
Hace cien años una considerable cantidad de personas miraba al espacio con otros ojos. Cuatro desconocidos estudiosos, padres de la Astronáutica, habían descubierto el modo de abandonar la Tierra gracias al impulso de los cohetes, lo que abría una nueva era: la de la exploración espacial. Y muchos pensaban que algo extraordinario ocurriría muy pronto, porque el hombre se adentraría en los confines del universo, quizá para encontrarse con otras vidas inteligentes, o para realizar insospechables descubrimientos; la humanidad estaba a punto de iniciar la mayor aventura de su historia.
Hermann Julius Oberth fue uno de los llamados padres de la Astronáutica y en 1930 se fotografió en Berlín con el doctor Franz Ritter, rodeado de un grupo de jóvenes entusiastas con sus cohetes. En la imagen, Oberth, con una larga gabardina, protuberante nariz y gesto muy serio, a la derecha del cohete del centro, habla con el profesor Ritter —con sombrero y pajarita— del Laboratorio de Tecnología y Química, encargado de certificar los resultados del trabajo de Oberth y sus colaboradores. Klaus Riedel sujeta con las dos manos a un Mirak, el primer cohete diseñado por la Sociedad para el Viaje Espacial (VfR), creada en Alemania en 1927, a la que pertenecían casi todos los que aparecen en la fotografía. Rudolf Nebel, completamente a la izquierda, con bata blanca, junto a Franz Ritter, lleva en las manos algo que parece una cámara de combustión. Y detrás de Riedel, un joven de 18 años y atuendo elegante, con el pelo rizado, observa con mucha atención todo lo que ocurre: es Wernher Von Braun, estudiante de ingeniería.
Todos los personajes de esta fotografía querían construir cohetes para viajar al espacio exterior, pero en 1930 la fiebre espacial no afectaba únicamente a la juventud alemana, se había extendido por casi todo el mundo. En Estados Unidos, ese mismo año, se creó la American Interplanetary Society y la prensa ya había anunciado que un cohete del estadounidense doctor Robert Goddard, otro de los cuatro padres de la Astronáutica, podría alcanzar la Luna. En el mes de mayo, el ingeniero francés Robert Esnault-Pelterie declaró al New York Times que en quince años el hombre viajaría a la Luna. Esnault-Pelterie acababa de publicar un libro sobre los viajes espaciales: L’Astronautique; una obra que le merecería también el título de padre de la Astronáutica. En Rusia, la Asociación de Inventores y Desarrolladores celebró en 1927 un evento internacional dedicado a la exploración del espacio exterior y el ruso Tsiolkovsky, el decano de los padres de la Astronáutica, cerró el encuentro con los aplausos y el reconocimiento de la joven comunidad de entusiastas interplanetarios. En 1931, en Moscú, el ruso Sergei Koroliov y un grupo de jóvenes ingenieros formaron el Grupo para el Estudio del Movimiento a Reacción, para diseñar naves y cohetes capaces de llevar al hombre al espacio exterior. Su pasión por la exploración espacial llevaría a muchos de aquellos jóvenes ingenieros rusos a los campos de concentración que Stalin coleccionaba en Siberia. Al gerifalte soviético no le gustaba nada que sus técnicos se distrajeran con semejantes fantasías. Durante aquellos años fueron muchas las personas, con una sólida formación técnica y científica, que se entregaron por completo, o tanto como pudieron, a la tarea de concebir y fabricar vehículos espaciales. Muchos escritores y artistas despertaron en la gente el interés por la exploración espacial y el mundo creyó que se abría una nueva época para la humanidad.
La foto de este grupo de miembros de la Sociedad para el Viaje Espacial (VfR) de 1930, refleja una extraordinaria candidez. Poco después, Rudolf Nebel llegaría a proponer al consejo de la ciudad de Magdeburgo la construcción de una nave, con su cohete, para enviar un astronauta a la Luna. Sin embargo, la realidad vino a demostrar a los soñadores de principios del siglo XX, que el camino de la exploración espacial era mucho más arduo de lo que imaginaban. Hicieron falta una espantosa guerra mundial, la sórdida pelea de una guerra fría y decenas de miles de millones de dólares y rublos, para que el jovencito de los pantalones bombachos de la foto —Von Braun—, ayudado de algunos de los personajes que en ella le acompañaron, dirigiesen el diseño y la construcción del gigantesco cohete Saturn que permitió que dos hombres pisaran la Luna.
Ahora, casi cien años después del verano de 1930, que es cuando probablemente se tomó esta foto, sabemos que el universo es gigantesco, que tardaremos muchos meses en viajar hasta cualquiera de los planetas del Sol, inhabitables para nosotros, y que la exploración práctica de otras galaxias está fuera de nuestro alcance. Es como si el mundo en el que vivimos se hubiese agrandado hasta alcanzar unas dimensiones sobrehumanas.
Eso sí, hoy nos queda la esperanza de que, más o menos, dentro de pocos años se convierta en realidad que una mujer pise la Luna, tal y como ocurría en la película alemana de Fritz Lang, Mujer en la Luna, estrenada en Berlín en 1929, para la que estos entusiastas de la fotografía construyeron un cohete que, como ustedes se pueden imaginar, nunca llegó a la Luna. Además de este módico consuelo, cien años después, ya casi nadie mira al espacio, la mayoría de quienes miran hacia alguna parte lo hacen a la Tierra, temerosos de que las aguas del mar suban ochenta metros antes del fin del siglo.
Recuerdo un frase de «Buzz» Aldrin en Time o Life en la que se quejaba de las promesas de estar en Marte para el 2000 y la realidad de tener Facebook y Twitter… aproximadamente.
Confiemos en que el James Webb anime algo el cotarro y nos salga otro Carl Sagan.
Bonito articulo. Tu vena literaria unida a tu formación aeronáutica ( o modernamente aerospacial ) generan bonitas piezas. Un abrazo
Salvador ¡Feliz Navidad!