El aviador Emilio Carranza, de México a Nueva York

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El tío de Emilio, el general Alberto Salinas Carranza, fundó la Escuela Mexicana de Aviación. El chico se aficionó al vuelo desde muy joven. Sin embargo, la muerte de Venustiano Carranza, tío abuelo de Emilio y asesinado en Tlaxcalantongo (Puebla) en 1920, obligó a su familia a exilarse a Estados Unidos, por segunda vez, donde el muchacho prosiguió sus estudios. Fue una época convulsa de la historia de México, en la que Venustiano Carranza luchó junto a Villa y Zapata, pero los revolucionarios no depusieron las armas, y al final de sus días también se enemistó con Obregón. Los padres de Emilio, Sebastián Carranza y María Rodríguez, ya se habían establecido en Texas en 1911 y regresaron a México en 1917, el año que Emilio cumplió 12 años. Aún no habían pasado tres años cuando la inestabilidad política de su país lo llevó a Tejas por segunda vez.

Álvaro Obregón ganó las elecciones de 1920 y en 1923 Emilio Carranza pudo regresar a su país para ingresar en la Escuela de Aviación Militar en la que se graduó como teniente, con honores, en 1926.

Muy pronto se hizo famoso por sus largos viajes con aeronaves que él mismo reconstruyó. El primero de Chicago a la ciudad de México y el segundo de la capital mexicana a la ciudad de Juárez. La aeronave de su segunda gran travesía la bautizó con el nombre de Coahuila, su estado natal, y era un viejo aeroplano de madera en el que instaló un potente motor BMW de 185 caballos.

En diciembre de 1927, Charles Lindbergh visitó México capital y Emilio Carranza fue designado para acompañarle. El estadounidense ya era mundialmente famoso por su vuelo de Nueva York a París, pero cuando aterrizó en México despegó de Washington, con lo que había recorrido en su vuelo a la capital mexicana una distancia también muy considerable, uno de los trayectos más largos que alguien había efectuado en avión hasta entonces.

Como ocurría en todo el mundo en aquella época fue un periódico, el Excelsior, quien propuso la idea de que, en justa reciprocidad, el país debía organizar un vuelo de la ciudad de México a Washington. Se organizó una colecta para recabar fondos que permitieran financiar el proyecto y el propio Lindbergh contribuyó con 2500 dólares. Dos meses más tarde el rotativo invitó al capitán Emilio Carranza, que estaba destinado en Jalisco, a que pilotara la aeronave que tenía que enlazar las dos capitales norteamericanas. El militar aceptó sin dudarlo.

El avión para efectuar la histórica travesía se encargó a la empresa que entonces era de un grupo de inversores y había pertenecido a Mahoney y Ryan, en San Diego (California), la misma que había construido el histórico Spirit of St Louis de Lindbergh. Equipaba un motor Wright Wirlwind J-5C igual al que llevó el estadounidense en su vuelo transoceánico. Al avión le pusieron el nombre de México-Excelsior. Emilio Carranza supervisó la construcción del aparato en San Diego y realizó varios vuelos de prueba antes de aceptarlo.

El 24 de mayo de 1928 despegó de las instalaciones del fabricante, en California, y el capitán decidió poner rumbo a la ciudad de México, sin escalas, lo que serviría para someter a una dura prueba a su avión y a él mismo; un buen entrenamiento para el viaje que pensaba realizar. Lo vieron cruzar los cielos en Sonora, Mazatlán, Ixtlán, y en Jalisco a las 9:40 de la mañana del día 26 de mayo. A las 12:06 pm aterrizaba en la ciudad de México donde unas 100 000 personas se habían aglomerado en el aeropuerto de Balbuena para darle una emotiva bienvenida. La gente lo recibió con vivas a México y a Carranza.

A principios de junio los preparativos del histórico vuelo se habían completado. En un aeropuerto, como el de la capital mexicana, a más de dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, hace falta una pista muy larga para despegar con los depósitos llenos de combustible, por lo que tuvo que ser agrandada.

El 10 de junio de 1928, Emilio Carranza, cenó con un pequeño grupo de amigos, su esposa, su madre y su hermano Sebastián, su mecánico y compañero del primer gran vuelo que hizo desde Chicago. Esa noche durmió poco más de cinco horas porque a las 06:15 am ya estaba en el aeropuerto. Las personas que acudieron a despedirlo lo hicieron con nuevos vivas a México y a Carranza y el joven aviador, que aún no había cumplido los 23 años, se difuminó en el cielo con su espléndido México-Excelsior. México entero lo siguió, pendiente de las noticias que llegaban de Tulancingo, Huachinango, Tampico, un barco cuando navegaba hacia Nueva Orleans también notificó que lo había avistado, en Texas lo vieron sobrevolar Port Isabel a la 1:10 pm y Galveston a las 4:20 pm, Tejas. En Nueva Orleans creyeron haber escuchado el ruido de su motor a las 7:10 pm. A partir de entonces la navegación se le haría mucho más difícil al piloto solitario, porque empezó a llover y se desbarató una turbulencia muy desagradable y peligrosa. Por fin, lo avistaron en Atlanta, Georgia, rumbo hacia Washington cuando ya eran las 11:30 pm. Sin embargo, el México-Excelsior, volvió a desaparecer y todos pensaron que habría ocurrido una desgracia. Sus familiares recibieron con inmensa alegría la noticia de la Aviación Civil estadounidense que difundió a las 04:00 de la madrugada del día 12 de junio de 1928: Emilio Carranza se vio obligado a efectuar un aterrizaje de emergencia a las 03:45 am en Mooresville, Carolina del Norte. El piloto y la aeronave estaban bien. Tan solo quedaban 300 millas para llegar a Washington. Al día siguiente despegó de Mooresville, al mediodía y a las 05:15 pm fue recibido en la capital de Estados Unidos con todos los honores.

México y Washington se vistieron con flores y Carranza depositó una hermosa corona en la tumba del soldado desconocido, en el cementerio de Arlington. Cenó en la Casa Blanca con el presidente de Estados Unidos, Coolidge, y participó en numerosas recepciones que organizó en su honor la embajada mexicana. El Excelsior publicó que el avión, que se había construido con dinero del pueblo, pertenecía al pueblo. Carranza anunció que efectuaría el vuelo de regreso desde Nueva York; algo que no estaba previsto.

Cuando de despegó de Washington y a su llegada a Nueva York lo acompañaron aviones militares y en la gran urbe a orillas del Hudson lo recibió el alcalde que le hizo entrega de las llaves de la ciudad. Antes de iniciar el vuelo de regreso a México, Carranza pasó revista a los cadetes en West Point, pudo disfrutar de la compañía de su padre, que trabajaba en el consulado de aquella ciudad y hasta viajó a Detroit con Lindbergh para probar un avión del fabricante Curtiss.

A principios de julio el joven Emilio Carranza empezó a desesperarse porque la adversa meteorología le obligaba a posponer su vuelo de regreso a México, desde Nueva York una y otra vez. Lindbergh he aconsejó que no se embarcara con mal tiempo y que esperase lo que hiciera falta a que las condiciones meteorológicas mejorasen. Tras varias demoras el vuelo lo había previsto para el 12 de julio. Sin embargo aquella jornada se formó una tormenta que desaconsejaba que iniciara la travesía. Su equipo y el personal del aeropuerto, después de una larga discusión, consiguieron convencerlo de que desistiera de su empeño en despegar. Casi a la fuerza se lo llevaron a cenar al restaurante del hotel Garden City, en Long Island. Allí recibió un misterioso telegrama que Emilio leyó con atención y que, al parecer, motivó que de inmediato tomara la decisión de marcharse al aeropuerto para iniciar el vuelo de regreso a su país.

El 12 de julio de 1928, a las 7:18 pm despegó de Nueva York y desapareció en la cegadora y resplandeciente claridad de un cielo deslumbrado por las continuas descargas eléctricas. Nadie supo nada de él hasta el día siguiente cuando a las 3:25 pm llegaron noticias de Sandy Ridge, en Nueva Jersey. Un muchacho que buscaba bayas en un bosque había encontrado un trozo del ala de un avión y dio parte a la policía local. No tardaron mucho en encontrar los restos del México-Excelsior y el cuerpo sin vida de su piloto. Según algunas publicaciones (The lost mission of captain Carranza, John Galu and Dave Hart / El Diario, Juan de Dios Olivas) Emilio Carranza llevaba consigo el misterioso telegrama: «Sal inmediatamente, sin excusa ni pretexto o la calidad de tu hombría quedará en duda. Firma: general Joaquín Amaro.»

Al féretro de Emilio Carranza, sobre un armón adornado con flores y banderas, le acompañaron 10 000 soldados a la estación de Pennsylvania. En México, sus restos fueron depositados en la Rotonda de los Hombres Ilustres del panteón Civil de Dolores en la ciudad de México.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Dos aviadores, un escritor y la muerte

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El 1 de marzo de 1983 Arthur Koestler y su esposa se suicidaron. El autor de Espartaco, periodista, residente en Londres, judío y nacido en Budapest, había estado a punto de perder la vida en España, durante la guerra en 1937. De los trágicos recuerdos de aquella época surgió su obra Diálogo con la muerte. Su vida no había sido nada fácil hasta entonces. De joven emigró a Palestina para integrarse en un kibutz, aunque su falta de vocación como agricultor lo devolvería a Europa para trabajar en Berlín como periodista. Como jefe de las publicaciones científicas del Ullstein se embarcó en el histórico vuelo del Graff Zeppelin al polo Norte para relatar las peripecias a bordo del dirigible de Hugo Eckener. Koestler, un hombre con profundas inquietudes sociales, ingresó en el partido comunista alemán de forma clandestina, aunque lo abandonó más tarde horrorizado con el régimen estalinista.

A lo largo de 102 días, Arthur Koestler esperó a que lo fusilaran en Sevilla. La experiencia de vivir al borde de la muerte le propició una visión cósmica de la vida que influiría todas sus obras. Enviado por su periódico británico a la ciudad andaluza para comprobar hasta qué punto los alemanes y los italianos ayudaban a las tropas de Franco, fue descubierto por un piloto alemán que denunció su presencia, aunque en esa ocasión Arthur logró escaparse a Gibraltar. Volvió a cruzar la frontera para acercarse a Málaga y cubrir la toma de la ciudad por las tropas de Franco. Sin embargo, fue detenido y encerrado en la cárcel en Sevilla. Koestler creyó que aquel sería el último acto de su existencia.

Cuenta el novelista que el 12 de mayo de 1937, por la tarde, lo sacaron de su celda para llevarlo al despacho del director de la prisión. Un personaje, con camisa negra, le dijo que si colaboraba con él lo pondría a salvo. El individuo resultó ser un piloto que lo embarcó en una aeronave para transportarlo a la libertad y durante el vuelo sostuvieron ambos una profunda conversación acerca del sentido de la muerte. Ninguno de los dos podía imaginar que a Koestler aún le quedaban más de cuarenta años de vida mientras que a su interlocutor ni siquiera uno. El escritor no lo sabía, pero el gobierno británico intervino para conseguir el canje de Koestler por una prisionera que los republicanos retenían en Valencia: Josefina Gálvez Moll.

Josefina era una de los tres hijos del doctor José Gálvez Ginachero, que estudió medicina en París y Berlín, se especializó en ginecología, fundó un sanatorio en Málaga, se casó con María Moll y de 1923 a 1928 fue alcalde de dicha ciudad. Católico, excelente profesional de la medicina y compasivo, en febrero de 1937 fue detenido por los republicanos, aunque muy pronto lo dejaron en libertad. Sin embargo, su hija Josefina, casada con un aviador del ejército franquista, embarazada con mellizos, fue hecha prisionera y cuando Málaga cayó en poder del ejército franquista los republicanos la trasladaron a Valencia. La otra hija del doctor Gálvez, María del Carmen, también se había casado con un famoso aviador, Joaquín García Morato, y fue este último quien presentó a Josefina la persona que se convertiría en su marido: el bilbaíno Carlos de Haya y González de Ubieta.

El aviador que vestía una camisa negra y con quien se topó de forma inesperada, en la cárcel sevillana Arthur Koestler, era el esposo de Josefina Gálvez, uno de los pilotos de mayor prestigio de la aviación franquista. Carlos de Haya liberó al húngaro y a cambio su mujer pudo reunirse con él, en cumplimiento con el pacto establecido por las fuerzas beligerantes.

Los concuñados de las Gálvez, Joaquín y Carlos, compartían fama de excelentes aviadores aunque eran dos personas muy diferentes. Extrovertido, simpático, bajito y dispuesto a arriesgar siempre más allá del límite de lo razonable Joaquín fue el paradigma del piloto de caza. Concienzudo, metódico, introvertido, alto y calculador, durante la guerra Carlos volaba aviones de transporte y bombardeo, como el Douglas DC-2 y el Junkers JU-52, aunque sus últimas misiones las efectuó con aeronaves de caza Fiat CR-32 (Chirri). Anteriormente había logrado varias marcas mundiales aeronáuticas, gracias a su tenacidad y preparación técnica. Una de las misiones que le dio mayor popularidad fueron los vuelos de abastecimiento a los sitiados en el Santuario de la Cabeza. En muchos de ellos arrojaba las provisiones y medicinas atadas con cabos a las patas de pavos que, con su frenético aleteo, amortiguaban el impacto de los envíos sobre el suelo. Su avión, DC-2 se ganó el sobrenombre de El Panadero.

El 21 de febrero de 1938, en el frente de Teruel, Carlos de Haya colisionó con un Chato (Polikarpov I-15) y falleció al estrellarse con su avión Fiat CR-32 en el puerto Escandón. Hoy, una placa de piedra en aquel lugar nos recuerda el trágico accidente del gran piloto.

Joaquín García Morato también murió muy joven, mientras realizaba sus peligrosas prácticas acrobáticas en una exhibición tres días después de terminar la guerra, el 4 de abril de 1939.

Muy distintos, los dos ases de la aviación, compartieron un cierto desprecio por la vida que consideraban supeditada a otros intereses.

El gran escritor Arthur Koestler decidió acabar con su existencia de un modo libre y voluntario a los 77 años de edad, en 1983. Siempre había defendido la eutanasia como el mejor remedio «para abandonar un cuerpo mortal arruinado por el dolor y volver de nuevo al estado de no nacido». Padecía Parkinson y sufría temblores de forma continua. Su tercera esposa, Cynthia, simplemente no concibió la vida sin su esposo y decidió viajar con él a ese espacio anterior al nacimiento.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Las vueltas al mundo de los aviones de Rutan

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El Voyager sobre el sur de California

 

«Yo no podía creer que lo habíamos hecho, porque nunca pensé que iba a sobrevivir. Honestamente, creí que probablemente perderíamos el avión y nuestras vidas. Hacerlo fue increíble».

El 23 de diciembre de 1986, Dick Rutan y Jeana Yeager aterrizaron en la base aérea Edwards, en California. Tras volar ininterrumpidamente, alrededor del mundo, en los tanques de combustible les quedaban alrededor de 60 litros de los más de 4 000 litros con que habían despegado de la misma base hacía ya 9 días, 3 minutos y 44 segundos. Dick Rutan siempre pensó que no saldría con vida de aquella aventura, pero no supo cómo volverse atrás después de tomar la decisión. Dick era un experto piloto, retirado de la Fuerza Aérea, con centenares de misiones de combate en su palmarés. Trabajaba en la empresa fundada por su hermano Burt, como jefe de pilotos de pruebas y de producción. Los dos Rutan, desde que nacieron, solamente pensaban en los aviones, Dick se hizo militar y Burt ingeniero. La idea de dar la vuelta al mundo surgió en un café, mientras Burt garabateaba un extraño avión en una servilleta con el que, según él, podría circunvalarse la Tierra. Jeana Yeager y Dick dijeron que ellos se encargarían de volarlo. Tardaron cuatro años en conseguir el dinero y fabricar el Voyager, un extraño aparato de fibra de carbono; un material la mitad de pesado que el metal y cinco veces más resistente. La configuración de la aeronave constaba de un fuselaje central, dos depósitos fusiformes separados del fuselaje, a los lados, con dos timones verticales al final de cada uno de ellos y que soportaban un timón de profundidad en el morro tipo canard y las alas cuya envergadura alcanzaba los 33,8 metros. Llevaba dos motores, en el fuselaje, uno en el morro y otro en la parte posterior, aunque estaba previsto que en crucero volara con uno de ellos y que el segundo se empleara para despegar, ganar altura, o en caso de emergencia. La estructura de la aeronave, tan liviana, se deformaba mucho sobre todo cargada de combustible y en las térmicas. La flexión de las alas cambiaba las características aerodinámicas del avión y la respuesta del timón de profundidad, lo que dificultaba en gran medida el control del aparato. Para Dick, un piloto con gran experiencia, el Voyager era una bestia impredecible y salvaje que llegó a inspirarle terror y la seguridad de que jamás saldría con vida de aquella aventura. Para Jeana, el avión resultó ser una máquina excesivamente complicada. Los dos se habían conocido en 1980 y cuando decidieron hacer juntos el viaje, en el restaurante que Burt Rutan esbozó el Voyager, mantenían una relación de pareja. Jeana era una fanática de los aviones desde que obtuvo su licencia privada en 1978, cuando tenían 16 años. Dick y Jeana congeniaron muy pronto, sin embargo la experiencia del vuelo contribuyó a que su amor se desvaneciera.

Jeana Yeager, no tenía ningún parentesco con Chuck Yeager, el piloto que superó por primera vez la barrera del sonido. En realidad Chuck pensaba que el vuelo del Voyager alrededor del mundo, no suponía gran cosa ya que era algo así como fabricar un coche que llevara un depósito muy grande y conducirlo de Los Angeles a Nueva York. No fue el único aeronauta famoso que criticó la hazaña de Jeana y Dick y también hubo periodistas que les censuraron la segunda vuelta al mundo que dieron recibiendo homenajes, dando charlas y haciéndose fotos, nada más finalizar la primera a bordo del Voyager. No tiene ningún sentido pasarse más de 9 días en un diminuto cubículo, volar 40 211 kilómetros, resolver decenas de averías, enfrentarse a tifones y tormentas y casi de milagro conseguir regresar al punto de partida, para luego encerrarse en una cartuja. En cualquier aventura o logro científico o tecnológico suele haber un capítulo dedicado al espectáculo. Las dificultades que Jeana y Dick pasaron a bordo, les dio para escribir un libro y pronunciar centenares de conferencias.

Desde un punto de vista tecnológico el Voyager fue un acontecimiento extraordinario. El alcance máximo de un volador depende del porcentaje del peso de combustible, sobre su peso total, en el momento de despegue; el aeronauta francés Breguet lo demostró en los años 1920. Por lo tanto, para llegar muy lejos, es necesario construir un aparato liviano con robustez suficiente para cargar una gran cantidad de combustible. En el momento del despegue, el peso del combustible que transportaba el Voyager suponía un 77% de su peso. En un avión comercial de largo alcance, como el B 787 o el B 747, este parámetro es del orden de un 45%. Burt, el hermano de Dick, concibió un aparato excepcionalmente ligero, con materiales que con los años se incorporarían de forma progresiva a las aeronaves comerciales y tuvo que enfrentarse a los problemas de control inducidos por la aeroelasticidad. Gracias a la pericia como piloto de Dick y con el apoyo de Jeana, el avión pudo completar su difícil misión.

Para Burt Rutan el vuelo del Voyager supuso un gran espaldarazo a su nueva empresa. Ingeniero aeronáutico por la Universidad Politécnica de California, el joven Rutan empezó a trabajar para la Fuerza Aéra de Estados Unidos, en el diseño y preparación de ensayos de vuelo, en la base Edwards. En 1974 creó su propia empresa en el Mojave: la Rutan Aircraft Factory (RAF), dedicada a desarrollar aviones ligeros que pudieran construirse en casa. En 1982 fundó otra sociedad, Scaled Composites, cuyo objetivo social fue la fabricación de prototipos de aeronaves y vehículos espaciales. Desde su constitución, Scaled ha tenido un gran éxito en el desarrollo de proyectos para entidades privadas, grandes empresas aeronáuticas, la NASA y DARPA que culminarían con el diseño del Space Ship One (SS1) —la primera nave espacial desarrollada por la industria privada— que hizo su vuelo inaugural en 2004. La revista Newsweek dijo de Burt Rutan que «era el hombre responsable de más innovaciones en la aviación actual que ningún otro ingeniero vivo». En la actualidad Scaled Composites está desarrollando el avión que transportará una cápsula espacial y sus cohetes para ser lanzada desde la estratosfera (Stratolaunch); es un encargo de Vulcan Aerospace, otra empresa privada de uno de los cofundadores de Microsoft: Paul G. Allen.

Burt Rutan, fue quién diseño aquella bestia que tanto temor inspiró a su hermano, el Voyager, pero también sería responsable, años más tarde, de otra aeronave emblemática que también circunvaló el mundo: el GlobalFlyer. El avión tenía un aspecto muy similar al Voyager, pero en vez de dos motores con hélices, lo equipó con un turbofan sobre el fuselaje central. Construido con fibra de carbono, en vacío pesaba 1 678 kilogramos y su peso máximo de despegue era de 10 024 kilogramos. Con un 83% de peso de combustible sobre el total, al despegue, en 2006 el avión fue capaz de recorrer 41 467 kilómetros. Despegó en el Centro Espacial Kennedy, en Florida, dio una vuelta entera al mundo volando hacia el este y cruzó otra vez el Atlántico para aterrizar en Kent, Inglaterra. La aeronave voló con un único piloto, Steve Fossett, durante 76 horas y 45 minutos. Al aterrizaje no le faltó parte del dramatismo con que Dick Rutan sobrellevó su vuelo con el Voyager: el generador eléctrico no funcionaba, se había formado hielo dentro de la cabina que impedía que el piloto viera bien la pista, un neumático reventó en el despegue, los frenos se habían bloqueado y apenas le quedaban 91 kilogramos de combustible en los depósitos. Aun así, Fossett, ganó todos los records de distancia para aeronaves y aeróstatos.

Han sido los aviones de Burt Rutan los que consiguieron por primera vez en la historia volar alrededor del mundo, sin escalas, siguiendo una ruta comprendida entre los trópicos. Los pilotos, su hermano Dick con Jeana Yeager y Steve Fossett, convirtieron en realidad lo que de otro modo hubiera pasado inadvertido. Hay veces en las que el desarrollo tecnológico hace uso de la aventura y el espectáculo para captar la atención del público y dinero; otras veces el espectáculo se reviste de tecnología; ¿quién sabe distinguirlas?

Los grandes raids: política y aeronáutica

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(John Rodgers y su tripulación, antes de despegar de San Francisco, 1925)

El vuelo del comandante Franco de Palos de la Frontera a Buenos Aires, en febrero de 1926, fue el primero de los que se suelen denominar como grandes raids españoles. Y es posible que también fuera el que mayor repercusión tuvo en los medios de España y latinoamericanos. Después del vuelo a Buenos Aires el comandante Ramón Franco se convirtió en un héroe muy popular. La fama lo impulsaría a transitar por una vida complicada y llena de contradicciones que finalizó a causa de un accidente cuyos motivos no se han podido aclarar. El gran reconocimiento que se le otorgó al vuelo a través del Atlántico Sur de Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada, puede explicarse mejor con razones políticas que aeronáuticas.

El trayecto más complicado, de Porto Praia, en Cabo Verde, a la isla de Fernando de Noronha (2305 kilómetros), sobre el océano, no era la primera vez que se efectuaba. Los portugueses Sacadura Cabral y Gago Coutinho lo habían recorrido con un hidroavión Fairey IIID MK II, el Lusitania, cuatro años antes, en mayo de 1922. El viaje, de Lisboa a Río de Janeiro, se tuvo que hacer con dos aeronaves, porque la primera quedó inservible en Fernando de Noronha; debido a los muchos incidentes que padecieron tardarían en completarlo 79 días. El veterano Santos Dumont, abrazó a los pilotos cuando aterrizaron en Río. Uno de los grandes méritos de los portugueses fue la navegación, de la que se haría cargo Coutinho con un sextante de su invención que llevaba incorporado un horizonte artificial. Ramón Franco tomó buena nota de este importante detalle y para efectuar su viaje compró un sextante Systems Admiral Gago Coutinho, por el que pagó de su propio bolsillo la exorbitante suma de tres mil pesetas. Para el aviador español este instrumento fue el espíritu del Plus Ultra.

Si cuando el Plus Ultra realizó su histórico vuelo, el Atlántico Sur apenas había sido explorado desde el aire, no podía decirse lo mismo del Atlántico Norte. En 1919 la Marina estadounidense organizó una expedición con hidroaviones Curtiss NC. De San Juan de Terranova a las Azores, posicionaron 22 buques separados unas 50 millas marinas, en cuyas cubiertas, por la noche, hicieron brillar potentes focos a la vez que disparaban cohetes con luminarias. De ese modo construyeron un sendero luminoso que indicaba a los aviadores el rumbo que tenían que seguir para alcanzar su destino. De los tres aviones que despegaron de San Juan, solamente uno, el NC-4, llegó a la ciudad de Horta en las Azores, tras volar 1920 kilómetros en 15 horas y 18 minutos. Los otros dos, ofuscados por la niebla, perdieron el rumbo y se vieron obligados a amerizar en medio del océano donde los rescataron los buques de apoyo. El NC-4 voló después de las Azores a Lisboa, al Ferrol, en España, y a Plymouth, en el Reino Unido, donde aterrizó en mayo de 1919. Fue el primer avión que viajó del continente americano al europeo. Sin embargo el éxito de la Marina estadounidense fue bastante efímero porque los británicos John Alcock y Arthur Whitten Brown, el mes de junio de ese mismo año, con un bombardero modificado de la casa Vickers volaron de San Juan de Terranova, a Clifden, Irlanda, sin escalas, en 16 horas y 12 minutos, recorriendo una impresionante distancia de 3168 km. La hazaña les hizo ganadores del premio del Daily Mail de 10 000 libras para la primera tripulación que cruzara el Atlántico Norte sin ninguna parada intermedia.

Unos cinco meses antes de la aventura transatlántica de Ramón Franco, John Rodgers y su tripulación, a bordo de un hidroavión Curtiss PN-9 de la Marina estadounidense, realizaron otro histórico vuelo, de California a Hawái. Los militares norteamericanos prepararon el viaje con el apoyo de 10 buques, espaciados unas 200 millas. De la bahía de San Pablo, cerca de San Francisco, el 31 de agosto de 1925 despegaron dos aviones; uno de ellos se averió cuando había recorrido unas 300 millas y tuvo que amerizar; el otro, al mando de John Rodgers, continuó su vuelo hacia Hawái hasta que el 1 de septiembre, a unas 450 millas de su destino se quedó sin combustible y tuvo que posarse sobre el océano. Pensaron que pronto serían rescatados por un buque de la Marina, pero tras un día en el mar decidieron improvisar una vela y poner rumbo a las islas. Durante nueve días Rodgers y su tripulación navegaron con su PN-9 hasta que se encontraron un submarino de la Marina a unas 15 millas de la bahía de Nawiliwili, Kauai. El buque militar los remolcó para facilitarles la arribada a la isla. Allí, el práctico del puerto y su hija remaron hasta el hidroavión para ayudar a los náufragos a pasar el arrecife. A pesar de aquel frustrado final, John Rodgers y su tripulación consiguieron el récord de distancia de vuelo, fuera de un circuito, al recorrer 3206 kilómetros.

Algunas travesías aéreas sobre el océano, en 1926, ya habían superado los 3000 kilómetros, una cifra que excedía en mucho el salto más largo que efectuó el Plus Ultra. Sin embargo, mientras el Atlántico Norte captaba el interés de los navegantes, el Sur parecía quedar relegado a un segundo plano. Sacadura Cabral y Gago Coutinho volaron a Río de Janeiro para celebrar el primer centenario de la independencia de Brasil, lo que no dejó de ser un acontecimiento aislado en el escenario de la aviación internacional. El hecho de haber necesitado dos aeronaves y la lentitud con la que los portugueses efectuaron la travesía, permitieron a Franco y Barberán —los promotores del viaje del Plus Ultra— convencer a la Aeronáutica Española y al Gobierno de que la ruta aérea del Atlántico Sur no había sido inaugurada con la necesaria solvencia y la aviación hispana tenía la oportunidad de hacerlo. A la dictadura de Primo de Rivera, que acababa de resolver el conflicto africano, le venía bien un acontecimiento de semejante naturaleza y el proyecto fue aprobado sin muchas dilaciones.

Desde un punto de vista tecnológico no fue un suceso de gran relevancia. Otros aviadores y otras aeronaves habían navegado más millas sobre los océanos y otros pilotos habían cruzado ya el Atlántico Sur. Con la excepción de la prensa española y latinoamericana los medios no recogieron la noticia del vuelo del Plus Ultra con excesiva notoriedad. Ni entonces ni después, nunca lo hicieron. El vuelo tampoco sirvió para superar ningún record internacional. Sin embargo, los recibimientos del Plus Ultra en todas las escalas, las recepciones y fiestas en su honor y la repercusión en los medios de habla hispana, alcanzaron una dimensión difícil de imaginar. Los tripulantes fueron recibidos como héroes, agasajados, aclamados y premiados con una generosidad extraordinaria y su gesta equiparada al viaje del almirante Colón que lo llevó a descubrir las Américas. A Ramón Franco debió parecerle que acababan de entrar en un mundo fantástico del que saldrían cuando quisieran porque trató de continuar, desde Buenos Aires, su viaje de bienvenidas por toda América, a lo que el buen juicio de las autoridades españolas se opuso. Regresó con su tripulación a España, embarcado, para recibir en su país otra sinfonía de parabienes y convertirse en uno de los ciudadanos más famosos de su época. Es difícil encontrar una proporción razonable entre las celebraciones que acompañaron el éxito del Plus Ultra y sus hechos. Y es que quizá hay veces en las que los pueblos necesitan que de la muchedumbre surja un líder, un héroe, un personaje a quien encumbrar, querer, admirar y seguir, y en esas ocasiones no importa apenas lo que haga, basta con que la gente le asigne ese rol de distinción y encumbramiento. Por lo general, cuando eso ocurre, siempre hay una mano escondida que ayuda; algo así como un catalizador que facilita el proceso. Al dictador, don Miguel Primo de Rivera, y a sus adláteres les encajaba bien que la nación pariese alguna gesta y engendrara un héroe, muy propio de regímenes ansiosos de grandes exhibiciones a través de las que desean que el pueblo los identifique. Sin embargo, Ramón Franco fue un hombre muy singular, capaz de plantarle cara hasta el mismísimo don Miguel. El Gobierno le prohibió aterrizar en Montevideo porque, entonces, los políticos de aquel país no se llevaban bien con la dictadura española. Sin embargo, el comandante del Plus Ultra, hizo escala en la capital uruguaya antes de volar a Buenos Aires. Fue un gesto de rebeldía que seguramente sirvió para que el gobierno español donara el Plus Ultra a la nación argentina y hacer que sus tripulantes regresaran a España en barco.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Cal Rodgers y el primer vuelo de costa a costa en Estados Unidos

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—No hay ninguna máquina en el mundo que pueda resistir 1000 millas sin desintegrarse—dijo Orville.

—No puede hacerse—reafirmó Wilbur.

—Alguien tiene que ser el primero. Voy a intentarlo —afirmó Calbraith

Los hermanos Wright, Orville y Wilbur, inventores del aeroplano, trataron de convencer a Calbraith para que desistiera de su idea de comprarles un avión con el que pretendía volar a lo ancho de Estados Unidos, de costa a costa. Sin embargo, Calbraith Perry Rodgers había llegado ya demasiado lejos con sus planes para volar de Nueva York a Los Angeles y ganar el premio William Randolph Hearst dotado con 50 000 dólares. El magnate de la prensa ofrecía ese dinero al primer aviador que cruzara su país en un tiempo que no excediera un mes, y el concurso lo abrió por un año de forma que el plazo finalizaba el 10 de octubre de 1911. A finales de agosto, Calbraith había firmado un contrato con la compañía de Chicago Armour Meatpacking para anunciar a lo largo del vuelo una nueva bebida no alcohólica bautizada con el nombre de Vin Fiz. A principios de septiembre, Calbraith se presentó en Dayton para comprar a los Wright un avión nuevo con el que pretendía optar al premio Randolph Hearst.

Los Wright sabían que la carrera de Cal como aviador había sido meteórica. Cuando su primo, John Rodgers, piloto de la Marina, recibía instrucción de vuelo en la escuela de Dayton de los Wright el pasado mes de marzo, Calbraith fue a visitarlo. Desde ese momento, la atracción que sintió por la aviación fue irresistible. En junio empezó a tomar clases de vuelo. Orville le había dado clases durante 90 minutos. Bien trajeado, con un puro en la boca, seguro de sí mismo, de complexión atlética y 1,90 metros de estatura, a finales de junio el alumno ya manejaba con cierta soltura el avión y contrató a un muchacho, Charles Wiggin, que entonces ayudaba al instructor jefe de los Wright, Al Welsh, como mecánico. A Wiggie le ofreció 15 dólares a la semana, dos menos de los que ganaba probando automóviles, pero el joven mecánico estaba fascinado con los aviones. El 7 de agosto, Cal, obtuvo la licencia número 49 del Aero Club of America y ese mismo mes se presentó en el encuentro aeronáutico de Chicago que se celebraba en el Grant Park. Allí consiguió ganar el premio de permanencia en vuelo —tres horas y media— y otros trofeos con los que llegó a juntar 11 000 dólares. A partir de ese momento, con la ayuda de su esposa Mabel, el joven piloto consiguió firmar un contrato con una empresa de Chicago para que anunciara el Vin Fiz, que al parecer, le ofrecía 5 dólares por cada milla que volara al oeste de Chicago y 4 dólares al este. Wilbur y Orville eran conscientes de que, en tan poco tiempo, Calbraith no había tenido tiempo para enfrentarse a las muchas dificultades que planteaba el ejercicio del vuelo con aquellas máquinas que ellos habían inventado.

Los Wright consiguieron volar, por primera vez, en diciembre de 1903, pero su avión era muy rudimentario. Aún tardarían casi dos años en perfeccionar su aparato, porque hasta el mes de octubre de 1905 no consideraron que su máquina tenía ninguna utilidad práctica. Entonces lograban mantenerse en el aire poco más de 30 minutos en los que el Flyer recorría unas 24 millas. A partir de ese momento dejaron de volar y se dedicaron a vender su avión, en lo que invirtieron dos años largos. No les resultó fácil convencer al gobierno de Estados Unidos ni a los industriales franceses que habían inventado una máquina de volar más pesada que el aire cuya utilidad militar era indiscutible. En 1908 hicieron las primeras demostraciones públicas de vuelo, para cumplir con sus compromisos contractuales y en Fort Myer, Orville tuvo un accidente que estuvo a punto de costarle la vida mientras Wilbur, en Francia, deslumbraba a los aeronautas europeos. Aunque algunos franceses habían conseguido volar, desde que Santos Dumont lo hizo en Paris en 1906, sus aeronaves eran muy primitivas en comparación con las de los Wright. Pero la maniobrabilidad de las máquinas de los hermanos de Dayton tenía un precio: la inestabilidad. Estaban diseñadas para que su piloto mantuviera el avión en condiciones de volar actuando sobre los mandos de forma continuada. Pilotarlas no era un ejercicio sencillo. Wilbur y Orville lo sabían. De hecho, desde 1909, después de entrenar un grupo de pilotos, tal y como habían acordado con sus primeros clientes, ellos habían dejado de volar, al menos en público. Pero si el ejercicio del vuelo no era algo sencillo debido a las ráfagas de aire, las corrientes ascendentes y descendentes o las bolsas de aire caliente —que hacían, en muchas ocasiones, que pareciera que el avión en el aire carreteara sobre un pavimento bacheado, en el que a veces uno de aquellos agujeros lo hundía varios metros—, la mecánica y las partes del avión tenían que soportar grandes esfuerzos, lo que originaba un sinfín de averías. El resultado era que en apenas unos años la aviación ya se había cobrado un número excesivo de víctimas entre los pocos pilotos de las primeras aeronaves. Para los Wright, intentar cubrir una distancia de alrededor de 5 000 millas, en saltos consecutivos de no más de 250 millas, con el mismo avión, era una absoluta temeridad. Estaban convencidos de que ni el piloto ni la aeronave soportarían una prueba tan exigente y que la aventura tenía muy pocas probabilidades de éxito. Sentían compasión por la vida de aquel simpático, ambicioso y elegante joven de 33 años, empedernido fumador de cigarros, y tampoco querían ver la foto de uno de sus aviones en todos los grandes periódicos del país, convertido en un amasijo de maderos y telas, anunciando el accidente que terminaría con la existencia de Calbraith. Entendían que los aviones debían usarse con prudencia, de un modo racional, no para llevar a cabo inútiles y peligrosas aventuras, pero ya se habían dado cuenta que los magnates de la prensa se llenaban los bolsillos vendiendo periódicos con las fotos que a ellos les horrorizaban. Para su desgracia, los espectáculos macabros eran el mayor negocio de la incipiente aviación.

Calbraith Perry Rodgers veía las cosas desde otra perspectiva: la conquista de un mundo hostil en el que alguien tendría que demostrar, por primera vez, que el hombre era capaz de viajar de una a otra costa de su país, para inaugurar el transporte de pasajeros y mercancías por el aire. Si lo hacía él, se convertiría en un personaje afamado, lo que le abriría las puertas para abordar otras muchas aventuras.

—En Chicago, durante las pruebas de permanencia en el aire, he volado en total unas 27 horas en nueve días, una distancia que representa casi la mitad del camino que tengo que recorrer de costa a costa. Creo que puede hacerse. Todo está previsto. Mi patrocinador, la empresa Armour, va a poner a mi disposición un automóvil y un tren con varios vagones, en los que llevaremos camas, restaurante, un taller completo, combustible y piezas de repuesto. Cuento con mi mecánico, Charles Wiggin, aunque me gustaría que me acompañara también otro con más experiencia. Además también vendrán: un conductor, varios ejecutivos de la patrocinadora y un enlace con la prensa.

Calbraith tuvo que emplearse a fondo, demostrar que no se trataba de una aventura alocada, que careciese del soporte económico y logístico necesario para ejecutarse con seguridad. Habló de sus antepasados —célebres marinos, diplomáticos y militares— de su padre que hizo la guerra a los indios en el lejano oeste, de su educación profundamente religiosa y de sus aventuras como marinero que le permitieron conocer a su esposa, Mabel Avis Graves, cuando rescató a su madre que se había caído al mar. Lo que no les dijo es que estaba sordo, motivo por el que no pudo ingresar en la Marina, debido a una escarlatina que padeció cuando era un niño.

Los Wright se vieron obligados a ceder ante la argumentación del joven piloto. Era un hombre de buena familia con sólidos principios religiosos, fuerte y decidido, que además contaba con el apoyo financiero de una sólida empresa. Les preocupaba también que si no le vendían uno de sus aviones terminara comprándole otro a Glenn Curtiss, con quién mantenían un importante litigio por lo que consideraban que era su propiedad intelectual. También sabían que otros dos pilotos tenían intención de optar al premio en septiembre: Robert Fowler con un aeroplano Wright modelo B, el Cole Flyer, equipado con un motor de la empresa de automoción Cole, y Jimmy Ward con un aparato de Curtiss, el Hearst Pathfinder.

Calbraith también negoció el apoyo de Charlie Taylor, que trabajaba para los Wright y era el mecánico que había fabricado el primer motor con el que volaron en las dunas de Kitty Hawk en 1903. Charlie se incorporaría durante un mes al equipo de apoyo que seguiría el vuelo de Calbraith. El precio del avión, con algunos repuestos, se estipuló en 5 000 dólares.

Para aquella misión, se construyó un avión especial, el Wright EX, con la estructura recubierta de aluminio, un tanque de combustible de 25 galones —aunque Calbraith no tenía intención de volar más de cuatro horas seguidas— y un motor refrigerado por agua, de 35 caballos de potencia. En las pruebas, la aeronave demostró que era capaz de alcanzar una velocidad de 62 millas por hora. No llevaba a bordo ningún sistema de navegación; en la cabina el único asiento, descubierto, estaba situado en el lado izquierdo, junto al motor.

Calbraith trató de adelantar su salida lo que pudo pero le resultó imposible fijar una fecha anterior al 17 de septiembre. Sus dos competidores, Robert Fowler y Jimmy Ward, despegaron antes. El primero lo hizo en California, el 11 de septiembre, porque había decidido efectuar el viaje de oeste a este, mientras que el segundo optó por seguir una ruta muy parecida a la que tenía previsto realizar él: siguiendo, desde Nueva York, el trazado de la línea de ferrocarril Erie. El primer día Fowler se estrelló y todas las noticias que recibió del competidor que venía del oeste, durante los días anteriores a su partida, fueron muy negativas. Jimmy Ward despegó de la isla del Gobernador, en Nueva York, el 13 de septiembre, pero tuvo la mala fortuna de equivocarse en la bifurcación de la línea del ferrocarril, en Jersey, y tomó la que se dirigía al valle Lehigh. Regresó a Jersey para alcanzar Middletown y en Callicoon se quedó en tierra por culpa de la meteorología, durante un par de días.

Todo empezó mejor para Calbraith. Tal y como estaba previsto, el 17 de septiembre acudió al circuito de carreras de Sheepshead Bay, en Brooklyn, para revisar el avión. Miss Amelia Seift, de Memphis, bautizó el aparato estrellando contra su liviana estructura una botella de la nueva bebida de la empresa Armour. Acababa de nacer un avión que pasaría a la historia: el Vin Fiz. En el campo de vuelo se habían congregado unas 2000 personas que desbordaron a la docena de policías que las controlaban. Durante media hora, los ayudantes de Cal estuvieron moviendo la aeronave de un sitio a otro para dejar suficiente espacio libre que permitiese el despegue. Parecía imposible convencer a la gente que se apartase. Cal cogió una caja de cigarros, encendió uno y se metió el resto en los bolsillos. Suficientes para empalmar uno tras otro durante el vuelo porque con el viento de morro, al descubierto, a bordo era imposible encenderlos con una cerilla y el piloto no podía quedarse sin fumar ni un sólo instante. Cuando Taylor y sus ayudantes lo vieron acercarse envuelto en una nube de humo sabían que no iba a esperar más. Subió al asiento del Vin Fiz y Taylor se aferró a la hélice para hacerla girar. El motor arrancó. El ruido hizo que la gente se apartara. Cal hizo rodar el avión por la pista hasta que ganó la suficiente velocidad para levantar el vuelo. Eran las 04:25 de la madrugada. Su madre y su hermana junto con dos de sus hijos, vieron desde un automóvil aparcado en el campo de vuelo como el Vin Fiz se perdía de vista en el cielo. Su esposa Mabel estaba en el hotel Martinique desde donde se dirigiría al tren de apoyo que seguiría el vuelo hasta el final; le acompañaba su madre y las dos tenían reservadas camas en el primer vagón cuyo techo se había pintado de blanco para que Cal lo distinguiera. Los ayudantes que le habían asistido en el despegue, en Brooklyn, abandonaron la pista a toda prisa, en un potente automóvil Palmer-Singer equipado con un motor de 90 caballos que les permitía alcanzar una velocidad de 90 millas por hora.

Aquel día Calbraith voló 105 millas en 104 minutos. Su equipo lo celebró eufórico. Los ejecutivos de la Armour creyeron que toda la aventura se limitaba a llenar los bolsillos de la chaqueta de Cal de cigarros y el depósito del avión de combustible. «En dos semanas estamos en California».

La realidad del negocio en que se habían metido empezó a desvelarse a la madrugada siguiente, en Middletown. La pista era corta y los árboles donde acababa demasiado altos. Cal trató de salvarlos, pero vio con horror cómo las alas quedaban atrapadas entre las ramas de los nogales y el morro se hundía en un gallinero del que salieron despavoridas sus moradoras dejando alguna pluma flotando en el aire. Sorprendido, con algunos cortes en el rostro y la chaqueta arrugada, recibió a su equipo que se acercó para socorrerle con unas palabras que nadie podía imaginar las veces que tendría que repetir a lo largo del viaje.

—Arregladlo muchachos, que estoy listo para seguir.

Las fotos del accidente impresionaron a su madre hasta el punto de que se trasladó a toda velocidad a Middletown para suplicarle que abandonara aquel insensato proyecto de volar hasta Pasadena. Cal y Mabel se rieron, trataron de restarle importancia al asunto y la tranquilizaron como pudieron. El avión había sufrido daños muy importantes. Durante tres días y tres noches, Charlie Taylor dirigió los trabajos para rehacer el avión, casi por completo. Tuvo que solicitar a los Wright que enviaran dos mecánicos de Dayton para que le ayudaran.

Los tres aspirantes al premio Hearst se toparon, muy pronto, con la realidad que los Wright habían anticipado: aquellas máquinas de volar no reunían las condiciones necesarias para soportar una prueba de esas características. Tras siete días de accidentes, Robert Fowler, que seguía la ruta inversa a la de Cal y Jimmy, abandonó la competición. A Jimmy Ward no le fueron mejor las cosas, después de permanecer varios días en tierra, por culpa de la meteorología, y romper varios cojinetes que lo tuvieron inmovilizado tres días en Rose Hill, se estrelló en la granja de Benjamin Lynch, cerca de Adison. Ward prefirió llegar a la conclusión de que su avión había sido maldecido y también decidió retirarse, ya que tampoco disponía de fondos para continuar el viaje.

Cal reanudó el vuelo cuando Taylor recompuso el Vin Fiz. El 24 de septiembre, después de recorrer unas 89 millas hacia Jameston, decidió hacer una parada intermedia para que le ajustaran el motor. La bujía no funcionaba bien y aún quedaban unas 25 millas para alcanzar su destino. Aterrizó en un territorio que pertenecía a una reserva india, en el estado de Nueva York. El automóvil de ayuda llegó enseguida y le pusieron a punto el motor. En el despegue, las irregularidades del terreno y un viento con cizalladura descendente, hicieron que el Vin Fiz no pudiese salvar una valla con dos alambradas. Cal, el motor del avión y el timón vertical de la cola, fueron los únicos que salieron ilesos en aquel accidente que redujo al Vin Fiz a un montón de escombros. Taylor tuvo que cambiar las dos hélices, los patines y las alas, lo que le llevó otros tres días de un trabajo agotador.

Las averías, los accidentes y el mal tiempo hicieron que Cal no pudiera llegar a Chicago hasta el 8 de octubre. En Mansfield aterrizó junto a la prisión estatal y entretuvo a los internos, que agitaban sorprendidos los brazos con la extraña visita, con algunas maniobras antes de posarse en tierra. En Ohio descubrió la sensación de volar a través de una tormenta eléctrica:

— Lo primero que pensé es que volaba sobre una parrilla eléctrica. No sabía lo que los rayos pueden hacer a un aeroplano, pero no me gustó la idea, de forma que giré y puse rumbo al este.

El 1 de octubre, por culpa de los rayos aterrizó en Geneva, a 36 millas de Chicago. Al día siguiente despegó con vientos demasiado frescos y decidió tomar tierra, pero como la gente había ocupado la pista hizo un viraje muy pronunciado en el que perdió el control del aparato que se estrelló.

Por fin, el 8 de octubre llegó a Chicago, que era una parada obligatoria de acuerdo con las reglas del premio Randolph Hearst. Aterrizó en el Grant Park, al mediodía, donde le esperaban unas 8 000 personas. Conseguir el trofeo del magnate ya estaba fuera de su alcance. El plazo expiraba el 10 de octubre y tampoco parecía posible que pudiera efectuar el viaje en los 30 días que exigían las normas del concurso, pero Cal estaba decidido a continuar, ahora con un reto personal que se había impuesto: quería demostrar que su fortaleza podía vencer la fragilidad de los aviones.

—Seguiré. Seré el primer hombre que cruce el país por el aire, no importa lo que tarde en hacerlo.

Dos días después, el 10 de octubre, pudo consolarse al superar en 133 millas el record de vuelo a través del país que hasta entonces ostentaba Henry Atwood (1205 millas).

El 17 de octubre Charlie Taylor tuvo que regresar a Dayton. Su mujer estaba enferma y el acuerdo con Cal finalizaba al cabo de un mes. No es que Taylor hubiera tenido que rehacer el Vin Fiz varias veces, sino que Cal se acordaba de las escalas del camino por las averías: Blue Spring, Missouri, la magneto, McAlester, Oklahoma, cilindro rajado y pérdida de aceite, Waco, Texas, ala rota, Austin, Texas, la transmisión… La lista era innumerable, Cal la llevaba grabada en la mente y la pérdida de Charlie podía convertirse en un problema insalvable. Ya sabía que para llegar a Pasadena él tenía que ser mucho más fuerte que su avión, porque el Vin Fiz se rompería por el camino una y mil veces. Si no se descalabraba en alguno de aquellos inevitables accidentes lo conseguiría, pero necesitaba que sus mecánicos le recompusieran aquel aparato, que al igual que el Hearst Pathfinder de Ward, parecía que alguien lo hubiese maldecido.

El 19 de octubre, Eugen Ely —el primer piloto de la Marina estadounidense que aterrizó en un buque de guerra (Pennsylvania) — falleció en Macon, Georgia. Ely no pudo recuperar su aeronave —un biplano Curtiss— cuando intentaba salir de un picado en un vuelo de demostración. La noticia impresionó al equipo de Cal y al día siguiente el Vin Fiz fue inspeccionado a fondo. Encontraron que los cables de los elevadores y timón de dirección estaban gastados y tuvieron que reemplazarlos; no hubieran podido completar el viaje y su rotura equivalía con casi toda seguridad a un accidente fatal.

En Willcox, Arizona, los cojinetes de la cadena de transmisión se griparon. Cal tuvo que parar el motor y planear hasta el suelo. Se acordó de que Taylor ya no estaba con ellos.

—Nos vamos a quedar parados una semana. Telegrafiaré a los Wright para que me envíen otra cadena.

Sin embargo, Wiggie fue capaz de resolver el problema con los cojinetes del otro avión Wright, de dos asientos, que también era propiedad de Cal y que habían desmontado para canibalizarlo.

El 29 de octubre pasó la frontera con México para asistir a una corrida de toros en Juárez y aprovisionarse de cigarros y el 3 de noviembre cruzó el río Colorado. Lo celebraron, quizá demasiado pronto, porque al día siguiente se agrietó el motor, una avería que remediaron con partes del motor del otro avión.

Atravesar las montañas por el paso de San Gorgonio, con San Jacinto a la izquierda y San Gorgonio a la derecha, dos montañas con más de 3000 metros de altura se convirtió en un auténtico reto. Una corriente de viento del oeste, entre los dos picos, de 60 millas por hora, hacía prácticamente imposible que el Vin Fiz pasara por allí. En Phoenix le advirtieron de que intentar atravesar aquel paso con su avión era un suicidio.

—Subiré al Vin Fiz a su techo de vuelo, unos 2500 metros, y luego me lanzaré en un planeo de 45 grados, por la abertura.

Cal lo consiguió, pero el aeroplano aterrizó al otro lado del paso con el radiador reventado, la magneto averiada y otros problemas que a Cal ya ni siquiera le interesaban.

—Arregladlo muchachos, que estoy listo para seguir.

El 5 de noviembre de 1911 el Vin Fiz sobrevoló el Tournament Park de Pasadena. Una auténtica marea humana lo aguardaba en tierra. Cal ya había visto el océano Pacífico al pasar cerca del Monte Wilson. Dejaba en la cola 4231 millas, medidas con la línea de ferrocarril, que había volado en unas 82 horas, durante 49 días, para lo que tuvo que hacer 69 escalas. El avión era otro, no quedaba prácticamente nada del Flyer EX con el que había despegado de Brooklyn el 17 de septiembre. Dos motores, ocho hélices, seis alas, dos radiadores, y multitud de accesorios se habían quedado por el camino. Sin embargo, él continuaba entero, aunque había perdido bastante peso y su cuerpo estaba lleno vendas y magulladuras. En cualquiera de las incontables veces que se estrelló —más de 16 y menos de 39, porque muchas veces era difícil distinguir entre un accidente y un aterrizaje muy duro— pudo haberse dejado la vida. Los Wright tenían razón, su misión era prácticamente irrealizable, ni siquiera su cabezonería habría servido de faltarle la suerte. Pero la realidad es que Pasadena estaba allí, bajo sus pies. Su sordera no le permitió escuchar el vocerío de las más de 20 000 personas que habían acudido a recibirlo cuando aterrizó en el Tournament Park, a las 4:10 de la tarde. No ganó el premio, pero Cal era un hombre feliz.

—Me siento mucho más rico por mi experiencia y el número de amigos, incluso aunque no haya recibido ni un céntimo, yo considero que este viaje ha valido la pena.

Pocos meses después, el 3 de abril de 1912, Calbraith volaba en círculos sobre Long Beach, California, realizando una demostración delante de unos 7 000 espectadores. A una altura de 30 metros su avión efectuó un repentino picado hasta estrellarse en la arena de la playa. Lo más probable es que el accidente lo originase el choque con una gaviota que bloqueó el mando del timón de profundidad. Quizá su muerte fue tan dulce como él pensaba que ocurría con los aviadores que la experimentaban en un accidente:

—No temo a la muerte en un aeroplano. Cuando llega, si llega, no hace daño. Cuando caí en Compton me cercioré de ello. En el minuto en el que un aviador empieza a caer experimenta lo que yo llamo asfixia aérea. Es un estado de aparente feliz inconsciencia desde el momento en que se inicia la caída. Si le sigue la muerte un aviador no sabe lo que le ha ocurrido.

Orville y Wilbur Wright se enteraron a través de la prensa de la mala noticia. Una turba incontrolada de espectadores se abalanzó sobre los restos del aparato para llevarse algún pedazo a modo de suvenir. A la policía le costó trabajo controlarla para que el personal sanitario pudiese retirar el cadáver del aviador. Era un espectáculo frecuente que horrorizaba a los Wright. Otto Lilienthal poco antes de morir, a causa de un accidente cuando probaba uno de sus planeadores, dijo: «es necesario hacer sacrificios». Ellos llevaban la cuenta. En 1908 murió el teniente Selfridge en el accidente que casi le costó la vida a Orville; fue la única víctima mortal de la aviación durante aquel año. En 1909, fallecieron cuatro personas, treinta y dos en 1910, setenta y cuatro en 1911 y en los pocos meses de 1912 ya habían contabilizado diecisiete defunciones. Nunca pensaron que la aviación pudiese convertirse en un circo que se cobrara tantas víctimas innecesarias.

 

Los pequeños amores de Anthony Fokker

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Anthony Fokker y Violet a borde de un F-10

«Siempre he entendido mejor a los aviones que a las mujeres. He tenido muchos amores en mi vida que han acabado siempre como el primero, realmente porque pensé que no había nada que pudiera ser más importante que mis aeroplanos. Siempre me he sumido demasiado profundamente en mis propios intereses…Creo que soy muy egocéntrico. No expreso mis sentimientos, con la asunción ingenua de que su existencia debe entenderse de forma intuitiva. He aprendido ahora, con la amarga experiencia, que uno debe dar un poco también, en el amor uno tiene que usar el cerebro tanto como en los negocios y quizá más.»

Anthony Fokker se había casado con Violet Autsman en julio de 1927. A finales del siguiente año, la señora Fokker tuvo que ingresar en un hospital de Boston, aquejada de desórdenes nerviosos, y después la trasladaron al Hospital Presbiteriano en Nueva York. El 8 de febrero de 1929, por la tarde, abandonó el centro médico y llegó a casa antes que su marido. Los Fokker ocupaban un lujoso apartamento en Riverside Drive. Violet le pidió a la cocinera que preparase una cena especial para celebrar con Anthony su regreso al hogar. El fabricante de aviones llegó tarde, agotado, y se fue a la cama sin apenas hacerle caso a su esposa. Los dos estaban en el dormitorio cuando Violet llamó a la empleada del hogar para que le llevase un vaso de agua. Fokker se había dormido. Al regresar la sirvienta Violet ya no estaba en la habitación. Un transeúnte la halló muerta, aplastada en la acera tras su caída desde la ventana del apartamento en la planta quince, donde residían los Fokker. La policía consideró que Violet se había suicidado. Anthony Fokker tardó día y medio en recuperarse para lo que necesitó de asistencia médica. Hizo que Herbert Reed, secretario y tesorero de su empresa, publicara un comunicado en el que desmintió la versión policial: la señora Fokker sufría desmayos y el sucedido fue un accidente. El año anterior, Violet y Anthony habían volado juntos en uno de los nuevos trimotores F-10 por la costa estadounidense del Pacífico. A su esposa le gustaba la aviación, pero no llegó a soportar que su marido apenas se ocupase de ella.

El diseñador, piloto y fabricante de aviones, nunca tuvo mucha suerte con sus relaciones amorosas. Violet Autsman fue su segunda esposa. Su primer matrimonio, con Sophie Marie Elisabeth von Morgen, duró también muy poco: de 1919 a 1923. Sophie era hija del condecorado general Ernst Curt von Morgen, sobrina de Hermann Goering, y pertenecía a una acaudalada familia prusiana. Cuenta el propio Anthony que durante mucho tiempo la observó sin atreverse a acercarse a ella porque le parecía una mujer inaccesible. Los dos compartían la afición por la vela. Fokker compró un pequeño yate para navegar en el mismo lago que Sophie. Aprovechó que un día cayó fortuitamente al agua de la proa del velero que pilotaba ella misma. Anthony se lanzó inmediatamente para rescatarla, un gesto tan interesado como innecesario porque la muchacha nadaba mejor que el holandés. Sin embargo le sirvió para que lo invitaran a la casa del abuelo, el patriarca de la familia, donde pudo secarse, cambiar su ropa por la que le prestó un hermano de Sophie y lo que realmente le interesaba: introducirse en la familia de la joven. Se casó con la ilustre prusiana, pero el matrimonio duró poco.

Es posible que el gran amor de su vida lo encontrara en Johannisthal. Allí empezó su verdadera carrera como piloto, diseñador y constructor de aviones. Llegó al aeródromo berlinés en diciembre de 1911. Anthony Fokker tenía 21 años y ya había construido su propio avión: el Spider, un aeroplano muy primitivo sin alerones, ni mecanismo de torsión de las alas, pero con el que había aprendido a realizar giros, desplazando el cuerpo. Johannisthal era la Meca alemana en materia aeronáutica. Allí se congregaron pilotos, diseñadores y fabricantes de aviones, rodeados de una cohorte de mujeres alegres y divertidas. Muchos pilotos pertenecían a la clase adinerada, acudían al campo de vuelo al amanecer y al anochecer cuando apenas soplaba el viento para volar, vestidos con elegantes atuendos. Por las noches organizaban excursiones a la ciudad de Berlín, recorrían los cabarets y bebían champán hasta la hora de regresar al campo de vuelos de madrugada. Anthony Fokker sorprendió a la pequeña comunidad por su habilidad para controlar el extraño aeroplano con el que se presentó en el aeródromo. Muy pronto sería respetado por todos. Según relata en su autobiografía, en Johannisthal pasó de ser un sapo grande en un charco pequeño a una pequeña rana en un embalse grande. Hasta entonces había estado rodeado de personas con muy pocos conocimientos aeronáuticos y en el aeródromo berlinés tuvo la oportunidad de codearse con la gente más experimentada de Alemania en aquella nueva tecnología. Fokker no participaba en las fiestas snob de la gente acomodada, dedicaba todo su tiempo a trabajar: volar, mejorar el diseño de su avión y fabricar otros aparatos. Sin embargo, una bonita rusa de 19 años, Ljuba Galanschikova, se adueñaría de su corazón, al menos durante algún tiempo. Quizá fue el gran amor de su vida, el primero al que se refiere en las reflexiones que dejó escritas tras la muerte de Violet. El romance con Ljuba terminó mal, porque la muchacha lo abandonó y se fue con otro piloto. Quizá Anthony no le prestó la suficiente atención porque en su vida nunca hubo demasiado espacio para otra cosa que no fueran sus aeroplanos.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

De François Alabrune al misionero Nate Saint y los indios huaorani

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François Alabrune patentó en el año 1942 una ingeniosa modalidad de transportar carga entre dos aeronaves. La ventaja es que podrían despacharla en un punto, como si se tratara de un helicóptero, aunque la maniobra no es sencilla. A partir de esta idea, un misionero se las ingenió para entregar (y recoger) mercancías a los indios huaorani, en la década de 1950, en la Amazonía de Ecuador. De algún modo todo esto ha influido para que en su magnífico blog Great bustard’s flight Manolo publicara un post, El despegue eléctrico y los misioneros aviadores, y yo dedicara unas cuantas horas a enterarme de la vida de los indios que terminaron con la vida del pastor Nate Saint. Trataré de regresar a la primera frase en unos cuantos párrafos.

Los huaorani viven en el Yasuní. Es una zona protegida, en la que conviven los aborígenes con madereros, colonos y explotaciones petrolíferas. Desde hace ya tiempo, hay varios grupos de huaorani que decidieron mantenerse en contacto con el mundo exterior; sin embargo, unos 300 individuos que se denominan Tagaeri-Taromenane, viven voluntariamente aislados en la selva amazónica. Hoy, los que coexisten con los invasores de la selva, se agrupan en chozas a orilla de las carreteras que comunican las instalaciones petroleras, o pueblan pequeños núcleos, más apartados, en la selva tropical. Los huaorani son guerreros, cazadores, que no saben conservar la carne fresca y necesitan vastos espacios para capturar animales y recoger frutos silvestres. Los grupos contactados «quieren seguir viviendo su cultura en libertad, en sus tierras ancestrales y dejar ese territorio y su historia para sus hijos y sus nietos». Al menos, así es como lo expresan, cuando se quejan del progresivo achicamiento y deterioro de su espacio vital, el Yasuní, por culpa de las explotaciones petrolíferas, los madereros y los colonos. Sin embargo, nadie sabe mucho de los no contactados, los taromenane, que viven aislados y con quienes, los huaorani contactados han protagonizado algunos incidentes muy violentos durante los últimos años. En marzo de 2013 dos ancianos huaorani fueron asesinados por los taromenane y la represalia se saldó con una matanza en la que perdieron la vida unos 15 individuos de este último grupo.

En septiembre de 1955, el misionero evangélico Nate Saint y su esposa Marjorie, sobrevolando la selva tropical, descubrieron un poblado huaorani. Con el apoyo de otros hermanos, decidieron mantener en secreto el hallazgo y poner en marcha un plan para establecer contacto con los indígenas. Contaban con la ayuda de una muchacha huaorani, que se había escapado de su poblado después de que asesinaran a sus padres; hablaba el idioma de su pueblo y vivía con la hermana de Nate. Para ganarse la confianza de los huaorani Nate decidió volar sobre el poblado todos los jueves y lanzarles algunos regalos. Inventó una técnica que consistía en volar en círculos muy cerrados al tiempo que desde el avión hacía bajar un cubo sujeto a una cuerda que procuraba mantener en el mismo lugar. Era una maniobra difícil, para la que se requería una gran habilidad, pero Nate aprendió a ejecutarla con precisión. Durante tres meses les hicieron llegar, machetes y otros utensilios, y también recibieron regalos, que los huaorani dejaban en el cubo tras recoger los suyos: piezas de madera talladas, loros vivos, rabos de mono cocidos… El martes 3 de enero de 1956, lo misioneros decidieron aterrizar en una franja de arena, que orillaba el río, cercana al campamento huaorani para instalarse allí y contactar con los indígenas. Al parecer, consiguieron que una mujer, un hombre y una adolescente visitaran su campamento. Al domingo siguiente los huaorani mataron a los cinco misioneros de la expedición que fueron atacados por sorpresa. Más tarde, uno de los guerreros justificó el ataque porque en todas sus relaciones con los hombres blancos se habían producido muertes y lo lógico era que aquellos individuos pretendiesen engañarlos con sus regalos.

Dos años después de la muerte de los misioneros, la hermana de Nate, Rachel, y la viuda de otro misionero, Elisabeth Elliot, consiguieron autorización de los huaorani para irse a vivir con ellos. Los indios comprendieron que la matanza había sido un error al darse cuenta de que su ataque no fue repelido con violencia con las armas de fuego que portaban sus enemigos. Steve Saint, hijo de Nate, creció en contacto con las personas que acabaron con la vida de su padre. Misionero, como su progenitor, Steve, pasó en el Amazonas varios meses con su mujer y sus hijos y escuchó de la boca del jefe huaorani, en 1995, el relato de lo que había ocurrido en enero de 1956.

La habilidad de Nate Saint para manejar su aeronave y dejar un cubo sobre el suelo, en la selva amazónica, se inspira en la maniobra de François Alabrune. El francés la diseñó para que la ejecutaran dos aeronaves. En el gráfico puede verse una descripción de la misma y quizá se entienda mejor si observamos la secuencia al revés, empezando por la última figura (Fig. 8). Dos aviones llevan una carga sujeta con dos cabos, entran en una maniobra espiral y la bajan hasta situarla sobre un punto, inmóvil, mientras las aeronaves continúan girando; después, mediante otra maniobra espiral se sitúan, otra vez, una tras otra. Tampoco parece algo sencillo. Hay quién sugiere que podría efectuarse con aeronaves no tripuladas. Es muy posible que Nate Saint nunca hubiese oído hablar de los drones ni de Alabrune; a él le interesaba llevar a los hombres el mensaje de su Dios, algo aún más complicado que la peligrosa maniobra aérea que le permitiría entregarles regalos a los huaorani.

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de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Sexo a bordo y el Mile High Club

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Quizá fue Dorothy Rice Sims, neoyorquina, liberada, rica y famosa, quién experimentó por primera vez el placer sexual en un vuelo, a bordo de un pequeño hidroavión. Su pareja, Lawrence Sperry, era el inventor del autopiloto y pensó que —mientras su ingenio controlaba el aparato— ambos podían dar rienda suelta a sus pasiones. Tuvieron que realizar un amerizaje de emergencia, aunque Sperry le restó importancia al asunto. A Dorothy le gustaba la aviación y aprendió a pilotar aviones el mismo año de 1916, cuando se supone que tuvo su famosa aventura aérea con el inventor. Sea cierto o falso este episodio, Dorothy se divorció de su marido, Waldo Peirce, al año siguiente del frustrado vuelo, y con el tiempo se ha llegado a considerar que, ella y Lawrence, inauguraron la nómina del famoso Hi-Mile Club (HMC). Un club, que en español se conoce como Club de las Alturas, y del que son titulares de pleno derecho quienes hayan practicado sexo a bordo de un aeroplano a más de 5280 pies de altura, es decir: una milla o 1609,34 metros; aunque, este requisito de elevación no lo comparten todos los expertos que tratan del asunto.

La idea de fornicar en un ingenio volador es casi tan antigua como los globos, ya que dos años después de que se inventaran, en 1785, en el libro de apuestas del club londinense Brooks’s, hay una entrada en la que se ofrece un premio de 500 guineas al lord que practique sexo con una mujer en un aeróstato, a más de 1000 yardas (914 metros) del suelo. De lo que ya no se tiene noticia, es si alguna de sus señorías lo hizo.

Personajes famosos como los actores Johnny Depp, Paul Bettany, Ralph Fiennes y Gwyneth Paltrow o el hombre de negocios Richard Branson, han admitido su pertenencia al HMC. De las veces que estas prácticas se han llevado a bordo de aeronaves comerciales entre pasajeros, tripulantes o mezcla de ambos, no creo que exista ninguna estadística, pero no han sido pocas. En la mayoría de los casos, si se han descubierto, las consecuencias para los protagonistas han sido bastante negativas. Hay casos de fornicaciones, en primera clase, que les ha costado la pérdida del puesto de trabajo a sus actores y de azafatas que fueron despedidas por practicar el sexo, con pasajeros, en los lavabos. Por lo general, la tripulación a bordo, trata de impedir que los clientes se entretengan con este tipo de actividades, aunque se dan excepciones. Hace apenas unos meses, una azafata noruega informó a los pasajeros de un vuelo entre París y Estocolmo, a través de la megafonía del avión: «Nos gustaría ofrecerle nuestros mejores deseos de feliz reproducción a la pareja que se aventuró en los servicios hace ya un rato…». La empleada de la línea aérea no descubrió a los practicantes. Aunque, por lo general, la política de las compañías aéreas es la de mantener el decoro y recato a bordo. Incluso Singapore Airlines, que cuenta con 12 habitaciones de lujo en sus modernos Airbus A-380, recomienda a sus ocupantes que practiquen la abstinencia, dado que el aislamiento de las cabinas no está calculado para filtrar la sonoridad que acompaña a la práctica.

Para facilitar el ejercicio sexual aéreo, sin temor a perder el empleo, la empresa Flamingo Air, comercializa vuelos románticos; en los que, por 425 dólares, la pareja dispone de 60 minutos en el aire con champán, chocolate y “un piloto muy discreto”. Love Cloud, en Las Vegas, Mile High Flights en Inglaterra y Erotic Airways en Australia, ofrecen o han ofrecido, servicios similares a los de Flamingo Air.

Pero quizá el episodio más llamativo, relacionado con estas actividades a bordo, lo ha protagonizado una azafata de una compañía aérea del Oriente Próximo. Según publicó el Daily Mail, el pasado mes de septiembre, la mujer cobraba unos dos mil euros por prestar servicios sexuales a los pasajeros, en los lavabos. En algo así como un par de años la prostituta aérea ingresó más de 800 000 euros, se supone que libres de impuestos; pero, la sorprendieron cuando ejercía el meretricio y la línea aérea la despidió. La noticia que publica el periódico no parece haber sido confirmada, por lo que es posible que el suceso solo haya ocurrido en la mente del informador.

De este enredo lo más atractivo es la personalidad de la primera dama en la supuesta nómina del Mile-High Club: Dorothy Rice Sims. Fue una extraordinaria mujer de principios del siglo pasado. A los 22 años, en 1911, ganó el campeonato femenino de carreras en motocicleta de su país, a los 27 obtuvo una licencia de vuelo, practicó la escultura, la pintura y es muy conocida por sus libros sobre el juego de bridge; en uno de ellos, Psychic Bidding, trata de las apuestas psicológicas, en las que el jugador simula un juego que no tiene; una apuesta que en español se conoce como farol. Farolero es el que presume sin motivos y echarse un farol: atribuirse falsas proezas para suscitar admiración. Y hasta es posible que en la nómina del Mile-High Club abunde el faroleo.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Salto Angel: la gran catarata del aviador James Crawford Angel

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Rodeado de selva y bosques vírgenes, el Auyantepuy permaneció oculto a los ojos del mundo hasta que un aviador norteamericano, James Crawford Angel Marshall, su mujer y dos venezolanos, aterrizaron en aquella meseta el 9 de octubre de 1937, con tan mala fortuna que las ruedas del tren de aterrizaje de su avión se hundieron en el lodo y el avión metió el morro en la tierra. Ya no pudieron despegar. Auyantepuy quiere decir, en la lengua que hablan los indios pemones, montaña del diablo. Es un tepuy, una meseta muy alta con las paredes que caen a pico, que se encuentra en el estado de Bolívar (Venezuela) a unos 46 kilómetros al sureste de Canaima. La planicie que corona aquel tepuy tiene una vasta extensión, de unos 700 kilómetros cuadrados y una altura que sobrepasa los 2000 metros.

Al aviador estadounidense se le conocía como Jimmy Angel. Era un explorador aventurero que había sobrevolado la zona muchas veces desde hacía unos diecisiete años. Jimmy buscaba oro. A Venezuela, en los años 1920, lo llevó por primera vez un tal McCracken ─a quien había conocido en un bar de Panamá─ que le pagó la desorbitada suma de cinco mil dólares para que aterrizase en una de aquellas altiplanicies. McCracken lo condujo a un lugar que se parecía mucho al Auyantepuy, orientándose con un plano que llevaba y Jimmy, entonces, consiguió aterrizar sin ningún problema. Su cliente bajó del avión y desapareció. McCracken regresó con unos 30 kilogramos de oro metido en pequeños sacos. Entonces Jimmy se enteró de que el extraño personaje había llegado a aquel lugar hacía ya tiempo con otra persona; encontraron oro, recogieron el preciado metal y lo guardaron para regresar a por su tesoro más tarde. Sin embargo, el compañero de McCracken murió, de una picadura de serpiente, en el viaje de vuelta.

Jimmy Angel, McCracken y su valiosa carga regresaron a Panamá y el piloto, con el paso del tiempo, terminó por olvidar el asunto. En 1934, ya habían transcurrido catorce años, cuando el aviador y el buscador de oro volvieron a coincidir en un tren y recordaron su viaje. McCracken le preguntó a Jimmy si se había hecho rico porque pensaba que, sabiendo donde se encontraba el oro, habría vuelto con su avión a aquel lugar. A partir de ese momento, Jimmy ya no pudo quitarse de la cabeza la idea de regresar al sitio donde abundaba el oro. Compró un avión Flamingo y decidió invertir todos sus ahorros y los de su esposa, María, en la búsqueda del yacimiento.

Jimmy Angel creía que el oro se encontraba en la meseta del Auyantepuy y durante años realizó vuelos de inspección por toda aquella zona. Algunos de ellos se los financiarían empresas mineras y otros los costearon Jimmy y su mujer. En uno de aquellos vuelos, el 18 de noviembre de 1933, descubrió una larguísima cola de agua que se desprendía por una de las paredes del Auyantepuy. Era una impresionante cascada cuya caída se acercaba a los mil metros. No había otra en el planeta Tierra de semejantes proporciones. Al principio no le creyeron porque no había mapas de la zona y ni siquiera estaba bien señalizada la presencia del Auyantepuy. El aviador hizo amistad con el topógrafo y geólogo Shorty Martín que por entonces realizaba levantamientos en aquella región. Con él efectuó varios vuelos alrededor del gran tepuy, hicieron mapas del contorno, auxiliándose de la brújula del avión, pudieron contemplar la catarata y de las lecturas del altímetro del aeroplano dedujeron que el salto tenía una altura próxima a los mil metros.

Sin embargo, a Jimmy no le interesaba la inmensa cascada en la que el agua al llegar a su base se pulverizaba sino que lo único que buscaba era un lugar para aterrizar, arriba, cerca del río Caroní donde pensaba que se podía hallar la reserva de oro. Por eso, a su avión Flamingo lo había bautizado con el nombre de Río Caroní.

En 1937, Jimmy y su esposa María habían enrolado en su empresa a Gustavo Heny, un explorador venezolano, aventurero, a quien le llamaban Cabuya por su aspecto, muy delgado y alto. Y así es como el aviador le había contado al explorador la historia de la existencia de oro en la zona del Auyantepuy. Pero si ocurrió exactamente así, o de otra forma, nadie lo sabe. Clifford Angel, hermano de Jimmy, narró los hechos con ciertas variantes sobre la versión que el aviador ofreció a Cabuya.

Clifford Angel escribió que su hermano Jimmy se hizo aviador en la I Guerra Mundial durante la cual, en Europa, derribó un dirigible y varios aviones enemigos. Voló en el famoso escuadrón de Rickenbacker y a su regreso a Estados Unidos convenció a sus cinco hermanos para formar un ‘circo volante’. Les enseñó a volar a todos y a practicar ejercicios como el de andar por las alas, lanzarse en paracaídas y pasar del avión a un automóvil. En los años de la década de 1920 muchos pilotos, ex combatientes de la guerra, realizaban acrobacias y demostraciones aéreas en California. Jimmy y sus hermanos se unieron al festival de locuras con el identificativo comercial de Flying Angels y un aeropolano Curtiss Jenny.

Jimmy se casó con la única chica que no le hacía caso: se llamaba Virginia y solo tenía 16 años. La muchacha se incorporó al grupo de ‘ángeles voladores’ y además de ser una buena mecánica demostró que no tenía miedo a pasearse por las alas, saltar a otros aviones o lanzarse en paracaídas.

A finales de la década de 1920 los ‘circos volantes’ empezaron a desaparecer. Los viejos aeroplanos se fueron estrellando, muchos pilotos perdieron la vida, los paracaídas llevaban ya tantos parches que no se podían usar y la gente se aburrió del espectáculo que ofrecían aquellos pilotos. En 1927, los hermanos Angel, abrieron una escuela de vuelo cerca de San Diego. Uno de sus primeros clientes fue un chino que aprendió a realizar acrobacias y que les trajo una gran cantidad de paisanos suyos a quienes les siguió una multitud de japoneses. Cuando se acabó el adiestramiento de una auténtica fuerza aérea oriental cerraron la escuela y se trasladaron a Los Angeles para rodar películas de aviones en Hollywood.

Un día Jimmy reunió a todos sus hermanos y les enseñó las cifras del negocio: caminaban hacia una bancarrota segura. No tenían más remedio que disolver la sociedad y separarse. Con la ruptura del equipo familiar, también se produjo la separación de Jimmy y Virginia.

Jimmy abandonó Estados Unidos y se fue a México para dedicarse al transporte de mercancías para mineros y empresas que construían vías férreas. Una vez le dieron 500 dólares por llevar a una pareja de burros colgados de las alas a un campo aislado. Poco a poco se fue trasladando más al sur. En 1930 llegó a Venezuela. Allí encontró a un hombre que se llamaba McCracken y que le contó que había escalado una montaña, cerca del nacimiento del Churun, un afluente del Orinoco. Allí encontró mucho oro en la cuenca de un río. Sin embargo, sabía que ya era demasiado viejo para realizar otro viaje al mismo lugar y necesitaba que un piloto, muy especial, fuera capaz de viajar con él hasta aquel remoto espacio de la jungla, que estaba a 250 millas de la civilización, y aterrizar en algún descampado. Jimmy se agenció un monoplano Curtiss y tres días después los dos aventureros llegaron a Ciudad Bolívar. Cargaron el avión y desde allí se dirigieron hacia el sur, a un lugar maldito para los nativos.

A lo largo del viaje McCracken fue dando indicaciones a Jimmy sobre la ruta que tenía que seguir. Le hizo volar más de lo necesario, haciendo y deshaciendo el camino, hasta que llegaron al Auyantepuy: «¡Esa es! ¡Esa es la montaña del diablo! ¡Mira!, ese es el cortado que yo escalé hasta la planicie cerca de la cumbre.». Jimmy ascendió sobre la meseta y McCracken, muy excitado, le dijo que allí estaba el río del oro y que descendiera. El aviador pudo aterrizar en la cuenca del río, sobre un terreno rocoso pero firme. Cuando el avión se detuvo su acompañante abrió la portezuela y saltó de la cabina para abalanzarse sobre el agua. Jimmy abandonó también el aeroplano y se unió a la eufórica actividad de su acompañante que consistía en recoger con las manos abundantes pepitas de oro de la arena del río.

Regresaron a Ciudad Bolívar con todo el oro que pudieron cargar en el aeroplano y encontraron un comprador para su mercancía en Panamá. Después de vender el oro McCracken tomó un tren para Nueva Orleans con la promesa de que regresaría en el plazo de un mes y Jimmy se quedó con la intención de preparar el avión para su segundo viaje. Pero, McCracken ya no pudo volver porque murió de un ataque al corazón.

Según Clifford Angel, hermano de Jimmy, desde finales de 1930 el aviador continuó buscando el lugar sin ningún éxito, en solitario, durante cinco años, hasta que se le acabó el dinero. A partir de entonces su búsqueda trató de financiarla, en parte, con otros socios. Las fechas no coinciden, pero según el relato de Clifford, en uno de aquellos vuelos, Jimmy descubrió una inmensa catarata: «Yo no era un turista, pero sabía que había encontrado la mayor catarata del mundo; y también sabía que ningún hombre blanco había estado allí antes que yo ¡Era fantástico! El agua salía de un agujero desde dentro de la montaña, unos 250 pies debajo del borde de una meseta que se parecía a la montaña descrita en el libro, The Lost World, de Sir Arthur Conan Doyle. Desde allí se desplomaba en la jungla y se perdía de vista en la bruma allá abajo.»

Jimmy viajó a Estados Unidos en busca de dinero para proseguir sus exploraciones tras el oro. Una mujer pelirroja, que se parecía a Virginia, se ofreció a financiar el viaje; se llamaba María y el trato concluyó también con una boda entre los dos socios.

El relato de la historia de Jimmy Angel, escrito por su hermano Clifford, continúa y no se ajusta exactamente al de Gustavo Heny. Sin embargo el explorador venezolano, junto con su jardinero, formaron parte de la expedición de Jimmy y María, el año 1937, cuando el Flamingo del aviador se quedó empotrado en el lodo, en la meseta del Auyantepuy. Parece lógico pensar que la versión del venezolano se ajusta más a la realidad que la narración del hermano de Jimmy.

Entre el explorador y el piloto surgió, nada más conocerse, una corriente de simpatía y confianza mutua ya que compartían un mismo deseo irrefrenable por la aventura. Según cuenta Gustavo Heny, en otoño de 1937 se asentaron en un campamento al sur del Auyantepuy donde Jimmy podía aterrizar y despegar con facilidad. Desde allí Gustavo y Miguel, su jardinero, realizaban exploraciones terrestres y Jimmy y María vuelos de observación. Gustavo logró subir a la meseta del Auyantepuy dos veces y se aproximó al lugar donde Jimmy había indicado que podía encontrarse el oro, pero un roquedo le impidió proseguir la marcha. Mientras tanto, Jimmy había logrado encontrar en la altiplanicie un sitio en el que el firme parecía ser suficientemente consistente como para soportar el impacto de las ruedas del Flamingo durante el aterrizaje. En aquel lugar había dejado marcadas las ruedas. Al regreso de la segunda exploración a la meseta del Auyantepui, Gustavo, se encontró con que Jimmy lo esperaba para volar hasta la cima y aterrizar allí. El explorador le pidió que esperase unos 12 días, que era lo que necesitaba para subir a la planicie otra vez, y así podría indicarle con exactitud el lugar del aterrizaje. Jimmy ya no quería esperar más tiempo.

El viaje en avión, desde el campamento, no duraba más de 15 minutos. Cargaron la gasolina justa para ir y volver y provisiones para un viaje de 15 días que era el tiempo que Gustavo había estimado que podían tardar en regresar a pie. A las 11:45 de la mañana del 9 de octubre de 1937 el tren de aterrizaje del Flamingo se hundió en un barrizal después de rodar sobre la hierba un largo trecho. El morro se sumergió en el lodo y la cola del avión se levantó. María y Miguel salieron del avión con facilidad, pero a Gustavo se le había roto el cinturón de seguridad y se fue contra Jimmy y el panel de instrumentos. Los dos tardaron un poco más en evacuar la aeronave. Ninguno sufrió el menor daño y el avión, aunque tenía algún desperfecto que se podría arreglar con facilidad, se había quedado atascado en el lodazal de donde les resultaba imposible sacarlo.

Jimmy se acercó al río y llegó a la conclusión de que aquél no era el lugar en el que había aterrizado hacía años con McCracken.

La vuelta al campamento, a pie, tenía el inconveniente de que necesitaban escalar un farallón donde, en sus excursiones anteriores, Gustavo no había encontrado el modo de bajar. Sin embargo, el explorador descubrió una grieta por la que pasaron al otro lado y a partir de allí el camino de regreso lo conocía a la perfección. Tardaron diez días en llegar al campamento desde el que habían despegado con el Flamingo. El viaje fue difícil: en algunos lugares tuvieron que cortar la maleza para abrirse paso, en otros los ríos les obligaron a caminar en busca de un lugar adecuado para cruzarlos y en muchos tramos los helechos y las hierbas les cortaban el rostro.

El aterrizaje de Jimmy y sus acompañantes en el Auyantepuy con el Flamingo y su viaje de regreso, a pie, captaron el interés del público por aquel remoto lugar. Desde entonces, la mayor catarata de la Tierra se conoce con el nombre del aviador: Salto Ángel.

Gustavo Heny, apostilló:

«Después de la odisea, Jimmy pasó algunos sinsabores en Venezuela y, apesadumbrado, se retiró a vivir en Panamá, donde murió en 1956. Fue su último deseo el que sus cenizas fueran traídas a Venezuela y esparcidas sobre la región, que tantas aventuras le deparó y de la que siempre guardaba un profundo recuerdo. Sus deseos fueron cumplidos. María, su hijo y Gustavo, en sencilla pero emotiva ceremonia, esparcieron desde un avión y sobre el Salto Ángel, el contenido de aquel cofre que, como diáfana nube, se abrazó al Salto, y con él regó para siempre la tierra que Jimmy tanto amó. »

Su hermano Clifford asegura que, desde el gran descubrimiento, a Jimmy ya no le faltó el dinero. Cuando se inició la II Guerra Mundial, el aviador operaba una pequeña línea aérea y tenía dos hijos. En primavera del año 1956 sufrió un accidente cuando aterrizaba en Panamá. Ingresó en el hospital y allí contrajo una pulmonía de la que se recuperó parcialmente; después entró en coma y así permaneció hasta el 8 de diciembre del mismo año, día en que falleció. Parte de sus cenizas se conservan en “The Portal of Folded Wings”, en Hollywood y el resto fueron esparcidas desde un avión sobre la gran catarata que lleva su nombre.

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de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Capear el temporal con un hidroavión. Ramón Franco y su tripulación, perdidos en el océano.

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Dornier J Wal (versión pasaje)

Ramón comprendió enseguida que el viaje se había terminado y con él su última oportunidad para recuperar la gloria.

Después de cruzar el Atlántico Sur de Palos al Plata con el Plus Ultra y convertirse en el gran héroe nacional, Ramón había logrado convencer al Gobierno para que le autorizara un vuelo alrededor del mundo. La aceptación estuvo condicionada a que se realizara con un avión Dornier Super Wal, fabricado en las nuevas instalaciones de Construcciones Aeronáuticas Sociedad Anónima (CASA), en Cádiz: el Numancia. Aquel fantástico hidroavión, con cuatro motores Napier Lion de 450 CV, no cumplió con las expectativas y el proyecto fracasó el 1 de agosto de 1928, después de tan solo treinta minutos de vuelo, al pararse los dos motores posteriores debido a un problema en el sistema de combustible. Amerizaron cerca de las playas de Faro (Portugal) y aunque el mecánico de Ramón, Pablo Rada, supo resolver la avería, no pudieron despegar debido a una vía de agua en el casco. Regresaron a Río Tinto con los motores del hidroavión y desde allí hasta Cádiz los remolcó una chalupa. La reparación llevaría un tiempo del que ya no disponían porque la época ideal para iniciar la vuelta al mundo había pasado. Ramón tuvo que abandonar el proyecto. Al año siguiente, esta vez con un Dornier Wal J con dos motores igual que el Plus Ultra, logró que le autorizaran llevar a cabo un vuelo trasatlántico, con escala en las Azores para dirigirse luego a Nueva York y regresar a las costas gallegas desde New Fouland (Terranova). La imposición gubernamental, además de que el avión estuviese fabricado en España, también afectaría a la composición de la tripulación. Pablo Rada, el mecánico, fue sustituido por Madariaga porque el primero había abandonado el Ejército. Ramón, el iconoclasta, llevaba a bordo una botella de cava para hacerse una foto mientras se la bebía con su tripulación, al pie de la estatua de la Libertad; en 1929 estaba en vigor en Estados Unidos la Ley Seca que prohibía el consumo de alcohol en lugares públicos. Aquel era uno más de los gestos, que caracterizaban al aviador, de rebeldía para con el orden establecido y que empezaban a causarle serios problemas con las autoridades militares y políticas españolas de la época.

Habían salido de España el 21 de junio amparados con el permiso que llegó justo el día anterior. Tuvo que intervenir Eduardo González Gallarza, segundo piloto de la expedición, que era ayudante del rey Alfonso XIII, para conseguir dicha autorización; Ramón ya tenía previsto un plan alternativo –en el supuesto de que no llegase el permiso− que consistía en volar alrededor de España durante 24 horas para batir el récord mundial de permanencia en el aire de hidroaviones, ese mismo día. Su copiloto no estaba dispuesto a seguirlo en aquella nueva aventura para la que no tenían autorización de sus jefes. El permiso para volar a América llegó y Ramón con González Gallarza de copiloto, Ruiz de Alda como navegante y Madariaga de mecánico, iniciaron la travesía. Al anochecer pasaron frente al cabo de San Vicente y siguieron rumbo a las Azores. Según el plan de vuelo recalarían en el archipiélago portugués sobre las nueve de la mañana, entre las islas de Santa María y San Miguel. La meteorología era mala, la atmósfera inestable, a ratos capas de nubes muy bajas ocultaban el mar y para mantener el rumbo los dos pilotos volaban aferrados a los mandos. Ruiz de Alda apenas podía tomar marcaciones para la navegación y cuando logró tomar una posición constató que volaban unas 25 millas al sur de la ruta. Con las primeras luces del día, el navegante divisó picos montañosos en el horizonte que supuso que pertenecían a las Azores, pero no tardaron en percatarse de que eran nubes. Cuando salió el sol tomaron la longitud: 30º 35’ Oeste.

Entonces fue cuando Ramón supo que el viaje a América terminaba allí. Se habían dejado más de 200 millas atrás las islas de Santa María y San Miguel. No veían el mar, pero decidieron perforar la capa de nubes y descender hasta la superficie del océano. Volaron bajo, atisbando el horizonte en búsqueda de unas islas que no podían ver porque no estaban cerca de allí. Ramón decidió amerizar para tomar con exactitud su posición y poner luego rumbo a las Azores, aunque estaba seguro que no tendrían gasolina para llegar. Y así fue, a unas 50 millas de Santa María el hidroavión se quedó varado, sin combustible. A partir de ese  momento el avión dejó de serlo y se convirtió en un barco.

Los hidroaviones de la casa Dornier eran excelentes buques. Algunos aviadores decían que eran barcos con los que se podía volar. Los depósitos de combustible, vacíos, les otorgaban un extra de 4000 litros de flotabilidad: eran una plataforma insumergible, aunque podía volcar. Si se producía un vuelco tendrían que abrir aberturas en la parte inferior del fuselaje, pero aun así el aparato se mantendría a flote. Lo que no estaba claro es que la estructura del hidroavión pudiera soportar la mar que parecía venírseles encima.

Lo primero que hizo Ramón fue organizar un puesto de vigilancia permanente. Con el ala sobre montantes por encima del fuselaje, y los motores arriba de esta, la planta de propulsión ocupaba el punto más elevado de la nave. Allí situó el comandante el lugar desde el que, por riguroso turno, todos hacían guardia en compañía de unos prismáticos, cohetes, bengalas y la pistola de señales.

Recogieron algo de gasolina de las bombas y circuitos del motor, suficiente como para alimentar el generador eléctrico. Sin embargo, la radio no funcionaba.

En el equipo de salvamento de a bordo llevaban alimentos para ocho días que Ramón redistribuyó en pequeñas raciones para que les duraran un mes. Se llevaron una grata sorpresa al comprobar que el agua de los circuitos de refrigeración de los motores sabía mejor de lo que imaginaron en un principio; se podía beber. Consiguieron sacar unos 130 litros de refrigerante. Sin embargo, comprobaron que todas las artes de pesca, que con tanto esmero habían preparado antes de partir, se habían quedado olvidadas en la base. Improvisaron otras, pero no lograron merecer con ellas la atención de ningún pez.

El 24 de junio aparecieron nubarrones muy oscuros en el horizonte y por la tarde se puso a llover y la mar empeoró mucho. El 25 el hidroavión quedó a merced de las olas cada vez más encrespadas; por la cabina entraba agua; el ala derecha sufrió daños, aunque no de gran importancia. A mediodía encalmó. Ese día lograron reparar la radio. El receptor funcionaba bien porque escuchaban las emisoras de las Azores y las comunicaciones entre barcos, sin embargo el transmisor no debía estar bien ajustado porque no consiguieron establecer contacto con ninguna emisora.

Ramón organizó la vida a bordo para mantener a su tripulación ocupada. Por la mañana –nada más levantarse− recogían las camas, secaban la ropa y tomaban la longitud. Después le daba a cada uno su ración de desayuno. A mediodía medían la altura del sol para determinar la latitud y marcaban en la carta su posición. Copiaban también el mismo dato en un papel que metían dentro de una botella, la tapaban y luego la lanzaban al mar con algunas anotaciones. Almorzaban muy frugalmente los alimentos que Ramón repartía entre todos y a las cuatro de la tarde emitían un SOS. El rito de la cena era igual que el de las otras comidas con la salvedad de que, para celebrar la conclusión de la jornada, compartían un cigarrillo que se pasaban entre ellos hasta apurar la colilla que guardaban (para cuando se les acabara el tabaco). A las diez de la noche transmitían otro SOS. Antes de acostarse inflaban la balsa salvavidas y la sujetaban arriba, al fuselaje. Para estabilizar el rumbo del hidroavión arrastraban en el morro un ancla de capa y en el timón de dirección habían colocado también la vela de la balsa salvavidas; de este modo se mantenían aproados al viento.

El 26 de junio por la tarde el cielo se volvió otra vez de color negro. El viento refrescó y la mar se cubrió de espuma. Pasaron toda la noche achicando agua de la cabina, empapados, temerosos de que el hidroavión volcara o lo hiciera añicos alguna rompiente. Durante la mañana del día 27 media ala quedó sumergida porque en el depósito de combustible de ese lado había entrado agua. El hidroavión estaba muy inclinado. Cualquier ola de través lo haría volcar si no ponían remedio a la situación. Hicieron una cadena humana para sujetar a Madariaga que atado a un cabo, por la cintura, llegó hasta el otro depósito para abrir una escotilla y llenarlo con unos mil litros de agua. De ese modo consiguieron nivelar el aparato y estabilizarlo. En el interior del avión todos los enseres andaban revueltos y el sextante recibió un cachiporrazo que lo averió. Al mediodía la situación mejoró, el viento empezó a encalmar, pero un golpe de mar embistió contra el ala derecha, la hundió, y dieron la vuelta completa.

El 28 de junio lo peor ya había pasado, subió la presión atmosférica y pudieron hacer un inventario de daños. El viento los llevaba hacia la isla de Santa María y decidieron que, cuando la tuvieran cerca, uno de ellos se acercaría a tierra con el bote salvavidas. No hizo falta porque a las tres de la madrugada Gallarza gritó desde su puesto de vigilancia que había visto un barco. Lanzó señales luminosas y enseguida comprendieron que el buque puso rumbo al hidroavión cuando divisaron su luz roja a la derecha, la verde a la izquierda y las luces de tope enfiladas. Ramón vio cómo su tripulación, al acercarse el barco, se abalanzó sobre las provisiones para saciar el hambre que arrastraba desde su último amerizaje. El comandante les dijo:

—Si ese barco no puede llevarse el avión pediré víveres y seguiré a bordo hasta que me rescaten con el aparato.

Su tripulación se comprometió a no abandonarlo y siguió comiendo.

Los recogió el navío de la Armada británica Eagle a unas 45 millas al SO de Santa María.

Cuando las autoridades españolas perdieron el contacto con la aeronave de Ramón pusieron en marcha la operación de búsqueda para lo que solicitaron la ayuda de otros países. Además del Eagle, cinco destructores españoles y dos submarinos, dos cruceros italianos, un buque portugués y otros dos franceses, navegaron siguiendo una malla que cubría el área en la que suponían que podía encontrarse la tripulación española. El buque británico había dado por finalizada su búsqueda y se disponía a regresar a Gibraltar cuando atisbó a los náufragos que rescató junto con el hidroavión.

El vuelo a Estados Unidos del comandante Franco lo seguía toda España con muchísima atención. La desaparición del piloto y su tripulación, el fuerte temporal que se desencadenó en la zona y el inexorable paso del tiempo, sin que se supiera nada de ellos, creó un ambiente en el que el desenlace más probable era lo peor. Cuando el Eagle telegrafió la noticia del rescate España entera se convirtió en una fiesta. Los balcones se engalanaron, la gente se lanzó a la calle y los periódicos imprimieron ediciones especiales para dar la noticia. El comandante Franco, héroe del Plus Ultra, era una figura extraordinariamente popular en el país.

Quizá la única persona que tenía la seguridad de que Ramón volvería a casa era su mujer, Carmenchu. El rey, Alfonso XIII, le había hecho llegar la misiva —a través de su padre— de que en caso de que su marido despareciera para siempre el Gobierno le otorgaría una generosa pensión. Ella estaba segura de que el aviador reaparecería y así fue. Pablo Rada, el mecánico y gran amigo de su marido que se había quedado en tierra por orden del jefe de la Aeronáutica Militar, Kindelán, la llevó en su coche hasta Algeciras para recibir al héroe. Nada más desembarcar la muchedumbre lo rodeó hasta el punto de que a su mujer le resultó imposible darle un abrazo. A codazos y como pudo, Pablo Rada consiguió acercarse a Ramón y le pasó un enigmático mensaje:

—Ten cuidado Ramón, las cosas están muy mal.

Por la tarde, el aviador pudo abrazar a su esposa en el hotel de Algeciras. Allí, además de Carmenchu, le esperaba una carta de Kindelán. Ramón la leyó enseguida y después levantó la cabeza para decirle a su mujer:

—Kindelán, ¿has visto alguna vez un hombre más grande, más antipático y más feo?

El militar le decía en la misiva que después de lo ocurrido ya no podía ser ni su jefe ni su amigo.

Ramón sabía muy bien a lo que se refería su superior. Antes de salir de viaje, en el hangar, había dos hidroaviones Dornier, aparentemente idénticos. Uno era el Dornier 15, matrícula MWAO, fabricado en las instalaciones de la empresa Dornier italiana y el otro, el Dornier 16, matrícula MWAP fabricado en España por CASA. El Dornier 15 lo habían traído desde Pisa Gallarza y Ramón Franco. El Dornier 16 se construyó a toda prisa en la factoría de Cádiz para el vuelo que tenía intención de pilotar Ramón, en un principio, alrededor del mundo. Era el primero que se fabricaba por la empresa española de una serie de 17 que tenía encargados para la Aeronáutica Militar. Desde el fracaso de su primer intento de volar alrededor del mundo con el Dornier Super Wal fabricado también por CASA, Ramón tenía una clara preferencia por el material procedente de Italia dónde la empresa Dornier venía fabricando desde hacía más tiempo las aeronaves que, tras la guerra, tenía prohibido ensamblar en Alemania. Aunque CASA disponía de la correspondiente licencia y soporte técnico de Dornier, tanto el Super Wal como el Dornier 16 fueron los primeros aviones de su clase que se construyeron en la factoría de Cádiz. La obcecación del piloto llegó hasta el punto de que, con la ayuda y conocimiento de los otros tres miembros de su tripulación, cambiaron las matrículas de los aviones sin que se enterase nadie y emprendieron el vuelo hacia Nueva York con el aparato fabricado en Italia en vez de hacerlo con el construido en CASA. La autorización expresa que había recibido del mando era para volar con el hidroavión de fabricación nacional y no con el Dornier 15.

Ramón Franco era consciente de haber desobedecido una orden y sin la excusa del éxito sabía que nunca alcanzaría el perdón. Tampoco sintió jamás el menor arrepentimiento porque poco después escribiría: «En aquellos momentos estábamos en perfecto acuerdo, y así nos lo expresábamos, en que si, en vez de llevar un avión llevamos el otro, habríamos sido ya carne de tiburones»

Cuando llegaron a Madrid, Ramón y Carmenchu, fueron recibidos por una muchedumbre que estuvo a punto de hacer que el taxi volcase. De allí se dirigió al hotel Palace para asomarse a un balcón y saludar a la gente que acudió en masa a vitorearlo. Asistió a un Te Deum de acción de gracias y a una comida en el palacio real.

Mientras el público aclamaba a Ramón, uno de los personajes más famosos de la España de 1929, el presidente del gobierno, Primo de Rivera y el jefe de la Aeronáutica Militar, Kindelán, habían decidido separarlo de la Aviación. Al mes siguiente recibió una comunicación en la que el rey ordenaba su paso a la situación B. A partir de aquel momento su vida se precipitó en una espiral de acontecimientos cuyos episodios terminarían enfrentándolo a todo el mundo.

Ramón supo muy pronto que el error de navegación de su vuelo trasatlántico sobre las Azores marcaría definitivamente el nuevo rumbo de su vida.

 

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores