Dos aviadores, un escritor y la muerte

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El 1 de marzo de 1983 Arthur Koestler y su esposa se suicidaron. El autor de Espartaco, periodista, residente en Londres, judío y nacido en Budapest, había estado a punto de perder la vida en España, durante la guerra en 1937. De los trágicos recuerdos de aquella época surgió su obra Diálogo con la muerte. Su vida no había sido nada fácil hasta entonces. De joven emigró a Palestina para integrarse en un kibutz, aunque su falta de vocación como agricultor lo devolvería a Europa para trabajar en Berlín como periodista. Como jefe de las publicaciones científicas del Ullstein se embarcó en el histórico vuelo del Graff Zeppelin al polo Norte para relatar las peripecias a bordo del dirigible de Hugo Eckener. Koestler, un hombre con profundas inquietudes sociales, ingresó en el partido comunista alemán de forma clandestina, aunque lo abandonó más tarde horrorizado con el régimen estalinista.

A lo largo de 102 días, Arthur Koestler esperó a que lo fusilaran en Sevilla. La experiencia de vivir al borde de la muerte le propició una visión cósmica de la vida que influiría todas sus obras. Enviado por su periódico británico a la ciudad andaluza para comprobar hasta qué punto los alemanes y los italianos ayudaban a las tropas de Franco, fue descubierto por un piloto alemán que denunció su presencia, aunque en esa ocasión Arthur logró escaparse a Gibraltar. Volvió a cruzar la frontera para acercarse a Málaga y cubrir la toma de la ciudad por las tropas de Franco. Sin embargo, fue detenido y encerrado en la cárcel en Sevilla. Koestler creyó que aquel sería el último acto de su existencia.

Cuenta el novelista que el 12 de mayo de 1937, por la tarde, lo sacaron de su celda para llevarlo al despacho del director de la prisión. Un personaje, con camisa negra, le dijo que si colaboraba con él lo pondría a salvo. El individuo resultó ser un piloto que lo embarcó en una aeronave para transportarlo a la libertad y durante el vuelo sostuvieron ambos una profunda conversación acerca del sentido de la muerte. Ninguno de los dos podía imaginar que a Koestler aún le quedaban más de cuarenta años de vida mientras que a su interlocutor ni siquiera uno. El escritor no lo sabía, pero el gobierno británico intervino para conseguir el canje de Koestler por una prisionera que los republicanos retenían en Valencia: Josefina Gálvez Moll.

Josefina era una de los tres hijos del doctor José Gálvez Ginachero, que estudió medicina en París y Berlín, se especializó en ginecología, fundó un sanatorio en Málaga, se casó con María Moll y de 1923 a 1928 fue alcalde de dicha ciudad. Católico, excelente profesional de la medicina y compasivo, en febrero de 1937 fue detenido por los republicanos, aunque muy pronto lo dejaron en libertad. Sin embargo, su hija Josefina, casada con un aviador del ejército franquista, embarazada con mellizos, fue hecha prisionera y cuando Málaga cayó en poder del ejército franquista los republicanos la trasladaron a Valencia. La otra hija del doctor Gálvez, María del Carmen, también se había casado con un famoso aviador, Joaquín García Morato, y fue este último quien presentó a Josefina la persona que se convertiría en su marido: el bilbaíno Carlos de Haya y González de Ubieta.

El aviador que vestía una camisa negra y con quien se topó de forma inesperada, en la cárcel sevillana Arthur Koestler, era el esposo de Josefina Gálvez, uno de los pilotos de mayor prestigio de la aviación franquista. Carlos de Haya liberó al húngaro y a cambio su mujer pudo reunirse con él, en cumplimiento con el pacto establecido por las fuerzas beligerantes.

Los concuñados de las Gálvez, Joaquín y Carlos, compartían fama de excelentes aviadores aunque eran dos personas muy diferentes. Extrovertido, simpático, bajito y dispuesto a arriesgar siempre más allá del límite de lo razonable Joaquín fue el paradigma del piloto de caza. Concienzudo, metódico, introvertido, alto y calculador, durante la guerra Carlos volaba aviones de transporte y bombardeo, como el Douglas DC-2 y el Junkers JU-52, aunque sus últimas misiones las efectuó con aeronaves de caza Fiat CR-32 (Chirri). Anteriormente había logrado varias marcas mundiales aeronáuticas, gracias a su tenacidad y preparación técnica. Una de las misiones que le dio mayor popularidad fueron los vuelos de abastecimiento a los sitiados en el Santuario de la Cabeza. En muchos de ellos arrojaba las provisiones y medicinas atadas con cabos a las patas de pavos que, con su frenético aleteo, amortiguaban el impacto de los envíos sobre el suelo. Su avión, DC-2 se ganó el sobrenombre de El Panadero.

El 21 de febrero de 1938, en el frente de Teruel, Carlos de Haya colisionó con un Chato (Polikarpov I-15) y falleció al estrellarse con su avión Fiat CR-32 en el puerto Escandón. Hoy, una placa de piedra en aquel lugar nos recuerda el trágico accidente del gran piloto.

Joaquín García Morato también murió muy joven, mientras realizaba sus peligrosas prácticas acrobáticas en una exhibición tres días después de terminar la guerra, el 4 de abril de 1939.

Muy distintos, los dos ases de la aviación, compartieron un cierto desprecio por la vida que consideraban supeditada a otros intereses.

El gran escritor Arthur Koestler decidió acabar con su existencia de un modo libre y voluntario a los 77 años de edad, en 1983. Siempre había defendido la eutanasia como el mejor remedio «para abandonar un cuerpo mortal arruinado por el dolor y volver de nuevo al estado de no nacido». Padecía Parkinson y sufría temblores de forma continua. Su tercera esposa, Cynthia, simplemente no concibió la vida sin su esposo y decidió viajar con él a ese espacio anterior al nacimiento.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

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