Asteroides

El jueves 19 de noviembre de 2022 Robert Weyrk fotografió la estela luminosa que dejaba un pequeño asteroide mientras caía cerca del lago Ontario, en Canadá. El objeto celeste mediría algo así como un metro de diámetro. La irrupción de un asteroide de estas características en nuestra atmósfera no es un hecho excepcional: suele ocurrir cada dos semanas. Quizá lo extraordinario fue que desde hacía un par de horas la comunidad de astrónomos, que sigue los asteroides que orbitan en las proximidades de la Tierra, sabía que impactaría nuestro planeta en un punto situado entre el lago Erie y el lago Ontario, en Canadá. Según la Agencia Europea del Espacio (ESA) este es el sexto asteroide para el que los astrónomos, después de la detección, han sido capaces de predecir el lugar del impacto.

Dos meses antes de la llegada a la Tierra del asteroide 2022 WJ1, que así se llama el que fotografió Weyrk, la NASA logró desviar la trayectoria de otro asteroide, Dimorfos, al hacer que una de sus naves espaciales (DART) impactara contra el cuerpo celeste.

Son dos buenas noticias, en esta época de malas noticias: saber que somos capaces de predecir y hasta modificar las órbitas de asteroides peligrosos para la vida en la Tierra.

Imagino que durante los próximos meses seguiremos recibiendo noticias de asteroides que han detectado nuestros astrónomos y el lugar en el que estimaban que iban a caer que esperamos que coincida con el sitio en que se han estrellado. Serán rocas de alrededor de un metro de diámetro, las más pequeñas no las van a ver y más grandes suponemos que ya las han detectado, están bajo control, y sabemos que pasarán lejos.

De los asteroides más grandecitos, que están bajo control, el que nos va a dar un poco la lata se llama Apofis, un asteroide bautizado con el nombre del dios de los egipcios que gobernaba el caos. Descubierto en 2004, se prevé que pasará a unos 36000 kilómetros de la Tierra el 13 de abril de 2029. Eso es muy cerca: la distancia a la que orbitan los satélites geoestacionarios. Las últimas previsiones de los expertos apuntan a que Apofis no colisionará con nuestro planeta en los próximos cien años, pero en otros cálculos que se hicieron antes esa posibilidad no parecía tan remota. Este asteroide tiene un diámetro de 350 metros por lo que un impacto con la Tierra sería localmente desastroso, pero distaría mucho de alcanzar la magnitud de una catástrofe global como la que acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años; aquél asteroide medía alrededor de quince kilómetros. Apofis podría organizar un resplandor como el asteroide que alcanzó el río Tunguska en la meseta siberiana el 30 de junio de 1908: el cielo de Londres se iluminó de pronto en plena noche y el ruido se escuchó en toda Rusia. Asoló una zona boscosa de más de dos mil kilómetros cuadrados.

Así es que, aunque Stephen Hawking decía que lo más probable es que la humanidad desaparezca debido al choque de un asteroide con la Tierra, parece que no será así.

Cuando la gente miraba al espacio

Hace cien años una considerable cantidad de personas miraba al espacio con otros ojos. Cuatro desconocidos estudiosos, padres de la Astronáutica, habían descubierto el modo de abandonar la Tierra gracias al impulso de los cohetes, lo que abría una nueva era: la de la exploración espacial. Y muchos pensaban que algo extraordinario ocurriría muy pronto, porque el hombre se adentraría en los confines del universo, quizá para encontrarse con otras vidas inteligentes, o para realizar insospechables descubrimientos; la humanidad estaba a punto de iniciar la mayor aventura de su historia.

Hermann Julius Oberth fue uno de los llamados padres de la Astronáutica y en 1930 se fotografió en Berlín con el doctor Franz Ritter, rodeado de un grupo de jóvenes entusiastas con sus cohetes. En la imagen, Oberth, con una larga gabardina, protuberante nariz y gesto muy serio, a la derecha del cohete del centro, habla con el profesor Ritter —con sombrero y pajarita— del Laboratorio de Tecnología y Química, encargado de certificar los resultados del trabajo de Oberth y sus colaboradores. Klaus Riedel sujeta con las dos manos a un Mirak, el primer cohete diseñado por la Sociedad para el Viaje Espacial (VfR), creada en Alemania en 1927, a la que pertenecían casi todos los que aparecen en la fotografía. Rudolf Nebel, completamente a la izquierda, con bata blanca, junto a Franz Ritter, lleva en las manos algo que parece una cámara de combustión. Y detrás de Riedel, un joven de 18 años y atuendo elegante, con el pelo rizado, observa con mucha atención todo lo que ocurre: es Wernher Von Braun, estudiante de ingeniería.

Todos los personajes de esta fotografía querían construir cohetes para viajar al espacio exterior, pero en 1930 la fiebre espacial no afectaba únicamente a la juventud alemana, se había extendido por casi todo el mundo. En Estados Unidos, ese mismo año, se creó la American Interplanetary Society y la prensa ya había anunciado que un cohete del estadounidense doctor Robert Goddard, otro de los cuatro padres de la Astronáutica, podría alcanzar la Luna. En el mes de mayo, el ingeniero francés Robert Esnault-Pelterie declaró al New York Times que en quince años el hombre viajaría a la Luna. Esnault-Pelterie acababa de publicar un libro sobre los viajes espaciales: L’Astronautique; una obra que le merecería también el título de padre de la Astronáutica. En Rusia, la Asociación de Inventores y Desarrolladores celebró en 1927 un evento internacional dedicado a la exploración del espacio exterior y el ruso Tsiolkovsky, el decano de los padres de la Astronáutica, cerró el encuentro con los aplausos y el reconocimiento de la joven comunidad de entusiastas interplanetarios. En 1931, en Moscú, el ruso Sergei Koroliov y un grupo de jóvenes ingenieros formaron el Grupo para el Estudio del Movimiento a Reacción, para diseñar naves y cohetes capaces de llevar al hombre al espacio exterior. Su pasión por la exploración espacial llevaría a muchos de aquellos jóvenes ingenieros rusos a los campos de concentración que Stalin coleccionaba en Siberia. Al gerifalte soviético no le gustaba nada que sus técnicos se distrajeran con semejantes fantasías. Durante aquellos años fueron muchas las personas, con una sólida formación técnica y científica, que se entregaron por completo, o tanto como pudieron, a la tarea de concebir y fabricar vehículos espaciales. Muchos escritores y artistas despertaron en la gente el interés por la exploración espacial y el mundo creyó que se abría una nueva época para la humanidad.

La foto de este grupo de miembros de la Sociedad para el Viaje Espacial (VfR) de 1930, refleja una extraordinaria candidez. Poco después, Rudolf Nebel llegaría a proponer al consejo de la ciudad de Magdeburgo la construcción de una nave, con su cohete, para enviar un astronauta a la Luna. Sin embargo, la realidad vino a demostrar a los soñadores de principios del siglo XX, que el camino de la exploración espacial era mucho más arduo de lo que imaginaban. Hicieron falta una espantosa guerra mundial, la sórdida pelea de una guerra fría y decenas de miles de millones de dólares y rublos, para que el jovencito de los pantalones bombachos de la foto —Von Braun—, ayudado de algunos de los personajes que en ella le acompañaron, dirigiesen el diseño y la construcción del gigantesco cohete Saturn que permitió que dos hombres pisaran la Luna.

Ahora, casi cien años después del verano de 1930, que es cuando probablemente se tomó esta foto, sabemos que el universo es gigantesco, que tardaremos muchos meses en viajar hasta cualquiera de los planetas del Sol, inhabitables para nosotros, y que la exploración práctica de otras galaxias está fuera de nuestro alcance. Es como si el mundo en el que vivimos se hubiese agrandado hasta alcanzar unas dimensiones sobrehumanas.

Eso sí, hoy nos queda la esperanza de que, más o menos, dentro de pocos años se convierta en realidad que una mujer pise la Luna, tal y como ocurría en la película alemana de Fritz Lang, Mujer en la Luna, estrenada en Berlín en 1929, para la que estos entusiastas de la fotografía construyeron un cohete que, como ustedes se pueden imaginar, nunca llegó a la Luna. Además de este módico consuelo, cien años después, ya casi nadie mira al espacio, la mayoría de quienes miran hacia alguna parte lo hacen a la Tierra, temerosos de que las aguas del mar suban ochenta metros antes del fin del siglo.

Apollo XIII

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Terminator

La tripulación del Apollo XIII despegó del Centro Espacial Kennedy el 11 de abril de 1970 a las 19:13 UTC.  Sus tripulantes tenían la misión de posarse con el módulo lunar en la región Fra Mauro de nuestro satélite.  Dos de ellos estaban llamados a ser el quinto y el sexto hombre en pisar la Luna. El vuelo se complicó y la expedición se convirtió en una odisea que hizo honor a la tradicional mala suerte que  se le atribuye al número trece.

De acuerdo con las rotaciones que seguía habitualmente la NASA, la tripulación que le correspondía hacer el viaje con el Apollo XIII estaba compuesta por L. Gordon Cooper como comandante, Donn F. Eisele como piloto del Módulo de Mando y Edgar Mitchell, piloto del Módulo Lunar. Pero el director que asignaba las tripulaciones, Deke Slayton, decidió sustituir a Cooper y Eisele. El veterano astronauta Gordon Cooper solía hacer declaraciones incómodas para la Agencia y se mostraba bastante díscolo a la hora de seguir los entrenamientos; además, creía en la existencia de naves extraterrestres que decía haber visto volando en Alemania. Donn F. Eisele tenía problemas matrimoniales. A la NASA le gustaba que sus astronautas fueran personas equilibradas y que formaran parte de familias perfectas para exhibirlos al mundo como ejemplos de virtud patria.  Para Slayton y sus jefes, ni Cooper ni  Eisele encajaban bien en el modelo de héroe que la agencia espacial trataba de promocionar.

Después de algunos cambios, la tripulación nominal para el Apolo XIII quedó formada por James A. Lovell, como comandante, Kenneth Mattingly,  piloto del Módulo de Mando y Fred H. Haise como piloto del Módulo Lunar. Pero, aún hubo cambios de última hora, porque 72 horas antes del lanzamiento un hijo de astronauta Charlie Duke contagió a su padre las paperas.  Kenneth Mattingly  y Charlie Duke eran los dos únicos astronautas del programa Apollo 13 que no eran inmunes a esa enfermedad y los responsables del vuelo decidieron dejar a Mattingly en tierra por si Charlie lo había contagiado y la enfermedad se manifestaba a bordo, cuando se encontrara solo en el Módulo de Mando. Jack Swigert, de la tripulación de reserva, tomó el puesto de Mattingly.

El Apollo XIII despegó, se situó en su órbita de aparcamiento  alrededor de la Tierra y los cohetes Saturno de la tercera etapa lo impulsaron hacia la Luna. Un viaje de casi tres días. Habían transcurrido poco menos de 56 horas de vuelo cuando,  a las 03:08 UTC horas del 14 de abril, Jack Swigert envió un mensaje al Centro de Control con una frase que pasaría a la historia: “Houston, tenemos un problema.”  En realidad la frase es de la película Apollo 13 protagonizada por Tom Hanks y dirigida por Ron Howard, que se estrenó en 1995. Swigert no dijo eso, aunque sí pronunció una frase muy parecida: “Houston, hemos tenido un problema”. Hacía nueve minutos que los astronautas habían finalizado el programa de televisión, de 49 minutos de duración, que se retrasmitió en directo a todo el mundo para demostrar cómo se vivía a bordo. La nave se encontraba a 320 000 kilómetros de la Tierra. En el momento en que Swigert activó un interruptor para agitar por quinta vez  los tanques de oxígeno, una maniobra solicitada desde tierra, el tanque número 2 explotó y el número 1 quedó dañado y empezó a perder oxígeno. Los tanques se agitaban para evitar que la formación de capas estratificadas falsearan las lecturas de los sensores que medían la cantidad de combustible almacenado, en cada momento. En un principio la tripulación creyó que un meteorito había alcanzado al Módulo Lunar. Jim Lovell le dijo a Jack Swigert que cerrara la escotilla de acceso al Módulo Lunar para evitar una posible descompresión de los dos módulos, pero el mecanismo de cierre no funcionó. Aquél fallo salvaría la vida de la tripulación. Un tanque de oxígeno se perdió con la explosión y el otro, el número 1, se vació por completo en unos 130 minutos, las pilas de combustible dejaron de funcionar y la energía disponible en el Módulo de Mando se quedó reducida a una cantidad mínima: la que había almacenada en las baterías.

Cuando se produjo la explosión, la nave estaba configurada con cuatro módulos: el de Servicio, el de Mando (Odyssey) y otros dos para aterrizar y regresar de la Luna (Aquarius). El Módulo de Servicio llevaba los tanques de hidrógeno y oxígeno, las pilas de combustible y el propulsor principal con su tobera de escape, además de otros sistemas y equipo de comunicaciones. Justo delante del Módulo de Servicio estaba el Módulo de Mando, de forma tronco cónica, en donde se encontraban los astronautas.  Desde el Módulo de Mando se podía acceder al Módulo Lunar que tenía dos compartimentos, el que conectaba con el Módulo de Mando para el ascenso, desde la Luna,  y el que llevaba el motor para el alunizaje.

En el Centro de Control creyeron, en un principio, que un meteorito había colisionado con Apolo XIII. Sin embargo, con posterioridad se supo que la explosión del tanque la originó un cortocircuito en los cables de alimentación del motor de “agitación”, cuyo aislante se había dañado debido a un sobrecalentamiento durante los ensayos anteriores al vuelo.

En el Centro de Control tuvieron que rehacer el plan de vuelo. El director de la operación, Gene Kranz, abortó la misión. El procedimiento ordinario de emergencia para regresar a la Tierra, desde aquél lugar, consistía en desprenderse del Módulo Lunar y volver directamente, para lo cual había que activar el sistema de propulsión principal del Módulo de Servicio. Sin embargo, los astronautas necesitaban el único oxígeno disponible que estaba en el Módulo Lunar, alimentado por baterías. No podían desprenderse del Módulo Lunar que se había convertido en su bote salvavidas. Además, tampoco estaban muy seguros del estado de la estructura del Módulo de Servicio que, si se había dañado con la explosión, podía romperse al encender el propulsor principal. Gene Kranz decidió que una vuelta directa era poco recomendable ya que los astronautas no podían desprenderse del  “salvavidas”,  que era el Módulo Lunar, por lo que la nave tendría que orbitar alrededor de la Luna antes de regresar a la Tierra. Al aprovechar la gravedad lunar, el impulso requerido para el retorno sería menor. Desde Houston se ordenó que dos astronautas pasaran al Módulo Lunar, dejando a uno en el Módulo de Mando, para pilotar la nave, que utilizaría las estrellas para guiarse y recibiría el oxígeno necesario del Módulo Lunar.

En ambos módulos se desconectaron todos los sistemas que no eran imprescindibles ya que la escasez de energía a bordo se había convertido en el principal problema de la misión. Se suspendieron las emisiones en directo y se limitó el uso de los sistemas de comunicaciones. A pesar de todo, el mundo entero estaba pendiente de lo que sucedía a bordo y un desastre podía tener unas consecuencias muy negativas para la NASA.

Era preciso corregir la trayectoria de la nave para sacarla de la órbita lunar y redirigirla a la Tierra de forma que la primera instrucción que recibieron los astronautas fue la de activar los cohetes del Módulo Lunar durante 30,7 segundos. Con esta acción la nueva trayectoria pasaría por detrás de la Luna y traería a los astronautas de vuelta a casa.

El Módulo Lunar estaba diseñado para llevar a dos astronautas, en vez de a tres, y durante dos días, no cuatro como eran los que duraría el regreso a la Tierra. El oxígeno no sería un problema porque este módulo llevaba suficiente ya que tenía que rellenar la cápsula un par de veces, después de las excursiones previstas para los astronautas por la superficie del satélite. Sin embargo, cuando transcurrieron 36 horas desde el accidente las luces de advertencia de contaminación de dióxido de carbono (CO2) se encendieron.

En un edificio próximo al Centro de Control y durante el vuelo de los astronautas se mantenía abierta una sala en la que un grupo de ingenieros y expertos estaba a disposición del responsable de las operaciones para suministrar asesoramiento en caso necesario. Don Arabian, el jefe del grupo de asistencia técnica, era una persona capaz de evaluar cualquier anomalía con rapidez y ,a pesar de su tono de voz elevado y desafiante, su crudeza al tratar los asuntos más delicados y su manera de ir directo al núcleo de cualquier problema, era un personaje carismático que contaba con el apoyo incondicional de jefes y subordinados. Cuando se encendieron las alarmas de contaminación, Arabian llamó a Jerry Woodfill, uno de los ingenieros que había trabajado en el diseño de los sistemas de alerta y comprobaron que las señales funcionaban bien, teniendo en cuenta el CO2 que tenía que haber a bordo, según sus estimaciones. No se trataba de una falsa alarma, el CO2 había alcanzado un nivel excesivo. La situación era crítica porque continuaría aumentando hasta alcanzar valores que los astronautas no podrían soportar.

El dióxido de carbono (CO2) se eliminaba mediante filtros de hidróxido de litio que purificaban el aire. En el  Módulo Lunar había dos filtros, de sección circular, alojados en dos barriletes;  un barrilete estaba conectado al sistema de control medioambiental y el otro servía de contenedor para el segundo filtro. Cuando se consumía el primer filtro los astronautas los intercambiaban y el usado se quedaba en el barrilete que hacía de contenedor. El sistema de alerta se había montado para avisar a los astronautas de que cambiaran los filtros. Woodfill le explicó a Arabian que lo que tenían que hacer los astronautas era cambiar el filtro, pero que con el que llevaban de más en el Módulo Lunar no sería suficiente para completar la misión. En el Módulo de Mando había muchos filtros, pero todos eran de sección cuadrada. Jerry Woodfill miró a Arabian y le dijo: “Sin un milagro capaz de hacer que una pieza cuadrada entre en un agujero circular, la tripulación no sobrevivirá.”

Don Arabian no se arredró y le dijo a Ed Smylie, el jefe de sistemas de a bordo,  que disponía de 24 horas para que su gente buscara una solución al problema. El equipo se encerró en un cuarto con las únicas herramientas y materiales con que contaban los astronautas: bolsas de plástico para guardar unas rocas lunares que no iban a recoger, cartones de las tapas de los cuadernos de a bordo, mangueras de los trajes espaciales y cinta adhesiva. La solución que idearon consistió en acoplar un extremo de una manguera de traje espacial a una válvula de salida de aire, que normalmente se utilizaba para impulsar aire a través del traje. El otro extremo de la manguera, en vez de enchufarlo al traje espacial, se conectaría al filtro. El aire, impulsado por el ventilador, pasaría a través del filtro cuadrado que absorbería el CO2. El barrilete no se tendría que utilizar y, aunque se agotara su filtro, el nuevo dispositivo mantendría el ambiente respirable. El problema de esta solución era acoplar la pequeña  abertura circular de la manguera a la cuadrada del filtro de mayor tamaño. El equipo de Smylie utilizó plástico, cartón para darle rigidez al adaptador y cinta adhesiva para evitar fugas de aire.

Después de construir un modelo y probar en el simulador que funcionaba correctamente transmitieron a los astronautas las instrucciones, durante más de una hora, para que hicieran una réplica a bordo. Los tripulantes montaron dos artefactos con filtros cuadrados y según escribiría en su libro Lost Moon, el jefe de la expedición Jim Lovell: “El artilugio no era muy hermoso pero funcionó.”

Los propulsores del Módulo Lunar habían funcionado bien durante la corrección inicial que se hizo de la trayectoria, para colocarla en una órbita de vuelta a la Tierra pasando por detrás de la Luna. El Centro de Control observó que aunque el Apollo XIII navegaba siguiendo una órbita que lo traía a la Tierra, la duración del viaje se aproximaba demasiado al máximo que permitían las existencias de abordo por lo que decidieron que convendría darle otro impulso a la nave para acortar el tiempo del viaje. Dos horas después de que el Apollo XIII pasara por el punto más próximo a la Luna, la nave volvió a encender los mismos propulsores para adelantar 10 horas el retorno y aterrizar en el océano Pacífico en vez del Índico.  Sin embargo, al cabo de un cierto tiempo, el Centro de Control detectó que el Apollo XIII se estaba saliendo de su trayectoria y que de seguir así no entraría en la atmósfera terrestre sino que se la dejaría a un lado y se perdería en el espacio. Daba la impresión de que alguna extraña fuerza movía la nave, sin que nadie supiera cuál era su origen. Después se descubriría que el vapor frío que emitían las toberas del motor del Módulo Lunar era el causante de aquél viento que parecía arrastrarlo. Hacía falta darle a la nave otro impulso para corregir la trayectoria. El problema era que activar los sistemas eléctricos para poner en marcha los giróscopos, el equipo de navegación y los ordenadores, consumiría una energía adicional de la que andaban muy escasos.

El comandante Lovell había experimentado en el Apollo 8 la posibilidad de orientarse utilizando la línea divisoria entre la luz y la sombra en la Tierra, el terminator, que podía ver desde su posición en el espacio.  El jefe de la expedición decidió prescindir de los sistemas de control automáticos para efectuar la corrección de la trayectoria. Así ahorraría una energía que iba a necesitar durante la reentrada.  Utilizando esta referencia, Lovell fue capaz de controlar la guiñada de la aeronave, mientras Haise controlaba el cabeceo y Swigert el tiempo de ignición del motor que le había transmitido el Centro de Control. De esta forma, completamente manual, y con terminator ( la traza divisoria entre la luz y la sombra en la superficie de la Tierra) como referente, los astronautas controlaron la actitud del Apollo XIII mientras los motores del Módulo Lunar aportaban la energía necesaria para corregir la trayectoria.

Otro problema importante que había que resolver era arrancar de nuevo el Módulo de Mando después de haber desconectado la mayor parte de sus circuitos. Los astronautas tenían que ocupar este módulo para aterrizar. El astronauta que se había quedado en tierra, Mattingly, un controlador de vuelo, John Aaron, y un equipo de ingenieros, trabajaron para desarrollar un procedimiento nuevo que permitiera arrancar el Módulo de Mando con la energía disponible. Además, debido a los recortes de energía la temperatura en el interior del módulo había descendido a  4 grados centígrados  y el agua empezó a condensarse  lo cual podía originar algún corto circuito a bordo. Afortunadamente, esto no llegó a ocurrir.

Cuando los astronautas se aproximaron a la Tierra, cuatro horas antes del amerizaje,  se refugiaron en el Módulo de Mando y liberaron, primero, al Módulo de Servicio. Atónitos, vieron como desfilaba ante sus ojos un cascarón averiado al que le falta por completo el panel  del sector 4 y la antena estaba dañada. Después, la tripulación expulsó el Módulo Lunar (Aquarius) y se preparó para cruzar la atmósfera terrestre. El blindaje térmico del Módulo de Mando no había sufrido daños importantes y protegió a los astronautas de las altas temperaturas durante la reentrada. El buque de la Marina estadounidense Iwo Jima los recogió en el Pacífico Sur. El 17 de abril llegaron de nuevo a la Tierra, estaban bien, aunque Haise padecía una importante infección urinaria.

Hasta el vuelo del Apollo XVII, que tuvo lugar del  7 al 19 de diciembre de 1972, aún habría cinco misiones más en las que no se produjo ningún  incidente tan grave como los del Apollo XIII. En total, los vuelos de los Apollo XI al XVII permitirían que doce hombres se pasearan por la Luna, entre julio de 1969 y diciembre de 1972. De todas ellas, la expedición del Apollo XIII fue la única que fracasó.  Jerry Woodfill estudió con detalle las causas del fallo y también los doce motivos por los que la misión pudo salvarse.

Los doce motivos que Jerry Woodfill apunta están muy bien justificados, pero la gente supersticiosa piensa que quizá todo se hubiera arreglado cambiándole el nombre a la misión. Santos Dumont, el primer hombre que voló en público con una máquina más pesada que el aire en París en agosto de 1906,  lo hizo con un aparato que se llamaba Santos Dumont XIV bis; era el segundo artefacto número catorce, pero tuvo la precaución de saltarse el trece en la serie de sus máquinas de volar.

Los supersticiosos también comprenden que la NASA no puede permitirse el lujo de ser supersticiosa.

 

 

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¿Quién será la primera mujer que viaje a la Luna?

Todo cuanto hacen las mujeres, por primera vez, alcanza una gran notoriedad. En octubre de 2019, Koch y Meir protagonizaron el primer paseo espacial desde la Estación Internacional en el que los dos astronautas eran mujeres. Se trataba de una misión rutinaria de mantenimiento y ensamblaje de la estación. Fue un acontecimiento que tuvo una gran repercusión pública. Los medios transmitieron una conversación en directo entre las astronautas y Donald Trump. Meir le dijo al presidente: «Esperamos inspirar a todo el mundo, no solamente a las mujeres, pero a todo aquel que tenga un sueño, que tenga un gran sueño, y que esté dispuesto a trabajar duro…este es mi primer vuelo y mi primer paseo espacial, de forma que es un bonito e increíble sentimiento que estoy segura que todos pueden imaginar, y es algo que nunca olvidaré». El presidente de Estados Unidos contestó: «Quiero felicitaros. Sois muy valientes, mujeres brillantes que representáis muy bien a esta nación…estamos orgullosos de vosotras…lo que hacéis es muy especial. Primero la luna y después iremos a Marte. Gracias a las dos». Luego Trump metió la pata y apostilló que era la primera vez que una mujer salía de la estación espacial, algo que ya había ocurrido antes 42 veces.

Pero, quizá lo más importante de la conversación de Trump con las astronautas es su apoyo al programa espacial de la NASA. Jim Bridestine, el administrador de la agencia espacial de Estados Unidos, anticipó en octubre de 2019, que la primera mujer que viaje a la Luna será una de las actuales astronautas de la NASA. Confirmó que su objetivo es alcanzar nuestro satélite en el año 2024, a pesar de que el cronograma resulte muy apretado. Cuenta con el apoyo de Trump y con que el presidente sea reelegido para mantener el plan. Demorar el programa, para ajustarlo a unos plazos más cómodos, conlleva según él, el riesgo de que la política interfiera y no se lleve a cabo.

Gene Cernan fue el último astronauta que, en 1972, pisó la Luna. A la NASA le va a resultar imposible justificar que el primero que lo haga en 2024 no sea una mujer, incluso a pesar de que la agencia espacial presume de no practicar una política de discriminación de género. Cuatro de las astronautas activas en la actualidad de la NASA, más jóvenes, fueron seleccionadas en 2013. Entonces Janet Kavandi, la directora de operaciones de tripulaciones de vuelo de la NASA, cuando anunció las ocho personas que habían superado el proceso de selección en el que participaron 6000 candidatos, dijo: «nosotros nunca determinamos cuantos individuos de cada género vamos a seleccionar, estas eran las más cualificadas que entrevistamos». Fueron exactamente cuatro mujeres (Christina Koch, Nicole Mann, Anne McLain y Jessica Meir) y cuatro hombres. Una fantástica casualidad.

De los 38 astronautas activos que tiene hoy la NASA, 12 son mujeres y la pregunta es ¿quién será la primera en viajar a la Luna? Todas poseen una sólida formación técnica y científica, experiencia de vuelo y la mayoría de ellas ha permanecido una larga temporada en la Estación Espacial Internacional.

La edad actual de las astronautas de la NASA está en una franja que va de los 40 años de Koch y McClain a los 54 de Sunita Williams y Shannon Walker. Por motivos de edad podríamos descartar a estas dos últimas y a Stephanie Wilson de 53 años. Aunque Peggy Whitson con 57 años, en el año 2017, fue la primera astronauta comandante de la Estación Espacial Internacional, son muy pocos los casos en que la NASA ha asignado misiones a astronautas de más de 57 años. A la edad que tienen ahora hay que sumarle no menos de cuatro años, ya que el programa es fácil que se retrase.
Si descartamos a tres astronautas por su edad, aún nos quedan nueve. La ingeniera Nicole Mann, astronauta, trabaja en Boeing y está previsto que realice una de las primeras misiones tripuladas en la cápsula Starliner, diseñada para llevar astronautas a la Estación Espacial Internacional. Mann podría seguir ocupada en este programa. Serían entonces ocho las candidatas al primer viaje lunar femenino.

De estas ocho, cinco son bastante más jóvenes —Christina Koch (40), Anne McClain (40), Kate Rubins (41), Jessica Meir (42) y Serena Auñón Chancellor (43)— que las otras tres (Megan McArthur (48), Jeanette Epps (49) y Tracy Caldwell Dyson (50)— pero quizá la edad no sea el factor determinante y la NASA opte por elegir a una de cada grupo, en el supuesto de que sean dos mujeres las que alunicen en la misión Artemis III.

La primera vez que un par de astronautas se aproximó a la superficie de la Luna, en 1969, logró aterrizar, gracias a la extraordinaria pericia de Neil Armstrong en el pilotaje del pequeño Módulo Lunar. Es posible que la experiencia de vuelo sea un factor importante a la hora de decidir quién viaja primero otra vez a la Luna. Es algo que tampoco falta en el impresionante currículo de las astronautas de la NASA. Anne McClain, 40 años, ha pasado seis meses en el espacio, se graduó en West Point, cuenta con unas 2000 horas de vuelo en el Ejército y ha realizado 216 misiones de combate en el Golfo Pérsico.

¿Quién será la primera mujer que pise la Luna? De momento nadie lo sabe. Seguro que en alguna parte ya se admiten apuestas.

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Mujer en la Luna

 

En El viaje a la Luna hago referencia a la película Mujer en la Luna, de Fritz Lang —un éxito cinematográfico que se estrenó en Berlín en 1929— porque Hermann Oberth, uno de los padres de la astronáutica, asesoró al productor durante la realización de la obra. También narro las dificultades que pasó Oberth, para cumplir con el encargo de construir un cohete que debería lanzarse el día del estreno de la película. Sin embargo, del guion cinematográfico no me ocupo demasiado y tiene un gran interés porque es el precursor de otro inevitable viaje.

El argumento es complicado, pero cuenta con todos los elementos recomendables para lograr una gran audiencia: espía de una banda de ricos despiadados y avaros (Walter), emprendedor (Helius), profesor despistado (Mannfeldt), guapa (Friede), prometido de la guapa (Windegger) y triángulo amoroso (Helius también ama en secreto a Friede).

Según el profesor Mannfeldt, en la cara oculta de la Luna hay grandes yacimientos de oro y además posee una atmósfera respirable. Helius ya tiene los planos del cohete para viajar a la Luna, cuando se los roba el espía Walter y amenaza con destruirlos si no lo incluye en la expedición y acepta repartirse el oro con la banda de avaros que representa.

El cohete parte de la Tierra con los cinco protagonistas (espía, emprendedor, profesor despistado, guapa y pretendiente) y a lo largo de la travesía Windegger (el prometido) da muestras de ser un cobarde, al tiempo que aflora el amor de Helius por Friede.

Al llegar a la cara oculta de la Luna, descubren que el profesor Mannfeldt tenía razón y hay oro en abundancia. Allí se produce una pelea, y tanto el espía (Walter) como el profesor (Mannfeldt) mueren. El tiroteo daña el cohete, que se queda sin combustible para llevar de regreso a los tres supervivientes a la Tierra; tan solo podrán viajar dos de ellos.

Es el momento más dramático de la película. Helius (el enamorado) y Windegger (el prometido) echan a suertes quién volverá al planeta azul con la bella Friede. Gana Helius, pero al ver la cara de angustia de Windegger decide quedarse en la Luna y dejar que el prometido regrese con Friede a la Tierra.

Helius (el enamorado) ve partir la nave y cuando se acomoda en el campamento lunar, de pronto, aparece Friede, que sin que nadie se diera cuenta había abandonado la nave para quedarse con Helius.

A la primera mujer que viajó a la Luna la envió Fritz Lang en 1929, aunque quizá el mérito sea de la guionista, Thea von Harbou, que entonces era la esposa de Lang.

A la segunda, la enviará con casi toda seguridad la NASA, en la expedición Artemis III, en el año 2024. En esa ocasión serán dos los astronautas que desciendan a la superficie lunar, por lo que cabe la posibilidad de que ambas sean mujeres. Pasarán 6 días y medio en la región polar del sur de la Luna y realizarán excursiones, en búsqueda de hielo, por la superficie, con un vehículo que les permitirá alejarse hasta unos 15 kilómetros. Nadie espera que encuentren oro, tan solo agua.

 

El viaje a la Luna

 

El viaje a la Luna

 

Un ruso, pobre y sordo, un rumano testarudo, un estadounidense enfermizo, un francés sofisticado, un aristócrata alemán y otro ruso de extracción humilde, salido de las cárceles de Stalin, son los seis protagonistas de El viaje a la Luna. Ellos lo hicieron posible.

Fue un viaje para el que hacían falta materiales avanzados, instrumentos de navegación, ordenadores de a bordo y sobre todo un gigantesco cohete. Si en la década de los años 1960, la industria electrónica se había desarrollado notablemente y se fabricaban materiales cerámicos y metálicos complejos, los cohetes se hallaban muy lejos de poder llevar un hombre a la Luna. La viabilidad de la expedición lunar pasaba por el desarrollo de un cohete de unas dimensiones extraordinarias, lo que requería una tecnología única y específica, ajena a cualquier otra actividad industrial.

El viaje a la Luna pudo ocurrir, gracias a la visión y tenacidad de unos pocos científicos y técnicos, que soñaron con la posibilidad de que el hombre abandonara la Tierra para conquistar el universo. Primero, demostraron teóricamente la forma de hacerlo, después ilusionaron a una generación de entusiastas de la exploración espacial y finalmente, supieron aprovechar las oportunidades políticas para hacer realidad sus sueños.

Sin estos sueños ni estas personas, el hombre no hubiera podido viajar a la Luna.
El libro, El viaje a la Luna, es la historia de estos personajes y las vicisitudes que pasaron para alcanzar sus propósitos.

La historia comienza a principios del siglo XX, cuando cuatro científicos (Tsiolkovsky, Oberth, Goddard y Esnault-Pelterie) demostraron que la única posibilidad de abandonar la Tierra es a bordo de una nave impulsada por un cohete. Calcularon las velocidades necesarias para poner en órbita terrestre un satélite artificial y escapar a la fuerza de gravedad de nuestro planeta. Más adelante, sobre todo en las décadas de los años 1930, diseñaron cohetes, y, tres de ellos, hicieron experimentos con diferentes prototipos. En Estados Unidos, la prensa especuló con la idea de que un cohete alcanzaría muy pronto la Luna.

A partir de 1930, en Europa y Estados Unidos, los escritos de estos cuatro científicos dieron pie a la creación de grupos de individuos que se entusiasmaron con la idea de la exploración espacial. Se crearon sociedades para impulsar esta actividad con trabajos de investigación y la construcción de cohetes experimentales.

La idea de salir del planeta Tierra, y viajar por el universo, planteaba cuestiones filosóficas sobre la vida humana, la creación, la existencia de Dios y el encuentro de la humanidad con seres inteligentes, de otros lugares del cosmos. No es de extrañar, por tanto, que algunos jóvenes de aquella época sintieran una atracción irresistible por los viajes espaciales, siempre acompañados de un aura de misterio, ciencia y religiosidad; ni tampoco sorprende que, hubiera mucha gente escéptica sobre estas cuestiones y propensa a ridiculizarlas.

Wernher von Braun fue uno de los jóvenes, en los que prendió el entusiasmo por los viajes espaciales, que inspiró el científico rumano Hermann Oberth a un grupo de alemanes. Poco antes de la II Guerra Mundial, los militares alemanes —que no tenían ningún interés en visitar el espacio exterior— se interesaron por un cohete que superase el alcance del cañón más grande que hasta entonces se había construido, el Cañón de París (150 km), y le encargaron al grupo que lideraba el joven y brillante ingeniero, Von Braun, el desarrollo del misil. Al final de la contienda, el equipo de Von Braun había construido un cohete balístico capaz de transportar una carga explosiva de una tonelada, a más de trescientos kilómetros de distancia (V-2). Aunque los artilleros alemanes ya disponían del sustituto del Cañón de París, el arma tenía poca utilidad porque la aviación la había dejado obsoleta. Los Aliados no se habían preocupado en desarrollar nada parecido; al fin y al cabo, se trataba de un misil demasiado caro y con menos poder de destrucción que los bombarderos.

Después de la guerra, fue Stalin, quien impulsó en la Unión Soviética la fabricación de misiles balísticos intercontinentales; los quería para amenazar a Estados Unidos con ataques nucleares, lanzados desde el corazón de Rusia. Un represaliado en las oscuras cárceles del dictador comunista y entusiasta del espacio, el ingeniero Serguéi Koroliov, asumió el liderazgo de los desarrollos de misiles soviéticos de largo alcance. Y como las bombas atómicas comunistas eran bastante rudimentarias, desde un principio tuvo que diseñar cohetes con un gran empuje.
Nada más terminar la II Guerra Mundial, soviéticos y estadounidenses, retomarían la línea de desarrollo de misiles iniciada por Von Braun en Alemania. Los norteamericanos con el ingeniero alemán, al que le acompañó un centenar de compatriotas y los soviéticos con Koroliov, asesorado por centenares de ingenieros y técnicos alemanes, expertos en cohetes, deportados a Moscú.

Los misiles balísticos de gran alcance describen una trayectoria parabólica: suben a una altura que está en el límite de lo que ya se considera el espacio exterior, unos cien kilómetros, y luego caen a gran velocidad sobre su objetivo. A los militares estos ingenios únicamente les interesaban para el lanzar bombas atómicas. Los científicos y los ingenieros sabían que, con un poco más de velocidad, los misiles, en vez de caer sobre la superficie de la Tierra, se quedarían dando vueltas alrededor del planeta. A partir de ahí, con otro empujón escaparían del campo gravitatorio terrestre para emprender un viaje espacial.

En 1957, Serguéi Koroliov, en la Unión Soviética y Wernher Von Braun, en Estados Unidos, ya habían diseñado y probado, misiles balísticos capaces de transportar bombas atómicas. Los dos ingenieros soñaron desde pequeños con los viajes interplanetarios y eran conscientes, al igual que muchos de los técnicos y científicos que trabajaban con ellos, de que sus cohetes militares estaban en el umbral de convertir sus quimeras espaciales en realidad.

Pero, durante el tiempo que siguió a la II Guerra Mundial, en el que se desarrollaron los primeros misiles balísticos de gran alcance, de 1945 a 1957, los militares soviéticos y norteamericanos, vigilaron a sus científicos y a sus ingenieros para evitar que se dejaran llevar por sus ensoñaciones espaciales. Eran armas muy caras y las inversiones necesarias para desarrollarlas, solamente las justificaba su capacidad de destrucción. En la Unión Soviética, la sospecha de que un diseñador había alterado la configuración de un cohete para facilitar su aplicación en vuelos espaciales, podía llevarlo a la cárcel, o incluso al paredón de fusilamiento. Serguéi Koroliov lo sabía por experiencia.

Las veleidades espaciales estaban mal vistas en los círculos militares y los técnicos que trabajaban en las industrias de cohetes balísticos lo sabían.

A finales de los años 1950 Estados Unidos se planteó poner en órbita un pequeño satélite científico. El ruso, Serguéi Koroliov, estaba al tanto de aquellas intenciones, tenía un cohete, diseñado para lanzar bombas atómicas, que era capaz de llevar a una órbita terrestre más de quinientos kilogramos de peso, se apresuró a pedir permiso para adelantarse a los norteamericanos y se lo concedieron, con la condición expresa de que el vuelo no retrasara el programa militar soviético de misiles balísticos de largo alcance. El 4 de octubre de 1957, el Sputnik sorprendió al mundo.

Desde hacía meses, Von Braun disponía de un cohete listo para poner en órbita un satélite, pero el Gobierno de Estados Unidos le prohibió expresamente el lanzamiento. La nación había encargado la puesta en órbita del satélite a la Marina y no quería que un extranjero, aunque trabajaba para el Ejército, se adelantara. Esperaba a que el cohete desarrollado por la Marina estuviese terminado. Eso nunca ocurrió y al final el Gobierno tuvo que dar permiso a Von Braun para que lanzase el Explorer 1.

Si Estados Unidos hubiese lanzado el Explorer antes que la Unión Soviética el Sputnik, a nadie se le habría ocurrido jamás, mandar astronautas a la Luna.

Era difícil de imaginar, salvo quizá para la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA), que un pequeño satélite artificial que no hacía más que emitir una débil señal de radio, pudiera suscitar tanto interés en el público. El mundo entero se creyó a pies juntillas que el Sputnik anunciaba el principio de una nueva época, la era espacial, en la que se harían realidad los fantásticos viajes espaciales que ya habían anticipado unos pocos visionarios. Pero, realmente lo peor para los políticos estadounidenses, fue que la gente pensó que la ciencia y la tecnología comunista aventajaban a la del llamado mundo libre. Las editoriales de muchos periódicos de prestigio exageraron hasta el ridículo al respecto.

Después del glamuroso éxito del Sputnik, de 1957 a 1961, Serguéi Koroliov le proporcionó a un pletórico presidente de su país, Nikita Jrushchov, una colección de logros espaciales que sirvieron para echar más sal en la profunda herida abierta en la conciencia popular estadounidense. El lanzamiento al espacio del primer astronauta, el ruso Yuri Gagarin en 1961, fue la gota que colmó el vaso.

La alarma social que causó la ventaja espacial soviética durante estos años carecía de fundamento. Los cohetes de Serguéi Koroliov eran más potentes porque se habían construido para transportar bombas atómicas muy pesadas y rudimentarias, se fabricaban con materiales menos ligeros y el equipamiento electrónico era bastante más primitivo que el de los misiles estadounidenses. Si bien los soviéticos habían empezado a desarrollar antes los misiles balísticos de largo alcance, Estados Unidos también contaba con cohetes y programas, de tecnología más avanzada, superiores desde el punto de vista militar, aunque con menor capacidad para situar en órbita terrestre objetos pesados.

La respuesta lógica de Estados Unidos, a la aparente ventaja espacial soviética, hubiera sido un programa para desarrollar cohetes y cápsulas espaciales similares a las soviéticas. En poco tiempo, tal y como ocurrió con el programa Gemini, los norteamericanos recuperaron el liderazgo. Pero, el presidente Kennedy, en 1962, anunció que su país enviaría un hombre a la Luna, antes del final de la década.

A Kennedy lo engañaron los tecnócratas de la NASA y los ejecutivos de las grandes corporaciones y se dejó influir por su vicepresidente, Johnson, abrumado por la opinión pública, cuando todos ellos le recomendaron encarecidamente que tomase aquella decisión. Von Braun, planteó el desafío como un reto que ganaría seguro, porque estaba fuera del alcance de la capacidad tecnológica, organizativa y financiera de la Unión Soviética. Era lo que, desde niño, había soñado siempre hacer y tuvo la oportunidad de conseguirlo; no le importaba el coste ni el riesgo. El programa sería un formidable negocio para las grandes corporaciones, por eso contó con el apoyo incondicional de la industria y Johnson era un tejano, acostumbrado a las cosas grandes.

Para hacernos una idea del gigantesco paso adelante, en materia espacial, que suponía el viaje lunar, basta con comparar el tamaño de los cohetes de mediados de los años 1960, con el del cohete que llevó el hombre a la Luna. El programa Gemini (1964-1966) empleó cohetes Titan II GLV, cuyo peso al despegue era de 154 toneladas y medía unos 30 metros de altura. El Apollo 11, con el que viajaron tres astronautas a la Luna, utilizó el cohete Saturn V, cuyo peso al despegue era de 2970 toneladas y su altura alcanzaba los 110 metros. El Apollo 11, cuando despegó pesaba más que seis aviones Jumbo 747-400 llenos de combustible y pasajeros.
Kennedy planteó a los soviéticos una carrera espacial en la que, de forma deliberada, sus asesores le pusieron la meta en un punto alejadísimo del que se encontraba en aquel momento el estado de la tecnología. Poco después de su anuncio, en un discurso que pronunció en Naciones Unidas, preocupado por las facturas de la NASA, invitaría a los soviéticos a sumarse al proyecto norteamericano para conquistar juntos la Luna. Nadie quiso hacerle caso.

Koroliov, en Rusia, supo apalancarse en el gran impacto político de sus logros espaciales —siempre en un difícil equilibrio debido a la oposición militar al desarrollo de grandes cohetes que no fueran imprescindibles para la Defensa—para mantener un programa espacial soviético, del que siempre fue el principal valedor.

Von Braun, en Estados Unidos, inspiró al vicepresidente Johnson la absoluta confianza de que el viaje a la Luna no era una quimera y fue capaz de construir el cohete que llevó a cabo la misión.
Sin la astucia de Koroliov nunca se hubiese hecho este viaje, y tampoco se hubiera llevado a cabo sin el fracaso del cohete Vanguard de la Marina o sin el pavor de Johnson y Kennedy a la pérdida de votos de unos ciudadanos que se creían las bravatas de Jrushchov, o sin la frivolidad de Von Braun y la NASA, a la hora de evaluar el coste y los riesgos del programa.

La historia que narro en el libro de El viaje a la Luna trata de explicar cómo del caos surgió la aventura.

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El primer astronauta

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11 de abril de 1961 10:00 horas, base de lanzamiento espacial soviética de Baikonur,

—¿Qué probabilidad crees que tiene de salir vivo? —preguntó Oleg.

—No sé ¿a tí qué te parece? —respondió Serguei.

Oleg abrió mucho los ojos, se rascó la cabeza y bajo un poco la voz.

—Un cincuenta por ciento, eso es lo que ha estimado el grupo de expertos, pero estoy seguro que tú piensas que la cifra es mayor.

—Si no estuviera convencido de que es muy superior al cincuenta por ciento no autorizaría esta misión, pero ¿cómo voy a darte un número? No soy una calculadora.

Serguei removió el té en la taza con la cucharilla y se fijó en el remolino que se formaba en su interior mientras Oleg no le quitaba la vista del rostro. La bombilla desnuda que colgaba del techo, sobre la mesa que lo separaba de Oleg, hacía que el líquido emitiese pequeños destellos limpios y transparentes que surgían del torbellino que había desencadenado el ligero movimiento de la cucharilla. En el centro de la taza se hundía el té en un agujero del que a Serguei le pareció que emanaban los pensamientos que acudieron a su cabeza.

No había transcurrido todavía un año desde que efectuaron el primer lanzamiento de su cohete R-7, allí en Baikonur. Fue Oleg quien insistió en que invitasen al general Nedelin. Podían haberlo evitado porque cuando la cápsula espacial trató de reentrar en la atmósfera los cohetes de frenado fallaron y rebotó. Se fue a una órbita superior. La segunda misión, sin Nedelin, fue aún peor. El cohete explotó en el aire a los treinta segundos del despegue. Las dos perras que viajaban a bordo de la nave espacial, Chaika y Lisichka, perdieron la vida. Eso ocurrió dos meses después del primer fracaso. En agosto de 1960 tuvieron éxito y el cohete R-7 colocó a Belka y Strelka, otra pareja de perras con mejor suerte, en órbita y las trajeron vivas a la Tierra. Al recordarlo, a Serguei se le asomó una ligera sonrisa en el rostro. Oleg, que continuaba mirándolo fijamente, apercibió el gesto.

—Todo no son malas noticias, Serguei ¿no es así?

—¿Sabes de qué me estaba acordando?

—Ni idea.

—De Strelka.

—¿La perra?

—Sí, ¿recuerdas que el camarada Nikita Khrushchev, en una reunión de Naciones Unidas, en Nueva York, prometió regalarle un cachorro de Strelka a Einsenhower para que se la llevara a la Casa Blanca?

—Ja, ja…claro que me acuerdo…¿tú crees que se lo ha mandado?

—No sé.

Serguei levantó la mirada del remolino de té y se topó con los ojos inquisitivos de Oleg que continuaba observándolo desconcertado.

—Camarada Serguei —el discurso de Oleg adquirió una tonalidad solemne— si has venido a conocer mi opinión sobre este lanzamiento, te diré que estamos preparados. Desde el vuelo de Strelka hemos hecho cuatro pruebas con perros y ratones y, las dos últimas, además con Iván Ivanovich. Todas fueron bien. La nave Vostok está lista, se han corregido los problemas. El cohete funciona. No vamos a ganar nada con otro ensayo.

Iván Ivanovich era un muñeco que representaba, a escala natural, a un astronauta.

Las palabras tranquilizadoras de Oleg sirvieron para relajar el rostro de Serguei, porque sabía que no lo engañaba. Pero el motivo que lo había llevado a entrevistarse con Oleg no era el de enterarse si estaba seguro o no de que el cohete R-7 y la nave Vostok se hallaban en condiciones de garantizar el éxito del lanzamiento. Era otro, aunque aún no sabía cómo decírselo. Todo estaba organizado para que el astronauta no tuviese que hacer nada durante la misión. El vuelo se había programado de forma automática, como el de los vuelos con animales que ya habían lanzado al espacio. Solamente, en circunstancias excepcionales, al astronauta se le podía autorizar a tomar el control de algunas funciones. Y para evitar que lo hiciese sin autorización, el astronauta desconocía la clave con la que se desbloqueaba el sistema, que únicamente conocían tres personas en Tierra y, en caso necesario, se la transmitirían por radio. A los astronautas no les gustaba que la misión fuera completamente automática. Se sentían como perros o ratones y creían en su capacidad de pilotos para efectuar tareas a bordo. Durante el periodo de entrenamiento, a que se sometieron los veinte seleccionados, dos de ellos, Gagarin y Titov fueron a ver a Serguei para sugerirle que rediseñaran los procedimientos de forma que el piloto tuviera algún protagonismo. Pero a Serguei lo convencieron los técnicos: no sabían qué efecto tendría en los astronautas la ausencia de gravedad; tampoco, hasta qué punto serían capaces de soportar el estrés, o si se verían sometidos a un exceso de aceleración cuyo efecto sobre el organismo era imprevisible. Por todo eso, decidieron que era más seguro mantener el criterio de que la misión completa se efectuara con un astronauta a bordo sin que tuviese que efectuar ninguna tarea, salvo de modo excepcional y con autorización desde el centro de control. La clave secreta que permitía retomar el control desde la nave, la sabrían poco antes del lanzamiento, Oleg, el general Kaminin y él mismo. Serguei no estaba muy convencido de que aquella era una decisión correcta. La comunicación entre la nave y la Tierra no era siempre buena y podían surgir imprevistos a bordo. Tanto Gagarin como Titov conocían muy bien el funcionamiento de la Vostok y sus condiciones físicas eran excelentes. Se trataba de la vida del astronauta y no le parecía razonable que un fallo en las comunicaciones impidiera que asumiera el control manual si resultaba necesario. Aunque era una falta muy grave, Serguei estaba dispuesto a infringir el procedimiento y darle a Gagarin la clave de acceso al control manual, antes de que se efectuase el lanzamiento. El problema era que Serguei no recibiría esa información hasta el momento del lanzamiento, cuando entrara en el Centro de Control, y a partir de entonces ya no vería a Gagarin. Oleg sí, estaría cerca de él minutos antes de que cerraran la escotilla de la Vostok. Además, Oleg tenía que verificar en la nave que la clave funcionaba correctamente. Él era la persona indicada para pasarle esa información, aunque no sabía cómo decírselo.

—Oleg…—Serguei observó los pequeños ojos de Oleg, detrás de los cristales de sus gafas de montura redonda, con fuerza como si quisiera penetrar en su interior—…pienso que es una locura enviar a Yurka al espacio sin que pueda hacer nada. Absolutamente nada…¿no crees que deberíamos darle la clave antes del lanzamiento?

Oleg sintió la mirada de Serguei, como otras veces, cuando quería exponer algo sobre lo que había reflexionado mucho. Sus ojos oscuros y separados emitían un caudal de energía silenciosa. Su respuesta fue automática:

—Sabes que eso está prohibido…

—Sí, pero las reglas las hacemos nosotros, podemos cambiarlas.

—¿Tú crees que el general Kaminin estará de acuerdo?

—Por si no lo está, no pienso preguntárselo— respondió Serguei, con brusquedad.

—Por cierto, hay rumores de que Kaminin prefiere que vuele Titov— Oleg aprovechó la oportunidad para cambiar el asunto de la conversación.

—Lo intentó, en una reunión que tuvimos con el mariscal general hace unos días. No me gustó nada aquella maniobra suya. Dijo que Titov era más fuerte, que nunca se equivocaba en los ejercicios, que Gagarin a veces tenía dudas y que el propio Gagarin en ocasiones pensaba que no era la persona idónea. Todo eso dijo…pero el mariscal comentó que a Khrushchev le había gustado la foto de Gagarin que ya le había enseñado y supongo que no tenía ganas de llevarle otra foto. Insistió en que lo importante es que los dos son hijos de la Unión Soviética ¿Qué más daba, Gagarin o Titov? Al fin y al cabo no tenían que hacer nada a bordo de la Vostok.

—Si le damos la clave y comete un error…nos pueden fusilar…

—Mira, Stalin se murió y ahora no fusilan a nadie. Si Gagarin no regresa, el programa espacial se acabará y eso es todo, seguiremos con los misiles balísticos; por eso sus compañeros, los otros diecinueve pilotos que no han sido seleccionados, le desean tanta suerte.

—No todos le desean suerte. Titov está furioso, al menos ayer, que estuve con él en la Vostok repasando los procedimientos, se mostró muy agresivo. Creo que espera que ocurra algún milagro y sea él quien vuele. Anda diciendo a todo el mundo que es el mejor y no lo han elegido porque su padre es maestro en vez de un pobre campesino, como el de Gagarin.

—Sí, eso ya lo sé…pero escucha Oleg, yo no quiero que Yurka fracase, necesito que regrese a la Tierra vivo, sin un rasguño. Jamás me perdonaría el haberlo mandado a la muerte, está casado y tiene dos hijas pequeñas…le he tomado afecto a ese muchacho. Además, ya te lo he dicho, si muere, el programa espacial, por el que vengo luchando desde hace tantos años, se acabará para siempre. Por eso quiero darle la clave. Si surgen problemas y la radio falla no habrá forma de pasársela, Gagarin no podrá hacer nada para evitar el desastre.

—Está bien, le daré la clave, pero lo haré porque me lo pides tú, no estoy seguro de que sea una buena idea— Oleg pronunció aquellas palabras con tono resignado.

—Gracias, eso es todo lo que te quería decir.

Serguei no se entretuvo más y abandonó el pequeño despacho de Oleg. En Baikonur todos los habitáculos tenían unas dimensiones realmente escasas. A veces, la falta de espacio le agobiaba. Mientras caminaba por el pasillo, Serguei sintió una ligera sensación de alivio. Las personas que se cruzaban con él lo saludaban y se apartaban respetuosos para dejarle paso. Llevaban papeles en las manos y parecían muy ocupados, como siempre ocurría el día anterior al lanzamiento de un cohete. Cuando llegó a la entrada de su despacho, en la antesala lo recibió su secretaria que se puso de pie apresuradamente.

—Buenos días, camarada Director. Ha llamado el general Nikolái Kamanin y dice que quiere verlo por un asunto urgente.

—No voy a salir, estaré aquí toda la mañana, dígale que venga cuando quiera.

Serguei Korolev se acomodó en el sillón de su mesa de trabajo en la que su secretaria había ordenado una pila de documentos. Eran las últimas pruebas del cohete R-7 y la nave Vostok, y empezó a leerlos despacio, fijándose en los detalles. De vez en cuando se distraía porque le inquietaba el anuncio de que Kamanin deseaba entrevistarse con él. El comportamiento del general no había sido normal durante los últimos días, sobre todo cuando se entrevistaron con el mariscal. El 8 de septiembre le presentaron a los jóvenes Águilas que Kamanin había entrenado como astronautas y gozaban de un estado físico perfecto. Él se había leído los expedientes de todos ellos y, después de comentarlos con el general, ambos llegaron a la conclusión de que Yuri Alexeevich Gagarin era la mejor opción. German Titov sería la alternativa y quedaría como reserva. Durante su entrevista con los Águilas le pidió al muchacho que le hablase de su vida, de su persona. Para sus compañeros aquel gesto fue interpretado como una elección. En efecto así era. Y sin embargo, después de acordar con Kamanin el astronauta que efectuaría el primer vuelo, el general, sin ninguna advertencia previa, había mostrado dudas de la elección ante el mariscal, como si el asunto no fuera con él. Quizá eso es lo que pretendía, desmarcarse de la decisión por si las cosas iban mal. En ese caso, contaría con una buena excusa que lo eximiría de las represalias.

El general Nikolái Petrovich Kamanin se presentó ante Serguei uniformado. Con la cabeza erguida sobre un cuello decorado con una corbata bien anudada, el rostro cuadrado, la frente amplia y generosa, el pelo escaso, algo desordenado, y el aspecto severo, el aviador imponía respeto. A Serguei no le intimidaban las estrellas ni las condecoraciones. Nada más entrar en el despacho de Korolev, Kamanin no tomó asiento. Se mantuvo de pie, en medio de la habitación, y comenzó su discurso sin ningún preámbulo:

—A German Titov no le parece que nuestra decisión ha sido justa y está muy disgustado. Ya sabes que el procedimiento les obliga a permanecer juntos hasta que se produzca el lanzamiento, para disponer de una alternativa de forma inmediata. Aunque Gagarin trata de normalizar las relaciones con su compañero, la actitud de Titov es muy negativa. Me temo que llegue a desestabilizar emocionalmente a Gagarin, más débil que Titov.

—Y…¿qué quieres que haga Nikolái? Yo me encargo de que revisen el cohete, la nave espacial y que los técnicos repasen los procedimientos del vuelo para que no falle nada, para que todo funcione a la perfección ¿no puedes ocuparte tú de que los Águilas no compliquen la misión?

El general Kamanin lanzó a Serguei una mirada que habría fulminado a cualquiera de sus subordinados, pero que Korolev soportó sin inmutarse sentado en su butacón; después, sin decir ninguna palabra más, el militar respiró hondo y abandonó el despacho.

Cuando el general se fue, Serguei volvió a concentrar su atención en los informes de las pruebas que se amontonaban en su mesa. Hizo algunas llamadas telefónicas y después de comer se refugió en su pequeño barracón de madera para descansar un rato.

Por la tarde, acudió a la rampa de lanzamiento para subir en el ascensor hasta la Vostok, situada en la parte superior del gigantesco cohete R-7 que medía más de 38 metros de altura. Conforme ascendía observó con detalle la arquitectura del cohete. Estaba formado por un estrecho y largo cuerpo cilíndrico con dos secciones, cuatro cohetes aceleradores adosados al cilindro en la parte inferior y la nave espacial, esférica, a la que se había acoplado un módulo con el cohete de frenado, se encontraba arriba del todo. En el interior de la esfera se alojaba el astronauta. Durante el ascenso, la esfera y el módulo de frenado estaban protegidos por una cubierta de dos piezas, cónica, que se desprendía poco antes de iniciarse el vuelo orbital. Serguei había decidido que las naves espaciales fueran esféricas para dotarlas de estabilidad dinámica durante la reentrada a la atmósfera. El cohete con el combustible y la nave espacial,  con la que pretendían llevar al primer hombre al espacio, pesaba 287 toneladas. De ese peso, que el R-7 tenía que levantar del suelo en Baikonur, tan solo poco más de dos toneladas pertenecían a la nave Vostok con el astronauta a bordo. Cada kilo que sus ingenieros colocaban en la nave necesitaba de otros cien kilogramos de oxígeno líquido y queroseno para llegar al espacio.

En la nave espacial, Serguei se encontró con Oleg y Yurka Gagarin. El muchacho le sonrió al verlo. Tenía los ojos azules, la sonrisa fácil, buen humor y hablaba con calma. Era bajito y pesaba menos de 65 kilogramos, como todos los pilotos elegidos para que volaran como astronautas. Vestía el traje espacial, de color anaranjado con el casco blanco. A Serguei lo convencieron de que era conveniente que los astronautas vistieran un traje espacial durante el vuelo, aunque una despresurización era un fallo poco probable.

—¿Cómo te sientes ahí dentro?— Le preguntó Serguei.

—Muy bien, camarada Director.

—A estas alturas ya te habrán explicado suficientes veces cómo es la misión, pero aún estás a tiempo de hacer preguntas ¿tienes alguna para mí?

—No, ninguna.

—A ver, yo te haré algunas ¿Qué ocurre si no funcionan los cohetes para frenar la nave y regresar a la Tierra?

—La excursión se alargará un poco. Llevo provisiones a bordo para pasar unos diez días, el tiempo que tardará la Vostok en dejar de orbitar, de forma natural, y reentrar en la atmósfera.

—Bien, pero en ese supuesto ¿dónde aterrizarás?

—No lo sabemos, en algún lugar del mundo entre los paralelos 65 grados Norte y 65 grados Sur, pero también llevo una dotación para sobrevivir hasta que me rescaten.

Serguei le hizo más preguntas y siguió con Yurka, paso a paso, todo lo que estaba previsto que ocurriera durante el vuelo, el significado que tendrían algunos ruidos y lo que se esperaba que hiciese en situaciones de emergencia. Oleg les ayudó a seguir con un poco de orden aquel repaso. No habría transcurrido una hora cuando Serguei empezó a encontrarse mal. Se sintió mareado, los ojos se le nublaban; comprendió que no podía seguir el ejercicio. Oleg se dio cuenta de que algo le ocurría y llamó a su conductor para que subiera a la Vostok y se lo llevara al barracón.

El médico auscultó a Serguei y le recomendó que descansara. Le dio unas pastillas que lo reconfortaron; Korolev se quedó adormilado sobre su camastro.

 

 

Baikonur, 12 de septiembre de 1961.

 

A las dos de la madrugada Serguei se despertó. Se encontraba completamente lúcido, descansado. Pidió un té, se lo tomó y después solicitó que le enviaran un coche para que lo llevase a la plataforma de lanzamiento. Mientras lo esperaba se abrigó bien, con su sombrero negro de alas, una bufanda y un tabardo oscuro.

En la plataforma de lanzamiento había un grupo de técnicos que trabajaba en la comprobación de sistemas y componentes, previa al lanzamiento. Serguei le preguntó al jefe del equipo si todo estaba bien.

—Sí, de momento. Vamos despacio camarada, porque hay poca luz— le contestó el ingeniero.

—Que enciendan todos los focos— replicó Serguei en tono autoritario.

—Tenemos órdenes de los camaradas militares de mantenerlos apagados para que el enemigo no detecte nuestras actividades.

—¿Qué enemigo?— el enemigo es una conexión defectuosa amparada en la oscuridad, o una pequeña grieta —ese es el enemigo. Camarada, enciende las luces para que tus compañeros vean lo que hacen si no quieres que te despida ahora mismo.

Al poco rato, todas las luces de la plataforma se encendieron. Serguei vio cómo se acercaba a toda prisa un coche con un oficial del Ejército. El capitán se presentó y lo saludó marcialmente:

—Camarada Director, tengo órdenes del general de que las luces del campo estén apagadas durante la noche.

—Dígale a su general que retire las órdenes si no quiere que lo mande a fregar suelos. No sería el primero.

El capitán volvió a saludarlo y se fue.

Serguei regresó a su pequeño barracón para tratar de conciliar el sueño, pero aquella noche no pudo dormir. Salió a la plataforma varias veces para comprobar que la carga de los depósitos del R-7, de oxígeno líquido y de queroseno, se realizaba con normalidad y que las luces seguían encendidas; se pasó por el centro de control por si tenían alguna novedad y revisó los últimos partes meteorológicos; a las cinco de la madrugada llamó por teléfono a su esposa, Nina, y habló con ella durante unos minutos.

Después de desayunar, Serguei fue a la plataforma para despedirse de Yurka. Le dio un abrazo. Quizá ya no lo volvería a ver nunca más. Oleg le guiñó un ojo, un gesto de complicidad que le agradeció. La idea de que Yurka supiera cómo asumir el control de la nave lo tranquilizaba. Aquel muchacho era un hombre  sensato que tomaría las decisiones adecuadas en el momento preciso. A Serguei le preocupaba lo que pudiera ocurrirle cuando le faltase la gravedad porque en esas condiciones permanecería durante más de una hora, el tiempo que tardaría en dar una vuelta a la Tierra. Nadie lo había experimentado antes durante tanto tiempo. Los animales lo habían soportado, pero no podían explicar cómo les había funcionado el cerebro en ausencia de gravedad. Y tampoco se le escapaba que de los últimos 17 lanzamientos de los cohetes R-7, 8 habían fracasado. No era un porcentaje de éxitos demasiado elevado, aunque parecía que los problemas estaban resueltos porque los últimos habían salido bien.

Antes de que faltara una hora para el lanzamiento, Serguei ya estaba en el centro de control. Empezó a seguir la cuenta atrás moviéndose de un puesto a otro, mirando de reojo los controles e indicadores. Oleg entró en la sala y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Luego se le acercó y le susurró al oído:

—¿Sabes lo que me ha dicho cuando le di la clave? Pues que ya la sabía porque el general Kamanin se la había desvelado.

—Joder… ¡Qué fe tenemos en nuestras propias normas!

La cuenta atrás ya estaba muy avanzada cuando saltó un indicador de fallo: la escotilla no se había cerrado bien. Serguei tomó la radio y le comunicó a Gagarin que la abrirían otra vez para comprobar la estanqueidad.

En el canal de comunicación con la nave Vostok sonaban canciones melódicas que había pedido el astronauta porque empezaba a aburrirse. Estaba tranquilo, su corazón latía a 68 pulsaciones por minuto.

A las 09:06 horas el cohete despegó, con tres minutos de retraso sobre lo previsto.

Serguei, Kamanin y Oleg seguían con ansiedad el ascenso, junto a la radio. Yurka decía que todo iba bien, pero hubo un momento en que dejó de hablar, su corazón se aceleró hasta las 158 pulsaciones por minuto. A pesar de las insistentes llamadas desde la Tierra, Gagarin seguía sin contestar. Oleg se enfrentó a Serguei y Kamanin y les espetó:

—Quizá ha tomado el control manual.

—Vete, cabrón, no quiero verte por aquí— le contestó Serguei.

Al cabo de unos segundos volvió a escucharse la voz de Gagarin:

—Estoy bien, estoy bien…

En el centro de control estalló un aplauso, los técnicos se abrazaban y daban vítores. Serguei tuvo que imponer orden en el recinto:

—Vamos, todos a sus puestos. Esto no se ha terminado.

Serguei se puso en contacto con Khrushchev para decirle que Gagarin orbitaba la Tierra. El presidente de la URSS, entusiasmado, decidió que lo ascendieran de teniente a comandante porque a capitán le parecía poco.

Mientras Yurka disfrutaba de un paisaje que jamás había contemplado ningún ser humano y hacia comentarios sobre su hermosura, y la agencia TASS distribuía una nota a todas las radios del país para anunciar que un ciudadano soviético surcaba el espacio exterior, a Serguei le pasaron una nota en la que decía que la órbita de vuelo no se ajustaba lo previsto. Alguien había hecho unos cálculos y con el apogeo a 70 kilómetros más lejos de lo que en principio se había estimado, si los cohetes de frenado no funcionaban, la nave no reentraría en la atmósfera en diez días, sino dentro de un par de meses.

Los 108 minutos que tardó la Vostok en circunvalar la Tierra, se le hicieron muy largos a Serguei. Si los cohetes de frenado fallaban, ni siquiera sabía cómo explicarle a nadie las consecuencias que aquello tendría.

Los cohetes no fallaron, pero el vuelo aún les aguardaba una sorpresa. Los cohetes de frenado se alojaban en un módulo, unido a la cápsula esférica Vostok, que después de la deceleración debía separarse de ella. No ocurrió así: Cuando la Vostok inició la reentrada a la atmósfera terrestre, el módulo continuaba unido a la nave espacial. Los dos empezaron a girar a gran velocidad y Gagarin lo comunicó, alarmado, al centro de control. Fueron unos momentos difíciles. El astronauta se vio sometido a una fuerte aceleración, del orden de 10 g, y en el centro de control no sabían exactamente qué era lo que sucedía a bordo de la Vostok.

Serguei pensó que quizá en aquel momento Yuri decidiría retomar el control manual, si estimaba que la situación lo requería. Para culminar la misión, era necesario hacer saltar la escotilla principal a unos 7000 metros de altura y después activar la eyección del astronauta para que descendiese en paracaídas, separado de la Vostok que caería a tierra con otro paracaídas. Sin embargo, con una aceleración de 10 g, Yuri podía quedar inconsciente. Durante unos segundos se arrepintió de haberle dado la clave. Aunque no se lo pareciese al astronauta, Serguei creía que la situación no era de emergencia.

El módulo de los retrocohetes estaba enganchado a la Vostok mediante unos cables cuyos conectores no se abrieron cuando se produjo la detonación que tenía que separarlo de la nave. El calentamiento del conjunto, generado por el roce con el aire de la atmósfera, terminó por quemar los cables que mantenían enganchados el módulo con la Vostok y se separaron.

Gagarin llegó a tierra, tranquilo y de buen humor. Se encontró con campesinos a los que, asustados, trató de explicarles que era un ciudadano soviético, como ellos. Un helicóptero militar lo encontró y lo trasladó a Engels.

En el centro de control, Serguei y su equipo de técnicos brindaron por el éxito de la misión. Korolev sabía que a partir de aquel instante, Gagarin había pasado a convertirse en una de las figuras de la historia que alcanzarían la inmortalidad. Titov tenía razón, aunque él tripulara el siguiente vuelo y diese muchas más vueltas a la Tierra, su nombre jamás alcanzaría la fama de Yurka. Al igual que él, Serguei Korolev, el Director o Jefe de Diseño, que no le dejaban aparecer en público, ni viajar al extranjero, para que nadie lo conociese; ni siquiera que luciera sus medallas en los actos oficiales, para que no lo identificaran. Acudiría a Moscú a los fastos que Khrushchev tenía previstos para celebrar la proeza soviética que simbolizaba Gagarin. El presidente lo mantendría en un segundo plano, pero él podía mandar a barrer a un general. Lo importante es que Yurka estaba vivo y la aventura acababa de empezar.

Volver a la Luna

 

La máquina capaz de transportar un ser humano a la Luna la concibió un ruso, pero su desarrollo práctico la inició Hitler en Alemania. Después de la II Guerra Mundial fue la competencia por la supremacía, impulsada por el afán de poder de la clase política, la que estableció una auténtica carrera por llegar a la Luna. Después de alcanzarla, los poderosos se olvidaron de la Luna. Hoy, al cabo de cincuenta años, muchos se preguntan si los hombres volverán y qué tiene que ocurrir para que eso suceda. Quizá, si repasamos la apasionante historia que nos llevó a nuestro satélite encontraremos la respuesta.

Fue un ruso, Konstantin Tsiolkovski, quien en el año 1903 demostró que con un cohete era factible alcanzar la velocidad de escape (40 320 kilómetros por hora), necesaria para vencer la atracción del campo gravitatorio terrestre y viajar al espacio exterior. En 1903 Tsiolkovsky cumplió 46 años, trabajaba como profesor en una escuela de la ciudad de Kaluga y aún no se había recuperado del profundo dolor que le produjo la muerte de su hijo Ignaty, que se había suicidado el año anterior. La vida del ruso estuvo marcada por la tragedia —desde que de niño se quedó sordo— y por una profunda espiritualidad. De joven, en Moscú, conoció a Nikolai Fyodorov, padre del cosmismo ruso, cuya doctrina se convertiría en el eje espiritual de su existencia. Tsiolkovsky creía que el hombre alcanzaría la inmortalidad mediante el dominio de la naturaleza, algo que ocurriría cuando entendiese todas las leyes que la gobiernan. Para el científico ruso el Sistema Solar era la patria de la humanidad, la Tierra su cuna. Los viajes interplanetarios acercarían a los hombres a la eternidad. En 1903, y gracias a su extraordinaria tenacidad e inteligencia, Tsiolkovsky ya había alcanzado cierta reputación en los círculos académicos de San Petersburgo y era un reconocido estudioso. Ese año publicó un escrito, Investigación del espacio exterior con vehículos a reacción, que apenas se divulgó. En esta obra demostró que el único modo de alcanzar con una nave velocidades interplanetarias era mediante el uso de cohetes. Expresó la fórmula de la dinámica de un cohete y llegó a la conclusión de que la combustión de hidrógeno líquido con oxígeno líquido, liberaba suficiente energía para que los gases a la salida de la tobera impulsaran una nave espacial a la velocidad de escape. A principios del siglo XX, la tecnología no permitía la construcción de semejante artilugio y menos en una pequeña ciudad de un país tan atrasado como Rusia.

La puesta en práctica de las ideas básicas de Tsiolkovsky tuvo que esperar cerca de cuarenta años. Aunque hubo inventores aislados como Robert Goddard en Estados Unidos o Johannes Winkler en Alemania y grupos de entusiastas de los cohetes en la década de 1930, tanto en Alemania como en Estados Unidos y Rusia, el primer desarrollo de un cohete de gran envergadura, que surcó el espacio exterior, se produjo bajo los auspicios del Tercer Reich alemán. Wernher von Braun empezó a trabajar el 1 de diciembre de 1932, cuando tenía 20 años, para el Ejército alemán, auxiliado por un mecánico, y llegó a dirigir un equipo técnico de miles de expertos en el que colaboraron la industria y la universidad de forma coordinada, durante los diez años siguientes, para producir el primer cohete (A-4) que voló con éxito, en octubre de 1942. Von Braun era un entusiasta de los viajes espaciales, pero su patrón, el Ejército, pensaba que los cohetes tenían otra aplicación más útil. El general Becker, artillero, fue el alma del programa de los misiles alemanes en sus comienzos y su objetivo era disponer de un arma que mejorase las prestaciones del Cañón de París. Esta reliquia artillera, de la I Guerra Mundial, era capaz de disparar sus obuses, de poco más de 10 kilogramos, a unos 130 kilómetros de distancia. Para Becker, el cohete que deseaba construir, no era más que un cañón que pudiese enviar cargas explosivas de una tonelada a 275 kilómetros de distancia: un digno sucesor del Cañón de París. Wernher von Braun, mostró desde el momento en que asumió la dirección técnica del programa de misiles alemanes, una capacidad extraordinaria para liderar la implantación de complejos proyectos de avanzada tecnología. Después del primer vuelo del cohete A-4, cuando el general Becker ya había muerto, en plena II Guerra Mundial, Hitler quiso hacer del misil un arma temible y decidió fabricarla masivamente para atacar por sorpresa el Reino Unido. El cañón se convirtió en los desgraciadamente famosos misiles de la venganza, V-2.

En 1945, cuando finalizó la II Guerra Mundial la tecnología más avanzada, en lo relacionado con los cohetes, se encontraba en Alemania y norteamericanos, británicos y soviéticos, se pelearon para apoderarse del material y los técnicos que la habían desarrollado. Wernher von Braun y un grupo muy numeroso de colaboradores del joven ingeniero se trasladaron a Estados Unidos. Helmut Gröttrup, otro experto alemán en misiles, y varios colegas suyos, se mostraron dispuestos a trabajar con los soviéticos en el territorio de Alemania controlado por la URSS. Un grupo más reducido de expertos alemanes en cohetes se trasladó al Reino Unido. Los que se unieron a los soviéticos, en octubre de 1946 fueron literalmente secuestrados y conducidos con sus familias a la isla Gorodomlya en el lago Seliger, a 300 kilómetros de Moscú, donde continuarían al servicio de la URSS durante algunos años.

La mayoría de los técnicos alemanes que habían desarrollado el misil V-2 eran jóvenes entusiastas convencidos de que algún día los cohetes servirían para construir naves que permitirían al hombre viajar a través del Sistema Solar. Cuando abandonaron su país creían que se dirigían a una nación en la que podrían ver convertidos sus sueños en realidad. No eran esas las intenciones de los gobiernos. El Ejército de Estados Unidos tenía muchas dudas acerca de la necesidad de invertir grandes sumas de dinero en el desarrollo de cohetes tan costosos. La exploración espacial era un asunto que no le interesaba y desde el punto de vista militar, los misiles de gran alcance eran una alternativa más cara que sus aviones de bombardeo, capaces de transportar explosivos nucleares a cualquier parte del mundo. En la URSS la cúpula militar veía las cosas de un modo diferente, aunque coincidía con los americanos en que la exploración espacial no tenía interés. En Moscú, el Ejército se planteaba cómo haría llegar, en caso necesario, a las principales ciudades de la América del Norte los explosivos nucleares que el país desarrollaba a toda prisa y Estados Unidos ya tenía. Un misil balístico intercontinental, capaz de acarrear una carga de pago —que en un principio estimaron que pesaría cinco toneladas— era el vehículo ideal para despachar sus futuras bombas atómicas. Y para eso querían los cohetes.

En la URSS, un ingeniero que acababa de salir del Gulag, condenado a ocho años de prisión por sabotaje en una de las caprichosas purgas de Stalin, Serguei Korolev, asumió el liderazgo del desarrollo de los misiles intercontinentales balísticos. Korolev, gran admirador de Tsiolkovsky, había dirigido el grupo de entusiastas rusos de la exploración interplanetaria, que en1933 lanzó el primer cohete soviético de combustible líquido, en Nakhabino. Aquel motor cohete desarrollaba un empuje de unos 30 kilogramos fuerza, un juguete en comparación con las 25 toneladas de empuje de los V-2 alemanes. Al igual que von Braun, Korolev, un entusiasta de los viajes espaciales y excelente ingeniero, poseía unas dotes especiales para dirigir proyectos complejos. Era más autoritario que el estadounidense y sus subordinados lo temían, aunque les inspiraba un gran respeto. El papel de Korolev, como director técnico del equipo de desarrollo de cohetes soviéticos, durante veinte años, fue similar al de von Braun durante el tiempo que trabajó para el Tercer Reich en Alemania. Después de analizar con detalle la tecnología alemana, auxiliado por los expatriados de la isla de Gorodomyla, Korolev inició el desarrollo de un cohete genuinamente soviético.

De 1945 a 1957 en Estados Unidos y en la URSS los grandes cohetes se desarrollaron como armas capaces de lanzar bombas atómicas a gran distancia y recibirían el nombre de cohetes balísticos intercontinentales (ICBM). Los técnicos alemanes recluidos en Gorodmyla empezaron a ser liberados a partir de 1951 y en 1953 Helmut Gröttrup y su familia fueron de los últimos en regresar a su país. La mayoría de los que habían emigrado a Estados Unidos, incluido von Braun, adoptarían aquel país como su nueva patria. Sus esperanzas de trabajar en proyectos espaciales no se cumplirían, aunque Wernher trató de ilusionar a la sociedad civil estadounidense con la exploración interplanetaria mediante artículos en la prensa, intervenciones en la televisión y conferencias que tuvieron una gran divulgación. En el año 1957 se produjo un hecho muy significativo que acercaría el hombre a la Luna. En julio de 1955, el presidente Eisenhower había anunciado que, en 1957, con motivo de la celebración de la Convención Internacional de Geofísica, Estados Unidos lanzaría un satélite artificial. La noticia sorprendió a los soviéticos, que decidieron poner en órbita un satélite antes que lo hicieran los norteamericanos. La situación del desarrollo de cohetes en Estados Unidos no tenía nada que ver con la de la URSS. En Estados Unidos la Marina, el Ejército y la Fuerza Aérea, cada uno de ellos, disponía de su propio equipo de desarrollo de cohetes, mientras que todos los proyectos soviéticos estaban centralizados, bajo la dirección de Korolev que disponía de un generoso presupuesto. A través de un concurso, el encargo del lanzamiento del satélite artificial se le asignó a la Marina; Von Braun y sus colaboradores alemanes trabajaban para el Ejército y se sintieron frustrados con la decisión del Gobierno estadounidense. Los soviéticos habían desarrollado un cohete, R-7, para transportar una bomba atómica, cuyo peso era de unas cinco toneladas. En Estados Unidos los misiles balísticos intercontinentales, Atlas, que desarrolló la Fuerza Aérea, se hicieron para acarrear una cabeza nuclear más ligera, de menos de dos toneladas. El grado de integración y avance de los componentes electrónicos, así como la tecnología de materiales, nuclear y de sistemas de navegación estadounidense, era muy superior a la soviética, por lo que sus cohetes balísticos al ser más ligeros requerían motores con menos empuje. Una ventaja norteamericana que se transformó en debilidad. Los soviéticos sorprendieron al mundo entero con su capacidad para enviar al espacio artefactos muy pesados. Korolev no sólo se anticipó en la puesta en órbita de un satélite artificial —con el lanzamiento del Sputnik 1, el 3 de octubre de 1957 que pesaba 508 kilogramos— sino que antes de un mes ya había enviado al espacio el Sputnik 2 con una perra, Laika, a bordo. Estados Unidos respondió al desafío soviético, cuatro meses más tarde, con el lanzamiento de un modesto satélite, el Explorer 1 cuyo peso no llegó a los 14 kilogramos. Tras el fracaso del cohete de la Marina, el Gobierno estadounidense tuvo que recurrir al cohete del Ejército, de von Braun y su equipo, que fue el que puso en órbita al Explorer 1.

De 1958 a 1961 los soviéticos llevaron la iniciativa en la conquista del espacio, siendo los primeros en casi todos los grandes hitos que se produjeron. Para los políticos soviéticos, con su presidente Khrushchev a la cabeza, los éxitos espaciales de la URSS mostraban la supremacía de la sociedad comunista frente al capitalismo. La ofrenda de tales pruebas al resto del mundo y a su propio país fue el único móvil que indujo a Khrushchev a pedirle a Korolev que lo obsequiase con proezas espaciales, aunque siempre con la condición de que no debían comprometer sus objetivos militares. La ventaja soviética culminó el 12 de abril de 1961 con la puesta en órbita y retorno a la Tierra del primer ser humano, el astronauta Yuri Gagarin.

Apenas había transcurrido un mes del vuelo de Gagarin, cuando el presidente de Estados Unidos, Kennedy, el 25 de mayo de 1961 anunció que, antes de que finalizara la década, Estados Unidos enviaría un hombre a la Luna. La decisión de volar a la Luna era otro mensaje para la URSS, el resto del mundo y su propio país, que pretendía reafirmar la superioridad de la democracia, cuya genuina representación se arrogaba Estados Unidos, frente al comunismo.

Hasta entonces la mayoría de los expertos y políticos opinaba que la exploración espacial debía hacerse exclusivamente con robots, ya que un hombre a bordo de una nave espacial introducía un sinfín de problemas a resolver que incrementaba el coste, sin aportar ninguna ventaja. Por el contrario, para invertir dinero en proyectos espaciales era necesario el apoyo de los votantes, y sin personas que las protagonizaran, las exploraciones perdían mucho interés. Tan solo la inclusión del elemento humano y la aventura del viaje a un lugar icónico, la Luna, podrían suscitar el interés popular necesario para mantener un costoso y complicado proyecto que devolviese la confianza del sistema democrático a los contribuyentes.

La NASA asumió la dirección del proyecto de enviar un hombre a la Luna y von Braun trabajaría con su equipo en el desarrollo del motor cohete, el Saturn V. Su papel en aquella aventura fue muy importante, pero no tanto como el que desempeñó Serguei Korolev al frente del desarrollo del programa espacial soviético que compitió con el estadounidense. Serguei solicitó a Khrushchev autorización para enviar un hombre a la Luna, pero no la obtuvo. La política espacial de Khrushchev era oportunista y buscaba réditos a corto plazo. En 1965, con Brezhnev en el poder, los gerifaltes soviéticos suplicaron a Korolev: «no des la Luna a los americanos». La decisión llegaba al despacho del Jefe de Diseño con demasiado retraso, pero el ingeniero se puso a trabajar sin descanso en el proyecto. Su último gran éxito tuvo lugar en marzo de 1965 cuando, por primera vez, un astronauta (Alexey Leonov) salió de la nave para darse un paseo por el espacio. A principios de 1966, Serguei Korolev falleció en Moscú a causa de un tumor intestinal y el programa lunar soviético se desvaneció por falta de liderazgo y recursos.

El programa Apollo de la NASA consiguió que, de 1969 a 1972, 12 astronautas pisaran la superficie de la Luna. Wernher von Braun y sus viejos compañeros expatriados verían así cumplidos sus grandes sueños de juventud.

Desde entonces ningún ser humano ha vuelto al satélite de la Tierra ni ha viajado a ningún planeta. No se han dado las condiciones para poner en marcha un proyecto de estas características y ni siquiera hoy se dispone de un cohete con la potencia del Saturn V. La NASA cuenta con planes para construir un gran cohete (Space Launch System, SLS), con más empuje que el Saturn V, que quizá vuele por primera vez en 2020, más o menos por las mismas fechas en que Space X, la empresa del multimillonario Elon Musk, pondrá en servicio otro gran cohete, el Big Falcon Rocket (BFR).

Pero, sin un móvil como el de la década de los años 1960, la pugna por la hegemonía mundial ¿qué puede motivar que un hombre vuelva a la Luna? Algunos creen que será el turismo, el deseo de aventura de muchos individuos particulares. Es cierto que ya hay empresas que cuentan con listas de espera de pasajeros que quieren viajar a la Luna. Es difícil pensar que exista ningún otro móvil con mayor fuerza que la curiosidad de las personas. En el año 2017, los turistas de los cinco principales países del mundo (China, Estados Unidos, Alemania, Reino Unido y Francia) gastaron 581 000 millones de dólares para desplazarse a lugares apartados de su residencia habitual ¿y por qué algunos de ellos no querrán visitar la Luna?

 

El viaje al Sol de la sonda Parker

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La sonda Parker ya ha iniciado su largo viaje al sol.

El 12 de agosto de 2018, un día después de lo previsto, la sonda Parker ha despegado de Cabo Cañaveral. Impulsada por un cohete de United Launch Alliance, el Delta IV Heavy, la sonda Parker se dirige hacia el sol. La misión de esta nave espacial es investigar el espacio cercano que envuelve a nuestra estrella. Hasta ahora no se había podido abordar una misión de estas características.

Tan solo cuando la Luna se interpone entre la Tierra y el Sol, ocultándolo, es decir, durante los eclipses totales de sol, puede observarse que a la estrella le rodea un extenso halo luminoso: la corona solar. En 1869 hubo un eclipse total de sol y los científicos observaron, por primera vez, una radiación verde procedente del astro que los desconcertó. El descubrimiento dio origen a la creencia de que en la corona solar había un elemento químico hasta entonces desconocido: el coronio. Tuvieron que pasar 70 años para que dos científicos, Grotrian y Edlen, descubriesen que el coronio no era sino hierro recalentado a un millón de grados Celsius, en un estado en el que perdía la mitad de sus electrones. Sin embargo, el descubrimiento planteó otro problema a los estudiosos. La superficie del sol, o la parte más externa del cuerpo de la masa solar, se encuentra a unos 5000 grados de temperatura, mientras que en la corona externa, alejada de la superficie, se alcanza el millón de grados. Es algo muy difícil de explicar.

A principios de los años 1950, un astrofísico estadounidense de la Universidad de Chicago, Eugene Parker, empezó a estudiar la atmósfera solar y llegó a la conclusión de que la corona se comporta de un modo bastante estático en las proximidades del sol, pero en las capas exteriores muestra una gran turbulencia y emite partículas que forman lo que se conoce como el viento solar. El sol no se limita a radiar energía electromagnética sino que también desprende un flujo irregular de materia capaz de ejercer una fuerza observable sobre la cola de los cometas; pierde alrededor de un millón de toneladas de masa cada segundo para formar lo que se conoce como heliosfera. Estos vientos solares, que en algunas ocasiones alcanzan el nivel de auténticas galernas, se desplazan a gran velocidad (250/750 kilómetros por segundo) y, en la Tierra, afectan las comunicaciones e incluso hasta las redes eléctricas. Parker llegó a la conclusión de que el viento solar justifica la altísima temperatura de la corona. En 1958 publicó un artículo con sus conclusiones y explicó que este flujo, de plasma y partículas de alta energía, afecta a todos los planetas y es el causante de que el campo magnético solar adopte una forma espiral. En enero de 1959, por primera vez, se pudo observar y medir la existencia y fuerza del viento solar con el satélite soviético Luna 1. En 1962 la sonda espacial Mariner 2 viajó más allá del campo magnético terrestre y también pudo verificar la existencia del viento solar. Las naves espaciales confirmaron muchas de las hipótesis de Parker.

Sin embargo, el comportamiento del campo magnético solar es caótico. Surge del núcleo del astro y emerge por uno de sus polos para entrar por el otro, pero cada 11 años la polaridad cambia en momentos en los que el sol desarrolla una gran actividad en forma de explosiones y llamaradas cuya intensidad magnética se refuerza en las fulgurantes emisiones de partículas. Se supone que la extraordinaria aceleración de las partículas de la corona, que origina el viento solar, se debe a interacciones entre las mismas y las perturbaciones del campo magnético.

En cualquier caso, la composición y el comportamiento de la corona solar continúan planteando múltiples incógnitas a los científicos; por eso la NASA decidió lanzar una sonda para que se acerque tanto como sea posible al sol y nos envíe información que permita despejar algunas de esas incógnitas. La nave espacial la bautizó con el nombre de Parker Solar Probe, en reconocimiento a las investigaciones del científico estadounidense que cumplió 91 años el pasado 10 de junio de 2018.

El principal objetivo de la misión de la sonda Parker es investigar cómo se produce la aceleración de las partículas que forman el viento solar en la corona de la estrella.

En su movimiento de aproximación al sol, la sonda pasará cerca de Venus para que el campo gravitatorio de este planeta reduzca su velocidad. En noviembre se habrá acercado al sol: estará a unos 25 millones de kilómetros de la estrella (la Tierra se encuentra a 150 millones). A mediados de febrero se habrá alejado del sol una distancia similar a la del radio medio de la órbita terrestre y desde allí iniciará otra aproximación a la estrella. En total efectuará veinticuatro órbitas muy elípticas, en siete años, y en siete de ellas se cruzará con Venus, para realizar maniobras asistidas por el campo gravitatorio del planeta, que disminuirán su velocidad con el objetivo de que el perihelio de sus órbitas se acerque cada vez más al sol, hasta pasar a una distancia del astro de unos 6 millones de kilómetros; entonces, en las proximidades del sol, su velocidad superará los 700 000 kilómetros por hora, por lo que será el vehículo más rápido que jamás haya construido el hombre.

Para resistir las temperaturas de 1300 grados Celsius que se encontrará en su viaje, la sonda va protegida por un escudo de material compuesto, de carbono, de 11,4 centímetros de espesor. Fuera del escudo llevará una copa de Faraday de niobio (un elemento cuyo punto de fusión es de 2477 grados), para recoger partículas y estudiar sus propiedades. El escudo térmico es capaz de soportar en la cara exterior una temperatura de más de 1000 grados, mientras que la interior se mantendrá a unos 30 grados. La sonda cuenta con cámaras y un laboratorio para estudiar la composición de las eyecciones de masa coronal.

Lo cierto es que desconocemos con suficiente detalle la física que controla las erupciones solares. El campo magnético terrestre nos protege de los terribles efectos que sobre la vida de nuestro planeta podrían tener algunas eyecciones de masa coronal. Sin embargo, en el futuro, la mayoría de ellas tan solo van a producir en la Tierra algunas molestias que incluso, si somos capaces de detectarlas con suficiente antelación, apenas tendrían consecuencias. Hace miles de millones de años, cuando se formó la Tierra, el Sol apenas calentaba lo suficiente para que en nuestro planeta se desarrollara la vida. Algunos científicos creen que fueron las tormentas solares las responsables de aportar la energía que precisaba el proceso evolutivo terrestre. Y hay otros que piensan que también se apuntarán el mérito de su destrucción.

Hermann Oberth, un invitado de honor en Cabo Cañaveral (1969)

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Saturn V, viaje a la Luna (1969)

El 16 de julio de 1969, uno de los invitados de honor, en Cabo Cañaveral, para presenciar el lanzamiento del Apolo 11 se llamaba Hermann Oberth. Ese día el gigantesco cohete Saturno V despegó con los primeros astronautas que pusieron sus pies en la Luna, ante la incrédula y entusiasta mirada de uno de los científicos que más había contribuido al desarrollo de la aventura espacial. Oberth había nacido en la ciudad de Hermannstadt, Rumania, el 25 de junio de 1894. En junio de 1923, su libro, El cohete en el espacio interplanetario, causó un gran impacto en la comunidad científica y los medios; fue el detonante que impulsó la aparición de numerosas publicaciones técnicas y artículos periodísticos sobre los viajes espaciales durante el resto de la década de los años 1920. Para Hermann Oberth, contemplar a los 75 años cómo los sueños de su juventud se convertían en algo real fue una experiencia entrañable. Pero quizá lo más extraordinario de aquel acontecimiento sería que el Apolo 11 convirtió en realidad una profecía del abuelo materno del científico: Friedrich Krasser, doctor, social demócrata y escritor, que en 1869 anunció que el hombre tardaría cien años en pasearse por la Luna y que sus nietos lo verían. Las palabras del ancestro no las olvidó la familia y su frase la repetiría una y otra vez sin saber que Hermann Oberth había nacido para ser ese nieto destinado a que se cumpliera el auspicio del abuelo Friedrich.

Oberth recibió sus primeras enseñanzas en Schässburg, Rumanía, una ciudad adonde se trasladó la familia a vivir y en la que su padre, Julius Oberth, doctor en medicina, empezó a trabajar como cirujano. Hermann fue un discípulo aventajado que a partir de los diez años, cuando ingresó en las clases del bachillerato (Gymnasium), únicamente pensaba en los viajes espaciales.
El muchacho leyó la novela de Julio Verne, De la Tierra a la Luna, en la que su autor describió un viaje al satélite terrestre de tres personajes, en una cápsula de aluminio impulsada por un cañón cuya ánima, horadada bajo tierra, tenía una longitud de 274 metros. La velocidad de boca del proyectil o cápsula espacial, según el novelista, debía alcanzar unas 12000 yardas por segundo (11 Km/s) para llegar a la Luna. Oberth hizo un gran número de cálculos para determinar si con aquella velocidad la nave arribaría a su objetivo y llegó a la conclusión de que sí lo haría. Sin embargo, también dedujo que la aceleración en el alma del cañón resultaría insoportable para los astronautas, ya que alcanzaría decenas de miles de veces la de la gravedad. Para que la aceleración no superase dos o tres veces la gravedad —valores que Oberth estimó que podrían soportar los astronautas— el cañón debería tener una longitud de dos o tres mil kilómetros. Durante algunos años, Oberth seguiría obsesionado con el modo de impulsar una nave a las velocidades necesarias para escapar de la atracción terrestre y viajar al espacio exterior sin que la aceleración destruyera la cápsula y a sus ocupantes.

A los 15 años ya había llegado a la conclusión de que el único modo de hacerlo era mediante cohetes o sistemas de propulsión que liberasen parte de su masa. En un principio dudó de que el cohete funcionara en el vacío, al no poderse apoyar los gases de escape en el aire. Sin embargo observó que al saltar de una barca en un lago, antes de que él pusiera un pie en tierra, la barca ya había empezado a moverse. En realidad la cuestión la había resuelto Newton hacía muchos años, pero algunas personas dudaban de que los cohetes pudiesen funcionar sin apoyarse en el aire. De algún modo, Oberth dedujo que la velocidad de impulsión de un cohete era proporcional a la velocidad de escape de los gases y al logaritmo natural del cociente de las masas inicial y final del cohete. Esta fórmula, que publicitó el ruso Tsiolkovsky en 1903, se había planteado con anterioridad en otros ámbitos y resulta de la aplicación inmediata del principio newtoniano de conservación de la cantidad de movimiento a un elemento que se mueve gracias al impulso de un flujo de masa que lo abandona. Además del sistema de propulsión a Oberth le preocupaba la capacidad del cuerpo humano para soportar aceleraciones y su comportamiento en ausencia de gravedad. En relación con estas dos cuestiones hizo varios experimentos, lanzándose al agua desde varias alturas y dentro de una piscina; concluyó que el hombre podía soportar aceleraciones de dos o tres veces la gravedad durante algún tiempo y hasta siete u ocho veces, unos segundos, y que los humanos sobrellevaban razonablemente bien la ausencia de esta fuerza. En 1909, Oberth diseñó su primer cohete, propulsado con nitrocelulosa y con capacidad para transportar varios hombres al espacio. En este proyecto concibió la idea de etapas sucesivas ya que los depósitos de combustible se liberaban conforme se vaciaban.

A través del farmacéutico de Schässburg, aficionado a la caza, se enteró que los gases de escape en la boca de una escopeta alcanzaban una velocidad de unos 1000 metros por segundo. Este valor le pareció muy reducido por lo que llegó a la conclusión de que ni la nitrocelulosa ni la pólvora permitirían suministrar a un cohete la velocidad necesaria para escapar de la Tierra. En una novela de Hans Dominik, El viaje a Marte, el autor especuló con la idea de utilizar oxígeno e hidrógeno para impulsar la nave espacial. Oberth pensó que la reacción de ambos gases liberaba suficiente calor para que la velocidad de escape fuera muy elevada. Sin embargo, el problema es que el almacenamiento de estos elementos en botellas, a presión, exigiría llevar a bordo tanques excesivamente pesados. Se le ocurrió que la solución consistiría en transportarlos en estado líquido. Tres años después de su cohete propulsado con nitrocelulosa, Oberth diseñó, en 1912, otro cohete impulsado por gases que salían por una tobera después de que se produjera la combustión en una cámara que se alimentaba de hidrógeno y oxígeno, en estado líquido, almacenados en dos depósitos independientes.

A lo largo de sus años de bachillerato, Hermann se obsesionó con la idea de desarrollar un cohete capaz de transportar al hombre al espacio exterior, llegó a identificar los problemas principales a resolver para hacer posible el viaje y concibió un diseño de nave espacial muy avanzado. El joven Oberth estudiaba con verdadera pasión todas aquellas materias que servían como instrumento para resolver el único problema que realmente le interesaba.
Pasaba horas y horas sumido en sus pensamientos, hasta el punto de evitar la compañía de otros alumnos de su clase para que no lo distrajeran. Sus proyectos los mantuvo en secreto; tan solo los compartiría con un círculo muy estrecho de personas de confianza, por temor a que lo tratasen de enajenado.
Cuando finalizó el bachillerato (Gymnasium) y después de curarse de unas fiebres, en 1913, decidió estudiar medicina. A pesar de que su madre hubiese preferido que se dedicara a las matemáticas y la física, la influencia de un primo suyo, médico de la Marina, y de su padre, cirujano, prevaleció sobre lo que, en principio, parecía ser la vocación de Hermann. El joven pensó que los estudios de medicina le permitirían abordar parte de los problemas asociados a los viajes espaciales y que, en cualquier caso, él seguiría trabajando, por su cuenta, en el diseño de sus naves.

Oberth se trasladó a Munich, donde compaginó las clases de medicina con estudios de matemáticas y astronomía, pero su estancia en Alemania apenas duró un par de años. Al estallar la I Guerra Mundial, como era un ciudadano del imperio Austro-Húngaro, tuvo que regresar a su ciudad de residencia habitual en donde lo alistaron en el Ejército y lo enviaron al frente. En febrero de 1915 fue herido y devuelto al hospital de Schässburg. Allí se curó y en vez de regresar a las trincheras, dados sus conocimientos de medicina, se le asignó un puesto de asistente en el hospital.

Hermann hizo un magnífico trabajo como asistente de médico y, dadas las circunstancias, en una ocasión llegó a operar con éxito a un paciente que sufría un ataque de apendicitis. Sin embargo, Oberth no abandonó sus investigaciones aeroespaciales: realizó experimentos para tratar de dilucidar el comportamiento del ser humano en ausencia de gravedad y continuó trabajando en el diseño de un nuevo cohete. Él mismo se drogó con escopolamina con la intención de provocar una pérdida del sentido de la orientación en su organismo y constatar, en esas condiciones, hasta qué punto era capaz de realizar determinadas tareas. De aquellos experimentos dedujo que la ausencia de gravedad no impediría que los astronautas pudieran llevar a cabo los trabajos que se les exigiría a bordo en un viaje espacial. Y en relación a su nuevo cohete, en 1917 completó un diseño en el que abandonaría el hidrógeno y oxígeno líquidos; los sustituyó por una mezcla de alcohol y agua y aire líquido para evitar un calentamiento excesivo de la cámara de combustión que se refrigeraba con el combustible. Los comburentes se inyectaban en la cámara de combustión mediante bombas eléctricas alimentadas por un generador eléctrico que movía una pequeña turbina. Estaba dotado con un giróscopo para determinar el ángulo del eje longitudinal del cohete, que formaba parte del sistema de control que recibía información de la aceleración, velocidad y altitud de vuelo. El aparato medía 25 metros de altura y 5 de diámetro y disponía de una cabeza en la que se alojaba una carga explosiva de 10 toneladas. Hermann se presentó con la memoria y los planos del cohete en la oficina del director del hospital para informarle que deseaba hacerlos llegar al Ejército austríaco, aunque al final ambos decidieron remitirlo al Ejército alemán que les parecía más solvente. Oberth se entrevistó con el cónsul alemán que envió los documentos a su Gobierno.
Al cabo de algunos meses, Oberth recibió una contestación de Berlín, a través del cónsul, según la cual la experiencia del uso de cohetes en aplicaciones militares había demostrado que eran incapaces de alcanzar distancias superiores a los 7 kilómetros. Hermann no se sintió desanimado por la negativa alemana a llevar a la práctica su diseño.

En 1918 Hermann conoció a Mathilda Hummel con quién contrajo matrimonio en verano de aquel mismo año. Con el fin de la guerra y el desmembramiento del imperio de Austro-Hungría en ciernes, en otoño, Oberth fue trasladado a Budapest para recibir un curso acelerado que le otorgara la calificación de médico, aunque enfermó y tuvo que regresar a su casa. Cuando se curó, la guerra ya había terminado.

Al finalizar la contienda, Oberth hizo saber a sus familiares que su verdadera vocación no era la medicina y su padre aceptó sufragarle los estudios de matemáticas y física en la Universidad de Klausenburg que estaba cerca de Schässburg. Cuando Alemania abrió sus fronteras, Hermann decidió trasladarse para seguir su carrera en Munich. Allí la existencia para un extranjero como él era muy complicada y se volvió a mudar, esta vez a Göttingen que parecía ser un centro internacional y además disponía de un grupo de profesores de gran renombre como Ludwig Prandtl (Aerodinámica), Max Born (Física) o David Hilbert (Matemáticas).

El método de trabajo de Oberth resultó ser un tanto peculiar porque su interés principal era el desarrollo de un cohete y todos sus esfuerzos los orientó hacia el diseño de este artefacto. Para los profesores de aerodinámica, astronomía o física, el aparato de Hermann no formaba parte de sus disciplinas por lo que su diseño y los estudios asociados no podían servir como tesis académica. Sin embargo Ludwig Prandlt le hizo numerosas observaciones que Oberth tomaría en cuenta para introducir cambios en el proyecto.

En 1921 el inventor tuvo que abandonar Göttinberg porque su esposa Mathilda se fue a vivir con él y en aquella ciudad a un extranjero no se le permitía alquilar una vivienda. La pareja se trasladó a Heildeberg, con su hijo, pero las estrecheces de su economía les obligaron a separarse otra vez: el niño y la madre regresaron a Schässburg y Hermann se quedó en la Universidad. A finales de 1921, Oberth ya había compilado sus estudios en un tratado con el que pretendía graduarse, pero los profesores, que reconocían sus brillantes ideas, eran incapaces de catalogar su obra en ninguna de las disciplinas por las que la Universidad otorgaba credenciales. El profesor de Astronomía, Max Wolff, le recomendó que publicara el estudio a través de alguna editorial.
En verano de 1922, Hermann volvió a Schässburg sin haber logrado encontrar ningún editor para su obra. Por fin, en octubre de ese año, la casa Oldenbourg de Munich le comunicó que estaba en disposición de hacerlo siempre y cuando el autor corriera con los gastos. Su esposa, Mathilda, tenía unos ahorros y se los dio a su marido para que pudiera hacer frente a la edición del libro.

Con el título de El cohete en el espacio interplanetario, en junio de 1923, se publicó la primera obra de Hermann Oberth. Según el autor, en su libro se demostraba que el estado de la tecnología permitía construir máquinas capaces de volar más allá de la atmósfera terrestre, incluso, con mejoras, podrían escapar de la atracción terrestre con seres humanos a bordo y su coste de fabricación y operativo las haría rentables en las próximas décadas. La obra, de 92 páginas, estaba dividida en tres partes: en la primera trataba sobre la teoría general de los cohetes, en la segunda de su construcción y en la tercera sobre las cuestiones relativas a la seguridad, la vida a bordo y el uso que se le podría dar en el futuro a las naves espaciales y los cohetes.
En la primera parte de su libro, Oberth expuso cinco condiciones para garantizar el óptimo funcionamiento del cohete: 1) que la velocidad de salida de los gases se mantuviera constante, 2) que la velocidad de ascenso permitiese que en todo momento el peso del cohete y la fuerza de resistencia del aire fueran iguales, 3) que ascendiera según la vertical, 4) que emplease un combustible y un oxidante en estado líquido y 5) que la sobrepresión de los tanques sirviera para reforzar el cuerpo del cohete. En la segunda parte de la obra, el científico propuso un cohete con dos etapas. Para la primera etapa el combustible era alcohol mezclado con agua y el comburente oxígeno líquido, mientras que para la segunda se empleaba el hidrógeno y el oxígeno líquidos. En la tercera parte, Oberth trató con detalle el asunto de los efectos de la aceleración sobre el cuerpo humano y la ausencia de gravedad, también se refirió a cómo gestionar situaciones de emergencia y el coste del desarrollo de los cohetes; quizá, el aspecto más novedoso para el gran público de su obra se halla en esta tercera parte en la que mencionó también la posibilidad de viajar a la cara oculta de la Luna, a otros planetas, y de construir estaciones espaciales, satélites y otras plataformas interplanetarias de utilidad para los hombres.

El libro de Hermann Oberth tuvo una gran repercusión en los medios y los círculos científicos, sobre todo, alemanes, rusos, franceses y en menor medida estadounidenses. Mientras que el libro del norteamericano Goddard de 1920, Métodos para alcanzar altitudes extremas, en el que su autor formuló la teoría de los cohetes en términos muy similares, había pasado prácticamente desapercibido, y la publicación del ruso Tsiolkovsky de 1903, Investigando el espacio con cohetes, pionera en la materia, apenas fue divulgada, la obra de Oberth alcanzó una gran popularidad. La parte tercera del libro, en la que se refería a los aspectos más prácticos de la exploración espacial fue la que captó con mayor intensidad el interés de la gente. Una prueba de esta ola de curiosidad por los asuntos interplanetarios que suscitó la publicación de Oberth en la década de 1920, es que en los cinco años que siguieron a su impresión, en Alemania se editaron 80 libros sobre el mismo asunto. En la Unión Soviética el libro del científico rumano rescató, no sin cierta amargura, la memoria del olvidado Tsiolkovsky. El 2 de octubre de 1923 el periódico Izvestia publico una reseña del trabajo de Oberth sin hacer referencia al veterano científico ruso, lo que motivó que Tsiolkovsky editara un panfleto con sus trabajos de 1903 en cuyo encabezamiento figuraba una breve introducción, escrita en alemán por A.L. Tschischevsky, seguida de otro artículo del propio Tsiolkovsky titulado El destino de un pensador, o 20 años de oscuridad. Todos estos hechos, incluidos los debates suscitados por los detractores de las ideas de Oberth —la mayoría de ellos porque creían que en el vacío los cohetes no funcionarían al carecer de aire en el que apoyarse, o porque pensaban que en ausencia de atmósfera no se produciría la combustión— contribuyeron, también en la Unión Soviética, a incrementar la popularidad del trabajo de Hermann Oberth. En 1924 se publicó el primer trabajo de F.A. Zander y N.A. Ryin empezó a compilar todo el conocimiento sobre el vuelo espacial que se publicaría en varios volúmenes con el título de Comunicaciones Interplanetarias. Otro escritor ruso, J.I Perelman, inició la publicación de los volúmenes de Viajes Interplanetarios, que aparecerían casi todos los años. Moscú sería la sede, en 1927, de la Primera Exhibición Internacional de Modelos de Aparatos y Mecanismos Interplanetarios. En ella participaron los primeros estudiosos de la astronáutica, las personas que plantearon las bases de la nueva ciencia: Tsiolkovsky, Zander, Goddard, Esnault-Pelterie y Oberth.

En 1923, a los 29 años, Hermann Oberth, con su libro El cohete en el espacio interplanetario, logró despertar el interés de la comunidad internacional por los viajes espaciales que, por primera vez, se convencería de que estaban al alcance de la tecnología del siglo XX. Con él se abriría el proceso de construcción de cohetes que llevaría al hombre a la Luna para convertir en realidad la profecía de su abuelo materno. Hermann tuvo el honor de contribuir de forma significativa a que se cumpliese y fue el nieto afortunado que lo contempló con sus propios ojos.