Accidentes aéreos con bombas atómicas a bordo: Palomares y cuatro más

 

Al coronel Pete Warden, no le gustó la propuesta de los ingenieros de Boeing. El jueves 21 de octubre de 1948, Ed Wells, George Schairer y sus colegas se retiraron al hotel Van Cleve de Dayton, contrariados porque su Modelo 462, un turbo hélice con 6 motores, no satisfacía las expectativas de la Fuerza Aérea estadounidense. A la mañana siguiente, después de una larga noche de trabajo en la que modificaron el diseño del 462, se presentaron otra vez en la oficina del coronel con una nueva oferta, esta vez con motores a reacción. Warden se mostró más receptivo que el día anterior y les sugirió cambios adicionales. Un par de ingenieros de Boeing que se hallaban en Dayton, por otros motivos, se unió al grupo de Wells durante el fin de semana. El sábado, Schairer compró madera de balsa, pegamento, pintura de plata y herramientas para tallar, con lo que empezó a construir una maqueta del nuevo Modelo 464. El domingo, contrataron una mecanógrafa para pasar a limpio la oferta de 33 páginas. El lunes 25, el equipo de Boeing se presentó en su despacho con una bonita maqueta de unos 35 centímetros que reproducía la figura de un avión con 8 motores a reacción sujetos por 4 góndolas y la propuesta del Modelo 464. Acababa de nacer una máquina de volar que cuatro años más tarde empezaría a fabricarse con el nombre de B-52 o Stratofortress (fortaleza estratosférica) y se mantendría en servicio durante cinco décadas. Entre las muchas historias que estos aviones protagonizaron, algunas de ellas, estarían a punto de causar una tragedia irreparable.

Cuando en 1961 la Unión Soviética levantó el muro de Berlín, al tiempo que parecía ostentar una posición hegemónica en el desarrollo de misiles balísticos de largo alcance capaces de transportar cabezas nucleares, Estados Unidos asignó a su flota de B-52 una misión arriesgada y peligrosa. Equipados con bombas atómicas de 1,5 a 4 megatones, sus gigantescos bombarderos empezaron a volar, día y noche, tres rutas que bordeaban las fronteras de la Unión Soviética. Una desde Alaska, otra desde el norte de Estados Unidos hacia Groenlandia y la tercera, desde Carolina del Norte hasta Turquía. Esta tercera ruta, sobrevolaba la España gobernada por el general Franco, con quién Estados Unidos firmó los correspondientes acuerdos para que sus bombarderos pudieran repostar en vuelo en el espacio aéreo español. Esta ruta se cubría con seis vuelos diarios. Con esta operación, bautizada con el nombre de Chrome Dome, Estados Unidos mantendría muy cerca del territorio enemigo, de forma permanente, un importante arsenal nuclear, capaz de alcanzar sus objetivos militares con gran rapidez.

De 1961 a 1968, año en el que se cancelaron los vuelos alrededor de la Unión Soviética con los B-52 cargados con bombas atómicas, se estrellaron cinco de estos aviones. A estos accidentes se los designaría con el sobrenombre de Broken Arrow (flecha rota).

La primera Broken Arrow se produjo el 24 de enero de 1961 en Goldsboro, Carolina del Norte. Un B-52 se aproximaba a su base cuando una fuga de combustible terminó por obligar a la tripulación a abandonar la aeronave. De los ocho tripulantes, tres perdieron la vida. El avión transportaba dos bombas de 3-4 megatones, tipo MK 39, de las que una se recuperó intacta y la otra cayó en un terreno fangoso a más de mil kilómetros por hora. La que resultó indemne, según diversas fuentes, estuvo a punto de estallar. La otra se desintegró y el núcleo principal quedó hundido a unos 55 metros de profundidad; no se pudo recuperar debido a que en la excavación se produjeron fuertes inundaciones. Las MK 39 poseen un poder destructivo que es 250 veces superior al de la bomba que explotó en Hirosima.

El 14 de marzo de ese mismo año, otro B-52 se estrelló a 15 millas al este de la ciudad de Yuba, California. Una avería en el sistema de presurización de la cabina le obligó a descender a 3000 metros lo que incrementaría el consumo de combustible durante el vuelo. No pudo repostar en el aire y se quedó sin combustible. Los ocho tripulantes lograron saltar en paracaídas sin sufrir mayores percances. Las cuatro bombas que transportaba el avión se recuperaron sin que los explosivos convencionales llegaran a detonar.

El 13 de enero de 1964 un B-52 regresaba de su misión europea y una fuerte turbulencia le obligó a descender. Su estabilizador vertical se rompió durante el incidente lo que hizo que el piloto ordenara a la tripulación que lo abandonara al no poder controlarlo. El avión se estrelló en la granja Stonewall Green, en Maryland. Tres tripulantes perecieron en el accidente, dos de ellos en la nieve y el tercero porque no pudo abandonar el aparato. Las dos bombas atómicas que transportaba se recuperaron, intactas, entre los restos de la aeronave.

El 21 de enero de 1968, cerca de la base aérea de Thule en territorio de Groenlandia administrado por Dinamarca, se declaró un incendio en la cabina de un B-52 que transportaba cuatro bombas de hidrógeno. Seis miembros de la tripulación consiguieron saltar en paracaídas, pero uno de ellos no y pereció en el accidente. Los detonantes convencionales explotaron y en la zona se midieron niveles de contaminación relativamente altos. A pesar de la adversidad climatológica, con temperaturas de -50 grados centígrados y vientos que superaban los 100 kilómetros por hora, las autoridades estadounidenses y danesas iniciaron los trabajos de limpieza para evitar la contaminación del mar, en una zona de unos ocho kilómetros cuadrados. Las operaciones de limpieza, en las que participó un mini submarino y colaboraron unas 700 personas, se prolongaron hasta el 13 de septiembre de aquel año. En total se evacuaron más de dos millones de litros de líquidos contaminados. El gobierno danés exigió que los materiales radioactivos se sacaran de Groenlandia y los estadounidenses los transportaron a Carolina del Sur. Se especula sobre la posibilidad de que una de las bombas no pudo ser encontrada.

El accidente de Groenlandia fue la última Broken Arrow ya que, debido al riesgo que entrañaba, Estados Unidos canceló la operación Chrome Dome; además, los nuevos misiles balísticos de largo alcance la hacían innecesaria.

Dos años antes del accidente en territorio danés, otro B-52 se había estrellado en España con cuatro bombas de hidrógeno de 1,5 megatones a bordo. El avión, Tea 16, prestaba el servicio junto a otro B-52: Tea 12. Mientras un nodriza (KC-135), abastecía a este último, su piloto « observó bolas de fuego y lo que parecía la sección central de un ala en una barrena plana» (según el informe de la Fuerza Aérea). Tea 16 había chocado con su avión nodriza cuando se aproximaba para realizar el acoplamiento a 31 000 pies de altura. El tanquero explotó al tiempo que Tea 16 sufría daños que le impidieron seguir volando y se precipitó al suelo. Cuatro de los once tripulantes de los dos aviones se salvaron; tres de ellos fueron rescatados en el mar por pescadores españoles. El accidente ocurrió el 17 de enero de 1966 a las 9:22 de la mañana sobre el cielo español de la población almeriense de Palomares, en el litoral mediterráneo. El presidente de Estados Unidos se enteró del suceso mientras desayunaba. «Haz todo lo posible para encontrarlas» —le dijo a su secretario de Defensa. La primera bomba la hallaron las autoridades españolas enseguida: estaba intacta en la playa. La segunda apareció a la mañana siguiente: el detonante convencional había explotado y el plutonio contaminaba el entorno. Poco después, esa misma mañana, apareció la tercera bomba, en condiciones similares a la segunda. De la cuarta no se supo nada ni aquel día ni en aquella semana. Durante 80 angustiosas jornadas más de 600 militares estadounidenses y fuerzas de seguridad españolas estuvieron buscando la cuarta bomba, hasta que alguien supo atar suficientes cabos como para preguntarle por su paradero a un pescador: Francisco Simó Orts. Paco el de la bomba, la había visto caer en el mar y se aprestó a indicar a las autoridades el lugar exacto en donde se encontraba: en el fondo del mar, a 869 metros de profundidad y cinco millas de la costa.

Según las autoridades españolas, preocupadas por el turismo, no había ocurrido nada. El ministro de Turismo, Fraga Iribarne, y el embajador estadounidense se dieron un chapuzón en la playa almeriense, ampliamente difundido por la prensa y la televisión. A Paco, el de la bomba, el ministro Solís le impuso una medalla. Mientras tanto los niños cantaban: «No te quieres enterar, yey, ye, que la bomba va explotar, yey yeye yé…». Sin embargo los expertos sabían que la contaminación del plutonio había afectado tierras de cultivo y parte del poblado, extendiéndose sobre una amplia zona de unas 226 hectáreas. En los días que siguieron, el equipo norteamericano se llevó a Georgia unas 1700 toneladas de material contaminado; sin embargo los trabajos de limpieza no fueron suficientemente exhaustivos y el problema subsiste en la actualidad. La Junta de Energía Nuclear (JEN) y posteriormente el Ciemat (Centro de Investigaciones Energéticas Medioambientales y Tecnológicas), han venido, haciendo desde entonces, un seguimiento de la salud de las personas y de la radioactividad en la zona. Según el Ciemat en el área afectada aún queda medio kilo de plutonio, en una extensión de unas 60 hectáreas; habría que extraer alrededor de 50 000 metros cúbicos de tierra para limpiar la zona. Tras numerosas gestiones, en octubre de 2015, el secretario de Estado norteamericano John Kerry y el ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García Margallo, firmaron un acuerdo por el que Estados Unidos se compromete a gastar unos 640 millones de dólares para limpiar definitivamente la zona contaminada de Palomares.

Los accidentes de los B-52 que transportaban bombas nucleares estuvieron a punto, en varias ocasiones, de organizar un desastre humanitario de proporciones inimaginables. Un desastre que no se habría limitado a la explosión nuclear en zonas habitadas de un artefacto centenares de veces más potente que los que originaron la muerte a 246 000 personas en Hirosima y Nagasaki. La explosión atómica en cualquier territorio, podría interpretarse como un ataque nuclear enemigo y desencadenar una guerra nuclear de carácter global.

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