y demostró a los vecinos que aguardaban el turno para moler, al maestro, al alcalde y al carpintero, que el invento funcionaba y así podían ahorrarse el tiempo de las cribas. Al cabo de una semana, todo el pueblo había acudido al molino para ver como al tiempo que molía el grano también separaba la harina del salvado, gracias al invento del hijo de la Catalina. Por primera vez en su vida Diego sintió que su familia le tenía un gran aprecio. Se mostraban orgullosos de su talento y la fama del joven corrió de boca en boca por las riberas de los riachuelos que circundaban el pueblo.

Un día llegó un alcalde con vecinos de otra localidad y hablaron con Diego y después se fueron con él. El inventor regresó al cabo de varios días con rollos de papel debajo del brazo y su zurrón de pastor. Se refugió en el rincón de su biblioteca para desplegar los dibujos en los que había apuntado muchos números, hizo otros, y se pasó por la carpintería y la herrería para encargarles varias piezas. Esta vez traía algo de dinero que les adelantó y les prometió que el resto lo abonaría enseguida que cobrase en el pueblo que le había hecho el pedido. Se fiaron de él y cuando le fabricaron el encargo convino con un carretero que lo llevase, junto con las piezas, al lugar donde tenía que instalarlas: que estaba a media jornada, en carreta, de su pueblo.

Y así fue como Diego Marín se convirtió en un ingeniero hidráulico cuya fama se extendería hacia el este hasta Soria, pasando por el Burgo de Osma, hacia el oeste más allá de Aranda de Duero y hacia el norte hasta Burgos, Pradoluengo, Ezcaray y San Millán de la Cogolla. Viajaba solo en compañía de una mula, su zurrón de pastor y alforjas en las que guardaba pocos enseres y muchos libros, papeles, carboncillos y calibres para tomar medidas. Diego sabía sacarle el mejor partido a cualquier instalación y acertaba con los remedios que ponía en las defectuosas. Para aprovechar bien las corrientes de agua unas veces hacía falta un cubo con un tubo vertical hasta el rodezno y otras un canal con pendiente. Los rodeznos de plano horizontal eran ruedas que funcionaban bien con poca agua; sin embargo, las aceñas de plano vertical aprovechaban mejor las corrientes y con un engranaje de linterna se cambiaba la dirección de la fuerza del eje en noventa grados con lo que casi toda la instalación original servía. Algunos molinos desaprovechaban su fuerza y sus ruedas daban para servir dos o más empiedros. Las estrías y los dibujos de las correras, las móviles, eran muy importantes para conseguir una buena molienda, tanto como la calidad de las piedras y los bronces del gorrón y la rangua (el pivote y el dado o soporte, respectivamente, donde apoya el eje principal del molino sobre un madero o puente). En cada instalación Diego hacía algunos cambios y el rendimiento del molino mejoraba. Pero no solamente prestaba sus servicios como asesor, reparador o diseñador, a los propietarios de molinos de agua sino también a los de batanes. Estas instalaciones servían para enfurtir los tejidos. Solían constar de dos mazos colgados de una viga que una rueda movida por el agua hacía bascular, mediante unas levas en su eje, y que al liberarlos golpeaban con fuerza los tejidos, a remojo en una cuba.

En aquellas tierras se trabajaban paños de lana merina y muy especialmente en Pradoluengo, en la sierra de la Demanda. A orillas del río Oropesa se sucedían los batanes que aprovechaban la corriente fluvial y la transparencia de sus aguas. A veces, Diego se veía involucrado en las disputas que los vecinos mantenían por el uso del agua. En Pradoluengo estuvo a punto de dar con sus huesos en la cárcel de Cerezo por culpa de la disputa de su cliente con un vecino a causa del uso del agua. El vecino era dueño de un prado que regaba desde el río y su cliente ya estaba construyendo el batán con carpinteros vascos que Diego vigilaba. El corregidor de Cerezo, de quién dependía la comarca, dictaminó que el vecino tenía razón y ordenó que se detuvieran las obras. Su obcecado cliente no le hizo caso al mandatario que envió a su alguacil al que tampoco le obedecieron, aquella vez con la connivencia de los vecinos, favorables a la construcción del batán. Al final las obras tuvieron que detenerse y Diego abandonó el lugar porque le aguardaba otro encargo urgente.

Durante muchos años, Diego recorrió aquellas tierras con su mula. Casi siempre dormía en posadas donde ya lo conocían y le pasaban los encargos, aunque algunas noches pernoctaba al sereno envuelto en una gruesa manta junto a una lumbre, debajo de un árbol o dentro de una cueva. Tenía localizados algunos pueblos en los que sabía que el carpintero, el herrero o el cantero, construiría bien su encargo; les bastaban pocas instrucciones de viva voz o unos dibujos simples con las medidas. Y también otros lugares a los que era mejor no acudir. Si el trabajo era complicado, los artesanos del taller le acompañaban a la obra y le ayudaban, si era sencillo él mismo se las arreglaba con las pocas herramientas que llevaba en el zurrón.

Cada cuatro o cinco meses acostumbraba a pasar unos días en Burgos. Allí visitaba bibliotecas que don Sebastián le había recomendado, compraba o encargaba libros que le interesaban y asesoraba a clientes más importantes con proyectos para construir grandes molinos. En Burgos utilizaba la vestimenta que solían llevar los funcionarios del Gobierno y se hospedaba en un hotel de buena reputación.

A su casa de Coruña del Conde regresaba una o dos veces al año. Su madre continuaba en la casa del abuelo; conforme se fueron casando sus hermanos irían abandonando la mansión, aunque algunos se quedaron con sus familias a vivir con ella. Les gustaba llevarles pequeños regalos. Los días que pasaba en casa dormía junto a la biblioteca, en el mismo sitio de antes, pero en compañía de sobrinos más jóvenes en vez de sus hermanos pequeños. Elvira se había casado con Joaquín; ellos dos insistían muchas veces en que se quedara a dormir con ellos porque solamente tenían un chico, la casa era grande y seguro que estaría más cómodo que en el rincón de la biblioteca del abuelo. Joaquín, trabajaba en la herrería de su tío. Don Sebastián, el alcalde y el carpintero se alegraban mucho de verlo, por las tardes todos los días encontraban un rato para charlar en la taberna del pueblo y algunas noches cenaban juntos. Diego aprovechaba esos días para que le fabricaran piezas complicadas de las que traía planos detallados y pasaba muchas horas en los talleres viendo cómo las elaboraban. Antes de marcharse, Diego no se olvidaba de darle a su madre un poco de dinero porque con tanta familia alrededor, nunca le sobraba. Ella ya se había hecho a la idea de que su hijo mayor se parecía algo a su difunto suegro: desvariaba, pero era una buena persona, más trabajador y generoso. Al fin y al cabo había aprendido a ganarse la vida, de un modo extraño, pero sin depender de nadie con lo que la familia tenía un pequeño alivio y, afortunadamente, con los brazos que quedaban tenían bastantes para mantener la hacienda en producción.

Y así pasarían los años hasta 1787. Fue entonces cuando Diego Marín se topó con lo que para él era una nueva ciencia: la de los molinos de aire. En el sur había muchos de aquellos artefactos porque las tierras eran secas y no corría agua, y alguno había visto en los lugares por los que transitaba, pero no eran su especialidad y tenía tanto trabajo con las máquinas hidráulicas de moler, los batanes y hasta con unas sierras de cortar mármol que le habían encargado en Espejón que no estaba en condiciones de ampliar el repertorio de encargos. Sin embargo, en Burgos, cayó en sus manos un manuscrito técnico dedicado a esos molinos. Le costó bastante comprender cómo hacía el viento para que las palas girasen porque, a diferencia de los hidráulicos, para que funcionaran bien, el aire tenía que incidir perpendicularmente al plano de las aspas. Él las hubiera colocado como las cucharas de las aceñas: con todas las palas soportando de frente el empuje del viento, con el inconveniente de que media circunferencia tendría que resguardarse del aire al igual que las ruedas hidráulicas verticales en las que la mitad del círculo quedaba fuera del agua; pero no estaban así. Al observar su disposición con más detalle se dio cuenta que las velas de los molinos de viento tenían una inclinación con respecto al plano perpendicular al eje que transmite el movimiento, en algunos casos bastante acusada. La estructura de madera de las velas, servía para sujetar los lienzos de tela que recogían el aire. Cuando las velas de los molinos giraban, con el viento soplando de frente, la rotación inducía otro viento, de forma que la composición de los dos sobre la vela resultaba en un viento aparente sobre el lienzo con una dirección que ya no era la del viento real. La rotación hacía que el viento aparente sobre la vela se acercara al plano perpendicular al eje de las aspas. Este efecto era mayor en las puntas de la vela que cerca del eje porque allí la velocidad era más grande. Y esa corriente de aire producía en la vela una fuerza que tiraba de ella para que girase y con toda seguridad otra que la empujaba hacia atrás y que soportaba el eje del molino. Diego hizo muchos dibujos y composiciones y llegó a la conclusión de que los molinos le estaban diciendo que, cuando el viento incidía sobre una superficie plana o poco curvada, generaba sobre dicha superficie una fuerza en la dirección del viento aparente y otra perpendicular a la anterior. Si el viento incidía perpendicularmente sobre la superficie, la fuerza lateral era nula. Cuando el ángulo de incidencia disminuía la fuerza lateral aumentaba. Durante varios meses Diego continuaría pensando sobre el asunto y llegó a la conclusión de que lo que ocurría con el aire también tenía que suceder en el agua. Y comprobó que si colocaba una placa delgada de madera en el seno de una corriente, si el flujo del agua incidía perpendicularmente contra la tabla la fuerza era hacia atrás, pero al inclinarla y hacer que la corriente incidiera sobre la tabla con un ángulo menor, la fuerza del agua sobre la tabla tenía dos componentes: una en la dirección que corría el agua y otra perpendicular a ella. En el trasfondo de todas sus cavilaciones subyacía el vuelo de los pájaros, un ejercicio que con tanto interés había contemplado durante sus años de pastoreo. Siempre pensó que, si a los pájaros les bastaba con extender las alas para flotar en el aire, los aleteos tendrían como misión principal la de empujarse y ganar velocidad, o mantenerla si el viento era escaso. Poco a poco, Diego encontraría las respuestas a las preguntas que siempre se había hecho en relación con el vuelo. Sabía que las hogueras calentaban el aire y que al aumentar la temperatura este fluido se elevaba. Si aceptaba la existencia de chorros ascendentes de aire ─algo que ya intuía─ podía componer ángulos de incidencia del viento aparente en las alas de los buitres y las águilas capaces de producir fuerzas que explicaban perfectamente su movimiento de ascenso en espiral. Con mucha imaginación y paciencia, Diego, compuso los esquemas básicos de fuerzas que explicaban el vuelo de los pájaros en las situaciones de planeo y de remonte ─cuando la corriente de aire tenía una componente ascendente. El vuelo con batimiento de las alas se le hacía más complicado de entender, aunque concluyó que guardaba una relación directa con la propulsión. Diego había observado que prácticamente siempre que los pájaros batían las alas era para ganar velocidad o para mantenerla.

A lo largo de la primavera de 1787, Diego dejó de aceptar encargos de trabajos para el verano porque tenía intención de regresar al pueblo y desarrollar aquel otro proyecto en el que no dejaba de pensar ni un solo instante. Disponía de ahorros suficientes para llevar a la práctica lo que sería el sueño de su vida: la construcción de una máquina de volar. A principios del verano, cuando finalizó el último compromiso se instaló en Coruña del Conde. Aquella vez sí que aceptó la invitación de Elvira y Joaquín y ocupó una pequeña habitación situada en el primer piso de la casa de su hermana y su marido, el ayudante del herrero. La vivienda era amplia y contaba con un pequeño corral, en la parte trasera, donde hacía tiempo ya que no se criaban animales. Diego les explicó a sus anfitriones cuáles eran sus planes que, en cuestión de algunos meses, pensaba que podría concluir. También fue a ver a don Sebastián, su maestro, para darle cuenta de los proyectos que tenía en mente. Su entusiasmo era contagioso y todos le animaron porque sabían que cuando a Diego se le metía algo en la cabeza nadie podía hacerle desistir, además de que siempre iniciaba proyectos que estaban al alcance de sus conocimientos y recursos económicos; no era una persona que se dejara llevar por arrebatos sin sentido. Aun así, el proyecto de la construcción de una máquina capaz de surcar el aire, como los pájaros, con un hombre a bordo, les pareció a todos algo extraordinariamente ambicioso y, aunque se comprometieron a prestarle el apoyo que pudiesen, coincidieron en que sería mejor no hacerlo público. Si en el pueblo se enteraban de los planes de Diego sería imposible librarse de un montón de curiosos que ─en el mejor de los casos─ entorpecerían el desarrollo de los trabajos. En algún momento la gente se tendría que dar cuenta de lo que ocurría, pero cuando más tarde mejor. La madre de Diego y sus hermanos se preguntaron los motivos por los que el joven se había ido a vivir a casa de Elvira y Joaquín, después de tantos años de viajar por la comarca arreglando molinos y batanes sin aparecer apenas por el pueblo. Sus amigos y la gente también y, hasta el cura don Emilio, se interesó por las razones que lo habían devuelto al pueblo. A todos les dijo que tenía un proyecto muy importante en Aranda de Duero para el que necesitaba que le fabricaran algunas piezas en la herrería y hacer planos. Todo eso le llevaría bastante tiempo, hasta bien entrado el otoño. La gente se encogía de hombros con aquellas explicaciones.

Siempre que se enfrentaba a un problema, Diego había aprendido a proceder con orden. Los asuntos complicados había que dividirlos en varios de menor complejidad. Las actividades para la construcción de su máquina voladora las había agrupado en cuatro: toma de datos, diseño detallado del planeador, construcción y, finalmente, pruebas y ajustes previos al vuelo. Diego quería fabrican una máquina que se pareciera en todo lo posible a los pájaros planeadores, como el águila y el buitre y necesitaba información muy detallada del peso de estos animales, así como de la superficie y forma de sus alas. Poco antes del amanecer salía al campo con el zurrón repleto de trampas, inventadas por él con la ayuda de su cuñado. Eran cepos y mecanismos que desplegaban redes diseñados para atrapar águilas, alimoches, cigüeñas o buitres. Había varios tipos de águila, la real, la imperial o la perdicera y también otra rapaz que a Diego le interesaba bastante: el aguilucho cenizo. Las cigüeñas siempre le inspiraban mucho respeto y únicamente apresó dos. Los búhos reales son nocturnos y para capturarlos tenía que dejar las trampas al final de la tarde y recogerlos al amanecer; también caerían dos de estas rapaces en su zurrón. Los pájaros más grandes eran los buitres leonados que, según había leído Diego en los libros, podían pesar hasta una arroba , pero no cogió ninguno que superase las 14 libras . Cuando regresaba a casa con sus pájaros a cuestas, al atardecer, iba directo al taller para aprovechar las últimas luces y pesarlos; después los extendía encima de una tabla en la que había colocado papel, previamente cuadriculado, y dibujaba el contorno de medio pájaro, con el ala extendida y bien clavada, utilizando un carboncillo. Joaquín volvía del taller cuando ya era de noche y le traía alguno de aquellos mecanismos para cazar pájaros, que entre los dos inventaban a ratos; Diego le hacía sus comentarios acerca del funcionamiento de las trampas y le daba, para que las reparase, las que habían sufrido daños en el campo. Después se sentaban los tres a cenar y hablaban de sus cosas. Antes de dormir, Diego sacaba sus papeles, tomaba una pluma y a la luz de una antorcha hacía algunos cálculos. Primero contaba el número de cuadrados que quedaban dentro del contorno del ala en cada dibujo y anotaba la cifra justo debajo de la del peso del animal, que ya lo había escrito con el carboncillo. Hacía una división entre el peso y el número de cuadrados encerrados en las alas y el resultado también lo dejaba anotado en el mismo papel. En la esquina superior izquierda apuntaba la especie del ave y la fecha. Con el tiempo se daría cuenta de que las plumas de las alas de las aves que cazaba le valdrían para cubrir las de su planeador, eran muy ligeras, y también que en vez de dibujar el contorno con un carboncillo para calcular el área podía limitarse a pesar el plumaje que las recubría; la superficie de sus alas y el peso de las plumas guardaban una proporción directa. Durante un par de meses, Diego atrapó y pesó más de un centenar de grandes pájaros. Las águilas pesaban entre 4 y 12 libras y con las alas extendidas de punta a punta (envergadura) medían de 5 a 8 pies , aproximadamente. Las dos cigüeñas pesaban alrededor de 8 libras y la envergadura de las alas se acercaba a los 8 pies . El problema con los buitres era el olor y después del tercero su hermana le pidió por favor que no trajera más. No es que los otros pájaros exhalaran delicados perfumes, pero los piojos del buitre tenían un tamaño extraordinario y el pestazo resultaba no sólo insoportable sino también muy persistente. La envergadura de las alas de los carroñeros pasaba de los 7 pies.

A mediados de septiembre de aquel año de 1787 Diego haría lo que creyó que fue su primer gran descubrimiento aeronáutico. Un domingo de septiembre, que todavía hacía calor, salieron a comer al campo Diego, Joaquín, Elvira con su hijo y don Sebastián con su mujer y lo niños. El cura, don Emilio, se las arregló para incorporarse al grupo, atraído por el olorcillo de la grasa de las chuletas cuando se quemaba en las brasas. Las mujeres parloteaban sentadas en el suelo sobre una manta y los hombres andaban un poco más desperdigados, algunos tumbados en la yerba y otros con la espalda apoyada en el tronco de un chopo. Lo chicos se habían escabullido río arriba, en busca de cangrejos. Después de comer el sueño ya había vencido a Joaquín que dormitaba extendido sobre el verde y Diego se acercó a Sebastián porque tenía que contarle algo que aún no sabía nadie más que él. Quizá no era un momento oportuno porque el maestro tenía los ojos entornados y pretendía acomodarse en el sopor de una siesta, pero al inventor le carcomía la necesidad de hablar sobre aquel asunto al que llevaba dándole vueltas durante una semana entera. Y es que durante los últimos siete días, Diego ya no había salido a cazar pájaros. Estuvo dedicado, exclusivamente, a repasar los cálculos que figuraban en sus láminas y clasificar la colección de dibujos apilados en el suelo del dormitorio al lado del camastro de su habitación. Un número bailaba en su cabeza como un fantasma, quizá porque no podía ser más simple y eso lo convertía en misterioso y extraño. Diego se sentó junto a su antiguo maestro, Sebastián, y después de cerciorarse de que estaba suficientemente despierto le dijo que necesitaba compartir con él un secreto relacionado con el vuelo de los pájaros. El maestro lo miró con extrañeza y más aún cuando con el rosto muy serio, Diego, le susurró: «Una libra por pie cuadrado». La cara de susto de Sebastián y el aura misteriosa que irradiaba el inventor debieron atraer la instintiva atención que don Emilio ponía en todo cuanto se saliera de lo ordinario. Antes de que Diego pudiera evitarlo el cura ya formaba parte del círculo íntimo en el que el inventor desvelaba su más preciado hallazgo. Para casi todas las águilas cuyo peso rondaba las 8 libras, se cumplía que el animal tenía unas alas de poco menos que otros tantos pies cuadrados; por lo tanto, el reparto de peso se hacía de forma que cada libra contaba con un pie cuadrado de ala, aproximadamente. Esa era la proporción, Diego no tenía la menor duda: su máquina de volar necesitaría unas alas con una superficie en pies cuya cifra debería ser parecida al monto de su peso más el del aparato, expresado en libras. Sebastián no dijo nada, aunque estaba muy despierto, pero don Emilio no pudo contenerse. Miró a Diego con severidad y se extendió en un largo discurso en el que se refirió a las prácticas de la brujería, las cábalas y los números mágicos. El cura había oído, por comentarios que hacía la gente, acerca del trajín que se llevaba Diego acarreando pájaros muy grandes que luego medía, pesaba y dibujaba. No sabía bien si los abría para estudiar el color de sus vísceras, pero le advirtió que parecían comportamientos poco piadosos. Dios castigó al hijo de Ícaro cuando trató de elevarse hacia el Sol, eso debía tomarlo como una advertencia, pero lo que a don Emilio se le antojaba muy peligroso era la utilización de números mágicos, que no podían ser otra cosa distinta a obra del Maléfico. Por eso, le rogaba, de todo corazón, que abandonara aquella locura de fabricar una máquina para alzarse por los aires. Tanto Sebastián como Diego dejaron hablar al sacerdote y prefirieron callar porque sabían por experiencia que era mucho peor discutir con él. El maestro le acercó la bota de vino al cura para ver si lograba apaciguarlo. Don Emilio no pudo resistirse y después de darle unos golpecitos en el hombro a Diego, para animarlo y rematar el sermón, levantó la bota extendiendo los brazos, abrió la boca y echó un largo trago de vino, se limpió los labios con la mano y los tres dieron por concluida aquella conversación.

Al día siguiente por la tarde Sebastián fue a ver a Diego un par de horas antes de la puesta del sol. Estaban solos en el corral. El inventor sacó los dibujos, se los enseñó a su maestro y amigo y le pormenorizó cómo había medido y calculado la superficie de las alas y las conclusiones a las que había llegado. Como estas superficies tenían que sujetar al pájaro en el aire, al inventor le pareció que la cantidad de peso que soportaban las alas por unidad de superficie era una característica muy importante de los voladores. Sus mediciones mostraban que conforme aumentaba el peso de los pájaros también se incrementaba este parámetro y que el mágico número de una libra de peso por pie cuadrado de ala se correspondía con las águilas que más le interesaban. Diego había llegado a la conclusión de que si la máquina no pesaba más de 75 libras ─a las que habría que añadir las suyas que eran 164─ las alas deberían desplegar una superficie entre 200 y 239 pies cuadrados. Saber eso era un gran paso adelante. El problema que le planteaba semejante hallazgo era que unas alas con dicha superficie, fabricadas a escala tomando como modelo a las águilas, se extenderían, de punta a punta, unas 13 varas. Y estaba seguro de que, con aquellas dimensiones, el aparato no lo podría manejar y se rompería. El maestro se mostró de acuerdo en que un artilugio de aquellas proporciones ─que además tenía que ser muy ligero─ resultaría frágil.

Cuando llegó el otoño de 1787 Diego no sabía qué hacer con su invento. Había pasado del entusiasmo por el gran descubrimiento de un número mágico y secreto, que le abría las puertas de la navegación aérea, al desconcierto absoluto. La opinión de Joaquín coincidía con la de Sebastián: no merecía la pena fabricar un artefacto con alas de seis varas y media de longitud a cada lado: se rompería a poco que arreciara el viento o resultaría tan pesado que no levantaría jamás el vuelo. Diego tampoco se sintió con ánimo para reiniciar sus actividades anteriores y decidió pasar el invierno en el pueblo. No quería ser una carga para nadie, fue a ver a su madre y le dijo que pensaba regresar a casa donde aún seguían viviendo dos de sus hermanos: Nicolás y Bernardo. Se ofreció a cuidar de las ovejas durante lo que quedaba del otoño y el invierno. Pero antes de instalarse en la rinconera del abuelo, en donde sus libros seguían en los mismos anaqueles de siempre, viajó a Burgos para visitar las bibliotecas y comprar libros que trataran sobre pájaros. Allí encontró, de casualidad, unas láminas con dibujos de murciélagos, que él sabía que no eran como las aves porque no se reproducían poniendo huevos, pero las adquirió y se las llevó a su pueblo junto con los textos.

Durante los meses de invierno, como las noches eran muy largas, Diego tuvo tiempo de leer y estudiar la forma de las alas de muchos pájaros. Los más grandes, como los cisnes, tenían las alas proporcionalmente más anchas y cortas que las águilas. Daba la impresión de que conforme aumentaba el peso de los voladores la naturaleza les empequeñecía las alas en proporción a su volumen. Hizo muchos dibujos y diseñó unas alas menos alargadas, pero con la superficie que había calculado que necesitaría un águila que pesara 239 libras y que estimó en 204 pies cuadrados. La envergadura la limitó a 8 varas. Aquellos apéndices se parecían más a las de los murciélagos que a las de las águilas.

En primavera, Diego construyó una versión de su aeronave, a escala reducida, con dos varas de envergadura, hecha de madera, varillas de alambre y recubierta de plumas que embadurnó con una especie de cola, parecida a la que utilizaban los carpinteros. El inventor seguía durmiendo en la casa familiar y utilizó el corral de su cuñado Joaquín para fabricar el modelo. Cuando lo terminó, a la semana siguiente de san Isidro, le encargó al herrero un armazón, desmontable, para colgarlo y medir la fuerza del viento sobre el aparato, en dos direcciones: vertical y horizontal. De noche, cuando nadie podía verlo, se fue llevando las partes del artefacto, balanzas para medir fuerzas, algunos cabos, poleas, plumas, cola, alambres y maderos, a un refugio alejado del pueblo, en un lugar de la montaña al que solía acudir con su rebaño. Diego no quería que los vecinos se enterasen de lo que hacía y tan solo Sebastián, Joaquín y su hermana estaban al corriente de los experimentos del pastor. En verano a nadie le extrañaba que Diego desapareciera durante varios días con su rebaño. En la soledad de la montaña el joven inventor tenía mucho tiempo para ajustar los escasos recursos de que disponía de forma que le sirvieran a sus propósitos. Diego estaba acostumbrado a entenderse con las máquinas y muy pronto halló el modo de sujetar su aeronave y colocar la balanza, de la que tiraba un cabo que pasaba por una polea, para medir la fuerza vertical, hacía arriba, cuando soplaba el viento. Y de forma análoga conseguiría medir la fuerza en el sentido horizontal, hacia atrás. Construyó un artilugio muy sencillo, que consistía en una placa de un pie cuadrado que colocaba perpendicular a la dirección del viento para medir la fuerza del aire sobre aquella superficie y esa medición siempre la anotaba junto a la de las fuerzas horizontales o verticales. Y así, durante los meses del verano, hizo unas tablas en las que para distintas fuerzas, o velocidades del viento, Diego anotó las que soportaba su modelo de aeronave, hacía arriba y hacia atrás.

Pasó el verano y llegó el otoño; Diego guardó los instrumentos, los artilugios y el modelo, en el refugio de la montaña, cogió las tablas que había confeccionado y fue a visitar a su profesor: Sebastián. Le enseñó los datos y le hizo partícipe de su preocupación de que, para que las alas desarrollaran la fuerza necesaria capaz de soportarlo, la velocidad del aire tenía que ser bastante elevada. Tanto que aún no había conseguido encontrar un solo día en el que el viento soplara con esa fuerza, solamente algunas ráfagas la alclanzaban. Quizá tendría que fabricar unas alas aún más grandes de lo que había estimado. Sebastián lo miró pensativo y le dijo que si se fijaba en sus números la fuerza aumentaba muy de prisa, no haría falta mucho más viento para soportarlo. A su maestro no le preocupaba tanto la velocidad sino la geometría del aparato. Le preguntó que dónde se iba a colocar él. Diego no estaba muy seguro del sito exacto. La fuerza aerodinámica hacia arriba parecía estar como a una cuarta del borde de las alas, por lo que había podido comprobar con sus experimentos y el peso como a la mitad. Entre esos dos puntos tendría que ubicarse él, siempre podría moverse hacia delante o atrás si hiciera falta. Otro aspecto que discutió con su maestro era la fuerza hacia atrás, la horizontal, la resistencia del viento. Sebastián le dijo que, cuando se montara en el aparato, esa fuerza sería mayor; algo que Diego ya imaginaba. Pero, le sorprendió que la resistencia, o fuerza horizontal, era como unas 15 veces más pequeña que la sustentación, o fuerza vertical. Eso significaba que, para mantener la velocidad, debería empujar el aparato con una fuerza de 15 a 20 libras. Sabía que los pájaros lo hacían batiendo las alas. Sebastián y él llegaron a la conclusión de que bastaría con abatir una décima parte de la superficie, en las puntas. Sin propulsión, con las alas completamente extendidas, Sebastián le explicó que caería a razón de una vara por cada quince que adelantase.

Las discusiones entre Diego y Sebastián acerca del diseño del aparato se prolongarían durante todo el otoño y el invierno. En febrero de 1789 el inventor finalizó un dibujo muy detallado de cómo sería su próxima nave de volar. Fue a ver al herrero y discutieron el modo de fabricar una estructura lo más ligera posible. A Sebastián se le ocurrió que el único modo de quitarle peso sería mediante riostras, o cables, que desde el fondo del cesto, donde pensaba ubicarse el piloto, sujetaran los largueros para evitar que se combaran excesivamente hacia arriba. Al herrero le parecería una solución muy original.

Sin embargo, aquella primavera de 1789, Diego tuvo que ausentarse del pueblo porque un batán, cerca de Pradoluengo, necesitaba una reparación urgente que nadie sabía hacer. Al inventor se le habían acabado los ahorros y era consciente de que aún necesitaba hacer más experimentos antes de construir la máquina de volar que ya tenía bastante bien pergeñada en su mente. Después de arreglar el batán aceptó otros encargos y su vida volvió a convertirse en un ir y venir de los talleres que le fabricaban las piezas a las instalaciones donde las montaba, siempre a lomos de su mulo. Así transcurrirían cerca de tres años.

Poco antes de la primavera de 1792 Diego Marín regresó a su pueblo con la firme decisión de construir y volar con su máquina. Contaba con el dinero suficiente y los planos detallados del invento que deseaba fabricar. Esta vez se instaló en casa de Joaquín y su hermana donde se sentía más protegido de las miradas de los curiosos.

Su regreso al pueblo volvió a desencadenar murmullos y maledicencias en los círculos de siempre. Diego procuró mantenerse al margen. Quería aprovechar el buen tiempo para efectuar ensayos en su antiguo refugio, que ya tenía pensados, y el invierno para construir el aparato que había diseñado, con las correcciones necesarias en función de los resultados de los últimos experimentos. Encontró los instrumentos, el modelo del planeador, los cabos y las poleas, tal y como los dejó, hacía ya tres años. Al parecer, nadie había entrado en el refugio porque todo seguía igual. Lo primero que hizo fue cambiar la forma del pequeño modelo para que se ajustara a su último diseño. En el nuevo modelo, incluyó la cesta entre las alas y el armazón de hierro en donde se ubicaría él, como piloto.

Diego desplegó otra vez su laboratorio y se puso a trabajar con muchas ganas. Se sentía un hombre feliz, ajustando las balanzas, tomando medidas de las fuerzas, allí en la soledad de la cumbre montañosa desde donde divisaba las llanuras, cerca de los pájaros que pretendía emular. Pasaba diez o doce días seguidos sin ver a nadie, alimentándose de frutos secos que había transportado en su zurrón, algunas bayas que recogía entre los matorrales y los conejos que podía cazar. Acarreaba el agua en una pareja de cántaros que llenaba en una fuente cercana; por las noches ─después de cenar junto a la cocina de piedras donde encendía la lumbre para asar los conejos─ se enrollaba en una manta sobre un jergón de esparto bajo el cobertizo y, al amanecer, ya estaba preparando sus instrumentos para efectuar mediciones. Casi siempre, antes de que se cumplieran las dos semanas de aislamiento regresaba a casa de su cuñado donde pasaba dos o tres días. Allí equilibraba su dieta comiendo pan y dulces, visitaba la barbería, compraba hilo, telas, agujas o cualquier otra cosa que le hiciera falta, pasaba muchas horas con Sebastián, casi siempre después de la cena, y dormía hasta que el sol empezaba a calentar.

Procuraba que lo viesen poco los vecinos del pueblo, aunque sabían que estaba de vuelta y en todas partes hablaban de él. Había un grupo de personas para quienes su presencia era un motivo de preocupación porque equivalía a un anuncio de que algo malo iba a ocurrir. Era gente que enseguida corría a decirle a don Emilio, el cura, de que el hijo de la Catalina, el mecánico embrujado, andaba por el pueblo urdiendo algo que no les depararía nada bueno. Don Emilio asentía con la cabeza y procuraba tranquilizar a sus paisanos, por las tardes rezaba algunas avemarías por Diego y se pasaba por la casa de la madre para preguntarle por su paradero. Ella prefería decir que no lo sabía, antes de confesarle que dormía en casa de Elvira y su marido, Joaquín. El cura, que estaba al cabo del lugar donde se hospedaba Diego, cuando acudía a casa de su madre era por ver si averiguaba algo más relacionado con su estancia en la villa. Sin embargo, aquella vez nadie, excepto el círculo más próximo al inventor, supo qué hacía en el pueblo ni a qué había ido. Diego aparecía y desaparecía como por ensalmo. Los viajes entre el pueblo y el refugio los hacía siempre por la noche y tomando las máximas precauciones para que nadie lo siguiera.

En el mes de octubre dio por concluidos sus experimentos y desmontó el laboratorio del refugio. Esta vez no dejó nada, en varios viajes se llevó todo el material a casa de Joaquín y lo almacenó en el corral. Diego corrigió el diseño inicial y dibujó los planos detallados de su aeronave. Con una envergadura de 8 varas, la superficie alar, junto con la cola, desplegaba algo más de 200 pies cuadrados. En las puntas de las alas dos apéndices articulados se podían mover hacia arriba y abajo, gracias a un mecanismo controlado por manivelas desde la posición del piloto. Este iba sentado en una tabla horizontal ubicada en una especie de armazón que se abría entre las dos alas al que se fijaban, por la parte de abajo, las riostras que sujetaban el larguero principal; el anclaje se hacía justo en el punto donde acababa el cuerpo del ala y se encontraba la articulación de los planos móviles. El diseño estaba hecho para que el piloto entrase en el armazón central agachado e introdujera la cabeza entre dos correajes que se apoyarían en sus hombros y al levantarse, la aeronave quedaría suspendida en el aire, sujeta por las correas. En esa posición, el piloto pasaba unas cinchas, que colgaban de un arco encima de su cabeza, por debajo de los brazos, para no precipitarse al vacío cuando sus pies perdieran el contacto con el suelo. Se suponía que el piloto tendría que iniciar una pequeña carrera hacia el viento y saltar por la ladera de una montaña o por un cortado. Una vez en el aire, tomaría asiento en la tabla de madera y accionaría las manivelas que batían los extremos de las alas o movería la cola con los pies, metidos en unos estribos.

Primero, Diego le explicó a Joaquín el diseño y después los dos se fueron a ver al herrero. La estructura del armazón central, los estribos y manivelas, así como los largueros principales de las alas, las bisagras y el mecanismo para batir las puntas las tenían que fabricar en la herrería. Para aligerar peso, las costillas y los bordes de ataque y de salida de las alas eran piezas de madera y el entramado a base de hilos de alambre a los que se sujetaban las plumas que después se barnizarían con cola. Decidieron montar el aparato en la trastienda de la herrería, otro corral vacío, y llevar allí las piezas que fabricaría el carpintero. Al herrero le entusiasmó el proyecto y se comprometió a finalizarlo en un par de meses. Propuso algunas pequeñas modificaciones que Diego aceptó sin ningún problema. Una de ellas fue hacerlo desmontable, con tres piezas: las dos alas y el armazón del piloto unido a la cola. Ideó un sistema muy sencillo y robusto para ensamblarlas. La construcción no fue tan fácil como creyeron en un principio. Muy pronto se dieron cuenta de que cada larguero, un voladizo de cuatro varas presentaba una flecha muy acusada y para resolver aquel problema, sin incrementar demasiado el peso, le darían una sección en forma de ‘T’, cerca del encastre más alargada y conforme se aproximaba al extremo, un poco menos. Los cambios hicieron que los dos meses se convirtieran en más de cuatro y hasta febrero Joaquín y Diego no pudieron empezar a cubrir de plumas las alas, un trabajo muy laborioso. Diego ya contaba con algunos sacos de plumas que había traído del refugio, pero se quedaron sin material y en marzo se vieron obligados a perseguir águilas por toda la contornada, con cepos y redes, hasta que terminaron de emplumar la aeronave del inventor, ya a finales de abril.

El pueblo estaba muy agitado porque, aunque a casi nadie le dejaron entrar en el corral de la herrería, todo el mundo sabía lo que allí se estaba fabricando. Y no verlo era incluso peor, la gente se imaginaba que aquella máquina poseía un aspecto diabólico. Sebastián tuvo una idea que al herrero y a Joaquín les pareció que era muy buena y, después de que Diego les diera su conformidad, delegaron en Joaquín para que fuese a hablar con don Emilio y le pidiera que bendijera el artefacto que ya estaba prácticamente terminado. En el pueblo se echaban bendiciones a los animales, los carros, las casas, los molinos y los batanes y no había ninguna razón por la que no se pudiera hacer lo mismo con la aeronave de Diego. A don Emilio se le debió hacer un nudo en la garganta, pero no dijo que no. En la primera semana de mayo se acercó a la herrería y le dio muchas vueltas al artefacto que olía a cola y brillaba porque acababan de barnizarlo. Diego le explicó al cura cómo funcionaba, pero el sacerdote siguió sin pronunciar ni una sola palabra. Miraba el aparato con mucha prevención. No se atrevió a sacar el hisopo que traía en una bolsa, junto con una botella de agua bendita. Dijo que no estaba muy seguro de que pudiera bendecir un ingenio como aquel, teniendo en cuenta el uso que se le quería dar, y que debía consultar con el obispo, antes de hacerlo. Diego, Joaquín y el herrero, pensaron que don Emilio no consultaría con nadie, el obispo se encontraba muy lejos y el cura ya había condenado al pobre artefacto. Sebastián no estaba con ellos porque el maestro y el cura se llevaban mal; no querían irritar con su presencia al sacerdote. Don Emilio se marchó sin echarle ninguna bendición a la aeronave, pero sí pasó, antes de regresar a la iglesia, por casa de Catalina, la madre de Diego, para advertirle que le aconsejara al inventor que abandonara su proyecto. La pobre mujer, que sabía que no convencería a su hijo, fue a casa de Joaquín y Elvira para llorar un rato, desconsolada. Cuando Joaquín y Diego volvieron de la herrería, Catalina ya se había marchado y se encontraron a Elvira con el rostro muy serio y alguna lagrimilla en los ojos. Cenaron los tres, muy callados, porque eran conscientes de que el cura había tomado partido y abanderaba el pelotón de los que no parecían dispuestos a que Diego realizara sus experimentos en el pueblo. Mientras el artefacto estuviera en la trastienda de la herrería no había ningún problema, pero cuando saliera de allí podía organizarse una gran algarada.

Al día siguiente de que ocurriera el episodio en la herrería con don Emilio, se reunieron en casa de Sebastián como acostumbraban a hacer, después de la cena. A la reunión acudieron Joaquín, el herrero, y dos amigos más que simpatizaban con Diego, además del inventor. Este último dijo que su plan era lanzarse desde el cerro del castillo ─mejor por la noche para evitar a los curiosos─ un día que soplara el viento, fresco, pero antes quería llevar allí el aparato y comprobar que todo funcionaba bien. El 10 de mayo viernes la luna mudaba, no había luna, por lo que la noche sería muy oscura. Si soplaba algo de viento transportaría el aparato al castillo para probarlo. Un buen día para el vuelo definitivo era el 15 por la noche, festividad de san Isidro, ya que la gente habría bebido y comido en abundancia durante las celebraciones y la luna tampoco estaría muy crecida; pero todo dependería del viento. Diego les explicó que pensaba volar hasta Burgo de Osma y de allí a Soria. Calculaba que en menos de tres horas llegaría al Burgo, pero de noche no había corrientes ascendentes y no le quedaría otro remedio que mover las manivelas durante todo el vuelo. Allí descansaría un día entero. La jornada siguiente buscaría un altozano desde el que lanzarse al aire y para llegar a Soria se auxiliaría de alguna térmica, como hacían los pájaros: ganaría altura y después se dejaría caer plácidamente un largo trecho, sin mover las manivelas. Así que tardaría tres días en llegar a Soria ─donde pensaba quedarse dos jornadas completas─ y añadiendo otros tres de regreso, el viaje le llevaría unos ocho días. A Sebastián le preocupaba el revuelo que podía organizarse en el Burgo cuando lo viesen salir, o a su llegada a Soria. Tenía miedo de que la gente se abalanzara sobre Diego y su artefacto y los quemaran en una hoguera a los dos juntos. Verlo descender del cielo, rodeado de plumas, sería un espectáculo que causaría una profunda impresión a aquellas gentes y su reacción era imprevisible. Teniendo en cuenta lo que ya estaba pasando en el pueblo, sin que nadie lo hubiera visto volar, a Sebastián le horrorizaba imaginarse la recepción que pudieran darle los sorianos. El maestro compartió en voz alta aquellas preocupaciones y todos asintieron con la cabeza, en silencio porque no sabían que decir. Diego insistió en que procuraría pasar desapercibido.

El día 10 de mayo por la noche no hizo mucho viento, pero decidieron sacar el artefacto de la herrería, llevarlo al castillo y montarlo allí. Diego se metió dentro del armazón, se abrochó las correas y comprobó que era capaz de llevar colgado de los hombros el aparato de volar. Incluso se atrevió a correr un poco a barlovento y sintió la fuerza del aire en las alas y como se aligeraba la carga sobre sus hombros. Sus amigos aprendieron a correr a su lado, sujetándole las alas para aliviarle el peso y acelerar el paso. Después de algunas carreras decidieron desmontar el aparato y llevarlo a casa de Joaquín antes de que el vecindario se despertara y corriese la voz de lo que estaban haciendo.

El día de la fiesta de san Isidro, Diego y sus amigos se mezclaron con la gente del pueblo y participaron en las celebraciones. Por la tarde hacía poco viento; el inventor pasó el recado a sus allegados de que por la noche no volaría. Sin embargo, después de cenar arreció el viento y Diego no se podía dormir. Pasadas las doce de la noche, ya de madrugada, se levantó de la cama y salió a la calle. El pueblo estaba oscuro, del pequeño gajo de luna creciente tan solo se veía una mancha clara detrás de las nubes y en los chopos del río bailaban las hojas entre alegres susurros. Burgo de Osma quedaba al sureste, un poco más a la derecha de la dirección que venía el viento. Diego pensó que había llegado el momento, podía hacerlo solo, sin la ayuda de nadie. Joaquín y su hermana Elvira lo sorprendieron cuando salía a la calle con un ala del aparato. Enseguida se aprestaron a ayudarlo y en veinte minutos ya estaban los tres en el castillo con la aeronave montada, algo asustados. Se orientaron a barlovento, en un punto entre la iglesia de San Martín, a su izquierda, y la ermita del Santo Cristo, a la derecha. Desde el borde de la pequeña explanada se adivinaban las sombras de las últimas casas del pueblo, muy cerca, y los árboles, que eran unos bultos negros que se mecían al compás del viento a orillas del río, quedaban algo más lejos.

Diego ya se había sujetado las correas y llevaba a cuestas su aeronave. Se acercó al borde del cortado, desde donde pensaba saltar. Luego dio diez o doce pasos hacia atrás; le dijo a su hermana y a Joaquín que él echaría a correr cuando el viento arreciara y que ellos le ayudaran a soportar el peso, uno en cada ala. Ya sabían qué tenían que hacer. Diego estaba muy tranquilo, les dio la mano y les recordó que tardaría ocho días en regresar. La ráfaga de viento se anunció en las choperas del río. El inventor echó a correr con sus acompañantes a los lados y cuando llegó al borde de la planicie saltó con fuerza.

Diego notó como su aparato tiraba de las correas que lo sujetaban y logró sentarse en el banco de madera. El ala derecha bajó, su instinto le dijo que tenía que moverse hacia la izquierda, lo hizo, y el ala volvió a su sitio. El aparato levantó el morro; Diego se echó un poco hacia adelante para bajarlo. Notó como aumentaba la velocidad, los chopos se acercaban, se movió hacia atrás, el morro se elevó un poco, ya no descendía tan rápido. Entonces se acordó de que su aeronave estaba equipada con mandos de control. Metió los pies en los estribos, empujó uno, el de bajar y el morro se fue a tierra, empujó el otro para levantar el hocico de su extraña montura y al comprobar que la bestia le obedecía el corazón de Diego empezó a latir más deprisa. De golpe se dio cuenta de que tenía unas manivelas que necesitaba hacerlas girar para impulsarse, ganar velocidad y ascender. Después de dar varias vueltas a los manubrios comprobó que seguía perdiendo altura; cruzó el río rozando las copas de los chopos, metió con fuerza el pie del estribo para levantar el morro al tiempo que giraba las manivelas a toda velocidad. Oyó un chasquido en el ala derecha inmediatamente se vino abajo y con el plano de las alas ya casi en vertical la que se había hundido golpeó el suelo.

Durante unos breves instantes Diego quedo aturdido, sintió los golpes y el ruido de los hierros que se retorcían, antes de que el fresco murmullo de las choperas fuera la única voz que se escuchara en la noche. Le dolía la pierna derecha cuando recobró suficiente sentido para empezar a soltarse las ataduras. Estaba en medio de un amasijo de alambres, maderos y hierros y un montón de plumas, algunas se habían soltado y volaban a merced del viento. Escuchó voces, la primera fue la del herrero que se le acercó corriendo.

El herrero había escuchado ruidos y se temió que Diego hubiese cambiado de opinión, así que decidió salir a ver qué pasaba. Subiendo hacia el castillo adivinó la sombra de Diego en el aire y al cabo de un minuto pudo escuchar los golpes de la caída. Cruzó el río, y fue el primero en descubrir al piloto y los restos de su aparato en el campo. Diego no pudo evitar echarle en cara que la rotura de algún herraje había sido el motivo de su caída.

Después del herrero llegaron Elvira y Joaquín que lo llamaban a gritos porque habían visto como pasaba por encima de los chopos, cruzaba el río, y caía en un viñedo.

El alboroto despertó a los vecinos y algunos se imaginaron qué es lo que sucedía. Fueron bajando en pequeños grupos, iluminando el camino con antorchas, y se arremolinaron alrededor de Diego y su aeronave. Apartaron a Diego, que no podía andar, de los restos del aparato y se hizo un corro alrededor de lo que había sido la máquina voladora. El pobre inventor tenía un aspecto deplorable y algo diabólico porque el barniz, aún estaba tierno, y muchas plumas del artefacto se habían pegado a su cuerpo. Los vecinos lo miraban y murmuraban entre ellos en voz baja. Un pequeño grupo fue a la iglesia para llamar a don Emilio, que bajó con un crucifijo muy grande. Los murmullos subieron de tono hasta convertirse en conversaciones bastante alteradas. Don Emilio extendió el crucifijo señalando el aparato al tiempo que pronunciaba palabras en latín que nadie entendía.

Sebastián y los amigos de Diego decidieron llevárselo lo antes posible porque la gente los miraba muy mal. El inventor no podía andar y lo tuvieron que sacar a hombros como a los toreros de las plazas después de una buena faena.

Los más exaltados acarrearon leña para prender fuego a la máquina de volar. Don Emilio continuó con sus parrafadas en latín, la mano extendida y el crucifijo enfrentado a los restos del artefacto. Hicieron una hoguera que ardió durante varias horas, con mucha fuerza porque el viento avivó el fuego. Los hierros se fundieron, las maderas se carbonizaron y las plumas se las llevó el viento o ardieron muy pronto, sin dejar el menor rastro.

Diego no salió de casa de su hermana y Joaquín hasta bien entrado el verano. Cuando supo que habían destruido su máquina de volar se sumió en una profunda depresión. No quería hablar con nadie. Sebastián y sus amigos intentaron animarle, pero no hubo manera de sacarlo de aquel mutismo. Ni siquiera, su madre Catalina, consiguió que Diego dijera una sola palabra. Un día de agosto volvió a la habitación que en un tiempo fue de su abuelo Elías. Allí seguía su camastro, en la esquina de la biblioteca. A la mañana siguiente se llevó las churras al monte. A partir de aquel momento pronunció muy pocas palabras y jamás abandonaría el oficio de pastor.

El 11 de noviembre del año 1800 Diego murió en la misma casa donde había nacido. Su rostro entristecido se iluminó con una sonrisa cuando su alma cruzaba el umbral que separa la vida de la muerte. Don Emilio─ que le administraba el sacramento de la extremaunción─ vislumbró aquel gesto y pensó que el diablo acababa de abandonar su cuerpo, justo en el último momento. Su hermana Elvira y Joaquín, que también estaban allí, pensaron que Diego se había vuelto a encontrar con el abuelo Elías.

Un invento chino: la cometa.

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Para los chinos, volar cometas es un ejercicio saludable que baja la fiebre y disminuye la tensión ocular. En el festival de Qingming la gente vuela sus cometas tan alto y tan lejos como le resulta posible; después corta la línea que los sujeta y los deja ir. De esa forma cree liberarse de la tristeza y la infelicidad, al menos durante todo el año siguiente. Las figuras que los artistas dibujan en estos ingenios voladores tienen un significado: las tortugas, grullas y melocotones favorecen la longevidad, el murciélago la suerte, las mariposas y las flores la armonía y el dragón atrae el poder y la prosperidad. Siempre, cuanto más alto vuele la cometa mayor es el beneficio.

Las cometas tienen su origen en China. Las primeras noticias que se tienen de ellas datan de la época de los Reinos Combatientes (475-221 a.C.), por lo que su antigüedad supera los dos mil años. En el libro de Han Fei Zi se relata que un maestro carpintero, Mu Zi, tardó tres años en construir una cometa, de madera, capaz de levantar un hombre y en el libro de Hong Shu, se explica que otro artesano, Lu Ban, también construyó una cometa de madera. Las dos se emplearon para levantar observadores sobre la ciudad de Song Cheng.

Se dice que el inventor de la cometa fue un granjero que se ató el gorro para que no se lo llevara el viento y una ráfaga le arrebató el tocado que ascendió sujeto a la cuerda; para otros, los inventores fueron unos soldados que reforzaron un gran estandarte con varas de madera que también se llevó el viento.

En cualquier caso, lo que sí parece seguro es que las primeras aplicaciones de las cometas fueron militares. Sirvieron para levantar observadores, enviar señales a las tropas, elevar guerreros armados con arcos que disparaban desde lo alto, y hasta para calcular la distancia que había desde donde se encontraban las tropas de asedio hasta la ciudad que hostigaban. Fue el general Han Hsin, de la dinastía Han, quien mandó construir un túnel subterráneo, para pasar por debajo de las murallas de la ciudad que tenía sitiada, después de medir la distancia exacta que necesitaba excavar, utilizando una cometa. Quizá la historia más singular del uso que le dieron los antiguos jefes militares a las cometas fue el del general Zhang Liang, durante la guerra Chu-Han (206-202 a. C.). Liang, de la dinastía Hang, mandó que se elevaran cometas sobre las posiciones de los soldados enemigos un día en que la visibilidad era escasa. Sujetos a las cometas volaron niños con flautas e instrumentos musicales que empezaron a entonar canciones Chu. Los soldados de Xiang Yu, al escuchar aquella música, sintieron una gran añoranza por sus hogares y se dispersaron sin luchar. Desesperado y vencido, el temible Xiang Yu se cortó el cuello.

Aún tendrían que pasar bastantes años antes de que las cometas chinas se emplearan como juguetes, instrumentos de diversión popular y con fines religiosos. A partir de la dinastía Tang (618- 907 d. C.) se inició la fabricación de cometas de seda y papel, con el armazón de bambú. Durante la dinastía Ming (1368-1644 d. C.) la producción y el uso de cometas alcanzó en China su máxima popularidad que se extendería también a lo largo de la dinastía Qing (1644-1912).

Marco Polo trajo a Europa, en el año 1282, la noticia de que los chinos habían inventado un dispositivo volador al que los ingleses bautizarían años más tarde con el nombre de kite (milano) y los castellanos con el de ‘cometa’. La cometa castellana y el kite inglés es el artilugio que los chinos llaman fen zheng (que significa viento-instrumento musical con cuerdas). Y fue también el mercader veneciano quien contó que, en la ciudad de Weifang, vio cómo se utilizaban aquellos artefactos para levantar marineros borrachos desde la popa de los barcos, anclados en el puerto, y que si ganaban altura y se aguantaban bien en el aire los nativos lo interpretaban como un buen augurio para iniciar la travesía. Aunque Marco Polo trajo a Europa algunas cometas su uso no empezaría a popularizarse en occidente hasta finales del siglo XVI.

En Estados Unidos el político e inventor Benjamín Franklin utilizó una cometa con el armazón metálico, hilo de seda, y con una llave sujeta en el extremo de tierra del hilo, para demostrar que las nubes estaban cargadas de electricidad. Tras su experimento, que tuvo lugar en Filadelfia el año 1752, el estadounidense inventó el pararrayos.

También en Estados Unidos, Wilbur Wright utilizó una cometa, en Dayton, para probar el sistema de control con el que pretendía controlar un aeroplano en vuelo. La cometa de Wilbur voló en Dayton en 1899 y cuatro años después, él y su hermano Orville, inauguraron la aviación en las dunas de Kitty Hawk.

Desde hace algunos años existen planes para utilizar cometas que ayuden a mover a los grandes barcos de carga transoceánicos; aunque el descenso de los precios del combustible parece ralentizar esta iniciativa, es muy posible que las cometas presten de este modo un servicio invaluable a la sociedad en un futuro próximo. Otra aplicación de las cometas, al menos experimental, consiste en elevar grandes molinillos que actúen como generadores eólicos.

Mientras las cometas encuentran aplicaciones prácticas, sus inventores, en China, continúan produciendo millones de ejemplares de papel, seda y bambú, con vistosas y coloridas decoraciones. Uno de los modelos de cometa más espectacular es el ciempiés. En Weifang han fabricado una cometa de este tipo cuya longitud se extiende unos 5 kilómetros. Está hecho con 2500 cometas más pequeños y la cuerda que lo sujeta pesa 500 kilogramos. Por eso, Weifang, en la provincia china de Shandong, está considerada como la capital de las cometas y allí, todos los años por estas fechas, más de un centenar de equipos internacionales compiten para llegar más alto y más lejos con sus gigantescas cometas.

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De Madrid a Nueva York, con Iberia y la bendición de Spellman

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Cuenta don César Gómez Lucía que en la junta general de accionistas de 1953 de Iberia se dijo que la empresa pasaría de la niñez a la mocedad, en el ejercicio económico siguiente. Era el año en el que se incorporaría a su flota un nuevo modelo de avión: el Super Constellation. Resulta un tanto curioso que el director general de la línea aérea en su libro,  Diagonal Histórica del Tráfico Aéreo Español, después de hacer el comentario relativo a la mocedad de la empresa y a la adquisición de tres Lockheed  Super Constellation, disculpe a la empresa por adquirir este aparato en vez del Douglas DC-7. Iberia contaba con un claro historial de volar los aviones que fabricaba Donald Douglas en California: DC-2, DC-3 y DC-4.

La cuestión fue que la aerolínea tenía cierta urgencia por inaugurar su enlace aéreo con Nueva York. Hasta entonces todas sus rutas americanas se dirigían hacia el centro y el sur, pero con la firma de los Pactos de Madrid, el 23 de septiembre de 1953, mediante los que España autorizaba a Estados Unidos a instalar bases militares de aquel país en su territorio a cambio de ayuda económica y militar, la política internacional española inició una nueva etapa. La línea aérea tuvo que comprometer con urgencia la adquisición de aeronaves cuyas prestaciones se adecuaran al servicio que exigían las nuevas rutas y el DC-7 de Douglas sufría retrasos que Iberia no podía asumir. Para volar a Nueva York también, a toda prisa, Iberia se vio obligada a renegociar el tratado bilateral con Estados Unidos, porque en aquel momento dos aerolíneas estadounidenses cubrían las rutas de Nueva York a Madrid (TWA) y Barcelona (Pan Am), mientras que Iberia únicamente tenía derechos de vuelo a Miami y San Juan, aunque no los ejercía.

El Super Constellation L-1049G era un avión cuyo diseño original databa del año 1939. Fue Howard Hughes quién lo encargó a la Lockheed para su línea aérea: la TWA. En aquellos años la industria estaba obsesionada con desbancar la hegemonía del DC-3, y los expertos pensaban que solamente podría hacerse con un avión de cuatro motores. Durante la II Guerra Mundial se produjeron 220 unidades militares del Super Constellation (C-69) y al finalizar el conflicto lo empezaron a incorporar a sus flota la TWA y la Pan Am. El avión era muy popular y se conocía con el sobrenombre de Connie. Sin embargo, en 1954, las aerolíneas sabían que a los Connie se les acercaba el turno de reemplazo por los nuevos aviones con motores a reacción. Aunque fue también justo en 1954 cuando el primer reactor comercial, el De Havilland DH.106, Comet, sufrió dos accidentes que se añadieron a su negro historial y, temporalmente, dejaría de volar. Los tres primeros Super Constellation de Iberia se bautizaron con los nombres de las carabelas de Cristobal Colón: Santa María, Pinta y Niña. La idea no fue de don César, ni de ninguno de sus subordinados, sino de los hermanos Gross, propietarios de la Lockheed, fabricante del avión. También se les ocurrió a los estadounidenses que la ceremonia del bautizo del primero de estos aparatos la presidiera una bonita estrella cinematográfica de Hollywood. Sin embargo, la línea aérea española optó por pedirle al cardenal de Nueva York, Francis Spellman, que lo hiciese con agua bendita. El prelado gozaba fama de anticomunista y simpatizante del régimen de Franco y no hacía mucho tiempo que había estado en España con ocasión de un Congreso Eucarístico en Barcelona.

Y así fue cómo el 20 de junio de 1954 Spellman se subió a una escalera situada en un hangar del aeropuerto de Nueva York, con el acetre y el hisopo, para rociar con agua bendita el morro del primer Super Constellation de Iberia, que ya llevaba pintado su nombre en el flanco: Santa María. El cardenal se inventó las palabras con que acompañó la bendición y que pronunciaría en latín.

Era la primera vez que el cardenal bendecía una aeronave y tuvo que improvisar el ritual que, en silencio y muy respetuosamente, seguían los hermanos Gross, el embajador español, Lequerica, con su esposa, un grupo de directivos de Iberia y representantes de los medios. Ni los empresarios, ni los técnicos, ni los políticos, ni los periodistas, que acudieron al acto, se enteraron bien del significado de las muchas palabras latinas con que el cardenal acompañó sus rociadas. Cuando acabó, Spellman sacó un papel del bolsillo y leyó la traducción al inglés:

«Oremos,

Oh Dios, que creaste todas las cosas y destinaste al servicio del hombre todos los elementos del mundo, bendice, te rogamos, este avión. Que sirva para extender tu alabanza y tu gloria y para solucionar sin peligro los problemas humanos. Y fomente en las almas de todos los que en él navegan el pensamiento y el deseo del cielo. Por Cristo Nuestro Señor, amén.

Oh Dios, que consagraste todo lo de la tierra por el misterio de la Encarnación, derrama, te pedimos, tu bendición sobre este avión, que lleva el nombre de María. Que bajo la protección de la Virgen Bendita todos los que vuelen en él lleguen felizmente a su destino y vuelvan sanos a su hogar. Por el mismo Cristo Nuestro Señor, amén.»

La gente le aplaudió.

El Santa María llegó a Madrid el 24 de junio y el 3 de agosto —el mismo día que zarpó Colón de Palos— regresó a Nueva York, llevando a bordo a un grupo de 53 invitados en lo que fue el vuelo de inauguración oficial, con escala en Azores y Bermudas. A partir del 8 de agosto empezaron los vuelos comerciales de Iberia, entre Madrid y Nueva York (IB-951); las tarifas por trayecto ascendían a 436 dólares para la primera clase y 334 dólares en turista.

Es posible que a la línea aérea le llegara la mocedad —tal y como habían anticipado sus accionistas y directivos— en 1954. Con la incorporación a su flota de los Super Constellation reorganizó sus rutas y abrió el mercado del Atlántico Norte. A estos elegantes y confortables aviones se les conocía como ‘los mejores trimotores que cruzaban el Atlántico’, porque a pesar de ser cuatrimotores, raro era el viaje que consumaban con todos ellos funcionando. Sin embargo, eran los primeros aviones de Iberia cuya cabina, con capacidad para 19 pasajeros en primera clase y 55 en clase turista, estaba presurizada. La cola de los Super Constellation, con 3 planos verticales, les confería un aspecto inconfundible.

La bendición de Spellman no conseguiría hacer del Santa María un avión afortunado. El 5 de mayo de 1965 en el aeropuerto de Los Rodeos (Tenerife Norte), el Santa María se aproximó a la pista 30 cuando el controlador le indicó que la visibilidad estaba bajo mínimos. El piloto frustró la maniobra para realizar otra aproximación. En aquel segundo intento se estrelló en un campo antes de alcanzar la pista. En total 30 personas, de las 49 que viajaban a bordo, perdieron la vida.

Alas cilíndricas y rotores de Flettner

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En febrero de 1925, un extraño barco, el Buckau, navegó de Gdansk (Polonia) a Escocia, a través del mar del Norte. Su diseñador, Anton Flettner, había sustituido las velas por dos cilindros giratorios, de 15 metros de altura y 3 de diámetro, sobre los que actuaba un motor eléctrico de 37 kilovatios. El barco fue capaz de orzar con ángulos de 20 y 30 grados, mucho más que con sus velas originales con las que no navegaba contra el viento con un ángulo de menos de 45 grados.

El principio físico que movía el buque se conoce como ‘efecto Magnus’. Es frecuente observar cómo un balón que se mueve, girando sobre sí mismo, en el aire, también se desplaza lateralmente. Lo que ocurre es que el movimiento de rotación del balón induce también un movimiento rotatorio del aire que le rodea. En el lado que gira en sentido contrario al de la marcha del balón se frena la corriente de aire, mientras que en el opuesto su velocidad aumenta. Según Bernoulli, al aumentar la velocidad la presión disminuye y al disminuir la velocidad la presión aumenta. La diferencia de presión produce una fuerza perpendicular al sentido de la marcha, que desvía el balón. Los dos cilindros del Buckau producían una fuerza, perpendicular al viento aparente, capaz de mover el barco. Para demostrar la viabilidad de este sistema de propulsión, Flettner, volvió a bautizar el mismo buque con otro nombre, Baden Baden, y el barco cruzó el Atlántico. El 9 de mayo de 1926 los neoyorquinos lo recibieron en su ciudad con todos los honores. Los rotores del buque suministraban una fuerza, por unidad de superficie, 10 veces mayor que las velas. Los mejores resultados se consiguen con una velocidad de la superficie de los cilindros que es entre 3,5 y 4 veces la del viento.

Anton Flettner había patentado sus rotores e intentó que los buques de transporte adoptaran este sistema de propulsión, revolucionario y muy eficiente desde el punto de vista energético, pero el precio del combustible fósil era tan barato que los armadores prefirieron seguir quemando carbón y gasóleo.

El uso de rotores de Flettner en buques mercantes resurgió en 2008 cuando el fabricante alemán de turbinas eólicas, Enercon, dotó un moderno barco, el E Ship 1, con cuatro grandes rotores cilíndricos. Desde entonces, este buque es capaz de ahorrar alrededor de un 30% a un 40% de combustible en sus viajes, gracias a los rotores Flettner. El E-Ship 1 lleva a bordo 7 generadores diesel que mueven una hélice de paso variable y sus gases de escape hacen girar los rotores de 25 metros de altura y 4 de diámetro. Además del barco de Enercon, la Universidad de Flensburg ha construido un catamaran experimental equipado con uno de estos rotores y Jacques Cousteau también los montó en su yate Alcyon.

La idea de los rotores de Flettner también la ha adoptado la Aeromobile European Association (AEA) en el diseño de su automóvil volador del futuro. El iCar 101 es un vehículo que, además de poder circular en tierra como cualquier otro coche, contaba originalmente con cuatro cilindros giratorios que le permitirían volar a 280 kilómetros por hora. La asociación aún no ha construido ningún prototipo que, en su última versión, ha reducido el número de cilindros giratorios a dos, son retráctiles, lleva una hélice en la cola y podrá transportar a dos pasajeros a una distancia de 900 a 1200 kilómetros. La asociación se nutre con donaciones voluntarias y el proyecto no parece que se desarrolle a gran velocidad.

Y es que con los rotores Flettner se puede volar. Hay que sustituir las alas por cilindros giratorios y se necesita una hélice para que el aparato adquiera y mantenga la velocidad horizontal. Una idea bastante antigua sobre la que ya se publicó un artículo en la revista Flight en el año 1924. Sin embargo, al menos que yo sepa, nadie ha volado con un artefacto de este tipo, aunque sí se han construido pequeños modelos teledirigidos que lo han hecho. Para cualquiera que tenga curiosidad y haga unos pequeños cálculos podrá comprobar que este tipo de alas generan una fuerza de sustentación por unidad de superficie muy elevada.

El ‘efecto Magnus’ también se ha tratado de explotar en molinos de viento con cilindros giratorios, en vez de velas, aunque estos aparatos no se han llegado a comercializar. Se trata de una tecnología poco experimentada y me parece muy extraño que, hasta la fecha, nadie se haya atrevido a construir y volar con una aeronave cuyas alas estén hechas con cilindros rotatorios, con el objetivo de ocupar un lugar preferente en el libro de los records y la historia de la aviación. Quedan ya, pocas oportunidades como esta.

La seguridad del transporte aéreo

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Treintra y tres millones de vuelos, veintiún accidentes y novecientos noventa muertos. Estas son las cifras con que Aviation Safety Network cerró las estadísticas de accidentes aéreos (incluyendo sabotajes, secuestros y derribos) del año 2014. La organización viene recopilando datos de accidentes, de modelos de aeronaves certificadas para transportar más de 14 pasajeros, desde 1946. En 1970, primer año en el que sus tablas consignan el número de vuelos, se produjeron 1557 víctimas mortales en los 80 accidentes de los lo casi nueve millones y medio de vuelos que operaron las líneas aéreas ese año. Desde entonces los accidentes se han dividido por cuatro y los vuelos se han multiplicado por tres y medio. El número global de accidentes tiende a disminuir a la vez que los vuelos aumentan. La seguridad del transporte aéreo, año tras año, ha mejorado.

De la lista de accidentes del año 2014 concluimos que África y Asia son los continentes con mayor índice de siniestralidad, y que solamente una tercera parte de los vuelos accidentados transportaban pasajeros en vuelos regulares. La mayoría de los aviones que se perdieron eran cargueros.

Las estadísticas demuestran que las líneas aéreas europeas y estadounidenses de transporte regular de pasajeros, tienen un índice extraordinariamente bajo de accidentes, cuya singularidad provoca ─cuando se producen─ una gran conmoción y verdaderos aluviones informativos. Este ha sido el caso del vuelo de Germanwings cuyo segundo piloto, Andreas Lubitz, al parecer estrelló deliberadamente su avión contra las montañas de los Alpes franceses.

No es la primera vez que un piloto se suicida, o lo intenta, arrastrando con su acción a la muerte a todos o parte de los pasajeros y tripulantes de su avión. En 1982, el comandante Seigi Katagiri de Japan Airlines conectó la reversa de dos de los cuatro motores de su DC-8 cuando se aproximaba al aeropuerto de Haneda, en Tokio. El segundo piloto y el mecánico trataron de recomponer la situación, pero la aeronave cayó al agua varios centenares de metros antes de alcanzar la cabecera de la pista de aterrizaje. El accidente se saldó con 24 víctimas mortales y Seigi Katagiri declaró a la policía que pretendía suicidarse. El tribunal que lo juzgó decidió declararlo no culpable; Katagiri era un enfermo mental que necesitaba tratamiento. En 1994 un comandante de la Royal Air Maroc desconectó el autopiloto para lanzar su ATR-42 contra las montañas; los 44 personas a bordo fallecieron en el accidente. En 1997, los 97 pasajeros y 7 tripulantes del vuelo de Silk Air 185 también perdieron la vida cuando el avión se estrelló en el río Musi, al sur de Sumatra. La investigación del accidente que llevó a cabo la National Transportation Safety Board (NTSB) de Estados Unidos determinó que el avión fue derribado intencionadamente por el piloto. Las 217 personas a bordo del vuelo de Egypt Air 990, en 1999, cuyo comandante decidió quitarse la vida precipitando su aeronave en el océano Atlántico, también fueron víctimas de otro suicidio. Hace tan solo un par de años, un avión Embraer E-90, de la Mozambique Airlines, se estrelló en Namibia; los resultados de la investigación dieron a entender que la causa más probable del accidente, que costó la vida a todos sus ocupantes, fueron las actuaciones deliberadas del comandante.

Sabotajes, secuestros y suicidios de pilotos, son causa de accidentes en la aviación comercial (3,5%), desde hace muchos años. De los datos recopilados por la Aviation Safety Network puede deducirse que los accidentes aéreos y el número de víctimas mortales debidos a esta causa, acumulados durante los últimos diez años, también sigue una tendencia descendente desde el año 1992. De 1988 a 1992 alcanzaron un valor máximo en la historia de la aviación comercial, por encima de 2000 víctimas (diez últimos años); en el presente siglo, la mayor cifra es la del año pasado, con 313 víctimas.

Desde un punto de vista objetivo no hay ninguna razón para alarmarse: la estadística demuestra que los métodos y procedimientos que utiliza la aviación para mejorar la seguridad de las operaciones son eficientes. Que al desafortunado accidente de los Alpes le otorguen los medios una amplia cobertura puede tener sentido desde un punto de vista humanitario. Sin embargo, las muchas opiniones de tertulianos y aficionados o representantes de grupos con intereses propios, en materia de seguridad aérea, generan confusión y desinforman a la opinión pública. No es posible garantizar la seguridad al cien por cien, únicamente podemos fabricar máquinas, desarrollar procedimientos y seleccionar, formar y controlar al personal aeronáutico, de modo que cada vez la probabilidad de que se produzca un accidente sea menor. El análisis objetivo y exhaustivo de cada incidente y accidente forma parte de los procedimientos que la aviación aplica para mejorar la seguridad. Las medidas a tomar las recomendará la comisión investigadora. Es un sistema que funciona y lo avala la estadística.