La historia inventada del primer hombre que voló sobre España

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El periodista Eduardo Ontañón dialoga con el bisnieto y tataranieto de Marín Aguilera (junio 1932)

En este blog he dedicado bastantes páginas a cuanto he podido averiguar de ese pastor burgalés a quien muchos le atribuyen el honor de haber sido la primera persona que voló sobre España. Es una historia llena de vacíos que con un poco de imaginación me he atrevido a rellenar. Y así es como me la he inventado, después de atar bastantes cabos. Se trata de un relato de ficción en el que procuro que sus elementos lo hagan del todo verosímil. Hasta me atrevo a pensar que casi es imposible que ocurriera de otro modo.

Hace muchos años, el 13 de noviembre de 1758, nació en un pequeño pueblo burgalés de la Ribera del Duero un niño a quien sus padres bautizaron con el nombre de Diego. Fue el primero de los ocho hijos que Catalina Aguilera concibió durante el tiempo que permaneció casada con Narciso Marín. Poco después de que naciera el menor, el padre murió. Diego, el primogénito de los Marín-Aguilera, aprendió muy pronto a leer, a escribir y a efectuar las cuatro operaciones matemáticas básicas con números enteros y con parte decimal. El joven maestro de primeras letras de su pueblo, Coruña del Conde, se encariñó con el muchacho al ver la facilidad con que asimilaba sus enseñanzas. A don Sebastián, que así se llamaba el profesor, le hubiera gustado dedicarle más tiempo al chico para completar su educación, pero la muerte de su padre le impondría al jovenzuelo nuevas obligaciones.

Desde niño, Diego se vio obligado a trabajar en el campo, pastorear el rebaño de churras o ayudar en la cocina a su madre, sobre todo cuando fabricaba quesos o morcillas. La casa donde vivía Diego, con su madre, sus hermanos, algunos tíos y los primos, era del abuelo Elías. Todos pensaban que estaba un poco trastornado porque recitaba versos en voz alta, dedicaba mucho tiempo a la lectura de libros que nadie sabía de dónde salían y con carboncillos solía hacer dibujos, tan extraños que no se podían entender. Aunque los hombres eran más discretos, las mujeres de aquella casa, en la que había muchas, siempre le echaban en cara al abuelo su falta de interés por las cuestiones prácticas. A Diego le gustaba subir a la habitación donde estaba el abuelo para leer sus libros; el anciano no le hacía mucho caso, a veces ni siquiera sabía quién era aquel curioso, pero se alegraba de que alguna persona se interesara por la pequeña biblioteca que había logrado juntar a lo largo de su vida.

La biblioteca del abuelo junto con la herrería y la carpintería del pueblo, eran los tres lugares que llamaban poderosamente la atención del joven Diego y a los que solía acudir siempre que disponía de un rato libre. A Diego le parecía obra de magia cómo de aquellos trozos de hierro, a golpe de martillo, surgían herraduras, manivelas, rejas, goznes o trancas. La fragua de la herrería se alimentaba con carbón vegetal que traían de Soria y los hierros venían de Bilbao. Era un brasero donde los carbones ardían encima de una mesa de piedra y el humo escapaba a través de la chimenea con forma de tronco de pirámide. Del techo colgaba una pértiga que hacía las veces de palanca. De uno de sus extremos caía una cadena que acababa en una anilla redonda y del otro colgaba otra cadena cuyo extremo inferior estaba anclado a un fuelle grande de piel de vaca. Cuando el herrero tiraba de la anilla el fuelle soplaba y las brasas se inflamaban. El hierro en la fragua cambiaba de color, según la temperatura, primero rojo, luego anaranjado y después amarillo y blanco. El herrero lo sacaba con unas grandes tenazas para llevarlo al yunque cuando tenía el tono adecuado y allí lo golpeaba con mazas y lo perforaba con punzones hasta darle la forma que deseaba. El repiqueteo de los martillos arrancaba al yunque sonidos como si fueran campaneos y se escuchaban desde cualquier rincón del pueblo. El yunque descansaba sobre un tajo de encino y estaba en el centro de la herrería. A un lado se apilaba el carbón, en el otro ─sobre una mesa de madera ennegrecida─ había un montón desordenado de tenazas, mazos, martillos y alicates y cerca del yunque siempre tenía el herrero un cubo con agua. A Diego no dejaba de sorprenderle cómo, con tan pocas herramientas, de aquel lugar podía salir tal variedad de piezas, todas útiles. Y él se fijaba en los detalles, en el color del hierro cuando lo sacaban de la fragua, la secuencia de golpes de maza, de un lado, del contrario, y el momento justo en el que el herrero metía la pieza en el agua.

Si la herrería lo fascinaba, en la carpintería aún era capaz de pasar más horas contemplando el funcionamiento de la maquinaria y la faena de los operarios. El trabajo con la madera carecía de la magia con que el herrero fraguaba sus piezas, pero producía artilugios mucho más complicados. Y la diversidad de herramientas que manejaban los carpinteros hacía que aquel taller estuviera rodeado de misterio. Mientras que en la herrería un hombre lo podía hacer todo, en la carpintería siempre había dos o tres personas trabajando. Guardaban las maderas al aire libre y casi todas estaban cortadas en piezas distintas que seleccionaban, en función de lo que deseaban fabricar. Poco a poco llegó a entender que también los maderos eran diferentes. Para construir una rueda de carro se torneaba el cubo con madera de fresno. Sin embargo, los radios eran de encina catalana y las pinas de encina de Estella. Para ajustar las piezas siempre recurrían a ensambladuras en las que los salientes (espigas) y los huecos (cajas), tenían que acoplar sin holguras. Para fijar los maderos empleaban colas que fabricaban ellos mismos cociendo tendones, huesos, cartílagos, pieles de conejo y de cordero y hasta peces. Los operarios se auxiliaban de mazos, martillos, escoplos, formones, garlopas, cepillos de afinar, sierras y limas para darle forma a las piezas. Tomaban medidas con calibres de brazos arqueados, hacían comprobaciones con escuadras y trazaban rayas con un carboncillo que corría dentro del gramil para marcar los rebajes que había que darle a los perfiles, antes de dejarlos perfectamente escuadrados.

A Diego lo conocían los carpinteros y el herrero y estaban acostumbrados a verlo cómo se quedaba observándolos, en un rincón, embelesado. Al principio le decían que se fuera para que no les estorbase, pero el chico terminó ganándose su simpatía y lo dejaban estar, incluso ─a veces─ le explicaban lo que hacían y le enseñaban el nombre de los instrumentos o le encargaban algún pequeño trabajo que Diego siempre realizaba con gusto.

El herrero tenía un sobrino de su edad, Joaquín, de quien se hizo buen amigo lo que le franquearía el paso a la herrería antes de que pudiera ganarse, con recados y mucha paciencia, un observatorio en la carpintería. De otra parte, Joaquín también visitaba a Diego, en su casa. Allí, subían a la biblioteca del abuelo y cogían algún libro que Diego leía en voz alta mientras Joaquín le escuchaba muy callado. Una de las hermanas de Diego, Elvira, siempre estaba pendiente de la llegada de Joaquín y cuando el sobrino del herrero aparecía, ella también solía dejarse ver por la biblioteca. El abuelo miraba con displicencia a los tres muchachos, sentados en el suelo en una esquina de su habitación, y no solía decirles nada. De los nueve a los doce años, los momentos más felices de la vida de Diego transcurrieron entre la herrería y la carpintería, con su hermana y con Joaquín, leyendo libros en la habitación del abuelo y por las noches, junto al fogón, revisando sus dibujos o estudiando los libros que le prestaba don Sebastián.

Cuando salía solo a pastorear le gustaba buscar pastizales para sus ovejas en lugares elevados y sentarse en un peñasco desde donde pudiera contemplar el vuelo de los pájaros. Siempre le sorprendía observar cómo eran capaces de mantenerse en el aire, quietos, sin mover las alas. Dedujo que desde cualquier altura un cuerpo está sometido a una fuerza que lo obliga a caer a tierra y que si no le ocurría eso al pájaro era porque habría otro poder capaz de anular al primero. Y ese poder era el viento. Un viento que quizá no se percibía en el suelo, pero que podía soplar con fuerza en el aire. Así, el pájaro mantenía la altura tanto tiempo como quisiera, mientras hubiera viento. Otras veces, también sin dar un solo aletazo, sobre todo los grandes buitres leonados, se desplazaban en línea recta grandes distancias perdiendo muy poca altura. Diego imaginaba lo cansino que tendría que ser mover los brazos en el aire para efectuar el vuelo y lo cómodo que resultaría dejarlos extendidos y viajar escuchando el ligero susurro del viento entre las plumas. Para practicar aquella forma de volar no hacía falta una musculatura muy desarrollada, solamente unas buenas alas. Además, también había constatado que aquellos grandes buitres, y las águilas y los cuervos, a veces daban vueltas sin batir las alas, que dejaban extendidas como si planearan, y así ascendían siguiendo una espiral que los llevaba a una gran altura. Había lugares y momentos en los que practicar aquella forma de vuelo, tan poco agotadora, no debía ser muy difícil porque muchos pájaros lo hacían. Siempre, los maestros en el ejercicio de remontar escaleras helicoidales y efectuar largos planeos eran los buitres.

Otras veces, cuando pastoreaba, en vez de buscar las cimas Diego recorría las riberas de los riachuelos vecinos para estudiar el funcionamiento de los molinos de agua. A lo largo del cauce del río Arandilla y algunos de sus afluentes ─el Espeja, el Perales y el Aranzuelo─ se habían construido pequeñas presas para ganar desnivel y canalizar el agua que hacía girar las palas de los rodeznos de los molinos harineros o las cucharas de las ruedas de los batanes, algunos de particulares y otros comunales. El joven pastor dejaba el rebaño al cuidado de sus perros y dedicaba muchas horas a estudiar la altura de la caída, la velocidad del flujo del agua, la uniformidad del giro de las ruedas y el movimiento; la forma y la utilidad de cada una de las piezas de aquellos ingenios le fascinaban. A veces llevaba en el zurrón unos carboncillos ─regalo de sus amigos carpinteros─ y papel de la biblioteca del abuelo y se entretenía dibujando los mecanismos. Por las noches sacaba sus apuntes y a la luz del fogón los analizaba con calma; después los guardaba en el cuarto del abuelo y, con los años, acumuló una extensa colección con los dibujos de casi todos los molinos de agua de la contornada.

Aunque Diego tuvo que abandonar la escuela muy pronto, al morir su padre, acudía con frecuencia a casa de su antiguo maestro, don Sebastián, para que le prestara algún libro o hacerle preguntas. En la biblioteca del abuelo casi todas las obras narraban aventuras de caballeros andantes que se peleaban con dragones o entre ellos y eran historias divertidas que entretenían a su hermana y a Joaquín, pero a Diego le interesaban más los asuntos prácticos. Una de sus lecturas favoritas era el manuscrito de Los veintiún libros de los ingenios y de las máquinas o De machinis y otro libro que le gustaba mucho era el Tratado de los animales terrestres y volátiles y sus propiedades de Gerónimo Cortés; cuando se hizo más mayor y tenía ganas de romperse la cabeza estudiaba geometría y álgebra en el libro de Elementos matemáticos de Pedro Ulloa. Don Sebastián no disponía de una biblioteca muy extensa y, al igual que en la del abuelo, tampoco abundaban libros que se ocuparan de los pájaros, las máquinas o la forma de calcular áreas y volúmenes.

La muerte del abuelo marcó el final de su niñez y el comienzo de una forma de vivir que lo apartaría de su pueblo y de su familia. Sus tíos se fueron de la casa del abuelo; allí quedaron sus hermanos su madre y dos tías solteras. A Diego le encomendaron el cuidado del rebaño y pasaba los días enteros fuera de casa, cuidando de los animales. En la época en la que el tiempo era bueno ni siquiera regresaba a dormir y lo hacía en refugios en el campo o en alguna cueva de la montaña. Fueron años en los que aprendió mucho de los pájaros a fuerza de observarlos y con la ayuda de sus libros conseguiría identificarlos con rapidez. En invierno pasaba más tiempo en casa. Allí colocó su camastro en la esquina que ocupaba la librería del abuelo; en el resto de la habitación dormían tres hermanos suyos. A nadie le interesaban los libros y su madre y sus tías siempre lo criticaban por hundir la cabeza entre páginas durante horas y horas mientras los demás parloteaban, envueltos en mantas, alrededor de la lumbre.

Al cumplir los catorce años empezó a compartir con sus hermanos el cuidado de las churras y aunque las labores en los terruños familiares más fértiles, los de la ribera del Arandilla, lo mantenían muy ocupado, pasaba más tiempo en el pueblo. Eso le permitía acudir con frecuencia a la herrería, donde su amigo Joaquín Barbero ayudaba a su tío, y a la carpintería. Joaquín empezaba a manejarse con soltura con las mazas y a Diego le sorprendió ver cómo era capaz no sólo de fabricar herraduras, con sus ocho agujeros, sino de clavarlas en las pezuñas de las bestias para calzarlas. Los carpinteros le ofrecieron que se quedara a trabajar con ellos, pero su madre no quiso; los Marín tenían tierras y ovejas que cuidar y si él las dejaba todo se echaría a perder: A Diego tampoco le daba mucha ilusión pasarse el día encerrado en el taller tragando serrín. Su amigo Joaquín ya no iba por su casa y no se reunían en la biblioteca del abuelo, que ya era suya, para leer historias de caballeros. Su hermana Elvira y Joaquín, ahora se veían en las verbenas y en las romerías. Se habían hecho mayores.

La vida en el pueblo le permitió dedicar más tiempo a la lectura, o más bien a repasar los libros que le prestaba su maestro, don Sebastián. Una de aquellas noches en las que Diego contemplaba sus dibujos de molinos tuvo una idea que al día siguiente compartiría con el dómine. Sabía que el molino de su pueblo, comparado con otros muchos que había visitado, se beneficiaba de un copioso flujo de agua y que si estrechaba un poco el saetín, para darle más velocidad al chorro que movía las palas del rodezno, el molino ganaría fuerza. Con algo más de fuerza, mediante una leva solidaria con el eje que moviera un vástago, se podía agitar un cedazo para separar la harina del salvado. Como tenía el dibujo del molino lo copió y le añadió las piezas que se le acababan de ocurrir. A don Sebastián le pareció una magnífica idea y no dudó en ir con Diego a ver al alcalde. El molino era de la comunidad y los vecinos lo usaban por turnos de varias horas para triturar sus granos. Poco después el alcalde, don Sebastián y Diego estaban en la carpintería, adonde encargaron las piezas. El corregidor prometió pagar la factura y el carpintero, moviendo la cabeza y de mal grado porque sabía lo que ocurría casi siempre con aquellas promesas, se puso a cortar la madera para construirlas. Diego tomó algunos calibres y se acercó al molino para hacer mediciones y llevárselas al carpintero. Dos días después fue Diego quien hizo las modificaciones en el molino y demostró a los vecinos que aguardaban el turno para moler, al maestro, al alcalde y al carpintero, que el invento funcionaba y así podían ahorrarse el tiempo de las cribas. Al cabo de una semana, todo el pueblo había acudido al molino para ver como al tiempo que molía el grano también separaba la harina del salvado, gracias al invento del hijo de la Catalina. Por primera vez en su vida Diego sintió que su familia le tenía un gran aprecio. Se mostraban orgullosos de su talento y la fama del joven corrió de boca en boca por las riberas de los riachuelos que circundaban el pueblo.

Un día llegó un alcalde con vecinos de otra localidad y hablaron con Diego y después se fueron con él. El inventor regresó al cabo de varios días con rollos de papel debajo del brazo y su zurrón de pastor. Se refugió en el rincón de su biblioteca para desplegar los dibujos en los que había apuntado muchos números, hizo otros, y se pasó por la carpintería y la herrería para encargarles varias piezas. Esta vez traía algo de dinero que les adelantó y les prometió que el resto lo abonaría enseguida que cobrase en el pueblo que le había hecho el pedido. Se fiaron de él y cuando le fabricaron el encargo convino con un carretero que lo llevase, junto con las piezas, al lugar donde tenía que instalarlas: que estaba a media jornada, en carreta, de su pueblo.

Y así fue como Diego Marín se convirtió en un ingeniero hidráulico cuya fama se extendería hacia el este hasta Soria, pasando por el Burgo de Osma, hacia el oeste más allá de Aranda de Duero y hacia el norte hasta Burgos, Pradoluengo, Ezcaray y San Millán de la Cogolla. Viajaba solo en compañía de una mula, su zurrón de pastor y alforjas en las que guardaba pocos enseres y muchos libros, papeles, carboncillos y calibres para tomar medidas. Diego sabía sacarle el mejor partido a cualquier instalación y acertaba con los remedios que ponía en las defectuosas. Para aprovechar bien las corrientes de agua unas veces hacía falta un cubo con un tubo vertical hasta el rodezno y otras un canal con pendiente. Los rodeznos de plano horizontal eran ruedas que funcionaban bien con poca agua; sin embargo, las aceñas de plano vertical aprovechaban mejor las corrientes y con un engranaje de linterna se cambiaba la dirección de la fuerza del eje en noventa grados con lo que casi toda la instalación original servía. Algunos molinos desaprovechaban su fuerza y sus ruedas daban para servir dos o más empiedros. Las estrías y los dibujos de las correras, las móviles, eran muy importantes para conseguir una buena molienda, tanto como la calidad de las piedras y los bronces del gorrón y la rangua (el pivote y el dado o soporte, respectivamente, donde apoya el eje principal del molino sobre un madero o puente). En cada instalación Diego hacía algunos cambios y el rendimiento del molino mejoraba. Pero no solamente prestaba sus servicios como asesor, reparador o diseñador, a los propietarios de molinos de agua sino también a los de batanes. Estas instalaciones servían para enfurtir los tejidos. Solían constar de dos mazos colgados de una viga que una rueda movida por el agua hacía bascular, mediante unas levas en su eje, y que al liberarlos golpeaban con fuerza los tejidos, a remojo en una cuba.

En aquellas tierras se trabajaban paños de lana merina y muy especialmente en Pradoluengo, en la sierra de la Demanda. A orillas del río Oropesa se sucedían los batanes que aprovechaban la corriente fluvial y la transparencia de sus aguas. A veces, Diego se veía involucrado en las disputas que los vecinos mantenían por el uso del agua. En Pradoluengo estuvo a punto de dar con sus huesos en la cárcel de Cerezo por culpa de la disputa de su cliente con un vecino a causa del uso del agua. El vecino era dueño de un prado que regaba desde el río y su cliente ya estaba construyendo el batán con carpinteros vascos que Diego vigilaba. El corregidor de Cerezo, de quién dependía la comarca, dictaminó que el vecino tenía razón y ordenó que se detuvieran las obras. Su obcecado cliente no le hizo caso al mandatario que envió a su alguacil al que tampoco le obedecieron, aquella vez con la connivencia de los vecinos, favorables a la construcción del batán. Al final las obras tuvieron que detenerse y Diego abandonó el lugar porque le aguardaba otro encargo urgente.

Durante muchos años, Diego recorrió aquellas tierras con su mula. Casi siempre dormía en posadas donde ya lo conocían y le pasaban los encargos, aunque algunas noches pernoctaba al sereno envuelto en una gruesa manta junto a una lumbre, debajo de un árbol o dentro de una cueva. Tenía localizados algunos pueblos en los que sabía que el carpintero, el herrero o el cantero, construiría bien su encargo; les bastaban pocas instrucciones de viva voz o unos dibujos simples con las medidas. Y también otros lugares a los que era mejor no acudir. Si el trabajo era complicado, los artesanos del taller le acompañaban a la obra y le ayudaban, si era sencillo él mismo se las arreglaba con las pocas herramientas que llevaba en el zurrón.

Cada cuatro o cinco meses acostumbraba a pasar unos días en Burgos. Allí visitaba bibliotecas que don Sebastián le había recomendado, compraba o encargaba libros que le interesaban y asesoraba a clientes más importantes con proyectos para construir grandes molinos. En Burgos utilizaba la vestimenta que solían llevar los funcionarios del Gobierno y se hospedaba en un hotel de buena reputación.

A su casa de Coruña del Conde regresaba una o dos veces al año. Su madre continuaba en la casa del abuelo; conforme se fueron casando sus hermanos irían abandonando la mansión, aunque algunos se quedaron con sus familias a vivir con ella. Les gustaba llevarles pequeños regalos. Los días que pasaba en casa dormía junto a la biblioteca, en el mismo sitio de antes, pero en compañía de sobrinos más jóvenes en vez de sus hermanos pequeños. Elvira se había casado con Joaquín; ellos dos insistían muchas veces en que se quedara a dormir con ellos porque solamente tenían un chico, la casa era grande y seguro que estaría más cómodo que en el rincón de la biblioteca del abuelo. Joaquín, trabajaba en la herrería de su tío. Don Sebastián, el alcalde y el carpintero se alegraban mucho de verlo, por las tardes todos los días encontraban un rato para charlar en la taberna del pueblo y algunas noches cenaban juntos. Diego aprovechaba esos días para que le fabricaran piezas complicadas de las que traía planos detallados y pasaba muchas horas en los talleres viendo cómo las elaboraban. Antes de marcharse, Diego no se olvidaba de darle a su madre un poco de dinero porque con tanta familia alrededor, nunca le sobraba. Ella ya se había hecho a la idea de que su hijo mayor se parecía algo a su difunto suegro: desvariaba, pero era una buena persona, más trabajador y generoso. Al fin y al cabo había aprendido a ganarse la vida, de un modo extraño, pero sin depender de nadie con lo que la familia tenía un pequeño alivio y, afortunadamente, con los brazos que quedaban tenían bastantes para mantener la hacienda en producción.

Y así pasarían los años hasta 1787. Fue entonces cuando Diego Marín se topó con lo que para él era una nueva ciencia: la de los molinos de aire. En el sur había muchos de aquellos artefactos porque las tierras eran secas y no corría agua, y alguno había visto en los lugares por los que transitaba, pero no eran su especialidad y tenía tanto trabajo con las máquinas hidráulicas de moler, los batanes y hasta con unas sierras de cortar mármol que le habían encargado en Espejón que no estaba en condiciones de ampliar el repertorio de encargos. Sin embargo, en Burgos, cayó en sus manos un manuscrito técnico dedicado a esos molinos. Le costó bastante comprender cómo hacía el viento para que las palas girasen porque, a diferencia de los hidráulicos, para que funcionaran bien, el aire tenía que incidir perpendicularmente al plano de las aspas. Él las hubiera colocado como las cucharas de las aceñas: con todas las palas soportando de frente el empuje del viento, con el inconveniente de que media circunferencia tendría que resguardarse del aire al igual que las ruedas hidráulicas verticales en las que la mitad del círculo quedaba fuera del agua; pero no estaban así. Al observar su disposición con más detalle se dio cuenta que las velas de los molinos de viento tenían una inclinación con respecto al plano perpendicular al eje que transmite el movimiento, en algunos casos bastante acusada. La estructura de madera de las velas, servía para sujetar los lienzos de tela que recogían el aire. Cuando las velas de los molinos giraban, con el viento soplando de frente, la rotación inducía otro viento, de forma que la composición de los dos sobre la vela resultaba en un viento aparente sobre el lienzo con una dirección que ya no era la del viento real. La rotación hacía que el viento aparente sobre la vela se acercara al plano perpendicular al eje de las aspas. Este efecto era mayor en las puntas de la vela que cerca del eje porque allí la velocidad era más grande. Y esa corriente de aire producía en la vela una fuerza que tiraba de ella para que girase y con toda seguridad otra que la empujaba hacia atrás y que soportaba el eje del molino. Diego hizo muchos dibujos y composiciones y llegó a la conclusión de que los molinos le estaban diciendo que, cuando el viento incidía sobre una superficie plana o poco curvada, generaba sobre dicha superficie una fuerza en la dirección del viento aparente y otra perpendicular a la anterior. Si el viento incidía perpendicularmente sobre la superficie, la fuerza lateral era nula. Cuando el ángulo de incidencia disminuía la fuerza lateral aumentaba. Durante varios meses Diego continuaría pensando sobre el asunto y llegó a la conclusión de que lo que ocurría con el aire también tenía que suceder en el agua. Y comprobó que si colocaba una placa delgada de madera en el seno de una corriente, si el flujo del agua incidía perpendicularmente contra la tabla la fuerza era hacia atrás, pero al inclinarla y hacer que la corriente incidiera sobre la tabla con un ángulo menor, la fuerza del agua sobre la tabla tenía dos componentes: una en la dirección que corría el agua y otra perpendicular a ella. En el trasfondo de todas sus cavilaciones subyacía el vuelo de los pájaros, un ejercicio que con tanto interés había contemplado durante sus años de pastoreo. Siempre pensó que, si a los pájaros les bastaba con extender las alas para flotar en el aire, los aleteos tendrían como misión principal la de empujarse y ganar velocidad, o mantenerla si el viento era escaso. Poco a poco, Diego encontraría las respuestas a las preguntas que siempre se había hecho en relación con el vuelo. Sabía que las hogueras calentaban el aire y que al aumentar la temperatura este fluido se elevaba. Si aceptaba la existencia de chorros ascendentes de aire ─algo que ya intuía─ podía componer ángulos de incidencia del viento aparente en las alas de los buitres y las águilas capaces de producir fuerzas que explicaban perfectamente su movimiento de ascenso en espiral. Con mucha imaginación y paciencia, Diego, compuso los esquemas básicos de fuerzas que explicaban el vuelo de los pájaros en las situaciones de planeo y de remonte ─cuando la corriente de aire tenía una componente ascendente. El vuelo con batimiento de las alas se le hacía más complicado de entender, aunque concluyó que guardaba una relación directa con la propulsión. Diego había observado que prácticamente siempre que los pájaros batían las alas era para ganar velocidad o para mantenerla.

A lo largo de la primavera de 1787, Diego dejó de aceptar encargos de trabajos para el verano porque tenía intención de regresar al pueblo y desarrollar aquel otro proyecto en el que no dejaba de pensar ni un solo instante. Disponía de ahorros suficientes para llevar a la práctica lo que sería el sueño de su vida: la construcción de una máquina de volar. A principios del verano, cuando finalizó el último compromiso se instaló en Coruña del Conde. Aquella vez sí que aceptó la invitación de Elvira y Joaquín y ocupó una pequeña habitación situada en el primer piso de la casa de su hermana y su marido, el ayudante del herrero. La vivienda era amplia y contaba con un pequeño corral, en la parte trasera, donde hacía tiempo ya que no se criaban animales. Diego les explicó a sus anfitriones cuáles eran sus planes que, en cuestión de algunos meses, pensaba que podría concluir. También fue a ver a don Sebastián, su maestro, para darle cuenta de los proyectos que tenía en mente. Su entusiasmo era contagioso y todos le animaron porque sabían que cuando a Diego se le metía algo en la cabeza nadie podía hacerle desistir, además de que siempre iniciaba proyectos que estaban al alcance de sus conocimientos y recursos económicos; no era una persona que se dejara llevar por arrebatos sin sentido. Aun así, el proyecto de la construcción de una máquina capaz de surcar el aire, como los pájaros, con un hombre a bordo, les pareció a todos algo extraordinariamente ambicioso y, aunque se comprometieron a prestarle el apoyo que pudiesen, coincidieron en que sería mejor no hacerlo público. Si en el pueblo se enteraban de los planes de Diego sería imposible librarse de un montón de curiosos que ─en el mejor de los casos─ entorpecerían el desarrollo de los trabajos. En algún momento la gente se tendría que dar cuenta de lo que ocurría, pero cuando más tarde mejor. La madre de Diego y sus hermanos se preguntaron los motivos por los que el joven se había ido a vivir a casa de Elvira y Joaquín, después de tantos años de viajar por la comarca arreglando molinos y batanes sin aparecer apenas por el pueblo. Sus amigos y la gente también y, hasta el cura don Emilio, se interesó por las razones que lo habían devuelto al pueblo. A todos les dijo que tenía un proyecto muy importante en Aranda de Duero para el que necesitaba que le fabricaran algunas piezas en la herrería y hacer planos. Todo eso le llevaría bastante tiempo, hasta bien entrado el otoño. La gente se encogía de hombros con aquellas explicaciones.

Siempre que se enfrentaba a un problema, Diego había aprendido a proceder con orden. Los asuntos complicados había que dividirlos en varios de menor complejidad. Las actividades para la construcción de su máquina voladora las había agrupado en cuatro: toma de datos, diseño detallado del planeador, construcción y, finalmente, pruebas y ajustes previos al vuelo. Diego quería fabrican una máquina que se pareciera en todo lo posible a los pájaros planeadores, como el águila y el buitre y necesitaba información muy detallada del peso de estos animales, así como de la superficie y forma de sus alas. Poco antes del amanecer salía al campo con el zurrón repleto de trampas, inventadas por él con la ayuda de su cuñado. Eran cepos y mecanismos que desplegaban redes diseñados para atrapar águilas, alimoches, cigüeñas o buitres. Había varios tipos de águila, la real, la imperial o la perdicera y también otra rapaz que a Diego le interesaba bastante: el aguilucho cenizo. Las cigüeñas siempre le inspiraban mucho respeto y únicamente apresó dos. Los búhos reales son nocturnos y para capturarlos tenía que dejar las trampas al final de la tarde y recogerlos al amanecer; también caerían dos de estas rapaces en su zurrón. Los pájaros más grandes eran los buitres leonados que, según había leído Diego en los libros, podían pesar hasta una arroba , pero no cogió ninguno que superase las 14 libras . Cuando regresaba a casa con sus pájaros a cuestas, al atardecer, iba directo al taller para aprovechar las últimas luces y pesarlos; después los extendía encima de una tabla en la que había colocado papel, previamente cuadriculado, y dibujaba el contorno de medio pájaro, con el ala extendida y bien clavada, utilizando un carboncillo. Joaquín volvía del taller cuando ya era de noche y le traía alguno de aquellos mecanismos para cazar pájaros, que entre los dos inventaban a ratos; Diego le hacía sus comentarios acerca del funcionamiento de las trampas y le daba, para que las reparase, las que habían sufrido daños en el campo. Después se sentaban los tres a cenar y hablaban de sus cosas. Antes de dormir, Diego sacaba sus papeles, tomaba una pluma y a la luz de una antorcha hacía algunos cálculos. Primero contaba el número de cuadrados que quedaban dentro del contorno del ala en cada dibujo y anotaba la cifra justo debajo de la del peso del animal, que ya lo había escrito con el carboncillo. Hacía una división entre el peso y el número de cuadrados encerrados en las alas y el resultado también lo dejaba anotado en el mismo papel. En la esquina superior izquierda apuntaba la especie del ave y la fecha. Con el tiempo se daría cuenta de que las plumas de las alas de las aves que cazaba le valdrían para cubrir las de su planeador, eran muy ligeras, y también que en vez de dibujar el contorno con un carboncillo para calcular el área podía limitarse a pesar el plumaje que las recubría; la superficie de sus alas y el peso de las plumas guardaban una proporción directa. Durante un par de meses, Diego atrapó y pesó más de un centenar de grandes pájaros. Las águilas pesaban entre 4 y 12 libras y con las alas extendidas de punta a punta (envergadura) medían de 5 a 8 pies , aproximadamente. Las dos cigüeñas pesaban alrededor de 8 libras y la envergadura de las alas se acercaba a los 8 pies . El problema con los buitres era el olor y después del tercero su hermana le pidió por favor que no trajera más. No es que los otros pájaros exhalaran delicados perfumes, pero los piojos del buitre tenían un tamaño extraordinario y el pestazo resultaba no sólo insoportable sino también muy persistente. La envergadura de las alas de los carroñeros pasaba de los 7 pies.

A mediados de septiembre de aquel año de 1787 Diego haría lo que creyó que fue su primer gran descubrimiento aeronáutico. Un domingo de septiembre, que todavía hacía calor, salieron a comer al campo Diego, Joaquín, Elvira con su hijo y don Sebastián con su mujer y lo niños. El cura, don Emilio, se las arregló para incorporarse al grupo, atraído por el olorcillo de la grasa de las chuletas cuando se quemaba en las brasas. Las mujeres parloteaban sentadas en el suelo sobre una manta y los hombres andaban un poco más desperdigados, algunos tumbados en la yerba y otros con la espalda apoyada en el tronco de un chopo. Lo chicos se habían escabullido río arriba, en busca de cangrejos. Después de comer el sueño ya había vencido a Joaquín que dormitaba extendido sobre el verde y Diego se acercó a Sebastián porque tenía que contarle algo que aún no sabía nadie más que él. Quizá no era un momento oportuno porque el maestro tenía los ojos entornados y pretendía acomodarse en el sopor de una siesta, pero al inventor le carcomía la necesidad de hablar sobre aquel asunto al que llevaba dándole vueltas durante una semana entera. Y es que durante los últimos siete días, Diego ya no había salido a cazar pájaros. Estuvo dedicado, exclusivamente, a repasar los cálculos que figuraban en sus láminas y clasificar la colección de dibujos apilados en el suelo del dormitorio al lado del camastro de su habitación. Un número bailaba en su cabeza como un fantasma, quizá porque no podía ser más simple y eso lo convertía en misterioso y extraño. Diego se sentó junto a su antiguo maestro, Sebastián, y después de cerciorarse de que estaba suficientemente despierto le dijo que necesitaba compartir con él un secreto relacionado con el vuelo de los pájaros. El maestro lo miró con extrañeza y más aún cuando con el rosto muy serio, Diego, le susurró: «Una libra por pie cuadrado». La cara de susto de Sebastián y el aura misteriosa que irradiaba el inventor debieron atraer la instintiva atención que don Emilio ponía en todo cuanto se saliera de lo ordinario. Antes de que Diego pudiera evitarlo el cura ya formaba parte del círculo íntimo en el que el inventor desvelaba su más preciado hallazgo. Para casi todas las águilas cuyo peso rondaba las 8 libras, se cumplía que el animal tenía unas alas de poco menos que otros tantos pies cuadrados; por lo tanto, el reparto de peso se hacía de forma que cada libra contaba con un pie cuadrado de ala, aproximadamente. Esa era la proporción, Diego no tenía la menor duda: su máquina de volar necesitaría unas alas con una superficie en pies cuya cifra debería ser parecida al monto de su peso más el del aparato, expresado en libras. Sebastián no dijo nada, aunque estaba muy despierto, pero don Emilio no pudo contenerse. Miró a Diego con severidad y se extendió en un largo discurso en el que se refirió a las prácticas de la brujería, las cábalas y los números mágicos. El cura había oído, por comentarios que hacía la gente, acerca del trajín que se llevaba Diego acarreando pájaros muy grandes que luego medía, pesaba y dibujaba. No sabía bien si los abría para estudiar el color de sus vísceras, pero le advirtió que parecían comportamientos poco piadosos. Dios castigó al hijo de Ícaro cuando trató de elevarse hacia el Sol, eso debía tomarlo como una advertencia, pero lo que a don Emilio se le antojaba muy peligroso era la utilización de números mágicos, que no podían ser otra cosa distinta a obra del Maléfico. Por eso, le rogaba, de todo corazón, que abandonara aquella locura de fabricar una máquina para alzarse por los aires. Tanto Sebastián como Diego dejaron hablar al sacerdote y prefirieron callar porque sabían por experiencia que era mucho peor discutir con él. El maestro le acercó la bota de vino al cura para ver si lograba apaciguarlo. Don Emilio no pudo resistirse y después de darle unos golpecitos en el hombro a Diego, para animarlo y rematar el sermón, levantó la bota extendiendo los brazos, abrió la boca y echó un largo trago de vino, se limpió los labios con la mano y los tres dieron por concluida aquella conversación.

Al día siguiente por la tarde Sebastián fue a ver a Diego un par de horas antes de la puesta del sol. Estaban solos en el corral. El inventor sacó los dibujos, se los enseñó a su maestro y amigo y le pormenorizó cómo había medido y calculado la superficie de las alas y las conclusiones a las que había llegado. Como estas superficies tenían que sujetar al pájaro en el aire, al inventor le pareció que la cantidad de peso que soportaban las alas por unidad de superficie era una característica muy importante de los voladores. Sus mediciones mostraban que conforme aumentaba el peso de los pájaros también se incrementaba este parámetro y que el mágico número de una libra de peso por pie cuadrado de ala se correspondía con las águilas que más le interesaban. Diego había llegado a la conclusión de que si la máquina no pesaba más de 75 libras ─a las que habría que añadir las suyas que eran 164─ las alas deberían desplegar una superficie entre 200 y 239 pies cuadrados. Saber eso era un gran paso adelante. El problema que le planteaba semejante hallazgo era que unas alas con dicha superficie, fabricadas a escala tomando como modelo a las águilas, se extenderían, de punta a punta, unas 13 varas. Y estaba seguro de que, con aquellas dimensiones, el aparato no lo podría manejar y se rompería. El maestro se mostró de acuerdo en que un artilugio de aquellas proporciones ─que además tenía que ser muy ligero─ resultaría frágil.

Cuando llegó el otoño de 1787 Diego no sabía qué hacer con su invento. Había pasado del entusiasmo por el gran descubrimiento de un número mágico y secreto, que le abría las puertas de la navegación aérea, al desconcierto absoluto. La opinión de Joaquín coincidía con la de Sebastián: no merecía la pena fabricar un artefacto con alas de seis varas y media de longitud a cada lado: se rompería a poco que arreciara el viento o resultaría tan pesado que no levantaría jamás el vuelo. Diego tampoco se sintió con ánimo para reiniciar sus actividades anteriores y decidió pasar el invierno en el pueblo. No quería ser una carga para nadie, fue a ver a su madre y le dijo que pensaba regresar a casa donde aún seguían viviendo dos de sus hermanos: Nicolás y Bernardo. Se ofreció a cuidar de las ovejas durante lo que quedaba del otoño y el invierno. Pero antes de instalarse en la rinconera del abuelo, en donde sus libros seguían en los mismos anaqueles de siempre, viajó a Burgos para visitar las bibliotecas y comprar libros que trataran sobre pájaros. Allí encontró, de casualidad, unas láminas con dibujos de murciélagos, que él sabía que no eran como las aves porque no se reproducían poniendo huevos, pero las adquirió y se las llevó a su pueblo junto con los textos.

Durante los meses de invierno, como las noches eran muy largas, Diego tuvo tiempo de leer y estudiar la forma de las alas de muchos pájaros. Los más grandes, como los cisnes, tenían las alas proporcionalmente más anchas y cortas que las águilas. Daba la impresión de que conforme aumentaba el peso de los voladores la naturaleza les empequeñecía las alas en proporción a su volumen. Hizo muchos dibujos y diseñó unas alas menos alargadas, pero con la superficie que había calculado que necesitaría un águila que pesara 239 libras y que estimó en 204 pies cuadrados. La envergadura la limitó a 8 varas. Aquellos apéndices se parecían más a las de los murciélagos que a las de las águilas.

En primavera, Diego construyó una versión de su aeronave, a escala reducida, con dos varas de envergadura, hecha de madera, varillas de alambre y recubierta de plumas que embadurnó con una especie de cola, parecida a la que utilizaban los carpinteros. El inventor seguía durmiendo en la casa familiar y utilizó el corral de su cuñado Joaquín para fabricar el modelo. Cuando lo terminó, a la semana siguiente de san Isidro, le encargó al herrero un armazón, desmontable, para colgarlo y medir la fuerza del viento sobre el aparato, en dos direcciones: vertical y horizontal. De noche, cuando nadie podía verlo, se fue llevando las partes del artefacto, balanzas para medir fuerzas, algunos cabos, poleas, plumas, cola, alambres y maderos, a un refugio alejado del pueblo, en un lugar de la montaña al que solía acudir con su rebaño. Diego no quería que los vecinos se enterasen de lo que hacía y tan solo Sebastián, Joaquín y su hermana estaban al corriente de los experimentos del pastor. En verano a nadie le extrañaba que Diego desapareciera durante varios días con su rebaño. En la soledad de la montaña el joven inventor tenía mucho tiempo para ajustar los escasos recursos de que disponía de forma que le sirvieran a sus propósitos. Diego estaba acostumbrado a entenderse con las máquinas y muy pronto halló el modo de sujetar su aeronave y colocar la balanza, de la que tiraba un cabo que pasaba por una polea, para medir la fuerza vertical, hacía arriba, cuando soplaba el viento. Y de forma análoga conseguiría medir la fuerza en el sentido horizontal, hacia atrás. Construyó un artilugio muy sencillo, que consistía en una placa de un pie cuadrado que colocaba perpendicular a la dirección del viento para medir la fuerza del aire sobre aquella superficie y esa medición siempre la anotaba junto a la de las fuerzas horizontales o verticales. Y así, durante los meses del verano, hizo unas tablas en las que para distintas fuerzas, o velocidades del viento, Diego anotó las que soportaba su modelo de aeronave, hacía arriba y hacia atrás.

Pasó el verano y llegó el otoño; Diego guardó los instrumentos, los artilugios y el modelo, en el refugio de la montaña, cogió las tablas que había confeccionado y fue a visitar a su profesor: Sebastián. Le enseñó los datos y le hizo partícipe de su preocupación de que, para que las alas desarrollaran la fuerza necesaria capaz de soportarlo, la velocidad del aire tenía que ser bastante elevada. Tanto que aún no había conseguido encontrar un solo día en el que el viento soplara con esa fuerza, solamente algunas ráfagas la alclanzaban. Quizá tendría que fabricar unas alas aún más grandes de lo que había estimado. Sebastián lo miró pensativo y le dijo que si se fijaba en sus números la fuerza aumentaba muy de prisa, no haría falta mucho más viento para soportarlo. A su maestro no le preocupaba tanto la velocidad sino la geometría del aparato. Le preguntó que dónde se iba a colocar él. Diego no estaba muy seguro del sito exacto. La fuerza aerodinámica hacia arriba parecía estar como a una cuarta del borde de las alas, por lo que había podido comprobar con sus experimentos y el peso como a la mitad. Entre esos dos puntos tendría que ubicarse él, siempre podría moverse hacia delante o atrás si hiciera falta. Otro aspecto que discutió con su maestro era la fuerza hacia atrás, la horizontal, la resistencia del viento. Sebastián le dijo que, cuando se montara en el aparato, esa fuerza sería mayor; algo que Diego ya imaginaba. Pero, le sorprendió que la resistencia, o fuerza horizontal, era como unas 15 veces más pequeña que la sustentación, o fuerza vertical. Eso significaba que, para mantener la velocidad, debería empujar el aparato con una fuerza de 15 a 20 libras. Sabía que los pájaros lo hacían batiendo las alas. Sebastián y él llegaron a la conclusión de que bastaría con abatir una décima parte de la superficie, en las puntas. Sin propulsión, con las alas completamente extendidas, Sebastián le explicó que caería a razón de una vara por cada quince que adelantase.

Las discusiones entre Diego y Sebastián acerca del diseño del aparato se prolongarían durante todo el otoño y el invierno. En febrero de 1789 el inventor finalizó un dibujo muy detallado de cómo sería su próxima nave de volar. Fue a ver al herrero y discutieron el modo de fabricar una estructura lo más ligera posible. A Sebastián se le ocurrió que el único modo de quitarle peso sería mediante riostras, o cables, que desde el fondo del cesto, donde pensaba ubicarse el piloto, sujetaran los largueros para evitar que se combaran excesivamente hacia arriba. Al herrero le parecería una solución muy original.

Sin embargo, aquella primavera de 1789, Diego tuvo que ausentarse del pueblo porque un batán, cerca de Pradoluengo, necesitaba una reparación urgente que nadie sabía hacer. Al inventor se le habían acabado los ahorros y era consciente de que aún necesitaba hacer más experimentos antes de construir la máquina de volar que ya tenía bastante bien pergeñada en su mente. Después de arreglar el batán aceptó otros encargos y su vida volvió a convertirse en un ir y venir de los talleres que le fabricaban las piezas a las instalaciones donde las montaba, siempre a lomos de su mulo. Así transcurrirían cerca de tres años.

Poco antes de la primavera de 1792 Diego Marín regresó a su pueblo con la firme decisión de construir y volar con su máquina. Contaba con el dinero suficiente y los planos detallados del invento que deseaba fabricar. Esta vez se instaló en casa de Joaquín y su hermana donde se sentía más protegido de las miradas de los curiosos.

Su regreso al pueblo volvió a desencadenar murmullos y maledicencias en los círculos de siempre. Diego procuró mantenerse al margen. Quería aprovechar el buen tiempo para efectuar ensayos en su antiguo refugio, que ya tenía pensados, y el invierno para construir el aparato que había diseñado, con las correcciones necesarias en función de los resultados de los últimos experimentos. Encontró los instrumentos, el modelo del planeador, los cabos y las poleas, tal y como los dejó, hacía ya tres años. Al parecer, nadie había entrado en el refugio porque todo seguía igual. Lo primero que hizo fue cambiar la forma del pequeño modelo para que se ajustara a su último diseño. En el nuevo modelo, incluyó la cesta entre las alas y el armazón de hierro en donde se ubicaría él, como piloto.

Diego desplegó otra vez su laboratorio y se puso a trabajar con muchas ganas. Se sentía un hombre feliz, ajustando las balanzas, tomando medidas de las fuerzas, allí en la soledad de la cumbre montañosa desde donde divisaba las llanuras, cerca de los pájaros que pretendía emular. Pasaba diez o doce días seguidos sin ver a nadie, alimentándose de frutos secos que había transportado en su zurrón, algunas bayas que recogía entre los matorrales y los conejos que podía cazar. Acarreaba el agua en una pareja de cántaros que llenaba en una fuente cercana; por las noches ─después de cenar junto a la cocina de piedras donde encendía la lumbre para asar los conejos─ se enrollaba en una manta sobre un jergón de esparto bajo el cobertizo y, al amanecer, ya estaba preparando sus instrumentos para efectuar mediciones. Casi siempre, antes de que se cumplieran las dos semanas de aislamiento regresaba a casa de su cuñado donde pasaba dos o tres días. Allí equilibraba su dieta comiendo pan y dulces, visitaba la barbería, compraba hilo, telas, agujas o cualquier otra cosa que le hiciera falta, pasaba muchas horas con Sebastián, casi siempre después de la cena, y dormía hasta que el sol empezaba a calentar.

Procuraba que lo viesen poco los vecinos del pueblo, aunque sabían que estaba de vuelta y en todas partes hablaban de él. Había un grupo de personas para quienes su presencia era un motivo de preocupación porque equivalía a un anuncio de que algo malo iba a ocurrir. Era gente que enseguida corría a decirle a don Emilio, el cura, de que el hijo de la Catalina, el mecánico embrujado, andaba por el pueblo urdiendo algo que no les depararía nada bueno. Don Emilio asentía con la cabeza y procuraba tranquilizar a sus paisanos, por las tardes rezaba algunas avemarías por Diego y se pasaba por la casa de la madre para preguntarle por su paradero. Ella prefería decir que no lo sabía, antes de confesarle que dormía en casa de Elvira y su marido, Joaquín. El cura, que estaba al cabo del lugar donde se hospedaba Diego, cuando acudía a casa de su madre era por ver si averiguaba algo más relacionado con su estancia en la villa. Sin embargo, aquella vez nadie, excepto el círculo más próximo al inventor, supo qué hacía en el pueblo ni a qué había ido. Diego aparecía y desaparecía como por ensalmo. Los viajes entre el pueblo y el refugio los hacía siempre por la noche y tomando las máximas precauciones para que nadie lo siguiera.

En el mes de octubre dio por concluidos sus experimentos y desmontó el laboratorio del refugio. Esta vez no dejó nada, en varios viajes se llevó todo el material a casa de Joaquín y lo almacenó en el corral. Diego corrigió el diseño inicial y dibujó los planos detallados de su aeronave. Con una envergadura de 8 varas, la superficie alar, junto con la cola, desplegaba algo más de 200 pies cuadrados. En las puntas de las alas dos apéndices articulados se podían mover hacia arriba y abajo, gracias a un mecanismo controlado por manivelas desde la posición del piloto. Este iba sentado en una tabla horizontal ubicada en una especie de armazón que se abría entre las dos alas al que se fijaban, por la parte de abajo, las riostras que sujetaban el larguero principal; el anclaje se hacía justo en el punto donde acababa el cuerpo del ala y se encontraba la articulación de los planos móviles. El diseño estaba hecho para que el piloto entrase en el armazón central agachado e introdujera la cabeza entre dos correajes que se apoyarían en sus hombros y al levantarse, la aeronave quedaría suspendida en el aire, sujeta por las correas. En esa posición, el piloto pasaba unas cinchas, que colgaban de un arco encima de su cabeza, por debajo de los brazos, para no precipitarse al vacío cuando sus pies perdieran el contacto con el suelo. Se suponía que el piloto tendría que iniciar una pequeña carrera hacia el viento y saltar por la ladera de una montaña o por un cortado. Una vez en el aire, tomaría asiento en la tabla de madera y accionaría las manivelas que batían los extremos de las alas o movería la cola con los pies, metidos en unos estribos.

Primero, Diego le explicó a Joaquín el diseño y después los dos se fueron a ver al herrero. La estructura del armazón central, los estribos y manivelas, así como los largueros principales de las alas, las bisagras y el mecanismo para batir las puntas las tenían que fabricar en la herrería. Para aligerar peso, las costillas y los bordes de ataque y de salida de las alas eran piezas de madera y el entramado a base de hilos de alambre a los que se sujetaban las plumas que después se barnizarían con cola. Decidieron montar el aparato en la trastienda de la herrería, otro corral vacío, y llevar allí las piezas que fabricaría el carpintero. Al herrero le entusiasmó el proyecto y se comprometió a finalizarlo en un par de meses. Propuso algunas pequeñas modificaciones que Diego aceptó sin ningún problema. Una de ellas fue hacerlo desmontable, con tres piezas: las dos alas y el armazón del piloto unido a la cola. Ideó un sistema muy sencillo y robusto para ensamblarlas. La construcción no fue tan fácil como creyeron en un principio. Muy pronto se dieron cuenta de que cada larguero, un voladizo de cuatro varas presentaba una flecha muy acusada y para resolver aquel problema, sin incrementar demasiado el peso, le darían una sección en forma de ‘T’, cerca del encastre más alargada y conforme se aproximaba al extremo, un poco menos. Los cambios hicieron que los dos meses se convirtieran en más de cuatro y hasta febrero Joaquín y Diego no pudieron empezar a cubrir de plumas las alas, un trabajo muy laborioso. Diego ya contaba con algunos sacos de plumas que había traído del refugio, pero se quedaron sin material y en marzo se vieron obligados a perseguir águilas por toda la contornada, con cepos y redes, hasta que terminaron de emplumar la aeronave del inventor, ya a finales de abril.

El pueblo estaba muy agitado porque, aunque a casi nadie le dejaron entrar en el corral de la herrería, todo el mundo sabía lo que allí se estaba fabricando. Y no verlo era incluso peor, la gente se imaginaba que aquella máquina poseía un aspecto diabólico. Sebastián tuvo una idea que al herrero y a Joaquín les pareció que era muy buena y, después de que Diego les diera su conformidad, delegaron en Joaquín para que fuese a hablar con don Emilio y le pidiera que bendijera el artefacto que ya estaba prácticamente terminado. En el pueblo se echaban bendiciones a los animales, los carros, las casas, los molinos y los batanes y no había ninguna razón por la que no se pudiera hacer lo mismo con la aeronave de Diego. A don Emilio se le debió hacer un nudo en la garganta, pero no dijo que no. En la primera semana de mayo se acercó a la herrería y le dio muchas vueltas al artefacto que olía a cola y brillaba porque acababan de barnizarlo. Diego le explicó al cura cómo funcionaba, pero el sacerdote siguió sin pronunciar ni una sola palabra. Miraba el aparato con mucha prevención. No se atrevió a sacar el hisopo que traía en una bolsa, junto con una botella de agua bendita. Dijo que no estaba muy seguro de que pudiera bendecir un ingenio como aquel, teniendo en cuenta el uso que se le quería dar, y que debía consultar con el obispo, antes de hacerlo. Diego, Joaquín y el herrero, pensaron que don Emilio no consultaría con nadie, el obispo se encontraba muy lejos y el cura ya había condenado al pobre artefacto. Sebastián no estaba con ellos porque el maestro y el cura se llevaban mal; no querían irritar con su presencia al sacerdote. Don Emilio se marchó sin echarle ninguna bendición a la aeronave, pero sí pasó, antes de regresar a la iglesia, por casa de Catalina, la madre de Diego, para advertirle que le aconsejara al inventor que abandonara su proyecto. La pobre mujer, que sabía que no convencería a su hijo, fue a casa de Joaquín y Elvira para llorar un rato, desconsolada. Cuando Joaquín y Diego volvieron de la herrería, Catalina ya se había marchado y se encontraron a Elvira con el rostro muy serio y alguna lagrimilla en los ojos. Cenaron los tres, muy callados, porque eran conscientes de que el cura había tomado partido y abanderaba el pelotón de los que no parecían dispuestos a que Diego realizara sus experimentos en el pueblo. Mientras el artefacto estuviera en la trastienda de la herrería no había ningún problema, pero cuando saliera de allí podía organizarse una gran algarada.

Al día siguiente de que ocurriera el episodio en la herrería con don Emilio, se reunieron en casa de Sebastián como acostumbraban a hacer, después de la cena. A la reunión acudieron Joaquín, el herrero, y dos amigos más que simpatizaban con Diego, además del inventor. Este último dijo que su plan era lanzarse desde el cerro del castillo ─mejor por la noche para evitar a los curiosos─ un día que soplara el viento, fresco, pero antes quería llevar allí el aparato y comprobar que todo funcionaba bien. El 10 de mayo viernes la luna mudaba, no había luna, por lo que la noche sería muy oscura. Si soplaba algo de viento transportaría el aparato al castillo para probarlo. Un buen día para el vuelo definitivo era el 15 por la noche, festividad de san Isidro, ya que la gente habría bebido y comido en abundancia durante las celebraciones y la luna tampoco estaría muy crecida; pero todo dependería del viento. Diego les explicó que pensaba volar hasta Burgo de Osma y de allí a Soria. Calculaba que en menos de tres horas llegaría al Burgo, pero de noche no había corrientes ascendentes y no le quedaría otro remedio que mover las manivelas durante todo el vuelo. Allí descansaría un día entero. La jornada siguiente buscaría un altozano desde el que lanzarse al aire y para llegar a Soria se auxiliaría de alguna térmica, como hacían los pájaros: ganaría altura y después se dejaría caer plácidamente un largo trecho, sin mover las manivelas. Así que tardaría tres días en llegar a Soria ─donde pensaba quedarse dos jornadas completas─ y añadiendo otros tres de regreso, el viaje le llevaría unos ocho días. A Sebastián le preocupaba el revuelo que podía organizarse en el Burgo cuando lo viesen salir, o a su llegada a Soria. Tenía miedo de que la gente se abalanzara sobre Diego y su artefacto y los quemaran en una hoguera a los dos juntos. Verlo descender del cielo, rodeado de plumas, sería un espectáculo que causaría una profunda impresión a aquellas gentes y su reacción era imprevisible. Teniendo en cuenta lo que ya estaba pasando en el pueblo, sin que nadie lo hubiera visto volar, a Sebastián le horrorizaba imaginarse la recepción que pudieran darle los sorianos. El maestro compartió en voz alta aquellas preocupaciones y todos asintieron con la cabeza, en silencio porque no sabían que decir. Diego insistió en que procuraría pasar desapercibido.

El día 10 de mayo por la noche no hizo mucho viento, pero decidieron sacar el artefacto de la herrería, llevarlo al castillo y montarlo allí. Diego se metió dentro del armazón, se abrochó las correas y comprobó que era capaz de llevar colgado de los hombros el aparato de volar. Incluso se atrevió a correr un poco a barlovento y sintió la fuerza del aire en las alas y como se aligeraba la carga sobre sus hombros. Sus amigos aprendieron a correr a su lado, sujetándole las alas para aliviarle el peso y acelerar el paso. Después de algunas carreras decidieron desmontar el aparato y llevarlo a casa de Joaquín antes de que el vecindario se despertara y corriese la voz de lo que estaban haciendo.

El día de la fiesta de san Isidro, Diego y sus amigos se mezclaron con la gente del pueblo y participaron en las celebraciones. Por la tarde hacía poco viento; el inventor pasó el recado a sus allegados de que por la noche no volaría. Sin embargo, después de cenar arreció el viento y Diego no se podía dormir. Pasadas las doce de la noche, ya de madrugada, se levantó de la cama y salió a la calle. El pueblo estaba oscuro, del pequeño gajo de luna creciente tan solo se veía una mancha clara detrás de las nubes y en los chopos del río bailaban las hojas entre alegres susurros. Burgo de Osma quedaba al sureste, un poco más a la derecha de la dirección que venía el viento. Diego pensó que había llegado el momento, podía hacerlo solo, sin la ayuda de nadie. Joaquín y su hermana Elvira lo sorprendieron cuando salía a la calle con un ala del aparato. Enseguida se aprestaron a ayudarlo y en veinte minutos ya estaban los tres en el castillo con la aeronave montada, algo asustados. Se orientaron a barlovento, en un punto entre la iglesia de San Martín, a su izquierda, y la ermita del Santo Cristo, a la derecha. Desde el borde de la pequeña explanada se adivinaban las sombras de las últimas casas del pueblo, muy cerca, y los árboles, que eran unos bultos negros que se mecían al compás del viento a orillas del río, quedaban algo más lejos.

Diego ya se había sujetado las correas y llevaba a cuestas su aeronave. Se acercó al borde del cortado, desde donde pensaba saltar. Luego dio diez o doce pasos hacia atrás; le dijo a su hermana y a Joaquín que él echaría a correr cuando el viento arreciara y que ellos le ayudaran a soportar el peso, uno en cada ala. Ya sabían qué tenían que hacer. Diego estaba muy tranquilo, les dio la mano y les recordó que tardaría ocho días en regresar. La ráfaga de viento se anunció en las choperas del río. El inventor echó a correr con sus acompañantes a los lados y cuando llegó al borde de la planicie saltó con fuerza.

Diego notó como su aparato tiraba de las correas que lo sujetaban y logró sentarse en el banco de madera. El ala derecha bajó, su instinto le dijo que tenía que moverse hacia la izquierda, lo hizo, y el ala volvió a su sitio. El aparato levantó el morro; Diego se echó un poco hacia adelante para bajarlo. Notó como aumentaba la velocidad, los chopos se acercaban, se movió hacia atrás, el morro se elevó un poco, ya no descendía tan rápido. Entonces se acordó de que su aeronave estaba equipada con mandos de control. Metió los pies en los estribos, empujó uno, el de bajar y el morro se fue a tierra, empujó el otro para levantar el hocico de su extraña montura y al comprobar que la bestia le obedecía el corazón de Diego empezó a latir más deprisa. De golpe se dio cuenta de que tenía unas manivelas que necesitaba hacerlas girar para impulsarse, ganar velocidad y ascender. Después de dar varias vueltas a los manubrios comprobó que seguía perdiendo altura; cruzó el río rozando las copas de los chopos, metió con fuerza el pie del estribo para levantar el morro al tiempo que giraba las manivelas a toda velocidad. Oyó un chasquido en el ala derecha inmediatamente se vino abajo y con el plano de las alas ya casi en vertical la que se había hundido golpeó el suelo.

Durante unos breves instantes Diego quedo aturdido, sintió los golpes y el ruido de los hierros que se retorcían, antes de que el fresco murmullo de las choperas fuera la única voz que se escuchara en la noche. Le dolía la pierna derecha cuando recobró suficiente sentido para empezar a soltarse las ataduras. Estaba en medio de un amasijo de alambres, maderos y hierros y un montón de plumas, algunas se habían soltado y volaban a merced del viento. Escuchó voces, la primera fue la del herrero que se le acercó corriendo.

El herrero había escuchado ruidos y se temió que Diego hubiese cambiado de opinión, así que decidió salir a ver qué pasaba. Subiendo hacia el castillo adivinó la sombra de Diego en el aire y al cabo de un minuto pudo escuchar los golpes de la caída. Cruzó el río, y fue el primero en descubrir al piloto y los restos de su aparato en el campo. Diego no pudo evitar echarle en cara que la rotura de algún herraje había sido el motivo de su caída.

Después del herrero llegaron Elvira y Joaquín que lo llamaban a gritos porque habían visto como pasaba por encima de los chopos, cruzaba el río, y caía en un viñedo.

El alboroto despertó a los vecinos y algunos se imaginaron qué es lo que sucedía. Fueron bajando en pequeños grupos, iluminando el camino con antorchas, y se arremolinaron alrededor de Diego y su aeronave. Apartaron a Diego, que no podía andar, de los restos del aparato y se hizo un corro alrededor de lo que había sido la máquina voladora. El pobre inventor tenía un aspecto deplorable y algo diabólico porque el barniz, aún estaba tierno, y muchas plumas del artefacto se habían pegado a su cuerpo. Los vecinos lo miraban y murmuraban entre ellos en voz baja. Un pequeño grupo fue a la iglesia para llamar a don Emilio, que bajó con un crucifijo muy grande. Los murmullos subieron de tono hasta convertirse en conversaciones bastante alteradas. Don Emilio extendió el crucifijo señalando el aparato al tiempo que pronunciaba palabras en latín que nadie entendía.

Sebastián y los amigos de Diego decidieron llevárselo lo antes posible porque la gente los miraba muy mal. El inventor no podía andar y lo tuvieron que sacar a hombros como a los toreros de las plazas después de una buena faena.

Los más exaltados acarrearon leña para prender fuego a la máquina de volar. Don Emilio continuó con sus parrafadas en latín, la mano extendida y el crucifijo enfrentado a los restos del artefacto. Hicieron una hoguera que ardió durante varias horas, con mucha fuerza porque el viento avivó el fuego. Los hierros se fundieron, las maderas se carbonizaron y las plumas se las llevó el viento o ardieron muy pronto, sin dejar el menor rastro.

Diego no salió de casa de su hermana y Joaquín hasta bien entrado el verano. Cuando supo que habían destruido su máquina de volar se sumió en una profunda depresión. No quería hablar con nadie. Sebastián y sus amigos intentaron animarle, pero no hubo manera de sacarlo de aquel mutismo. Ni siquiera, su madre Catalina, consiguió que Diego dijera una sola palabra. Un día de agosto volvió a la habitación que en un tiempo fue de su abuelo Elías. Allí seguía su camastro, en la esquina de la biblioteca. A la mañana siguiente se llevó las churras al monte. A partir de aquel momento pronunció muy pocas palabras y jamás abandonaría el oficio de pastor.

El 11 de noviembre del año 1800 Diego murió en la misma casa donde había nacido. Su rostro entristecido se iluminó con una sonrisa cuando su alma cruzaba el umbral que separa la vida de la muerte. Don Emilio─ que le administraba el sacramento de la extremaunción─ vislumbró aquel gesto y pensó que el diablo acababa de abandonar su cuerpo, justo en el último momento. Su hermana Elvira y Joaquín, que también estaban allí, pensaron que Diego se había vuelto a encontrar con el abuelo Elías.

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