
Esta noche estuve contemplando a la estrella Betelgeuse durante un rato. Queda al sureste y desde la terraza de mi casa se veía por encima de un pino. Se ubica en lo que se dice que es el hombro izquierdo de Orión.
Es una estrella que siempre me ha fascinado, como Aldebarán que estaba más alta y se veía más brillante.
Betelgeuse empezó a languidecer a finales de 2019, lo cual preocupó mucho a los astrónomos, hasta que en febrero de 2020 inició la recuperación y hoy ya posee un brillo apreciable. Esas variaciones del tinte le ocurren cada cuatrocientos años. Esta vez se ha podido saber que se deben a que del núcleo de la estrella surge una erupción de masa que cubre parte de la superficie. Algunos pensaban que el oscurecimiento anunciaba una próxima extinción, pero no fue así.
Es una estrella enorme, como mil veces más grande que el Sol y pertenece al grupo de las supergigantes rojas. La vida de estas estrellas, que tienen mucha masa, es relativamente corta: unos ocho millones de años en el caso de Betelgeuse, que ya es una anciana débil a la que se le acerca el final de la existencia. Seguramente no durará más de cien mil años. Acabará sus días con una gran explosión, una supernova, que podrá apreciarse desde la Tierra, incluso de día, y que no nos afectará porque se encuentra a una distancia de 642,5 años luz: muy lejos.
Pero hay otro dato curioso relacionado con Betelegeuse y es que se desplaza a una velocidad de unos 30 kilómetros por segundo —es decir, muy deprisa— y dentro de unos doce mil quinientos años, si es que no ha expirado, se estampará contra una nube de materia dispersa que la tiene justo en los morros y no parece que pueda hacer nada para evitarlo. En la foto superior puede verse cómo se curva ese polvo estelar debido al impacto del flujo de rayos cósmicos que emite Betelgeuse.
Esta noche, mientras contemplaba a Betelgeuse y Aldebarán vino a mi cabeza un pensamiento recurrente: que las luces que veía de la primera habían partido de la estrella en una época en la que aquí gobernaba Pedro IV de Aragón, El Ceremonioso, mientras que lo que podía ver de la segunda —que está a 66,5 años luz— ocurrió en la época de Franco. De entre las estrellas que podemos observar a simple vista, las hay que están a poco más de cuatro años luz y otras que nos separa de ellas una distancia igual a la que recorre la luz en dieciséis mil años. Echar una ojeada por el firmamento es como pasearse por la historia, ves, simultáneamente, cosas que han ocurrido en un amplio abanico temporal. Es algo que siempre que lo pienso no deja de desconcertarme.