El Challenger y las lanzaderas espaciales

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El profesor Charles Wyville Thomson de la universidad de Edinburgo consiguió, a través de la Royal Society de Londres, que la Royal Navy británica cediera el buque Challenger para llevar a cabo una extraordinaria expedición científica. El buque zarpó de Portsmouth, en Inglaterra, el 21 de diciembre de 1872 y arribó a Spihead, Hampshire, el 24 de mayo de 1876, después de 1250 días de los que 713 los pasó en el mar. Navegó 68 890 millas náuticas, con un grupo de científicos, ayudantes, oficiales de marina y tripulación que encontró alrededor de 4700 especies de animales marinos, hasta entonces desconocidas. Una vez finalizado el viaje, los expertos tardaron diecinueve años en compilar sus informes, en 50 volúmenes, que recogían la profundidad, temperatura a distintos niveles, meteorología, características de los fondos y de la vida marina de 360 puntos oceánicos diferentes. Uno de ellos, conserva en la actualidad el nombre de abismo del Challenger y está en la fosa de las Marianas donde los expedicionarios constataron la existencia de profundidades que pasaban de los 8 000 metros. El espíritu del Challenger ha perdurado a través de los años y su nombre se reutilizó para designar a la lanzadera espacial que tenía que sustituir a la Columbia.

En 1969 el vicepresidente de Estados Unidos, Spiro Theodore Agnew, presidía el consejo nacional de la comisión de aeronáutica y del espacio estadounidense. Dicho consejo tuvo que recomendar, tras el viaje del hombre a la Luna, la misión que se les asignaría en el futuro a los astronautas de la NASA. Se le presentaron cuatro opciones: enviar un hombre a Marte, seguir con los vuelos tripulados a la Luna, desarrollar un programa espacial en la órbita terrestre o cerrar las costosas actividades tripuladas espaciales. El comité se inclinó por las operaciones tripuladas en la órbita terrestre y el presidente Nixon decidió que se llevara a cabo su recomendación. El nuevo programa espacial incluía el desarrollo de una lanzadera y el de una estación espacial. De la lanzadera espacial ya se habían hecho varios estudios y la idea básica consistía en impulsar una nave con alas mediante cohetes en una primera etapa del vuelo; en la segunda etapa, la nave utilizaría sus propios motores hasta situarse en órbita. El vehículo espacial tendría capacidad para regresar a la Tierra y aterrizar en un aeródromo, como cualquier aeroplano. El empleo de elementos reutilizables abarataría, según los cálculos iniciales, el coste de las operaciones. Esta alternativa parecía más económica que mantener la línea de producción del costoso y gigantesco cohete Saturn V, aunque se tuviera que efectuar un número mayor de viajes al espacio para transportar la misma carga útil.

La primera lanzadera espacial fue el Columbia; se contrató el año 1972 pero no efectuó su primer vuelo de pruebas hasta el 12 de abril de 1981. El diseño de la lanzadera incluía tres módulos: la nave orbital (Columbia), dos cohetes impulsores de combustible sólido y un tanque externo que contenía combustible (hidrógeno) y comburente (oxígeno), líquidos. El conjunto se lanzaba en posición vertical; durante la primera etapa era impulsado por los dos cohetes (recuperables) de combustible sólido y los tres motores cohete de la nave orbital, alimentados por el tanque externo; cuando se agotaba el combustible sólido, al cabo de unos dos minutos, los cohetes se desprendían del conjunto, sujetos por paracaídas, y la nave continuaba impulsada por sus motores. El tanque externo era desechable y se separaba de la nave poco antes de entrar en órbita. Los ajustes para corregir la órbita y el impulso para iniciar la reentrada, una vez finalizada la misión, se efectuaban con otros motores auxiliares con que contaba la nave orbital. En su viaje de vuelta a la Tierra la nave orbital planeaba hasta la base de la Fuerza Aérea, Edwards, en California, o el centro espacial Kennedy, donde aterrizaba. Cuando tomaba tierra en California, un Boeing 747 especial, la recogía para transportarla al centro espacial de Florida.

En un principio, de 1981 a 1985, se completaron cuatro lanzaderas: Columbia, Challenger, Discovery y Atlantis. Tas el accidente de Challenger, se fabricó una quinta nave, Endeavour, que voló por primera vez en mayo de 1992. Después de 30 años de servicio, en 135 misiones repartidas entre las 5 lanzaderas, el 21 de julio de 2011 Atlantis puso punto final al programa cuando aterrizó en el centro espacial Kennedy. Es muy cuestionable que los servicios prestados por estas naves fueran tan eficientes, como imaginaron quienes los concibieron. Se hicieron muchísimos menos viajes de los que inicialmente se pensó que podrían llevarse a cabo; debido a los múltiples fallos de las lanzadoras fue necesario devolverlas a los talleres para corregir defectos e introducir mejoras. Las labores de mantenimiento resultaron muy laboriosas y caras. La necesidad de llevar tripulación a bordo, a la larga, resultó una estrategia más costosa que la de utilizar sondas con cohetes desechables. A lo largo de la vida del proyecto la tecnología evolucionó tan rápidamente que el diseño original de 1972 quedó obsoleto demasiado pronto. La lista de inconvenientes asociados al programa es bastante larga, pero lo peor serían los dos accidentes.

Los siete tripulantes del Columbia perdieron la vida el 1 de febrero de 2003 cuando la nave reentraba en la atmósfera para regresar a la Tierra. Durante el ascenso se desprendieron restos del tanque exterior que dañaron algunas láminas de protección térmica de la nave orbital. Los desperfectos en la coraza permitieron que aire muy caliente penetrara en el interior de la estructura del ala que desestabilizó la nave hasta el punto de romperla en pedazos que se desgajaron lentamente.

El otro accidente lo protagonizó el Challenger y ocurrió el 28 de enero de 1986, 73 segundos después del despegue. El fallo de una junta tórica de uno de sus cohetes lo convirtió en una bola de fuego. La cabina sobrevivió al incendio, se vio sometida a aceleraciones del orden de 20 g y continuó una trayectoria balística hasta caer al mar a una velocidad de más de 300 kilómetros por hora. Es posible que cuatro, de los siete tripulantes, sobrevivieran hasta que la cabina impactase contra la superficie del océano; a partir de ese momento, todos habrían muerto.

La desafortunada lanzadera Challenger no sólo llevaba el nombre del buque oceánico que surcó casi todas las aguas del planeta hacía más de cien años. La NASA también había utilizado el mismo para bautizar el Módulo Lunar de la misión Apollo 17. Fue la última que llevó al hombre a la Luna y la primera cuya tripulación contaba con un astronauta científico: Harrison Hagan Schmitt, doctor en Geología por la universidad de Harvard. El norteamericano logró que de los 12 hombres que han pisado nuestro planeta, al menos uno de ellos no sea piloto de reactores de la Fuerza Aérea estadounidense. Han pasado ya muchos años desde la última vez, el 13 de diciembre de 1972, que un hombre se paseara por la Luna.

¿A dónde nos llevará el próximo Challenger?

 

Accidentes aéreos con bombas atómicas a bordo: Palomares y cuatro más

 

Al coronel Pete Warden, no le gustó la propuesta de los ingenieros de Boeing. El jueves 21 de octubre de 1948, Ed Wells, George Schairer y sus colegas se retiraron al hotel Van Cleve de Dayton, contrariados porque su Modelo 462, un turbo hélice con 6 motores, no satisfacía las expectativas de la Fuerza Aérea estadounidense. A la mañana siguiente, después de una larga noche de trabajo en la que modificaron el diseño del 462, se presentaron otra vez en la oficina del coronel con una nueva oferta, esta vez con motores a reacción. Warden se mostró más receptivo que el día anterior y les sugirió cambios adicionales. Un par de ingenieros de Boeing que se hallaban en Dayton, por otros motivos, se unió al grupo de Wells durante el fin de semana. El sábado, Schairer compró madera de balsa, pegamento, pintura de plata y herramientas para tallar, con lo que empezó a construir una maqueta del nuevo Modelo 464. El domingo, contrataron una mecanógrafa para pasar a limpio la oferta de 33 páginas. El lunes 25, el equipo de Boeing se presentó en su despacho con una bonita maqueta de unos 35 centímetros que reproducía la figura de un avión con 8 motores a reacción sujetos por 4 góndolas y la propuesta del Modelo 464. Acababa de nacer una máquina de volar que cuatro años más tarde empezaría a fabricarse con el nombre de B-52 o Stratofortress (fortaleza estratosférica) y se mantendría en servicio durante cinco décadas. Entre las muchas historias que estos aviones protagonizaron, algunas de ellas, estarían a punto de causar una tragedia irreparable.

Cuando en 1961 la Unión Soviética levantó el muro de Berlín, al tiempo que parecía ostentar una posición hegemónica en el desarrollo de misiles balísticos de largo alcance capaces de transportar cabezas nucleares, Estados Unidos asignó a su flota de B-52 una misión arriesgada y peligrosa. Equipados con bombas atómicas de 1,5 a 4 megatones, sus gigantescos bombarderos empezaron a volar, día y noche, tres rutas que bordeaban las fronteras de la Unión Soviética. Una desde Alaska, otra desde el norte de Estados Unidos hacia Groenlandia y la tercera, desde Carolina del Norte hasta Turquía. Esta tercera ruta, sobrevolaba la España gobernada por el general Franco, con quién Estados Unidos firmó los correspondientes acuerdos para que sus bombarderos pudieran repostar en vuelo en el espacio aéreo español. Esta ruta se cubría con seis vuelos diarios. Con esta operación, bautizada con el nombre de Chrome Dome, Estados Unidos mantendría muy cerca del territorio enemigo, de forma permanente, un importante arsenal nuclear, capaz de alcanzar sus objetivos militares con gran rapidez.

De 1961 a 1968, año en el que se cancelaron los vuelos alrededor de la Unión Soviética con los B-52 cargados con bombas atómicas, se estrellaron cinco de estos aviones. A estos accidentes se los designaría con el sobrenombre de Broken Arrow (flecha rota).

La primera Broken Arrow se produjo el 24 de enero de 1961 en Goldsboro, Carolina del Norte. Un B-52 se aproximaba a su base cuando una fuga de combustible terminó por obligar a la tripulación a abandonar la aeronave. De los ocho tripulantes, tres perdieron la vida. El avión transportaba dos bombas de 3-4 megatones, tipo MK 39, de las que una se recuperó intacta y la otra cayó en un terreno fangoso a más de mil kilómetros por hora. La que resultó indemne, según diversas fuentes, estuvo a punto de estallar. La otra se desintegró y el núcleo principal quedó hundido a unos 55 metros de profundidad; no se pudo recuperar debido a que en la excavación se produjeron fuertes inundaciones. Las MK 39 poseen un poder destructivo que es 250 veces superior al de la bomba que explotó en Hirosima.

El 14 de marzo de ese mismo año, otro B-52 se estrelló a 15 millas al este de la ciudad de Yuba, California. Una avería en el sistema de presurización de la cabina le obligó a descender a 3000 metros lo que incrementaría el consumo de combustible durante el vuelo. No pudo repostar en el aire y se quedó sin combustible. Los ocho tripulantes lograron saltar en paracaídas sin sufrir mayores percances. Las cuatro bombas que transportaba el avión se recuperaron sin que los explosivos convencionales llegaran a detonar.

El 13 de enero de 1964 un B-52 regresaba de su misión europea y una fuerte turbulencia le obligó a descender. Su estabilizador vertical se rompió durante el incidente lo que hizo que el piloto ordenara a la tripulación que lo abandonara al no poder controlarlo. El avión se estrelló en la granja Stonewall Green, en Maryland. Tres tripulantes perecieron en el accidente, dos de ellos en la nieve y el tercero porque no pudo abandonar el aparato. Las dos bombas atómicas que transportaba se recuperaron, intactas, entre los restos de la aeronave.

El 21 de enero de 1968, cerca de la base aérea de Thule en territorio de Groenlandia administrado por Dinamarca, se declaró un incendio en la cabina de un B-52 que transportaba cuatro bombas de hidrógeno. Seis miembros de la tripulación consiguieron saltar en paracaídas, pero uno de ellos no y pereció en el accidente. Los detonantes convencionales explotaron y en la zona se midieron niveles de contaminación relativamente altos. A pesar de la adversidad climatológica, con temperaturas de -50 grados centígrados y vientos que superaban los 100 kilómetros por hora, las autoridades estadounidenses y danesas iniciaron los trabajos de limpieza para evitar la contaminación del mar, en una zona de unos ocho kilómetros cuadrados. Las operaciones de limpieza, en las que participó un mini submarino y colaboraron unas 700 personas, se prolongaron hasta el 13 de septiembre de aquel año. En total se evacuaron más de dos millones de litros de líquidos contaminados. El gobierno danés exigió que los materiales radioactivos se sacaran de Groenlandia y los estadounidenses los transportaron a Carolina del Sur. Se especula sobre la posibilidad de que una de las bombas no pudo ser encontrada.

El accidente de Groenlandia fue la última Broken Arrow ya que, debido al riesgo que entrañaba, Estados Unidos canceló la operación Chrome Dome; además, los nuevos misiles balísticos de largo alcance la hacían innecesaria.

Dos años antes del accidente en territorio danés, otro B-52 se había estrellado en España con cuatro bombas de hidrógeno de 1,5 megatones a bordo. El avión, Tea 16, prestaba el servicio junto a otro B-52: Tea 12. Mientras un nodriza (KC-135), abastecía a este último, su piloto « observó bolas de fuego y lo que parecía la sección central de un ala en una barrena plana» (según el informe de la Fuerza Aérea). Tea 16 había chocado con su avión nodriza cuando se aproximaba para realizar el acoplamiento a 31 000 pies de altura. El tanquero explotó al tiempo que Tea 16 sufría daños que le impidieron seguir volando y se precipitó al suelo. Cuatro de los once tripulantes de los dos aviones se salvaron; tres de ellos fueron rescatados en el mar por pescadores españoles. El accidente ocurrió el 17 de enero de 1966 a las 9:22 de la mañana sobre el cielo español de la población almeriense de Palomares, en el litoral mediterráneo. El presidente de Estados Unidos se enteró del suceso mientras desayunaba. «Haz todo lo posible para encontrarlas» —le dijo a su secretario de Defensa. La primera bomba la hallaron las autoridades españolas enseguida: estaba intacta en la playa. La segunda apareció a la mañana siguiente: el detonante convencional había explotado y el plutonio contaminaba el entorno. Poco después, esa misma mañana, apareció la tercera bomba, en condiciones similares a la segunda. De la cuarta no se supo nada ni aquel día ni en aquella semana. Durante 80 angustiosas jornadas más de 600 militares estadounidenses y fuerzas de seguridad españolas estuvieron buscando la cuarta bomba, hasta que alguien supo atar suficientes cabos como para preguntarle por su paradero a un pescador: Francisco Simó Orts. Paco el de la bomba, la había visto caer en el mar y se aprestó a indicar a las autoridades el lugar exacto en donde se encontraba: en el fondo del mar, a 869 metros de profundidad y cinco millas de la costa.

Según las autoridades españolas, preocupadas por el turismo, no había ocurrido nada. El ministro de Turismo, Fraga Iribarne, y el embajador estadounidense se dieron un chapuzón en la playa almeriense, ampliamente difundido por la prensa y la televisión. A Paco, el de la bomba, el ministro Solís le impuso una medalla. Mientras tanto los niños cantaban: «No te quieres enterar, yey, ye, que la bomba va explotar, yey yeye yé…». Sin embargo los expertos sabían que la contaminación del plutonio había afectado tierras de cultivo y parte del poblado, extendiéndose sobre una amplia zona de unas 226 hectáreas. En los días que siguieron, el equipo norteamericano se llevó a Georgia unas 1700 toneladas de material contaminado; sin embargo los trabajos de limpieza no fueron suficientemente exhaustivos y el problema subsiste en la actualidad. La Junta de Energía Nuclear (JEN) y posteriormente el Ciemat (Centro de Investigaciones Energéticas Medioambientales y Tecnológicas), han venido, haciendo desde entonces, un seguimiento de la salud de las personas y de la radioactividad en la zona. Según el Ciemat en el área afectada aún queda medio kilo de plutonio, en una extensión de unas 60 hectáreas; habría que extraer alrededor de 50 000 metros cúbicos de tierra para limpiar la zona. Tras numerosas gestiones, en octubre de 2015, el secretario de Estado norteamericano John Kerry y el ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García Margallo, firmaron un acuerdo por el que Estados Unidos se compromete a gastar unos 640 millones de dólares para limpiar definitivamente la zona contaminada de Palomares.

Los accidentes de los B-52 que transportaban bombas nucleares estuvieron a punto, en varias ocasiones, de organizar un desastre humanitario de proporciones inimaginables. Un desastre que no se habría limitado a la explosión nuclear en zonas habitadas de un artefacto centenares de veces más potente que los que originaron la muerte a 246 000 personas en Hirosima y Nagasaki. La explosión atómica en cualquier territorio, podría interpretarse como un ataque nuclear enemigo y desencadenar una guerra nuclear de carácter global.

La aviadora Tracey Curtis-Taylor tras Lady Mary y Amy Johnson

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Amy Johnson antes viajar a Australia, 1930

El entusiasmo por la aviación se lo contagiaron los primeros libros que leyó ( Those Magnificent Men in their Flying Machines y Flambards) cuando tenía once años. La película Memorias de África le provocó un deseo irresistible de sobrevolar el continente africano. Desde entonces Tracey concibió un proyecto para su vida capaz de producir las mismas sensaciones que algunas escenas de la película. Para ella, los aviones antiguos, con sus riostras, pistones, alas de tela, costillas de madera, cables y tapicerías de cuero, son la encarnación del deseo humano de volar. En 2009 descubrió a Lady Heath y entonces decidió que debía repetir el histórico vuelo a Ciudad del Cabo y contar su historia. Lo hizo en el año 2013, y el 9 de enero de 2016 aterrizó en Sidney con su Boeing Stearman, Spirit of Artemis —un avión de época construido en 1942, biplano con la cabina descubierta— para completar otra gesta en recuerdo de Amy Johnson, la gran aviadora británica.

Tracey Curtis-Taylor nació en Stamford, Lincolnshire, en 1963, y su pasión por la aeronáutica, amor a la aventura y firme determinación, la ha llevado a repetir algunos de los viajes aéreos que marcaron los años veinte y treinta del pasado siglo protagonizados por aviadoras famosas.

Amy Johnson nació en Hull, Yorkshire, el 1 julio de 1903, poco más de seis meses antes de que los hermanos Wright volaran por primera vez en la historia con una máquina más pesada que el aire. Entonces, Sophie Peirce Evans aún no había cumplido los nueve años. Las dos estaban destinadas a convertirse en aviadoras emblemáticas. A Sophie la educaron en casa de su abuela dos tías solteronas que odiaban el deporte; su padre había asesinado a su madre, cuando ella tenía un año y desde entonces se hallaba en prisión. Amy Johnson se crio en el seno de una familia acomodada; su progenitor, lord Wakefield, era un magnate del petróleo. El padre de Amy financiaría muchas de sus empresas aeronáuticas y las tías de Sophie jamás pudieron arrebatarle su amor por el deporte.

Sophie Peirce Evans alcanzaría la fama con el nombre de lady Heath, o Lady Mary, porque en 1928 cuando voló de Ciudad del Cabo a Londres, estaba casada con sir James Heath. Tardó tres meses en hacer el viaje, bastante más de las tres semanas que había previsto. Lady Mary había aprendido a volar tres años antes, después de ostentar el título de campeona nacional de lanzamiento de jabalina. Sus tías no lograron disuadirla y la muchacha fue una gran deportista.

Poco después de que Sophie efectuara su famosa travesía, Amy Johnson empezó a tomar lecciones de vuelo. En 1929 Amy recibió su licencia de piloto en el London Aeroplane Club, lo que marcó el inicio de su extraordinaria carrera aeronáutica. Ese mismo año, Lady Mary sufrió un accidente en Cleveland, Ohio, mientras participaba en las National Air Races. A partir de aquel momento su temperamento cambió.

Amy Johnson decidió superar el record de Bert Hinkler que había volado de Londres a Australia en 16 días. Con la ayuda de su padre, el petrolero, compró un De Havilland Gypsy Moth, al que pusieron el nombre de Jason. Partió de Croydon el 5 de mayo de 1930 y aterrizó en Darwin el 24 de mayo. No logró mejorar la marca de Hinkler, pero fue la primera mujer que voló en solitario del Reino Unido a Australia. En su país fue recibida como una auténtica heroína.

Lady Mary solicitó el divorció de sir James Heath en Reno, por crueldad. Era su segundo matrimonio, el primero con el militar William Elliot Lynn se frustró prematuramente al morir este en 1927. Volvió a casarse en 1931 con un jinete y aviador de origen caribeño y regresó a Irlanda para establecer una pequeña compañía aérea en Kildonan, cerca de Dublín. Murió de accidente, en 1939, al caerse por la escalera cuando descendía del primer piso de un autobús, en Londres. Al parecer Lady Mary sufrió un desvanecimiento que probablemente tuvo que ver con la existencia de un coágulo cerebral. Los últimos diez años de su vida estuvieron marcados por las secuelas del accidente de Cleveland.

Amy Johnson se casó con el aviador escocés Jim Mollison en 1932. Los dos volaron juntos, con un DH Dragon, del sur de Gales a Estados Unidos en 1933; también participaron en la carrera de 1934 entre el Reino Unido y Australia. En 1938 se divorciaron.

Amy murió en 1941, cuando volaba en plena II Guerra Mundial para la Fuerza Aérea de su país en misiones auxiliares. Su desaparición nunca se llegó a aclarar.

Amy Johnson y Lady Heath no tuvieron una vida fácil en un mundo en el que lucharon por encontrar para ellas un sitio en un lugar peligroso y reservado a los hombres. El mundo en el que vive Tracey Curtis-Taylor es muy distinto, pero el empeño de la aviadora británica por reivindicar a sus colegas, su tenacidad para montar operaciones tan complicadas y su destreza y valor para ejecutarlas, es igualmente meritorio. De Farnborough, Hampshire, a Sidney, Tracey ha sobrevolado 23 países y ha tenido que aterrizar en 50 aeródromos para repostar, a lo largo de los tres meses que ha durado el vuelo. «He pasado a través de monzones, tormentas, turbulencia y he volado sobre el interior de Australia a 45 grados de temperatura…Volar así, a bajo nivel, alrededor de medio mundo, contemplando los paisajes más icónicos, la geología, la vegetación, es la mejor vista del mundo».

Es evidente que los vuelos de Amy Johnson y Lady Mary nada tuvieron que ver con los de Tracey. Sin el apoyo logístico de Curtis-Taylor (avión de acompañamiento, abastecimiento en las escalas, predicción meteorológica), con un aeronaves más rudimentarias y peor mantenidas durante el vuelo, y con agendas mucho más apretadas, Amy y Lady Mary se enfrentaron a la aventura acompañadas de poco más que sus recursos personales. La comparación ha levantado muchos comentarios negativos sobre los viajes Tracey. La mayoría de ellos están relacionados con que la aventura no es tal sino una simple demostración de lo que se puede hacer con dinero. Algunos dicen que mucha gente lleva a cabo viajes en pequeños barcos, bicicletas o a pie, recorre medio mundo y pasa aventuras mayores que las que experimentó Tracey sin que nadie se entere. Es posible, en realidad más que posible: seguro que así es; pero, es conveniente que no ignoremos la importancia que para todo tiene la habilidad de convencer, organizar y comunicar.

 

 

de Francisco Escarti Publicado en Aviadoras

¿Cómo navegan y se orientan los pájaros?

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El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí

 

Los pájaros tienen la capacidad de dirigirse de forma muy precisa a un destino concreto. Han desarrollado un sistema de navegación eficiente, necesario para para realizar vuelos de largo recorrido. El ornitólogo danés, Finn Salomonsen, realizó experimentos con dos especies de golondrinas de mar: el charrán sombrío (sterna fuscata) y la tiñosa común o gaviotín de san Félix (anous stolidus). Tras separar de sus nidos, en las islas Tortugas del Golfo de México, a varios de estos individuos distancias de 832 a 1368 kilómetros, la mayor parte de ellos fueron capaces de regresar al punto de partida desde lugares ubicados en mar abierta. Pero quizá, el experimento de este tipo más sorprendente fue el de una pardela pinocheta (puffinus puffinus), que la trasladaron desde su nido —en la isla galesa de Skokholm— a Boston, Estados Unidos. Al cabo de 12 días, 12 horas y 31 minutos, y tras un vuelo ininterrumpido a través del Atlántico de 5000 kilómetros, regresó al lugar del que había partido. En los experimentos de desorientación, aunque a los pájaros se les anestesie durante el apartamiento o se les haga girar sobre sí mismos de forma continuada para marearlos, casi todos consiguen regresar al punto de partida.

La mayoría de los animales, en sus desplazamientos, suelen utilizar la visión y el oído para determinar el punto en que se encuentran y el camino que tienen que seguir para dirigirse al destino elegido. La vista les proporciona marcas y señales cuya posición relativa en la imagen debe guardar un orden que conoce para alcanzar su objetivo. A veces estas marcas son cadenas montañosas como los Apalaches, las Montañas Rocosas, la sierra Madre, los Andes, los Alpes, el Himalaya, o las montañas del Gran Valle del Rift. Estas grandes cordilleras señalan el camino a muchas aves durante sus largas migraciones, al igual que lo hacen los ríos y las líneas costeras. Conforme el animal se acerca a su destino, un lugar familiar cuyos alrededores ha memorizado con detalle, será capaz de reconocer una gran cantidad de marcas que le facilitarán la aproximación final al punto que desea alcanzar. En cuanto al oído, parece que todos los animales cuentan con un cierto sentido que les permite saber el rumbo que tendrían que tomar para regresar al punto del que han partido después de haber efectuado algunos cambios de dirección. Es como si poseyeran un pequeño sistema inercial que registra las aceleraciones que se producen cada vez que cambian el sentido de la marcha.

Sin embargo, ni el reconocimiento visual de marcas, ni la navegación inercial, ni el olfato, bastan para que los pájaros puedan llevar a cabo viajes de miles de kilómetros, con días claros y nublados, noches despejadas y brumosas, sobre la tierra o el mar, de noche y con vientos que pueden soplar en muchas direcciones. Se ha llegado a la conclusión de que además del reconocimiento de imágenes y un sistema de navegación inercial, las aves cuentan con brújulas magnéticas que les suministran información acerca del rumbo que siguen y el hemisferio en el que se encuentran, sus retinas captan luz polarizada con la que se orientan y ajustan sus brújulas internas, conocen las posiciones de las estrellas y saben determinar qué rumbo marca la huella del sol en el horizonte. Pueden hacer uso de todas estas habilidades o de algunas de ellas y establecer prioridades, en función de las circunstancias, para procesar los datos que les proporcionan.

Los experimentos de David Dickman y Le-Qing Wu del Baylor College de Houston, Tejas, con palomas bravías (2012), han demostrado que cuando estos pájaros se someten a cambios del campo magnético, generados artificialmente, hay un área de su cerebro que se muestra muy activa. Los resultados de su experimento constatan la existencia de un procesador de señales magnéticas en el cerebro de las palomas bravías. Además, las señales alcanzan su máxima amplitud cuando el campo magnético tiene la misma orientación que el terrestre. Pero, ¿dónde están los sensores que transmiten la información del campo magnético al cerebro? Quizá no estén en el mismo sitio en todas las aves, y se ha sugerido que podrían encontrarse en el pico, el oído o en la retina. Durante algún tiempo se pensó que las palomas tenían en el pico células muy ricas en hierro, con propiedades magnéticas; sin embargo los estudios más recientes apuntan a que las células magnéticas podrían residir en la retina. En la de algunos pájaros existe una proteína fotosensible denominada criptocromo. La proteína posee pares de electrones entrelazados, uno gira (espín) en un sentido y el otro en el contrario. Cuando la criptocromo recibe un haz de fotones (partículas luminosas) de luz verde o azul, uno de los electrones acoplados puede absorber la energía del fotón y abandonar la molécula. Quedan así radicales libres con espines opuestos, que son sensibles a los campos magnéticos. En función de su orientación, el campo magnético terrestre puede acelerar el proceso por el que los radicales vuelven a unirse con lo que se libera energía que el nervio óptico transporta al cerebro. El pájaro “vería” una especie de sombra o mancha superpuesta al paisaje, que le indicaría su rumbo de vuelo. Es posible que existan otros sensores, distintos a la criptocromo, que confieren a las aves un sexto sentido: el magnético; y podrían ser células que contengan magnetita ubicadas en el pico o el oído.

Además de la brújula magnética, los pájaros también se orientan con las estrellas. El etólogo Stephen Emlen realizó una serie de experimentos con azulejos índigo (paserina cyanea) que demostraron que dichos pájaros utilizaban las estrellas para orientarse al iniciar los vuelos migratorios. Los pájaros crecieron en una jaula con forma de tronco cónico invertido. En el círculo superior se proyectaba la imagen de las estrellas del hemisferio norte, girando alrededor de la Polar durante la noche. Cuando llegaba el momento de la migración se mostraban muy activos y trataban de salir en una dirección determinada que se podía ver por el lugar de la jaula que las aves marcaban en sus intentos fallidos por iniciar el vuelo. Emlen demostró que, para elegir el rumbo, tomaban como referencia la estrella Polar que, desde jóvenes aprendían a reconocer por permanecer quieta en el firmamento, en tanto que las otras giraban en torno a ella. Si hacía que las estrellas del planetario orbitaran alrededor de Betelgeuse, en vez de la Polar, los pájaros adultos tomaban a esta como referencia para determinar el rumbo del inicio de sus migraciones. Ni siquiera necesitaban verla, ya que les bastaba con observar la posición relativa de las otras estrellas y constelaciones. En cualquier caso, la habilidad para orientarse mediante las estrellas se adquiere a través del aprendizaje. Hay pájaros que migran por la noche y sabemos que se orientan principalmente gracias a las estrellas, como los azulejos índigo que estudió Emlen, los charlatanes (dolichonyx orxzivorus; Beason 1987), las currucas mosquitereas (sylvia borin; Weindler et al. 1997) y los gorriones sabaneros (passerculus sandwichensis; Able y Able 1996).

Las aves también utilizan la posición del sol para orientarse. En 1950, Kramer demostró por primera vez que algunos pájaros, como los estorninos europeos, utilizan la luz que proyecta el sol en el horizonte para determinar la dirección del vuelo. En su experimento utilizó espejos para alterar la posición de la marca solar y comprobó que los estorninos cambiaban el rumbo. Si adelantaba o retrasaba el sol artificial en 6 horas, con respecto al real, los estorninos cometían un error de 90 grados en el rumbo, lo que demostraba que se orientaban tomando la posición del sol como referencia. Para orientarse con el sol, el pájaro necesita un reloj interno porque en función de la hora, el sol indica una dirección distinta. A las doce del mediodía marca el sur, al amanecer, se acerca al este y durante la puesta al oeste. Para hacer un uso práctico de la posición del sol sobre el horizonte y deducir en un momento determinado la dirección que marca, es necesario saber qué hora es. Con estos dos datos, un pájaro puede orientarse. Todos los animales poseen un reloj interno que, con un periodo de aproximadamente 24 horas, marca el ciclo circadiano. En ausencia de estímulos externos, el ciclo circadiano, funciona en modo de libre curso, y es la genética de cada especie la que determina su periodicidad. Sin embargo, el ciclo se ajusta a las variaciones de luminosidad y calor, del entorno. Este ajuste implica que el ciclo adapta su periodo y fase al día solar. Cuando se producen cambios abruptos entre la fase del ciclo circadiano y la del entorno (desplazamientos que implican un cambio horario significativo o inducidos para la realización de experimentos), el ciclo circadiano se adapta a la nueva fase del entorno, aunque tarda un cierto tiempo en hacerlo porque no es capaz de adelantar o atrasar más de 60 a 90 minutos diarios.

La luz polarizada desempeña algún papel en los mecanismos de orientación que emplean las aves. La luz que llega a la atmósfera terrestre, desde el sol, es una radiación electromagnética en la que el campo eléctrico oscila de igual manera en cualquier plano que pase por la línea que marca la dirección que sigue. Cuando penetra en la atmósfera, las moléculas de vapor de agua que encuentra a su paso dispersan la luz. El campo eléctrico de los rayos luminosos que siguen la dirección que llevaba antes, después de interceptar la molécula, también vibra en todas las direcciones. Sin embargo, el campo eléctrico de los rayos de luz dispersados en otras direcciones ya no vibran en todas las direcciones. Para los que parten con un ángulo de noventa grados, solamente vibran en un plano. Este fenómenos se conoce como polarización de la luz y luz polarizada es aquella en la que el campo eléctrico no vibra en todos los planos. En los equinoccios, al amanecer o al atardecer, la luz pasa sobre un observador situado en la superficie de la Tierra en dirección este-oeste y en la opuesta; el plano perpendicular a esta dirección es el que contiene un porcentaje mayor de luz polarizada y por lo tanto la luz que proceda de puntos sobre la bóveda celeste hasta el horizonte situados en el plano norte sur será la que contenga un porcentaje mayor de polarización. Por el contrario, con el sol en su cénit al mediodía, la luz más polarizada es la que recibe el observador procedente del horizonte. A lo largo del día, la cantidad de luz polarizada que recibimos de la bóveda celeste sigue un patrón que cambia en función de la posición del sol.

Muchos animales poseen un sistema de visión capaz de detectar la luz polarizada, mediante los dobles conos de la retina, y algunos investigadores han demostrado que hay pájaros que la emplean para ajustar sus brújulas. No está claro que las aves hagan uso de la luz polarizada para orientarse durante el día, cuando está nublado y les resulta difícil determinar la posición del sol. Lo que sí se ha demostrado es que en determinados momentos de la jornada algunos pájaros recurren a la luz polarizada para corregir su rumbo. Los gorriones sabaneros (passerculus sandwichensis; Muheim et al. 2006), los zorzalitos de Swainson (catharus ustulatus; Cochran et al. 2004) y los gorriones gorgiblancos (zonotrichia albicollis; Muheim et al. 2009) utilizan la luz polarizada durante el amanecer y la puesta del sol para corregir sus brújulas magnéticas. En primavera y otoño, que es cuando suelen migrar las aves, al amanecer y al atardecer el sol se halla muy próximo al este y al oeste, respectivamente, por lo que la mayor cantidad de luz polarizada se recibe en el plano norte-sur, que contiene los rumbos que suelen seguir las aves migratorias.

La brújula magnética, las estrellas o la luz polarizada permiten que el pájaro siga un rumbo determinado, pero esos mecanismos no le garantizan que vaya a llegar a ninguna parte. Para navegar a un destino específico es necesario conocer el rumbo a seguir en todo momento, porque el rumbo inicial, debido al viento o a cualquier error en la orientación de partida y de navegación, deja de ser válido al poco tiempo de comenzar el viaje. Además, para dirigirse a un lugar determinado, desde otro en el que el pájaro no ha estado nunca, es necesario disponer de algún sistema que permita identificar un punto sobre la superficie terrestre sin ninguna ambigüedad. Nosotros utilizamos la latitud y la longitud que son arcos de circunferencia medidos desde el ecuador (latitud) y desde un meridiano de referencia (longitud). Al parecer los pájaros emplean un método bastante diferente. Casi todos los científicos que han estudiado los asuntos relacionados con la capacidad para orientarse de los pájaros coinciden en que estos animales poseen mecanismos muy sofisticados para percibir el campo magnético terrestre. De dicho campo detectan la intensidad, la inclinación (componente horizontal y vertical) y la declinación.

La intensidad del campo magnético terrestre, o fuerza, se mide en nanoteslas (nT) y varía sobre la superficie de la Tierra con valores comprendidos en la franja de 25 000 y 65 000 nT. Hay cartas que representan líneas que unen puntos de igual valor para alguna de las variables del campo magnético sobre la superficie de la Tierra. Las cartas de isodinámicas presentan líneas en las que la intensidad de campo es la misma; las hay para la intensidad total, vertical y horizontal. Las cartas de isoclinas muestran líneas en las que la inclinación magnética es constante. La inclinación es el ángulo, con respecto al plano horizontal, del vector que representa el campo magnético. Es hacia abajo en el hemisferio norte y hacia arriba en el sur y varía de (-90º) a (+90º) cuando nos movemos del polo norte al polo sur, siendo de 0º en el Ecuador. Las cartas de isógonas marcan las líneas en las que la declinación magnética es constante. La declinación es el ángulo que forma la dirección del campo magnético terrestre con el norte geográfico (positiva hacia el este, negativa en sentido contrario). Si observamos este tipo de cartas magnéticas de la Tierra podemos constatar que, en muchas partes del mundo dos de estas cartas muestran líneas que se cortan formando una especie de malla. Dicha malla define puntos sobre la Tierra caracterizados por dos valores del campo magnético únicos, al menos para cada hemisferio.

Si el ave posee la información de dichos valores, para dirigirse a ese lugar tiene que orientar su rumbo de modo que al desplazarse ambos aumenten o disminuyan según la magnitud que tengan en el destino; para lo que el pájaro necesita detectar el gradiente (la variación), de las variables del campo magnético. Cordula V. Mora y Verner P. Bingman, de la universidad estatal de Bowling Green, Ohio, han realizado experimentos con palomas (columba livia) que demuestran su capacidad para detectar las variaciones de la intensidad del campo magnético (2013). Las palomas de sus ensayos fueron capaces de aprender a moverse en el área experimental siguiendo la dirección en la que el campo magnético —creado artificialmente— aumentaba, o disminuía, para alcanzar el comedero en donde se hallaba el premio. A unas aves se las entrenó para buscaran el comedero en la dirección en la que el campo magnético aumentaba y a otras en la dirección en que disminuía. En ambos casos las palomas supieron encontrar el premio. Este experimento demuestra que la hipótesis de que las aves utilizan variables relacionadas con la intensidad del campo magnético terrestre para definir un mapa que les permita orientarse y navegar tiene un fundamento sólido, aunque aún se desconozca cómo funciona con detalle.

Los sistemas de orientación y navegación que utilizan las aves son muy complejos y el nivel de información que se tiene de los mismos es bastante limitado. Todo parece indicar que han desarrollado un sexto sentido, el magnético, cuya percepción podría estar relacionada con la vista o con el oído, incluso con ambos, y que desempeña un importante papel en la construcción de mapas que les permiten dirigirse a lugares conocidos desde sitios alejados en los que no han estado nunca. Pero este sentido no es la única herramienta que disponen para orientarse ya que los pájaros hacen uso de varios mecanismos para navegar, en función de la meteorología, sus hábitos de desplazamiento, nocturnos o diurnos, y preferencias de cada especie.

El año 2015 visto desde el aire

 

 

 

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Durante el presente año la reducción del precio del petróleo favoreció el tráfico aéreo de pasajeros y mercancías, Airbus lanzó el A321neo y China presentó el nuevo avión Comac C919. Desgraciadamente tuvimos que lamentar la pérdida de 374 vidas en dos accidentes aéreos: el originado por el piloto suicida de Germanwings, vuelo 9525, y el del Metrojet 9268 víctima de un atentado. Son dos sucesos que remarcan la importancia que tiene, para la seguridad de la aviación, la protección frente a actuaciones maliciosas.

Si le preguntamos a la gente por el principal acontecimiento de la industria espacial en 2015, seguro que nos habla del regreso de la serie de películas de la Guerra de las Galaxias con el episodio VII: El despertar de la fuerza, 38 años después del estreno del primero. Pocos tendrán noticias del New Horizons ni del Falcon-9. No estaría mal que los recordáramos.

El 14 de julio de 2015, el vehículo espacial New Horizons pasó muy ceca de Plutón. La nave había partido de la Tierra en 2006 y tras su largo viaje ha podido enviarnos fotos del pequeño cuerpo celeste que durante mucho tiempo se consideró que era un planeta. En la actualidad se ha clasificado como un planeta enano, al igual que otros que orbitan alrededor del Sol en el remoto y helado cinturón de Kuiper, a unos seis mil millones de kilómetros del Sol (cuarenta veces más lejos que la Tierra). El encuentro de New Horizons con Plutón ha sido uno de los grandes acontecimientos espaciales de 2015.

Un día de 2015, el 21 de diciembre, pasará a la historia de la exploración espacial. Por primera vez, una lanzadera (Falcon-9 de la empresa privada SpaceX) despegó de la Tierra, puso en órbita la carga de pago que transportaba, y regresó a la superficie de nuestro planeta para posarse verticalmente en el suelo en un lugar que estaba a unos 9 kilómetros del punto de despegue. Hasta ahora, ningún cohete había realizado una maniobra de este tipo. Recuperar la primera y más costosa etapa del cohete servirá para reducir de forma significativa los costes de lanzamiento; esta parte de la lanzadera mide unos 47 metros de altura y contiene 9 motores cohete Merlin capaces de suministrar 694 toneladas de empuje en total; también lleva los tanques de queroseno (RP-1) y oxígeno líquido necesarios para alimentar los cohetes durante los 162 segundos que permanecen encendidos. La lanzadera cuenta con otra segunda fase, impulsada por un motor cohete Merlin, que transporta la carga de pago hasta la órbita espacial a partir de unos 200 kilómetros de altura. En total el cohete mide 70 metros y transporta unas 13 toneladas de carga de pago. Lo que lo convierte en una máquina de transporte espacial única, es su capacidad para hacer que la primera fase regrese a la Tierra y aterrice verticalmente.

En una encuesta realizada por Skytrax, una concurrida página de internet dedicada a los usuarios de la aviación comercial en la que han participado 18,9 millones de pasajeros de 105 países y 245 líneas aéreas para valorar 41 aspectos del servicio, Qatar Airways es la línea aérea mejor puntuada por sus clientes. Sorprende que entre las 10 primeras aerolíneas de la lista no haya ninguna europea ni americana. Lufthansa figura en el número 12 y la primera americana es Virgin America en el puesto 26. Las grandes empresa asiáticas, en general, son las que obtienen mejores calificaciones.

En Estados Unidos, a la Federal Aviation Administration le obsesiona cada vez más el uso que hacen miles de aficionados de los aviones no tripulados (drones). Durante los últimos años estos artefactos han protagonizado centenares de situaciones conflictivas con aeronaves tripuladas, la mayoría en las proximidades de los aeropuertos. Es un asunto que debería preocupar a todos: el uso que cualquier particular puede hacer de un artefacto capaz de situarse encima de nuestras cabezas y violar con absoluta impunidad nuestros espacios privados. A partir de ahora en Estados Unidos todos estos artefactos, cuyo peso exceda los 250 gramos, deberán constar en un registro federal. Las penalizaciones por la utilización indebida de los aviones no tripulados pueden llevar al infractor a la cárcel, además de estar gravadas con multas de hasta 250 000 dólares.

En Europa, dos grandes proyectos relacionados con la aviación, continúan su andadura: uno parece salvar las dificultades que lo han perseguido desde sus inicios (Galileo), y al otro le cuesta despegar (SESAR).

Galileo nació para garantizar la independencia europea de los sistemas de navegación por satélite de otros países: GPS (Estados Unidos), GLONASS (Rusia) y COMPASS (China). Necesitará 30 satélites y será capaz de suministrar la posición de un objeto sobre la superficie de la Tierra con un metro de error, además de ser fiable en latitudes muy elevadas. Habrá dos tipos de receptores, unos de pago, más precisos, y otros que señalarán la posición con menor exactitud, de libre acceso. El plan actual es que funcione en el año 2020. Galileo se concibió como una iniciativa público-privada, un invento de la Comisión Europea que después también ha tratado de aplicar al proyecto de gestión del espacio aéreo: SESAR. En el caso de Galileo la iniciativa público-privada se desmoronó en 2007, cuatro años después del inicio de su andadura. Y es que todas las previsiones que se hicieron de coste y posibles ingresos, daban unos resultados que muy pronto se pudo ver que eran completamente erróneos. Con dificultades, la Unión Europea terminó por nacionalizar el proyecto que costará unos veintidós mil millones de euros, a pagar por los contribuyentes. El programa Galileo, por fin, en agosto de 2014 lanzó los dos primeros satélites operacionales. La Soyuz que los transportó, debido a problemas con el carburante, los dejó en una órbita errónea, a 17 000 kilómetros de la Tierra, en vez de a 23 000 que es donde deberían estar. Sin embargo, pocos días después, consiguió poner otros dos satélites en la órbita correcta. El programa volvió a pasar otra mala temporada, pero con más dinero el asunto se enmendó y los planes de Galileo continúan adelante. Este año 2015 Galileo ha puesto en órbita 6 satélites, lo cual podría suponer que el proyecto se encuentre, por fin, en una dirección que lo lleve a buen término.

Sin embargo, la iniciativa europea para la mejora de la gestión del espacio aéreo (SESAR) no consigue encontrar ese buen término que tanto necesita. Es muy difícil explicar a la gente, a los que no son expertos, nada que tenga que ver con la gestión del espacio aéreo, en inglés: Air Traffic Management (ATM). Se trata de una tecnología asfixiada por los acrónimos que, de acuerdo con la Unión Europea, debería desarrollarse gracias al programa SESAR hasta el punto de resolver todos los problemas técnicos que limitan el crecimiento del tráfico aéreo en Europa. No creo que sea muy injusto decir que durante los diez últimos años no ha resuelto todavía ninguno. Para permitir que los avances de SESAR lleguen a las cabinas de los aviones y a los controladores, es necesario implantar un enlace de datos entre las aeronaves y los equipos de control en tierra. Este enlace también se conoce con el acrónimo CPDLC (Controller-Pilot Data-Link) y se trata de una línea de comunicación de datos entre pilotos y controladores. No parece un gran avance que en el siglo XXI, aviones y centros de control además del canal tradicional de voz, vía radio, se comuniquen mediante un enlace de datos. En el año 2009, la Unión Europea aprobó una directiva (EC 9/29) para estandarizar este canal de datos con el protocolo VDLm2 (VHF Data Link modo 2); estableció que para el año 2013 un grupo de suministradores de servicios de navegación aérea (ANSP’s) de Europa occidental debería disponer de los equipos, el resto de los proveedores de servicios en febrero de 2015 y que todas las aeronaves que no contaran con la capacidad para soportar este enlace deberían de haber sido modificados para incorporarla antes de la misma fecha. Suficientes ANSP’s cumplieron con el mandato como para que en 2014 se efectuaran pruebas de funcionamiento de transmisión de datos entre aviones y centros de control vía VDLm2. Aparecieron tantos problemas que, siguiendo las recomendaciones de la Agencia Europea de Seguridad (EASA), Eurocontrol, muchos centros de control y aerolíneas, el Comité del Cielo Único de la Unión Europea se ha visto obligada a posponer, en 2015, la implantación del programa por un espacio de cinco años. Todos esperan que, en ese tiempo, será posible definir, probar e implantar las soluciones a los problemas que se han detectado en la puesta en servicio del tan deseado enlace de datos. Casi todas las mejoras, que se supone que podría aportar a la navegación aérea en Europa el gran proyecto SESAR, tendrán que esperar bastante más de lo previsto para hacerse realidad.

Este año —en el que durante la Conferencia de París, 195 países consiguieron firmar un Acuerdo para reducir las emisiones «lo antes posible» y lograr que el «calentamiento global quede muy por debajo de 2 grados»— los esfuerzos para el desarrollo del futuro avión eléctrico tienen un significado especial.

El Solar Impulse 2 (SI2), un avión propulsado por la energía eléctrica de sus paneles solares, pilotado por André Borschberg y Bertrand Piccard y diseñado para circunvalar el mundo en el año 2015, tuvo que abortar el viaje en Hawái cuando intentaba cruzar el Pacífico. El SI2 llevaba a bordo 4 baterías de polímero de litio que pesaban 633 kilogramos, con una capacidad de almacenamiento de energía de 260 vatios hora por kilogramo. Durante el día las 17 000 células solares desplegadas en 269,5 metros cuadrados de superficie alar, aportaban suficiente energía para mover los cuatro motores eléctricos de 17,5 kilovatios de potencia máxima que lo propulsaban y cargar las baterías para el vuelo nocturno. En la etapa que frustró el viaje, André Borschberg batió el record de permanencia en el aire pilotando una aeronave en solitario (4 días, 21 horas y 52 minutos). Sin embargo, el sistema eléctrico responsable del control de carga de las baterías no funcionó satisfactoriamente, los acumuladores se sobrecalentaron y las siguientes etapas de la circunvalación terrestre tuvieron que suspenderse antes de que el proyecto lograra su objetivo. Los organizadores hicieron público su deseo de volver a intentarlo en 2016.

Sin embargo, otro avión eléctrico, E-Fan de Airbus, sí consiguió su objetivo de cruzar el Canal de la Mancha, de Lydd (Inglaterra) a Calais (Francia), pilotado por Didier Esteyne. El vuelo se hizo el 10 de julio de 2015, una fecha próxima al 25 de julio, que fue cuando el francés Louis Blériot cruzó por primera vez en la historia de la aviación el mar que separa Francia del Reino Unido. Blériot voló en el año 1909 con un monoplano equipado con un motor diseñado por Anzani que apenas suministraba 20 HP mientras que Didier Esteyne llevaba a bordo del E-Fan dos motores de 40 caballos. El vuelo del avión de Airbus no estuvo exento de incidentes que protagonizaron otros pilotos y empresas, también interesadas en sacarle partido a la memoria de Blériot.

Está claro que a la gente le gustaría mejorar la comodidad en sus viajes en avión, creo que no siente demasiado interés por las cuestiones del espacio (salvo lo relacionado con las películas de ciencia ficción, como Marte, The Martian, y la Guerra de las Galaxias, Stars Wars), de los proyectos de desarrollo de tecnología europeos recibe esporádicas noticias triunfalistas que disfrazan la realidad, y es consciente de que los aviones eléctricos todavía son una quimera. El mundo, visto desde la Tierra, se fija poco en el espacio.

 

La Nochebuena de Emilio Herrera en un globo

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—¡Soltad manos!— La orden del oficial, clara y enérgica, hizo que los soldados liberasen la barquilla que asían con fuerza.

Y el globo ascendió despacio, abriéndose paso en la fría oscuridad de aquella Nochebuena madrileña de 1907. Eran las 23:00 horas y a bordo viajaba, solo, un hombre: el capitán de ingenieros don Emilio Herrera Linares.

Enseguida empezó a escuchar un repiqueteo, primero suave, después más fuerte que transmitía a la estructura ligeras vibraciones. Sabía que era la lluvia y que cuando la tela se empapase resbalaría por los laterales para caer sobre la barquilla. No tardó mucho en ocurrir y Herrera soltó mucho lastre para subir por encima de las nubes. Hacía frío, la chimenea de la Fábrica de Gas de Madrid, desde donde había despegado, ya no se veía. La ciudad se perdió en la negrura que lo envolvía como si fuera una manta húmeda, poco confortable. Apenas soplaba el viento por lo que el globo se movía muy despacio en el vientre de la oscuridad, aunque él no tenía ninguna forma de saberlo.

Divisó unos claros entre las nubes, a través de los que le llegaban luces de tierra. Soltó un poco de gas para colarse por una abertura luminosa y acercarse al suelo porque quería saber dónde se encontraba. El descenso, primero suave, se aceleró con brusquedad. Ante sus ojos empezó a agrandarse un espacio blanco en el que, en un principio, creyó descubrir personas que lo recibían con los brazos abiertos. Se deshizo de lastre para salvar el encuentro y pasar por encima de ellos. El globo quedó anclado con firmeza. Herrera encendió su linterna y descubrió que las manchas blancas eran cruces de mármol que decoraban las sepulturas de un cementerio.

El escaso viento apenas lo había apartado un kilómetro y medio hacia el este de la Fábrica de Gas de Madrid. Había cruzado el río Manzanares y se encontraba en el Sacramental de San Justo.

Decidió proseguir su viaje, era muy pronto todavía y no le apetecía comerse el turrón que le había regalado su amigo Kindelán junto a los restos de quienes ya no celebraban las Navidades. Había dejado de llover. Ascendió y permaneció en la oscuridad, durante más de una hora. Otra vez, quiso saber dónde se encontraba y poco a poco fue perdiendo altura, hasta que de forma repentina el globo inició un rápido y peligroso descenso. Se aprestó a deshacerse de lastre, a pesar de lo que el aeróstato continuó su expeditiva bajada. Estaba ya cerca del suelo cuando pudo escuchar el vocerío de una multitud que acompañaba sus gritos con música de guitarras, zambomba y panderetas. Ellos sujetaban el cabo de tierra de más de cien metros de longitud que, unido al globo, se arrastraba y servía para frenarlo.

Un grupo de alegres ciudadanos celebraba la Nochebuena en la Pradera de San Isidro, a unos 500 metros del cementerio de San Justo. Vieron un cabo que corría por tierra como una serpiente, colgado del cielo; sorprendidos, lo cogieron para ver que misterio explicaba su aparición y tiraron de él hasta que lo descubrieron.

Herrera se vio rodeado de una multitud de personas que enseguida le ofreció vino y dulces, a la vez que lo invitaba a que se uniera al coro para cantar villancicos y otras canciones más alegres. Trató de incorporarse a la fiesta, desde la barquilla, pero ellos se empeñaron en que la abandonara y lo zarandearon, presos en un desordenado alborozo azuzado por el alcohol. El oficial se temió que el desbarajuste pudiera terminar en accidente. Como ni las palabras ni la firmeza de sus gestos sirvieron para convencer a los paisanos que no tenía intención de abandonar el globo y estos se abalanzaron sobre la barquilla con violencia, Herrera se vio obligado a sacar su pistola de la cartuchera. La fiesta se detuvo en aquel punto y el silencio de la noche cayó sobre la pradera como una pesada losa. Muchos ojos se quedaron clavados en los del capitán, con unas miradas desconcertantes que presagiaban el peor de los desenlaces. Entonces se escuchó la voz despechada y grave de una mujer sensata:

—Soltadlo y que se mate.

Brotó un murmullo de asentimiento del grupo; las manos que asían el cabo aflojaron la tensión. Herrera volvió a elevarse, camino de la oscuridad, esta vez con mayor rapidez porque soltó mucho lastre.

Ya no quiso saber en dónde se hallaba. Para Emilio Herrera fue una larga Nochebuena, en compañía de la oscuridad, el silencio, las estrellas, el frío, el recuerdo de su casa de Granada, de sus padres, de su hermana, de su novia Irene y los pensamientos que su prodigiosa mente quiso fabricar para aquella noche tan distinta, mientras su globo se paseaba con la mansedumbre de un buey sobre las montañas nevadas del norte de Madrid. El joven capitán, recién ascendido, tenía 28 años y por delante una larga y provechosa vida dedicada a la ciencia, la aeronáutica y la política.

A las siete de la madrugada, sin más lastre que soltar, decidió regresar al mundo de los vivos. Tiró suavemente de la cuerda que abre la válvula situada en la parte superior del globo para dejar salir el gas. Cerca del suelo lanzó el áncora y cuando se enganchó fue soltando gas hasta que la barquilla se posó sobre la nieve. Entonces tiró del cabo de desgarro para que el globo se vaciara por completo. Fue un aterrizaje cómodo, en plena Sierra de Guadarrama, cerca de Cercedilla, sobre un paisaje helado teñido de pálidas luces que anunciaban la salida del sol. Mientras plegaba el globo se apareció un pastorcillo que se ofreció a ayudarle. El muchacho también se encargó de buscarle las mulas que acarrearon el aeróstato hasta la estación del ferrocarril.

Y aunque sea Nochebuena, que nadie piense que el chico de Cercedilla vino del otro mundo. Veinticinco años después, Herrera descubrió que el muchacho oficiaba de portero en la casa madrileña de su amigo Juan de la Cierva. El que fuera pastorcillo se lo dijo, al reconocerlo.

Feliz Navidad.

El planeo más largo en un vuelo comercial; el peligro y la ignorancia.

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A las 6:26 a.m. el motor izquierdo del Airbus 330-243 del vuelo de Air Transat 236 se paró. A 9 100 metros de altura, la parada no habría tenido una gravedad extraordinaria de no ser porque la aeronave volaba sobre el océano y 13 minutos antes había perdido el empuje del otro motor: el derecho. La tripulación ya había enviado al centro de control de Santa María, en las Azores, una llamada de emergencia y la aeronave se dirigía a la pista de aterrizaje de la base militar de Lajes, que en ese instante estaba a unas 65 millas de distancia. En la cabina se hizo un silencio angustioso.

El avión había despegado de Toronto a las 0:52 con 293 pasajeros y 13 tripulantes. Se dirigía a Lisboa. Todo fue bien hasta las 05:03, cuando observaron en los indicadores del motor número 2 que la presión de aceite era alta y la temperatura baja. Una combinación de señales muy extraña. Los pilotos se pusieron en contacto por radio con el personal de mantenimiento de la compañía en Quebec. Nadie supo identificar ninguna anomalía significativa a partir de aquellas indicaciones. A las 05:33 saltó en la cabina un aviso de desequilibrio en los depósitos de combustible; el situado en el ala derecha tenía mucho menos queroseno que el de la izquierda. Si no existe una fuga de combustible, el problema se resuelve activando una válvula bi-direccional para transferir carburante de los depósitos más llenos y eso es lo que hizo la tripulación. A las 05:45, la tripulación comprobó que no llevaban a bordo el combustible necesario para llegar hasta Lisboa y decidieron pedir autorización al centro de control oceánico de Santa María para aterrizar en el aeropuerto más próximo que estaba en la base militar de Lajes situada en la isla de Terceira, las Azores. La aeronave continuó su vuelo, cada vez con menos combustible, hasta que primero se paró el motor de la izquierda y después el de la derecha.

El moderno Airbus se convirtió en un planeador que gracias a un sistema de emergencia, con un molinete situado debajo del fuselaje, mantenía operativo el control hidráulico de los mandos de vuelo. Sin energía eléctrica, a oscuras, cundió el pánico entre los pasajeros. Unos rezaban, otros lloraban. Muchos pensaron que iban a morir. Los hubo que se acostumbraron con una extraña facilidad a aquella idea, aunque a otras personas la visión de su propia muerte los torturó hasta el punto de desearla para librarse del sufrimiento que les producía. La tripulación ayudó a la gente a que se colocara los chalecos salvavidas.

De acuerdo con la experiencia, un amerizaje en el océano podía tener unas consecuencias desastrosas. Desde el primer momento, los pilotos sabían que la senda de planeo de la aeronave, en circunstancias normales, los llevaría hasta Lajes, pero podían ocurrir muchas cosas para que no fuera así y la buena estrella no les había acompañado hasta entonces.

El avión llegó a 8 millas de Lajes con demasiada altura y velocidad para aterrizar. El comandante avisó al centro de control de que realizaría un giro de 360 grados. Sacaron el tren y los slats del borde de ataque, para frenar el avión, y cuando se aproximaban ya a la pista el piloto efectuó maniobras en S para aminorar la velocidad. Aun así, la aeronave cruzó el umbral de la pista a 200 nudos. El impacto contra el suelo fue muy violento, el avión rebotó y perdió contacto con tierra para caer otra vez sobre el cemento y detenerse, con todas las ruedas del tren de aterrizaje destrozadas, a unos 700 metros del final de la pista que, por fortuna, tenía una longitud de 3000 metros. No hubo ninguna víctima. La pericia del piloto, al efectuar aquella complicada maniobra de aterrizaje, salvó la vida a los 306 ocupantes del vuelo 236 de Air Transat aquel 24 de agosto de 2001. El avión hizo el planeo más largo de un avión comercial, que se tuviera noticia hasta entonces, en un vuelo regular.

Fue la habilidad del piloto lo que salvó la situación pero, inmediatamente después del accidente, todas las partes interesadas se preguntaron los motivos por los que se produjo.

Enseguida se dieron cuenta de que un conducto de combustible, en el motor derecho, estaba roto y era el responsable de que se hubiese producido la pérdida del queroseno. La rotura del tubo de combustible la originó el roce del mismo, con otro conducto más delgado de aceite, que lo erosionó hasta agujerearlo y partirlo. La holgura y roce entre ambos se debió a que las piezas no se ajustaban a los requerimientos exigibles. Ese motor, del fabricante Rolls Royce, se había cambiado hacía poco en los talleres de mantenimiento de Air Transa. Cuando lo iban a montar, en el taller, se dieron cuenta de que le faltaban algunos componentes y, en vez de aguardar a que llegaran de fábrica, se emplearon otros que no reunían las debidas condiciones. Uno de los técnicos mostró su disconformidad, pero los responsables decidieron que no podían esperar a que llegaran las piezas nuevas y que el motor podía instalarse así en el avión. Por estos hechos, Air Transat tuvo que pagar una multa de 250 000 euros, a la autoridad aeronáutica.

Los pilotos, a bordo, no detectaron a tiempo que los problemas que les mostraron los instrumentos se debían a una fuga de combustible. Eso es cierto, tan cierto como que los instrumentos y su modo de operar no evidenciaron un hecho tan importante. Este es uno de los grandes problemas que presentan, en la actualidad, las modernas cabinas de las aeronaves: la interpretación de la abundancia de datos con que son capaces de abrumar a un ser humano. Como consecuencia de aquel accidente se introdujeron modificaciones en el sistema de control de combustible del avión para que mostrase la falta de concordancia entre el nivel de combustible, en todo momento, y el consumo estimado, lo que indica claramente la existencia de pérdidas.

En la realidad todo es un poco más complicado, porque el avión también cuenta con un sistema automático que mueve el combustible en los tanques para que el centro de gravedad se mantenga dentro de unos límites. Y ese sistema contribuyó a enmascarar el problema. Pero, el fondo de la cuestión es siempre el mismo. Cualquier accidente tiene unas causas y el espíritu de la aviación es buscarlas para corregirlas. Siempre he odiado una frase muy frecuente en los políticos —la depuración de responsabilidades— porque en realidad lo importante es que algunas cosas no vuelvan a ocurrir jamás. Al peligro, suele acompañarle la ignorancia.

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El traje espacial de Emilio Herrera

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Cuenta Emilio Herrera en sus memorias que fue el peso atómico del cloro lo que frustró su carrera de arquitecto para convertirlo en ingeniero de Armamento. También sabemos que su facilidad para el dibujo haría de él un aerostero y el amor que siempre sintió por la aventura lo acercó a la aviación. Su compromiso con la palabra dada le causó problemas con el rey de España, en una ocasión, y en otra le obligó a viajar a París para entrevistarse con él. Y esa misma rectitud y coherencia, lo llevó a la presidencia del Gobierno de la República española en el exilio. Fue don Emilio Herrera, un hombre de aventuras, un brillante estudioso y uno de los pioneros de la aviación española. Y entre sus muchos inventos figura el de un traje de astronauta.

Don Emilio nació el 13 de febrero de 1879, en Granada. Desde siempre, Herrera había destacado por su natural facilidad para el dibujo y las matemáticas. Sorprendió a su preparador, muy joven con tan sólo 8 años, cuando resolvió de cabeza el problema que le presentó: «Una bandada de palomas se encuentra un gavilán que les pregunta cuántas son, y una de ellas le contesta que con éstas y otras tantas como éstas, la mitad de éstas y la cuarta parte de éstas y tú, gavilán, componemos ciento cabal». El muchacho no lo dudó: 36 palomas. El profesor, don Rafael, quedó muy impresionado. Le dio clases particulares en su casa hasta que, a los 11 años, ingresó en un colegio donde siempre sacó las mejores notas, en todas las asignaturas.

Que el peso atómico de un elemento condicionase su porvenir tiene que ver con las pautas autoritarias que caracterizaron al sistema educativo de finales del siglo XIX. A los 15 años ingresó en la Universidad de Granada para hacer los cursos preparatorios de Física y Química que se exigían en la carrera de Arquitectura. Tuvo en encontronazo insalvable con el profesor de Química, señor Alonso, quién en el problema de un examen dio la cifra de 37 para el peso atómico del cloro. Herrera ignoró este dato y utilizó el valor de 35,5. Al profesor le pareció mal que un alumno se permitiera enmendarle y a Herrera que el maestro no aceptara su error. La cuestión la saldó el pedagogo con una actitud que le impediría a Herrera pensar que alguna vez podría aprobar la Química en Granada. Entonces fue cuando decidió abandonar la carrera de su ilustre antepasado, Juan Herrera —el arquitecto de Felipe II que proyectó El Escorial— para iniciarse en la de su padre y su abuelo: ingenieros de Armamento. Aprobó con facilidad el examen de ingreso para transformarse poco después —al morir su padre—en un alumno revoltoso.

El conflicto armado en Marruecos hizo que lo destinaran a Melilla, aunque el joven Herrera, inquieto y curioso, sintió desde el principio una irresistible atracción por los globos. En 1903, consiguió que le invitaran en la Escuela Práctica de Aerostación de Guadalajara —que dirigía el teniente coronel Pedro Vives— a un ascenso, que sería el primero de su vida. Pero fue su habilidad para el dibujo la que le ayudó a iniciarse como aerostero. El 10 de agosto de 1905 hubo un eclipse total de Sol y el Ejército organizó el ascenso de tres globos para observarlo. El primero lo pilotaría Pedro Vives, y llevaría a bordo al profesor alemán Bergron, el segundo estaría al mando del capitán Kindelán, acompañado por el director del Observatorio Meteorológico español y el tercero sería un globo que no pertenecía al Ejército. Un civil, el aeronauta Fernández Duro, se había ofrecido con su aeróstato a formar parte de la expedición científica. El cuerpo de Ingenieros de Armamento asignó a Emilio Herrera la misión de participar en las ascensiones con el objetivo de dibujar la corona solar y observar unas extrañas franjas sombreadas que se presentaban durante los eclipses. Como Herrera tenía que volar con Fernández Duro se sacó el título de piloto de aeróstato a toda prisa, para lo que únicamente necesitaba realizar cuatro ascensos más que, con el que ya había hecho en 1903, sumaban los cinco reglamentarios. Los globos se soltaron en Burgos y aquel vuelo marcó para Herrera el comienzo de una estrecha amistad con Fernández Duro y el primer servicio de una intensa carrera como aerostero. Ese mismo año, participarían juntos en la carrera de globos organizada por el Aero Club de París. Fueron los únicos concursantes españoles y consiguieron el segundo puesto.

A partir de 1905, su existencia quedaría vinculada para siempre al mundo aeronáutico. Estaba destacado en Melilla y al finalizar su destino, consiguió ingresar en el Servicio Aerostático de Guadalajara. Allí realizó numerosas ascensiones que alternaría, siempre que tuvo ocasión, con otras en concursos europeos. Ya como aerostero, Herrera volvió al frente de África y allí demostró la utilidad de los globos en misiones de guerra.

Los aeróstatos volaban a merced del viento, eran ingobernables y los militares comprendieron que el futuro estaba en las nuevas máquinas más pesadas que el aire capaces de moverse de acuerdo con la voluntad del piloto. A finales de 1910 el Ejército español compró sus tres primeros aviones: dos Henri Farman y un Maurice Farman; unos aeroplanos muy primitivos. Benito Loygorri —el primer piloto español que obtuvo la licencia de vuelo de la Federación Aeronáutica Internacional (FAI)— era el representante de la empresa Farman en España. Loygorri voló estos aviones, con Emilio Herrera como pasajero, el 13 de marzo de 1911, para entregárselos al Ejército; fueron los primeros vuelos de Herrera en un aeroplano.

De marzo a agosto de 1911 hicieron el curso de vuelo, en el aeródromo de Cuatro Vientos con dos instructores franceses, los cinco primeros pilotos militares españoles: los capitanes de ingenieros Alfredo Kindelán, Emilio Herrera, Enrique Arrillaga y los tenientes Eduardo Barrón y José Ortiz Echagüe. Los aeroplanos Farman no podían volar cuando soplaba un poco de viento, ni a baja altura cuando el sol calentaba la tierra, y virar a la derecha, debido al par giroscópico de la hélice y motor rotatorio, era muy difícil y peligroso; los instructores apenas tenían experiencia de vuelo.

Años más tarde, en 1914, Emilio Herrera estuvo destinado otra vez en África, esta vez al frente de una escuadra de aeroplanos en Tetuán. Su avión ya no era uno de aquellos inmanejables Farman, sino un Nieuport, mucho más operativo, con el que efectuaba misiones de bombardeo tras las filas enemigas. Durante su estancia en África el rey viajó a Sevilla y a Herrera se le ocurrió llevarle una carta del general Marina que dirigía las operaciones del Ejército en Marruecos. No le fue difícil conseguir el permiso porque con él volaba Ortiz Echagüe, que era sobrino de Marina. En su vuelo de Tetuán a Sevilla sobrevoló la plaza de Gibraltar, violando de forma ostensible y deliberada el espacio aéreo británico, y los buques del Reino Unido recibieron la orden de elevar sus piezas artilleras para derribar el aeroplano español. No les dio tiempo. Aterrizaron en la dehesa de Tablada, cerca del tiro de pichón donde se encontraba Alfonso XIII, entre toros que salieron despavoridos por culpa de los exabruptos del motor del aeroplano en el que viajaban Herrera y Ortíz Echagüe. El rey los felicitó y les concedió la llave de gentilhombre.

Al regreso de su destino en Marruecos, Alfonso XIII lo ascendió a comandante por los servicios prestados en África. El capitán Emilio Herrera, haciendo honor a su palabra, no lo aceptó; junto con sus compañeros, había jurado por su honor no consentir ser ascendido por méritos de guerra: una práctica que compartían los ingenieros de Armamento con los oficiales de Artillería.

Transcurrieron muchos años y cuando el rey abandonó España, el 14 de abril de 1931, y se proclamó la República, Herrera viajó a París el día siguiente para pedirle audiencia en el hotel Meurice, donde se hospedaba. Como gentilhombre de su majestad quería saber si su palabra dada le obligaba a no prometer lealtad a la República, tal y como exigían las nuevas autoridades. El rey le dijo que aceptara el régimen republicano establecido por el pueblo. A su regreso a Madrid firmó, por su honor, servir fiel y lealmente a la República, obedecer sus leyes y defenderla en el caso de que fuera necesario.

La polifacética personalidad de Herrera, inmersa en el mundo de la acción como aerostero y aviador, focalizó su interés en actividades de carácter intelectual a partir de 1914, tras su visita al frente de la I Guerra Mundial en el Somme y su posterior viaje a Estados Unidos para recibir las aeronaves que había comprado el Ejército español.

Herrera impulsó la creación de una línea de transporte aéreo servida con dirigibles, entre España y América del Sur, para lo que se asoció con el doctor Eckener de la empresa alemana Zeppelin; trabajó con Juan de la Cierva en el desarrollo de su autogiro; diseñó y construyó el túnel de viento del laboratorio de Aerodinámica de Cuatro Vientos; fue uno de los principales actores en la creación de la escuela de ingenieros aerotécnicos, en la que impartió clases, y de la que fue su primer director; participó en múltiples reuniones aeronáuticas internacionales, en representación de España; escribió numerosos artículos técnicos y científicos y, en 1932, fue designado miembro de la Academia de Ciencias con la medalla número 15 que había ocupado José Echegaray, premio Nobel de literatura y matemático.

En 1936, el inicio de la Guerra Civil Española le sorprendió dando clase en los cursos de verano de la Universidad de Santander. Regresó a Madrid y se presentó al subsecretario de Aviación, teniente coronel Pastor para decirle: «Aquí me tienes para lo que dispongáis de mí. Quiero que sepáis o que recordéis, que he sido amigo y compañero de Franco y de todos los generales sublevados; y gentilhombre, y amigo particular del rey, de modo que podéis fusilarme o pasearme si lo creéis conveniente. Lo que quiero es que dentro de dos o tres meses no digáis que habéis averiguado estas cosas de mi vida, que no sabíais. Deseo que lo sepáis desde ahora. Pero sabed que he dado mi palabra de honor de servir lealmente a la República, y que no soy de los que faltan a su palabra». Emilio Herrera hizo la guerra al servicio de la República, como jefe de los Servicios Técnicos y de Instrucción, perdió a uno de sus dos hijos, piloto de aviones, derribado en combate aéreo y cuando acabó la contienda se exiló en París donde pasó el resto de su vida.

En París trabajó para la agencia francesa de investigación aeronáutica (ONERA), para la Organización de Naciones Unidas y participó en muchas actividades políticas de los círculos republicanos españoles. Fiel a sus principios, en 1960, cuando el entramado de la República española exilada se derrumbaba, fue elegido presidente del Gobierno. Herrera, seguía defendiendo los mismos principios que le impidieron aceptar del rey un ascenso, que le obligaron a pedirle permiso para acatar la República en 1931 y que le exigieron defenderla en 1936. Nada había cambiado para él en lo relacionado con la necesidad de mantenerse fiel a la palabra dada. En 1960, era el referente más sólido de los restos de un régimen exilado que se derrumbaba. Dos años después presentó su dimisión.

Emilio Herrera murió en Ginebra el 13 de septiembre de 1967. Vivió lo suficiente como para ver hecho realidad un viejo proyecto suyo. El 18 de marzo de 1965, el astronauta ruso Alexey Leonov salió de su nave espacial Voskhod 2 para flotar en el vacío durante 12 minutos. Fue el primer paseo espacial de la historia, en el que el soviético tuvo que utilizar una escafandra parecida a la que diseñó y construyó en 1935 el español Herrera.

En 1927, cuando Herrera se incorporó a la Real Sociedad Geográfica, empezó a concebir un proyecto de ascensión a la estratosfera que es la capa atmosférica, situada entre los 10 y los 50 kilómetros de altura. El ingeniero fabricó un globo con el que tenía intención de subir hasta 25 000 metros enfundado en una escafandra de la que, en 1935, ya disponía de un prototipo. Para la excursión a las alturas su indumentaria la componían tres trajes. El primero de lana, que recubría y abrigaba todo su cuerpo. El segundo de caucho, impermeable, que no dejaba pasar el aire. Y el tercero de tela, reforzada con alambres de acero. Herrera estudió las articulaciones —hombros, codos, muñecas, falanges, caderas, rodillas y tobillos— para diseñar en cada una de ellas una junta flexible, reforzada con hilo de acero en espiral, y atirantada con cables de acero. La cabeza se cubría con un casco de aluminio atornillado a la tela exterior y a la goma, que llevaba un tragaluz frontal, circular, acristalado con tres capas: la primera, un blindaje, le daba consistencia y fortaleza, y la segunda y tercera actuaban como filtros para evitar que pasaran los rayos ultravioleta e infrarrojos. Dentro del traje se ubicaba el inhalador para el oxígeno, material absorbente del dióxido de carbono y un micrófono especial, porque no podía hacerse de carbono ya que, en contacto con el oxígeno, ardería de forma natural. Como complemento, dispondría de una capa de papel de plata, para protegerse de la radiación directa solar si era necesario. Herrera probó su traje espacial en el laboratorio de Cuatro Vientos, durante un par de ensayos de unas tres horas, a una temperatura de 79 grados bajo cero, en el vacío que pudieron recrear en aquellas instalaciones. La ascensión estaba prevista para que se efectuara en el mes de octubre de 1936, pero el 18 de julio de ese año estalló la guerra. Herrera estaba en Santander, dando los cursos de verano y allí también se encontraba el profesor suizo Auguste Piccard —que había realizado dos ascensiones a la estratosfera en globo, dentro de una cápsula de aluminio. El francés estaba muy interesado en el proyecto del militar. Cuando Herrera se reincorporó en Madrid a su puesto de trabajo, recién empezada la guerra, pidió permiso al ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, para realizar el experimento, pero no se lo dieron. Indalecio fue muy expresivo, según cuenta el propio Herrera que trató de persuadirlo de que con el experimento podrían dar la sensación en el mundo de que en España no pasaba nada. El ministro le contestó: « ¿Y a quién vamos a engañar? Claro que a usted le gustaría irse a la estratosfera, y a mí más que a usted, pero no creo que esté la situación de España para hacer excursiones en globo».

Con la tela del aeróstato se fabricaron impermeables para los soldados, mientras que la escafandra y los instrumentos cayeron en manos de las tropas enemigas.

La potencia necesaria para el vuelo de las aves

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El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí

 

La aguja colipinta o becasina de cola barrada (limosa lapponica), en invierno, es un pájaro poco llamativo. Las plumas del pecho y la barriga de color blancuzco, el dorso gris y el cuerpo sobre dos patas no muy largas para ser un ave zancuda, le confieren un aspecto insignificante. Algo más distinguido se presenta durante la época de la reproducción, con el pecho de color rojo ladrillo. Tiene un pico muy largo, curvo hacia abajo y rosado en la punta, con el que atrapa insectos y pequeños crustáceos en las marismas arenosas donde vive, aunque también se alimenta con algunas plantas. Las hembras son más grandes que los machos que pesan unos 300 gramos, sus alas se extienden de punta a punta alrededor de 75 centímetros y su cuerpo mide unos 40 centímetros de longitud.

La becasina de cola barrada pone cuatro huevos en nidos escondidos entre los matorrales y los incuba durante veintiocho días. De mayo a octubre se ocupa de la reproducción y la crianza, época en la que vive en algunos lugares del oeste de Europa, las costas del Ártico, los países Escandinavos, Siberia y Alaska. Pasa el invierno en África occidental, el oeste de Europa o Nueva Zelanda y Australia y regresa en abril o principios de mayo a sus cuarteles de verano para reproducirse. Los viajes migratorios los hace en bandadas.

En 1985 y 1986, Theunis Piersma y Joop Jukema, observaron los vuelos migratorios de becasinas de cola barrada que invernaban en el Banco de Arguin en la costa Atlántica de Mauritania y pasaban la época de crianza en el Mar de las islas Wadden (Holanda). El vuelo desde África lo iniciaban estos pájaros entre el 25 y 27 de abril y llegaban al mar de Wadden del 27 al 3 de mayo. Para salvar tan considerable distancia, las becasinas se sometían en África a una dieta de engorde que les permitiese abordar la excursión con suficiente grasa en el cuerpo. La dieta hipercalórica —con la que ganaban 2,8 gramos diarios de peso los machos (y 3,5 las hembras)— comenzaba en marzo. Resulta llamativo que a su llegada a Holanda recuperaban el peso con mayor rapidez: 5,6 gramos diarios los machos y 7,5 las hembras; cuando aterrizaban en el Wadden estaban realmente flacos y tenían mayor necesidad de engordar.

Para el efectuar el viaje, de más de 4000 kilómetros, las becasinas no siguen la trayectoria más corta (ortodrómica) ni la que se corresponde con un rumbo constante (loxodrómica). Estos pájaros tienen en cuenta las corrientes de aire y ajustan su trayectoria para beneficiarse de los vientos favorables. El viento, normalmente, sopla con una intensidad y dirección, que varía con la altura, por lo que las becasinas tienen que acomodar su nivel de vuelo a estas variaciones para aprovechar la energía eólica. De hecho, a baja altitud, los vientos dominantes entre África y Holanda, a lo largo de la trayectoria que tienen que seguir las aves migratorias en primavera, son de componente norte, desfavorables a sus intereses.

Piersma y Jukema supusieron que sus pájaros eran capaces de estimar su velocidad observando un punto fijo en tierra, volar a alturas de 5000 metros y detectar la eficiencia de su vuelo para elegir el nivel óptimo. Si eso era cierto, los pájaros serían capaces de encontrar la trayectoria más eficiente. Los científicos estimaron —analizando la información meteorológica— que dicha ruta se encontraba ligeramente al este de la ortodrómica, tenía una longitud de 4300 kilómetros y se hallaba a 5500 metros de altura. A ese nivel, los pájaros podrían beneficiarse de un viento en cola de 18,1 kilómetros por hora. Como sabían que las becasinas, con el viento en calma, acostumbraban a volar a 57 kilómetros por hora en las migraciones, la velocidad con respecto a tierra a lo largo de esa ruta sería de 75 km/h, por lo que tardarían en recorrerla 57,3 horas.

De la evaluación de las diferencias de peso entre las aves que partieron de África y las que llegaron Holanda, determinaron que en el viaje las becasinas perdieron un promedio de 136 gramos de peso, los machos, y 178 gramos las hembras. Parte de esta masa es grasa (aproximadamente un 50%) que es la que aporta la energía necesaria para que trabajen los músculos. Con estos datos, Piersma y Jukema, estimaron que la energía liberada por la grasa consumida era de 3163 kilo julios en los machos y 3857 kilo julios en las hembras. Esta energía, durante el vuelo de 57,3 horas, equivale a una potencia de 55 kj/hora (15,6 vatios los machos) y 67 kj/hora (18,6 vatios las hembras).

En definitiva: las becasinas necesitan unos motores de 15-20 vatios, funcionando de modo interrumpido durante 57,3 horas para efectuar su largo viaje primaveral desde África a Holanda.

Piersma y Jukema compararon sus resultados, empíricos, con los que se obtienen mediante el cálculo de la potencia necesaria para el vuelo con nueve métodos distintos. En ocho de estos métodos la potencia se calcula con una fórmula en la que interviene la masa del animal, a lo que se añade, en algunos casos, otras características del volador como la superficie alar o la envergadura. Las fórmulas tratan de representar una función que se ajuste lo más posible a los datos que se han obtenido en una serie de experimentos con pájaros reales volando en túneles de viento o al aire libre. Estos ocho métodos se fundamentan en resultados de ensayos en los que se ha medido la potencia necesaria para el vuelo con distintos pájaros de diferente masa. En todos ellos, el elemento fundamental a tener en cuenta es la masa del pájaro y, en algunos, únicamente se utiliza esta variable. Hay otros en los que también se toma en consideración la superficie y la envergadura de las alas del pájaro. En todos los métodos las fórmulas expresan que la potencia necesaria para el vuelo es proporcional a la masa elevada a un exponente (alrededor de 0,66, si solo interviene la masa). Por tanto, la masa del volador es el elemento principal que se emplea en dichas fórmulas, que se resolvieron con un valor de 340,5 gramos, igual a la media de la masa de las hembras que participaron en el experimento anterior. El valor medio de la potencia hallada, al aplicar estos métodos, es de 75 Kj/hora (20,8 vatios); una cifra bastante próxima a la que obtuvieron Piersma y Jukema en su estudio: 67 kj/hora (18,6 vatios). Además de calcular la potencia necesaria para el vuelo, por estos ocho métodos basados en mediciones reales, los autores del experimento también aplicaron el modelo aerodinámico de Pennycuick (1989) que predecía una potencia de 73,5 Kj/h (20,4 vatios) si el pájaro volaba a su velocidad de potencia mínima, o de 92,5 Kj/h (25,7 vatios) si lo hacía a la velocidad de máximo alcance.

Los resultados del experimento de Piersma y Jukema estaban completamente en línea con los que podían obtenerse aplicando todo el conocimiento que, hasta ese momento, se tenía del vuelo de los pájaros. Es muy probable que la becasina desarrolle esos 20 vatios de potencia para efectuar su vuelo migratorio de primavera, de África a Holanda, por lo que el experimento no causó ninguna sorpresa. Tuvieron que transcurrir poco más de 20 años para que la becasina de cola barrada ocupara la primera plana de muchos periódicos.

En el año 2007, el biólogo norteamericano Bob Gill y Phil Battley, de la Universidad Massey de Nueva Zelanda, siguieron vía satélite el vuelo de 16 becasinas, a las que les habían colocado un equipo electrónico de seguimiento, desde Nueva Zelanda hasta el Mar Amarillo en China. Aunque la distancia es de 9 575 kilómetros, los pájaros efectuaron una ruta, sin escalas, de 11 026 kilómetros. Se trataba del vuelo animal más largo que jamás se había registrado. Aunque algunos científicos suponían que estos vuelos ocurrían en la realidad, no se pudieron constatar hasta que los ornitólogos dispusieron de radiolocalizadores con baterías de larga duración, suficientemente ligeros.

Fue un récord de corta duración. El estudio había terminado pero los transmisores siguieron instalados en los pájaros. Las baterías se agotaron tal y como estaba previsto, salvo la de una de las aves que continuaría emitiendo, vía satélite, su posición. A los científicos la suerte les deparaba una buena sorpresa. Las señales procedían del equipo que portaba una hembra de la bandada a la que se le había colocado el identificador E7. Después de reponerse en Asia, del largo vuelo desde Nueva Zelanda, reemprendió un viaje de 5000 kilómetros hasta Alaska. Allí pasó el verano y el 29 de agosto voló, sin hacer ninguna escala intermedia desde la península de Avinof,en la Alaska occidental, hasta el río Piako, cerca de Thames, en Nueva Zelanda. En total había recorrido 11 680 kilómetros, en 8,1 días, y su vuelo estableció otro nuevo record.

¿Cómo es posible volar durante casi nueve días consecutivos a más de 50 kilómetros por hora, sobre el mar, y acertar con un destino elegido que se encuentra a más de 11 000 kilómetros de distancia del punto de partida? Unas 70 000 becasinas lo hacen todos los años, de Alaska a Nueva Zelanda. Es un viaje peligroso, los expertos consideran que la mitad de las aves migratorias que recorren largas distancias perecen en el viaje; quizá un modo de reducir esta tasa de mortalidad consista en efectuar el traslado en una sola etapa.

Según Phil Battley, durante el vuelo pierden un 50% de su peso, saben dormir con la mitad del cerebro despierto, conocen las estrellas del cielo y su posición a lo largo de la noche, en ambos hemisferios, y son capaces de tomar la altura del sol durante el día.

El régimen general de vientos les favorece, con la excepción del tramo inicial. Esta dificultad la resuelven esperando a que se forme algún ciclón en el Golfo de Alaska para empezar el viaje. Una vez que llegan a la zona de los alisios, en ambos hemisferios, las corrientes les serán favorables. El peor tramo lo pasan en la zona ecuatorial por la falta de vientos, y allí se ven obligados a batir con más frecuencia las alas para mantener la velocidad de crucero.

Pero, lo más sorprendente es que desde aquel descubrimiento hemos aprendido que la aguja café o zarapito pico recto (limosa haemastica) que normalmente emigra de América del Norte a América del Sur, hay veces que se confunde: siempre hay alguna que aterriza en Nueva Zelanda como si de una becasina de cola barrada se tratase. Aún más, al parecer, el chorlito dorado (pluvialis fulva) también es capaz de volar de Alaska a Australia, a través del Pacífico, sin escalas. Por lo que la becasina no es el único pájaro capaz de cruzar, sin detenerse, el océano Pacífico.

Si comparamos los vuelos de las becasinas de Piersma y Joop Jukema, de Mauritania a Holanda, con el de la hembra E7, de Alaska a Nueva Zelanda, que observaron Gill y Battley en 2007, surgen preguntas difíciles de responder. Este último vuelo, tuvo una duración (194 h), casi tres veces superior a los primeros (57,3 h), en los que el consumo de masa de las hembras fue de 178 gramos de media. El peso de E7, al despegar de Alaska podía rondar los 600 gramos, incluidos los 27 gramos del equipo electrónico de seguimiento que llevaba a cuestas. Según el ingeniero aeronáutico francés, Breguet, el radio máximo de acción de un aeroplano depende de la relación entre sustentación (peso) y resistencia al avance (L/D) y el porcentaje de su peso de despegue atribuible al combustible. Da igual el peso total del aparato y no importa la velocidad de vuelo. Creo que, en términos generales, el criterio puede extenderse a los pájaros. E7 y sus colegas, que vuelan entre el Alaska y Nueva Zelanda, parece que son un poco más grandes que las becasinas que estudiaron Piersma y Jukema y quizá su morfología les otorgue alguna mejora en cuando al factor (L/D); también es posible que sus tejidos sean más ricos en grasas (mayor porcentaje de combustible en su masa al despegar). En cualquier caso, el factor (L/D) aumenta durante el vuelo en la medida en la que el pájaro adelgaza porque la superficie frontal disminuye. También es posible que estos pájaros elijan una velocidad de crucero (con respecto al aire) relativamente baja, más próxima a la de consumo mínimo que a la de máximo alcance, aprovechando que las corrientes de aire les aportan la velocidad adicional que necesitan para llegar a su destino volando a ese régimen.

La realidad, es que no sabemos cómo logran las becasinas, los zarapitos de pico recto y las agujas café, realizar ejercicios físicos que a escala humana resultan imposibles; pero, lo que sí parece cierto es que, para llevarlos a cabo, les basta un pequeño motor cuya potencia no debe exceder los 20 vatios.

Y es que la potencia que desarrollan las aves, para ejercer el vuelo moviendo las alas, oscila entre los 2 o 3 vatios que necesitan los pájaros pequeños como el jilguero o la golondrina común (19 gramos), hasta los casi 300 vatios de los más pesados, como el cisne blanco (10,8 kilogramos) y los gansos de gran tamaño. Pero, no es la potencia que son capaces de desarrollar lo que sorprende, sino el larguísimo tiempo que pueden sostenerla a costa de sus reservas energéticas y su extraordinaria habilidad para hacer un uso eficiente de ella.

Águila perdicera

TIODANIEL-DIGITAL

TÍO DANIEL, EL SECUESTRADOR Y OTRAS HISTORIAS DEL AIRE

En este libro he recogido siete historias muy diferentes. De las siete, en la última, que quizá sea la más verosímil de todas, he dado mayor libertad a mi imaginación.

AGUILA PERDICERA

 

Nací en primavera, hace cuatro años, y me crie sobre la repisa de un cortado en la pared gris de una cárcava que excavó el río Guadalope; no sé muy bien en qué lugar, pero debió ser cerca de Pitarque; un poblacho silencioso donde el aire sopla de un modo que me resulta muy familiar, por eso creo que fue aquí donde mi madre vivió pendiente de mis primeros vuelos hasta que aprendí a buscarme la comida.

Yo me lancé del nido al vacío, por primera vez, cuando me arrastró aquel impulso irresistible de sentir la caricia del viento en las plumas de mi pecho y su fuerza tensando mis jóvenes alas. Mi hermano era un pollo menos audaz y se quedó en el nido. Yo extendí los brazos y vi como las paredes rocosas pasaban veloces a mi lado, el río abajo se agrandó un poco y me dejé caer hasta que decidí batir las alas. Sentí un dolor muy grande en el pecho. Nunca había ejercitado mis pectorales ni conocía el sufrimiento que puede acarrear el vuelo. Ahora todo me parece sencillo, pero entonces no lo era. Daría tres o cuatro aletazos, no más, y gané altura, volví a planear, extendí las patas, levanté las alas y caí mal, sobre otra roca, desde la que se dominaba el valle. Me hice daño. Allí me quedé, sin atreverme a repetir la hazaña, durante un día entero. Cuando volví a lanzarme desde la roca ya sabía que me dolerían los brazos, batí un par de veces las alas, con mucho cuidado y regresé a mi observatorio sin atreverme a descender al valle. Esas excursiones las repetí más veces: cortos planeos alrededor del promontorio en que me había aposentado, desde donde divisaba todo cuanto ocurría alrededor. Mi madre, que muy pronto se enteró dónde estaba, me traía algo de comer todos los días. Ella me había enseñado a saborear las patas de las palomas bravías y las cornejas, las vísceras de las liebres, a desplumar urracas y hasta, alguna vez, a disfrutar de la carne de las culebras. Antes de engullir un pájaro hay que desplumarlo y entre picotazo y picotazo es necesario mantener la guardia, porque las plumas se las lleva el aire y son como un reclamo para otros rapaces. Son peligrosos los halcones peregrinos, los búhos reales, los cernícalos, las águilas reales e incluso los cuervos de gran tamaño. Cuando éramos más pequeños, a veces mis padres salían del nido para alejar de nuestras inmediaciones a los buitres leonados, las bandadas de córvidos e incluso a rapaces mucho más grandes que ellos. Sin embargo, nunca los vi enfrentarse a los halcones peregrinos y tenían muy buenas razones para no hacerlo.

Yo me había acomodado en aquella roca y mi hermano seguía en el nido. Mi pobre madre tenía que cazar para ambos y llevar la comida a dos sitios distintos, pero no nos faltó el alimento. Creo que fue un día de agosto, poco después del amanecer, a una hora en la que los rayos del sol aún lucían tibios y el campo exhalaba ese perfume que arrastran los vapores del rocío, cuando desde mi atalaya descubrí un pequeño conejo en un descampado, no muy lejos del río. Desconozco de qué lugar surgió el impulso que hizo que mis patas me lanzaran desde la roca al vacío y una vez en el aire se extendieran como por arte de magia mis alas y yo me viese suspendido en un espacio lleno de este fluido caprichoso que nos permite volar. No tuve mucho que pensar, en alguna parte de mi cerebro las imágenes y la presión del aire se convertían en impulsos nerviosos que controlaban mis alas. Eran mis manos las partes que hacían, casi sin darme cuenta, todo el trabajo al mover ligeramente las plumas primarias, las que están en las puntas de las alas, abiertas, dejando que el susurro del viento se colara entre ellas. Fue un largo y preciso descenso, sin utilizar los músculos pectorales para levantar las alas, solamente las plumas rémiges y las rectrices de la cola, y los brazos, un poco adelantados o un poco atrás para ir más despacio o más deprisa, una ligera torsión asimétrica en las alas y empezaba a girar, tanto que la punta de un ala miraba la tierra y la otra el sol y después otra torsión asimétrica, justo al contrario, para hacer girar mi cuerpo ciento ochenta grados y que el ala de tierra apuntara al sol. Fueron unos movimientos muy bien calculados porque cuando menos me lo esperaba me encontré con el conejo muy cerca y yo en vuelo estabilizado a dos metros de altura, no más. Levanté las alas para frenar, alargué las patas para cogerlo por el cuello, pero el conejo dio un salto y yo estuve a punto de estrellarme, de que me engullera la hierba, o mucho peor, de descalabrarme contra alguna roca escondida debajo del manto verde de los matorrales. Tuve que dar dos aletazos vigorosos, rocé la hierba con las patas y perseguí al conejo que corría desesperadamente, no sé si volando a pocos centímetros del suelo o dando zancadas, pero logré que mis garras se clavaran en su yugular y remontar el vuelo con el animal bien sujeto. Sentí el mismo dolor en el pecho que la primera vez y el peso del conejillo en las alas que tenía que batir con todas mis fuerzas para ganar altura y regresar a mi roca. Llegué exhausto a la cima, con mi corazón a 500 pulsaciones por minuto, o más, y el aterrizaje fue un golpe seco que amortiguó mi presa, ensangrentada, que ya había dejado de moverse. No tardó mucho en llegar mi madre que se posó con gran maestría a mi lado. Me miró con los dos ojos, primero el de un costado y luego giró por completo la cabeza para hacerlo con el otro. Me fijé en sus grandes pupilas, el iris y el nacimiento del pico, amarillo, su pecho blanco con pintas, el dorso pardo oscuro con una mancha blanca, las plumas coberteras anaranjadas y sus poderosas garras. Miró el conejo que yacía bajo mis pies y se marchó. No volví a verla nunca más.

Apenas quedan conejos o liebres. Son más fáciles de cazar que las cornejas, las grajillas o las urracas. Fue una suerte que mi primera presa me permitiera llenar el estómago durante unos cuantos días porque, aunque lo intenté bastantes veces, no conseguí atrapar ninguna paloma bravía en vuelo durante ese tiempo. Y es lo único que me parecía que estaba a mi alcance ya que con los córvidos no me atrevía. Una gineta me sacó del apuro. Primero la vi correr entre los matorrales y después se quedó muy quieta, por lo que deduje que andaba detrás de alguna presa. La observé mientras se movía con mucha cautela, temerosa de hacer el menor ruido. Y de golpe dio un salto: se abalanzó contra un grupo de perdices que yo no había visto porque se confunden muy bien con el terreno. Apresó a una de ellas y las otras salieron volando hacia barlovento con aletazos fuertes cuyas ondas llegaron hasta mi observatorio. Me fijé en una de aquellas perdices y salté para realizar un largo planeo que me llevó hasta mi presa. Cuando la alcancé, agotada después de su corto y desesperado vuelo, ya se había posado otra vez en tierra. Fue una captura, que me pareció muy fácil, con la que pude abandonar mi dieta de conejo del que ya casi no quedaba nada. Mientras saboreaba la primera perdiz que atrapaban mis garras recordé que cuando mi hermano y yo éramos pollos, pero ya bastante grandes y aún estábamos en el nido, a veces mis padres salían juntos a cazar. Uno de ellos volaba a ras de tierra y el otro planeaba en las alturas, vigilante, atento a las piezas que levantaba el primero; solían ser perdices. Ellos se ponían de acuerdo, cosa que yo no podía hacer con las ginetas, pero el resultado era el mismo. Desde entonces trato de observar lo que hacen estos depredadores y he descubierto que no siempre se esfuerzan demasiado porque muchas veces encuentran conejos enfermos en las oquedades de los troncos.

Imagino que mi madre se quedó con mi hermano hasta que aprendió a volar y a cazar por su cuenta. No lo sé porque nunca regresé al nido, alguna fuerza me apartaba de aquel lugar y hacía que fuese en busca de otros espacios, para dejarles a ellos libre el terreno y la caza. Los últimos días de septiembre no eran una mala época para un joven aguilucho como yo en los desfiladeros y gargantas del Guadalope, porque por estos sotos, en esa estación, desfilan aves migratorias que vienen del norte de Europa a pasar el invierno en lugares más cálidos. Vuelan hacia la cabecera del río. Hay gran abundancia de currucas, zorzales, mosquiteros y petirrojos, pequeñas piezas con las que un inexperto cazador tiene bastante dificultades para saciar el apetito, pero el bullicio hacía que salieran de sus escondrijos otros animales.

Esta temporada, con mi regreso al lugar donde nací, pude comprobarlo. En octubre, cuando llegamos, ella y yo, los riachuelos y sus valles rebosaban la misma vida y alegría que ya había contemplado entonces, casi recién nacido. En aquella época, a veces, yo me apartaba del río para explorar los alrededores y sobrevolaba los bosques de las cimas y laderas de las montañas. En las zonas altas crecían pinos de troncos asalmonados, copas cónicas, largas y gruesas, en las laderas los troncos de los pinos se tornaban plateados y sus copas eran más redondas. A través de las masas de coníferas no veía la tierra ni siquiera a los pájaros que volaban a baja altura en el sotobosque. Por eso, siempre regresaba a los roquedos desde donde podía contemplar lo que ocurría en los valles y las riberas del Guadalope y sus afluentes.

Recuerdo que un día, cuando el otoño ya coloreaba las hojas de los caducifolios que crecen en los cercados o en lugares poco accesibles y en las riberas del río y sus afluentes, y los teñía de rojo y amarillo, tuve una gran sorpresa. Otra águila perdicera, como yo, más bien un aguilucho, como yo, se mecía en el aire, un poco más arriba de mi observatorio. Agitaba las alas con escasa maestría, por eso descubrí que era un jovenzuelo y dio una pasada cerca de la plataforma desde donde yo trataba de escudriñar qué ocurría en los sotos. La reconocí enseguida: era mi hermano. Extendió sus torpes alas y se vino a mi roca, las levantó y se desplomó cerca del lugar en el que me encontraba. Él también me había reconocido, algo no muy difícil porque somos aves realmente escasas en estas tierras y creo que en todas. Nos conocen como hieraaetus fasciatus, águilas-azor, águilas de Bonelli o perdiceras y nos cuentan por parejas sin que en algunas regiones lleguemos a sumar una docena. En el aterrizaje mi hermano estuvo a punto de hacer que la especie menguara en otra unidad porque se salvó de milagro. Estábamos acostumbrados a vivir juntos y allí nos quedamos, en la repisa que yo había tomado, desde donde se podía contemplar una amplia extensión de terreno y espacio aéreo en el que se movían los candidatos a perecer en nuestras garras. Pasamos juntos dos o tres días y pude comprobar que mi hermano aún tenía que ejercitarse mucho en la práctica del vuelo y más en la de la caza. Estar juntos nos animó a librarnos de algunos buitres leonados que anidaban cerca. Esos animales son pestilentes, tienen unos piojos gigantescos y su compañía siempre es molesta. Al menos es lo que aprendimos de nuestros padres. Son demasiado grandes y poco sabrosos, así que lo que hicimos fue darles unas cuantas pasadas hasta que comprendieron que era una señal para que se trasladaran a otra parte. Y se marcharon.

Mi hermano tuvo mala suerte. Una tarde vimos un halcón que buscaba palomas bravías, como nosotros, y volaba en círculos a gran altura. No nos hizo mucho caso, pero al reconocer sus alas afiladas, largas y puntiagudas, enseguida supimos que se trataba de un ave rapaz muy peligrosa. Siempre vuelan en solitario, excepto durante la época del cortejo que es cuando cazan con su pareja. De eso me enteraría aquel invierno. La hembra vuela a baja altura y el macho está arriba. La hembra golpea la presa y el macho desciende muy rápido para atraparla en el aire, antes de que caiga al suelo. Después vuelan uno al lado del otro y el macho le pasa la pieza a su pareja. Entonces no conocía esas costumbres de los halcones ni que tenían unos ojos grandísimos, enmarcados en un círculo amarillo, que les permiten ver detalles que a otras rapaces nos pasan desapercibidos. El primer día el halcón nos ignoró, pero el segundo estaba irritado y pasó cerca de nuestro roquedo con intención de intimidarnos. Debió ascender muy alto y allí permaneció invisible. Empezaba a oscurecer cuando mi hermano vio unas palomas, en un claro del soto, picoteando granos entre las hierbas. Se lanzó a por una de ellas y yo permanecí en la roca, para ver cómo cazaba, dispuesto a ayudarlo si hacía falta. Había descendido la mitad de la altura, mientras describía un semicírculo y se aproximaba a las palomas que continuaban ajenas al peligro, ya a barlovento, cuando vi pasar el halcón a gran velocidad con una trayectoria oblicua y las alas poco extendidas, recogidas hacia atrás. Enseguida comprendí que iba directo contra mi hermano y que lo interceptaría en cuestión de segundos porque volaba muchísimo más rápido que él. Así fue, lo vi caer en sus garras y cómo se lo llevaba. Aquel no era un buen sitio para seguir cazando y salté del roquedo para alejarme tanto como pudiese antes de que se hiciera de noche.

Desde entonces no había regresado a estos parajes. Los abandoné presa del miedo y la ansiedad y creo que durante varios días volé hacia el sol del mediodía y en contra de ese sol, hacia el del amanecer y en sentido contrario, por lo que mis viajes fueron erráticos. Al cabo de algún tiempo me tranquilicé y aprendí a buscar los sitios más convenientes para encontrar qué comer todos los días. A lo largo de estos años he conocido muchos lugares y he descubierto la forma de evitar los peligros que nos acechan. Una vez golpeé uno de esos cables que tienden los hombres para conducir la electricidad y caí hasta el suelo inconsciente. No sé cuánto tiempo permanecí entre la maleza, pero tuve suerte porque no me encontró ningún zorro, gineta o gato montés, ninguna rapaz se ocupó de mí, ni los carroñeros me dieron por muerto. Herido en un ala, me refugié como pude entre las ramas de un roble y allí estuve hasta que conseguí recuperar la capacidad para volar con cierta destreza. Siempre procuré huir de los hombres, de los caseríos, de los poblados, de los puentes, las carreteras y las líneas de ferrocarril. Suele haber más liebres y conejos en las zonas de matorral bajo, no muy lejos de lugares que cultiven los hombres y si hay cerca charcas, riachuelos o agua embalsada, mejor. Procuraba buscar paredes cortadas donde refugiarme y desde las que se pudiera acceder a sitios de esas características. Por las noches permanecía en los roquedos y al amanecer salía a cazar, siempre que podía, conejos o liebres y cuando escaseaban no tenía más remedio que buscar palomas, perdices y córvidos. Pronto descubrí que no era tan difícil abatir una corneja o un mirlo en vuelo y cuando derribé unos cuantos me atreví con las palomas bravías, las perdices y hasta con algún que otro cuervo. Me entrené para golpearlos con fuerza con las garras, dejarlos caer y recogerlos todavía en el aire, sin que llegaran a tocar el suelo. Si el tiempo era bueno, ensayaba una y mil veces aquellos ejercicios. Cuando la caza era abundante no podía comer todas mis presas y picoteaba las partes que más me gustaban, dejaba el resto para que lo disfrutaran los carroñeros. Si se formaba un grupo con muchos, volando en círculo sobre mi abandonada víctima, disfrutaba dejándome caer sobre ellos desde una gran altura para dar una pasada, por el centro de aquella congregación de oportunistas entre los que mi repentina presencia hacía que cundiera el pánico. Aprendí que nunca estaba solo, siempre me acompañaban otros cazadores, águilas, cernícalos, halcones, milanos, ratoneros, gavilanes y una cohorte de necrófagos: toda clase de buitres, alimoches, cuervos y quebrantahuesos. Con las rapaces es necesario guardar las distancias para no entorpecerse en la caza. Los halcones me daban pánico y siempre procuraba apartarme de ellos. Nunca me abandonó la imagen de mi hermano en las garras de una de aquellas rapaces de patas amarillas y uñas negras, curvas y afiladas. A veces coincidía con águilas perdiceras, como yo, incluso pude compartir dormideros con ellas, pero escaseamos y me costó mucho encontrar pareja.

Durante esos largos años, en que fui un incansable viajero, aprendí las técnicas del vuelo, para lo que hay que desentrañar los secretos del espacio transparente y ejercitar el uso del cuerpo.

El aire es un material muy extraño. Hay sitios en los que se calienta y asciende. Entonces puedo seguirlo hacia arriba para ganar altura, si soy capaz de no salirme de la estrecha chimenea por el que fluye en busca de una pequeña nube. Tengo que abrir bien las alas y, con giros muy cerrados, no perder el chorro caliente. En el carrusel se montan carroñeros y cuando subo he aprendido a no mirarlos, a olvidarme de ellos. Es necesario adelantar los brazos para que aumente el ángulo con que mis alas reciben el viento y así se vuela más despacio. Las plumas de la cola, abiertas y un poco hacia abajo. Es un ejercicio difícil, hay que dar vueltas y revueltas y no cejar en ese aburrido empeño que provoca cansancio. Los buitres leonados son maestros en el arte de remontar térmicas y lo hacen mejor que yo. Suben hasta agotar el potencial del chorro caliente y cuando lo abandonan inician un planeo muy tendido. No han perdido mucha altura y ya saben dónde hay otra corriente ascendente. Se dirigen hacia ella para remontar otra vez y así pueden pasarse el día entero. Para dominar las técnicas del uso de estos flujos de aire hay que fijarse en lo que hacen los buitres leonados.

En muchas ocasiones no hay térmicas, o están en lugares que no me interesan. Pero el viento llena el espacio de misterios y oportunidades. Tengo que saber siempre de dónde sopla y entender que trepa por las laderas de las montañas lo que origina una corriente ascendente, a veces tan útil como una térmica. Cuando vuelo a gran altura, en viajes largos, a veces he utilizado estas corrientes para sobrevolar las cadenas montañosas.

En los barrancos, cañones y torrenteras, el viento se enfila. No siempre es posible volar a barlovento, en el interior de estos canales, y a sotavento la velocidad de vuelo puede ser excesiva. Si caigo de gran altura y cojo velocidad en mi planeo, al entrar a barlovento en un barranco, puedo aprovechar el impulso de la corriente para ascender de forma brusca y hasta quedarme sin arrancada, suspendido en el aire.

El viento siempre arrecia conforme ascendemos y ese gradiente de velocidad, si es lo suficientemente acusado, puede aprovecharse. Si planeo hacia sotavento gano velocidad rápidamente y entonces puedo describir un amplio círculo, también con las alas quietas, para colocarme a barlovento. En esa posición, al aumentar el chorro de aire sobre mis alas empiezo a ascender y como en la medida en que gano altura el viento arrecia, sigo ascendiendo. Incluso puedo llegar a quedarme suspendido en el aire. Cuando mi velocidad disminuye mucho me giro otra vez para iniciar un planeo hacia sotavento. Al final del planeo he recuperado la velocidad y si viro a barlovento puedo repetir la misma maniobra que hice antes. El efecto de estos planeos consecutivos, a sotavento primero y después a barlovento, en una corriente de aire en la que conforme aumenta la altura el viento arrecia, es similar al de una térmica, en el sentido de que los utilizo para ganar altura sin batir las alas; pero si en vez de navegar en contra y a favor del viento, lo hago de forma que mi trayectoria lo reciba con un ángulo, entonces puedo desplazarme, siguiendo una quebrada, a un través del viento, también sin batir las alas.

Hay veces que el aire es espeso y frío, otras parece estar lleno de baches y oquedades; en ocasiones puedo distinguir las masas de aire caliente porque desvían la luz y tras ellas los objetos se ven borrosos. En las alturas, el aire es más fino y ligero, aunque esté frío, y vuelo más deprisa.

Pero no basta conocer los secretos del viento. Es necesario aprender a mover el cuerpo de forma correcta.

Batir las alas es un ejercicio agotador, inevitable cuando vuelo con una presa en las garras, o si quiero ir lejos, pero innecesario para mantenerse al acecho. Yo prefiero aguardar pacientemente en un roquedo a que se produzca una ocasión para cazar. Si no es posible, entonces la vigilancia hay que ejercerla desde el aire, eso sí, planeando. Los grandes maestros planeadores son esos buitres leonados, pero ellos tienen la ventaja de los carroñeros y es que sus presas no se mueven. Las mías corren o vuelan. Mientras que los buitres pueden tardar el tiempo que quieran en llegar a su objetivo, yo necesito hacerlo con rapidez y sin saber exactamente en dónde estará mi presa cuando llegue a sus proximidades. Tengo que ajustar en todo momento la velocidad de planeo y la longitud de la trayectoria para interceptar mi objetivo. Si estiro un poco las patas voy a incrementar la velocidad del descenso, bajaré con un ángulo más acusado, si las mantengo pegadas a las plumas mi planeo será más suave y perderé menos altura. También puedo encoger o estirar las alas, para ganar o disminuir la velocidad. El control de la velocidad durante el planeo es la clave el éxito. Al final, cuando esté cerca de mi presa estiraré las patas y trataré de apresarla con las garras. Si es otro pájaro en vuelo es posible que no pueda asirlo y tan solo le propine un fuerte golpe. En ese caso, si el impacto es fuerte caerá herido y procuraré agarrarlo otra vez antes de que toque el suelo. Si no le he hecho mucho daño y se libera es fácil que se escape, sobre todo si se trata de un córvido que procurará ganar altura y casi seguro que será más rápido ascendiendo que yo. Perseguir a los animales que corren en tierra es más fácil, aunque hay que dar aletazos fuertes volando a ras de suelo.

Mis plumas rémiges primarias, en las puntas de mis alas, insertadas en las manos, y la posición de las rectrices de la cola, junto con la inclinación del cuerpo, la torsión de los brazos, la posición del cuello, la flexión de las patas, el adelantamiento de las alas y su extensión, definen mi forma de volar. Al principio todo, en mi cuerpo, se movía de forma automática; a veces, el sistema de control se desordenaba y yo fracasaba en mis intentos por alcanzar la presa. Poco a poco aprendí a utilizar cada uno de aquellos mecanismos de que disponía para moverme con precisión en el aire. Hasta mi pequeño pulgar recubierto de plumas, el álula, sirve para algo. Cuando tengo que volar muy despacio no basta con adelantar los brazos, extender las plumas de las alas y la cola, abrir las primarias e inclinar el cuerpo ligeramente, sino que también debo de auxiliarme de ese dedo, aparentemente inútil, separándolo un poco del borde de ataque del ala; así consigo mantener el vuelo con la mínima velocidad posible. Con mucha práctica y paciencia fui descubriendo los secretos del vuelo, uno a uno.

Fueron años de aprendizaje en los que recorrí muchos lugares, pero que me han resultado útiles, sobre todo el pasado otoño cuando mi hembra y yo regresamos al Guadalope. Volar con ella, veloz, entre roquedos, remontando las cimas de los peñascos y después extender las alas para descender por las gargantas hasta la superficie del agua, y rozarla con las patas, antes de retomar el frenético aleteo, ascender, recoger las alas y hacer un tonel, levantar el cuerpo y detenerse en el aire con las alas a medio desplegar, hubieran sido ejercicios imposibles sin aquel entrenamiento. Ella es más grande, más oscura, tiene manchas pardas en el cuerpo, como todas las hembras, y una fuerza capaz de agotar mis energías. En mis vuelos nupciales tuve que demostrarle que sería capaz de alimentarla mientras empollaba y que después podría llevar al nido comida para todos. Si lo conseguí fue gracias al aprendizaje y la práctica que adquirí durante los años que pasé en solitario, vagando de un lugar a otro.

Con las primeras nieves en las cimas más altas empezamos a llevar ramas a una repisa elevada en la pared del acantilado para construir un nido. Ella las elegía con mucho cuidado: tenían que ser de pino resinero o de encina, pero los pinos resineros estaban muy lejos y las encinas no abundaban, así que empezamos a conformarnos con ramas de pino carrasco, de almendros y olivos. El nido me pareció muy grande, mucho más que el que fabricaron mis padres. A mí me gustaba rellenar los huecos con hojas de hiedra y tallos de romero y ella, que supervisaba el trabajo, aceptó mis sugerencias de buen grado. Cuando puso los huevos se quedó en el nido, sin moverse, hasta que nacieron los pollos que fueron dos. A partir de ese momento empecé a cazar para ella y después para los tres. Hasta entonces había escuchado su voz, geee-geee, las veces que hacíamos locuras volando juntos y yo le contestaba, heeeeeeeu-heeeeeeu. Eran unas voces que me resultaban familiares porque se las había oído a otras águilas como nosotros, pero cuando se quedó en el nido cambió el tono de sus llamadas y no podía confundirlas con las de ningún otro pájaro. En un espacio breve de tiempo emitía sonidos muy cortos que, al anochecer, me servían para orientar el vuelo hacia el nido.

Se acabó el invierno y las nieves se fundieron. Llegó la primavera. En los rebollares, cubiertos todavía de hojarasca recién caída, lucían violetas y primaveras y en los carrascales se extendían mantos de aliaga salpicados con peonías muy rojas. Los romeros se volvieron azules y hasta los insignificantes claveles de roca que crecen en los intersticios de los roquedos sacaron unas pequeñas florecillas de pétalos blancos y rosados. La explosión de luz y color contrastaba con el profundo cambio que se produjo en los interiores de mi organismo. Sentí otra vez el mismo miedo que me invadió cuando vi cómo aquel halcón peregrino se llevaba a mi hermano sujeto de las garras. Ella y yo lo habíamos visto pasar volando cerca del nido varias veces durante el invierno. Nos ignoró, pero era imposible que su extraordinaria vista no se hubiera percatado de nuestra existencia.

Mientras la nieve tapaba las cumbres y los días acortaban, mi jornada de caza se resolvía rápidamente. Tenía localizados varios nidos de palomas bravías, bastante lejos de nuestro refugio, me acercaba volando a gran altura y solía apostarme en una repisa elevada de un cortado. Desde allí observaba los movimientos de mis palomas, sin que ellas pudieran verme. Yo dejaba que salieran y se alejasen de sus nidos. Esperaba la llegada de los córvidos que se acercaban en busca de sus huevos. Abandonaba mi escondrijo y cogía uno de ellos al vuelo, casi siempre sujetándolo del ala con una de mis garras. Los demás escapaban. Mis presas se revolvían y graznaban desesperadamente por lo que, casi siempre, tenía que bajar a tierra para matarlas antes de llegar al nido. Cuando las palomas regresaban a los criaderos encontraban sus huevos intactos, como los dejaron. Si algún día no conseguía atrapar ningún cuervo, no tenía más remedio que cazar una paloma rezagada.

La rutina de la caza, el frío y la cortedad del día hicieron que me olvidase del halcón. Sin embargo, cuando llegó la primavera y nacieron los dos pollos mi trabajo como cazador aumentó porque tenía que llevar mucha comida al nido. Pasaba más tiempo en busca de alimento. Entonces, los inmensos ojos enmarcados en aquellas ojeras amarillas, el casco negro, el pico corvo, el pecho moteado en negro, el vientre barreado y las alas puntiagudas del halcón creía verlos casi todos los días en algún lugar del cielo. Una visión que siempre se borraba y se confundía con la bruma, pero que aceleraba el ritmo de mi corazón. Lo más curioso es que, en primavera, nunca lo vimos pasar cerca del nido. Era un fantasma que venía conmigo a cazar todos los días.

Un fantasma que no tardaría mucho tiempo en convertirse en realidad. Ahora los pollos están crecidos y el sol del verano calienta lo suficiente para que pasen muchos ratos estirando las alas, moviéndolas, haciendo los ejercicios que necesitan para aprender a volar solos. Ella ha vuelto a salir a cazar y yo no tengo tanto trabajo, ni siquiera paso todas las noches en el nido. Las fuerzas que nos unían a todos se debilitan, aunque no se han roto. Ya no hay palomas incubando huevos, pero este sitio, que fue mi atalaya principal a finales del invierno y durante el principio de la primavera, sigue siendo uno de mis favoritos. Aquí vengo muchos días y observo el valle y las lomas que se extienden en las faldas de estos roquedos. Apenas hay conejos, las perdices escasean, pero quedan voladores a los que les gusta remontar el río. No son siempre presas fáciles.

Cuando ella empezó a cazar otra vez la traje aquí para que conociera este lugar. Tardó muy poco tiempo en adquirir la destreza que tuvo siempre, lo que me parece increíble después de tantos meses durante los que ha permanecido en el nido, primero con los huevos y después con los pollos. Yo solía quedarme en esta roca y ella iba y venía o se refugiaba en otros observatorios hasta que conseguía atrapar una presa y volvía al nido. Antes sobrevolaba mi atalaya para que yo no me perdiese el magnífico espectáculo que exhibía entre las garras. Muy pocas veces era yo el primero en cobrar una pieza.

Yo estaba aquí ayer, el sol se encontraba casi en el cenit, cuando vi una grajilla no demasiado grande a unos 250 metros de distancia. Volaba batiendo las alas con rapidez, a poca altura y venía hacia mi roca, situada en un nivel mucho más alto. Calculé que en unos 20 segundos pasaría por delante de mí. El viento era flojo, pero ella volaba hacia barlovento y eso le suponía un esfuerzo que yo adivinaba por el ritmo de sus aletazos. Sin hacer más cábalas mis patas se movieron solas hacia delante y salté al vacío. Di dos aletazos suaves, muy amplios, con los brazos completamente extendidos para ganar aún más impulso que el que me había proporcionado el salto. Un aletazo cada dos segundos. Cuatro segundos después, con las alas completamente desplegadas, ligeramente hacia atrás, la cola recogida y las patas escamoteadas, junto al cuerpo, planeaba a sotavento ganando velocidad muy rápidamente en dirección hacia la grajilla pero pegado a la roca, mientras que ella venía muy separada de la pared, a mi izquierda. Nos cruzamos a más de cuarenta metros y no pudo verme ya que iba rápido y encogido, a mayor altura y muy cerca de los roquedos; tuvo que confundirme con las piedras y los matorrales del cortado. En cuanto pasó por mi lado yo alabeé mi cuerpo para virar a la izquierda, extendí las plumas primarias y la cola y separé el álula. Describí un semicírculo abierto, porque no quería perder velocidad, para tomar el mismo rumbo que llevaba la grajilla. Me situé detrás de ella, a barlovento. No me había visto y seguía con su aleteo, a buen ritmo, pero no muy deprisa. Yo estaba aún bastante más arriba que ella. Volví a dar un par de aletazos fuertes, recogí un poco las alas, las eché hacia atrás, reduje la superficie de la cola y pegué otra vez las patas al plumaje para proseguir con mi planeo, esta vez descendiendo más deprisa. Estimé que tardaría siete segundos en alcanzarla. Quería llegar con velocidad, un poco por encima de ella, para frenar, extender las patas en la maniobra final, caer desde arriba y apresarla con las garras. Faltarían dos o tres segundos para llegar a ese punto cuando comprendí que no estábamos solos la grajilla y yo en aquel lugar del espacio. Percibí una extraña vibración, como un silbido tenue y el aleteo fuerte y claro de otro pájaro. Mi corazón se desbocó a 600 o 700 pulsaciones por minuto porque comprendí que algo terrible me iba a ocurrir. Como estaba pendiente del vuelo de la grajilla apenas había prestado atención a lo que sucedía por encima de mi cabeza. Lo primero que descubrí fue un perfil delgado y estrecho que descendía a una velocidad dos o tres veces superior a la mía y se dirigía hacia mi cola. Mantenía el vuelo horizontal con dificultad, oscilando sobre su eje longitudinal y ya asomaban sus garras armadas con aquellas espantosas uñas negras. Creí adivinar que su pecho era blanco, la cabeza muy oscura y que, con sus inmensos ojos, tenía clavada la vista en mis alas desplegadas: era un halcón. De aquella figura veloz surgían el silbido y la vibración que me hacían sentir un pánico inefable. Pero había algo más: un fuerte aleteo que venía de mi derecha, también de más arriba. Era otro pájaro, quizá un poco más grande que el halcón. Batía las alas desesperadamente, como si estuviera huyendo de un enemigo muy veloz, pero en realidad no trataba de escapar porque su curso era ascendente y no pude ver que le siguiera nadie. Pasó sobre mi vertical haciendo mucho ruido, como una exhalación. Al ver su lomo jaspeado y la cadencia de sus aleteos supe enseguida que era mi hembra. Habíamos venido juntos y ella estaría cazando por los alrededores. Yo sabía que me quedaba un segundo, o quizá menos, antes de recibir el terrible impacto de las garras de aquel halcón que se había precipitado desde una gran altura sobre mí. De forma instintiva, sin pensarlo, hice una maniobra desesperada: abrí las alas, me eché hacia atrás y extendí cuanto pude las patas. Sobre mi cabeza escuché un golpe sordo y luego algunos chillidos. La maniobra hizo que me quedara casi suspendido en el aire y después eché el cuello y la cabeza hacia la derecha y plegué las alas un instante, como si pretendiera zambullirme en el río, cuando me vi cayendo hacia las transparentes aguas di dos aletazos tan fuertes como pude para escapar en un vuelo descendente. El halcón pasó a pocos metros, a mi izquierda, y siguió planeando con las garras abiertas, por delante. Había fallado el golpe. En ese momento no entendí por qué. El halcón cambió de planes con rapidez: se fue directo hacia la grajilla, de la que yo me había olvidado, y la atrapó con mucha facilidad con la garra de la pata derecha. Yo estaba entonces casi a ras del suelo y pude ver a mi hembra cómo efectuaba un viraje muy cerrado, a la izquierda, para cambiar de rumbo. Enseguida supe por qué el halcón había errado su encuentro conmigo: unas plumas, que aún flotaban en el aire, testificaban el terrible encontronazo que mi hembra y el halcón protagonizaron unos cuantos metros por encima de mi cabeza. Las plumas apenas se habían movido del sitio en tan poco tiempo. Mi hembra, que no debía de estar muy lejos, debió percatarse de la maniobra del halcón y le salió al paso para evitar que me matara. Los dos chocaron violentamente en el aire y el impacto hizo que la trayectoria de mi enemigo sufriera una alteración que ya no pudo corregir a última hora, lo que me permitiría salvar la vida. Tras el choque, mi finta, el apresamiento y el giro que hizo mi hembra, los tres volábamos río arriba batiendo las alas con mucha fuerza: yo tan cerca del agua que podía ver hasta las truchas, el halcón con la grajilla que no paraba de graznar y revolverse en el aire, bien sujeta por una de sus garras, y mi hembra, que era la que más deprisa se movía, en la posición más elevada. Así seguimos unos segundos y yo fui ganando altura hasta ponerme a su lado. Ella redujo la velocidad porque nos estábamos acercando mucho al halcón que seguía volando delante y parecía haberse olvidado de nosotros. La grajilla no era muy grande, pesaría cerca de 200 gramos y con esa carga, aunque el halcón es un gran volador, no podría ir muy lejos. Ella siguió al halcón con tenacidad, pero sin prisas y yo volé a su lado tratando de apaciguar el ritmo de mi desbocado corazón. Nosotros disminuimos mucho la frecuencia del aleteo, al poco tiempo nuestro vuelo era muy cómodo, pero el halcón continuaba braceando con fuerza y con un ritmo que quizá doblara al nuestro. Conocía a mi hembra muy bien y sabía que se estaba preparando para atacar al halcón: aguardaba a que se agotase, antes de agredirle. Nuestro enemigo dejó de batir las alas y empezó a planear perdiendo altura. Eso quería decir que había decidido tomar tierra en algún desplumadero. No había mucho tiempo que perder, el planeo de nuestro enemigo también serviría para que el rapaz recobrara el aliento y las fuerzas. Mi hembra emitió unas señales que yo conocía bien, ganó altura y se lanzó en picado sobre el halcón. Yo volaba detrás, pegado a su cola, siguiendo con precisión los movimientos que hacía. Mi corazón ya no latía con la fuerza del miedo. Primero llegó ella con las garras abiertas y las cerró con fuerza alrededor del cuello alargado del halcón y las mías lo asieron por el ala derecha. Caímos los cuatro en una especie de revoltillo del que se desprendieron plumas de varios colores. La grajilla se separó porque el halcón la liberó para utilizar sus defensas contra nosotros. Mi hembra no le dio ninguna oportunidad, sus garras le destrozaron el cuello y el halcón murió desangrado en poco tiempo sin que llegáramos a soltarlo. Cuando estuve seguro de que el enemigo ya no ofrecía ningún peligro me separé de ellos y mi hembra lo llevó a un descampado en la ribera donde lo desplumamos; comimos hasta saciar el hambre y después nos llevamos varios pedazos de carne para los pollos.

Esta mañana he regresado al mismo lugar de ayer, pero sin ninguna angustia ni miedo, con el corazón tranquilo. Aún quedan muchos halcones, búhos y águilas reales que pueden acabar con mi vida cualquier día de estos, o quizá sea yo quien termine con ellos. Los pollos ya han empezado a volar, mi hembra los cuidará algunos días más, no muchos. Yo no volveré al nido, allí no tengo nada que hacer, y ella se reunirá otra vez conmigo cuando los pollos se marchen.

Nos quedaremos aquí.