Betelgeuse

Esta noche estuve contemplando a la estrella Betelgeuse durante un rato. Queda al sureste y desde la terraza de mi casa se veía por encima de un pino. Se ubica en lo que se dice que es el hombro izquierdo de Orión.

Es una estrella que siempre me ha fascinado, como Aldebarán que estaba más alta y se veía más brillante.

Betelgeuse empezó a languidecer a finales de 2019, lo cual preocupó mucho a los astrónomos, hasta que en febrero de 2020 inició la recuperación y hoy ya posee un brillo apreciable. Esas variaciones del tinte le ocurren cada cuatrocientos años. Esta vez se ha podido saber que se deben a que del núcleo de la estrella surge una erupción de masa que cubre parte de la superficie. Algunos pensaban que el oscurecimiento anunciaba una próxima extinción, pero no fue así.

Es una estrella enorme, como mil veces más grande que el Sol y pertenece al grupo de las supergigantes rojas. La vida de estas estrellas, que tienen mucha masa, es relativamente corta: unos ocho millones de años en el caso de Betelgeuse, que ya es una anciana débil a la que se le acerca el final de la existencia. Seguramente no durará más de cien mil años. Acabará sus días con una gran explosión, una supernova, que podrá apreciarse desde la Tierra, incluso de día, y que no nos afectará porque se encuentra a una distancia de 642,5 años luz: muy lejos.

Pero hay otro dato curioso relacionado con Betelegeuse y es que se desplaza a una velocidad de unos 30 kilómetros por segundo —es decir, muy deprisa— y dentro de unos doce mil quinientos años, si es que no ha expirado, se estampará contra una nube de materia dispersa que la tiene justo en los morros y no parece que pueda hacer nada para evitarlo. En la foto superior puede verse cómo se curva ese polvo estelar debido al impacto del flujo de rayos cósmicos que emite Betelgeuse.

Esta noche, mientras contemplaba a Betelgeuse y Aldebarán vino a mi cabeza un pensamiento recurrente: que las luces que veía de la primera habían partido de la estrella en una época en la que aquí gobernaba Pedro IV de Aragón, El Ceremonioso, mientras que lo que podía ver de la segunda —que está a 66,5 años luz— ocurrió en la época de Franco. De entre las estrellas que podemos observar a simple vista, las hay que están a poco más de cuatro años luz y otras que nos separa de ellas una distancia igual a la que recorre la luz en dieciséis mil años. Echar una ojeada por el firmamento es como pasearse por la historia, ves, simultáneamente, cosas que han ocurrido en un amplio abanico temporal. Es algo que siempre que lo pienso no deja de desconcertarme.

Hermann Oberth, un invitado de honor en Cabo Cañaveral (1969)

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Saturn V, viaje a la Luna (1969)

El 16 de julio de 1969, uno de los invitados de honor, en Cabo Cañaveral, para presenciar el lanzamiento del Apolo 11 se llamaba Hermann Oberth. Ese día el gigantesco cohete Saturno V despegó con los primeros astronautas que pusieron sus pies en la Luna, ante la incrédula y entusiasta mirada de uno de los científicos que más había contribuido al desarrollo de la aventura espacial. Oberth había nacido en la ciudad de Hermannstadt, Rumania, el 25 de junio de 1894. En junio de 1923, su libro, El cohete en el espacio interplanetario, causó un gran impacto en la comunidad científica y los medios; fue el detonante que impulsó la aparición de numerosas publicaciones técnicas y artículos periodísticos sobre los viajes espaciales durante el resto de la década de los años 1920. Para Hermann Oberth, contemplar a los 75 años cómo los sueños de su juventud se convertían en algo real fue una experiencia entrañable. Pero quizá lo más extraordinario de aquel acontecimiento sería que el Apolo 11 convirtió en realidad una profecía del abuelo materno del científico: Friedrich Krasser, doctor, social demócrata y escritor, que en 1869 anunció que el hombre tardaría cien años en pasearse por la Luna y que sus nietos lo verían. Las palabras del ancestro no las olvidó la familia y su frase la repetiría una y otra vez sin saber que Hermann Oberth había nacido para ser ese nieto destinado a que se cumpliera el auspicio del abuelo Friedrich.

Oberth recibió sus primeras enseñanzas en Schässburg, Rumanía, una ciudad adonde se trasladó la familia a vivir y en la que su padre, Julius Oberth, doctor en medicina, empezó a trabajar como cirujano. Hermann fue un discípulo aventajado que a partir de los diez años, cuando ingresó en las clases del bachillerato (Gymnasium), únicamente pensaba en los viajes espaciales.
El muchacho leyó la novela de Julio Verne, De la Tierra a la Luna, en la que su autor describió un viaje al satélite terrestre de tres personajes, en una cápsula de aluminio impulsada por un cañón cuya ánima, horadada bajo tierra, tenía una longitud de 274 metros. La velocidad de boca del proyectil o cápsula espacial, según el novelista, debía alcanzar unas 12000 yardas por segundo (11 Km/s) para llegar a la Luna. Oberth hizo un gran número de cálculos para determinar si con aquella velocidad la nave arribaría a su objetivo y llegó a la conclusión de que sí lo haría. Sin embargo, también dedujo que la aceleración en el alma del cañón resultaría insoportable para los astronautas, ya que alcanzaría decenas de miles de veces la de la gravedad. Para que la aceleración no superase dos o tres veces la gravedad —valores que Oberth estimó que podrían soportar los astronautas— el cañón debería tener una longitud de dos o tres mil kilómetros. Durante algunos años, Oberth seguiría obsesionado con el modo de impulsar una nave a las velocidades necesarias para escapar de la atracción terrestre y viajar al espacio exterior sin que la aceleración destruyera la cápsula y a sus ocupantes.

A los 15 años ya había llegado a la conclusión de que el único modo de hacerlo era mediante cohetes o sistemas de propulsión que liberasen parte de su masa. En un principio dudó de que el cohete funcionara en el vacío, al no poderse apoyar los gases de escape en el aire. Sin embargo observó que al saltar de una barca en un lago, antes de que él pusiera un pie en tierra, la barca ya había empezado a moverse. En realidad la cuestión la había resuelto Newton hacía muchos años, pero algunas personas dudaban de que los cohetes pudiesen funcionar sin apoyarse en el aire. De algún modo, Oberth dedujo que la velocidad de impulsión de un cohete era proporcional a la velocidad de escape de los gases y al logaritmo natural del cociente de las masas inicial y final del cohete. Esta fórmula, que publicitó el ruso Tsiolkovsky en 1903, se había planteado con anterioridad en otros ámbitos y resulta de la aplicación inmediata del principio newtoniano de conservación de la cantidad de movimiento a un elemento que se mueve gracias al impulso de un flujo de masa que lo abandona. Además del sistema de propulsión a Oberth le preocupaba la capacidad del cuerpo humano para soportar aceleraciones y su comportamiento en ausencia de gravedad. En relación con estas dos cuestiones hizo varios experimentos, lanzándose al agua desde varias alturas y dentro de una piscina; concluyó que el hombre podía soportar aceleraciones de dos o tres veces la gravedad durante algún tiempo y hasta siete u ocho veces, unos segundos, y que los humanos sobrellevaban razonablemente bien la ausencia de esta fuerza. En 1909, Oberth diseñó su primer cohete, propulsado con nitrocelulosa y con capacidad para transportar varios hombres al espacio. En este proyecto concibió la idea de etapas sucesivas ya que los depósitos de combustible se liberaban conforme se vaciaban.

A través del farmacéutico de Schässburg, aficionado a la caza, se enteró que los gases de escape en la boca de una escopeta alcanzaban una velocidad de unos 1000 metros por segundo. Este valor le pareció muy reducido por lo que llegó a la conclusión de que ni la nitrocelulosa ni la pólvora permitirían suministrar a un cohete la velocidad necesaria para escapar de la Tierra. En una novela de Hans Dominik, El viaje a Marte, el autor especuló con la idea de utilizar oxígeno e hidrógeno para impulsar la nave espacial. Oberth pensó que la reacción de ambos gases liberaba suficiente calor para que la velocidad de escape fuera muy elevada. Sin embargo, el problema es que el almacenamiento de estos elementos en botellas, a presión, exigiría llevar a bordo tanques excesivamente pesados. Se le ocurrió que la solución consistiría en transportarlos en estado líquido. Tres años después de su cohete propulsado con nitrocelulosa, Oberth diseñó, en 1912, otro cohete impulsado por gases que salían por una tobera después de que se produjera la combustión en una cámara que se alimentaba de hidrógeno y oxígeno, en estado líquido, almacenados en dos depósitos independientes.

A lo largo de sus años de bachillerato, Hermann se obsesionó con la idea de desarrollar un cohete capaz de transportar al hombre al espacio exterior, llegó a identificar los problemas principales a resolver para hacer posible el viaje y concibió un diseño de nave espacial muy avanzado. El joven Oberth estudiaba con verdadera pasión todas aquellas materias que servían como instrumento para resolver el único problema que realmente le interesaba.
Pasaba horas y horas sumido en sus pensamientos, hasta el punto de evitar la compañía de otros alumnos de su clase para que no lo distrajeran. Sus proyectos los mantuvo en secreto; tan solo los compartiría con un círculo muy estrecho de personas de confianza, por temor a que lo tratasen de enajenado.
Cuando finalizó el bachillerato (Gymnasium) y después de curarse de unas fiebres, en 1913, decidió estudiar medicina. A pesar de que su madre hubiese preferido que se dedicara a las matemáticas y la física, la influencia de un primo suyo, médico de la Marina, y de su padre, cirujano, prevaleció sobre lo que, en principio, parecía ser la vocación de Hermann. El joven pensó que los estudios de medicina le permitirían abordar parte de los problemas asociados a los viajes espaciales y que, en cualquier caso, él seguiría trabajando, por su cuenta, en el diseño de sus naves.

Oberth se trasladó a Munich, donde compaginó las clases de medicina con estudios de matemáticas y astronomía, pero su estancia en Alemania apenas duró un par de años. Al estallar la I Guerra Mundial, como era un ciudadano del imperio Austro-Húngaro, tuvo que regresar a su ciudad de residencia habitual en donde lo alistaron en el Ejército y lo enviaron al frente. En febrero de 1915 fue herido y devuelto al hospital de Schässburg. Allí se curó y en vez de regresar a las trincheras, dados sus conocimientos de medicina, se le asignó un puesto de asistente en el hospital.

Hermann hizo un magnífico trabajo como asistente de médico y, dadas las circunstancias, en una ocasión llegó a operar con éxito a un paciente que sufría un ataque de apendicitis. Sin embargo, Oberth no abandonó sus investigaciones aeroespaciales: realizó experimentos para tratar de dilucidar el comportamiento del ser humano en ausencia de gravedad y continuó trabajando en el diseño de un nuevo cohete. Él mismo se drogó con escopolamina con la intención de provocar una pérdida del sentido de la orientación en su organismo y constatar, en esas condiciones, hasta qué punto era capaz de realizar determinadas tareas. De aquellos experimentos dedujo que la ausencia de gravedad no impediría que los astronautas pudieran llevar a cabo los trabajos que se les exigiría a bordo en un viaje espacial. Y en relación a su nuevo cohete, en 1917 completó un diseño en el que abandonaría el hidrógeno y oxígeno líquidos; los sustituyó por una mezcla de alcohol y agua y aire líquido para evitar un calentamiento excesivo de la cámara de combustión que se refrigeraba con el combustible. Los comburentes se inyectaban en la cámara de combustión mediante bombas eléctricas alimentadas por un generador eléctrico que movía una pequeña turbina. Estaba dotado con un giróscopo para determinar el ángulo del eje longitudinal del cohete, que formaba parte del sistema de control que recibía información de la aceleración, velocidad y altitud de vuelo. El aparato medía 25 metros de altura y 5 de diámetro y disponía de una cabeza en la que se alojaba una carga explosiva de 10 toneladas. Hermann se presentó con la memoria y los planos del cohete en la oficina del director del hospital para informarle que deseaba hacerlos llegar al Ejército austríaco, aunque al final ambos decidieron remitirlo al Ejército alemán que les parecía más solvente. Oberth se entrevistó con el cónsul alemán que envió los documentos a su Gobierno.
Al cabo de algunos meses, Oberth recibió una contestación de Berlín, a través del cónsul, según la cual la experiencia del uso de cohetes en aplicaciones militares había demostrado que eran incapaces de alcanzar distancias superiores a los 7 kilómetros. Hermann no se sintió desanimado por la negativa alemana a llevar a la práctica su diseño.

En 1918 Hermann conoció a Mathilda Hummel con quién contrajo matrimonio en verano de aquel mismo año. Con el fin de la guerra y el desmembramiento del imperio de Austro-Hungría en ciernes, en otoño, Oberth fue trasladado a Budapest para recibir un curso acelerado que le otorgara la calificación de médico, aunque enfermó y tuvo que regresar a su casa. Cuando se curó, la guerra ya había terminado.

Al finalizar la contienda, Oberth hizo saber a sus familiares que su verdadera vocación no era la medicina y su padre aceptó sufragarle los estudios de matemáticas y física en la Universidad de Klausenburg que estaba cerca de Schässburg. Cuando Alemania abrió sus fronteras, Hermann decidió trasladarse para seguir su carrera en Munich. Allí la existencia para un extranjero como él era muy complicada y se volvió a mudar, esta vez a Göttingen que parecía ser un centro internacional y además disponía de un grupo de profesores de gran renombre como Ludwig Prandtl (Aerodinámica), Max Born (Física) o David Hilbert (Matemáticas).

El método de trabajo de Oberth resultó ser un tanto peculiar porque su interés principal era el desarrollo de un cohete y todos sus esfuerzos los orientó hacia el diseño de este artefacto. Para los profesores de aerodinámica, astronomía o física, el aparato de Hermann no formaba parte de sus disciplinas por lo que su diseño y los estudios asociados no podían servir como tesis académica. Sin embargo Ludwig Prandlt le hizo numerosas observaciones que Oberth tomaría en cuenta para introducir cambios en el proyecto.

En 1921 el inventor tuvo que abandonar Göttinberg porque su esposa Mathilda se fue a vivir con él y en aquella ciudad a un extranjero no se le permitía alquilar una vivienda. La pareja se trasladó a Heildeberg, con su hijo, pero las estrecheces de su economía les obligaron a separarse otra vez: el niño y la madre regresaron a Schässburg y Hermann se quedó en la Universidad. A finales de 1921, Oberth ya había compilado sus estudios en un tratado con el que pretendía graduarse, pero los profesores, que reconocían sus brillantes ideas, eran incapaces de catalogar su obra en ninguna de las disciplinas por las que la Universidad otorgaba credenciales. El profesor de Astronomía, Max Wolff, le recomendó que publicara el estudio a través de alguna editorial.
En verano de 1922, Hermann volvió a Schässburg sin haber logrado encontrar ningún editor para su obra. Por fin, en octubre de ese año, la casa Oldenbourg de Munich le comunicó que estaba en disposición de hacerlo siempre y cuando el autor corriera con los gastos. Su esposa, Mathilda, tenía unos ahorros y se los dio a su marido para que pudiera hacer frente a la edición del libro.

Con el título de El cohete en el espacio interplanetario, en junio de 1923, se publicó la primera obra de Hermann Oberth. Según el autor, en su libro se demostraba que el estado de la tecnología permitía construir máquinas capaces de volar más allá de la atmósfera terrestre, incluso, con mejoras, podrían escapar de la atracción terrestre con seres humanos a bordo y su coste de fabricación y operativo las haría rentables en las próximas décadas. La obra, de 92 páginas, estaba dividida en tres partes: en la primera trataba sobre la teoría general de los cohetes, en la segunda de su construcción y en la tercera sobre las cuestiones relativas a la seguridad, la vida a bordo y el uso que se le podría dar en el futuro a las naves espaciales y los cohetes.
En la primera parte de su libro, Oberth expuso cinco condiciones para garantizar el óptimo funcionamiento del cohete: 1) que la velocidad de salida de los gases se mantuviera constante, 2) que la velocidad de ascenso permitiese que en todo momento el peso del cohete y la fuerza de resistencia del aire fueran iguales, 3) que ascendiera según la vertical, 4) que emplease un combustible y un oxidante en estado líquido y 5) que la sobrepresión de los tanques sirviera para reforzar el cuerpo del cohete. En la segunda parte de la obra, el científico propuso un cohete con dos etapas. Para la primera etapa el combustible era alcohol mezclado con agua y el comburente oxígeno líquido, mientras que para la segunda se empleaba el hidrógeno y el oxígeno líquidos. En la tercera parte, Oberth trató con detalle el asunto de los efectos de la aceleración sobre el cuerpo humano y la ausencia de gravedad, también se refirió a cómo gestionar situaciones de emergencia y el coste del desarrollo de los cohetes; quizá, el aspecto más novedoso para el gran público de su obra se halla en esta tercera parte en la que mencionó también la posibilidad de viajar a la cara oculta de la Luna, a otros planetas, y de construir estaciones espaciales, satélites y otras plataformas interplanetarias de utilidad para los hombres.

El libro de Hermann Oberth tuvo una gran repercusión en los medios y los círculos científicos, sobre todo, alemanes, rusos, franceses y en menor medida estadounidenses. Mientras que el libro del norteamericano Goddard de 1920, Métodos para alcanzar altitudes extremas, en el que su autor formuló la teoría de los cohetes en términos muy similares, había pasado prácticamente desapercibido, y la publicación del ruso Tsiolkovsky de 1903, Investigando el espacio con cohetes, pionera en la materia, apenas fue divulgada, la obra de Oberth alcanzó una gran popularidad. La parte tercera del libro, en la que se refería a los aspectos más prácticos de la exploración espacial fue la que captó con mayor intensidad el interés de la gente. Una prueba de esta ola de curiosidad por los asuntos interplanetarios que suscitó la publicación de Oberth en la década de 1920, es que en los cinco años que siguieron a su impresión, en Alemania se editaron 80 libros sobre el mismo asunto. En la Unión Soviética el libro del científico rumano rescató, no sin cierta amargura, la memoria del olvidado Tsiolkovsky. El 2 de octubre de 1923 el periódico Izvestia publico una reseña del trabajo de Oberth sin hacer referencia al veterano científico ruso, lo que motivó que Tsiolkovsky editara un panfleto con sus trabajos de 1903 en cuyo encabezamiento figuraba una breve introducción, escrita en alemán por A.L. Tschischevsky, seguida de otro artículo del propio Tsiolkovsky titulado El destino de un pensador, o 20 años de oscuridad. Todos estos hechos, incluidos los debates suscitados por los detractores de las ideas de Oberth —la mayoría de ellos porque creían que en el vacío los cohetes no funcionarían al carecer de aire en el que apoyarse, o porque pensaban que en ausencia de atmósfera no se produciría la combustión— contribuyeron, también en la Unión Soviética, a incrementar la popularidad del trabajo de Hermann Oberth. En 1924 se publicó el primer trabajo de F.A. Zander y N.A. Ryin empezó a compilar todo el conocimiento sobre el vuelo espacial que se publicaría en varios volúmenes con el título de Comunicaciones Interplanetarias. Otro escritor ruso, J.I Perelman, inició la publicación de los volúmenes de Viajes Interplanetarios, que aparecerían casi todos los años. Moscú sería la sede, en 1927, de la Primera Exhibición Internacional de Modelos de Aparatos y Mecanismos Interplanetarios. En ella participaron los primeros estudiosos de la astronáutica, las personas que plantearon las bases de la nueva ciencia: Tsiolkovsky, Zander, Goddard, Esnault-Pelterie y Oberth.

En 1923, a los 29 años, Hermann Oberth, con su libro El cohete en el espacio interplanetario, logró despertar el interés de la comunidad internacional por los viajes espaciales que, por primera vez, se convencería de que estaban al alcance de la tecnología del siglo XX. Con él se abriría el proceso de construcción de cohetes que llevaría al hombre a la Luna para convertir en realidad la profecía de su abuelo materno. Hermann tuvo el honor de contribuir de forma significativa a que se cumpliese y fue el nieto afortunado que lo contempló con sus propios ojos.

Konstantin Tsiolkovsky, el padre de la Astronáutica.

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Izhevskoye es una pequeña población de Riazán, en el corazón de Rusia, donde en invierno la temperatura se mantiene por debajo de los cero grados centígrados, aunque en verano asciende hasta los veinticinco. Allí nació, el 17 de septiembre de 1857, Konstantin Eduardovich Tsiolkovsky, quien para muchos fue el padre de la Astronáutica. Hijo de un guarda forestal, voluntarioso y decidido, y de una mujer inteligente, con gran sentido del humor, Konstantin disfrutó de una niñez activa y feliz hasta los nueve años. Fue un chico despierto, que aprendía fácilmente las lecciones, sensible, activo y buen patinador sobre el hielo. Cuando el tiempo mejoraba se adentraba en los bosques con otros niños para trepar a los árboles, construir cabañas o recoger frutos.

Su infancia se truncó por culpa de unas fiebres que le produjeron la sordera con la que tuvo que convivir durante el resto de su existencia. A los nueve años se hizo un profundo silencio al su alrededor, lo que dificultaría sus relaciones con las personas. Para Tsiolkovsky los años que siguieron hasta que cumplió los catorce fueron los más tristes de su vida. Ya de adulto, era incapaz de recordar ningún episodio de su existencia perteneciente a aquella época.

Poco después de la temprana muerte de su madre, en la biblioteca familiar, a partir de los catorce años, Tsiolkovsky descubrió libros de historia natural y matemáticas que estimularon su inteligencia. Cuando comprobó que era capaz de entender los textos, sin ninguna dificultad, se animó a leer todos los que encontró. Al mismo tiempo que estudiaba trató de poner en práctica algunas de las teorías que se le ocurrieron mediante la construcción de modelos. Fabricó globos, un torno, un pequeño carro que se desplazaba con la ayuda de una vela, capaz de ganar barlovento, y otros artilugios que se le fascinaban, como los astrolabios. El joven Konstantin llegó a ser muy hábil en el manejo de las herramientas para construir sus inventos.

Al cumplir los 16 años su familia decidió enviarlo a Moscú para que tuviera acceso a una biblioteca y continuase con su formación autodidacta. Allí conoció a Nikolai Federov, pensador ruso que desarrolló el cosmismo, una teoría filosófica según la cual la humanidad alcanzaría la inmortalidad y se extendería por el universo. Quizá influido por Federov, el joven Konstantin empezó a concebir sus primeras ideas sobre los viajes espaciales. Una noche la pasó en vela tras la ocurrencia de fabricar un aparato con masas que en su movimiento circular aportaran mayor fuerza centrífuga en la posición elevada, lo que le suministraría un empuje ascendente con el que podría levantarse del suelo. Tras el insomnio de la noche sufrió una profunda decepción a la mañana siguiente, al descubrir la inviabilidad de su ocurrencia. Tsiolkovsky estudiaba para adquirir los conocimientos necesarios que le permitiesen desarrollar sus inventos de los que construía modelos o prototipos en su modesto laboratorio. La dificultad para relacionarse con otras personas le hacía llevar una vida muy solitaria. Se acostumbró a trabajar con el exclusivo apoyo de sus escasos medios. Uno de los ejercicios que solía efectuar, cuando estudiaba algún tema nuevo, consistía en familiarizarse con las conclusiones y tratar de demostrarlas él mismo. El método era laborioso pero cada vez que lograba aplicarlo con éxito sentía una gran satisfacción y reafirmaba su confianza en su propia persona.

El muchacho gastaba casi todo el dinero que le enviaban sus padres en comprar libros y material para realizar sus experimentos, con lo que su dieta alimenticia se limitaba a unas cuantas barras de pan integral. Su salud terminó resintiéndose, hasta el punto de que su padre, alarmado, le obligó a que regresara a casa.

Después de una estancia de tres años en Moscú, Tsiolkovsky empezó a dar clases de física y matemáticas y pronto se acreditó como un excelente profesor. En otoño de 1878 superó las pruebas para ejercer como docente y pocos meses después abandonó la casa familiar para dar lecciones de aritmética y geometría en una escuela de Borovsk, en la provincia de Kaluga, cerca de Moscú. Por aquellas fechas también conoció a Varvara Sokolovaya con quién contrajo matrimonio.

A los 24 años, Tsiolkovsky escribió su primera obra científica que trataba sobre la teoría cinética de los gases. El profesor de Borovsk la envió a la Sociedad de Física y Química de San Petersburgo, donde no pasó desapercibida, aunque sus hallazgos habían sido publicados por otros científicos con anterioridad. Uno de los miembros de la Sociedad era Dmitri Mendeléyev, autor de la tabla periódica de los elementos. El segundo trabajo de Tsiolkovsky —que también remitió al círculo de eminentes científicos de San Petersburgo— fue La mecánica de un organismo vivo, que tras lograr la aprobación del renombrado fisiólogo Sechenov sirvió para que se le admitiera como miembro de la Sociedad.

En 1883, en un escrito en forma de diario, Espacio libre, Tsiolkovksy desarrolló el problema del movimiento de los objetos en ausencia de gravedad y resistencia. En estas condiciones un sistema compuesto por varias masas conserva la cantidad de movimiento y la energía cinética. Para ganar velocidad en el espacio libre, un objeto tiene que ser capaz de desprenderse de masa. El incremento de velocidad del objeto multiplicado por su masa será igual a la velocidad con que abandone la masa que expulsa multiplicada por la cantidad de masa que libera el objeto. Todas estas consideraciones llevarían al profesor de Borovsk a plantear que el único modo de desplazarse por el espacio libre es mediante una nave dotada de un motor cohete.

A partir de 1885, el científico ruso se centró en el estudio de asuntos aeronáuticos. Concibió un dirigible de cuerpo rígido, metálico, pero con ondulaciones de forma que su envoltura delimitara un volumen variable. En octubre de 1891 la Sociedad Imperial Técnica de Rusia le negó una subvención para construir un modelo de su dirigible. Al año siguiente, Tsiolkovsky publicó los resultados de sus investigaciones sobre el dirigible de cuerpo rígido en un documento, El aerostato dirigible de metal, que no logró captar la atención de las autoridades de su país.

En 1893, el científico y su familia se trasladaron a vivir a la ciudad de Kaluga y poco después compraron una casa de madera, situada en las afueras. Allí instaló su laboratorio y su despacho y encerrado en aquella vivienda transcurriría la mayor parte del resto de su vida, siempre ocupado, en la lectura, escribiendo o trabajando en su laboratorio.

Sin embargo, Tsiolkovsky aún tardaría algunos años en formular matemáticamente el movimiento de un cohete. El profesor escribió la ecuación y dejó anotada una fecha: 10 de mayo de 1897. La relación entre el cambio de la velocidad del cohete (ΔV), la velocidad de escape de salida de los gases (Ve) y las masas inicial (Mo) y final del cohete (M1), podía expresarse de la siguiente forma:

ΔV = Ve ln(Mo/M1)

El incremento de velocidad de un cohete, durante un intervalo de tiempo, es proporcional a la velocidad de escape de los gases y al logaritmo natural del cociente entre la masa inicial y final.

De 1897 hasta los primeros años del siglo XX, Tsiolkovsky estuvo muy ocupado con asuntos aeronáuticos relacionados con su dirigible y un avión metálico, sin riostras, de ala gruesa, estilizado. Con un túnel de viento muy simple efectuó mediciones de la resistencia de sus modelos y en 1898 publicó El Correo de Física experimental y elementos matemáticos y al año siguiente solicitó una subvención a la Academia de Ciencias para realizar mediciones de la resistencia al avance de cuerpos con distintas formas en su túnel de viento. El académico que analizó su solicitud, M. Rykachov, se dio cuenta de que el científico, con sus escasos medios, había sido capaz de remarcar la importancia de la forma de la parte posterior de cualquier cuerpo a la hora de determinar su resistencia al avance en presencia de una corriente de aire. A Tsiolkovsky le otorgaron una ayuda de 470 rublos que empleó en llevar a cabo más experimentos, en su túnel de viento perfeccionado, cuyos resultados entregó a la Academia a finales de 1901.

Fue en 1903 cuando el profesor de Kaluga publicó su primer artículo sobre los cohetes que apareció en la revista Revisión Científica: Investigando el espacio con cohetes. Este primer escrito no tuvo una gran repercusión en los medios científicos, pero la segunda parte de la misma obra, que apareció en 1911, sí alcanzó un gran impacto. Desde esta fecha, hasta 1935, Tsiolkovsky escribió un conjunto de artículos con sus ideas sobre los cohetes y los viajes espaciales que, para la mayoría de los historiadores, le confieren el título de padre de la Astronáutica. El científico ruso formuló la dinámica de los cohetes como cuerpos de masa variable, el modo de calcular su alcance, la velocidad mínima para que un vehículo orbite alrededor de la Tierra (7,9 m/s) o se escape a su atracción y pueda viajar hasta otros planetas o la Luna (11,2 m/s); también llegó a la conclusión de la necesidad de utilizar cohetes con combustible líquido y varias etapas para alcanzar las velocidades y alturas que exigen los viajes espaciales. De la fórmula que determina la velocidad de un cohete puede deducirse que el método más efectivo para incrementarla es conseguir una elevada velocidad de los gases de escape. El otro factor es la relación entre las masas, inicial y final del cohete, lo que sugiere que para aumentar la velocidad final, en el momento del lanzamiento del cohete el porcentaje del peso del combustible sobre el peso total debe ser lo más elevado posible; sin embargo la velocidad del cohete depende del logaritmo natural de esta fracción lo que quiere decir que si la relación de masa inicial y final es 3, para conseguir doblar la velocidad del cohete habría que aumentarla al cuadrado de este valor: 9 (32). Para conseguir las elevadas velocidades de los gases de escape necesarias en los cohetes destinados a viajes espaciales, Tsiolkovsky propuso motores alimentados con combustibles líquidos (hidrógeno, queroseno, alcohol y metano) y oxidante o comburente, también en estado líquido: oxígeno.

A nivel personal los primeros años del siglo XX fueron difíciles para Tsiolkovsky. Su hijo Ignaty se suicidó en 1902, su hija Lyubov fue arrestada en 1911 con motivo de sus actividades revolucionarias y en 1908 una inundación del río Oka destruyó muchos de sus trabajos científicos. En 1914, durante el Congreso Aeronáutico de San Petersburgo sus estudios sobre el dirigible de cuerpo rígido pasaron completamente desapercibidos.

Con el advenimiento del régimen soviético, Tsiolkovsky fue elegido miembro de la Academia Socialista, en 1919 y en 1921, después de retirarse como profesor, el Gobierno le concedió una pensión vitalicia, en reconocimiento a su labor científica.

Tsiolkovsky jamás construyó un cohete, pero fue el líder espiritual del círculo de ingenieros rusos que dirigió el desarrollo de estos ingenios en la Unión Soviética, sobre todo a partir de los años 1930. El científico nunca consideró que los grandes cohetes tuvieran un fin distinto al de los viajes espaciales y no participó en iniciativas de carácter militar. Vivió aislado en su mundo de silencio y se comunicaba con el resto de las personas a través de una trompetilla de su invención que llevaba consigo para descifrar las palabras de sus contertulios. En 1926, el científico explicaba en su carta a un colega, el profesor R. Rynin, las circunstancias en las que había trabajado:

«Los libros escaseaban, en general, y en mi caso particularmente. Por lo tanto tenía que pensar independientemente y, tantas veces sí como no, seguía un camino equivocado. Descubría e inventaba cosas que se conocían desde hacía tiempo. Por ejemplo, en 1881 trabajé sobre la teoría de los gases sin saber que llevaba 24 años de retraso. La ventaja de este método es que aprendí a pensar independientemente y adquirí una aproximación crítica a todas las cosas. Pero creo que la independencia es en mí una cualidad con la que nací y que mi sordera y falta de compañía la han reforzado».

Tsiolkovsky falleció en Kaluga, a consecuencia de una operación quirúrgica para extirparle un cáncer de estómago, el 19 de septiembre de 1935, cuando acababa de cumplir 78 años.

La última lección de las estrellas: ondas gravitacionales

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NASA, la Galaxia del Sombrero (Hubble & Spitzer, infrarrojo)

Siempre pensé que la mayor parte de la ciencia está escrita en el cielo y hay que mirar a las estrellas para descifrarla.

Nuestros antepasados, babilónicos, egipcios, griegos y romanos, descubrieron —observando la bóveda celeste— cómo todas las estrellas giraban al unísono, alrededor de la polar ¿Todas? No, se encontraron con algunos cuerpos celestes que se movían de un modo diferente, a los que llamaron estrellas errantes. Las bautizaron con nombres de dioses: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Algo especial tendrían cuando recorrían el firmamento a su antojo, siguiendo caminos inexplicables y a veces sorprendentes.

Tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que Nicolás Copérnico, anotara sus ideas sobre el movimiento de las estrellas errantes en un libro — De revolutionibus orbium coelestium— que no se publicaría hasta el año 1543, en que murió el científico. El polaco explicó que las estrellas errantes eran cuerpos celestes que giraban en torno al Sol, al igual que la Tierra que también pertenecía al mismo género de estrellas que hoy llamamos planetas. Dibujó un gráfico con circunferencias concéntricas en un punto en el colocó al Sol, y que representaban las órbitas de Mercurio, Venus, la Tierra (alrededor de la que ubicó otra circunferencia más pequeña para la órbita de la Luna), Marte, Júpiter y Saturno; en la circunferencia más externa situó a las estrellas: inmóviles. Entonces aún no se habían descubierto ni Urano ni Neptuno. La revolucionaria concepción del mundo de Copérnico suponía que todas las estrellas errantes, giraban alrededor del Sol, la Luna alrededor de la Tierra y la Tierra sobre sí misma. Como la distancia de la Tierra a las verdaderas estrellas era muy grande —en comparación con la de la Tierra al Sol— nosotros las vemos como si estuvieran fijas en la bóveda celeste. Ellas no giran alrededor de la polar, es la Tierra la que rota en torno a su eje, que pasa por la polar. Copérnico había estudiado las trayectorias aparentes en la bóveda celeste de las misteriosas estrellas errantes, la Luna y el Sol, vistas desde la Tierra, y para que tuvieran sentido, los cuerpos celestes debían moverse tal y como lo explicó. No resultó sencillo convencer a la gente de que la Tierra no ocupaba un lugar de referencia absoluto en el universo, pero la evidencia terminó imponiéndose.

En 1609 Galileo Galilei tuvo noticia de la existencia de un artilugio óptico con el que se aumentaba el tamaño de los objetos distantes. Empezó a construir el suyo y después de varios intentos logró perfeccionarlo. Con aquel instrumento, el telescopio, Galileo abrió un camino nuevo a los observadores del cielo. Justo ese mismo año de 1609, Johannes Kepler explicó con detalle las órbitas que describían los planetas, que se ajustaban a sus tres famosas leyes. Era un paso más en la dirección que ya había iniciado Copérnico. Para formular sus leyes, Kepler se basó en las tablas astronómicas de Tycho Brahe en las que el astrónomo había consignado con detalle la posición de los planetas.

En 1687, Isaac Newton demostró que para que las leyes de Kepler se cumplan es necesario que dos cuerpos celestes estén sometidos a una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. Newton transformó el mundo científico; el origen de la revolución estuvo en la curiosidad que desde siempre habían suscitado las antiguas estrellas errantes.

Y los astrónomos continuaron escudriñando los cielos con telescopios cada vez más poderosos. Todo cuanto podía verse en el cielo no era sino luz, que según Newton estaba compuesta de pequeñas partículas. Aunque en 1678 Christian Huygens propuso que la luz era un fenómeno ondulatorio, el prestigio de Newton hizo que los científicos no otorgaran demasiada atención a las ideas del científico holandés y durante muchos años prevaleció la teoría corpuscular de la luz. Pero a mediados del siglo XIX, Thomas Young únicamente podía explicar el fenómeno de las interferencias luminosas recurriendo a la teoría ondulatoria de Huyghens. Faraday y Maxwell confirmaron que la luz también estaba asociada a una vibración electromagnética de alta frecuencia. Todo cuanto nuestros ojos percibían y que nos llegaba del espacio eran radiaciones electromagnéticas. Sin embargo, las radiaciones electromagnéticas cubrían un espectro muchísimo más amplio que el de la luz visible

Las radiaciones electromagnéticas se propagan a la velocidad de la luz (300 000 kilómetros por segundo) y se caracterizan por su longitud de onda (λ), o frecuencia (f), que oscila desde señales de frecuencia extremadamente baja (longitudes de onda de millones de metros) a las de altísima frecuencia, como los rayos cósmicos ( longitudes de onda de cien milésimas de nanómetro). De mayor a menor longitud de onda, las radiaciones electromagnéticas son: de radio (onda larga, corta, VHF, UHF), las microondas, el radar, el infrarrojo, el espectro visible del rojo al azul y el ultravioleta, los rayos X, los rayos gamma y los rayos cósmicos. Lo que podemos ver con nuestros ojos, es una pequeña parte de las radiaciones electromagnéticas, las situadas en el espectro visible, cuyas longitudes de onda van de 750 nanómetros (infrarrojo) a los 400 nanómetros (ultravioleta).

Muchos científicos concluyeron que para que la luz se propagara por el espacio haría falta un medio o éter, al igual que las ondas sonoras necesitan del aire, o las olas del mar, el agua. El éter debería permanecer absolutamente inmóvil por lo que sería posible medir la velocidad de la Tierra con respecto al éter mediante las diferencias de la velocidad de la luz que partiera de nuestro planeta siguiendo la dirección de su movimiento y en contra. En la década de 1880 se efectuaron varios experimentos con la intención de determinar el movimiento de la Tierra con respecto al éter, midiendo variaciones en la velocidad de la luz; el más famoso fue el de Albert A, Michelson y Edward W. Morley, en 1887. Sin embargo, todos los experimentos concluyeron que la velocidad de la luz es constante, no varía en función de la velocidad del punto de referencia desde el que se efectúa la medición. Para resolver este conflicto aparente, Hendrik Lorentz propuso que el movimiento de un sistema en el éter puede originar que la longitud de dicho sistema, en la dirección de la velocidad, se contraiga y que el tiempo se modifique. La transformación de Lorentz (1904) establece la relación entre tiempo y longitud de dos sistemas que se mueven con una velocidad relativa uniforme, para que la velocidad de la luz permanezca constante. A partir de las ideas de Lorentz, Einstein formuló la teoría de la Relatividad.

A principios del siglo XX, el estudio de lo que ocurría en el espacio exterior había facilitado el desarrollo del conocimiento, desde la Mecánica Clásica de Newton hasta la Relativista de Einstein. Sin embargo, las observaciones que se hacían del universo se limitaban a la información que nos llegaba del mismo codificada en forma de radiaciones electromagnéticas en la banda del espectro visible. Los científicos únicamente veían lo que sus ojos podían mostrarles del universo. En 1930, un ingeniero de la Bell Telephone Laboratories, Karl Jansky —que investigaba con una antena direccional las interferencias en las transmisiones trasatlánticas de voz, en onda corta— descubrió casualmente señales de radio procedentes de la Vía Láctea, en la constelación de Sagitario. En 1933 hizo público su hallazgo, lo que dio origen al nacimiento de la radioastronomía. Los astrónomos de todo el mundo empezaron a construir radiotelescopios e interferómetros, aislados o en grupos, para escudriñar y estudiar todos los rincones del cielo, en búsqueda de ondas electromagnéticas con lo que sus ojos se abrieron a mundos, hasta entonces inexplorados. Los pulsares, quásares, radio galaxias y la enigmática radiación de fondo que nos describe cómo era el universo en el momento de su creación, se han ido desvelando ante nuestros ojos, desde entonces.

La atmósfera terrestre atenúa las radiaciones en general y en mayor medida las de alta frecuencia. Para estudiar las radiaciones electromagnéticas procedentes del universo, en franjas que resultan más difíciles de observar desde la Tierra, se han puesto en órbita varios telescopios espaciales: COBE (1989-1993), Hubble Space Telescope (1990), Compton Gamma Ray Observatory (1991-2000), Chandra X-Ray (1999), Spitzer Space Telescope (2003). Estas plataformas han aportado información muy relevante sobre la radiación de fondo del universo y su composición, radiación gamma procedente de estrellas de neutrones, agujeros negros, supernovas, y materia oscura, entre otros.

Ver el mundo con ojos capaces de escudriñar la totalidad del espectro de las señales electromagnéticas parecía ser el límite de a cuanto podíamos aspirar en materia de percepción. Desconocíamos la forma de capturar otros mensajes procedentes del universo. Einstein anunció en 1916 que las masas sometidas a aceleraciones emiten ondas gravitacionales que se propagan a la velocidad de la luz y alteran el espacio tiempo. Estas ondas nada tienen que ver con el electromagnetismo, al igual que este nada tiene que ver con el sonido. Sin embargo, la teoría del gran científico alemán de principios del siglo pasado postula que en el mundo en que vivimos nos llegan de todas partes ondas gravitacionales. A diferencia de las electromagnéticas, para nuestros sentidos son invisibles e inapreciables, con independencia de su frecuencia o longitud de onda. Sin embargo, este año 2016 nos deparaba una fantástica sorpresa.

Hace 1300 millones de años dos agujeros negros que giraban uno alrededor del otro se fusionaron. El terrible impacto de los agujeros negros produjo ondas gravitacionales que, en septiembre del pasado año, atravesaron la Tierra. No nos habríamos enterado si cerca de un millar de científicos del Laser Inerferometer Gravitational-Wave Observatory (LIGO) no hubieran dispuesto un sofisticado laboratorio para detectarlas. En Hanford, Washington, y Livingston, Louisiana, las estaban esperando. El director del LIGO, David Reitze, un físico del Instituto de Tecnología de California (Caltech), hizo público el 11 de febrero de 2016 que su equipo había detectado el paso de la onda gravitacional cuyo efecto sobre la Tierra fue la de contraer y expandir su masa una longitud igual a una parte de las que resultan al dividir un nanómetro en cien mil segmentos idénticos.

Para detectar las ondas gravitacionales, los dos laboratorios del LIGO están dotados con sistemas de rayos láser que recorren trayectorias de igual longitud, con dos brazos que forman un ángulo de noventa grados. En ausencia de perturbaciones del espacio-tiempo, los rayos llegan simultáneamente a un punto de observación, pero si se produce una contracción o dilatación del espacio-tiempo, en alguna de las direcciones, los rayos llegan al punto de destino con fases distintas, se interfieren, y es posible determinar la magnitud de dicha contracción o dilatación.

El 14 de septiembre de 2015, a las 9:51 de la madrugada (UTC), en Hanford, se observó una oscilación con una frecuencia de 35 ciclos por segundo que se incrementó hasta los 250 ciclos antes de desaparecer 0,25 segundos después. Con un adelanto de 7 milisegundos, la misma señal se había detectado en la instalación de Livingstone. Los laboratorios están separados unos 3000 kilómetros y la diferencia de tiempo en el paso de la onda gravitacional permite determinar la dirección de su procedencia.

Para que las ondas gravitacionales sean perceptibles, las masas sometidas a aceleración deben ser muy grandes. Por citar un ejemplo, el Sol y la Tierra, al moverse, emiten una onda gravitacional cuya potencia apenas es de unos 200 vatios. Mediante ejercicios de simulación, los científicos del LIGO llegaron a la conclusión de que la onda procedía de dos objetos cuya masa era 29 y 36 veces mayor que la del Sol y que giraban en espiral uno alrededor del otro a unos 210 kilómetros de distancia antes de colisionar. El choque convirtió a los dos agujeros negros en otro cuya masa era 62 veces la del Sol y una cantidad aproximada de energía equivalente a la masa de 3 soles se esparció por el universo en forma de ondas gravitacionales. Es la mayor explosión cósmica que el hombre ha sido capaz de detectar, después de la radiación del “Big Bang”.

Hasta ahora nunca se habían observado las ondas gravitacionales de una forma directa, aunque los astrónomos estadounidenses Russel Hulse y Joseph Taylor demostraron su existencia en 1974: los científicos observaron que la ralentización del movimiento de dos estrellas de neutrones (pulsares), solamente podía explicarse considerando la emisión de ondas gravitacionales. El hallazgo les valdría el premio Nobel de Física del año 1993. En 1979, la US National Science Foundation (NSF) —con el apoyo y colaboración de otras organizaciones científicas internacionales— decidió financiar al Instituto de Tecnología de California y al MIT para desarrollar un laboratorio que permitiese detectar las ondas gravitacionales. Hasta el año 1994 no se inició la construcción del LIGO y de 2002 a 2010 se llevaron a cabo las primeras observaciones en este laboratorio, sin ningún resultado. De 2010 a 2015 se invirtieron 205 millones de dólares para mejorar los detectores y las observaciones con el nuevo equipo empezaron en septiembre. A los pocos días, el LIGO consiguió detectar la primera onda gravitacional de la que tenemos una constancia directa.

Se trata de un descubrimiento formidable, ondas de otra naturaleza cuyos misterios y utilidad nos revelarán los científicos a lo largo de los próximos años. Especular es inútil. Lo importante es mirar a las estrellas y leer en sus profundidades los mensajes que guardan para nosotros.

 

 

Muerte y resurrección del noveno planeta

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Imagen: NASA

Dijo que más allá de Plutón existía otro planeta que cada 3600 años pasaba cerca de la Tierra. También explicó que la última vez que se acercó fue en la época en que la civilización sumeria ocupaba Babilonia y que nuestros antepasados dejaron grabado el recuerdo en un sello cilíndrico, que se conserva en un museo de Berlín. El planeta se llama Nibiru y está habitado por una avanzada civilización: los anunnaki. Zecharia Sitchin (1920-2010) es el autor de los libros que cuentan la historia de Nibiru y los anunnaki. Según muchos expertos, las interpretaciones que hace de los grabados sumerios son muy discutibles o completamente falsas.

Hay que reconocer que ni siquiera en la página web oficial de Sitchin se ha interpretado que el noveno planeta de la Tierra —que los científicos del Instituto de Tecnología de California (Caltech) creen haber descubierto a finales de enero de 2016— es Nibiru. Sin embargo, son muchos los que cuando Konstantin Batygin y su colega, Mike Brown, anunciaron sus firmes sospechas de la existencia de un noveno planeta en el Sistema Solar, se acordaron de Sitchin y se plantearon que podría tratarse de Nibiru. Sin embargo, los seguidores de Sitchin lo desmienten porque el periodo de rotación alrededor del Sol de Nibiru es de 3600 años, en vez de más de 10 000 que son los que atribuyen los científicos estadounidenses al nuevo planeta. Para la facción ortodoxa de los que creen en las interpretaciones que hizo Zecharia Sitchin de los grabados sumerios, Nibiru y los anunnaki no tardarán mucho en regresar, pero no tienen nada que ver con el objeto celeste al que se refieren los científicos californianos.

Este posible noveno planeta vendría a ocupar el vacío que dejó Plutón, descatalogado como tal por la Unión Internacional Astronómica (IAU), en 2006, al no cumplir una de las tres condiciones que debe satisfacer un cuerpo celeste para ser considerado como planeta del Sistema Solar: orbitar alrededor del Sol, poseer suficiente masa para mantener una forma esférica y moverse en una órbita despejada. Plutón no satisface la tercera condición. El que fue planeta de la Tierra, descubierto por Clyde William Tombaugh en 1930, pasó a engrosar la lista de los cuerpos celestes denominados planetas enanos. Y de un día para otro, dejamos de contar con nueve planetas en nuestro Sistema Solar para quedarnos con los ocho tradicionales dioses romanos: Mercurio (comercio), Venus (amor), Tierra (tierra), Marte (guerra), Júpiter (justiciero), Saturno (agricultura), Urano (cielo) y Neptuno (mar).

De los cinco primeros planetas, con excepción de la Tierra, tenemos conciencia de que existen desde épocas muy remotas. Los antiguos se dieron cuenta de que eran estrellas errantes en la bóveda celeste porque no giraban, como todas, manteniendo su posición relativa con respecto a las demás. El movimiento de las estrellas errantes sirvió para que los hombres descubrieran que aquellos cuerpos orbitaban alrededor del Sol, al igual que la Tierra. Fue Nicolás Copérnico (1473-1543), quién incluyó a la Tierra en la lista de los planetas y le quitó al Sol su condición de estrella errante.

Tuvieron que pasar muchos años hasta que un aficionado a la Astronomía, músico de profesión, nacido en Alemania, pero residente en Bath (Reino Unido), descubriera Urano. Para encontrarlo, Friedrich Wilhelm Herschel, empleó un telescopio que había construido en el sótano de su casa durante sus ratos libres. Tras el descubrimiento, en 1781, del séptimo planeta del Sistema Solar, Urano, los científicos buscan a los nuevos por el efecto que su masa induce en los visibles.

Neptuno fue descubierto gracias a los cálculos de un matemático francés: Urbain Le Verrier. El director del observatorio astronómico de París, Alexis Bouvard, publicó unas tablas con las posiciones del planeta Urano que resultaron erróneas. Bouvard intuyó que las desviaciones se debían al efecto gravitatorio sobre Urano de otro planeta, hasta entonces desconocido. Le Verrier hizo los cálculos y envió sus resultados, con la posición exacta del supuesto planeta, al director del observatorio de Berlín, Johann Galle. El 23 de septiembre de 1846, Galle y Heinrich d’Arrest descubrieron a Neptuno en el lugar indicado por Le Verrier.

La historia del hallazgo de Neptuno impresionó a Percival Lowell, un adinerado estadounidense entusiasta de la Astronomía y obsesionado con los supuestos canales marcianos. Powell financió la construcción de un gran observatorio y especuló con la idea de la existencia de otro planeta que perturbaba la órbita de Neptuno. Murió sin encontrarlo. Años más tarde, en su observatorio de Flagstaff, el joven astrónomo Tombaugh descubrió lo que se suponía que era el planeta que buscó Lowell: Plutón. Sin embargo, con el tiempo se comprobaría que todo fue obra de la casualidad porque la masa de aquel objeto celeste era mucho más pequeña de lo que se supuso en un principio y no podía afectar la órbita de Urano.

Ahora, parece ser que un grupo de científicos del Caltech vuelven a deducir la existencia de un planeta por el efecto que su masa produce en el movimiento de otros cuerpos celestes. Konstantin Batygin y Mike Brown estudiaron las órbitas alrededor del sol de dos cuerpos, denominados Biden y Sedna, que junto con otros cuatro objetos siguen un conjunto de trayectorias cuya explicación sugiere la existencia de un planeta con una masa que podría ser diez veces la de la Tierra. Todos estos cuerpos se adentran en el espacio lejano y frío del Cinturón de Kuiper. En su posición más cercana al sol el planeta estaría a una distancia de 200 o 300 unidades astronómicas y en la más alejada, de 600 a 1200 (Una unidad astronómica es igual a la distancia entre la Tierra y el Sol: alrededor de 150 millones de kilómetros). El tiempo que el presunto planeta tardaría en dar una vuelta completa al sol podría oscilar entre 10 000 y 20 000 años.

Va a ser muy difícil observar directamente un cuerpo tan alejado de nosotros, aún con una masa diez veces superior a la de la Tierra, y sin saber el lugar exacto en el que se encuentra. A Konstantin Batygin le gustaría merecer el honor de verlo por primera vez, pero no le importa que otro astrónomo se le anticipe. Fue uno de los científicos que trabajó activamente en la Unión Astronómica Internacional para que a Plutón se le diera de baja en la lista de los planetas y dice que «a todos los que les ha desilusionado que Plutón haya dejado de ser un planeta, les encantaría saber que es posible encontrar otro planeta verdadero. Ahora podemos descubrirlo y hacer que el Sistema Solar tenga otra vez nueve planetas».

¿Estará arrepentido Batygin de haber contribuido a que Plutón se le considere un planeta enano?

 

 

Plutón: historia del que fue el planeta más alejado del Sol

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Imagen: NASA

Tras un viaje que ha durado nueve años y medio, el vehículo de la NASA New Horizons consiguió pasar muy cerca de Plutón, el 14 de julio de 2015. Se trata de un astro, hasta hace muy poco el noveno planeta del Sistema Solar y apenas han transcurrido un centenar de años desde que sabemos de su existencia.

En 1894, por primera vez en la historia de la Astronomía, se construyó un observatorio astronómico en un lugar elevado, a 2100 metros de altura, alejado de las luces de las grandes ciudades. Percival Lowell, un joven millonario de 39 años graduado en Harvard, obsesionado por los canales marcianos que había dibujado el astrónomo italiano Giovanni Schaparelli, financió el proyecto. Durante los siguientes 15 años, Lowell, se dedicó al estudio de aquellos surcos desde su observatorio en la ciudad de Flagstaff, Arizona. A la gente le entusiasmó la idea de que alguna civilización había construido sobre la superficie de Marte gigantescos acueductos para llevar el agua de sus polos a las zonas desérticas del planeta, pero la comunidad científica se mostró bastante escéptica con esta hipótesis.

Los canales marcianos hicieron popular a Percival Lowell, sin embargo su mayor aportación al conocimiento científico la llevó a cabo durante los últimos diez años de su vida que empleó en la búsqueda de un planeta invisible. Lowell desarrolló la hipótesis de que las variaciones en las órbitas de Urano y Neptuno se debían a la influencia de un astro, hasta entonces desconocido, que designó con el nombre de Planeta X.

Neptuno había sido descubierto, en 1846, después de que Alexis Bouvard publicara en sus tablas astronómicas la órbita de Urano y sugiriese que había otro cuerpo celeste cuya fuerza gravitatoria perturbaba el movimiento del planeta. El matemático francés Urbain Le Verrier calculó la posición exacta del invisible astro y la envió al observatorio de Berlín desde donde días después localizaron al planeta en el lugar indicado. Influenciado por aquel episodio extraordinario, en 1906, Percival Lowell concluyó que Urano y Neptuno describían órbitas que no se ajustaban a sus masas y que la desviación se debía a la influencia de otro astro invisible: el Planeta X.

El hombre de negocios, matemático, diplomático, viajero y astrónomo, que fue Percival Lowell, murió en 1916 a causa de una hemorragia cerebral sin encontrar su planeta. Dejó un legado de un millón de dólares para financiar la búsqueda del Planeta X, pero su viuda, Constance, trató de impedirlo al reclamar los fondos y el observatorio no pudo disponer del dinero necesario para continuar las exploraciones.

Pocos años después de la muerte de Lowell, otro estadounidense, William Henry Pickering, en 1919, también suscribiría la hipótesis de que las órbitas de Urano y Neptuno daban a entender que existía un planeta desconocido que las alteraba, ya que no se ajustaban a sus respectivas masas. Sin embargo, los astrónomos del observatorio de Mount Wilson no lograron encontrar el planeta misterioso anunciado por Pickering.

La batalla legal de Constance, contra el observatorio astronómico Lowell por el disfrute del legado de su difunto esposo, duró unos diez años. En 1929 el director del centro pudo contratar a un colaborador para reiniciar la búsqueda del Planeta X; se llamaba Clyde William Tombaugh.

Clyde no había recibido educación universitaria por falta de medios económicos y cuanto sabía lo había aprendido por su cuenta. A los 20 años construyó su primer telescopio. Con la ayuda de aquél artefacto hizo dibujos de Marte y Júpiter y los mandó al observatorio Lowell. Los científicos del centro, impresionados con la capacidad de observación del muchacho, lo contrataron y le asignaron la tarea de explorar la zona del espacio en donde debía hallarse el Planeta X. Tombaugh tardó un año en encontrarlo: el 18 de febrero de 1930 en el observatorio Lowell en Flagstaff, Arizona, descubrió al misterioso planeta.

La noticia dio la vuelta al mundo. Por haberlo descubierto, el observatorio Lowell tenía que asignarle un nombre al último planeta conocido del Sistema Solar. La viuda de Lowell propuso tres: Zeus, Percival y Constance. Ninguno fue aceptado por los directivos del observatorio. Al final, todos los empleados del centro eligieron el nombre, mediante votación de una lista corta en la que figuraban tres designaciones para el planeta: Minerva, Cronus y Plutón. Plutón fue la ganadora: un dios lejano, despiadado y severo.

Y es que Plutón, el último y más lejano de los planetas del Sistema Solar, se encuentra muy lejos de la Tierra: en una órbita cuyo radio medio es del orden de 40 unidades astronómicas (UA), es decir 40 veces mayor que la distancia de la Tierra al Sol (1 UA equivale a la distancia media de la Tierra al Sol, aproximadamente igual a 150 millones de kilómetros). Su nombre, de dios gélido que mora en las entrañas de la Tierra, evoca lejanía, oscuridad, frialdad, atributos del remoto lugar en el que se encuentra, en un sitio que se suponía cercano a la frontera del Sistema Solar.

En 1931, a Plutón se le asignó una masa capaz de inducir en las órbitas de Neptuno y Urano el efecto estimado por Lowell, por lo que debía ser similar a la de la Tierra. Sin embargo, en 1948, la masa de Plutón volvió a recalcularse y su valor se redujo a una décima parte de la masa de la Tierra. En 1976 y 1978 nuevos cálculos basados en las características de su albedo (porcentaje de radiación reflejada cuando se ilumina el astro) y el descubrimiento de una de sus lunas (Caronte) redujeron la masa estimada de Plutón a una cantidad que es del orden de quinientas veces más pequeña que la masa de la Tierra.

La masa de Plutón es tan exigua que los científicos llegaron a la conclusión de que no podía influir en las órbitas de Urano y Neptuno. En 1989, la sonda Voyager 2, facilitó que se hiciera una estimación más precisa de la masa de Neptuno. Al recalcular las órbitas de los anteriores planetas, con este valor, pudo comprobarse que no existen desajustes y que para explicar las trayectorias de estos planetas (Urano y Neptuno), alrededor del Sol, no es necesario que exista ningún Planeta X, como había supuesto Lowell. Al parecer, fue una coincidencia extraordinaria que hubiese un planeta en el lugar que supuso Percival Lowell para explicar unas inexistentes alteraciones en las órbitas de Urano y Neptuno.

Lowell alimentó el interés del gran público por la Astronomía con dos historias que con el tiempo se demostró que eran falsas: la civilización marciana y el misterioso Planeta X que alteraba las órbitas de Urano y Neptuno. El estadounidense consiguió que muchas personas, en todo el mundo, se interesaran por el Sistema Solar, los planetas y el universo, y esa fue su mayor contribución a la ciencia.

En la actualidad a Plutón ni siquiera se le considera un planeta del Sistema Solar. En 2006, la International Astronomical Union (IAU) decidió que un planeta debía orbitar alrededor del Sol, tener suficiente masa para mantener una forma esférica y moverse en una órbita despejada. Plutón no cumple la tercera condición ya que se mueve en una órbita en la que ocupa el 7% de la masa total. A estos cuerpos celestes la IAU los bautizó con el nombre de «planetas enanos». Y es que este planeta se encuentra en un lugar del Sistema Solar que se conoce con el nombre de Cinturón de Kuiper, formado por una especie de anillo que se extiende tras la órbita de Neptuno a una distancia de 30 a 55 UA, aproximadamente. El anillo está ocupado por centenares de miles de cuerpos helados de más de 100 kilómetros de diámetro un número incontable de pequeños cometas y algunos astros más grandes con un tamaño próximo al de Plutón. En 2005 se descubrió lo que podría haber sido otro planeta, Eris, que en principio incluso se pensó que era un poco más grande que Plutón, aunque posteriormente se corrigió su masa y hoy se estima que es ligeramente inferior.

La sonda New Horizons ya ha dejado atrás a Plutón y ahora se adentra en el Cinturón de Kuiper. Ha tenido la oportunidad de contemplar cómo es la noche cuando se cierne sobre la superficie del planeta enano, iluminado tan solo por el reflejo de su luna Caronte y las lejanas estrellas. En Plutón el invierno austral dura un centenar de años durante los que el Sol no alumbra la superficie polar. Los rayos del Sol llegan a Plutón con un brillo que es mil veces inferior al que vemos desde la Tierra. Cuando la NASA le comentó a Tombaugh, el descubridor de Plutón, que tenía intención de enviar una sonda espacial a su encuentro, el astrónomo comentó que era un lugar inhóspito y frío. Clyde William Tombaugh falleció en 1997, a los 90 años, y New Horizons inició su viaje en 2006. Sin embargo, el responsable del proyecto de la agencia espacial obtuvo autorización de la familia del astrónomo para embarcar en la nave una pequeña cantidad de sus cenizas a las que acompañó con el siguiente rótulo:

«Aquí hay restos del americano Clyde W. Tombaugh, descubridor de Plutón y de la “tercera zona” del Sistema Solar. Hijo de Adelle y Muron, marido de Patricia, padre de Annette y Alden, astrónomo, profesor, aficionado a los juegos de palabras, y amigo: Clyde W. Tombaugh (1906-1997)».

Lowell se las ingenió para predecir la existencia de un planeta con suposiciones erróneas y la casualidad quiso que hubiera un astro en aquel lugar. Tombaugh lo encontró y el mundo recibió con una gran algazara el advenimiento del noveno planeta del Sistema Solar. Años después los astrónomos lo empequeñecieron y le privaron de esa distinción para convertirlo en un planeta enano, como otros muchos, del Cinturón de Kuiper. La sonda New Horizons ha constatado que las decisiones fueron correctas, que Plutón es así de pequeño y que se mueve por unos lugares muy fríos, como decía Tombaugh.

La materia y el campo magnético de nuestra galaxia

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Hace unos días (15/12/2014), la Agencia Espacial Europea hizo pública esta imagen de la Vía Láctea: el lugar del espacio donde se concentra la masa de nuestra galaxia.

Entre los años 2009 y 2013, el telescopio especial Planck capturó una gran cantidad de información a través de su espejo de fibra de carbono de 1,5 metros de diámetro. Aunque el telescopio se desactivó en diciembre de 2013, sus instrumentos enviaron a la Tierra datos sobre las radiaciones de microondas e infrarrojas provenientes de todas las direcciones del universo. Un grupo de científicos continua estudiando esta información y la presente imagen es parte de los resultados de estos análisis.

El telescopio espacial Planck ha permitido elaborar el primer mapa de la distribución de materia en el universo que, según el equipo científico de esta misión, se compone de un 26,8% de lo que los físicos denominan como ‘materia oscura’, un 68,3% de ‘energía oscura’ y un 4,9% de materia ordinaria . Esta extraña composición es necesaria para explicar los efectos de gravitación sobre la luz y la materia visible que se han observado en el universo. Vivimos, por tanto, en un mundo que funciona de forma que solo podemos explicar lo visible si recurrimos a lo invisible. Es realmente paradójico que tan solo la naturaleza de un 4,9% de la materia que nos rodea es conocida y del resto apenas sabemos algo.

Otro aspecto investigado por Planck, el relacionado con los campos magnéticos, ha dado origen a esta imagen de singular belleza. Los científicos han encontrado que los filamentos de polvo galáctico se alinean con la dirección del campo magnético. Los granos de polvo tienden a situarse en el espacio de forma que su eje mayor quede perpendicular a la dirección del campo magnético. Este efecto hace que las emisiones luminosas estén polarizadas y el telescopio Planck se ajustó para detectar la intensidad de dicha luz. El color de la imagen representa la intensidad de la radiación.

Con el telescopio apuntando hacia la Vía Láctea, que es el plano de nuestra galaxia en el que se concentra la masa, se observa esta magnífica imagen de la que los científicos concluyen que el campo magnético actúa sobre la materia y condiciona el modo en que ésta se distribuye en el espacio. Claro que aquí se refieren a la materia ordinaria y cabe preguntarse ¿qué ocurre con la oscura?

Breve historia de los cometas y las aventuras de Philae

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Cometa Halley, 1910

Los cometas son pequeños cuerpos celestes que cuando pasan cerca del Sol forman colas de polvo y gas ionizado, materiales que proceden de su núcleo y que el calor volatiliza. La cola de gas sigue, desde el cometa, la dirección de la luz del Sol y la de polvo está entre esta y la trayectoria del cuerpo celeste. En el Sistema Solar hay miles de millones de cometas; los astrónomos observan con regularidad muchos, pero solo unos pocos trascienden al público en general. Son los más próximos o los más luminosos los que suelen adquirir la denominación de ‘gran cometa’; aunque no existe ninguna definición precisa para estos cuerpos celestes.

Los cometas desempeñaron un papel muy importante durante el proceso de formación del Sistema Solar. Hace unos 4500 millones de años los conglomerados de polvo y materia que rellenaban el espacio interplanetario colisionaban con frecuencia con los planetas, recién nacidos, y los restos de aquellas formaciones quedaron en el espacio en forma de asteroides y cometas. Es posible que gran parte del agua de nuestros océanos y que las complejas moléculas que dieron origen a la vida en la Tierra procedan de los cometas. Mientras que los planetas, desde su creación, se han visto sometidos a transformaciones químicas, los cometas han mantenido una composición muy similar a la que tuvieron cuando se originó el Sistema Solar. Son una especie de fósiles en el pequeño rincón del universo que ocupamos y ofrecen una oportunidad excepcional para el estudio de su formación y desarrollo.

Las observaciones desde la Tierra, y las que han hecho las sondas espaciales, de la composición de los cometas, muestran que contienen carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. Todos estos elementos se hallan en las moléculas orgánicas más complejas, como los ácidos nucleicos y los aminoácidos, esenciales para la formación de la vida. La idea de que fueron los cometas los responsables de aportar el agua y “sembrar” los elementos que dieron origen a la vida en nuestro planeta ha ido cobrando fuerza de forma progresiva con el tiempo en el mundo científico. El observatorio espacial Herschel, de la Agencia Europea del Espacio (ESA), pudo comprobar que el agua del cometa Hartley era muy similar a la de la Tierra ¿Cómo es posible distinguir el agua de nuestros océanos de la que contiene un cometa? Las moléculas de agua tienen dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Los átomos de hidrógeno son muy simples, con un protón y un electrón. Hay un elemento, el deuterio, que tiene un electrón, pero que en su núcleo hay un protón y un neutrón. Químicamente es muy parecido al hidrógeno, pero es más pesado. Estos átomos se denominan isótopos. Dos átomos de deuterio se combinan igual con uno de oxígeno para formar lo que denominamos agua pesada. Nuestros océanos contienen esta clase de agua en una proporción determinada. Cuando se formó el universo, hace unos 13◦700 millones de años durante el big bang, se creó todo el hidrógeno y el deuterio del universo. Hoy, el agua de cada lugar contiene deuterio en cantidades diferentes, que dependen de las condiciones que caracterizaban el sitio en el que se formó. Así pues, comparando la tasa de deuterio en el agua de la Tierra con la de los cometas es posible determinar si su procedencia es la misma o no.

Los cometas tienen su origen en dos zonas del Sistema Solar muy distintas. Los que describen órbitas de corto periodo (menos de 200 años), suelen moverse en el plano de la eclíptica, al igual que los planetas, y su afelio (punto de la órbita más alejado del Sol) está en la región de los planetas exteriores (más allá de Júpiter). Estos cometas tienen su origen en el Disco Disperso: un anillo que se extiende a partir del cinturón de Kuiper que está a 30 UA del Sol. Los de mayor periodo y los que viajan siguiendo una trayectoria parabólica o hiperbólica, proceden normalmente de la nube de Oort. Se trata de una corteza esférica situada muy lejos de nuestra estrella, cuyo espesor se extiende de unos 2000 UA a 50◦000 UA de distancia, mil veces más alejada del Sol que la zona del Disco Disperso. Allí, el efecto gravitatorio de nuestra estrella es muy débil. En los confines del Sistema Solar otras estrellas y las galaxias próximas influyen en el movimiento de los cuerpos que los ocupan de un modo difícil de predecir. Los objetos celestes en la nube de Oort contienen gran cantidad de agua, metano, etano, monóxido de carbono, ácido cianhídrico y amoníaco. Se considera que esta nube es un resto del disco que dio origen a los planetas y que se formó alrededor del Sol hace 4600 millones de años. Algunos astrónomos opinan que los cuerpos del cinturón de Kuiper y el Disco Disperso también pasan a la nube de Oort y que las diferencias entre asteroides y cometas no son tan grandes como en un principio se creía.

Desde hace más de dos mil años los seres humanos han observado al cometa Halley, sin ni siquiera saber cómo se llamaba, porque fue Edmund Halley quién, en el siglo XVII, descubrió que describía orbitas alrededor del Sol y que tardaba unos 77 años en completarlas; a partir de entonces se convirtió en el cometa Halley. Sin embargo, no todos los cometas describen órbitas y los que lo hacen pueden tener periodos tan cortos como el cometa Encke (3,3 años) o tan largos como el del gran cometa de 1843 (515 años).

Tycho Brahe trató de calcular la distancia a la que pasó de la Tierra el gran cometa de 1577 y comprobó que ─mientras la ubicación aparente del objeto en el cielo era la misma visto desde su observatorio [cerca de Copenhague] que para otro astrónomo en Praga─ la de la Luna difería bastante. Esto le llevó a concluir que el cometa estaba del orden de tres veces más lejos que la Luna. Fue una aproximación bastante burda ya que en realidad se encontraba a unas 320 UA (unidad astronómica o distancia de la Tierra al Sol), según estimaríamos hoy a partir de las observaciones del propio Tycho Brahe. El famoso astrónomo danés todavía pensaba que el Sol giraba alrededor de la Tierra, igual que la Luna.

En 1744 otro fantástico cometa, el Klikenberg-Chéseaux, pudo contemplarse con el mismo brillo que Venus, y durante su perihelio (punto de la órbita más próximo al Sol) llegó a mostrar un abanico de seis colas. Los astrónomos ya habían observado otros cometas con múltiples colas, pero el de 1744 los desconcertó porque no se tenía noticia de ninguno con un número tan elevado. La explicación que se le ha dado a este fenómeno, en el caso del Klikenberg-Chéseaux, es la existencia de tres fuentes activas en el núcleo del cometa que, al rotar y enfrentarse al Sol, producen emisiones de forma secuencial.

En 1843, otro gran cometa exhibió al pasar cerca del Sol una larguísima cola cuya longitud era del orden de 2 UA. El 27 de febrero de aquel año podía contemplarse desde la Tierra durante el día. Nunca se había observado antes un cometa con una cola de semejante tamaño.

Durante estos últimos años, uno de los cometas más famosos fue Hale-Boop que se pudo contemplar desde la Tierra a simple vista durante un año y medio. Se hizo tristemente célebre cuando el grupo religioso Puerta del Cielo cometió un suicidio colectivo que afectó a 39 de sus miembros, convencidos de que tras el cometa viajaba una nave de extraterrestres en la que sus almas podrían embarcar para acceder a una vida superior. El trágico suceso ocurrió el 22 de marzo de 1997 cuando Hale-Boop se hallaba en el punto de su trayectoria más próximo a la Tierra.
A finales de noviembre de 2013, los astrónomos estuvieron pendientes de otro cometa, ISON, que terminó por desaparecer al acercarse a nuestra estrella. Cada vez que los cometas pasan cerca del Sol, se gastan, pierden materiales ligeros y brillo y con el tiempo terminan por convertirse en asteroides.

Este año, otro cometa está siendo objeto de especial atención por parte de la comunidad científica y el público en general. Se llama 67P/Churyumov-Gerasimenko.

En 1969 Klim Ivanovych Churyumov, del Observatorio Astronómico de Kiev, mientras examinaba una fotografía de un cometa (Comas Solá) hecha por Svetlana Ivanovna Gerasimenko, encontró una mancha en la placa. En principio pensó que era parte de la cola del objeto celeste. Poco después pudo constatar que se trataba de otro cometa distinto. Como es habitual, el recién descubierto objeto celeste recibió el nombre de sus descubridores. Sin embargo, los astrónomos Churyumov y Gerasimenko no podían imaginar, hace 35 años, que se harían mundialmente famosos gracias a una nave espacial que llevaría el nombre de la piedra que utilizó Champollion para descifrar la escritura jeroglífica egipcia, Rosetta, porque su misión sería la de desentrañar los secretos mejor guardados de los cometas.

En 2004, Rosetta, un un artefacto espacial de la Agencia Europea del Espacio, recibió el encargo de viajar hasta el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko para llevar a cabo una exploración única en la historia de los viajes espaciales. La nave llevaría a bordo un robot, Philae, capaz de posarse sobre la superficie del cometa. Precisamente fue en la isla egipcia de Philae donde los soldados de Napoleón encontraron la piedra Rosetta.

Rosetta lleva viajando por el Sistema Solar, con su robot Philae a bordo, más de diez años. Se ha adentrado en el espacio profundo, ha orbitado casi cuatro veces alrededor del Sol y para seguir su trayectoria se ha tenido que apoyar en las fuerzas gravitatorias de otros planetas. En junio de 2011 todos sus sistemas se hibernaron para ahorrar energía y así permanecieron cerca de dos años y medio hasta el 20 de enero de este año. Ese día, el despertador automático a bordo de Rosetta los reactivó y envió una señal: «Hola Tierra». A partir de ese momento, Rosetta, inició la aproximación final a su objetivo. En junio estaba a 430°000 kilómetros del cometa y en agosto lo alcanzó. Desde entonces, Rosetta ha descrito órbitas triangulares alrededor del objeto celeste para determinar en qué punto de su superficie deberá aterrizar Philae. Cuando lo seleccionó le pusieron un nombre: ̕sitio J̕. Sin embargo, la ESA decidió organizar un concurso para rebautizarlo y desde el 16 al 22 de octubre recibió 8°000 propuestas de 135 países con designaciones para ese lugar. La ganadora fue Agilkia que es el topónimo de la isla del Nilo a la que se trasladaron los antiguos monumentos egipcios ─incluyendo el templo de Isis─ que ocupaban la isla de Philae cuando esta se inundó debido a la construcción de la presa de Asuán.
El aterrizaje del robot Philae en el lugar denominado Agilkia del cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, está previsto para dentro de unos días: el 12 de noviembre.

Philae lleva 10 instrumentos que le permitirán estudiar el material de la superficie y el interior del cometa y cómo se altera conforme la temperatura aumenta al acercarse al Sol. Dispone de un sistema de perforación para obtener muestras a 23 centímetros de profundidad que podrán ser analizadas por los espectrómetros para determinar su composición química; también cuenta con otros instrumentos para medir la resistencia, densidad, textura, porosidad, características del hielo y propiedades térmicas de los compuestos de la superficie.

Rosetta no es la primera nave espacial que aportará información sobre los cometas. Giotto, Stardust y Deep Impact ya lo han hecho. Giotto, el pintor del medievo que representó en sus lienzos a la Estrella de Belén, fue el nombre con que se bautizó a la primera sonda espacial que se aproximó a dos cometas: el Halley en 1986 (596 kilómetros) y el Grigg-Skjellerup en 1992 (200 kilómetros). Stardust, partió de la Tierra el 7 de febrero de 1999, recogió muestras de la coma del cometa Wild 2, la cápsula de retorno llegó a la Tierra el 15 de enero de 2006, y la nave principal continuó la misión hasta interceptar otro cometa, Tempel 1, en 2011. Deep Impact envió un objeto pesado contra Tempel 1, en 2005, para provocar un cráter en la superficie del cometa y estudiar su composición. El impacto contra el cuerpo celeste produjo una nube de polvo, más grande de lo que se esperaba, que ocultó la vista del cráter.

Aunque Rosetta no es la primera nave que estudia un cometa, es la que cuenta con el equipo más sofisticado, y la primera que lleva un robot capaz de permanecer sobre la superficie del cuerpo celeste durante meses. En un principio, incluso se pensó que la nave regresara a la Tierra con muestras del asteroide, pero el proyecto tuvo que abandonarse al resultar excesivamente costoso. Aun así la Agencia Europea del Espacio estima que la misión incurrirá en un gasto de unos 1300 millones de euros, en su defensa argumenta que es la mitad de lo que cuesta un submarino moderno o el precio de 3 aviones Airbus 380, incluso dice que si no hubiera habido físicos interesados en el estudio de las partículas tampoco se habría desarrollado internet.

La región ON2

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L.M. Oskinova, R.A. Gruendl, Spitzer Space Telescope, JPL, NASA & ESA

Esta es la región ON2 del Universo. Forma parte del cúmulo denominado Berkeley 87, que se encuentra a unos 4000 años luz de nosotros. Allí anidan alrededor de 2000 estrellas; la mayoría son como nuestro Sol, o incluso menores, pero hay varias docenas con unos tamaños realmente grandes. Además, es un lugar en el que puede observarse el proceso de gestación de nuevas estrellas.

El punto brillante amarillo, en el centro, es una estrella gigantesca −BC Cygni− condenada a explotar y convertirse en una supernova. Es una de las estrellas más grandes que se conocen, con un radio del orden de 1200 veces el del Sol, aunque su masa equivale a la de unos 20 soles. Las estrellas masivas, como esta, tienen una vida breve, pero muy intensa; generan vientos poderosos, que contienen partículas y radiación capaces de arrasar todo cuanto encuentran en sus inmediaciones. Llega un momento en que la masa de su cuerpo se contrae, la estrella no puede soportar la presión a la que se ve sometida por lo que explota y desaparece a la vez que genera una onda expansiva devastadora cuya luminosidad dura varios días. En esta fase final se las denomina “supernovas”, ya que en lugares del Universo en donde no existía nada, de golpe aparece una extraordinaria luminosidad (estrella nueva), durante un breve lapso de tiempo. Estas estrellas tan grandes evolucionan mucho más deprisa. Una estrella del tamaño de nuestro Sol tarda alrededor de 100 millones de años en alcanzar la secuencia principal, mientras que una estrella con una masa 15 veces mayor llega al mismo punto evolutivo en tan solo 100 000 años.

Las nubes rojizas, que también ocupan el centro de la imagen, están formadas por una mezcla de polvo y gas estelar: la materia prima a partir de la cual se forman las estrellas. En estas nubes hay dos manchas rosáceas que indican la presencia de una gran cantidad de protoestrellas y luz radiada por estrellas grandes, masivas, capaces de generar emisiones y ondas de choque muy energéticas.

Todos los puntos verdes que salpican la imagen son concentraciones de polvo galáctico: protoestrellas o estrellas que se encuentran en periodo de gestación. Los puntos y las manchas azules, también indican la presencia de jóvenes estrellas.

Esta representación de la región ON2 se ha construido al combinar las imágenes de infrarrojos del telescopio espacial Sptizer de la NASA con la de rayos X del observatorio Newton XMM de la ESA. Fue objeto de un artículo científico, en 2010 (L.M. Oskinova, R.A. Gruendl, Spitzer Space Telescope, JPL, NASA & ESA) y hace unos días la ha vuelto a publicar la ESA.

Breve historia de la Tierra

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Gigante roja

Parece increíble que hoy sepamos con bastante certeza que, cuando nació, el tamaño del Universo era del orden de una pelota de golf. Allí ya se guardaba absolutamente todo cuanto hoy existe. Aquella pelota empezó a expandirse, hace 13.800 millones de años, justo en el momento del Big Bang, y así ha seguido desde entonces. Dicen que en el interior de la pelota de golf inicial la materia no tenía una distribución uniforme y que gracias a esas irregularidades se pudieron formar, después, las galaxias, las estrellas y los planetas. En los lugares en los que las irregularidades hicieron que hubiera más masa, se formarían nubes de polvo que al condensarse atraídas por las fuerzas gravitatorias, originarían los distintos cuerpos celestes.

Durante un tiempo se pensó que la expansión empezaría a disminuir en algún momento porque las fuerzas gravitatorias vencerían a las expansivas y el Universo volvería a reducirse. Es decir, que después de la expansión se iniciaría una contracción que llevaría al Universo otra vez a su estado inicial de pelota de golf. Incluso se especulaba con que, entonces, podría ocurrir otra nueva explosión como el Big Bang y todo volvería a empezar.

Sin embargo no es así. La puesta en servicio del telescopio Hubble, en 1998 demostró que cuanto más lejos se encuentran los objetos celestes a mayor velocidad se alejan de nosotros, con lo que parece que la velocidad de expansión, conforme transcurre el tiempo, aumenta. Y este hecho suscitó una cuestión importante, porque la expansión con una velocidad creciente requiere una cantidad de energía que no existe en la masa que podemos observar en el Universo. Los científicos se tuvieron que inventar el concepto de energía oscura, como fuente desconocida capaz de proveer el fondo energético necesario para justificar sus observaciones. Y el resultado es que al final hemos terminado con un concepto de Universo en el que más del 95% de su composición está hecho de materia y energía que nos son completamente desconocidas.

Así pues, en una parte de ese Universo en expansión y en un punto en el que había cierta concentración de masa en nuestra pelota inicial de golf, hace unos 4 600 millones de años, se formaron nuestra galaxia y el Sistema Solar. Hace 3 600 millones de años aparecieron en la Tierra las primeras células y han hecho falta casi todos esos años para que nosotros, los homo sapiens sapiens nos hayamos adueñado de este planeta, desde hace algo así como 60 000 años que llevamos en su superficie.

Los científicos calculan que dentro de unos 1000 millones de años la biosfera terrestre desaparecerá, debido a que el calentamiento del Sol hará imposible que en la superficie de la Tierra el agua se pueda mantener en estado líquido (si es que el hombre no lo consigue antes con su falta de cuidado con el medio ambiente). Quizá, aún tendrán que pasar unos 3 000 o 4 000 millones de años más para que el núcleo del Sol se caliente tanto como para inducir una reacción nuclear de fusión en su corteza exterior y la estrella comience a expandirse. Su radio se dilatará hasta sobrepasar la órbita actual de la Tierra y nuestro planeta será engullido literalmente por la estrella que se habrá convertido en una “gigante roja”. Esto ocurrirá dentro de unos 7 500 millones de años. El Sol aún vivirá más tiempo, se enfriará, su radio disminuirá y entrará en la categoría de las “enanas blancas”, para luego disfrutar de una larga ancianidad como “enana negra”.

Si el Sol fuera más grande, el pronóstico sería distinto, podría explotar como una supernova, pero no parece que eso vaya a ocurrir.

De todas formas, este sería el escenario futuro para un Sol y una Tierra cuya existencia no se vea alterada por otros posibles acontecimientos. Cabe la posibilidad de que un meteorito grande choque contra la Tierra y produzca cambios que hagan que nuestro planeta no se parezca en nada al que hubiera antes del impacto del objeto celeste. Eso podía haber ocurrido hace unos 65 millones de años, cuando desaparecieron la mayor parte de los dinosaurios y grandes voladores como los pterosaurios. También podría ocurrir que nuestro sistema solar se viera afectado por una supernova de nuestra propia galaxia, una estrella de gran masa que al colapsar explotase y que su onda expansiva nos barriera literalmente del mapa galáctico. Y no hay que descartar la posibilidad de que nuestra galaxia choque con otra de las muchas que pueblan el Universo, en cuyo caso las consecuencias son difíciles de prever.

La cuestión es que, si todo sale bien, estamos condenados a que nuestro Sol se nos trague cuando inicie su fase expansiva después de un fuerte calentamiento que convertirá a este planeta azul en un magma incandescente. Es decir, si no ocurren otros episodios igualmente probables, los años de nuestro planeta están contados y quizá ya haya transcurrido algo así como el 80% de su tiempo útil para albergar la vida. Las cifras son de una magnitud tal que pueden causarnos asombro o indiferencia, depende el punto de vista desde el que las analicemos, pero constatan la única certeza que nos rodea y es que nada de lo que existe es inmutable.