Solar Impulse 2: bordeando todos los límites

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Cuando el dibujante Hergé, creador de Tintin, Milú y el capitán Archibaldo Haddock, necesitó un sabio para su serie de comics —el profesor Calculus— lo importó del mundo real y copió la figura de Auguste Piccard: una poderosa frente despejada, gafas, bigote, melena en el cogote y un gesto de curiosidad que nunca abandona su rostro. El científico suizo nació en Basilea el 28 de enero de 1884 y fue la primera persona en contemplar con sus propios ojos la curvatura de la Tierra. Aquello ocurrió en 1931, cuando Piccard ascendió en globo a la estratosfera (15 780 metros). Nadie lo había hecho antes. Años después, en 1948, descendió en el océano a 3150 metros de profundidad con un batiscafo de su invención. Auguste Piccard descubrió el Uranio 235, construyó los sismógrafos y galvanómetros más precisos de su época y realizó experimentos, utilizando un aeróstato, para demostrar la validez de las teorías de Einstein. Murió en Lausanne en 1962, a los 78 años.

El año en que falleció Auguste Piccard, su hijo Jacques cumplió 40 años. Desde hacía dos años ostentaba el récord de inmersión oceánica que había obtenido con su batiscafo, el Trieste, en la fosa de las Marianas, a 10 916 metros. Jacques demostró que existía vida en profundidades donde no se creía que la hubiera, lo que cuestionó la idea de utilizar los fondos marinos para almacenar residuos tóxicos. En 1968 creó la Fondation pour l’Etude et la Protection de la Mer et des Lacs y construyó sumergibles experimentales para estudiar los ecosistemas de las profundidades marinas medias. Falleció en Ginebra, en 2008, a los 86 años de edad.

Al morir Jacques, habían transcurrido ya 9 años desde que Bertrand Piccard diera la vuelta al mundo sin escalas, acompañado de Brian Jones, en un aeróstato: el Breitling Orbiteer 3. Tardaron 19 días, 21 horas y 47 minutos, en recorrer 45 755 kilómetros, de Château d’Oex en Suiza a Egipto. La hazaña les valdría el trofeo Harmon y la Medalla de Oro de la Federación Aeronáutica Internacional. En noviembre de 2003, Bertrand se embarcó en un nuevo proyecto en cooperación con la Escuela Politécnica de Lausanne: un avión propulsado por energía solar, capaz de volar alrededor del mundo.

Bertran Piccard, a sus 57 años, el último de esta saga de hombres de ciencia y aventuras, acaba de emprender en compañía de André Boschberg un largo viaje a bordo de la única aeronave que se ha construido en la historia de la aviación, capaz de volar, con un piloto a bordo, ininterrumpidamente, día y noche, alimentada con energía solar. Su avión, el Solar Impulse 2, incorpora la última tecnología aeronáutica para hacer posible la circunvalación a la Tierra.

El pasado 18 de marzo voló su cuarta etapa: de Varanasi (India) a Mandalay en Myanmar (Birmania). Recorrió 1401 kilómetros en 13 horas 29 minutos. Desde que despegó de Abu Dhabi (Emiratos Árabes Unidos), el 9 de marzo, sus vuelos no han superado todavía las 16 horas. La siguiente etapa, de Mandalay a Chongqing (China), también es relativamente corta (1389 kilómetros) y, en función de la meteorología, los pilotos tienen previsto iniciarla el jueves 26 de marzo. El Solar Impulse 2, de Chongqing volará a Nanjing, Hawaii y Phoenix. No está aún definido el lugar de Estados Unidos donde hará escala antes de llegar a Nueva York, ni tampoco el sitio de la primera parada al otro lado del Atlántico antes de emprender el último trayecto hasta Abu Dhabi. El regreso a la ciudad de los Emiratos se supone que ocurrirá en agosto de 2015. De Nanjing (China) a Hawaii (Estados Unidos) la longitud de la etapa es del orden de 8500 kilómetros para lo que el avión necesitará volar durante unos 5 días ininterrumpidamente. Con un solo piloto a bordo, las etapas sobre el Pacífico y el Atlántico serán una dura prueba para André y Bernard.

La misión del Solar Impulse 2 se coordina desde un centro de control situado en Mónaco que está en contacto permanente, vía satélite, con la aeronave. De acuerdo con sus patrocinadores, el objetivo de esta iniciativa es «que el mundo de la innovación y la exploración contribuya a la causa de las energías renovables para demostrar la importancia de las tecnologías limpias en el desarrollo sostenible y recuperar los sueños y emociones en el corazón de la aventura científica»

Todo en este aeroplano bordea el límite de lo posible. Desde su envergadura, de 72 metros, similar a la del Airbus A-380, a los 4 metros de diámetro de sus hélices propulsoras. Sus estrechas y alargadas alas de 269,5 metros cuadrados de superficie llevan 17 000 celdas solares. Si las celdas solares de los paneles comerciales tienen una eficiencia de un 11%, las del Solar Impulse 2 alcanzan el 23% (un valor próximo al máximo teórico del 30%). Los 633 kilogramos de baterías de ion litio, capaces de almacenar 260 vatios hora de energía por kilogramo, junto con la altura que haya podido alcanzar, constituyen toda la reserva energética de que dispone para navegar en ausencia de radiación solar; en total, esta cifra ronda los 200 kilovatios hora.

Durante el día la radiación solar produce más energía de la que el aeroplano necesita para volar y con este surplus carga las baterías y asciende; a lo largo de la noche pierde altura y consume energía de las baterías. El problema es que al aumentar la altura, aunque la radiación solar es mayor, la densidad del aire es menor y es necesario incrementar la velocidad para no perder sustentación lo que se traduce en mayor resistencia, cuyo consumo energético no compensa el incremento de radiación solar. El Solar Impulse 2 asciende a 8500 metros durante el día, lo que implica que el piloto que viaja en una cabina sin presurizar, necesite oxígeno; por la noche desciende hasta 1500 metros.

La propulsión la generan cuatro motores de 17,5 kilovatios de potencia máxima que mueven las grandes hélices, extraordinariamente eficientes.

De la energía solar que incide sobre las alas, más de 1 kilovatio por metro cuadrado a pleno sol, las celdas fotovoltaicas solamente capturan un 23%, todo el sistema eléctrico (control de potencia, baterías, convertidores y motor) tiene un rendimiento de un 84% y las hélices del 77%; al final, de la energía solar se aprovecha menos del 15%.

La estructura del Solar Impulse 2, extraordinariamente resistente y flexible, construida con fibra de carbono, es muy ligera, con lo que el ala pesa del orden de 2 kilogramos por metro cuadrado de superficie. El peso del avión, con carga, es de 2300 kilogramos. Las grandes deformaciones del ala, en vuelo, alteran de forma significativa la posición del centro de gravedad del aeroplano, y estas variaciones complican el sistema de control de vuelo. Hace unos años el Helios, otra aeronave solar, se perdió debido a que su sistema de control de vuelo no supo gestionar las variaciones de la posición del centro de gravedad.

El avión vuela muy despacio con el objeto de reducir al mínimo el consumo de energía. La velocidad de crucero durante el día puede alcanzar los 90 kilómetros hora y por la noche se reduce a 60, para disminuir el consumo.

Se trata de una máquina muy compleja, en la que todos sus componentes funcionan en el límite de lo tecnológicamente viable. Una de las claves del éxito del proyecto es disponer de una predicción meteorológica muy bien ajustada a la realidad. La dependencia de los vientos y la radiación solar en las trayectorias oceánicas es de tal magnitud que cualquier error en la estimación del valor de estos parámetros, a lo largo de los días que puede durar el vuelo, puede hacerlo fracasar.

El Solar Impulse 2 no es el único proyecto de navegación aérea con energía solar. Desde que Ray Buchard hizo despegar en California el primer artefacto solar no tripulado, en 1974, esta tecnología ha continuado desarrollándose. El primer vuelo tripulado con un avión solar lo realizó el Gossamer Penguin de Paul McReady, en 1980; fue su hijo, Marshall de trece años (y 35 kilogramos) quien lo pilotó. Sin embargo, los proyectos de aeronaves solares tripuladas han suscitado menos interés industrial que los drones solares. Aeronaves no tripuladas, capaces de permanecer en el aire durante días, meses, recibiendo del sol la energía que necesitan para volar y cumplir con la misión asignada, tienen interés militar y civil. Hace un año, Google compró la empresa Titan Aerospace embarcada en el desarrollo de una nave solar no tripulada capaz de mantenerse en vuelo durante largos periodos de tiempo en la estratosfera. Una red de estas aeronaves serviría para facilitar las comunicaciones en lugares aislados, a un coste inferior del de los satélites. La adquisición de Google se produjo casi al mismo tiempo que Facebook compró Ascenta, una empresa de ingeniería cuyos fundadores participaron en el diseño de los primeros vehículos solares (Zephyr) que desarrolló QinetiQ para el ministerio de Defensa del Reino Unido. El lanzamiento de satélites es muy caro, por lo que las aeronaves no tripuladas solares pueden convertirse en una alternativa viable para construir una red de comunicaciones global. Google y Facebook así lo han entendido.

Al margen de este tipo de aplicaciones civiles, no parece que los aviones solares planteen un futuro muy prometedor sobre todo en el segmento del transporte aéreo de mercancías o pasajeros. Así lo ven Bertran Piccard y André Boschberg que, con este proyecto, se conforman con hacer causa de las energías renovables y recuperar el espíritu de la aventura científica. Sin embargo, cualquiera puede argumentar que la cantidad de energía sucia que se ha consumido para construir el Solar Impulse 2 supera con creces el ahorro energético que pueda obtenerse de todos los vuelos que realice a lo largo de su vida útil; si a esa energía se le añade la necesaria para transportar por todo el planeta el equipo que lo apoya, el balance es desastrosamente negativo para la capa de ozono. En cuanto a la aventura, hay gente que se pregunta cuál es la verdadera misión del piloto a bordo. Y esa es la cuestión, que el proyecto bordea muchos límites.

La etapa prevista para el próximo jueves no parece muy complicada, ni la siguiente hasta Nanjing; pero, desde allí hasta Hawaii es otra cosa. Para el piloto serán cinco o seis días seguidos encerrado en una cabina sin presurizar de 3,8 metros cúbicos, que asciende a 8500 metros y baja a 1500, con temperaturas exteriores entre -40 grados y + 40 grados, acompañado de 6 botellas de oxígeno, un paracaídas, una balsa salvavidas y suficiente agua y comida para una semana. Con ordenadores de navegación a bordo y un potente enlace de datos con el centro de control de Mónaco, no sabemos exactamente que tareas de navegación y control se reservará el piloto, lo que sí podemos imaginar es que lo pasará bastante mal y hay que desearle mucha suerte.

 

de Francisco Escarti Publicado en Aviones

Salto Angel: la gran catarata del aviador James Crawford Angel

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Rodeado de selva y bosques vírgenes, el Auyantepuy permaneció oculto a los ojos del mundo hasta que un aviador norteamericano, James Crawford Angel Marshall, su mujer y dos venezolanos, aterrizaron en aquella meseta el 9 de octubre de 1937, con tan mala fortuna que las ruedas del tren de aterrizaje de su avión se hundieron en el lodo y el avión metió el morro en la tierra. Ya no pudieron despegar. Auyantepuy quiere decir, en la lengua que hablan los indios pemones, montaña del diablo. Es un tepuy, una meseta muy alta con las paredes que caen a pico, que se encuentra en el estado de Bolívar (Venezuela) a unos 46 kilómetros al sureste de Canaima. La planicie que corona aquel tepuy tiene una vasta extensión, de unos 700 kilómetros cuadrados y una altura que sobrepasa los 2000 metros.

Al aviador estadounidense se le conocía como Jimmy Angel. Era un explorador aventurero que había sobrevolado la zona muchas veces desde hacía unos diecisiete años. Jimmy buscaba oro. A Venezuela, en los años 1920, lo llevó por primera vez un tal McCracken ─a quien había conocido en un bar de Panamá─ que le pagó la desorbitada suma de cinco mil dólares para que aterrizase en una de aquellas altiplanicies. McCracken lo condujo a un lugar que se parecía mucho al Auyantepuy, orientándose con un plano que llevaba y Jimmy, entonces, consiguió aterrizar sin ningún problema. Su cliente bajó del avión y desapareció. McCracken regresó con unos 30 kilogramos de oro metido en pequeños sacos. Entonces Jimmy se enteró de que el extraño personaje había llegado a aquel lugar hacía ya tiempo con otra persona; encontraron oro, recogieron el preciado metal y lo guardaron para regresar a por su tesoro más tarde. Sin embargo, el compañero de McCracken murió, de una picadura de serpiente, en el viaje de vuelta.

Jimmy Angel, McCracken y su valiosa carga regresaron a Panamá y el piloto, con el paso del tiempo, terminó por olvidar el asunto. En 1934, ya habían transcurrido catorce años, cuando el aviador y el buscador de oro volvieron a coincidir en un tren y recordaron su viaje. McCracken le preguntó a Jimmy si se había hecho rico porque pensaba que, sabiendo donde se encontraba el oro, habría vuelto con su avión a aquel lugar. A partir de ese momento, Jimmy ya no pudo quitarse de la cabeza la idea de regresar al sitio donde abundaba el oro. Compró un avión Flamingo y decidió invertir todos sus ahorros y los de su esposa, María, en la búsqueda del yacimiento.

Jimmy Angel creía que el oro se encontraba en la meseta del Auyantepuy y durante años realizó vuelos de inspección por toda aquella zona. Algunos de ellos se los financiarían empresas mineras y otros los costearon Jimmy y su mujer. En uno de aquellos vuelos, el 18 de noviembre de 1933, descubrió una larguísima cola de agua que se desprendía por una de las paredes del Auyantepuy. Era una impresionante cascada cuya caída se acercaba a los mil metros. No había otra en el planeta Tierra de semejantes proporciones. Al principio no le creyeron porque no había mapas de la zona y ni siquiera estaba bien señalizada la presencia del Auyantepuy. El aviador hizo amistad con el topógrafo y geólogo Shorty Martín que por entonces realizaba levantamientos en aquella región. Con él efectuó varios vuelos alrededor del gran tepuy, hicieron mapas del contorno, auxiliándose de la brújula del avión, pudieron contemplar la catarata y de las lecturas del altímetro del aeroplano dedujeron que el salto tenía una altura próxima a los mil metros.

Sin embargo, a Jimmy no le interesaba la inmensa cascada en la que el agua al llegar a su base se pulverizaba sino que lo único que buscaba era un lugar para aterrizar, arriba, cerca del río Caroní donde pensaba que se podía hallar la reserva de oro. Por eso, a su avión Flamingo lo había bautizado con el nombre de Río Caroní.

En 1937, Jimmy y su esposa María habían enrolado en su empresa a Gustavo Heny, un explorador venezolano, aventurero, a quien le llamaban Cabuya por su aspecto, muy delgado y alto. Y así es como el aviador le había contado al explorador la historia de la existencia de oro en la zona del Auyantepuy. Pero si ocurrió exactamente así, o de otra forma, nadie lo sabe. Clifford Angel, hermano de Jimmy, narró los hechos con ciertas variantes sobre la versión que el aviador ofreció a Cabuya.

Clifford Angel escribió que su hermano Jimmy se hizo aviador en la I Guerra Mundial durante la cual, en Europa, derribó un dirigible y varios aviones enemigos. Voló en el famoso escuadrón de Rickenbacker y a su regreso a Estados Unidos convenció a sus cinco hermanos para formar un ‘circo volante’. Les enseñó a volar a todos y a practicar ejercicios como el de andar por las alas, lanzarse en paracaídas y pasar del avión a un automóvil. En los años de la década de 1920 muchos pilotos, ex combatientes de la guerra, realizaban acrobacias y demostraciones aéreas en California. Jimmy y sus hermanos se unieron al festival de locuras con el identificativo comercial de Flying Angels y un aeropolano Curtiss Jenny.

Jimmy se casó con la única chica que no le hacía caso: se llamaba Virginia y solo tenía 16 años. La muchacha se incorporó al grupo de ‘ángeles voladores’ y además de ser una buena mecánica demostró que no tenía miedo a pasearse por las alas, saltar a otros aviones o lanzarse en paracaídas.

A finales de la década de 1920 los ‘circos volantes’ empezaron a desaparecer. Los viejos aeroplanos se fueron estrellando, muchos pilotos perdieron la vida, los paracaídas llevaban ya tantos parches que no se podían usar y la gente se aburrió del espectáculo que ofrecían aquellos pilotos. En 1927, los hermanos Angel, abrieron una escuela de vuelo cerca de San Diego. Uno de sus primeros clientes fue un chino que aprendió a realizar acrobacias y que les trajo una gran cantidad de paisanos suyos a quienes les siguió una multitud de japoneses. Cuando se acabó el adiestramiento de una auténtica fuerza aérea oriental cerraron la escuela y se trasladaron a Los Angeles para rodar películas de aviones en Hollywood.

Un día Jimmy reunió a todos sus hermanos y les enseñó las cifras del negocio: caminaban hacia una bancarrota segura. No tenían más remedio que disolver la sociedad y separarse. Con la ruptura del equipo familiar, también se produjo la separación de Jimmy y Virginia.

Jimmy abandonó Estados Unidos y se fue a México para dedicarse al transporte de mercancías para mineros y empresas que construían vías férreas. Una vez le dieron 500 dólares por llevar a una pareja de burros colgados de las alas a un campo aislado. Poco a poco se fue trasladando más al sur. En 1930 llegó a Venezuela. Allí encontró a un hombre que se llamaba McCracken y que le contó que había escalado una montaña, cerca del nacimiento del Churun, un afluente del Orinoco. Allí encontró mucho oro en la cuenca de un río. Sin embargo, sabía que ya era demasiado viejo para realizar otro viaje al mismo lugar y necesitaba que un piloto, muy especial, fuera capaz de viajar con él hasta aquel remoto espacio de la jungla, que estaba a 250 millas de la civilización, y aterrizar en algún descampado. Jimmy se agenció un monoplano Curtiss y tres días después los dos aventureros llegaron a Ciudad Bolívar. Cargaron el avión y desde allí se dirigieron hacia el sur, a un lugar maldito para los nativos.

A lo largo del viaje McCracken fue dando indicaciones a Jimmy sobre la ruta que tenía que seguir. Le hizo volar más de lo necesario, haciendo y deshaciendo el camino, hasta que llegaron al Auyantepuy: «¡Esa es! ¡Esa es la montaña del diablo! ¡Mira!, ese es el cortado que yo escalé hasta la planicie cerca de la cumbre.». Jimmy ascendió sobre la meseta y McCracken, muy excitado, le dijo que allí estaba el río del oro y que descendiera. El aviador pudo aterrizar en la cuenca del río, sobre un terreno rocoso pero firme. Cuando el avión se detuvo su acompañante abrió la portezuela y saltó de la cabina para abalanzarse sobre el agua. Jimmy abandonó también el aeroplano y se unió a la eufórica actividad de su acompañante que consistía en recoger con las manos abundantes pepitas de oro de la arena del río.

Regresaron a Ciudad Bolívar con todo el oro que pudieron cargar en el aeroplano y encontraron un comprador para su mercancía en Panamá. Después de vender el oro McCracken tomó un tren para Nueva Orleans con la promesa de que regresaría en el plazo de un mes y Jimmy se quedó con la intención de preparar el avión para su segundo viaje. Pero, McCracken ya no pudo volver porque murió de un ataque al corazón.

Según Clifford Angel, hermano de Jimmy, desde finales de 1930 el aviador continuó buscando el lugar sin ningún éxito, en solitario, durante cinco años, hasta que se le acabó el dinero. A partir de entonces su búsqueda trató de financiarla, en parte, con otros socios. Las fechas no coinciden, pero según el relato de Clifford, en uno de aquellos vuelos, Jimmy descubrió una inmensa catarata: «Yo no era un turista, pero sabía que había encontrado la mayor catarata del mundo; y también sabía que ningún hombre blanco había estado allí antes que yo ¡Era fantástico! El agua salía de un agujero desde dentro de la montaña, unos 250 pies debajo del borde de una meseta que se parecía a la montaña descrita en el libro, The Lost World, de Sir Arthur Conan Doyle. Desde allí se desplomaba en la jungla y se perdía de vista en la bruma allá abajo.»

Jimmy viajó a Estados Unidos en busca de dinero para proseguir sus exploraciones tras el oro. Una mujer pelirroja, que se parecía a Virginia, se ofreció a financiar el viaje; se llamaba María y el trato concluyó también con una boda entre los dos socios.

El relato de la historia de Jimmy Angel, escrito por su hermano Clifford, continúa y no se ajusta exactamente al de Gustavo Heny. Sin embargo el explorador venezolano, junto con su jardinero, formaron parte de la expedición de Jimmy y María, el año 1937, cuando el Flamingo del aviador se quedó empotrado en el lodo, en la meseta del Auyantepuy. Parece lógico pensar que la versión del venezolano se ajusta más a la realidad que la narración del hermano de Jimmy.

Entre el explorador y el piloto surgió, nada más conocerse, una corriente de simpatía y confianza mutua ya que compartían un mismo deseo irrefrenable por la aventura. Según cuenta Gustavo Heny, en otoño de 1937 se asentaron en un campamento al sur del Auyantepuy donde Jimmy podía aterrizar y despegar con facilidad. Desde allí Gustavo y Miguel, su jardinero, realizaban exploraciones terrestres y Jimmy y María vuelos de observación. Gustavo logró subir a la meseta del Auyantepuy dos veces y se aproximó al lugar donde Jimmy había indicado que podía encontrarse el oro, pero un roquedo le impidió proseguir la marcha. Mientras tanto, Jimmy había logrado encontrar en la altiplanicie un sitio en el que el firme parecía ser suficientemente consistente como para soportar el impacto de las ruedas del Flamingo durante el aterrizaje. En aquel lugar había dejado marcadas las ruedas. Al regreso de la segunda exploración a la meseta del Auyantepui, Gustavo, se encontró con que Jimmy lo esperaba para volar hasta la cima y aterrizar allí. El explorador le pidió que esperase unos 12 días, que era lo que necesitaba para subir a la planicie otra vez, y así podría indicarle con exactitud el lugar del aterrizaje. Jimmy ya no quería esperar más tiempo.

El viaje en avión, desde el campamento, no duraba más de 15 minutos. Cargaron la gasolina justa para ir y volver y provisiones para un viaje de 15 días que era el tiempo que Gustavo había estimado que podían tardar en regresar a pie. A las 11:45 de la mañana del 9 de octubre de 1937 el tren de aterrizaje del Flamingo se hundió en un barrizal después de rodar sobre la hierba un largo trecho. El morro se sumergió en el lodo y la cola del avión se levantó. María y Miguel salieron del avión con facilidad, pero a Gustavo se le había roto el cinturón de seguridad y se fue contra Jimmy y el panel de instrumentos. Los dos tardaron un poco más en evacuar la aeronave. Ninguno sufrió el menor daño y el avión, aunque tenía algún desperfecto que se podría arreglar con facilidad, se había quedado atascado en el lodazal de donde les resultaba imposible sacarlo.

Jimmy se acercó al río y llegó a la conclusión de que aquél no era el lugar en el que había aterrizado hacía años con McCracken.

La vuelta al campamento, a pie, tenía el inconveniente de que necesitaban escalar un farallón donde, en sus excursiones anteriores, Gustavo no había encontrado el modo de bajar. Sin embargo, el explorador descubrió una grieta por la que pasaron al otro lado y a partir de allí el camino de regreso lo conocía a la perfección. Tardaron diez días en llegar al campamento desde el que habían despegado con el Flamingo. El viaje fue difícil: en algunos lugares tuvieron que cortar la maleza para abrirse paso, en otros los ríos les obligaron a caminar en busca de un lugar adecuado para cruzarlos y en muchos tramos los helechos y las hierbas les cortaban el rostro.

El aterrizaje de Jimmy y sus acompañantes en el Auyantepuy con el Flamingo y su viaje de regreso, a pie, captaron el interés del público por aquel remoto lugar. Desde entonces, la mayor catarata de la Tierra se conoce con el nombre del aviador: Salto Ángel.

Gustavo Heny, apostilló:

«Después de la odisea, Jimmy pasó algunos sinsabores en Venezuela y, apesadumbrado, se retiró a vivir en Panamá, donde murió en 1956. Fue su último deseo el que sus cenizas fueran traídas a Venezuela y esparcidas sobre la región, que tantas aventuras le deparó y de la que siempre guardaba un profundo recuerdo. Sus deseos fueron cumplidos. María, su hijo y Gustavo, en sencilla pero emotiva ceremonia, esparcieron desde un avión y sobre el Salto Ángel, el contenido de aquel cofre que, como diáfana nube, se abrazó al Salto, y con él regó para siempre la tierra que Jimmy tanto amó. »

Su hermano Clifford asegura que, desde el gran descubrimiento, a Jimmy ya no le faltó el dinero. Cuando se inició la II Guerra Mundial, el aviador operaba una pequeña línea aérea y tenía dos hijos. En primavera del año 1956 sufrió un accidente cuando aterrizaba en Panamá. Ingresó en el hospital y allí contrajo una pulmonía de la que se recuperó parcialmente; después entró en coma y así permaneció hasta el 8 de diciembre del mismo año, día en que falleció. Parte de sus cenizas se conservan en “The Portal of Folded Wings”, en Hollywood y el resto fueron esparcidas desde un avión sobre la gran catarata que lleva su nombre.

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de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Torres Quevedo y la génesis de la aviación militar española

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La reina Victoria Eugenia y la infanta Beatriz contemplan la ascensión del España

 

En 1889, el teniente coronel don Licer López de la Torre Ayllón y Villarías era el jefe de la cuarta compañía del batallón de telégrafos del Ejército español. No era un batallón cualquiera porque tenía a su cargo la aerostación militar y justo aquél año llegó el primero y único globo que poseía el Ejército a su unidad. Las pruebas se hacían en la Casa de Campo, en terrenos que pertenecían a la familia real. Si para don Licer hacerse cargo de un aeróstato era un problema, el mundo se le vino abajo cuando le comunicaron que la reina regente, doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, quería experimentar cómo era un ascenso en aquel artefacto. El militar trató de disuadirla, sin ningún éxito. El 27 de junio de 1889, la regente y el teniente coronel se elevaron 300 metros en la pequeña barquilla, cuya plataforma medía poco más de un metro cuadrado, construida con una estructura de hierro forjado que sujetaba la cesta de mimbre de caña de la India, cosida. La reina regente sería la primera testa coronada de la historia que se atrevió a subir en un aeróstato, aunque el globo permaneció durante el ascenso, cautivo, bien sujeto por un cabo a tierra firme. Tras la aventura de su majestad, el ingenio volador fue bautizado con el nombre de María Cristina. Pocos días después, don Licer ascendió a coronel y con el teniente coronel Pérez de los Cobos, el capitán Aranguren y el teniente Sánchez Tirado, realizó el primer vuelo libre de la aerostación militar española, de la Casa de Campo hasta Velilla de San Antonio, un recorrido que efectuaron en una hora aproximadamente, llegando a alcanzar una altura de 1050 metros.

Y eso es todo cuanto tuvo la aerostación militar española, un simple globo, el María Cristina, durante muchos años.

En 1896 se creó la Compañía de Aerostación, como una unidad independiente, que se estableció en Guadalajara, con dos grupos: el fijo, que daría origen al Parque Aerostático, y el móvil operativo. El conjunto se asignó al Establecimiento Central de Ingenieros que puso al frente de la incipiente aerostación española al comandante don Pedro Vives Vich.

Don Pedro, ingeniero catalán, había visitado la Exposición Universal de París y conocía bien Estados Unidos, país por el que viajó durante ocho meses mientras estaba destinado en Cuba. En Lérida levantó el plano de la ciudad y reconstruyó la red de carreteras comarcal, y en Gibraltar trabajó en la fortificación de las instalaciones. Cuando fue destinado al mando del Servicio de Aerostación se encontraba en Málaga donde había diseñado un modelo de barracón que después se construiría en serie para alojar los 8000 soldados que el Ejército desplazó a Melilla, durante la campaña de 1893. Su única experiencia aeronáutica había sido la creación del Palomar militar, también en Málaga. Esta unidad prestaría un gran servicio a las tropas africanas al facilitar las comunicaciones del ejército desplazado, con la Península.

En verano de 1899, Vives y el capitán Tejera, recorrieron Europa para estudiar el uso que hacían los principales ejércitos de globos y dirigibles. El Gobierno ya había aprobado la construcción de un establecimiento para fabricar aeróstatos en Guadalajara. Sin embargo, las primeras unidades se importaron de Alemania. Vives llegó a la conclusión de que los globos cometa alemanes de Parseval-Sigsfeld eran los que mejor se acomodaban para cubrir las necesidades del Ejército español, que se limitaban a tareas de observación. Al año siguiente a su periplo europeo, en 1900, se trasladó a Alemania para efectuar las pruebas de aceptación de las dos primeras adquisiciones: un globo cometa y otro esférico.

En 1900 no existían todavía los aviones de ala fija. Los Wright volaron, por primera vez, en 1903 y no lo hicieron en público hasta 1908. El éxito aeronáutico más celebrado de aquel año lo protagonizó el conde Zeppelin con su dirigible LZ1; el aristócrata voló durante unos 18 minutos el 2 de julio, sobre el lago Costanza, ante una multitud de espectadores. Apenas fue capaz de controlar su dirigible y cuando finalizó las pruebas su empresa se quedó sin dinero, pero en Alemania al público le entusiasmaban aquellas gigantescas máquinas voladoras. Muchos pensaban que el futuro de la aeronáutica estaba en los dirigibles que, a diferencia de los globos, llevaban hélices y motores con los que la tripulación trataba de gobernarlos.

Los globos, o aeróstatos, volaban a merced del viento. Su inmensa superficie frontal hace imposible que la fuerza de una hélice pueda vencer la resistencia del viento. Un francés, Jean Baptiste Meusnier, inventó un globo cuya envoltura tenía forma oval, y al desplazarse ofrecía menos superficie al viento. Para evitar que la barquilla deformara el balón diseñó un sistema de sujeción triangular y alargó la barquilla; además concibió el balonet (un balón interior de compensación) que facilitaba el mantenimiento de la forma de la envoltura del dirigible. Meusnier inventó el dirigible en 1784, no pudo construirlo y tampoco se fabricó ninguno que cumpliera mínimamente con el requisito de gobernabilidad hasta 1884. Aquel año, los capitanes Krebs y Renard, también franceses, efectuaron un trayecto de unos 7 kilómetros con un dirigible, movido por un motor eléctrico alimentado con baterías, al que bautizaron con el ampuloso nombre de La France.

Los globos eran ingobernables y propulsar y mantener la forma del cuerpo de los dirigibles durante el vuelo, cuya envoltura se construía con el mismo material elástico que empleaban los globos, era muy complicado. De ahí surgió la idea de los dirigibles de cuerpo rígido, cuyo desarrollo lideraría el conde Ferdinand von Zeppelin durante muchos años. Sin embargo, el principal problema de estos aparatos era que no podían desinflarse y se guardaban en unos hangares inmensos. Para los dirigibles de cuerpo rígido, las operaciones de entrada y salida de los hangares, con algo de viento cruzado, eran muy peligrosas.

Es perfectamente comprensible cómo el padre de la aviación militar española, don Pedro Vives, se inclinó a favor de los globos cometa y dirigibles de cuerpo elástico para su Ejército. Sin embargo, lo imprevisible fue la aparición, en el campo de la navegación aérea, de un brillante ingeniero de caminos cántabro.

En 1902, don Leonardo Torres Quevedo, realizó el estudio de un dirigible con ‘armadura funicular’ que presentó en las Academias de Ciencia española y francesa. Torres Quevedo, a sus 50 años, era un conocido y prestigioso inventor que, hasta entonces, no había trabajado en el sector aeronáutico. Su armadura funicular consistía en tres cordones interiores longitudinales que determinaban la forma trilobulada de la envoltura. La estructura trabajaba cuando se inflaba el dirigible, facilitaba el mantenimiento de la forma y permitía el desinflado.

Con la ayuda del capitán de ingenieros, don Alfredo Kindelán, en 1905 se empezó a construir en los talleres de Guadalajara un prototipo del dirigible de Torres Quevedo. Tras muchas dificultades, por falta de material adecuado ya que las telas se importaban de Francia, en 1908 comenzaron las pruebas, en las que se demostró que la estructura funicular era muy útil para mantener la forma del dirigible, pero no pudieron resolverse los problemas de control de vuelo.

Mientras los aeronautas de don Pedro Vives trabajaban en Guadalajara, con muchas dificultades, en el montaje del prototipo del dirigible de Torres Quevedo, en 1906, un brasileño asentado en París hizo el primer vuelo público en Europa. El 13 de septiembre, Santos Dumont, dio un pequeño salto con su aeroplano 14 bis, en Bagatelle. El Herald de París lo calificó como el mayor hito de la historia aeronáutica europea. Los Wright seguían con sus negociaciones para tratar de vender su invento y habían dejado de volar el 16 de octubre de 1905. Cuando Santos Dumont dio aquel pequeño salto con el 14 bis los Wright tenían una máquina capaz de volar más de 20 millas, durante unos 30 minutos, y efectuar giros muy cerrados. Pero, los norteamericanos seguían ocultando el aparato con la intención de proteger su propiedad intelectual. El vuelo de Santos Dumont fue el pistoletazo de salida de la carrera que iniciaron los aeronautas europeos para tratar de situarse a la cabeza de la aviación mundial. Charles Voisin, Louis Blériot, Henry Farman y Léon Delagrange tomaron la delantera en Europa y hasta en Estados Unidos les saldría un competidor a los inventores del aeroplano: Glenn Curtiss. En agosto de 1908, Wilbur Wright voló por primera vez en público en Le Mans (Francia) y sus vuelos dejaron sin aliento a los aviadores europeos. Después se trasladó a Pau, para entrenar los pilotos de la empresa de sus socios europeos.

En enero de 1909, Vives y Kindelán viajaron a Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, para estudiar el estado del arte de los dirigibles y aeroplanos y presenciaron algunos vuelos de Wilbur Wright en Pau. Al regreso de su periplo recomendaron la adquisición de un dirigible alemán de 4000 metros cúbicos y que se estudiara la posibilidad de comprar algunos aeroplanos para entrenar pilotos, de forma experimental.

Kindelán se apartó del proyecto del dirigible de Torres Quevedo en Guadalajara. El inventor cántabro y el capitán Samaniego se desplazaron a Francia para continuar con el desarrollo. Allí, en Sartrouville, alquilaron un hangar a la compañía Astra. Torres Quevedo terminó vendiendo su patente a dicha empresa, con la autorización del Gobierno español que se reservó el derecho a fabricar dirigibles de este tipo en su país.

El dirigible que habían recomendado comprar Vives y Kindelán terminó fabricándolo Astra. En octubre de 1909, Vives y Kindelán y los cabos Gómez y Latapia se desplazaron a Meaux para realizar las pruebas de aceptación del dirigible. No pudieron hacerlo debido a una serie de problemas relacionados con el control del aparato. Decidieron trasladarlo a Guadalajara y allí se completaron los ensayos de recepción que concluyeron el 5 de mayo de 1910, con un viaje a Madrid y vuelta a Guadalajara. Vives y Kindelán firmaron el acta por parte española y en representación de Astra lo hizo el ingeniero Kapferer. El nuevo dirigible recibió el nombre de España.

El año 1909 fue decisivo para la aviación en el mundo. El francés Louis Blériot cruzó el Canal de la Mancha con su Blériot XI y demostró que la aviación servía para viajar de un lugar a otro. «Inglaterra ya no es una isla», fue el comentario con que la prensa británica recibió el vuelo del francés. En Reims se celebró una semana aeronáutica, organizada por los fabricantes de champaña franceses, en la que participaron 28 pilotos y 38 aeroplanos, que contó con la asistencia de centenares de miles de personas. El mundo entero, a través de la prensa, se enteró de que la aviación era una realidad. Y también fue un año decisivo para el futuro de la aviación militar española: los ingenieros de don Pedro Vives centraron todo su interés en los nuevos aeroplanos, el invento de Torres Quevedo quedó en manos de la compañía Astra y el dirigible España inició una corta y triste vida de cuyo final sería testigo el hijo de la reina regenta que inauguró la aerostación: el rey don Alfonso XIII.

Cuando ya estaban a punto de terminarse las pruebas del dirigible España, el 2 de abril de 1910 una Real Orden encargó al Parque Aerostático la selección del aeroplano que más conviniera al Ejército. A finales de octubre, el capitán Kindelán se trasladó a París para contratar en firme la adquisición de dos aeroplanos Henri Farman de 16,5 metros de envergadura, biplanos, con motores Gnome de 50 caballos y un Maurice Farman con motor Renault. Al final se cambió el Maurice Farman por otro Henri Farman y con ellos se entrenaron, de marzo a agosto de 1911 los cinco primeros pilotos de la aviación militar española: los capitanes Alfredo Kindelán, Emilio Herrera, Enrique Arrillaga y los tenientes Eduardo Barrón y José Ortiz Echagüe. Con la excepción del capitán Enrique Arrillaga que quedó inválido a causa de un accidente, en diciembre de 1911, estos oficiales formarían el núcleo a partir del cual se creó la aviación militar en España. Sus méritos profesionales trascendieron la aeronáutica y destacaron como historiadores, científicos y empresarios.

La aviación militar dejó de lado el proyecto de Torres Quevedo del que se beneficiaría la aeronáutica francesa. Astra perfeccionó el diseño del dirigible y el Astra-Torres 1 ganó en 1911 la copa Deperdussin. A lo largo de la I Guerra Mundial, Astra fabricó alrededor de 20 unidades para el Ejército francés y más de 50 para los británicos. Los dirigibles Astra fueron utilizados, principalmente, para apoyar a la Armada en las operaciones de guerra anti submarina y alcanzarían fama de ser los mejores de ‘cuerpo flexible de su época’. Don Leonardo Torres Quevedo, inventor de la máquina de jugar al ajedrez automática, los transbordadores del monte Ulía y de las cataratas del Niágara, doctor ‘honoris causa’ por las universidades de Coimbra y París no pudo ver cómo la aeronáutica de su país supo aprovecharse de su genial invención: la ‘armadura funicular’.

El España llevó una vida triste. De todos los dirigibles que fueron bautizados con el nombre de su país La France fue el único que tuvo una existencia gloriosa. El Deutschland se rompió en su viaje inaugural el 28 de junio de 1910, sin que el accidente causara víctimas mortales entre sus pasajeros, y el Italia se estrelló con los expedicionarios de Nobile, cerca del Polo Norte, el 25 de mayo de 1928, con peor fortuna. En 1913, el España había hecho 23 ascensiones y el 7 de febrero, de ese año, participó en uno de sus ascensos el rey don Alfonso XIII, acompañado del príncipe Mauricio de Battenberg, hermano de la reina, y el teniente general Marina. La tripulación estaba compuesta por el coronel Vives, los capitanes Kindelán y Jiménez Millas y el mecánico Quesada. Fue el último honor que se le otorgó al único dirigible español diseñado por Torres Quevedo. Poco después del ascenso real, el España fue retirado del servicio.

La primera carrera de aviones de la historia: Madrid-París (1911)

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El 25 de julio de 1909, Blériot, a bordo de un pequeño monoplano (Blériot XI) de 7,79 metros de envergadura, equipado con un motor Anzani de tres cilindros con una potencia inferior a 30 caballos, demostró que se podía volar de Francia al Reino Unido en 37 minutos. El Blériot XI se convirtió en el aeroplano de moda y empezó a fabricarse con otros motores, Gnome, de 50 y 70 caballos. Louis Blériot, con su histórico vuelo a través del Canal que separa Francia de Gran Bretaña, puso de manifiesto que los aviones servían para viajar de un lugar a otro de la Tierra. Hasta entonces los vuelos se habían limitado prácticamente a la realización de exhibiciones aeronáuticas en los aeródromos, sin salir de ellos. La aviación acababa de nacer.

Aún no habían transcurrido dos años del vuelo de Blériot cuando el periódico francés Le Petit Parisien organizó la primera carrera de aviones de la historia de la aviación: de París a Madrid. En aquella época, las gestas aeronáuticas constituían una preciada fuente de ingresos para los periódicos y las editoriales más importantes establecían premios de aviación para aumentar sus tiradas contando las aventuras de los intrépidos aviadores que, en busca de fama y dinero, pugnaban por ocupar las portadas de la prensa. Cuando Blériot cruzó el Canal, ganó el premio del Daily Mail, dotado con mil libras; pero sobre todo consiguió una popularidad extraordinaria que se tradujo en centenares de pedidos para su incipiente fábrica de aeronaves.

Le Petit Parisien organizó la carrera de aviones de París a Madrid, con un generoso premio de 100 000 francos para el vencedor. Los participantes iniciarían el recorrido en Issy-les-Moulineaux, París, el 21 de mayo de 1911, con la intención de alcanzar la meta, situada en Getafe (Madrid), el día 25 del mismo mes. Se previeron dos escalas: la primera en Angulema (Francia) y la segunda en San Sebastián (España). Sin embargo, los participantes podían hacer otras paradas intermedias para avituallarse o reparar los aparatos.

Hubo alrededor de 27 inscripciones, aunque el día de la salida tan solo se presentaron en la competición 8 aviadores, con sus respectivos aeroplanos. Cuatro de ellos volarían con aviones del tipo Blériot XI, dos con aeronaves Morane y los otros dos con aparatos un tanto originales. Los Morane eran muy parecidos a los Blériot. De hecho, el fabricante, Léon Morane (que primero se asoció con Gabriel Borel y después con Raymond Saulnier) había trabajado con Louis Blériot en el diseño del Blériot XI. De los otros dos aeroplanos, uno de ellos lo pilotaba su fabricante: Emile Train. Era el único con capacidad para llevar un pasajero a bordo y el fuselaje estaba construido con tubos metálicos. Las costillas de las alas eran de madera y el avión se parecía mucho a la Demoiselle de Alberto Santos Dumont. Emile era un hombre con magníficas ideas al que le faltaba apoyo financiero. Y el segundo aparato, que tampoco se parecía a los Blériot XI, era el Goupy II que volaría el piloto Pierre Divétain. Era el único biplano, un avión experimental diseñado por Ambroise Goupy y Mario Calderara, fabricado en 1909 en el taller de Blériot. En su configuración había dos innovaciones importantes: se trataba del primer biplano con hélice tractora (hasta entonces todos los biplanos llevaban hélices de empuje, detrás de las alas) y también fue el primer biplano con dos pares de alas en las que las inferiores estaban retrasadas con respecto a las superiores. Además, el Goupy II utilizaba alerones para el control lateral, mientras que el resto de las aeronaves que participaron empleaban el sistema de torsión de los hermanos Wright.

La carrera no pudo empezar peor.

Las crónicas de la época narran que en Issy-les-Moulineaux se llegaron a congregar unas 200 000 personas para presenciar el inicio del evento. Eran las seis de la madrugada. A pesar de lo intempestivo de la hora el ministro francés de la Guerra, Maurice Berteaux, y el presidente del Gobierno, Ernest Monis, presidían el acto junto con otras autoridades. A los aviadores se les fue dando la salida con intervalos de diez minutos. Beaumont, Gibert, Garros y Le Lasseur de Ranzay lograron despegar. A Frei se le rompió el avión, el aparato de Garnier rodó sobre la pista sin elevarse y Jules Védrines volcó. El quinto en salir fue Emile Train; un constructor y piloto poco conocido que aquel día lograría hacerse tristemente famoso. Era el único participante que llevaba un pasajero a bordo. El propio Emile describió así lo que ocurrió el 21 de mayo de 1911 en Issy-les-Moulineaux:

«Tan pronto como abandoné la tierra, me di cuenta de que el motor no funcionaba bien. Iba a aterrrizar, después de hacer un giro a un lado, cuando vi un destacamento de coraceros cruzando la pista de vuelo. Intenté hacer una pequeña curva para evitarlos, y aterrizar en la dirección opuesta, pero mi motor en ese momento fallaba más y más, y me fue imposible realizar el giro. Elevé la máquina para pasar sobre las tropas y aterrizar detrás de ellas. En ese momento un grupo de personas, que habían permanecido ocultadas a mi vista por los coraceros, se dispersaban delante de mí en todas las direcciones. Traté de hacer lo imposible, arriesgando la vida de mi pasajero, para prolongar mi vuelo y caer más allá de las últimas personas del grupo. Estaba a punto de aterrizar, cuando el aparato, que había levantado casi verticalmente, cayó pesadamente sobre la tierra. Salí de debajo de la máquina, con mi pasajero, creyendo que había evitado cualquier accidente. Fue solamente entonces cuando conocí la terrible desgracia.»

El jefe de la policía ordenó a los coraceros entrar en la pista para desalojar a los espectadores que la habían invadido y el grupo de personalidades decidió dar un paseo para estirar las piernas. Los paseantes quedaron detrás de los coraceros montados a caballo. Emile logró esquivar a los soldados, pero se topó con los paseantes que estaban detrás, en medio de la pista. La hélice del avión de Train seccionó un brazo del ministro de la Guerra, Maurice Berteaux, le produjo heridas en la cabeza y el político falleció en el aeródromo poco después. Ernest Monis, el presidente del Gobierno, también sufrió contusiones y perdió el conocimiento, pero salvó la vida.

Monis decidió que no se suspendiera la prueba y al día siguiente tomaron la salida los participantes que no lo pudieron hacer el 21 de mayo.

Tan solo 3 participantes consiguieron llegar a Angulema: Garros, Gibert y Védrines. Jules Védrines ganó la etapa al cubrir los 390 kilómetros en 4 horas, 24 minutos y 16 segundos.

En la segunda etapa, de 335 kilómetros, Védrines aterrizó en la playa de Ondarreta, en San Sebastián, 2 horas antes que el siguiente que fue Garros. Gibert llegaría más tarde y, al cruzar los Pirineos, se encontró con un águila de la que tuvo que defenderse a tiros.

La ruta de la última etapa, de San Sebastián a Madrid, se estableció tomando la referencia de la línea férrea que pasa por Tolosa y desde allí hasta Burgos y Madrid siguiendo la carretera. Antes de atravesar la sierra, al norte de Madrid, se encenderían hogueras para advertir a los aviadores de su presencia.

Al salir de San Sebastián, el primero en hacerlo, Rolland Garros, tuvo que regresar, por problemas técnicos, hasta tres veces. La última vez rompió el avión durante el aterrizaje, cerca de Andoaín. Gibert tampoco tuvo suerte y su avión volcó al aterrizar en Olazagutia, cerca de Vitoria.

En Getafe, los reyes de España, acompañados del marqués de Viana, esperaban la llegada de Védrines. Sin embargo, el aviador tuvo que efectuar un aterrizaje de emergencia en el pueblo de Quintanapalla, cerca de Burgos. Los lugareños jamás habían visto un avión, pero le facilitaron al piloto medios de transporte para que se desplazara a Burgos y adquiriese las piezas de repuesto que necesitaba. Mientras le reparaban el aeroplano, Védrines, con un automóvil, recorrió la ruta que tenía que seguir hasta Guadarrama para familiarizarse con ella. El rey y su séquito se vieron obligados a abandonaron Getafe, después de una infructuosa espera.

El 26 de mayo, un día después de lo previsto, a las ocho horas y seis minutos de la mañana, Jules Védrines se proclamó vencedor de la primera carrera internacional de la historia de la aviación al aterrizar en Getafe. Los reyes no estuvieron allí, pero un público muy numeroso se encargó de dar la bienvenida al intrépido navegante. De aquella carrera de aviones, entre París y Madrid, fue el único participante que logró alcanzar la meta; con un ganador, Le Petit Parisien pudo declarar que la competición había sido un éxito.

Eran tiempos en los que el vuelo era un ejercicio peligroso. Después de su victoria en la carrera Paris-Madrid Jules Védrine logró otros éxitos como aviador. Durante la I Guerra Mundial alcanzó el grado de as de la aviación militar francesa y, poco después de finalizar la contienda, en 1919, Védrines murió al realizar un aterrizaje forzoso en Saint Rambert d’Albon con su Caudron C.23.

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Capear el temporal con un hidroavión. Ramón Franco y su tripulación, perdidos en el océano.

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Ramón comprendió enseguida que el viaje se había terminado y con él su última oportunidad para recuperar la gloria.

Después de cruzar el Atlántico Sur de Palos al Plata con el Plus Ultra y convertirse en el gran héroe nacional, Ramón había logrado convencer al Gobierno para que le autorizara un vuelo alrededor del mundo. La aceptación estuvo condicionada a que se realizara con un avión Dornier Super Wal, fabricado en las nuevas instalaciones de Construcciones Aeronáuticas Sociedad Anónima (CASA), en Cádiz: el Numancia. Aquel fantástico hidroavión, con cuatro motores Napier Lion de 450 CV, no cumplió con las expectativas y el proyecto fracasó el 1 de agosto de 1928, después de tan solo treinta minutos de vuelo, al pararse los dos motores posteriores debido a un problema en el sistema de combustible. Amerizaron cerca de las playas de Faro (Portugal) y aunque el mecánico de Ramón, Pablo Rada, supo resolver la avería, no pudieron despegar debido a una vía de agua en el casco. Regresaron a Río Tinto con los motores del hidroavión y desde allí hasta Cádiz los remolcó una chalupa. La reparación llevaría un tiempo del que ya no disponían porque la época ideal para iniciar la vuelta al mundo había pasado. Ramón tuvo que abandonar el proyecto. Al año siguiente, esta vez con un Dornier Wal J con dos motores igual que el Plus Ultra, logró que le autorizaran llevar a cabo un vuelo trasatlántico, con escala en las Azores para dirigirse luego a Nueva York y regresar a las costas gallegas desde New Fouland (Terranova). La imposición gubernamental, además de que el avión estuviese fabricado en España, también afectaría a la composición de la tripulación. Pablo Rada, el mecánico, fue sustituido por Madariaga porque el primero había abandonado el Ejército. Ramón, el iconoclasta, llevaba a bordo una botella de cava para hacerse una foto mientras se la bebía con su tripulación, al pie de la estatua de la Libertad; en 1929 estaba en vigor en Estados Unidos la Ley Seca que prohibía el consumo de alcohol en lugares públicos. Aquel era uno más de los gestos, que caracterizaban al aviador, de rebeldía para con el orden establecido y que empezaban a causarle serios problemas con las autoridades militares y políticas españolas de la época.

Habían salido de España el 21 de junio amparados con el permiso que llegó justo el día anterior. Tuvo que intervenir Eduardo González Gallarza, segundo piloto de la expedición, que era ayudante del rey Alfonso XIII, para conseguir dicha autorización; Ramón ya tenía previsto un plan alternativo –en el supuesto de que no llegase el permiso− que consistía en volar alrededor de España durante 24 horas para batir el récord mundial de permanencia en el aire de hidroaviones, ese mismo día. Su copiloto no estaba dispuesto a seguirlo en aquella nueva aventura para la que no tenían autorización de sus jefes. El permiso para volar a América llegó y Ramón con González Gallarza de copiloto, Ruiz de Alda como navegante y Madariaga de mecánico, iniciaron la travesía. Al anochecer pasaron frente al cabo de San Vicente y siguieron rumbo a las Azores. Según el plan de vuelo recalarían en el archipiélago portugués sobre las nueve de la mañana, entre las islas de Santa María y San Miguel. La meteorología era mala, la atmósfera inestable, a ratos capas de nubes muy bajas ocultaban el mar y para mantener el rumbo los dos pilotos volaban aferrados a los mandos. Ruiz de Alda apenas podía tomar marcaciones para la navegación y cuando logró tomar una posición constató que volaban unas 25 millas al sur de la ruta. Con las primeras luces del día, el navegante divisó picos montañosos en el horizonte que supuso que pertenecían a las Azores, pero no tardaron en percatarse de que eran nubes. Cuando salió el sol tomaron la longitud: 30º 35’ Oeste.

Entonces fue cuando Ramón supo que el viaje a América terminaba allí. Se habían dejado más de 200 millas atrás las islas de Santa María y San Miguel. No veían el mar, pero decidieron perforar la capa de nubes y descender hasta la superficie del océano. Volaron bajo, atisbando el horizonte en búsqueda de unas islas que no podían ver porque no estaban cerca de allí. Ramón decidió amerizar para tomar con exactitud su posición y poner luego rumbo a las Azores, aunque estaba seguro que no tendrían gasolina para llegar. Y así fue, a unas 50 millas de Santa María el hidroavión se quedó varado, sin combustible. A partir de ese  momento el avión dejó de serlo y se convirtió en un barco.

Los hidroaviones de la casa Dornier eran excelentes buques. Algunos aviadores decían que eran barcos con los que se podía volar. Los depósitos de combustible, vacíos, les otorgaban un extra de 4000 litros de flotabilidad: eran una plataforma insumergible, aunque podía volcar. Si se producía un vuelco tendrían que abrir aberturas en la parte inferior del fuselaje, pero aun así el aparato se mantendría a flote. Lo que no estaba claro es que la estructura del hidroavión pudiera soportar la mar que parecía venírseles encima.

Lo primero que hizo Ramón fue organizar un puesto de vigilancia permanente. Con el ala sobre montantes por encima del fuselaje, y los motores arriba de esta, la planta de propulsión ocupaba el punto más elevado de la nave. Allí situó el comandante el lugar desde el que, por riguroso turno, todos hacían guardia en compañía de unos prismáticos, cohetes, bengalas y la pistola de señales.

Recogieron algo de gasolina de las bombas y circuitos del motor, suficiente como para alimentar el generador eléctrico. Sin embargo, la radio no funcionaba.

En el equipo de salvamento de a bordo llevaban alimentos para ocho días que Ramón redistribuyó en pequeñas raciones para que les duraran un mes. Se llevaron una grata sorpresa al comprobar que el agua de los circuitos de refrigeración de los motores sabía mejor de lo que imaginaron en un principio; se podía beber. Consiguieron sacar unos 130 litros de refrigerante. Sin embargo, comprobaron que todas las artes de pesca, que con tanto esmero habían preparado antes de partir, se habían quedado olvidadas en la base. Improvisaron otras, pero no lograron merecer con ellas la atención de ningún pez.

El 24 de junio aparecieron nubarrones muy oscuros en el horizonte y por la tarde se puso a llover y la mar empeoró mucho. El 25 el hidroavión quedó a merced de las olas cada vez más encrespadas; por la cabina entraba agua; el ala derecha sufrió daños, aunque no de gran importancia. A mediodía encalmó. Ese día lograron reparar la radio. El receptor funcionaba bien porque escuchaban las emisoras de las Azores y las comunicaciones entre barcos, sin embargo el transmisor no debía estar bien ajustado porque no consiguieron establecer contacto con ninguna emisora.

Ramón organizó la vida a bordo para mantener a su tripulación ocupada. Por la mañana –nada más levantarse− recogían las camas, secaban la ropa y tomaban la longitud. Después le daba a cada uno su ración de desayuno. A mediodía medían la altura del sol para determinar la latitud y marcaban en la carta su posición. Copiaban también el mismo dato en un papel que metían dentro de una botella, la tapaban y luego la lanzaban al mar con algunas anotaciones. Almorzaban muy frugalmente los alimentos que Ramón repartía entre todos y a las cuatro de la tarde emitían un SOS. El rito de la cena era igual que el de las otras comidas con la salvedad de que, para celebrar la conclusión de la jornada, compartían un cigarrillo que se pasaban entre ellos hasta apurar la colilla que guardaban (para cuando se les acabara el tabaco). A las diez de la noche transmitían otro SOS. Antes de acostarse inflaban la balsa salvavidas y la sujetaban arriba, al fuselaje. Para estabilizar el rumbo del hidroavión arrastraban en el morro un ancla de capa y en el timón de dirección habían colocado también la vela de la balsa salvavidas; de este modo se mantenían aproados al viento.

El 26 de junio por la tarde el cielo se volvió otra vez de color negro. El viento refrescó y la mar se cubrió de espuma. Pasaron toda la noche achicando agua de la cabina, empapados, temerosos de que el hidroavión volcara o lo hiciera añicos alguna rompiente. Durante la mañana del día 27 media ala quedó sumergida porque en el depósito de combustible de ese lado había entrado agua. El hidroavión estaba muy inclinado. Cualquier ola de través lo haría volcar si no ponían remedio a la situación. Hicieron una cadena humana para sujetar a Madariaga que atado a un cabo, por la cintura, llegó hasta el otro depósito para abrir una escotilla y llenarlo con unos mil litros de agua. De ese modo consiguieron nivelar el aparato y estabilizarlo. En el interior del avión todos los enseres andaban revueltos y el sextante recibió un cachiporrazo que lo averió. Al mediodía la situación mejoró, el viento empezó a encalmar, pero un golpe de mar embistió contra el ala derecha, la hundió, y dieron la vuelta completa.

El 28 de junio lo peor ya había pasado, subió la presión atmosférica y pudieron hacer un inventario de daños. El viento los llevaba hacia la isla de Santa María y decidieron que, cuando la tuvieran cerca, uno de ellos se acercaría a tierra con el bote salvavidas. No hizo falta porque a las tres de la madrugada Gallarza gritó desde su puesto de vigilancia que había visto un barco. Lanzó señales luminosas y enseguida comprendieron que el buque puso rumbo al hidroavión cuando divisaron su luz roja a la derecha, la verde a la izquierda y las luces de tope enfiladas. Ramón vio cómo su tripulación, al acercarse el barco, se abalanzó sobre las provisiones para saciar el hambre que arrastraba desde su último amerizaje. El comandante les dijo:

—Si ese barco no puede llevarse el avión pediré víveres y seguiré a bordo hasta que me rescaten con el aparato.

Su tripulación se comprometió a no abandonarlo y siguió comiendo.

Los recogió el navío de la Armada británica Eagle a unas 45 millas al SO de Santa María.

Cuando las autoridades españolas perdieron el contacto con la aeronave de Ramón pusieron en marcha la operación de búsqueda para lo que solicitaron la ayuda de otros países. Además del Eagle, cinco destructores españoles y dos submarinos, dos cruceros italianos, un buque portugués y otros dos franceses, navegaron siguiendo una malla que cubría el área en la que suponían que podía encontrarse la tripulación española. El buque británico había dado por finalizada su búsqueda y se disponía a regresar a Gibraltar cuando atisbó a los náufragos que rescató junto con el hidroavión.

El vuelo a Estados Unidos del comandante Franco lo seguía toda España con muchísima atención. La desaparición del piloto y su tripulación, el fuerte temporal que se desencadenó en la zona y el inexorable paso del tiempo, sin que se supiera nada de ellos, creó un ambiente en el que el desenlace más probable era lo peor. Cuando el Eagle telegrafió la noticia del rescate España entera se convirtió en una fiesta. Los balcones se engalanaron, la gente se lanzó a la calle y los periódicos imprimieron ediciones especiales para dar la noticia. El comandante Franco, héroe del Plus Ultra, era una figura extraordinariamente popular en el país.

Quizá la única persona que tenía la seguridad de que Ramón volvería a casa era su mujer, Carmenchu. El rey, Alfonso XIII, le había hecho llegar la misiva —a través de su padre— de que en caso de que su marido despareciera para siempre el Gobierno le otorgaría una generosa pensión. Ella estaba segura de que el aviador reaparecería y así fue. Pablo Rada, el mecánico y gran amigo de su marido que se había quedado en tierra por orden del jefe de la Aeronáutica Militar, Kindelán, la llevó en su coche hasta Algeciras para recibir al héroe. Nada más desembarcar la muchedumbre lo rodeó hasta el punto de que a su mujer le resultó imposible darle un abrazo. A codazos y como pudo, Pablo Rada consiguió acercarse a Ramón y le pasó un enigmático mensaje:

—Ten cuidado Ramón, las cosas están muy mal.

Por la tarde, el aviador pudo abrazar a su esposa en el hotel de Algeciras. Allí, además de Carmenchu, le esperaba una carta de Kindelán. Ramón la leyó enseguida y después levantó la cabeza para decirle a su mujer:

—Kindelán, ¿has visto alguna vez un hombre más grande, más antipático y más feo?

El militar le decía en la misiva que después de lo ocurrido ya no podía ser ni su jefe ni su amigo.

Ramón sabía muy bien a lo que se refería su superior. Antes de salir de viaje, en el hangar, había dos hidroaviones Dornier, aparentemente idénticos. Uno era el Dornier 15, matrícula MWAO, fabricado en las instalaciones de la empresa Dornier italiana y el otro, el Dornier 16, matrícula MWAP fabricado en España por CASA. El Dornier 15 lo habían traído desde Pisa Gallarza y Ramón Franco. El Dornier 16 se construyó a toda prisa en la factoría de Cádiz para el vuelo que tenía intención de pilotar Ramón, en un principio, alrededor del mundo. Era el primero que se fabricaba por la empresa española de una serie de 17 que tenía encargados para la Aeronáutica Militar. Desde el fracaso de su primer intento de volar alrededor del mundo con el Dornier Super Wal fabricado también por CASA, Ramón tenía una clara preferencia por el material procedente de Italia dónde la empresa Dornier venía fabricando desde hacía más tiempo las aeronaves que, tras la guerra, tenía prohibido ensamblar en Alemania. Aunque CASA disponía de la correspondiente licencia y soporte técnico de Dornier, tanto el Super Wal como el Dornier 16 fueron los primeros aviones de su clase que se construyeron en la factoría de Cádiz. La obcecación del piloto llegó hasta el punto de que, con la ayuda y conocimiento de los otros tres miembros de su tripulación, cambiaron las matrículas de los aviones sin que se enterase nadie y emprendieron el vuelo hacia Nueva York con el aparato fabricado en Italia en vez de hacerlo con el construido en CASA. La autorización expresa que había recibido del mando era para volar con el hidroavión de fabricación nacional y no con el Dornier 15.

Ramón Franco era consciente de haber desobedecido una orden y sin la excusa del éxito sabía que nunca alcanzaría el perdón. Tampoco sintió jamás el menor arrepentimiento porque poco después escribiría: «En aquellos momentos estábamos en perfecto acuerdo, y así nos lo expresábamos, en que si, en vez de llevar un avión llevamos el otro, habríamos sido ya carne de tiburones»

Cuando llegaron a Madrid, Ramón y Carmenchu, fueron recibidos por una muchedumbre que estuvo a punto de hacer que el taxi volcase. De allí se dirigió al hotel Palace para asomarse a un balcón y saludar a la gente que acudió en masa a vitorearlo. Asistió a un Te Deum de acción de gracias y a una comida en el palacio real.

Mientras el público aclamaba a Ramón, uno de los personajes más famosos de la España de 1929, el presidente del gobierno, Primo de Rivera y el jefe de la Aeronáutica Militar, Kindelán, habían decidido separarlo de la Aviación. Al mes siguiente recibió una comunicación en la que el rey ordenaba su paso a la situación B. A partir de aquel momento su vida se precipitó en una espiral de acontecimientos cuyos episodios terminarían enfrentándolo a todo el mundo.

Ramón supo muy pronto que el error de navegación de su vuelo trasatlántico sobre las Azores marcaría definitivamente el nuevo rumbo de su vida.

 

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Amundsen, Byrd y Nobile tras el Polo Norte

Italia

El 29 de abril de 1926 aterrizaron en la isla Spitzberg del archipiélago Svalbard (Noruega) Richard Evelyn Byrd y su copiloto Floyd Bennett, a bordo de un Fokker F-VII. Los estadounidenses tenían intención de preparar desde aquel lugar una expedición aérea al Polo Norte. Nadie lo había sobrevolado con anterioridad. La casualidad hizo que el proyecto de los norteamericanos coincidiera con el del noruego Amundsen y el italiano Nobile que aquel día también estaban en Spitzberg avituallando un gigantesco dirigible de casco semirrígido, el Norge, para convertirse también en los primeros humanos que volaran sobre el Polo Norte.

Al veterano Amundsen se le heló la sangre cuando vio aparecer en la apartada isla noruega al oficial de la Armada estadounidense, Richard Byrd, famoso por sus múltiples aventuras. Para Byrd y Bennett, la presencia del gran dirigible no era ninguna novedad ya que habían podido seguir su viaje desde que partió de Roma.

Desde hacía más de un año Roald Amundsen llevaba en la cabeza la idea de aproximarse al Polo Norte en un avión. Lo había intentado en 1925 junto con Lincoln Ellsworth, el piloto Hjalmar Riiser-Larsen y tres tripulantes más. La expedición contó con dos Dornier Do J hidroaviones de construcción italiana, N-24 y N-25, y se vieron obligados a aterrizar en un punto de latitud 87º 44’ norte. Los aviones quedaron separados varias millas y el N-24 se dañó, aunque las tripulaciones consiguieron encontrarse. El mundo dio por perdidos a los seis expedicionarios mientras ellos emprendieron la dura tarea de apartar 600 toneladas de nieve para construir una pista que les permitiera despegar con el N-25. Riiser-Larsen consiguió levantar el hidroavión con sus cinco compañeros de expedición y Amundsen y sus exploradores reaparecieron milagrosamente cuando ya nadie los esperaba.

Si parecía que los aviones de ala fija tenían problemas para llegar hasta el Polo Norte, Amundsen pensó que quizá un dirigible podría ser el vehículo más adecuado para realiza aquella travesía. Se puso en contacto con el italiano Umberto Nobile y logró que el gobierno italiano les facilitara uno de sus dirigibles para volar hasta el Polo Norte. El aparato fue bautizado con el nombre de Norge (Noruega), y el ingeniero y aviador Umberto Nobile se puso al frente de la tripulación del dirigible de Amundsen con un equipo italiano.

Los italianos habían salido de Roma con el Norge el 14 de abril y Amundsen con Lincoln Ellsworth, Riiser Larsen y Oscar Wisting se incorporaron al grupo expedicionario en la isla de Spitzberg. En total la expedición contaba con 14 tripulantes además de Amundsen y Nobile. Entre todos acumulaban una gran experiencia. Desde que el 14 de diciembre de 1911 consiguiera ser el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, Amundsen era quizá, el explorador más experimentado en incursiones a través de los hielos con que podía contar una expedición. Umberto Nobile había adquirido una merecida reputación como experto en el diseño, la fabricación y el pilotaje de dirigibles. Ingeniero, piloto, militar y hombre de negocios, el italiano era el gran defensor de los dirigibles de cuerpo semirrígido en su país, aunque no contaba con las simpatías del responsable de la aeronáutica italiana, Italo Balbo, ni del entorno político que rodeaba a Mussolini. El Norge, diseñado por Nobile, se había construido en las instalaciones del Estado italiano.

La llegada a Spitzberg del estadounidense Byrd fue un motivo de frustración tanto para Amundsen como para Nobile. Los dos sabían que los preparativos para la expedición de la aeronave de ala rígida se completarían en poco tiempo y que corrían el riesgo de ser los segundos y no los primeros en sobrevolar el Polo Norte.

Byrd, oficial de la Armada de Estados Unidos, era un gran aventurero. A los doce años se había escapado de casa para visitar a un amigo en las Filipinas y a su regreso escribió un libro contando las peripecias de su largo viaje alrededor del mundo. De joven ingresó en la Marina, donde fue condecorado por su valor, aunque debido a problemas físicos tuvo que aceptar destinos en puesto administrativos. Ingresó en la aviación naval y en 1919 era el responsable de las fuerzas de su país en Canadá. Había realizado algunos vuelos sobre Groenlandia y esa experiencia le animó a abordar la aventura del Polo Norte. Para su empresa contaba con el apoyo financiero de Edsel Ford y esa era la razón por la que su avión llevaba el nombre de la hija del fabricante de automóviles: Josehine Ford.

Los temores de Amundsen y Nobile se hicieron realidad. El 9 de mayo Byrd y Floyd Bennett despegaron con su Fokker VII y regresaron al cabo de menos de 16 horas a Spitzberg. Dijeron que habían sobrevolado el Polo Norte. La expedición que dirigía el noruego aún seguía preparando el dirigible en la isla de Sptizberg.

Amundsen y Nobile, con catorce tripulantes a bordo, partieron dos días más tarde. Su objetivo era el de llevar a cabo un vuelo más largo que el del Josefine Ford, al pretender cruzar el Ártico, desde Spitzberg hasta Alaska, un vuelo que nadie había realizado con anterioridad. Tardaron 29 horas y 50 minutos en recorrer los 3200 kilómetros que hacía falta para atravesar el Ártico. A lo largo de aquél viaje del Norge, Amundsen y Nobile tuvieron varias ocasiones para demostrar que se entendían bastante mal. Aunque Nobile había otorgado el mando de la expedición al noruego, el italiano sobrentendió que el dirigible quedaba bajo su exclusiva autoridad, una idea que nunca consiguió que Admunsen llegara a compartir. La expedición contó con momentos muy difíciles en los que la tripulación tuvo que echar por la borda, recambios, alimentos, sacos de dormir y ropajes.

Amundsen y Nobile mantuvieron cierta pugna por hacer valer para cada uno de ellos el mérito de la expedición. El problema lo acentuó Mussolini que mandó a Umberto Nobile de gira por Estados Unidos para dar una serie de conferencias en las que la gesta se presentaba como obra exclusiva de la Italia del dictador al mando de Nobile.

El ingeniero italiano llegó a la conclusión de que haría falta organizar otra expedición al Polo Norte, esta vez sin Amundsen, en la que él fuera el único responsable. El proyecto no contó con el apoyo de Italo Balbo, aunque lo terminaría aceptando a regañadientes y no se recató en expresar su deseo de que lo único bueno de aquella aventura era la posibilidad de perder de vista a Umberto para siempre. Los preparativos de la expedición se llevarían a cabo en Italia durante 1927 y el primer trimestre de 1928. El Gobierno aceptó prestar un dirigible para la expedición, el Italia, muy similar al Norge y un buque de seguimiento de la Armada, el Città di Milano y  la ciudad de Milán sufragó los gastos. La nueva expedición ‒con la excepción del meteorólogo Finn Malgrem, sueco,  y el geofísico Franz Behounek, polaco‒ estaría formada exclusivamente por italianos. El 30 de marzo de 1928 el papa recibió a la tripulación y le hizo entrega de un crucifijo para que lo lanzaran del dirigible justo cuando estuvieran sobre el Polo Norte.

El 24 de mayo de 1928 el Italia alcanzó el Polo Norte y en su viaje de vuelta, al día siguiente, se estrelló en el hielo. La cabina del dirigible, con diez tripulantes, se desprendió de la estructura que la sujetaba y se hizo pedazos mientras que las seis personas que componían el resto de la tripulación quedaron atrapadas en la superestructura que se separó de la góndola y unida al cuerpo del dirigible ganó altura y desapareció para siempre. De los diez tripulantes que cayeron al hielo, uno murió en el acto y tres sufrieron heridas de consideración;  Nobile fue uno de los heridos, con roturas en una pierna, un brazo y una costilla, y un corte en la cabeza. Los supervivientes consiguieron recoger una radio, una tienda, varias cajas de alimentos y otros enseres que les permitieron organizar un improvisado campamento. El accidente ocurrió en un lugar que se encontraba a unos 300 kilómetros de Spitzberg. Durante una semana no conseguirían hacer funcionar la radio. El 2 de junio, un radioaficionado ruso, Nikolai Schmidt, captó las señales del Italia : varias palabras entre las que pudo distinguir ‛Nobile‘, ‘Italia’ y ‘Tierra de Francisco José’.

Las autoridades italianas, noruegas, suecas, finlandesas y muchas organizaciones e individuos particulares organizaron una gran operación de rescate por tierra y por mar. La Unión Soviética envió su gigantesco rompehielos: el Krasin. El 18 de junio Roald Amundsen se embarcó con otros voluntarios en un hidroavión francés Latham 47 y se dirigió a la zona para participar en el rescate. Todos ellos, Amundsen, el piloto noruego Leif Dietrichson, el francés René Guilbaud y tres franceses más, desaparecieron y nunca se hallaron sus cadáveres.

Pocos días después del accidente el meteorólogo sueco, Finn Malmgren, y los italianos Mariano y Zappi, que eran el segundo y tercer jefe de expedición , decidieron partir en búsqueda de auxilio. Después de varias semanas los italianos fueron rescatados por el rompehielos Krasin. Dijeron que el meteórologo Malmgren, deprimido (se sentía responsable del desastre por no haber asesorado a sus compañeros debidamente) y debilitado, les pidió que siguieran sin él. Hubo rumores de que Zappi y Mariano lo asesinaron y lo canibalizaron.

Al cabo de un mes, el teniente Einar Lundborg de la Fuerza Aérea sueca y su observador, el teniente Schyberg, con un Fokker, consiguieron aterrizar cerca del lugar donde se encontraban los supervivientes. Nobile tenía un plan para el rescate según el cual Cecioni (el herido más grave) debía ser evacuado en primer lugar, a continuación había otros dos y él figuraba el cuarto en la lista. Los dos últimos serían Viglieri (navegante) y Biagi (radio operador). Sin embargo, Lundborg no quiso embarcar a nadie que no fuera Nobile. El más grave de los heridos, Cecioni, era demasiado pesado y no creía que su avión pudiera despegar con tanta carga. Nobile fue transportado a la Isla Ryss donde estaba la base de operaciones de rescate de Suecia y Finlandia. Lundborg regresó a por otro superviviente, pero al aterrizar su aeronave sufrió daños irreparables y tuvo que quedarse con los otros cinco tripulantes del Italia.

Nobile fue trasladado al buque italiano Cittá di Milano en donde, según comentaría más tarde, todos sus esfuerzos por organizar el rescate fueron ignorados y el capitán Romagna lo mantuvo virtualmente arrestado. Los periódicos de Mussolini, en Italia, dieron la noticia de que el rescate de Nobile era un signo de cobardía. El rompehielos soviético Krasin logró rescatar a los supervivientes cuando llevaban ya 48 días sobre la plataforma de hielo, a la deriva. A pesar de que Nobile insistió en continuar con la búsqueda de los otros seis tripulantes desaparecidos, el gobierno italiano ordenó el regreso a Italia del Città di Milano.

A los supervivientes del Italia les esperaba en Roma, el 31 de julio, una inesperada explosión popular de entusiasmo que convocó a unas doscientas mil personas. Cuando Nobile se entrevistó con Mussolini el dictador se sintió molesto por la actitud del ingeniero explorador que le echó en cara los agravios, injustificados, que había recibido del estamento gubernamental. La investigación oficial y sus muchos enemigos políticos lo responsabilizaron del accidente y de haber abandonado a sus hombres. El general Nobile dimitió de la Fuerza Aérea en marzo de 1929. Durante el resto de su larga vida continuaría justificando sus actuaciones al mando del dirigible Italia.

De 1925 a 1928 el Polo Norte fue testigo de las aventuras de tres grandes exploradores, empeñados en ser los primeros en sobrevolar el punto de máxima latitud norte terrestre. Byrd consiguió la medalla del Congreso de su país, pero años más tarde su vuelo fue cuestionado y es posible que los dos estadounidenses nunca llegaran al Polo Norte en aquel vuelo que les reportó tanta fama. De ser así, Amundsen y Nobile habrían sido los primeros en sobrevolarlo. El noruego y el italiano se enemistarían para siempre a raíz de sus discrepancias durante la aventura que corrieron juntos. Ofuscado, Umberto Nobile trató de repetir la expedición y, aunque consiguió sobrevolar el Polo Norte, el viaje fue un fracaso en el que estuvo a punto de morir; en cualquier caso la aventura mermaría su reputación para siempre y le obligaría a dar muchísimas explicaciones. La peor parte de la historia corrió a cargo del noruego Amundsen que, en un trágico accidente aéreo, perdió la vida cuando trataba de ayudar a Umberto Nobile y su tripulación.

Extavagancias aeronáuticas: ekranoplanos, alas delta y Martin Lippisch

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Algunas personas se mueven siempre en las fronteras de lo convencional, son los innovadores. Alexander Martin Lippisch fue uno de ellos. Recién nacida la aviación, en los años 1920, el joven inventor se entusiasmó con la nueva ciencia. En vez de construir aeronaves al uso se interesó por conceptos que entonces eran revolucionarios en una disciplina completamente nueva y también revolucionaria como la aeronáutica. La introducción de sistemas de propulsión mediante cohetes, de alas delta y volantes y con posterioridad de ekranoplanos, ocuparía el núcleo central de su actividad profesional.

Ni siquiera hoy la gente está muy familiarizada con esos artefactos ni sabe muy bien para qué sirven. Las alas delta harían posible el desarrollo de configuraciones de aeronaves que vuelan a velocidades supersónicas y sugirió las alas en flecha que adoptaron con posterioridad todos los aviones subsónicos a reacción. Los ekranoplanos y las alas volantes aún continúan en fase experimental, pero debido a su eficiencia es posible que tengan un gran desarrollo en el presente siglo, en el que el ahorro energético y la protección medioambiental lideran el desarrollo tecnológico.

Los ekranoplanos son aviones que vuelan muy cerca de la superficie del mar o de la tierra (6-20 metros de altura). En estas condiciones las alas se benefician del llamado ‘efecto suelo’ que les proporciona una sustentación que es mayor a la que tienen al elevarse. Todas las aeronaves que se han construido de este tipo, hasta la fecha, son experimentales. En la Unión Soviética es donde tuvieron mayor desarrollo y hasta 1993 se fabricaron 3 o 4 aparatos como los Orlyonok y el Lun. Pero la fantasía de los ekranoplanos no ha muerto. Durante la primera década del presente siglo Boeing lanzó un proyecto para construir la ‘mayor aeronave de la historia de la aviación’, un record que hoy ostenta el Antonov An-255 Mriya, cuyo peso de despegue es de 640 toneladas. Era el Pelican, un avión que doblaría en tamaño al ruso y sería capaz de transportar 1400 toneladas de carga útil (17 tanques M-1) a 15 000 kilómetros de distancia. Algunos creyeron que el Pelican podría competir con los buques de transporte oceánico de contenedores. Sin embargo, la idea se quedó en la fase de diseño muy preliminar por falta de clientes dispuestos a invertir en el desarrollo. Los rusos siguen con la idea de construir otro ekranoplano de proporciones tan dantescas como las del Pelican. Es el Be-2500, un avión carguero para servir rutas transoceánicas de largo recorrido (16 000 km), capaz de transportar 1000 toneladas de carga de pago y con un peso de despegue que dobla el del Antonov An-255. Quizá en el año 2022 esta aeronave inicie sus operaciones, quizá no. Hasta la fecha los planes relacionados con estos aviones no han resultado muy fiables.

Las alas en delta tienen forma de triángulo. Esta configuración la poseen algunos aviones que prescinden de los estabilizadores horizontales en la cola y su evolución ha dado origen a las ‘alas volantes’. Alexander Martin Lippisch fue el primero en volar con una aeronave de estas características, en Alemania, en 1931. La principal ventaja de este tipo de ala se pone de manifiesto cuando la aeronave vuela a gran velocidad. En vuelo supersónico se forma una onda de choque en el morro del avión cuyo frente no interfiere con el borde de ataque de estas alas si se dotan del ángulo adecuado; además, este tipo de ala permite aumentar el ángulo de ataque sin que se produzca la entrada en pérdida, lo cual hace que la aeronave pueda volar a menor velocidad.

Las alas volantes rompen con el concepto de aeroplano tradicional dotado de fuselaje, alas y cola con estabilizador horizontal y plano vertical. Los diseñadores de alas volantes buscan la mayor economía posible y tratan de que la superficie aerodinámica que aporta la sustentación también sirva para envolver y soportar la carga de pago. La idea quizá la inventaran los franceses Alphonse Pénaud y Gauchot que propusieron en 1876, por primera vez en la historia de la aviación, un diseño de ala volante. No consiguieron fondos para construirla. En 1910, el alemán Hugo Junkers patentó un ala volante, más tarde introduciría el metal en la construcción de aeronaves y el empleo de alas de perfil muy grueso. Junkers siempre creyó en las alas volantes, aunque nunca pudo llevar sus conceptos a la práctica. Un pequeño grupo de heterodoxos como Jack Northrop en Estados Unidos, Lippisch y los hermanos Horten en Alemania, y Cheranovsky en Rusia, fueron quienes estudiaron el problema de las alas volante a partir de 1930. Las alas volantes son aeronaves muy eficientes, pero difíciles de controlar. Siguen siendo un concepto de gran interés para el desarrollo de una nueva generación de aeronaves en el presente siglo.

El joven Lippisch se enteró de que existían máquinas de volar hechas por el hombre gracias a los grandes eventos a los que era tan aficionado su emperador: el káiser alemán Guillermo II. El 29 de agosto de 1909, Alexander Martin Lippisch no había cumplido aún los 15 años. Era domingo y, pasado el mediodía, un inmenso dirigible apareció en el cielo berlinés. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad empezaron a repicar. Unas cien mil personas habían acudido al campo de vuelo de Tegel donde, en un estrado, el káiser Guillermo II y su familia junto a un grupo de autoridades e invitados, esperaban la llegada del gran dirigible del conde Zeppelin.

Hacía poco más de un año que, en Echterdingen, el último dirigible del conde había ardido ante otra multitud de espectadores desconsolados. Pero, como un ave Fénix, capaz de renacer del mismo fuego que lo consumía, el aristócrata de 70 años Ferdinand von Zeppelin, no se arredró ante aquel revés y consiguió reunir más de seis millones de marcos en una suscripción popular con los que creó la Fundación Zeppelin. Un año después ya había fabricado dos dirigibles más, uno se lo vendió al ejército y el último, el LZ6, acababa de salir de la fábrica de Friedrichshafen. Era una máquina con la que el conde podía cumplir la promesa, que le había hecho a su emperador: volar desde el lago Constanza hasta Berlín.

El 27 de agosto, el LZ6, había partido de Friedrichshafen rumbo a Berlín para hacer realidad el compromiso que el tozudo aristócrata había adquirido con el káiser. El vuelo del conde y la espléndida recepción que le esperaba en la capital alemana, eran algo más que una simple demostración de las capacidades de los dirigibles de cuerpo rígido. Volar por encima de los 1700 metros, transportar 26 personas y recorrer más de 1000 kilómetros, era una proeza aeronáutica que, en aquellos tiempos, iba mucho más allá de lo que los incipientes aeroplanos podían hacer. El káiser quería demostrar al mundo que su país, Alemania, contaba con las máquinas más modernas de volar que existían. Unos artefactos que podrían transformarse en máquinas con un poder de destrucción inimaginable.

Con gran habilidad, Guillermo II, había conseguido que en el estrado del campo de vuelo de Tegel junto a su familia y mandatarios, hubiera también dos invitados cuya presencia captaría la atención de la prensa internacional: Orville Wright, el inventor junto con su hermano Wilbur de la máquina de volar más pesada que el aire, y su hermana Katharine. Los Wright habían cerrado tratos con industriales europeos para comercializar su invento en el Viejo Continente y el acuerdo con sus socios alemanes incluía el compromiso de que realizarían vuelos de demostración en el país. Orville se desplazó a Berlín para efectuar las pruebas y el káiser, antes de que las hiciera, se apresuró a organizar un gran evento para mostrar al mundo la fuerza y el poderío de su industria de dirigibles de cuerpo rígido.

Cuando el inmenso LZ6 llegó al campo de vuelo de Tegel, el conde Zeppelin hizo que el dirigible se inclinara ante el monarca en señal de respeto, hundiendo el morro, antes de amarrar la nave. Zeppelin descendió de la barquilla y se dirigió al estrado para saludar al káiser y, a continuación, Guillermo II le presentó a Orville Wright. En el momento en que los dos aeronautas se estrecharon las manos la gente aplaudió y los vitoreó entusiasmada.

Alexander Martin Lippisch estuvo allí, y también aplaudió a los héroes de la jornada, pero lo que realmente le impresionaría fueron los vuelos que Orville Wright hizo con su avión poco después. A lo largo de la semana que comenzó el 6 de septiembre de 1909, Orville voló en Tempelhof con su aeroplano, Flyer, todos los días. Los berlineses nunca habían visto volar una máquina más pesada que el aire y durante las demostraciones del estadounidense acudirían más de doscientas mil personas al campo de vuelo. Alexander decidiría entonces que en el futuro trabajaría en el desarrollo de aquellos extraordinarios aparatos.

Durante la I Guerra Mundial, Alexander tuvo la oportunidad de volar en misiones fotográficas y de confección de mapas y al finalizar la contienda se incorporó a la empresa Dornier en Friedrichshafen, como especialista en aerodinámica. A mediados de 1920, un amigo le envió la semilla de una planta tropical: un ala en forma de flecha. Alexander pensó que haciendo más gruesa la parte del ala de los aviones próxima al fuselaje podría utilizarse para transportar carga de pago; pero, en ese caso, tendría que alargarla en el centro. Así es cómo surgió en su mente la idea del ala delta. Fue entonces cuando empezó a concebir nuevos diseños de aeronaves, revolucionarios, con alas en delta, sin cola, impulsados por cohetes. En 1921 empezó a producir su primer planeador, sin cola, el Lippisch-Espenlaub E-2

En 1922 Alexander abandonó Dornier para trabajar como diseñador, primero en la empresa de planeadores, Weltensegler Inc de Baden Baden, y después en la A.G. Steinmann, en Hagen. En 1925 ingresó, como especialista en aerodinámica, en una sociedad pública dedicada al apoyo y divulgación de las actividades deportivas con planeadores (Rhön-Rossitten Gesellschaft).

Lippisch tenía fama de ser un hombre con ideas poco convencionales y a Fritz von Opel, nieto del fundador de la fábrica de automóviles Opel, le pareció que era la persona adecuada para poner en práctica algunas de sus extravagantes ideas. Fritz había contratado al pirotécnico Friedrich Sander para que montara cohetes de pólvora en automóviles que hacía correr a velocidades asombrosas. El 23 de mayo de 1928, Fritz consiguió que su prototipo, RAK 2, alcanzara una velocidad de 238 kilómetros por hora impulsado por 24 cohetes que suministraban un empuje de 6000 kilogramos. Si era posible mover automóviles con cohetes también podría hacerse lo mismo con los aviones y Sander y Opel se interesaron en los planeadores diseñados por Lippisch; en el mes de junio de 1928 compraron uno de ellos, el Ente (Pato), que llevaba un estabilizador en el morro (canard) y no tenía cola. Instalaron dos cohetes de pólvora negra en el Ente, que podían encenderse desde la cabina gracias a un dispositivo eléctrico. Fritz Stamer, que tenía experiencia de vuelo con planeadores de Lippisch, consiguió despegar con aquel aeroplano y volar unos 1500 metros. Un alemán, Stamer, aunque con más de cuatrocientos años de retraso, hizo realidad el sueño de Wan Hu: volar con un artefacto impulsado con cohetes. El ciudadano chino lo había intentado en el año 1465 con 47 cohetes atados a un sillón de mimbre, aunque no fue capaz de controlar su aparato y el experimento le costó la vida.

Con la llegada de los nazis al poder, en 1933, la sociedad pública dedicada a la promoción de los planeadores, en la que trabajaba Lippisch, se reorganizó. Su grupo de investigación pasó a denominarse Deutsche Forschungsanstalt für Segelflug (DFS). Lippisch fue nombrado jefe del departamento técnico de la DFS. Su interés por las alas delta lo llevaría a la práctica mediante el diseño y construcción de cinco aeronaves (Delta I-Delta V) con esta configuración. El Delta I fue el primer avión, con alas delta, de la historia de la aviación que conseguiría volar.

Sin embargo, sus conceptos avanzados e ideas novedosas de aquellos años no suscitaron el interés del Gobierno ni de la industria privada. Sus conocimientos sobre las alas delta y propulsión a reacción harían que, en 1939, el Gobierno transfiriese el equipo de Lippisch, en la DFS, a la fábrica Messerschmitt donde se estaba desarrollando un avión impulsado por un motor a reacción. Hasta el año 1943, Lippisch y sus técnicos contribuyeron al diseño y fabricación de lo que se conocería con el nombre de Messerschmitt Me-163. Fue el primer reactor militar que entró en servicio, en verano de 1944. Aventajaba a los aviones de la época en unos 400 kilómetros por hora de velocidad, pero su escasa autonomía de 5-6 minutos, la complejidad de sus motores alimentados con sustancias químicas, y la falta de tiempo para resolver los muchos problemas que planteaba un avión tan novedoso, hicieron que el Me-163, Komet, no tuviera la menor influencia en el desenlace de la guerra.

Lippisch y Messerschmitt no se llevaban muy bien, por lo que, en 1943, Alexander recibió su nuevo destino en el Instituto de Investigación Aeronáutica de Viena con alegría. Allí se dedicó a investigar sobre el comportamiento de las superficies sustentadoras cuando se desplazan a gran velocidad.

Al finalizar la II Guerra Mundial Alexander Martin Lippisch la inteligencia estadounidense lo incluyó en la lista de técnicos y científicos alemanes (operación Paperclip)  que debían abandonar su país para incorporarse al entramado industrial y científico de Estados Unidos. El presidente Truman dio la correspondiente orden en 1945 y sus servicios de inteligencia se encargaron de proporcionar la documentación, falsa si era preciso, a los integrantes de la lista y llevarlos a América. En enero de 1946 Alexander fue trasladado a las instalaciones de Wright Field en Dayton, Ohio. Su familia llegó a Estados Unidos, para unirse a él, en diciembre de ese año.

Los conocimientos de Lippisch relacionados con las alas delta lo convertirían en el candidato ideal para trabajar en Filadelfia, en el Naval Air Material Center, en estrecha colaboración con la empresa Convair que, en 1948, consiguió hacer volar el primer prototipo de avión a reacción con alas delta.

En 1950 Alexander abandonó sus trabajos de alas delta y se incorporó a Collins, como director de la división aeronáutica, hasta el año 1964. Durante esta época concibió una aeronave de despegue vertical, controlada remotamente, y un hidroavión experimental del tipo ekranoplano que aprovechaba el “efecto suelo” (X-112). .

Durante su estancia en Collins Lippisch también diseñó un túnel de viento con humo, capaz de visualizar las líneas del flujo de aire. El túnel serviría para ilustrar una serie de televisión (The Secret of Flight) en la que se mostraban al gran público los conceptos básicos que explican el vuelo de una aeronave. Alexander participó de forma activa en muchas conferencias y programas de divulgación aeronáutica.

Después de superar un cáncer, en 1966 Lippisch fundó su propia empresa consultora y trabajó para el gobierno de la República Federal Alemana en el desarrollo de prototipos en la línea de los trabajos que había realizado para Collins.

El diseñador alemán murió en Estados Unidos, Cedar Rapids, el 11 de febrero de 1976.

El colibrí, un helicóptero perfecto y valeroso.

Humming Duels

Fotografía Dan Pacamo

El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí

 

Los indios Taino del Caribe y Florida llaman a sus guerreros ‘colibrís’ ya que estos pequeños voladores protegen su territorio como si tuvieran el corazón de un águila. Dicen que el padre Sol, Agueybaba, transformó un día a unas pequeñas moscas en pajarillos y así nacieron los colibrís. Son pájaros minúsculos, de 7,5 a 13 cm, oriundos de América de los que se conocen unas 300 especies diferentes.

Se alimentan del néctar de vistosas flores y lo sorben con su largo pico mientras sus alas los mantienen quietos en el aire. Son los maestros del vuelo en suspensión, un ejercicio que resulta imposible para la mayoría de las aves: permanecer en el aire inmóviles. Incluso los pájaros que pueden realizarlo, lo hacen durante intervalos de tiempo muy cortos. Es agotador.
Los brazos de los pájaros tienen una estructura similar a la de los humanos. Tyson Hedrick, de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, explica cómo mueven las alas los colibrís cuando están suspendidos en el aire: «mantenga la parte superior de los brazos pegadas al cuerpo, con el codo en la cintura y mueva los antebrazos hacia delante y atrás». Algo muy distinto a lo que, según el profesor, hacen las gaviotas que, si quisiéramos emularlas, tendríamos que extender nuestros brazos, subirlos y bajarlos.

Las plumas primarias de las alas de los pájaros se insertan en las manos y el colibrí gira las muñecas 180 grados al final de cada recorrido (adelante y atrás), para que en ambos trayectos el ala aporte sustentación (75% y 25%). En definitiva, este pájaro mueve las alas mediante una rotación del hombro (de unos 140 grados aproximadamente) para impulsarlas adelante y atrás y una rotación de 180 grados de las muñecas para que trabajen en los dos recorridos. Sus músculos funcionan de un modo muy distinto a los de la mayoría de las aves, pero el mecanismo parece muy eficiente para el vuelo en suspensión si lo comparamos con cualquier helicóptero convencional. Los colibrís pueden quedar suspendidos en el aire y desde esta posición pasar a moverse hacia adelante, atrás o a los lados, con gran rapidez. El consumo energético de los colibrís es prácticamente el mismo cuando vuelan hacia adelante o hacia atrás y en ambos casos resulta un 20% más eficiente que en los vuelos en suspensión.

La práctica habitual de un vuelo que demanda tanta potencia ha hecho de estos animales unos grandes consumidores de energía. Sus músculos pectorales alcanzan un peso que es del orden del 25% de su cuerpo. La frecuencia con la que baten las alas es de 50 a 200 veces por segundo. Su corazón late en reposo a un ritmo de unas 250 pulsaciones por minuto, pero cuando vuela esta cifra puede subir hasta 1260. El extenuante ejercicio de su vuelo los ha convertido en los animales cuyo metabolismo es el más rápido que se conoce. Necesitan ingerir una cantidad de néctar, diaria, que puede superar su propio peso para acumular el azúcar que consume su elevado metabolismo. Con el fin de ahorrar energía inútil, durante los periodos de descanso nocturno pueden caer en una especie de aletargamiento durante el que la temperatura de su cuerpo baja de 40 grados a 18 y su metabolismo se reduce al mínimo. A pesar de todos estos excesos, los colibrís que consiguen superar la alta mortalidad infantil de su especie pueden llegar a vivir diez o más años.

Una vieja leyenda quechua inspiró el libro El vuelo del colibrí, del Dalai Lama y la ecologista keniana Wangari Muta Maathai, en el que un pequeño volador de esta especie consiguió apagar el incendio de un bosque llevando en su pico agua, gota a gota, mientras los demás animales lo observaban desconcertados. Es el símbolo de la entrega y el valor, pero sobre todo es el maestro del vuelo en suspensión del que nuestros helicópteros de ala rotatoria no han aprendido nada, todavía.

La invención del vuelo: descubrir el secreto de los pájaros

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Nunca pensé que para contar cómo el hombre aprendió a volar necesitaría escribir más de mil páginas. Es posible que de imaginarlo nunca hubiese empezado. Mientras escribía mi libro, El secreto de los pájaros, dediqué muchas horas a estudiar la vida de los protagonistas, algo que me interesó siempre tanto como sus inventos y eso es lo que hizo que el libro se alargara. Hace unos días un amigo me comentó ¿por qué no tratas de resumir en pocas hojas cómo y por qué los hombres inventaron la máquina de volar? Se me ocurrió responderle lo mismo que dijo León Tolstói cuando le pidieron que resumiera en unas cuantas palabras su novela, Ana Karenina, y el escritor contestó que si pudiera hacerlo no hubiera escrito una historia tan larga. Pero, es evidente que yo no soy León Tolstói y seguro que podría haber escrito una historia más corta. Además, hubiese sido una contestación muy petulante. Así es que voy a poner en práctica la sugerencia de mi amigo e intentaré explicar lo que ocurrió, en bastantes menos páginas.

Desde hace algún tiempo el famoso actor George Clooney anuncia una máquina de hacer café revolucionaria (NESPRESSO What else?) Quizá uno de los grandes inventos de esta última década. Pero ¿alguien esperaba al NESPRESSO? o ¿a la máquina de coser, la cosechadora o la imprenta? Como casi todos los inventos un día aparecieron y la gente supo de ellos entonces, por primera vez. Sin embargo, desde hace miles de años, los hombres aguardaban con impaciencia el invento de la máquina de volar. Fue un artefacto deseado de forma explícita desde siempre. Y eso la diferencia de casi todas las invenciones, como la del NESPRESSO.

Desde siempre, hubo gente que trató de inventar un dispositivo que le permitiera volar. Lo primero que se le ocurrió a los antiguos fue montarse en animales que volaran, pero como todas las aves son relativamente pequeñas, terminaron concibiendo animales grandes con alas, como el caballo Pegaso o los grifos ─mitad león, mitad águila─ que no existían. Otros recurrieron a engarzar veinticinco gansos a una carroza, como Domingo Gonsales ─según nos cuenta el obispo de Hereford─, para que los transportaran a la Luna. En la antigüedad, la frontera entre los sueños y la vida real era mucho más permeable y la gente estaba dispuesta a cruzarla sin incomodarse demasiado. De ahí que los recursos a la fantasía tuvieran mejor acogida que hoy en día.

Los más científicos se apoyaron en las teorías de Aristóteles que concebía al mundo hecho con cuatro elementos esenciales: el agua, la tierra, el fuego y el aire. Según el pensamiento antiguo, todas las cosas gozaban de una tendencia natural de moverse hacia los elementos que las componían. Si los pájaros tenían plumas, las plumas eran del aire y para volar bastaría con emplumarse. Muchas personas perdieron la vida saltando de torres, emplumados, y agitando apéndices con la pretensión de que les sirvieran de alas.

Leonardo da Vinci fue la primera persona que abordó el problema del vuelo desde una perspectiva científica. En mi libro, El secreto de los pájaros, dedico muchas páginas a la vida de este ilustre ingeniero. El florentino pintó muy pocos cuadros, hizo pocas estatuas y a lo que dedicó la mayor parte de su vida fue al diseño y construcción de obras civiles y militares, de máquinas ─incluidas las de volar y muchas para hacer la guerra─, y al estudio del cuerpo humano y el movimiento de los fluidos. Es posible que Leonardo construyera alguno de sus aparatos ornitópteros (con alas móviles), pero no existe ninguna prueba de que lo hiciera. Dejó muchos bocetos de máquinas (con las que no se podía volar) y una especie de sacacorchos para enroscarse en el aire en el que muchos quieren ver al precursor del helicóptero. La mayor parte de sus conceptos sobre el vuelo eran erróneos, pero fue la primera persona que abordó el problema de la máquina de volar desde una perspectiva científica. Leonardo murió en el año 1519 y su obra aeronáutica permaneció oculta hasta mediados del siglo XIX por lo que antes, nadie pudo aprovecharse de sus estudios.

Fue un fisiólogo, matemático y físico, el napolitano Giovanni Alfonso Borelli, quien describió la anatomía de los pájaros y constató que sus músculos pectorales alcanzaban una sexta parte del peso de los pájaros, mientras que los de los hombres no llegaban a la centésima. El mensaje de Borelli a los hombres de su tiempo fue muy claro y es que: los brazos humanos carecen de la fuerza, energía y potencia de los pájaros y que por más que los agitemos nunca seremos capaces de mover alas capaces de transportarnos por los aires. Aquellas conclusiones se publicaron en su libro, De motu animalum, el año siguiente a su muerte (1680). Borelli también sería el primero en explicar el movimiento de las alas de los pájaros y la torsión a que las someten durante el movimiento descendente para generar la fuerza de propulsión. Hasta entonces, se creía que los pájaros eran ̕remeros̕ y movían las alas hacia abajo para equilibrar el peso y hacia atrás para impulsarse.

Después de Borelli, a finales del siglo XVII, cualquier estudioso podía entender que los hombres nunca llegarían a volar agitando las alas con sus brazos. Una conclusión que descartaba la viabilidad de la mayoría de los diseños de máquinas voladoras de Leonardo da Vinci, aunque como permanecieron ocultos muchos años nadie se enteró. Los inventores más ilustrados lo entendieron y dejarían de encaramarse a las torres para lanzarse al vacío con alas artificiales, pero siempre ha habido personas incapaces de atenerse a razones y el vicio de subirse a los campanarios para romperse la crisma continuaría durante muchos años. Quizá, el último de estos grandes saltadores fue Franz Reichelt que el 4 de febrero de 1912 se lanzó desde la torre Eiffel con un traje volador de su invención. El desafortunado y atrevido Reichelt perdió la vida y dejó en el suelo un agujero de 15 centímetros.

Aunque Borelli nos enseñó, hace ya más de trescientos años, que nuestros músculos son muy débiles para desarrollar la potencia que exige el vuelo, durante estos último años el hombre, auxiliado de la tecnología, se las ha ingeniado para dar al traste con muchas limitaciones de este tipo. Un ciclista, Bryan Allen, logró mantener un vuelo nivelado, pedaleando, con un aeroplano diseñado por Paul McCready, en 1977; más difícil todavía: en 2013, Todd Reitcher consiguió levantarse del suelo verticalmente, pedaleando, con un helicóptero inventado por él y su socio Cameron Robertson. Un deportista bien entrenado puede entregar unos 250 vatios de potencia de forma sostenida y eso es muy poco para volar, de forma que las conclusiones de Borelli de hace más de trescientos años siguen siendo válidas, en el sentido de que la musculatura humana no está adaptada para realizar los esfuerzos físicos asociados al vuelo animal.

A finales del siglo XVII, cuando fallece Borelli, Isaac Newton publicó su obra Principia (1687), en la que el libro I está dedicado a los sólidos y el II a los fluidos. El aire es un fluido y cuando el viento incide sobre un cuerpo se producen unas fuerzas que Newton trató de analizar desde una perspectiva científica. El desarrollo de la ciencia del vuelo exigía cuantificar el efecto del aire sobre las alas y el cuerpo de los voladores en función de su geometría. De 1687 a 1757, año en el que el gran matemático Leonhard Euler publicó sus trabajos sobre la Mecánica de Fluidos, un grupo de científicos europeos trabajaron en el desarrollo de los fundamentos de esta nueva ciencia. Bernoulli, D’Alembert , Lagrange y Clairaut, contribuirían a la formulación que hizo Euler de las ecuaciones, en derivadas parciales, de la Mecánica de Fluidos. Casi un siglo más tarde Navier y Stokes, cada uno por separado, agregarían a las ecuaciones de Euler otra más (energía) y el concepto de viscosidad, y desde entonces se conocen como ecuaciones de Navier-Stokes.

El problema es que estas ecuaciones son difíciles de resolver, salvo para casos muy concretos en el que se introducen simplificaciones importantes, y no servirían de mucho a los inventores interesados en cuantificar las fuerzas que el viento ejerce sobre un plano o un perfil curvo que actúe a modo de ala. De hecho, hasta principios del siglo XX, cuando ya habían transcurrido varios años desde la invención del avión por los hermanos Wright, lo científicos no fueron capaces de calcular las fuerzas de sustentación y resistencia de un perfil aeronáutico.

La respuesta científica a la invención del vuelo artificial con máquinas más pesadas que el aire la darían los empíricos. El método científico basado en la experimentación y la estadística, muy desarrollado en otras ciencias como las sociales, fue el único que permitió acumular un conocimiento verdaderamente útil a los inventores de máquinas de volar. Los artilleros descubrieron que el alcance de las balas de sus cañones también dependía de la forma de los proyectiles. Igual que el agua ofrecía resistencia al avance de los barcos el aire lo hacía con las balas. Durante el siglo XVIII empezaron a utilizarse cada vez más molinos de viento y de agua para mover batanes y muelas y los constructores de obras civiles también querían saber la fuerza que ejercía el viento sobre las paredes y techumbres. Si los científicos no eran capaces de desarrollar fórmulas con qué calcularlas, ingenieros como Benjamin Robins, John Smeaton y Jean-Charles Borda, realizaron experimentos para determinar las fuerzas que los fluidos ejercen sobre los sólidos. Smeaton mandó calcular la fuerza, sobre una superficie plana, de una corriente de aire que incide perpendicularmente sobre placa, en función de la velocidad del aire. Las tablas de Smeaton mostraron que dicha fuerza es proporcional al cuadrado de la velocidad del aire. La mayor parte de los experimentos que se hicieron, durante la segunda mitad del siglo XVIII, tratarían de evaluar el valor de la resistencia, es decir, la fuerza en la dirección de la corriente de aire que se opone al avance del sólido.

A finales del siglo XVIII los inventores de la máquina de volar habían progresado muy poco. Desde Borelli sabían que era inútil pensar en auxiliarse de los brazos para volar agitando unas alas y los magníficos hombres de ciencia de su época no les pudieron ayudar mucho a entender y cuantificar las fuerzas que gobernaban aquel ejercicio. A los empíricos les interesaba la balística, los molinos o la construcción y se preocuparon sobre todo de estudiar la resistencia y nadie se interesó por la sustentación: es decir, la fuerza aerodinámica sobre un sólido que ejerce una corriente de aire y que es perpendicular a la dirección del flujo.

En 1783, a unos fabricantes de papel franceses de Annonay, los hermanos Montgolfier, se les ocurrió llenar una gran bolsa de aire caliente y así inventaron el globo, o aeróstato. La idea no era nueva, un franciscano, Lana de Terzi había propuesto una nave ─de eso hacía ya un siglo─ que podría volar, haciendo el vacío a dos esferas de cobre, y un brasileño, Lorenzo de Gusmao, construyó un pequeño globo de aire caliente que logró elevarse en el palacio del rey Juan II de Portugal el 8 de agosto de 1709; su globo estuvo a punto de provocar una catástrofe al encender los cortinajes del salón de Indias, del palacio real, donde sus majestades contemplaron la exhibición. Joseph Montgolfier no copió la idea de Gusmao, al parecer se le ocurrió al contemplar cómo su camisa ─que se estaba secando junto a la chimenea─ emprendió el vuelo al inflarse con el aire caliente. Convenció a su hermano Etienne para construir en la fábrica de papel familiar un gigantesco globo y el 19 de septiembre de 1783, en Versalles, demostraron al rey Luis XVI y su esposa, María Antonieta, que una oveja, un gallo y un pato, podían elevarse en aquel artefacto para después regresar sanos y salvos a tierra. El rey dijo que sacaran algún condenado a muerte de la cárcel para ver si los hombres corrían la misma suerte que los animales en sus excursiones aéreas. Lo que no podía imaginarse el monarca fue que la naturaleza de los seres humanos, tan ávida de notoriedad, jamás permitiría que el honor de inaugurar el vuelo en aeróstatos recayera en presidiarios desconocidos. El marqués de Arlandes y Juan Francisco Pilâtre Rozier fueron los primeros en volar a bordo de un globo el 21 de noviembre de 1783.

Los aeróstatos alcanzaron una notoriedad sin precedentes durante los años que siguieron y a lo largo de todo el siglo XIX. A finales del siglo XVIII los cielos de todos los países desarrollados se adornarían con mucha frecuencia con vistosos globos. Y los aeróstatos pasaron a formar parte de la decoración del mobiliario, la cubertería, las vajillas, los juegos de té, los pañuelos, la ropa, la relojería y las joyas. Sin embargo, no podemos decir que los aeróstatos sean aeronaves ya que evolucionan en el espacio a merced del viento, sin que los tripulantes puedan dirigirlos a voluntad. El único mecanismo de control de que disponen les permite ascender o bajar, pero nada más.

A finales del siglo XVIII, el hombre había logrado inventar un artefacto con el que podía surcar los cielos, con escaso control; no era eso lo que anhelaba desde siempre, pero en algo se le parecía. El problema de la falta de control que caracterizaba a los aeróstatos hizo que Jean Baptiste Meusnier inventara, tan pronto como en 1784, lo que se conoció como ̕dirigible̕: un balón dotado de un cuerpo más estilizado para reducir la resistencia al avance. Sin embargo, la implantación práctica de este concepto no se pudo realizar hasta un siglo después. En 1884, el dirigible de Krebs y Renard, La France, fue la primera máquina que propulsada por un motor eléctrico consiguió volar de Chalais Meudon a Villacoublay y de regreso a Chalais Meudon, recorriendo un circuito de unos siete kilómetros. Por fin, un aparato que flotaba en el aire demostró que era capaz de evolucionar a voluntad de sus tripulantes.

Los aparatos que vuelan gracias a su flotabilidad son necesariamente muy grandes, en relación con el peso que pueden transportar, ya que un metro cúbico de aire pesa 1,2 kilogramos, en condiciones normales. Aproximadamente este es el peso que es capaz de levantar un dirigible por cada metro cúbico de volumen (si se llena de hidrógeno, cuya densidad es casi mil veces inferior a la del aire). El conde Zeppelin, en Alemania, desarrolló a partir del año 1900 los dirigibles que llegarían a alcanzar mayor fama. El último de ellos, el Hindenburg ─que en 1937 protagonizó el accidente que acabó con la historia de los zepelines como aeronaves de transporte de largo recorrido─ medía 245 metros y tenía un diámetro máximo de 41,2 metros. El Hindenburg desplazaba 200 toneladas de aire y con 112 personas a bordo (tripulación y pasaje) contaba con una autonomía de 16 500 kilómetros a una velocidad de crucero de 124,9 kilómetros por hora.

El fin del siglo XVIII marcó el inicio del desarrollo de las máquinas de volar menos pesadas que el aire, que a lo largo de los años evolucionó de los globos de aire caliente hasta los dirigibles y que estuvo caracterizado por la dificultad de gobierno que siempre han planteado estos aparatos. Pero justo el último año de este siglo se produjo un acontecimiento de gran importancia para el desarrollo de la máquina de volar más pesada que el aire: un aristócrata inglés, sir George Cayley, inventó el concepto de aeroplano moderno.

La invención del concepto de aeroplano es un hecho insólito que ocurrió de un modo completamente arbitrario e inesperado. En 1799, el joven baronet sir George Cayley cumplió 26 años y gobernaba desde su mansión de Brompton, High Hall, las propiedades familiares. Estaba casado con Sarah Walker, hija de quien fue su tutor durante la época que pasó estudiando en Nottingham. Walker fue un librepensador que simpatizaba con las ideas de la Revolución Francesa y su influencia imprimió en Cayley rasgos liberales, muchas veces difíciles de hacer compatibles con su condición de terrateniente. Para completar su educación ─y alejarlo de la influencia de su prometida Sarah a quién la madre de Cayley no consideraba una persona apropiada para que se casara con su hijo─ su progenitora lo envió a Londres. Allí el futuro inventor se introdujo en los círculos liberales y reformistas y decidió contravenir los deseos maternos para casarse con Sarah, antes de regresar a Brompton y asumir el puesto de cabeza de familia tras la muerte de su padre. Sir George se preocupó de mejorar la productividad de sus tierras y resolver los problemas que acarreaban las frecuentes inundaciones en Yorkshire. Es difícil entender por qué, en un mundo tan alejado de la aeronáutica, en 1799, el joven Cayley grabó en un disco de plata unas extrañas figuras para describir una máquina que el mundo conocería como aeroplano.

«Hasta ese momento, todas las máquinas voladoras, excepto los globos, se habían concebido como ornitópteros, es decir, dotadas de alas que batían el aire, igual que los pájaros, y que gracias a ese movimiento pretendían conseguir la sustentación y el empuje necesarios para volar. Sin embargo, Cayley introduce la idea completamente nueva de un avión con ala fija. Cayley la formuló en términos muy simples: “el problema se reduce a hacer que una superficie soporte un peso dado mediante la aplicación de energía para vencer la resistencia del aire”. Cayley resuelve el problema del vuelo mediante un plano fijo (las alas) que se mueve recibiendo la corriente de aire con un pequeño ángulo. En estas condiciones, el plano genera una fuerza de sustentación hacia arriba, perpendicular a la corriente de aire, que equilibra el peso de la nave; de otra parte, la corriente de aire también origina una fuerza de resistencia, horizontal, en la dirección del movimiento, que hay que vencer con un dispositivo que genere empuje accionado por un motor.» ( El Secreto de los pájaros, pág. 155)

Durante los primeros años del siglo XIX, sir George, empezó a trabajar con la idea de construir un aeroplano, uno de aquellos aparatos que había concebido. Sabía que el viento al incidir con un pequeño ángulo sobre una superficie generaba las fuerzas de sustentación y resistencia, pero desconocía en qué medida y proporción y tampoco sabía cómo hacer los cálculos. Decidió llevar a cabo experimentos en su propia casa y colocó un brazo giratorio en la parte más alta de la escalera principal por la que haría descender un cabo de unos 15 metros, con un peso en el extremo, que desenrollaba el tambor que hacía girar el brazo. En un extremo del brazo colocó una superficie plana sobre la que incidía el aire con un ángulo negativo, ajustable, y en el otro extremo un peso para medir la fuerza de sustentación que era la que equilibraba el brazo. Los moradores de High Hall pensaron que el baronet se había vuelto loco (a su hijo siempre le molestarían las excentricidades del aristócrata, impropias, a juicio suyo, de un noble). De sus experimentos ─pasando los valores al sistema decimal─ dedujo que para levantar 90 kilogramos, que era el peso que estimó para un aeroplano con su piloto a bordo, necesitaría alas de 20 metros cuadrados y una hélice capaz de suministrar 10 kilogramos de tracción, para volar a una velocidad de 36 kilómetros por hora. Según estos cálculos bastaría con un motor de 1,5 caballos de potencia.

Es realmente insólito que a principios del siglo XIX, un joven inglés, en solitario, hubiera avanzado tanto en el camino adecuado que llevaría al hombre a inventar la máquina de volar más pesada que el aire. En su desarrollo práctico, sir George cometería el mismo error que muchos de los que le siguieron: se obsesionó con el motor. Cayley sabía que la musculatura humana sería incapaz de suministrar la energía para el vuelo y necesitaba un motor. En el año 1800 había en Inglaterra unos 500 motores de vapor y la mayoría de ellos prestaban servicios en la industria minera del país; se trataba de una opción inviable para resolver la cuestión del vuelo, debido a su peso. Cayley inventó el ̕motor de aire caliente̕, que empleaba sustancias explosivas, como la pólvora, al que le dedicaría muchos años de trabajo sin lograr ningún resultado práctico.

El aristócrata publicó sus ideas aeronáuticas en tres artículos, de agosto a octubre de 1809, en la revista Nicholson, bajo el título On Aerial Navigation. La publicación de sus artículos lo convertiría en el centro de atención de los pocos interesados por la aeronáutica de su época y también serviría para dignificar un asunto, el del vuelo humano, que para muchos era cuestión de visionarios, charlatanes y embaucadores. La familia, la política, la administración de sus bienes y otros inventos consumirían todas las energías del aristócrata y ya en el atardecer de su vida, en 1849 y 1853, construyó dos planeadores en los que probablemente volaron un niño y su chófer.

Si los inventores aeronáuticos del siglo XIX hubieran leído con atención los artículos de sir George Cayley habrían evitado muchos de los errores que cometieron. Si bien es cierto que hasta principios del siglo XX la industria no fue capaz de construir un motor cuya relación peso-potencia lo hiciera apto para el vuelo, la práctica del vuelo sin motor estaba al alcance de la tecnología mucho antes. En términos generales, casi todos los inventores del siglo XIX pusieron más énfasis en la motorización de la aeronave que en los sistemas de control. De la observación del vuelo de los grandes pájaros se podía deducir que estos voladores hacen un uso muy escaso de los sistemas de propulsión: aprovechan las térmicas y los gradientes de velocidad en altura para ascender y planean con gran maestría. Cayley ya advirtió a sus coetáneos de que el secreto del vuelo de los pájaros consistía en adquirir velocidad.

El desarrollo aeronáutico de la primera mitad del siglo XIX estuvo a cargo del genial inventor del aeroplano, sir George Cayley, y durante la segunda mitad aparecerían centenares de personas que trataron de inventar la máquina de volar más pesada que el aire, sin ningún éxito. Aquel siglo fue el de los inventos. El reconocimiento de la propiedad intelectual, el avance de la ciencia, la industrialización y el crecimiento económico favorecieron la proliferación de los “inventores”, personas ─con más ánimo de lucro y reconocimiento social que de gloria─ en busca del beneficio de la propiedad intelectual que podían adquirir gracias a su imaginación. El barco de vapor, el acorazado, el submarino, la segadora mecánica, la máquina de coser, la máquina de escribir, la pluma estilográfica, el telégrafo, el teléfono, la linotipia, la locomotora de vapor, la hélice naval, la bicicleta y la fotografía fueron algunos de los muchos inventos que ─al igual que el NESPRESO del siglo XXI─ aparecieron en el siglo XIX, aunque nadie los esperase. Sin embargo, los hombres tuvieron que aguardar hasta el siglo XX para ver culminada la invención de la máquina de volar, un artilugio que deseaban desde tiempos inmemorables.

«Es difícil determinar con exactitud el número de inventores de máquinas de volar más pesadas que el aire que hubo a lo largo del siglo XIX, pero a partir de la información disponible en la literatura actual tenemos referencia de al menos ciento cincuenta y cuatro inventores perfectamente identificados, que desarrollaron entre ellos más de ciento ochenta y tres proyectos de cierta importancia. Dentro de este número se incluyen los diseños, los modelos y los aparatos a escala real. En cuanto a la nacionalidad de los autores, la mayoría serían franceses y británicos. A final del siglo, se unirían a los anteriores los norteamericanos y alemanes.» (El Secreto de los pájaros, pág. 276)

Para aprender a volar los inventores siempre se fijaron en los pájaros. Borelli descubrió la potencia de sus músculos y el modo que tienen de propulsarse con las puntas de las alas y Cayley que el secreto del vuelo estaba en la velocidad. Durante el siglo XIX ornitólogos como Mouillard y fisiólogos como Marey, estudiaron el movimiento de las alas de los pájaros. En su libro Le vol des oiseaux (1890) el fisiólogo francés Marey describió con detalle el vuelo de los pájaros. La mayoría de los inventores se inspiraron en las aves para diseñar y construir sus inventos. Las hélices serían para muchos un mecanismo más adecuado para producir el empuje que la torsión de las puntas de las alas en el movimiento descendente tal y como hacían los pájaros. Si la naturaleza no empleaba hélices era por la dificultad de hacer pasar la sangre a través de una junta rotatoria y no porque no fueran eficientes.

El historiador aeronáutico Gibbs-Smith clasifica a los inventores de aeronaves del siglo XIX en dos grupos: los chóferes y los aviadores. Los primeros creían que lo más importante era contar con un motor ligero y potente y que una vez en el aire el piloto sabría controlar la aeronave con mandos relativamente simples. Los segundos pensaban que antes de motorizar la máquina de volar tenían que aprender a manejarla en el aire, porque no era una cuestión tan sencilla como podía parecer. En el grupo de chóferes estarían el estadounidense, afincado en el Reino Unido, Hiram Maxim, y su paisano Samuel Langley, así como el ruso Mozhaiski y el francés Clément Ader. Y entre los aviadores destacarían el alemán Otto Lilienthal, su discípulo el británico Percy Pilcher, y los norteamericanos Octave Chanute y hermanos Wright.

Los gobiernos de Estados Unidos y Francia gastaron mucho dinero en los proyectos de Samuel Langley y Clément Ader, respectivamente. Langley realizó bastantes ensayos aerodinámicos antes de construir su máquina tripulada de volar y la equipó con un potente motor de gasolina. Sin embargo, no prestó suficiente atención a los sistemas de control y a la robustez de la estructura. En su segundo intento, el 8 de diciembre de 1903, el Gran Aerodrome de Langley se hundió nada más abandonar la plataforma de despegue, situada sobre una barcaza en el río Potomac. Pocos días después los hermanos Wright, el 17 de diciembre, conseguirían realizar lo que se considera como el primer vuelo de la historia de la aviación. Clément Ader tampoco tuvo mucha suerte, a pesar de contar con el apoyo del gobierno francés, y sus dos prototipos, el Eole y el Avion 3, tampoco conseguirían levantarse del suelo y efectuar un vuelo mínimamente controlado. Tras la fracasada demostración de Ader al Ejército francés, del 14 de octubre de 1897, y después de haber dilapidado 600 000 francos del erario público, el ingeniero se vería obligado a abandonar los ensayos de vuelo. En los dos proyectos sus máximos responsables, Langley y Ader, consiguieron equipar sus aeroplanos con motores capaces de hacerlos volar, pero los dos descuidarían los sistemas de control.

Hiram Maxim construyó, con su propio dinero, un aparato gigantesco. Cuando inició su aventura aeronáutica Maxim ya era un hombre rico gracias a sus muchos inventos entre los que figuraba la máquina de disparar automática: la ametralladora. Después de realizar ensayos aerodinámicos Maxim construyó una máquina de volar que, con tres tripulantes a bordo, pesaba algo menos de 4 toneladas. Las hélices, movidas por un motor de vapor, generaban una tracción de una tonelada. Su aparato corría sobre unas vías, con topes, para que no se levantara más de unos centímetros del suelo. En 1894 descarriló y sus socios y su esposa lo convencieron para que no siguiera gastando dinero en aquella aventura que podría arruinarlo.

Los constructores de grandes máquinas de volar gastaron mucho dinero y no consiguieron acercarse lo más mínimo a la solución del problema del vuelo porque no le prestaron suficiente atención a la cuestión del control de la máquina en vuelo.

Un francés, Alphonse Pégaud, demostró en 1871 con pequeños modelos la utilidad de la cola de los aeroplanos y mostró la forma de colocarla para conseguir que el vuelo fuera estable. Sin embargo, la línea de desarrollo que finalmente llevó a la invención del vuelo la retomaron a final del siglo XIX dos alemanes: los hermanos Lilienthal. Otto Lilienthal trazó un plan que, a partir del estudio del vuelo de los pájaros ─en concreto de las cigüeñas─, pasó por efectuar ensayos aerodinámicos con brazos giratorios para confeccionar tablas de fuerzas, siguió con la construcción y experimentación en vuelo de planeadores y cuando, según Lilienthal, había llegado el momento de equipar los planeadores con un motor, el ingeniero alemán sufrió un accidente que le costó la vida. La desgracia ocurrió en agosto de 1896. Otto llevaba cinco años en los que había efectuado unos dos mil vuelos con distintos tipos de planeador. Sus artefactos, incluido el piloto, pesaban alrededor de 100 kilogramos, llevaban alas de 14 metros cuadrados de superficie y su velocidad de planeo era de unos 32 kilómetros por hora. Lilienthal demostró en la práctica que las alas con perfiles curvos tenían unas prestaciones aerodinámicas superiores a las planas. De acuerdo con sus estimaciones necesitaría un motor capaz de suministrar una potencia de unos 2 caballos para mantener el vuelo. Eran unos números muy similares a los que había propuesto sir George Cayley, a principios de siglo. La fotografía permitió que el mundo entero contemplara las impresionantes imágenes del alemán colgado de sus planeadores, en pleno vuelo. Sin embargo, Lilienthal que parecía estar llamado a resolver el problema del vuelo falleció al entrar en pérdida su planeador en 1896. «Es necesario hacer sacrificios», fueron sus últimas palabras. Su discípulo, el británico Percy Pilcher, trató de seguir los pasos de Lilienthal, pero desgraciadamente también moriría en otro accidente, en 1899.

El control del vuelo de los planeadores de Lilienthal y Pilcher, lo ejercía el piloto desplazando su centro de gravedad, hacia delante, atrás o a los lados. Este sistema funcionaba bien con un planeador de 20 kilogramos y un piloto de 80. Al introducir a bordo un motor, el peso del aparato aumentaría de forma notoria y el mismo Lilienthal se dio cuenta de que el sistema de control por desplazamiento del cuerpo del piloto ya no sería tan efectivo. Al estadounidense Octave Chanute se le ocurrieron métodos alternativos para mantener la estabilidad de los planeadores, moviendo las alas hacia delante y atrás de forma automática, en función de la intensidad del viento, para librar así al piloto de tener que desplazarse. Durante la temporada de verano de 1896, Octave Chanute y su equipo de colaboradores hicieron ensayos de vuelo en una zona de dunas próxima a Chicago con distintos tipos de planeador. La muerte de Lilienthal y el poco éxito de sus ensayos desanimaron al estadounidense a seguir financiando experimentos de vuelo.

En verano de 1896 Octave Chanute, ingeniero experto en ferrocarriles de Chicago, tenía 64 años. Desde hacía algún tiempo se dedicaba por completo a la aeronáutica después de una brillante y larga carrera como ingeniero civil. Chanute contaba con el reconocimiento profesional de sus colegas y se había planteado el asunto del vuelo con el rigor y la disciplina que lo caracterizaban. Muy pronto se convirtió en el centro neurálgico de la pequeña comunidad de aeronautas mundial. En 1894 había publicado un libro, Progress in Flying Machines, en el que recopiló el estado del arte de la tecnología aeronáutica de su época y daba un repaso general a su desarrollo anterior. Chanute se carteaba con todos los inventores, recopilaba información, organizaba conferencias sobre aeronáutica y financió la construcción de algunos prototipos de colaboradores suyos. Fue un personaje que desempeñó un rol diferente al resto de los que, entonces, se ocupaban del desarrollo aeronáutico al asumir el papel de divulgación y conexión que hoy llevan a cabo, con tanto éxito, las redes sociales.

El 13 de mayo de 1900, Octave Chanute recibió una carta de un personaje desconocido, Wilbur Wright de Dayton, que le impresionó porque la respondería casi a vuelta de correo. El contenido de la misiva daba a entender que Wilbur había estudiado el problema que pretendía resolver y que, después de analizar el trabajo de sus predecesores, había encontrado una solución que pretendía validar en la práctica:

«Dese hace algunos años me aflige la creencia de que el hombre puede volar. Mi enfermedad se ha agudizado y creo que pronto me costará una cantidad importante de dinero, si no es la vida. He organizado mis asuntos de forma que pueda dedicar durante unos pocos meses todo mi tiempo a experimentar en este campo…El vuelo del águila y de aves similares es una convincente demostración del valor de la destreza y de la falta de necesidad, al menos en parte, de sistemas propulsores. Es posible volar sin motores, pero no sin conocimientos e intelecto…Yo también pienso que los aparatos de Lilienthal son inadecuados no solamente por el hecho de que fracasó, sino porque las observaciones del vuelo de los pájaros me convencieron de que los pájaros usan métodos más activos y enérgicos para recuperar el equilibrio que simplemente el de cambiar la posición del centro de gravedad…Mi observación del vuelo de las águilas me lleva a creer que ellas recuperan el equilibrio lateral, cuando se ve perturbado parcialmente por una ráfaga de viento, mediante la torsión de la punta de las alas. Si la parte posterior de la punta derecha del ala se gira hacia arriba y la izquierda hacia abajo, el pájaro se convierte en un molino e instantáneamente gira en torno a un eje que va de su cabeza a la cola. De esta forma recupera el equilibrio, tal y como he podido comprobarlo observándolos…»

Wilbur le expuso a Chanute cómo pensaba controlar su aeroplano: mediante dispositivos aerodinámicos. Pensaba construir una máquina inestable que el piloto, con sus mandos y sin utilizar el desplazamiento del cuerpo, fuera capaz de controlar. Lo que Wilbur proponía era tan revolucionario que ni siquiera el mismo Chanute llegó a comprenderlo del todo.

Wilbur y Orville Wright se pusieron a trabajar siguiendo un método perfectamente definido. Aprovecharon los veranos de 1900 a 1903, en las dunas de Kitty Hawk, para realizar sus experimentos prácticos con las máquinas que construían durante el invierno, mientras trabajaban en su fábrica de bicicletas de Dayton. El verano de 1900 probaron, con una cometa, el funcionamiento del sistema de control de torsión de las alas. En 1901 construyeron un planeador utilizando, para calcular las dimensiones, las tablas de Lilienthal. En las dunas de Kitty Hawk soplaban vientos duros y para volar con el planeador lo que hacían era lanzarse a barlovento desde los montículos para caer paralelos a las lomas. Se llevaron muchas sorpresas cuando probaron su primer planeador. A su regreso a Dayton, Wilbur pasó por momentos difíciles y estuvo a punto de abandonar el proyecto. Chanute le animó a que siguiera adelante. En vez de arredrarse, Orville y Wilbur construyeron un pequeño túnel de viento y efectuaron ensayos aerodinámicos para medir las fuerzas de sustentación y resistencia de distintos perfiles. Cayley, Langley, Maxim y Lilienthal ya lo habían hecho antes. Con los datos que obtuvieron de los ensayos en el túnel dimensionaron un planeador nuevo y en verano de 1902 lo probaron en Kitty Hawk. Tuvieron que resolver algunos problemas, pero su planeador funcionó muy bien. Como ya estaban seguros de que podrían volar con su máquina, durante la temporada de invierno de 1902-1903 construyeron un motor muy simple que daba 16 caballos al arrancar y cuando se calentaba la potencia se reducía a 12 caballos. Con aquel rudimentario propulsor y una hélice muy eficiente, que diseñaron ellos mismos, los Wright consiguieron volar por primera vez en la historia de la aviación con una máquina más pesada que el aire. Eso ocurrió el 17 de diciembre de 1903 en las dunas de Kitty Hawk. Pocos días antes la máquina de Langley se había hundido en el río Potomac con un motor de 53 caballos, después de gastar más de 50 000 dólares del Gobierno.

Durante casi cinco años los Wright no volarían en público para evitar que nadie les copiara su invento antes de perfeccionarlo y venderlo. Una venta que resultó aún más laboriosa que la invención misma. Wilbur voló en público por primera vez en Le Mans, Francia, el 8 de agosto de 1908. Durante el tiempo que los Wright se negaron a volar ante el público, otros inventores consiguieron hacerlo en París. El primero fue el brasileño Santos Dumont en septiembre de 1906 con su 14 bis que era un aparato con alas de cajón muy poco maniobrable. Los círculos aeronáuticos franceses, que no querían reconocer que los Wright habían volado en 1903, saludaron al brasileño con todos los honores lo que provocó la ira del entorno más próximo a Clément Ader que salió de su retiro para reivindicar el honor de primer aeronauta mundial. Sin embargo, cuando Wilbur voló en público en Le Mans quedaría sobradamente demostrado que la maniobrabilidad y capacidad de vuelo de su máquina excedía con creces a las de todos los artefactos que se habían construido en el viejo continente durante los últimos años.

Y así es como ese invento tan deseado fue a nacer en una barra de arena azotada por los vientos, de manos de unos desconocidos fabricantes de bicicletas porque entendieron bien que «es posible volar sin motores, pero no sin conocimientos e intelecto…».

 
El secreto de los pájaros (libro)
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Cómo el hombre aprendió a volar

García Morato, as de ases

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El aviador Joaquín García Morato y Castaño se convirtió, durante la Guerra Civil española, en uno de los grandes mitos de la historia de la Aviación. Antes de la contienda estaba considerado como el mejor piloto acrobático de la aeronáutica militar española y en la guerra demostró una capacidad extraordinaria para la caza.

A lo largo de la guerra Morato fue derribado una sola vez y en circunstancias muy peculiares. Él mismo lo contó en una cena, durante la batalla del Ebro, en el hotel Condestable de Burgos. Mientras ametrallaba un “Rata”, que perseguía por la cola, una bala inutilizó su motor. Pasó un mal rato; con la hélice “a la funerala” planeó y voló “a vela” hasta abandonar el territorio controlado por el enemigo y logró aterrizar en un terreno abrupto desde el que era imposible despegar. Regresó andando a su base y allí se encontró con un grupo de pilotos en el que uno de ellos contaba a sus compañeros cómo había derribado un “Rata”. Morato le interrumpió:

─ ¿Estás seguro de que era un “Rata”?

─ Creo que sí.

─ Eres muy modesto, muchacho, a quién has abatido hoy es al comandante García Morato.

El piloto de su escuadrilla disparó al “Rata” trasversalmente, pero el tiro pasó por detrás del avión enemigo y alcanzó el motor del caza de Morato, que lo perseguía. El tipo de proyectil que se encontró en el motor lo utilizaba exclusivamente la aviación de Franco. Con gran habilidad, Morato consiguió aterrizar en un terreno del que no se podía despegar, por lo que su avión tuvo que ser desmontado y trasladarlo a piezas hasta la base.

Derribar a García Morato tenía mucho más mérito que derribar un simple “Rata”, que era el nombre que los aviadores de Franco dieron a los cazas Polikarpov I-16 fabricados en la Unión Soviética. Condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando a título individual por su actuación en uno de los combates aéreos durante la batalla del Jarama, el aviador era un símbolo que las fuerzas de Kindelán deseaban preservar a toda costa. El jefe de la Legión Cóndor había dicho de él: «Es el héroe del mundo, el que ha batido el record de la guerra. Morato no es ya de un Estado, sino el héroe de todas las alas del mundo. A un héroe de tal naturaleza no debía dejársele volar más. Si un día cayese, la pérdida sería irreparable para las alas mundiales». Franco lo designó consejero del Consejo Nacional para apartarlo del frente; sin embargo, Morato insistió en que «mientras haya guerra mi puesto está en el aire». El gran piloto español tuvo una reacción similar a la del as alemán de la I Guerra Mundial, Manfred von Richthofen, cuando el propio káiser Guillermo II trató de evitar que siguiese en la primera línea del combate.

La Cruz Laureada de San Fernando es la más alta condecoración militar española. Morato la ganó el 18 de febrero de 1937, por su comportamiento en un combate aéreo con la aviación republicana que tuvo lugar en el frente del Jarama. A finales de 1936 la aviación italiana destacada en España, que operaba los Fiat CR-32 en el frente de Madrid, empezó a sentir con dureza los efectos de los nuevos aviones rusos republicanos. El jefe italiano, teniente coronel Bonomi, y sus mandos habían sufrido pérdidas importantes. Con ellos volaban los capitanes españoles García Morato y Salas Larrazábal, y el teniente Julio Salvador Díaz Benjumea, que sobrellevaron el infortunio con mejor ánimo. El mando italiano prohibió que los cazas cruzaran las línea del frente y penetrasen en territorio enemigo y que plantearan batalla, a no ser que contasen con ventaja en cuanto a su posición y número. Al frente de una patrulla, persiguiendo a bombarderos enemigos, el capitán Salas desobedeció las instrucciones de Bonomi. El jefe de la base de Torrijos, el italiano Fagnani, ordenó que se arrestara a Salas lo que le propició un desagradable y violento encuentro con el capitán español García Morato. A partir de aquel momento las relaciones entre Morato y el mando italiano se harían más difíciles y el capitán español fue destinado al frente del sur, junto con el teniente Salvador. Allí se constituyó la Patrulla Azul de Morato que, en un principio, la formaron él, Salvador y Narciso Bermúdez de Castro. Mientras la Patrulla Azul operaba en el sur y cubría los abastecimientos aéreos del santuario de Santa María de la Cabeza, en los cielos de Madrid la situación no mejoraba y los cazas italianos apenas ofrecían protección a sus bombarderos, después de cruzar la línea del frente, que se convertían en blancos fáciles para la caza republicana. Los aviones de caza de la Legión Cóndor, He-51, tampoco tenían capacidad para enfrentarse a los “Chatos” (I-15) y “Ratas” o “Moscas” que era el nombre que dieron los republicanos a los modernos Polikarpov I-16. El 6 de febrero el ejército de Franco inició la ofensiva del Jarama y el 16, el jefe de su Aviación, general Kindelán, llamó a la Patrulla Azul de Morato para que se incorporase al nuevo frente y diera protección a sus bombarderos. El 18, de madrugada, despegaron dos Romeo-37, tres Junkers-52 y la Patrulla Azul junto con más de veinte aviones de caza italianos al mando del capitán Nobili. Cuando alcanzaron la línea del frente los aviones de caza (siguiendo las órdenes recibidas) no la traspasaron y viraron para seguir volando paralelos a dicha línea. Los bombarderos se adentraron en territorio enemigo y entonces apareció una numerosa formación de cazas republicanos. El capitán Morato abandonó el grupo italiano con su exigua Patrulla Azul para enfrentarse a la caza enemiga. Fue un movimiento suicida debido a la abrumadora mayoría de sus oponentes. El capitán Nobili vaciló, pero finalmente decidió acompañar a los españoles con sus pilotos y así comenzó el combate aéreo que dio a Morato la Cruz Laureada de San Fernando.

¿Qué ocurrió exactamente el 18 de febrero de 1937? Es difícil de saber, pero no hay la menor duda de que García Morato tuvo un gesto de valor excepcional. Por lo demás, existen varias versiones de lo sucedido.

Quizá una de las más extravagantes se publicó en Informaciones el 5 de abril de 1939. Su autor firmaba con el seudónimo de El Tebib Arrumi, que en árabe significa ‘médico cristiano’, y en realidad era don Víctor Ruíz Albéniz, médico, dedicado a la literatura y al periodismo, padre de Jose María Ruíz Gallardón y abuelo de Alberto Ruíz-Gallardón. Pletórico de entusiasmo El Tebib Arrumi, describiría así los hechos: «Y al toro se fueron, es decir, al campo de batalla. Y aparecieron, no un toro, sino cincuenta, y a pesar de ello, Morato y los suyos volaron rectos como dardos a su encuentro. ¡Diecisiete aviones cayeron al suelo demolados (sic) por nuestros cazas! ¡Sólo Morato derribó doce!»

Pero, seguro que no fueron tantos. Jesús Salas Larrazábal, en su libro La guerra de España desde el aire ─quizá la obra más ecuánime y mejor documentada que se ha escrito sobre el rol de la aviación a lo largo del conflicto─, contabiliza ocho “Chatos” derribados, uno de ellos por Morato. Aunque por la tarde, en otro combate, ese mismo día se derribaron también dos “Ratas”. Jesús Salas pudo haber sacado la cifra de ocho derribos del libro del propio García Morato, “Guerra en el aire”, en el que aporta ese dato refiriéndose al combate de la mañana.

Sin embargo, las cuentas que hace Jesús Salas no coinciden con las de Andrés García Lacalle que participó en aquella pelea en el lado republicano al frente de su escuadrilla. Lacalle llegó a ser jefe de la aviación de caza republicana y en su libro Mitos y verdades cuestiona los datos de Salas que, según él, si se basan en la información que le dio uno de sus pilotos (el estadounidense Tinker), solo podría justificar tres derribos por la mañana y dos por la tarde. Lacalle dice que su escuadrilla jamás sufrió más de un derribo en ningún combate y participó en todas las batallas del Jarama.

De diecisiete derribos pasamos a ocho y luego a tres o quizá menos, pero lo cierto es que al final el número no importa. El mérito de Morato fue el de salir en defensa de sus bombarderos, en inferioridad de condiciones. El propio García Lacalle describe con realismo y crudeza aquella situación:

«Los aviones Junker (sic) de bombardeo venían siempre en muy cerrada formación, lo que les daba el aspecto de una sólida y lenta columna. Enfilaba la rígida columna nuestras líneas con intención aparente de perforarlas perpendicularmente, pero al vernos y comprobar que la caza que los protegía no se adelantaba a romper nuestra formación, viraba y se alejaba. Seguíamos patrullando a lo largo de nuestras líneas, sin rebasar los límites de nuestro frente, como lo teníamos ordenado, hasta que después de un lento y largo viraje volvían los Junker a la carga otra vez, casi siempre con la caza que los protegía más alta y bastante retrasada. Al segundo o tercer intento se decidían a pasar y entonces entrábamos nosotros en acción causándoles muy severos daños. El resultado era bien visible».

«Al día siguiente o ese mismo día por la tarde, volvían nuevamente a la carga, pero siempre con menor número de aviones. Y así un día tras otro y sin conseguir bombardear nuestras líneas. Ignoraba por completo quiénes eran los pilotos que tripulaban los Junker, pero tenía la segura intuición de que eran españoles; tenían que ser españoles. Entonces y ahora les rindo mi sincera admiración».

Joaquín García Morato fue un adicto al riesgo. Consciente del peligro, y a veces hasta de la inutilidad de incurrir en él, sentía una atracción irresistible por la práctica de una forma de volar que ni siquiera recomendaba a sus discípulos. Cuentan que en cierta ocasión, mientras los alumnos de un curso de pilotos recibían en el aeródromo una clase, se aproximó a la pista un avión. El piloto, en vez de tomar tierra, les ofreció una demostración acrobática muy completa y arriesgada que culminó con un vuelo invertido a un metro del suelo. Era el comandante García Morato y cuando descendió de su aeronave los alumnos se acercaron para aplaudirle y vitorearlo. Y entonces el laureado jefe les pidió que guardaran silencio para dirigirles unas palabras: «Ya habéis visto las cosas que se pueden hacer con un caza. Yo os he querido hacer esta demostración para después poder deciros que todo eso que yo acabo de hacer es precisamente lo que vosotros nunca debéis hacer».

Pero él no pudo resistir la atracción de volar en el límite de lo posible. Sus increíbles dotes como piloto le permitieron sobrevivir a la guerra, aunque estaba convencido de que su destino era morir en alguno de los muchos combates en que participó con su Fiat CR-32, matrícula 3-51, que le acompañó durante casi todo el conflicto armado. El fatal accidente le sobrevino el 4 de abril de 1939 en Griñón, cuatro días después de finalizar la guerra, en una exhibición acrobática en la que, en la cabina de su Fiat, traspasó el umbral de lo posible.

Cuando falleció, Morato había derribado más de 40 aviones en los 140 combates que libró durante sus 511 misiones de guerra. Era el as de ases de la aviación militar española, un título que se habría merecido una muerte distinta, pero quizá imposible de alcanzar con un amor tan desmedido por el riesgo.