García Morato, as de ases

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El aviador Joaquín García Morato y Castaño se convirtió, durante la Guerra Civil española, en uno de los grandes mitos de la historia de la Aviación. Antes de la contienda estaba considerado como el mejor piloto acrobático de la aeronáutica militar española y en la guerra demostró una capacidad extraordinaria para la caza.

A lo largo de la guerra Morato fue derribado una sola vez y en circunstancias muy peculiares. Él mismo lo contó en una cena, durante la batalla del Ebro, en el hotel Condestable de Burgos. Mientras ametrallaba un “Rata”, que perseguía por la cola, una bala inutilizó su motor. Pasó un mal rato; con la hélice “a la funerala” planeó y voló “a vela” hasta abandonar el territorio controlado por el enemigo y logró aterrizar en un terreno abrupto desde el que era imposible despegar. Regresó andando a su base y allí se encontró con un grupo de pilotos en el que uno de ellos contaba a sus compañeros cómo había derribado un “Rata”. Morato le interrumpió:

─ ¿Estás seguro de que era un “Rata”?

─ Creo que sí.

─ Eres muy modesto, muchacho, a quién has abatido hoy es al comandante García Morato.

El piloto de su escuadrilla disparó al “Rata” trasversalmente, pero el tiro pasó por detrás del avión enemigo y alcanzó el motor del caza de Morato, que lo perseguía. El tipo de proyectil que se encontró en el motor lo utilizaba exclusivamente la aviación de Franco. Con gran habilidad, Morato consiguió aterrizar en un terreno del que no se podía despegar, por lo que su avión tuvo que ser desmontado y trasladarlo a piezas hasta la base.

Derribar a García Morato tenía mucho más mérito que derribar un simple “Rata”, que era el nombre que los aviadores de Franco dieron a los cazas Polikarpov I-16 fabricados en la Unión Soviética. Condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando a título individual por su actuación en uno de los combates aéreos durante la batalla del Jarama, el aviador era un símbolo que las fuerzas de Kindelán deseaban preservar a toda costa. El jefe de la Legión Cóndor había dicho de él: «Es el héroe del mundo, el que ha batido el record de la guerra. Morato no es ya de un Estado, sino el héroe de todas las alas del mundo. A un héroe de tal naturaleza no debía dejársele volar más. Si un día cayese, la pérdida sería irreparable para las alas mundiales». Franco lo designó consejero del Consejo Nacional para apartarlo del frente; sin embargo, Morato insistió en que «mientras haya guerra mi puesto está en el aire». El gran piloto español tuvo una reacción similar a la del as alemán de la I Guerra Mundial, Manfred von Richthofen, cuando el propio káiser Guillermo II trató de evitar que siguiese en la primera línea del combate.

La Cruz Laureada de San Fernando es la más alta condecoración militar española. Morato la ganó el 18 de febrero de 1937, por su comportamiento en un combate aéreo con la aviación republicana que tuvo lugar en el frente del Jarama. A finales de 1936 la aviación italiana destacada en España, que operaba los Fiat CR-32 en el frente de Madrid, empezó a sentir con dureza los efectos de los nuevos aviones rusos republicanos. El jefe italiano, teniente coronel Bonomi, y sus mandos habían sufrido pérdidas importantes. Con ellos volaban los capitanes españoles García Morato y Salas Larrazábal, y el teniente Julio Salvador Díaz Benjumea, que sobrellevaron el infortunio con mejor ánimo. El mando italiano prohibió que los cazas cruzaran las línea del frente y penetrasen en territorio enemigo y que plantearan batalla, a no ser que contasen con ventaja en cuanto a su posición y número. Al frente de una patrulla, persiguiendo a bombarderos enemigos, el capitán Salas desobedeció las instrucciones de Bonomi. El jefe de la base de Torrijos, el italiano Fagnani, ordenó que se arrestara a Salas lo que le propició un desagradable y violento encuentro con el capitán español García Morato. A partir de aquel momento las relaciones entre Morato y el mando italiano se harían más difíciles y el capitán español fue destinado al frente del sur, junto con el teniente Salvador. Allí se constituyó la Patrulla Azul de Morato que, en un principio, la formaron él, Salvador y Narciso Bermúdez de Castro. Mientras la Patrulla Azul operaba en el sur y cubría los abastecimientos aéreos del santuario de Santa María de la Cabeza, en los cielos de Madrid la situación no mejoraba y los cazas italianos apenas ofrecían protección a sus bombarderos, después de cruzar la línea del frente, que se convertían en blancos fáciles para la caza republicana. Los aviones de caza de la Legión Cóndor, He-51, tampoco tenían capacidad para enfrentarse a los “Chatos” (I-15) y “Ratas” o “Moscas” que era el nombre que dieron los republicanos a los modernos Polikarpov I-16. El 6 de febrero el ejército de Franco inició la ofensiva del Jarama y el 16, el jefe de su Aviación, general Kindelán, llamó a la Patrulla Azul de Morato para que se incorporase al nuevo frente y diera protección a sus bombarderos. El 18, de madrugada, despegaron dos Romeo-37, tres Junkers-52 y la Patrulla Azul junto con más de veinte aviones de caza italianos al mando del capitán Nobili. Cuando alcanzaron la línea del frente los aviones de caza (siguiendo las órdenes recibidas) no la traspasaron y viraron para seguir volando paralelos a dicha línea. Los bombarderos se adentraron en territorio enemigo y entonces apareció una numerosa formación de cazas republicanos. El capitán Morato abandonó el grupo italiano con su exigua Patrulla Azul para enfrentarse a la caza enemiga. Fue un movimiento suicida debido a la abrumadora mayoría de sus oponentes. El capitán Nobili vaciló, pero finalmente decidió acompañar a los españoles con sus pilotos y así comenzó el combate aéreo que dio a Morato la Cruz Laureada de San Fernando.

¿Qué ocurrió exactamente el 18 de febrero de 1937? Es difícil de saber, pero no hay la menor duda de que García Morato tuvo un gesto de valor excepcional. Por lo demás, existen varias versiones de lo sucedido.

Quizá una de las más extravagantes se publicó en Informaciones el 5 de abril de 1939. Su autor firmaba con el seudónimo de El Tebib Arrumi, que en árabe significa ‘médico cristiano’, y en realidad era don Víctor Ruíz Albéniz, médico, dedicado a la literatura y al periodismo, padre de Jose María Ruíz Gallardón y abuelo de Alberto Ruíz-Gallardón. Pletórico de entusiasmo El Tebib Arrumi, describiría así los hechos: «Y al toro se fueron, es decir, al campo de batalla. Y aparecieron, no un toro, sino cincuenta, y a pesar de ello, Morato y los suyos volaron rectos como dardos a su encuentro. ¡Diecisiete aviones cayeron al suelo demolados (sic) por nuestros cazas! ¡Sólo Morato derribó doce!»

Pero, seguro que no fueron tantos. Jesús Salas Larrazábal, en su libro La guerra de España desde el aire ─quizá la obra más ecuánime y mejor documentada que se ha escrito sobre el rol de la aviación a lo largo del conflicto─, contabiliza ocho “Chatos” derribados, uno de ellos por Morato. Aunque por la tarde, en otro combate, ese mismo día se derribaron también dos “Ratas”. Jesús Salas pudo haber sacado la cifra de ocho derribos del libro del propio García Morato, “Guerra en el aire”, en el que aporta ese dato refiriéndose al combate de la mañana.

Sin embargo, las cuentas que hace Jesús Salas no coinciden con las de Andrés García Lacalle que participó en aquella pelea en el lado republicano al frente de su escuadrilla. Lacalle llegó a ser jefe de la aviación de caza republicana y en su libro Mitos y verdades cuestiona los datos de Salas que, según él, si se basan en la información que le dio uno de sus pilotos (el estadounidense Tinker), solo podría justificar tres derribos por la mañana y dos por la tarde. Lacalle dice que su escuadrilla jamás sufrió más de un derribo en ningún combate y participó en todas las batallas del Jarama.

De diecisiete derribos pasamos a ocho y luego a tres o quizá menos, pero lo cierto es que al final el número no importa. El mérito de Morato fue el de salir en defensa de sus bombarderos, en inferioridad de condiciones. El propio García Lacalle describe con realismo y crudeza aquella situación:

«Los aviones Junker (sic) de bombardeo venían siempre en muy cerrada formación, lo que les daba el aspecto de una sólida y lenta columna. Enfilaba la rígida columna nuestras líneas con intención aparente de perforarlas perpendicularmente, pero al vernos y comprobar que la caza que los protegía no se adelantaba a romper nuestra formación, viraba y se alejaba. Seguíamos patrullando a lo largo de nuestras líneas, sin rebasar los límites de nuestro frente, como lo teníamos ordenado, hasta que después de un lento y largo viraje volvían los Junker a la carga otra vez, casi siempre con la caza que los protegía más alta y bastante retrasada. Al segundo o tercer intento se decidían a pasar y entonces entrábamos nosotros en acción causándoles muy severos daños. El resultado era bien visible».

«Al día siguiente o ese mismo día por la tarde, volvían nuevamente a la carga, pero siempre con menor número de aviones. Y así un día tras otro y sin conseguir bombardear nuestras líneas. Ignoraba por completo quiénes eran los pilotos que tripulaban los Junker, pero tenía la segura intuición de que eran españoles; tenían que ser españoles. Entonces y ahora les rindo mi sincera admiración».

Joaquín García Morato fue un adicto al riesgo. Consciente del peligro, y a veces hasta de la inutilidad de incurrir en él, sentía una atracción irresistible por la práctica de una forma de volar que ni siquiera recomendaba a sus discípulos. Cuentan que en cierta ocasión, mientras los alumnos de un curso de pilotos recibían en el aeródromo una clase, se aproximó a la pista un avión. El piloto, en vez de tomar tierra, les ofreció una demostración acrobática muy completa y arriesgada que culminó con un vuelo invertido a un metro del suelo. Era el comandante García Morato y cuando descendió de su aeronave los alumnos se acercaron para aplaudirle y vitorearlo. Y entonces el laureado jefe les pidió que guardaran silencio para dirigirles unas palabras: «Ya habéis visto las cosas que se pueden hacer con un caza. Yo os he querido hacer esta demostración para después poder deciros que todo eso que yo acabo de hacer es precisamente lo que vosotros nunca debéis hacer».

Pero él no pudo resistir la atracción de volar en el límite de lo posible. Sus increíbles dotes como piloto le permitieron sobrevivir a la guerra, aunque estaba convencido de que su destino era morir en alguno de los muchos combates en que participó con su Fiat CR-32, matrícula 3-51, que le acompañó durante casi todo el conflicto armado. El fatal accidente le sobrevino el 4 de abril de 1939 en Griñón, cuatro días después de finalizar la guerra, en una exhibición acrobática en la que, en la cabina de su Fiat, traspasó el umbral de lo posible.

Cuando falleció, Morato había derribado más de 40 aviones en los 140 combates que libró durante sus 511 misiones de guerra. Era el as de ases de la aviación militar española, un título que se habría merecido una muerte distinta, pero quizá imposible de alcanzar con un amor tan desmedido por el riesgo.

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