Siempre pensé que la mayor parte de la ciencia está escrita en el cielo y hay que mirar a las estrellas para descifrarla.
Nuestros antepasados, babilónicos, egipcios, griegos y romanos, descubrieron —observando la bóveda celeste— cómo todas las estrellas giraban al unísono, alrededor de la polar ¿Todas? No, se encontraron con algunos cuerpos celestes que se movían de un modo diferente, a los que llamaron estrellas errantes. Las bautizaron con nombres de dioses: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Algo especial tendrían cuando recorrían el firmamento a su antojo, siguiendo caminos inexplicables y a veces sorprendentes.
Tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que Nicolás Copérnico, anotara sus ideas sobre el movimiento de las estrellas errantes en un libro — De revolutionibus orbium coelestium— que no se publicaría hasta el año 1543, en que murió el científico. El polaco explicó que las estrellas errantes eran cuerpos celestes que giraban en torno al Sol, al igual que la Tierra que también pertenecía al mismo género de estrellas que hoy llamamos planetas. Dibujó un gráfico con circunferencias concéntricas en un punto en el colocó al Sol, y que representaban las órbitas de Mercurio, Venus, la Tierra (alrededor de la que ubicó otra circunferencia más pequeña para la órbita de la Luna), Marte, Júpiter y Saturno; en la circunferencia más externa situó a las estrellas: inmóviles. Entonces aún no se habían descubierto ni Urano ni Neptuno. La revolucionaria concepción del mundo de Copérnico suponía que todas las estrellas errantes, giraban alrededor del Sol, la Luna alrededor de la Tierra y la Tierra sobre sí misma. Como la distancia de la Tierra a las verdaderas estrellas era muy grande —en comparación con la de la Tierra al Sol— nosotros las vemos como si estuvieran fijas en la bóveda celeste. Ellas no giran alrededor de la polar, es la Tierra la que rota en torno a su eje, que pasa por la polar. Copérnico había estudiado las trayectorias aparentes en la bóveda celeste de las misteriosas estrellas errantes, la Luna y el Sol, vistas desde la Tierra, y para que tuvieran sentido, los cuerpos celestes debían moverse tal y como lo explicó. No resultó sencillo convencer a la gente de que la Tierra no ocupaba un lugar de referencia absoluto en el universo, pero la evidencia terminó imponiéndose.
En 1609 Galileo Galilei tuvo noticia de la existencia de un artilugio óptico con el que se aumentaba el tamaño de los objetos distantes. Empezó a construir el suyo y después de varios intentos logró perfeccionarlo. Con aquel instrumento, el telescopio, Galileo abrió un camino nuevo a los observadores del cielo. Justo ese mismo año de 1609, Johannes Kepler explicó con detalle las órbitas que describían los planetas, que se ajustaban a sus tres famosas leyes. Era un paso más en la dirección que ya había iniciado Copérnico. Para formular sus leyes, Kepler se basó en las tablas astronómicas de Tycho Brahe en las que el astrónomo había consignado con detalle la posición de los planetas.
En 1687, Isaac Newton demostró que para que las leyes de Kepler se cumplan es necesario que dos cuerpos celestes estén sometidos a una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. Newton transformó el mundo científico; el origen de la revolución estuvo en la curiosidad que desde siempre habían suscitado las antiguas estrellas errantes.
Y los astrónomos continuaron escudriñando los cielos con telescopios cada vez más poderosos. Todo cuanto podía verse en el cielo no era sino luz, que según Newton estaba compuesta de pequeñas partículas. Aunque en 1678 Christian Huygens propuso que la luz era un fenómeno ondulatorio, el prestigio de Newton hizo que los científicos no otorgaran demasiada atención a las ideas del científico holandés y durante muchos años prevaleció la teoría corpuscular de la luz. Pero a mediados del siglo XIX, Thomas Young únicamente podía explicar el fenómeno de las interferencias luminosas recurriendo a la teoría ondulatoria de Huyghens. Faraday y Maxwell confirmaron que la luz también estaba asociada a una vibración electromagnética de alta frecuencia. Todo cuanto nuestros ojos percibían y que nos llegaba del espacio eran radiaciones electromagnéticas. Sin embargo, las radiaciones electromagnéticas cubrían un espectro muchísimo más amplio que el de la luz visible
Las radiaciones electromagnéticas se propagan a la velocidad de la luz (300 000 kilómetros por segundo) y se caracterizan por su longitud de onda (λ), o frecuencia (f), que oscila desde señales de frecuencia extremadamente baja (longitudes de onda de millones de metros) a las de altísima frecuencia, como los rayos cósmicos ( longitudes de onda de cien milésimas de nanómetro). De mayor a menor longitud de onda, las radiaciones electromagnéticas son: de radio (onda larga, corta, VHF, UHF), las microondas, el radar, el infrarrojo, el espectro visible del rojo al azul y el ultravioleta, los rayos X, los rayos gamma y los rayos cósmicos. Lo que podemos ver con nuestros ojos, es una pequeña parte de las radiaciones electromagnéticas, las situadas en el espectro visible, cuyas longitudes de onda van de 750 nanómetros (infrarrojo) a los 400 nanómetros (ultravioleta).
Muchos científicos concluyeron que para que la luz se propagara por el espacio haría falta un medio o éter, al igual que las ondas sonoras necesitan del aire, o las olas del mar, el agua. El éter debería permanecer absolutamente inmóvil por lo que sería posible medir la velocidad de la Tierra con respecto al éter mediante las diferencias de la velocidad de la luz que partiera de nuestro planeta siguiendo la dirección de su movimiento y en contra. En la década de 1880 se efectuaron varios experimentos con la intención de determinar el movimiento de la Tierra con respecto al éter, midiendo variaciones en la velocidad de la luz; el más famoso fue el de Albert A, Michelson y Edward W. Morley, en 1887. Sin embargo, todos los experimentos concluyeron que la velocidad de la luz es constante, no varía en función de la velocidad del punto de referencia desde el que se efectúa la medición. Para resolver este conflicto aparente, Hendrik Lorentz propuso que el movimiento de un sistema en el éter puede originar que la longitud de dicho sistema, en la dirección de la velocidad, se contraiga y que el tiempo se modifique. La transformación de Lorentz (1904) establece la relación entre tiempo y longitud de dos sistemas que se mueven con una velocidad relativa uniforme, para que la velocidad de la luz permanezca constante. A partir de las ideas de Lorentz, Einstein formuló la teoría de la Relatividad.
A principios del siglo XX, el estudio de lo que ocurría en el espacio exterior había facilitado el desarrollo del conocimiento, desde la Mecánica Clásica de Newton hasta la Relativista de Einstein. Sin embargo, las observaciones que se hacían del universo se limitaban a la información que nos llegaba del mismo codificada en forma de radiaciones electromagnéticas en la banda del espectro visible. Los científicos únicamente veían lo que sus ojos podían mostrarles del universo. En 1930, un ingeniero de la Bell Telephone Laboratories, Karl Jansky —que investigaba con una antena direccional las interferencias en las transmisiones trasatlánticas de voz, en onda corta— descubrió casualmente señales de radio procedentes de la Vía Láctea, en la constelación de Sagitario. En 1933 hizo público su hallazgo, lo que dio origen al nacimiento de la radioastronomía. Los astrónomos de todo el mundo empezaron a construir radiotelescopios e interferómetros, aislados o en grupos, para escudriñar y estudiar todos los rincones del cielo, en búsqueda de ondas electromagnéticas con lo que sus ojos se abrieron a mundos, hasta entonces inexplorados. Los pulsares, quásares, radio galaxias y la enigmática radiación de fondo que nos describe cómo era el universo en el momento de su creación, se han ido desvelando ante nuestros ojos, desde entonces.
La atmósfera terrestre atenúa las radiaciones en general y en mayor medida las de alta frecuencia. Para estudiar las radiaciones electromagnéticas procedentes del universo, en franjas que resultan más difíciles de observar desde la Tierra, se han puesto en órbita varios telescopios espaciales: COBE (1989-1993), Hubble Space Telescope (1990), Compton Gamma Ray Observatory (1991-2000), Chandra X-Ray (1999), Spitzer Space Telescope (2003). Estas plataformas han aportado información muy relevante sobre la radiación de fondo del universo y su composición, radiación gamma procedente de estrellas de neutrones, agujeros negros, supernovas, y materia oscura, entre otros.
Ver el mundo con ojos capaces de escudriñar la totalidad del espectro de las señales electromagnéticas parecía ser el límite de a cuanto podíamos aspirar en materia de percepción. Desconocíamos la forma de capturar otros mensajes procedentes del universo. Einstein anunció en 1916 que las masas sometidas a aceleraciones emiten ondas gravitacionales que se propagan a la velocidad de la luz y alteran el espacio tiempo. Estas ondas nada tienen que ver con el electromagnetismo, al igual que este nada tiene que ver con el sonido. Sin embargo, la teoría del gran científico alemán de principios del siglo pasado postula que en el mundo en que vivimos nos llegan de todas partes ondas gravitacionales. A diferencia de las electromagnéticas, para nuestros sentidos son invisibles e inapreciables, con independencia de su frecuencia o longitud de onda. Sin embargo, este año 2016 nos deparaba una fantástica sorpresa.
Hace 1300 millones de años dos agujeros negros que giraban uno alrededor del otro se fusionaron. El terrible impacto de los agujeros negros produjo ondas gravitacionales que, en septiembre del pasado año, atravesaron la Tierra. No nos habríamos enterado si cerca de un millar de científicos del Laser Inerferometer Gravitational-Wave Observatory (LIGO) no hubieran dispuesto un sofisticado laboratorio para detectarlas. En Hanford, Washington, y Livingston, Louisiana, las estaban esperando. El director del LIGO, David Reitze, un físico del Instituto de Tecnología de California (Caltech), hizo público el 11 de febrero de 2016 que su equipo había detectado el paso de la onda gravitacional cuyo efecto sobre la Tierra fue la de contraer y expandir su masa una longitud igual a una parte de las que resultan al dividir un nanómetro en cien mil segmentos idénticos.
Para detectar las ondas gravitacionales, los dos laboratorios del LIGO están dotados con sistemas de rayos láser que recorren trayectorias de igual longitud, con dos brazos que forman un ángulo de noventa grados. En ausencia de perturbaciones del espacio-tiempo, los rayos llegan simultáneamente a un punto de observación, pero si se produce una contracción o dilatación del espacio-tiempo, en alguna de las direcciones, los rayos llegan al punto de destino con fases distintas, se interfieren, y es posible determinar la magnitud de dicha contracción o dilatación.
El 14 de septiembre de 2015, a las 9:51 de la madrugada (UTC), en Hanford, se observó una oscilación con una frecuencia de 35 ciclos por segundo que se incrementó hasta los 250 ciclos antes de desaparecer 0,25 segundos después. Con un adelanto de 7 milisegundos, la misma señal se había detectado en la instalación de Livingstone. Los laboratorios están separados unos 3000 kilómetros y la diferencia de tiempo en el paso de la onda gravitacional permite determinar la dirección de su procedencia.
Para que las ondas gravitacionales sean perceptibles, las masas sometidas a aceleración deben ser muy grandes. Por citar un ejemplo, el Sol y la Tierra, al moverse, emiten una onda gravitacional cuya potencia apenas es de unos 200 vatios. Mediante ejercicios de simulación, los científicos del LIGO llegaron a la conclusión de que la onda procedía de dos objetos cuya masa era 29 y 36 veces mayor que la del Sol y que giraban en espiral uno alrededor del otro a unos 210 kilómetros de distancia antes de colisionar. El choque convirtió a los dos agujeros negros en otro cuya masa era 62 veces la del Sol y una cantidad aproximada de energía equivalente a la masa de 3 soles se esparció por el universo en forma de ondas gravitacionales. Es la mayor explosión cósmica que el hombre ha sido capaz de detectar, después de la radiación del “Big Bang”.
Hasta ahora nunca se habían observado las ondas gravitacionales de una forma directa, aunque los astrónomos estadounidenses Russel Hulse y Joseph Taylor demostraron su existencia en 1974: los científicos observaron que la ralentización del movimiento de dos estrellas de neutrones (pulsares), solamente podía explicarse considerando la emisión de ondas gravitacionales. El hallazgo les valdría el premio Nobel de Física del año 1993. En 1979, la US National Science Foundation (NSF) —con el apoyo y colaboración de otras organizaciones científicas internacionales— decidió financiar al Instituto de Tecnología de California y al MIT para desarrollar un laboratorio que permitiese detectar las ondas gravitacionales. Hasta el año 1994 no se inició la construcción del LIGO y de 2002 a 2010 se llevaron a cabo las primeras observaciones en este laboratorio, sin ningún resultado. De 2010 a 2015 se invirtieron 205 millones de dólares para mejorar los detectores y las observaciones con el nuevo equipo empezaron en septiembre. A los pocos días, el LIGO consiguió detectar la primera onda gravitacional de la que tenemos una constancia directa.
Se trata de un descubrimiento formidable, ondas de otra naturaleza cuyos misterios y utilidad nos revelarán los científicos a lo largo de los próximos años. Especular es inútil. Lo importante es mirar a las estrellas y leer en sus profundidades los mensajes que guardan para nosotros.
Hemos arribado desde tu narrativa al conocimiento de la la vida en otras ondas, formas imperceptibles no visible para nosotros y tus palabras nos han aproximado con un fluir de pasos de cientificos fantastico. Gracias por escribir estas cosas. Buen viento y buena mar.