García Morato, as de ases

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El aviador Joaquín García Morato y Castaño se convirtió, durante la Guerra Civil española, en uno de los grandes mitos de la historia de la Aviación. Antes de la contienda estaba considerado como el mejor piloto acrobático de la aeronáutica militar española y en la guerra demostró una capacidad extraordinaria para la caza.

A lo largo de la guerra Morato fue derribado una sola vez y en circunstancias muy peculiares. Él mismo lo contó en una cena, durante la batalla del Ebro, en el hotel Condestable de Burgos. Mientras ametrallaba un “Rata”, que perseguía por la cola, una bala inutilizó su motor. Pasó un mal rato; con la hélice “a la funerala” planeó y voló “a vela” hasta abandonar el territorio controlado por el enemigo y logró aterrizar en un terreno abrupto desde el que era imposible despegar. Regresó andando a su base y allí se encontró con un grupo de pilotos en el que uno de ellos contaba a sus compañeros cómo había derribado un “Rata”. Morato le interrumpió:

─ ¿Estás seguro de que era un “Rata”?

─ Creo que sí.

─ Eres muy modesto, muchacho, a quién has abatido hoy es al comandante García Morato.

El piloto de su escuadrilla disparó al “Rata” trasversalmente, pero el tiro pasó por detrás del avión enemigo y alcanzó el motor del caza de Morato, que lo perseguía. El tipo de proyectil que se encontró en el motor lo utilizaba exclusivamente la aviación de Franco. Con gran habilidad, Morato consiguió aterrizar en un terreno del que no se podía despegar, por lo que su avión tuvo que ser desmontado y trasladarlo a piezas hasta la base.

Derribar a García Morato tenía mucho más mérito que derribar un simple “Rata”, que era el nombre que los aviadores de Franco dieron a los cazas Polikarpov I-16 fabricados en la Unión Soviética. Condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando a título individual por su actuación en uno de los combates aéreos durante la batalla del Jarama, el aviador era un símbolo que las fuerzas de Kindelán deseaban preservar a toda costa. El jefe de la Legión Cóndor había dicho de él: «Es el héroe del mundo, el que ha batido el record de la guerra. Morato no es ya de un Estado, sino el héroe de todas las alas del mundo. A un héroe de tal naturaleza no debía dejársele volar más. Si un día cayese, la pérdida sería irreparable para las alas mundiales». Franco lo designó consejero del Consejo Nacional para apartarlo del frente; sin embargo, Morato insistió en que «mientras haya guerra mi puesto está en el aire». El gran piloto español tuvo una reacción similar a la del as alemán de la I Guerra Mundial, Manfred von Richthofen, cuando el propio káiser Guillermo II trató de evitar que siguiese en la primera línea del combate.

La Cruz Laureada de San Fernando es la más alta condecoración militar española. Morato la ganó el 18 de febrero de 1937, por su comportamiento en un combate aéreo con la aviación republicana que tuvo lugar en el frente del Jarama. A finales de 1936 la aviación italiana destacada en España, que operaba los Fiat CR-32 en el frente de Madrid, empezó a sentir con dureza los efectos de los nuevos aviones rusos republicanos. El jefe italiano, teniente coronel Bonomi, y sus mandos habían sufrido pérdidas importantes. Con ellos volaban los capitanes españoles García Morato y Salas Larrazábal, y el teniente Julio Salvador Díaz Benjumea, que sobrellevaron el infortunio con mejor ánimo. El mando italiano prohibió que los cazas cruzaran las línea del frente y penetrasen en territorio enemigo y que plantearan batalla, a no ser que contasen con ventaja en cuanto a su posición y número. Al frente de una patrulla, persiguiendo a bombarderos enemigos, el capitán Salas desobedeció las instrucciones de Bonomi. El jefe de la base de Torrijos, el italiano Fagnani, ordenó que se arrestara a Salas lo que le propició un desagradable y violento encuentro con el capitán español García Morato. A partir de aquel momento las relaciones entre Morato y el mando italiano se harían más difíciles y el capitán español fue destinado al frente del sur, junto con el teniente Salvador. Allí se constituyó la Patrulla Azul de Morato que, en un principio, la formaron él, Salvador y Narciso Bermúdez de Castro. Mientras la Patrulla Azul operaba en el sur y cubría los abastecimientos aéreos del santuario de Santa María de la Cabeza, en los cielos de Madrid la situación no mejoraba y los cazas italianos apenas ofrecían protección a sus bombarderos, después de cruzar la línea del frente, que se convertían en blancos fáciles para la caza republicana. Los aviones de caza de la Legión Cóndor, He-51, tampoco tenían capacidad para enfrentarse a los “Chatos” (I-15) y “Ratas” o “Moscas” que era el nombre que dieron los republicanos a los modernos Polikarpov I-16. El 6 de febrero el ejército de Franco inició la ofensiva del Jarama y el 16, el jefe de su Aviación, general Kindelán, llamó a la Patrulla Azul de Morato para que se incorporase al nuevo frente y diera protección a sus bombarderos. El 18, de madrugada, despegaron dos Romeo-37, tres Junkers-52 y la Patrulla Azul junto con más de veinte aviones de caza italianos al mando del capitán Nobili. Cuando alcanzaron la línea del frente los aviones de caza (siguiendo las órdenes recibidas) no la traspasaron y viraron para seguir volando paralelos a dicha línea. Los bombarderos se adentraron en territorio enemigo y entonces apareció una numerosa formación de cazas republicanos. El capitán Morato abandonó el grupo italiano con su exigua Patrulla Azul para enfrentarse a la caza enemiga. Fue un movimiento suicida debido a la abrumadora mayoría de sus oponentes. El capitán Nobili vaciló, pero finalmente decidió acompañar a los españoles con sus pilotos y así comenzó el combate aéreo que dio a Morato la Cruz Laureada de San Fernando.

¿Qué ocurrió exactamente el 18 de febrero de 1937? Es difícil de saber, pero no hay la menor duda de que García Morato tuvo un gesto de valor excepcional. Por lo demás, existen varias versiones de lo sucedido.

Quizá una de las más extravagantes se publicó en Informaciones el 5 de abril de 1939. Su autor firmaba con el seudónimo de El Tebib Arrumi, que en árabe significa ‘médico cristiano’, y en realidad era don Víctor Ruíz Albéniz, médico, dedicado a la literatura y al periodismo, padre de Jose María Ruíz Gallardón y abuelo de Alberto Ruíz-Gallardón. Pletórico de entusiasmo El Tebib Arrumi, describiría así los hechos: «Y al toro se fueron, es decir, al campo de batalla. Y aparecieron, no un toro, sino cincuenta, y a pesar de ello, Morato y los suyos volaron rectos como dardos a su encuentro. ¡Diecisiete aviones cayeron al suelo demolados (sic) por nuestros cazas! ¡Sólo Morato derribó doce!»

Pero, seguro que no fueron tantos. Jesús Salas Larrazábal, en su libro La guerra de España desde el aire ─quizá la obra más ecuánime y mejor documentada que se ha escrito sobre el rol de la aviación a lo largo del conflicto─, contabiliza ocho “Chatos” derribados, uno de ellos por Morato. Aunque por la tarde, en otro combate, ese mismo día se derribaron también dos “Ratas”. Jesús Salas pudo haber sacado la cifra de ocho derribos del libro del propio García Morato, “Guerra en el aire”, en el que aporta ese dato refiriéndose al combate de la mañana.

Sin embargo, las cuentas que hace Jesús Salas no coinciden con las de Andrés García Lacalle que participó en aquella pelea en el lado republicano al frente de su escuadrilla. Lacalle llegó a ser jefe de la aviación de caza republicana y en su libro Mitos y verdades cuestiona los datos de Salas que, según él, si se basan en la información que le dio uno de sus pilotos (el estadounidense Tinker), solo podría justificar tres derribos por la mañana y dos por la tarde. Lacalle dice que su escuadrilla jamás sufrió más de un derribo en ningún combate y participó en todas las batallas del Jarama.

De diecisiete derribos pasamos a ocho y luego a tres o quizá menos, pero lo cierto es que al final el número no importa. El mérito de Morato fue el de salir en defensa de sus bombarderos, en inferioridad de condiciones. El propio García Lacalle describe con realismo y crudeza aquella situación:

«Los aviones Junker (sic) de bombardeo venían siempre en muy cerrada formación, lo que les daba el aspecto de una sólida y lenta columna. Enfilaba la rígida columna nuestras líneas con intención aparente de perforarlas perpendicularmente, pero al vernos y comprobar que la caza que los protegía no se adelantaba a romper nuestra formación, viraba y se alejaba. Seguíamos patrullando a lo largo de nuestras líneas, sin rebasar los límites de nuestro frente, como lo teníamos ordenado, hasta que después de un lento y largo viraje volvían los Junker a la carga otra vez, casi siempre con la caza que los protegía más alta y bastante retrasada. Al segundo o tercer intento se decidían a pasar y entonces entrábamos nosotros en acción causándoles muy severos daños. El resultado era bien visible».

«Al día siguiente o ese mismo día por la tarde, volvían nuevamente a la carga, pero siempre con menor número de aviones. Y así un día tras otro y sin conseguir bombardear nuestras líneas. Ignoraba por completo quiénes eran los pilotos que tripulaban los Junker, pero tenía la segura intuición de que eran españoles; tenían que ser españoles. Entonces y ahora les rindo mi sincera admiración».

Joaquín García Morato fue un adicto al riesgo. Consciente del peligro, y a veces hasta de la inutilidad de incurrir en él, sentía una atracción irresistible por la práctica de una forma de volar que ni siquiera recomendaba a sus discípulos. Cuentan que en cierta ocasión, mientras los alumnos de un curso de pilotos recibían en el aeródromo una clase, se aproximó a la pista un avión. El piloto, en vez de tomar tierra, les ofreció una demostración acrobática muy completa y arriesgada que culminó con un vuelo invertido a un metro del suelo. Era el comandante García Morato y cuando descendió de su aeronave los alumnos se acercaron para aplaudirle y vitorearlo. Y entonces el laureado jefe les pidió que guardaran silencio para dirigirles unas palabras: «Ya habéis visto las cosas que se pueden hacer con un caza. Yo os he querido hacer esta demostración para después poder deciros que todo eso que yo acabo de hacer es precisamente lo que vosotros nunca debéis hacer».

Pero él no pudo resistir la atracción de volar en el límite de lo posible. Sus increíbles dotes como piloto le permitieron sobrevivir a la guerra, aunque estaba convencido de que su destino era morir en alguno de los muchos combates en que participó con su Fiat CR-32, matrícula 3-51, que le acompañó durante casi todo el conflicto armado. El fatal accidente le sobrevino el 4 de abril de 1939 en Griñón, cuatro días después de finalizar la guerra, en una exhibición acrobática en la que, en la cabina de su Fiat, traspasó el umbral de lo posible.

Cuando falleció, Morato había derribado más de 40 aviones en los 140 combates que libró durante sus 511 misiones de guerra. Era el as de ases de la aviación militar española, un título que se habría merecido una muerte distinta, pero quizá imposible de alcanzar con un amor tan desmedido por el riesgo.

El gran salto de un alférez desconocido.

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El 3 de septiembre de 1951 al amanecer, Neil, un alférez de la Marina que había cumplido 21 años cuatro semanas antes, subía a bordo de su avión de caza, Panther, en el portaaviones USS Essex. Su capitán le ayudó a ponerse los cinturones de seguridad y verificó que la máscara de oxígeno, el arnés del paracaídas, la radio y la balsa salvavidas, estaban en perfectas condiciones.

La tripulación de cubierta llevó al Panther a la catapulta y el alférez se preparó para empujar la palanca de gases. El oficial de lanzamiento alzó un dedo. Neil adelantó la palanca y el motor hizo un ruido ensordecedor, cuando el oficial levantó el otro dedo la llevó hasta el máximo y entonces el oficial en la cubierta bajó la mano. La catapulta se disparó e impulsó al Panther con una aceleración que dobló el peso del alférez cuyo cuerpo se aplastó contra el asiento y los labios se le agrandaron.

Minutos después Neil flotaba en el aire y vio cómo el sol se asomaba por el horizonte extendiendo sus rayos sobre el mar. Enseguida apareció la impresionante cima del monte Fuji sobre las nubes; la proximidad de aquella imagen significaba que muy pronto llegarían a las montañas de la costa coreana. Allí les esperaban las baterías antiaéreas.

Cuando cruzaron la línea de tierra el líder de su grupo hizo que se lanzaran en picados cortos para confundir a la artillería enemiga hasta que llegaron al objetivo. Volando muy bajo descargaron las bombas de 250 kilogramos a la vez que hacían fuego con las ametralladoras. La primera pasada dejó el puente en pie y el líder de su escuadrón decidió atacar de nuevo. En el segundo ataque, Neil pudo ver cómo los pilares del puente se retorcían y la estructura se convirtió en un inservible amasijo de hierros al recibir el impacto de las bombas.

Neil tiró de la palanca de control para subir, y entonces se dio cuenta de que iba derecho contra un cable defensivo tensado de una cima a otra en la montaña. El alférez sabía que, si lo golpeaba, el cable rebanaría a su Panther con la misma facilidad que un afilado cuchillo corta un plátano. Apenas tuvo tiempo para reaccionar y en el terrible impacto con la defensa enemiga se dejó la mitad de un ala. Volaba a 500 pies de altura y su velocidad era de unos 350 nudos. De pronto se agrandó el suelo, Neil pensó que iba derecho a descalabrarse contra aquella tierra verde de las riberas y reaccionó muy deprisa. Trató de compensar con los alerones la pérdida de la mitad del ala de estribor para estabilizar el avión y empezar a ganar altura otra vez. Su Phanter volaba a pocos metros del suelo. Lo consiguió, el avión levantó el morro y el paisaje dejó de ser verde para colorearse de azul con manchas blancas; el respaldo se había inclinado hacia atrás.

Se puso en contacto con su líder por radio, para informarle de lo que le había ocurrido y que tendría que efectuar un aterrizaje a gran velocidad en el portaaviones. Neil estimó que a no menos de 170 millas por hora. Si bajaba de esa velocidad no podría mantener estabilizado el avión. Imposible. Igual de imposible que aterrizar sobre la cubierta del portaaviones tan rápido. No había otra solución que la de saltar del avión utilizando el mecanismo de eyección. El líder le dijo que eso era lo que tenía que hacer.

Volaban hacia el sur, pero aún estaban sobre territorio enemigo. El líder lo acompañaría hasta el aeródromo K-3 de Pohang. En aquella zona, controlada por su Ejército, se eyectaría desde una altura de 14°000 pies.

Neil empezó a repasar mentalmente el procedimiento. Era una operación muy peligrosa porque la catapulta lo había lanzado del portaaviones con una aceleración de 2 g, es decir, dos veces su propio peso. Esa fue la sensación que había sentido en la espalda aquella mañana al despegar del USS Essex. Ahora, al abandonar la cabina tendría que soportar una aceleración de 22 g, o con suerte algo menos. Las vértebras sufrirían una carga terrible y el exterior lo recibiría con un viento huracanado de más de 200 kilómetros por hora. Tenía que colocar bien sus hombros, los brazos y las piernas, para evitar sufrir daños y era imprescindible que la eyección se produjera con el avión en la posición correcta. Neil supo cómo era el horror que todos los pilotos temen al imaginar que quizá alguna vez se pueden ver obligados a pasar por aquel trauma.

Siguieron volando hacia el sur, uno al lado de otro: el líder y el alférez. Sobrevolaron varios poblados en Corea del Norte y desde algunos pudieron ver la humareda de los disparos con que los recibieron, pero Neil estaba concentrado en lo suyo y repasaba mentalmente una y otra vez el procedimiento de eyección.

Cuando llegaron a Pohang el líder le dijo que estabilizara el avión a 250 millas por hora. Era la velocidad correcta.

Tiró de los cabos. La aceleración hizo que se sintiera reducido a una pequeña pelota al tiempo que notaba como ascendía a gran velocidad montado en el asiento. Se abrió un paracaídas, el ruido del viento fue acallándose y notó un fortísimo dolor en la rabadilla. La terrible aceleración abandonó su cuerpo; se sintió flotando en el aire, ligero. Entonces se liberó del arnés para echarse hacia adelante y saltar al vacío. Contó hasta cinco, despacio, antes de tirar de la anilla de su paracaídas que se abrió suavemente. Cuando pudo verlo, blanco y grande, sobre su cabeza, a la vez que caía despacio hacia el verde desde el cielo tan azul, Neil se sintió feliz.

Una vez en tierra, los militares del aeródromo se ocuparon de él.

Nadie sabía entonces que aquél hombre llegado del cielo se llamaba Neil Armstrong y, pocos años más tarde, se convertiría en el primer espécimen del género humano que pisó la Luna.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Pilotos en Colombia

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José Cicerón, Bogotá 1911

¡Que guarden la resolana! ¡Que prendan la gasolina! Ya gira la mariposa, ya va para el sur el viento; ¡espérense otro momento porque se dañó una cosa! Con su traje de montar y encaramado en el ave, ni el piloto mismo sabe donde puede ir a parar. Al fin el bicho se arranca traqueando como una fiera; cuatro cuadras de carrera, medio revuelo… y se tranca! ¿Tal vez un dolor le asiste en la pechuga o la cola? El cuadro es de lo más triste: Un mueble que se resiste, y un volador que no vola (El Gráfico, serie V, No. 44, Bogotá, 24 de junio de 1911, s.p.).

El fragmento de este poema se atribuye al poeta bogotano Víctor Martínez Rivas y lo publicó El Gráfico poco después del segundo intento, por conseguir que una máquina más pesada que el aire volara en Colombia.

En 1911, un grupo de empresarios colombianos, pertenecientes al Polo Club de Bogotá, contrató al piloto francés Paul Miltgen para que hiciera una demostración de vuelo sobre los terrenos del club. Nunca antes otro piloto había volado en el país con un aeroplano. El avión era un Blériot XI, el mismo modelo con el que Louis Blériot sobrevoló el canal de la Mancha, de Francia a Inglaterra, por primera vez en la Historia, el 25 de julio de 1909. Sin embargo, en abril de 1911, Paul Miltgen no pudo despegar en Bogotá porque el improvisado aeródromo estaba a 2640 metros de altura, sobre el nivel del mar, y en esas condiciones la potencia del motor se reduce considerablemente. El aeroplano se estrelló contra una cerca. Los empresarios, para recuperar la inversión, colgaron los restos del aparato del techo del Salón Egipcio, en el Parque de la Independencia, y cobraron una entrada a los visitantes que desearan contemplar al avión. Se dice que el Gobierno quiso imponer una tasa que hubiera perjudicado el exiguo negocio de los empresarios, pero al final desistió ya que hubo voces que dijeron que en todas partes las autoridades, en vez de trabas al desarrollo aeronáutico, solían poner ayudas.

Según parece, en mayo de 1911, se produjo otro intento de remontar el vuelo en Bogotá. Un colombiano entusiasta de la aviación, emprendedor, inquieto y multifacético, José Cicerón Castillo, modificó el Blériot XI añadiéndole otro plano, con lo que pretendía incrementar la sustentación del aparato, y anunció su intención de conseguir lo que no había podido lograr el francés. El segundo y fallido intento de vuelo pasó a la Historia gracias a la fotografía y la ingeniosa coplilla del poeta bogotano. El avión quedaría abandonado en un rincón del club.

Don José Cicerón, a quien se le conocía con el sobrenombre de Jotacé, trató de convencer a sus coetáneos para que Colombia tomara la iniciativa en aquella nueva actividad, la aeronáutica, pero con poco éxito. Fue un canadiense, John Smith, el primero en volar en Colombia, al año siguiente, en 1912.

He escrito, “se dice” y “según parece” porque sobre todo lo anterior he tenido la oportunidad de leer versiones contradictorias. La reconstruida aquí es la que me parece más verosímil. La historia de la aviación en Colombia no deja estar llena de sorpresas y acontecimientos que sobrepasan las fronteras de lo imaginable. Según Arias de Greiff, historiador, el origen de la Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos SCADTA, que con el tiempo se convertiría en AVIANCA, es distinto al que siempre se ha contado. Un aventurero alemán, Fritz Klein, llegó a Colombia en 1902 en busca de piedras preciosas. Le costó 23 días subir el río Magdalena y en algún recóndito lugar se encontró con un nativo que había localizado el paradero de las minas de esmeraldas, de Chivor, en el archivo colonial de un monasterio en el sur del país. El colombiano falleció después de pasarle la información a Klein y el alemán verificó que la historia era cierta. Klein viajó a Alemania en busca de ayuda y regresó a Colombia con un experto. La I Guerra Mundial los sorprendió en Chivor y tuvieron que regresar a su país en donde Klein aprendería a volar. Cuando finalizó la guerra Klein regresó a Colombia y en el Club Alemán sugirió la idea de que una línea aérea que volara a lo largo del río Magdalena, facilitaría las comunicaciones que entonces cubría un lentísimo vapor y podía ser un buen negocio. El proyecto tuvo una excelente acogida y un grupo de alemanes y colombianos fundaron SCADTA. A Klein no le interesaban los aviones y al poco tiempo abandonó la empresa aérea para perderse en la selva tras las esmeraldas. Durante algún tiempo tuvo una participación importante en las extracciones mineras de Chivor y se haría famoso por encontrar la Esmeralda Patricia, de 632 kilates, que donó al Museo Americano de Historia Natural de Nueva York.

Mientras Klein buscaba esmeraldas, la nueva compañía aérea empezó a volar con hidroaviones en rutas que se extendían a lo largo de los dos principales ríos del país: el Magdalena y el Cauca. En 1923, otro gran piloto colombiano, José Ignacio Forero, se incorporó a SCADTA. Por entonces era un joven militar que, a sus 20 años, el Ejército ya lo había formado como piloto, pero como la milicia no disponía de una flota aérea, Forero no podía mantenerse entrenado. Forero llevaba en el Ejército desde los trece años, cuando un amigo suyo le dijo que si se ponía un pantalón largo igual le daban trabajo en Artillería. Eso hizo, se presentó de largo en el cuartel y al poco tiempo estaba arreglando piezas en el taller. Era un buen mecánico y con el tiempo su comandante lo premió con un curso de vuelo.

Pero, sin aeronaves que volar, Forero ingresó en la compañía SCADTA que le ofreció trabajo en el taller de mantenimiento de motores de Barranquilla; casi todos sus compañeros de oficio eran alemanes. Muy pronto empezó a volar como copiloto. Su trabajo consistía en arrancar los motores; muchas veces con el avión flotando a la deriva, río abajo, se desplazaba sobre el ala hasta el propulsor para impulsar con las manos la hélice; algo que tenía que hacer, tantas veces como fuera necesario, hasta que el motor empezara a girar con pequeñas explosiones. Luego, regresaba a la cabina y despegaban. A principios de 1924 la empresa adquirió aviones con ruedas para llevar carga y correo a poblaciones alejadas de los ríos.

En diciembre de 1924, durante el primer vuelo en un avión con ruedas a Medellín, Forero experimentó su primer aterrizaje de emergencia sobre las copas de los árboles. La práctica de este ejercicio le permitiría en el futuro evitar a sus pasajeros experiencias más desagradables, en situaciones en las que los motores dejaban de funcionar. El piloto se lamentaba de que los pasajeros no entendieran las dificultades que ese ejercicio planteaba: “Tengo que decir que la gente no aprecia la habilidad de aterrizar en las copas de los árboles y la frialdad mental que se requiere para llevar a cabo esa maniobra”.

José Ignacio Forero reingresaría en la Fuerza Aérea de su país, después de una larga estancia en Estados Unido, donde dirigiría el departamento técnico. Años más tarde fue nombrado Director General de Aeronáutica Civil y se retiró en 1962 con la graduación de coronel.

Sobrevolar picos, valles inundados, selvas, parajes inhóspitos, bajo lluvias torrenciales, sería el día a día de aquellos primeros pilotos colombianos y extranjeros que abrieron las rutas aéreas de su tierra mágica. Algunos, como Jotacé, fueron visionarios, otros como Fritz Klein buscaban esmeraldas y muchos, como José Ignacio Forero, hicieron de la aeronáutica su vida.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Anthony Fokker

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El fabricante de aviones, Anthony Fokker, fue un personaje muy singular. En mi libro De Los Ángeles al cielo cuento cómo, a finales de 1933, se entrevistó con Donald Douglas y voló el DC-1 que la empresa de California aún no había entregado a su cliente: la TWA. Fokker se dio cuenta enseguida de que ese avión era el que necesitaba la industria aeronáutica y consiguió cerrar con Douglas un acuerdo para venderlo fuera de Estados Unidos y fabricarlo en Europa. Entre Anthony Fokker y Donald Douglas se estableció una relación de amistad que duraría hasta la inesperada muerte del holandés, en 1939, cuando tenía 49 años.

Tony, que así le llamaban sus amigos, alcanzó el cénit de la fama durante la I Guerra Mundial, como fabricante de aviones para la Alemania del káiser Guillermo II. Hijo de una familia acomodada, su padre había acumulado una considerable fortuna en Java, donde nació Tony, en la plantación de café familiar. Los Fokker regresaron a Holanda y se establecieron en Haarlem, cerca de Amsterdam, adonde pensaron que sus hijos podrían recibir una educación más esmerada. Anthony, las escuelas y los profesores nunca se llevarían bien, por lo que –en vez de estudiar en una universidad convencional, como Delft− decidió trasladarse a Alemania para hacer un curso de aviación práctica en la escuela de Zalbach. A Fokker se le habían metido los aviones en la cabeza y ya nunca saldrían de ella.

A finales de 1911 la aviación era una actividad que acababa de nacer, pero Fokker ya había construido su primer avión, tenía una licencia de piloto y se instaló en Johannisthal, un aeródromo próximo a Berlín que se había convertido en el centro neurálgico adonde acudían todos los interesados por la aeronáutica en Alemania durante aquellos años. Gracias a una importante ayuda económica familiar, a sus extraordinarias dotes como piloto y sus habilidades sociales, el joven Anthony consiguió montar una escuela de pilotos, en Johannisthal, en la que alumnos e instructores volaban con aviones de Fokker y que, muy pronto, adquirió una bien merecida fama. Los militares se fijaron en la escuela y Tony firmó un contrato de formación de pilotos para el Ejército. Como en Johannisthal las instalaciones estaban saturadas, fueron los militares quienes favorecieron que trasladara la escuela de pilotos a otro aeródromo. El gran negociante que llevaba Tony en el alma adquirió cerca de la ciudad de Schwerin, unas magníficas instalaciones a un precio irrisorio y allí instaló su escuela de pilotos militar.

En 1912 un piloto que trabajaba para el fabricante francés Louis Blériot, Adolphe Pégoud, conmocionó al mundo aeronáutico cuando, por primera vez y con un avión reforzado para la maniobra, efectuó en el aire una espectacular figura acrobática: el rizo. Rizar el rizo consistía en recorrer con el avión una trayectoria circular en un plano vertical, con el avión completamente invertido en la parte más elevada de la circunferencia. Para efectuar esta acrobacia, Adolphe Pégoud, se puso unos arneses de seguridad que lo sujetarían mientras volara con la cabeza boca abajo. En otoño de 1913, el piloto francés hizo una demostración en Johannisthal y dejó boquiabiertos a sus colegas alemanes. Tony se prometió a sí mismo que él tenía que efectuar el primer rizo a bordo de una aeroplano, en Alemania. Y así fue.

Sin que nadie le enseñara a hacerlo, Anthony Fokker, en mayo de 1914, subió un día a su avión, ganó altura y se lanzó en picado, tiró de la palanca con fuerza, empezó a subir y casi sin darse cuenta notó que ya estaba colgado boca abajo, sujeto por unas cinchas; luego volvió a caer y se aferró con desesperación a la palanca, tiró de ella y consiguió salir del picado para volar en horizontal. En la maniobra, que había iniciado a unos 1500 pies perdió poco más de 200. El avión no se rompió y Anthony había completado con éxito su primer rizo. Cuando efectuó los siguientes se dio cuenta de que no era necesario hacer fuerza, con suavidad la maniobra salía mejor. Pronto aprendió que los espectaculares rizos eran, muchas veces, las acrobacias más sencillas que realizaba en las exhibiciones.

Tony se convirtió en el piloto más famoso de Alemania. Sus rizos fueron noticia en la primera página de la prensa en todo el país y los periodistas se referían a él como el “maestro del cielo”. Hizo exhibiciones en varias ciudades y su padre le envió una carta desde Haarlem: “Ahora es el momento de parar. La única cosa que te puede ocurrir a continuación es que te rompas el cuello”. El aviador no se detuvo, apenas había dado comienzo su carrera hacia el triunfo.

Cuando estalló la I Guerra Mundial, ya había conseguido sus primeros contratos con el Ejército para fabricar aviones, contratos que se verían incrementados al iniciarse el conflicto.

Fokker siempre confió en los pilotos que volaban en el frente para hacer valer sus aviones ante sus mandos, en las oficinas de Berlín, adonde los burócratas manejaban criterios que a veces se apartaban de las necesidades reales de la primera línea de fuego. Pasaba mucho tiempo en las unidades operativas escuchando sus opiniones y, cuando los pilotos tenían días libres, los invitaba a que visitaran su fábrica de Schwerin y a que pasaran unos días de ocio en la capital. En Berlín, Fokker tenía habitaciones en el hotel Bristol siempre disponibles para sus invitados y un programa de diversiones que pasaba por los mejores restaurantes de la ciudad, cabarets y cafés de moda, además de contar con una amplia y variada lista de admiradoras siempre dispuestas a compartir con los jóvenes aviadores tiernas experiencias.

Su primer gran éxito consistiría en inventar un sistema para sincronizar los disparos de la ametralladora con el movimiento de la hélice y permitir así disparar a través de las palas girando, sin dañarlas. En este blog he dedicado una entrada a este asunto (Anthony Fokker, el falso teniente…), por lo que no me extenderé aquí en ello, pero este mecanismo instalado en los aviones alemanes cambiaría por completo la guerra en el aire. A partir del verano de 1915 los monoplanos de la serie Eindecker, fabricados por Fokker, con el nuevo sistema de sincronización de disparo, se adueñaron del espacio aéreo y lograron una gran ventaja sobre la aviación aliada. Los meses que siguieron se conocerían como el “Azote Fokker” y la aviación alemana ejerció una abrumadora supremacía aérea. Así es como nació la aviación de caza, porque hasta entonces no se habían construido aeroplanos, como los Eindecker de Fokker, concebidos exclusivamente para derribar aviones enemigos. Estos aparatos del holandés no estuvieron exentos de problemas que causaron accidentes en las filas alemanas y el “azote” terminó cuando los aliados pusieron en servicio otros aviones, como el Nieuport 11 y el FE2b capaces de enfrentarse con éxito a los Eindecker. A principios de 1916 el poder aéreo empezaría a equilibrarse y las tornas cambiarían poco a poco hasta que los alemanes perdieron por completo la ventaja.

A lo largo de 1916 otros fabricantes, como Albatros, lograron imponerse a Fokker que siempre se quejaría del boicot que le hacían sus colegas de la industria alemana ya que no le suministraban los motores que necesitaba, le echaban en cara su condición de extranjero y hacían correr el rumor de que el dinero que ganaba lo sacaba del país. El holandés supo capear aquellos temporales y durante el conflicto bélico aún consiguió poner en el frente dos aviones que alcanzarían una gran fama: el Fokker triplano DR.1 y el biplano D-7. Este último sería uno de los mejores aviones de caza que volaron en los cielos de la guerra.

Experto en la defensa de sus propios intereses, Anthony se puso a salvo al final de la I Guerra Mundial, hizo que cruzaran la frontera dos trenes llenos con los aviones y motores que tenía en su fábrica de Schwerin –propiedad del gobierno alemán− y los almacenó en sus nuevas instalaciones en Holanda para venderlos a terceros países a buen precio; en un yate privado también logró sacar de contrabando valiosas pertenencias suyas que poseía en la nación que tan bien le había pagado, mientras duró la guerra. El gobierno alemán lo demandó, pero parece ser que el pleito quedó resuelto mediante algún acuerdo en 1922 que le permitiría a Fokker vender aeroplanos en aquel país en el futuro.

Después de establecerse en Holanda, Estados Unidos sería el próximo objetivo del Fokker y allí hizo acuerdos con importantes grupos industriales estadounidenses. A mediados de 1925, Fokker producía en América un trimotor que le copió enseguida Ford y en 1929 se alió con la General Motors para fabricar un cuatrimotor con capacidad para 32 pasajeros, el F-32, que durante el vuelo de pruebas se estrellaría y el proyecto fracasó. Fokker tuvo mala suerte aquellos años, porque otro avión suyo, un trimotor F-10, sufrió un accidente fatal cuando volaba de Kansas City a Wichita el 31 de marzo de 1931, en una de las rutas regulares de la TWA. El suceso tuvo una gran repercusión en los medios. Uno de los pasajeros, que falleció en el accidente, era el famosísimo entrenador del equipo de fútbol americano de la Universidad Notre Dame: Knute Rockne. Después de la investigación, que efectuó la autoridad aeronáutica estadounidense, los F-10 se someterían a inspecciones especiales y las líneas aéreas dejarían de utilizarlo al cabo de poco tiempo.

Por eso, cuando Anthony Fokker voló en Los Angeles el DC-1 de Donald Douglas, comprendió enseguida que era el avión que la industria estaba aguardando y se las ingenió para firmar con su amigo un acuerdo de distribución internacional. En el libro De Los Ángeles al cielo, narro cómo Fokker consiguió introducir los Douglas en Europa, y en España en particular. Cuando el DC-1 llegó a España, a finales de 1938, allí se encontró con los DC-2 que había comprado LAPE, a través de Fokker, a la Douglas. A su llegada a Madrid, los DC-2 eran aviones comerciales de transporte de pasajeros, aunque mucho más rápidos que los cazas que entonces tenía la Fuerza Aérea española.

Fokker seguiría haciendo negocios en todo el mundo para Douglas hasta su prematura muerte en 1939. Fue un hombre desafortunado en el amor, se divorció de su primera esposa alemana con quién estuvo casado de 1919 a 1923 y su segunda mujer, estadounidense, es muy posible que se suicidara, en 1929, después de dos años de un matrimonio bastante desgraciado; sin embargo, el holandés, supo enriquecerse y ganar dinero en los dos bandos de un mundo dividido por una de las peores guerras de la Historia.

De Los Ángeles al cielo

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Manfred von Richthofen, el Barón Rojo

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Durante la Primera Guerra Mundial, en el oeste de Europa, la infantería de los dos bandos quedó atrapada en trincheras que apenas se movieron a lo largo del conflicto. Los intentos de romper las líneas del frente, de cualquiera de los contendientes, se resolvieron en batallas costosísimas en vidas humanas y efectivos militares. Los soldados se vieron condenados a llevar una existencia miserable en las trincheras embarradas y húmedas, sometidas al fuego incesante de la artillería enemiga. Millones de combatientes anónimos perdieron la vida en aquellos escondrijos, destrozados por los obuses o asfixiados por los gases venenosos que, por primera vez, se incorporaron al campo de batalla. Fueron tantos los muertos, en tantos frentes, que los individuos se desvanecieron en una masa indiferenciada de soldados cuyas vidas se descontaban por millares.

Aquel mundo sin personalidad, espeso y grisáceo, buscó la forma de redimirse con un pequeño grupo de luchadores que, en solitario, libraron batallas nuevas, hasta entonces desconocidas por los guerreros. Y los llamaron caballeros del aire. Como en las justas medievales, eran peleas entre dos, aunque luego serían entre muchos, y los ganadores se apuntaban los derribos de los enemigos. En torno a los caballeros del aire ─que se conocerían con el nombre de “ases”─ se edificó una leyenda. Se decía que los jóvenes pilotos vivían y morían de acuerdo con códigos no escritos, respetaban a sus enemigos y se consideraban miembros de una hermandad a la que los unía su condición de caballeros del aire. Para la fuerza aérea británica, Royal Flying Corps (RFC), la lucha aérea tenía connotaciones atléticas. Muchos de sus pilotos eran estudiantes deportistas de las mejores universidades del Reino Unido. En aquél mundo de justas y torneos, los pilotos se retaban en duelos aéreos, dejaban notas en los campos de vuelo enemigos y durante los combates se comportaban con la generosidad propia de los caballeros.

Sin embargo, la realidad era bien distinta. Aunque en algunos casos estos gestos, propios de juegos medievales, sí tuvieron lugar en el frente, por lo general la guerra en el aire fue menos romántica de lo que los cronistas quisieron inventarse para satisfacer un público harto de matanzas. Los jóvenes pilotos de caza, de poco más de veinte años los veteranos, tenían una vida muy corta y estaban sometidos a un estrés durísimo. Los aviones no eran excesivamente fiables y entre los accidentes durante el entrenamiento, los que se producían durante el vuelo y las bajas en combate hubo momentos en los que para los pilotos de la RFC, la vida media en el frente no pasaba de veintitrés días. Los pilotos lo sabían y la tensión que les producía la cercanía de la muerte era insoportable. En los barracones de los aeródromos los jóvenes pilotos liberaban sus frustraciones organizando auténticas batalles campales en las que destrozaban el mobiliario. Muchos se refugiaban en el alcohol o en el juego. Al cabo de unos meses su aspecto físico se deterioraba, padecían tics, deambulaban ensimismados por los aeródromos con la irritabilidad a flor de piel y el humor les cambiaba por completo. En esas condiciones la guerra no era más que un ejercicio cuyo objetivo único era el de matar enemigos a los que se les odiaba por necesidad.

¿Para qué dejar vivo a alguien que estaba allí para intentar matarte al día siguiente a ti o a cualquiera de los tuyos? Era la reflexión que se hacían muchos pilotos. Uno de los “ases” de la RFC, el canadiense Billy Bishop, cuenta que un día en el que estaba de servicio atacó a un avión enemigo, con dos asientos, que huyó de inmediato y consiguió aterrizar perfectamente, entonces relata que “me llenó de una furia imponente” y le “juró venganza eterna a todos los aviones enemigos de dos plazas”. Para demostrarlo picó y le dio una pasada rasante al avión en tierra, a pocos pies del suelo, disparándole con rabia: “Tuve la satisfacción de saber que el piloto y el observador debieron ser alcanzados o aterrorizados casi hasta morir”.

Las batallas aéreas no eran justas ni torneos, no eran juegos de ninguna clase, eran ejercicios en los que, más tarde o más temprano, los actores perdían sus vidas.

Cuando empezó la guerra, en 1914, los aviones eran una invención muy reciente. Los militares se dieron cuenta de que servían para observar los movimientos del enemigo y tomar fotografías de sus posiciones; también que podían ayudar a la artillería a corregir sus disparos y hasta cabía emplearlos para lanzar granadas o bombas sobre objetivos, detrás de las líneas enemigas. La mayoría de los aeroplanos llevaban dos cabinas descubiertas, una para el piloto y otra para el observador y una hélice delante (tractora) o detrás (de empuje). Algunos observadores se armaron con rifles o pistolas que utilizaban para disparar a los aviones adversarios si los encontraban en sus misiones de exploración. Cuando esto ocurría se solían cruzar algunos tiros, más para dejar clara la enemistad que se tenían que para herir a los contrincantes, porque hacer blanco era casi imposible. Para mejorar la eficacia de las armas de a bordo se empezaron a montar ametralladoras en la posición del observador, pero el problema era que las hélices de los aviones tapaban un sector importante a través del que no se podía disparar. Los aviones enemigos sabían utilizarlo para evitar el fuego de los adversarios.

A principios de 1915 el piloto francés Roland Garros colocó unos deflectores para proteger las hélices y probó a disparar con su ametralladora a través de las palas en movimiento; si las balas golpeaban las palas los protectores hacían que salieran despedidas sin romperlas. El sistema, aunque muy rudimentario y peligroso para el piloto, funcionaba con muchas limitaciones. Aun así y todo, con la ametralladora disparando hacia el morro, a través de la hélice, Roland Garros consiguió algunos derribos de aviones alemanes. Los franceses celebraron el éxito de Garros. El inventor alcanzó una gran popularidad y se convertiría en el primer “as” de la guerra.

Sin embargo, el “as” francés tendría mala suerte. El 18 de abril, por la tarde, Roland Garros fue derribado en una misión de bombardeo sobre la estación de ferrocarril de Courtrai. Un soldado alemán, Schlenstedt, le disparó con su rifle y la bala rompió el tubo de alimentación de combustible de su Morane. El motor se paró y tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia en una zona controlada por el enemigo. Garros incendió su aparato, como mandaban las ordenanzas, pero los alemanes llegaron a tiempo de recuperar parte de su avión y lo detuvieron.

Cuando los alemanes supieron quién era el piloto, enviaron a toda prisa los restos del avión a Berlín. Desde allí avisaron a Fokker para que acudiera para examinar el dispositivo del francés y el holandés recibió el encargo de idear una solución parecida, a la mayor brevedad posible. En cuestión de días se le ocurrió un dispositivo muy ingenioso en el que era la hélice, al girar, la que hacía disparar a la ametralladora, en el momento justo en que quedaba un hueco entre las dos palas. Después de probar su invento, en el frente, Fokker empezó a montar el mecanismo en todos los aviones alemanes.

El primer avión dotado con un sistema eficaz de disparo a través de las hélices fue un monoplano fabricado por Anthony Fokker: el Eindecker E-1. Apareció en el frente a principios del verano de 1915 y enseguida se convirtió en un arma terrible, no tanto por sus prestaciones como aeroplano sino por su extraordinaria capacidad para hacer fuego a través de las hélices. Era el primer avión de caza, cuya única misión era la de derribar a otros aviones. Los Eindecker inauguraron lo que se denominaría como el “Azote Fokker” y se adueñaron de los cielos de la guerra durante bastantes meses.

Oswald Boelcke y Max Immelmann, alcanzaron fama como pilotos de combate con los Eindecker a partir de agosto de 1915, mes en el que empezarían a derribar aviones enemigos con aquél monoplano. Fueron los primeros “ases” alemanes. En enero de enero de 1916, el káiser Guillermo II les concedió la medalla Pour le Mérite a los dos aviadores Se trataba de una altísima distinción que el káiser otorgaba a militares o civiles que acreditaran la consecución de resultados excepcionales. Su nombre, francés, se debía a que había sido establecida por Federico II de Prusia, “El Grande”, en una época en la que el francés era el idioma oficial de la corte prusiana.

Immelmann y Boelcke se convirtieron en héroes populares. Immelmann recibía todos los días unas cincuenta cartas, sobre todo de admiradoras, que le enviaban felicitaciones, declaraciones de amor, rosarios y estampas. Su ordenanza se encargaba de atender el correo, ya que él no disponía de suficiente tiempo para hacerlo. Cuando Boelcke visitó Frankfurt, en primavera de 1916, en las calles la gente se arremolinaba para verlo. En la Ópera la audiencia se levantó para aplaudirle y el tenor le dedicó una de sus actuaciones.

La vida de Max Immelmann, como héroe, fue muy corta. En junio de 1916 murió en el frente durante un combate aéreo. Ni siquiera había transcurrido un año desde que, por primera vez, cuando era un piloto desconocido ante la opinión pública, se subió a un Eindecker para iniciar su efímera y brillante carrera de piloto de caza.

Con la aparición del Nieuport 11, Bébé, y los FE2b, los Eindecker ya habían empezado a perder el liderazgo desde hacía algunos meses. Aunque eran aviones que no disponían de mecanismos para disparar a través de las hélices, el Nieuport llevaba una ametralladora fija sobre el ala superior y el FE2b montaba un sistema de disparo muy versátil en la posición delantera del observador. La muerte de Immelmann marcó el final del “Azote Fokker” y tuvo consecuencias importantes en la moral de la aviación alemana. El mando decidió que no se podía permitir el lujo de perder otro héroe nacional en un periodo de tiempo corto, y ordenó a Boelcke que abandonase sus misiones aéreas. Oswald fue enviado a Austria, Bulgaria y Turquía para dar charlas a otros pilotos. Sin embargo, Boelcke empezó a aburrirse muy pronto de aquella ocupación en la que se sentía incómodo, rodeado de aduladores y se reincorporó al frente.

Boelcke también moriría pronto. El 28 de octubre de 1916 el piloto alemán había acumulado 40 victorias y combatía sobre los cielos de Pozières. En una de las maniobras su aparato chocó con el de un piloto de su unidad, Erwin Boehme, y cayó a tierra. Oswald Boelcke murió en aquel accidente. Se celebraron dos grandes funerales de Estado en su honor y un decreto Imperial ordenó que su unidad adoptara el nombre Boelcke, en memoria del padre de la aviación de caza alemana.

Cuando Boelcke sufrió el accidente que le costó la vida, uno de sus pilotos ya había empezado a destacar, se llamaba Manfred Richthofen. Boelcke lo había elegido para que formara parte de su escuadrón y a finales de octubre de 1916 ya contaba con 6 victorias. La primera había tenido lugar el 17 de septiembre. Oswald salió con cinco de sus jóvenes pilotos, novatos, y los llevó hacia las líneas británicas en busca de enemigos. Sus pupilos sentían auténtica devoción por Boelcke; sus palabras eran sagradas. Les había dado instrucciones precisas de lo que tenían que hacer. Richthofen cayó sobre un FE2b y al principio se le escapó, pero cuando el británico pensaba que estaba fuera de peligro, el alemán se le acercó por detrás y abrió fuego. El observador había sido alcanzado y su ametralladora apuntaba hacia el cielo; el motor del avión se paró y el piloto logró aterrizar en territorio alemán. Richthofen lo siguió hasta el suelo para aterrizar también cerca del lugar donde unos soldados alemanes habían acudido al ver el avión enemigo. Manfred llegó al avión cuando los soldados sacaban el cuerpo muerto del observador y se llevaban al herido. Tras su inspección en tierra regresó al aeródromo para incorporarse al grupo de Boelcke que analizaba con sus alumnos los detalles del combate que acababan de efectuar. Desde entonces, Manfred von Richthofen empezó a coleccionar recuerdos, siempre que podía, arrancados a los restos de sus víctimas. Aquella tarde, el joven piloto, escribió una carta a su joyero en Berlín para encargarle una pequeña copa de plata, de unos cinco centímetros de altura, grabada con la leyenda: “1. Vickers 2 17.9.16”. Era la primera victoria, y se trataba de un avión Vickers de 2 plazas, conseguida el 17 de septiembre de 1916. Fue la primera de 60 copas más que una tras otra ordenaría fabricar a su orfebre particular. Tras conseguir 60 victorias, en septiembre de 1917, el joyero no pudo hacer más copas porque en Berlín no encontraba plata con qué fabricarlas.

Para Manfred sus víctimas no eran algo muy distinto a trofeos de caza. Desde muy pequeño había sentido pasión por aquella actividad. Con su primer rifle de aire comprimido había liquidado a los tres patos domésticos de su abuela que nadaban pacíficamente en el estanque. Ante los ojos de su aterrorizada madre se lo hizo saber a la abuela, que no quiso reprenderlo dada la franqueza con que se había expresado el muchacho. En su educación siempre primaría el culto al esfuerzo físico y la práctica del deporte. Ingresó en la escuela de caballería, se graduó como teniente y destacó como un hábil y sufrido jinete de carreras. Cuando cumplió 23 años la guerra lo había llevado a una trinchera en las proximidades del frente de Verdún en donde el joven teniente se aburría y detestaba aquella vida en un lodazal. Richthofen consiguió que lo admitieran a un curso de vuelo para oficiales en Colonia y en verano de 1915 empezó a volar en misiones de observación sobre el frente ruso. En uno de sus viajes en tren, reconoció a Oswald Boelcke y se acercó para preguntarle directamente cómo conseguía sus victorias. El “as” lo miró con sorpresa y le respondió que era muy sencillo, que volaba directo hacia el enemigo, disparaba y eso era todo: el avión contrario caía a tierra.

Richthofen decidió que quería volar su avión. Se había dado cuenta de que con un piloto controlando el vuelo y un observador la ametralladora, era fácil perder la sincronía necesaria. Si el piloto llevaba el avión directamente contra el adversario y las ametralladoras estaban fijas al cuerpo de la aeronave, entonces se podían conseguir los resultados de Oswald Boelcke y Max Immelmann. Manfred aprendió a volar y consiguió que Oswald lo alistara en su escuadrón, a finales del verano de 1916.

En enero de 1917, justo un año después de que el káiser otorgara la máxima condecoración alemana, Pour le Mérite, a Immelmann y Boelcke, Manfred von Richthofen recibió el mismo honor justo antes de hacerse cargo como comandante de su nuevo escuadrón (Jasta 11). Allí fue recibido como un héroe. Richthofen enseñaría a sus pilotos, que lo reverenciaban, la forma de entrar en combate y el modo de efectuarlo. Siempre les aconsejaría que se reservaran para ellos la decisión de aceptar o rechazar una proposición de combate. Para aceptarla deberían de disfrutar de una posición ventajosa, por su situación o por el avión que volaban. Mientras que los pilotos aliados tuvieron en gran consideración a Immelmann y Boelcke, su opinión respecto a Richthofen no gozó nunca de la misma unanimidad. Para algunos era un oportunista, un jugador de ventaja, que se aprovechaba de su condición de líder para anotarse victorias, mientras sus coreógrafos lo protegían, y opinaban que la mayor parte de sus derribos eran presas fáciles. Muchas lo fueron, pero no todas.

El 23 de noviembre de 1916, Richthofen se enfrentó al británico Hawker, el primer piloto de la RFC que había sido galardonado con la Cruz de la Victoria. El Albatros D-2 del alemán sí era superior al DH-2 de Hawker. El propio piloto reconoció que “mi avión ascendía mejor y conseguí situarme encima y detrás del inglés”. En un momento determinado, Hawker abandonó el combate y tomó rumbo hacia las líneas británicas, pero el alemán seguiría tras él disparando ráfagas cuando se acercaba a su blanco. A pesar del zigzagueo del británico, Richthofen consiguió alcanzarlo y derribarlo en territorio alemán. Aterrizó cerca de su víctima y pudo comprobar que Hawker había muerto de un balazo en la cabeza. Los soldados alemanes lo enterraron allí mismo, junto a los restos de su aparato y Manfred arrancó los trozos de tela del timón de dirección, en donde estaba grabada la matrícula del avión de Hawker, para llevárselos junto con la ametralladora. Fueron trofeos que pasaron a engrosar su macabra colección.

Uno de los caprichos de Richthofen en su nueva Jasta fue pintar su avión de un color rojo muy llamativo. Sus compañeros empezaron a preocuparse de que el aparato del líder resultara tan visible a sus enemigos y se imaginaron que muy pronto se establecerían premios y apuestas para derribarlo. Para tratar de disimular la presencia de Manfred, a quién se le empezaría a conocer como “Barón Rojo” o “Diablo Rojo”, los pilotos de su escuadrón consiguieron permiso para pintar sus aviones también de rojo.

El 2 de mayo de 1917 Manfred celebró su 25 cumpleaños con 52 victorias en su haber. Guillermo II lo invitó a su palacio a almorzar y el encuentro con el monarca estuvo lleno de sorpresas para el joven piloto. El káiser le regaló un busto suyo, en bronce y mármol, que llevaron al comedor dos criados. Después del almuerzo el monarca se extendió en un largo monólogo sobre la artillería antiaérea y cuando finalizó la disertación se quedó mirando a Manfred y lo señaló con el dedo: “Me han dicho que usted sigue volando ¡Tiene que tener mucho cuidado de que no le pase nada!”. Después se volvió a su ayuda de campo y le dijo: “¿Cómo es posible? ¿No le he prohibido volar?”. El oficial le explicó a su jefe que no era posible dejar en tierra a Richthofen, la Fuerza Aérea no estaba muy satisfecha con las operaciones de los cazas y el “as” de la aviación alemana debía contribuir de forma efectiva a la mejora de la situación. Al káiser es posible que no le convencieran las explicaciones de su subordinado, pero no tuvo otra alternativa más que aceptarlas. Le horrorizaba la idea de tener que enfrentarse a otro funeral de Estado que sumiría a sus aviadores en una profunda depresión y haría ver al pueblo que la marcha de la guerra no iba por tan buen camino como les contaban.

Aquel verano el “as” estuvo a punto de convertir en realidad los temores del káiser. En un combate aéreo recibió un balazo en la cabeza que le hizo perder la vista y el control muscular de pies y manos. Cayó hasta una altura de 800 metros y allí empezó a recuperar parte de sus condiciones físicas. Aterrizó, como pudo, cerca de Wervicq, en Bélgica. Tuvo la suerte de que la bala no atravesó el cráneo, aunque le produjo una fractura que le dejaría dolores de cabeza durante el resto de su vida.

Richthofen estuvo en el hospital de Courtrai hasta finales de julio y cuando se incorporó al frente anunció a sus pilotos que “muy pronto recibirían triplanos Fokker que trepaban como monos y eran tan maniobrables como el diablo”. Aquellos nuevos aeroplanos, que tampoco estuvieron exentos de problemas, fueron los que llevarían a los pilotos del Richthofen a la cima del éxito.

Los políticos alemanes trataron de utilizar la imagen de Richthofen para negociar la paz con los rusos o resolver problemas en las fábricas con los obreros. Tanto él, como su hermano Lothar que también fue un famoso piloto, trataron de servir a su Gobierno lo mejor que pudieron en aquellas misiones especiales.

El 21 de abril de 1918, en su estadillo particular el “as” alemán llevaba contabilizadas 80 victorias, justo el doble de las que consiguió su maestro: Oswald Boelcke. Había recibido muchas presiones para que se retirase, pero Manfred era un gran cazador y su deseo fue siempre conseguir un trofeo más. Despegó para combatir en el aire, pero no regresaría jamás.

Manfred von Richthofen siempre ha suscitado una gran controversia, aunque todos tienen que aceptar que fue el piloto de la Gran Guerra que anotó el mayor número de victorias en su palmarés.

 

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Ingenieros, curas y aviadores: los Loring

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La Pepa, avioneta E-2 de Fernando Rein Loring, 1932

El sacerdote jesuita, Jorge Loring, falleció el pasado 25 de diciembre de 2013 a los 92 años de edad. De su libro Para salvarte, se vendieron más de un millón de ejemplares en España. El padre Loring alcanzó una gran popularidad como predicador en las factorías navales de Cádiz adonde iban a escucharle tres o cuatro mil trabajadores todos los meses; también fue uno de los primeros clérigos de habla hispana que empleo con éxito los medios y las redes sociales para hacer apostolado. Había estudiado ingeniería en Madrid y a los 33 años abandonó su carrera para dedicarse al sacerdocio. Además de ser un gran viajero, grabó centenares de conferencias que hoy siguen disponibles en internet al alcance de cualquier interesado. Fue un hombre conservador a quién el concilio Vaticano II le obligó a revisar algunos de sus principios, aunque su profunda humanidad le permitiría estar siempre por encima de las cuestiones ideológicas.

La existencia del padre Jorge Loring fue la de una persona que vivió con intensidad, entregado a sueños e ideales que lo empujarían a predicar sus verdades por todo el mundo. Falleció dos siglos después de que otro hombre, de quien heredó su entusiasmo, arribara a Málaga en 1810: su tatarabuelo George Loring James, el primer Loring de la saga familiar española que lleva su apellido. Entre estos dos grandes personajes, de la Historia que se escribe con letra pequeña, hubo otros Loring cuyas vidas no pasaron desapercibidas.

En sus escritos, el padre Loring recuerda cómo el gran acontecimiento de su época escolar fueron los viajes en avioneta a Manila de un familiar suyo: Fernando Rein Loring. También relata episodios de su niñez, como los que protagonizaba su familia cuando viajaba en avión a Barcelona, desde Madrid, y el periódico ABC distribuía la noticia con una foto de los señores de Loring en la que aparecían con sus ocho hijos y la institutriz, justo antes de embarcar, delante del avión. Los aviones serían muy importantes en su niñez. El que llegaría a ser un famoso predicador se curó la tosferina volando de pie, en una cabina abierta, sobre la sierra del Guadarrama. El piloto ─ que trabajaba en el taller de su padre─ después de los ejercicios aéreos en la montaña, bajaría a Madrid para dar alguna pasada al edificio donde vivía su novia, en la calle Alfonso XIII, con el futuro jesuita de pasajero, bien aireado y en la cabina. Y es que el padre de Jorge, Jorge Loring Martínez, ingeniero de caminos, era entonces dueño de un taller que fabricaba aviones en Carabanchel.

En 1810, George Loring James, capitán de barco estadounidense, nacido en Massachusetts y tatarabuelo del jesuita, desembarcó en Málaga; descubrió las maderas, los vinos, las pasas y las frutas de las tierras andaluzas y empezó a comerciar con ellos. En 1817 se casó con María Rosario Oyarzábal, de familia vasca afincada en Málaga; el estadounidense se quedaría allí para siempre. Los Loring-Oyarzábal tuvieron nueve hijos que se integrarían por completo en los círculos sociales de la clase acomodada malagueña. A lo largo del siglo XIX, los Loring emparentaron con los Heredia y los Larios, tres familias que contribuirían al gran impulso económico que tuvo la ciudad de Málaga durante la segunda mitad de la centuria.

El tercer vástago de George Loring, Jorge Enrique Loring Oyarzábal, heredó de su padre una habilidad extraordinaria para los negocios. Se casó con Amalia Heredia, que también pertenecía a una familia adinerada, propietaria de altos hornos y empresas navieras. Jorge Enrique estudió ingeniería de Caminos en Harvard, ingresó en la masonería, fundó el periódico El Correo de Andalucía, participó en la creación del banco de Málaga y también invirtió en sociedades mineras y de ferrocarriles. Pero, a Jorge Enrique, además de los negocios, también le interesaron la política y la sanidad pública. La reina Isabel II le concedió el título de marqués de la Casa-Loring en 1856, por su generosa intervención en la epidemia de cólera que asoló las costas del Mediterráneo español durante 1854 y 1855. El matrimonio Loring-Heredia poseía una finca en Málaga, La Concepción, en la que solía organizar reuniones a las que acudían políticos importantes, miembros de la aristocracia europea y la élite industrial y financiera andaluza; entre sus invitados solían figurar Cánovas del Castillo y la emperatriz Isabel de Austria. Cuando Jorge Enrique falleció, en 1900, dejó a sus herederos una gran fortuna. El primer marqués de la Casa-Loring fue bisabuelo del sacerdote Jorge Loring.

El mayor de los hijos del marqués, Jorge, heredó el título nobiliario. El tercero de sus hijos, Manuel Loring Heredia, ingeniero de minas, se casó con su prima Ana Martínez. Fue diputado por el partido Conservador y concejal del Ayuntamiento de Málaga. La saga de los Loring vivió momentos difíciles. Uno de ellos se produciría con la muerte violenta de Manuel, abuelo del religioso, cuando tenía 36 años, en 1891, asesinado en una reyerta con el director del Diario Mercantil por cuestiones políticas. A pesar de su corta vida, Manuel tuvo con su esposa seis hijos; el quinto de los vástagos fue Jorge Loring Martínez, padre del sacerdote.

Jorge Loring Martínez estudio ingeniería de Caminos en Madrid; en la escuela entablaría amistad con Juan de la Cierva, el inventor del autogiro. Jorge se aficionó a la aviación desde muy joven: sacó la licencia de piloto en 1916. Empezó a trabajar como director técnico en una empresa de Barcelona en donde conoció a Monserrat Miró Bordas con quién se casó en 1920; por ese motivo, el padre Loring nació en aquella ciudad en 1921. Jorge regresó a Madrid y en 1924 compró un terreno de 120 hectáreas, en Carabanchel, junto al aeródromo de Cuatro Vientos, para ubicar su factoría aeronáutica. Empezó fabricando el avión C-4 de Fokker, bajo licencia, pero muy pronto y con la ayuda del ingeniero Eduardo Barrón se dedicó a producir aeronaves de diseño propio. Barrón proyectó los aviones de Loring, el R-1, el R-2 y el R-3. De este último, la Aeronáutica Militar encargó 110 unidades a la fábrica del malagueño; fue el pedido más cuantioso, que se había hecho hasta aquel momento, de una aeronave diseñada en España. En 1930, Barrón diseñó y construyó en el taller de Loring la avioneta E-2 y al año siguiente se fabricarían tres o cuatro más.

La familia Loring Martínez era muy religiosa: de ocho hermanos, el primogénito, Jorge, ingresó en la orden jesuita, cinco harían votos como religiosas y el otro varón de la familia también tomó los hábitos de San Ignacio; solamente una hermana, Carmina, contrajo matrimonio. La tragedia volvió a ensombrecer la vida de los Loring, en 1936, cuando el padre de los ocho Loring Martínez fue fusilado por un grupo de incontrolados, en Madrid, poco después de que se iniciara la guerra civil. Pero, sus 46 años de vida le bastaron para ser uno de los grandes impulsores de la aeronáutica en España. Ninguno de sus hijos seguiría los pasos del padre, a pesar de que Jorge estudió ingeniería. Su primogénito, alcanzó más popularidad que él, aunque con un trabajo muy distinto: como predicador y apóstol de la fe católica.

La fábrica de Loring se trasladó a Alicante durante la guerra y se reabriría en Madrid, al acabar el conflicto, con otro nombre (AISA); otras personas y antiguos directivos de la sociedad levantaron el negocio, que había iniciado Loring antes de la guerra, y que aún viviría épocas de esplendor.

Para el padre Jorge Loring Miró, tataranieto de George Loring James, lo más notable de su época como estudiante en el colegio fue seguir día a día el viaje de Fernando Rein Loring, con su avioneta E-2, hasta Manila. Fernando Rein era otro fanático de la aviación. Con el padre del jesuita compartía, como bisabuelo, al estadounidense fundador de la dinastía: George Loring. En 1932 era un piloto conocido en el mundo aeronáutico porque ya contaba con unas 2500 horas de vuelo, hechas mientras servía al Ejército en África y después en una empresa de fotografía aérea. A Fernando le pareció que la avioneta E-2 fabricada en los talleres de su pariente Jorge y diseñada por Eduardo Barrón, que ya había participado en la primera vuelta aérea a España, se adecuaba bien para realizar su ambicioso proyecto de volar desde Madrid hasta Manila. Era un aparato lento, robusto, construido con madera, reforzada con tubos metálicos ─una innovación que había introducido el fabricante holandés Anthony Fokker hacía ya muchos años─ y recubierta de tela. La avioneta original se modificó en los talleres de Loring: el puesto delantero fue eliminado, en las alas se ubicaron depósitos de combustible de mayor capacidad y se instaló un motor Kinner radial de cinco cilindros en estrella que suministraba 100 CV de potencia. La avioneta tenía, así, una autonomía de unos 1300 kilómetros.

El vuelo de Madrid a Manila ya se había hecho antes, pero no en solitario. En 1926 habían volado a Manila 3 Breguet-19 de la Patrulla Elcano. Fernando estimaba que consumiría unos 2000 litros de gasolina y más de 200 de aceite y que tendría que volar 16 000 kilómetros para llegar a su destino, en 13 etapas. Cada etapa se correspondía con un día de vuelo, en nueve efectuaría dos saltos y en el resto sólo uno. El proyecto de Fernando Rein contaba con pocas ayudas oficiales, aunque después del vuelo se le otorgarían algunas que llegaron a cubrir menos de la mitad de los costes. El avión fue bautizado con el nombre de La Pepa en una ceremonia en la que las hijas de Jorge Loring actuaron como madrinas.

Con una maleta en la que apretujó la ropa, nueve litros de agua, una cantimplora, algunos víveres, un cuchillo, una pistola, piezas de repuesto del motor, otra hélice de recambio, botes de humo y cohetes de señales, Fernando Rein despegó de Cuatrovientos (Madrid) el 24 de abril de 1932 a las 6:25 para cubrir su primera etapa hasta Málaga. A partir de aquel momento, el pequeño Jorge Loring Miró, desde su colegio, seguiría con los ojos muy abiertos, en un tablero que pusieron en su clase, el viaje del famoso aviador. Una etapa tras otra se irían marcando con chinchetas y anotaciones. Málaga, Argel, Trípoli, Bengasi, El Cairo…Pero, nadie en el colegio de Jorge sospechaba lo mal que lo estaba pasando su pariente. Un depósito de queroseno, ubicado encima de su cabeza, perdía combustible y el piloto se empapaba del líquido viscoso y de olor penetrante, lo que, además de ser muy desagradable y causar un serio peligro de incendio, también acortaba la autonomía de la avioneta. El problema se agravó cuando sobrevoló el desierto de Arabia, donde las turbulencias, originadas por las térmicas, sometieron al tanque de combustible a deformaciones que ahondaron sus grietas. Fernando consiguió que lo reparasen, aunque no del todo, en un aeropuerto. Logró subsanar el fallo definitivamente, casi al final del periplo, untando con jabón el exterior del tanque. Pero, todas aquellas desventuras, como los calentamientos del motor y muchas más, nunca aparecerían en el tablero de la clase del pequeño Jorge que observaba atónito cómo Fernando daba saltos, a lo largo del planeta, en su viaje hacia Filipinas. Y así, hasta Hong Kong. Allí llegó con algo de retraso, en junio y, para sorpresa de todos, allí dio la impresión de que se había pegado al tablero: durante los días que siguieron, el avión no conseguía avanzar, con lo poco que quedaba ya para llegar a Manila.

Fernando tuvo que permanecer casi un mes esperando a que las autoridades del gobierno de China le otorgaran permiso para aterrizar en Taiwán. Debido a los retrasos anteriores, cuando llegó a Hong-Kong la meteorología había cambiado y los vientos predominantes eran del sur, por lo que pensó que quizá debía hacer una escala intermedia en aquella isla, antes de saltar a Filipinas. Durante la espera conoció a un británico, aviador, que estaba también de paso. Le preguntó que de dónde venía y se enteró que de Londres y que, de allí, pensaba volar hasta Australia. Fernando le pidió que le enseñase con qué avioneta estaba efectuando aquel viaje tan ambicioso y cuando la vio, una Comper Swift, decidió que acababa de encontrar el aeroplano con el que volaría en su próxima aventura. Tardó muy poco tiempo en encargar al fabricante británico una de aquellas avionetas, por la que pagaría 25 000 pesetas.

Por fin, Jorge vio como el avión de Fernando volvía a moverse en el tablero de su clase y esta vez sería para dar un salto de Hong-Kong a Aparri (Filipinas) y al día siguiente, el 11 de julio, otro hasta Manila. Su pariente había llegado, por fin, a su remoto destino, esta vez con el pelo seco y sin olor a queroseno. Los homenajes y honores con que fue recibido Fernando en Filipinas los reproduciría la prensa española y los muchachos del colegio de Jorge seguirían las aventuras de su héroe: el gran aviador de la familia Loring.

Fernando dejó a La Pepa en Manila, con el encargo de que la vendieran y regresó a Madrid en barco. En la capital española fue condecorado con la Medalla Aérea, además de ser objeto de numerosos agasajos y ceremonias en las que se exaltaron sus méritos, muy al estilo de la época. Pero, el vuelo, a Manila, que a la postre se había hecho tan largo, no fue de su gusto, de forma que se puso a preparar el siguiente, esta vez con otro avión: el Compter Swift, al que bautizaría en Pamplona con el nombre de Ciudad de Manila. Lo decoró con pinturas de mozos corriendo los toros en San Fermín, chistularis, flamencos y del Gordo y el Flaco (Laurel y Hardi), acompañadas de leyendas que sugerían al público que visitara España (Visitad España). El fuselaje estaba pintado de rojo y el plano superior del ala de blanco, con la matrícula EC-AAT, muy visible. En esta ocasión, Fernando Rein consiguió una subvención de 40 000 pesetas.
Y por segunda vez, en el colegio del pequeño Jorge Loring se volvió a colocar el tablero, aunque ahora los saltos se sucedieron puntualmente, uno detrás de otro, desde que el 18 de marzo de 1933 despegó el Ciudad de Manila de Getafe. En una de las etapas la avioneta de Fernando, y su piloto, sobrevolaron tormentas de arena, soportando un calor asfixiante; aunque, de aquellos inconvenientes los escolares tampoco supieron nada. En Thakek la falta de visibilidad y el mal tiempo lo detuvo. Allí permaneció durante diez días aguardando a que la meteorología se arreglara. Cuando llegó a Hong-Kong, el 8 de abril, Fernando hizo que le revisaran a fondo al motor antes de dar el salto final sobre el Mar de China. La última etapa, de Hong-Kong a Manila, de 1140 kilómetros, la efectuó el 10 de abril. Cuando aterrizó en Filipinas, había recorrido 15 000 kilómetros en 82 horas y 40 minutos.

Fernando Rein Loring continuaría volando durante el resto de su vida profesional. En 1947 se convirtió en el primer piloto español que consiguió superar las 10 000 horas de vuelo; ese mismo año pilotó el avión DC-4 que traería a Eva Duarte de Perón a España. De 1942 a 1971 fue jefe de pilotos de la compañía Iberia y recibió la medalla de Mérito al Tráfico Aéreo al sobrepasar el millón de kilómetros volados. Pero, a pesar de sus aventuras de juventud, a Fernando siempre le gustaron los vuelos tranquilos, sin sobresaltos, mejor nocturnos y con la Luna llena. Murió en Málaga, en 1978.

Jorge Loring Miró, el sacerdote jesuita que siguió con entusiasmo las largas excursiones de Fernando Rein durante su niñez, volaría millones de kilómetros, en sus giras americanas como predicador, de conferencia en conferencia. Solía atribuir su éxito a que creía todo cuanto decía y sabía de lo que hablaba. También murió en Málaga, en 2013, y es posible que con él se fueran para siempre los últimos recuerdos vivos de la época de los grandes vuelos españoles.

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de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Kamikaze

Five kamikaze pilots playing with a puppy, May 26, 1945

Yukio Araki, con su cachorro

El modelo de Yukio Araki ganó el concurso de permanencia en el aire de aviones de papel que se organizó en su ciudad natal: Kiryu. El muchacho era un entusiasta de la aviación. En 1943, a los 15 años, fue admitido, como voluntario, en el Programa de Entrenamiento de Jóvenes Pilotos y se desplazó a la base aérea de Tachiarai, en Furuoka, donde recibió entrenamiento. Se graduó con la máxima puntuación en todas las disciplinas. Su primer destino lo cumplió en la base de Metabaru para completar su formación y de allí lo enviaron a Pyongyang, en Corea, a un escuadrón de aviones Mitsubishi K-51.

Yukio era feliz, había logrado lo que más deseaba en esta vida: pilotar aviones. Sin embargo, un viento divino cambiaría para siempre su vida. En febrero de 1945 todos los pilotos del escuadrón de Yukio Araki en Pyongyang se presentaron voluntarios para realizar ataques suicidas y convertirse en kamikazes.

Kamikaze significa “viento divino”. En el año 1281, el mongol Kublai Khan se aproximó a Japón al frente de una poderosa Armada. El Imperio estaba condenado a caer en manos del enemigo cuando, de pronto, una tormenta aniquiló las naves del invasor. Aquella fuerza que salvó a Japón de la destrucción fue el “kamikaze” o el viento divino. En el otoño de 1944, los líderes japoneses eran conscientes de que perderían la guerra y en un esfuerzo desesperado recurrieron a otras fuerzas extraordinarias para intentar salvarse: los kamikazes.

En octubre de 1944, el almirante Takijiro Onishi recibió autorización del ministerio de la Guerra para organizar el primer grupo kamikaze. El marino japonés decía: “Si nuestros jóvenes pilotos están en tierra, serán bombardeados y en el aire, derribados. Eso es triste…muy triste. Tokko (la organización de ataques suicidas) es para que los jóvenes tengan una muerte hermosa. Darles una muerte bella, eso se llama compasión”.

Los pilotos suicidas volarían con aviones japoneses Mitsubishi A6M, que se conocían también con el nombre de Zero, en los que transportarían una bomba de 225 kilogramos. El primer ataque kamikaze organizado de la Historia tuvo lugar el 25 de octubre de 1944, lo dirigió el teniente Yukio Seki, participaron 26 pilotos –la mitad de escolta y la otra mitad eran los kamikaze– y atacaron y hundieron el portaaviones estadounidense Saint Lo. A este le seguirían unas 3.400 misiones suicidas más que hundieron unos 40 barcos en el Pacífico y 16 en las Filipinas. Pero, esta vez el viento divino no destruyó a los enemigos del emperador que, a pesar de los kamikaze, no tuvo otra opción distinta a la de rendirse.

Los kamikazes eran voluntarios y había dos formas de solicitar el ingreso en las filas de los pilotos suicidas. La primera se hacía a petición del interesado y la segunda a través de una encuesta en la que a los participantes se les preguntaba si estaban muy interesados / estaban interesados / o no estaban interesados, en participar en los ataques suicidas.

Muy pocos kamikazes procedían del estamento militar profesional. Las escuadrillas de pilotos suicidas se nutrían principalmente de dos fuentes. La primera era la de los cadetes muy jóvenes que se habían formado en escuelas para muchachos que terminaban el bachillerato; casi todos estos eran menores de dieciocho años. La segunda fuente era la de los universitarios de élite que se habían incorporado forzosamente al servicio militar −a partir de 1943 se denegaron todas las prórrogas por estudios en las principales universidades del país− y habían ingresado en escuelas de vuelo. La casualidad hizo que el plan de kamikazes se pusiera en marcha, justo cuando estos dos grupos de personas finalizaban los programas de entrenamiento de vuelo.

Los jóvenes cadetes solían pedir el ingreso como kamikazes voluntariamente y el número de candidatos era muy elevado, con lo que las autoridades podían elegir a los pilotos más diestros. En cuanto a los universitarios se les solía hacer la encuesta porque el número de peticiones era menor y se seleccionaba a los que “estaban muy interesados”. Siempre hubo más voluntarios de los que el programa del almirante Onishi podía gestionar.

Yukio Araki creía que su vida pertenecía al emperador y que morir por él, para que su país lograra la victoria final, era el mejor uso que podía hacer de su existencia. Le habían enseñado que desde la época de los Samurai los guerreros debían contemplar la muerte como una parte más de la vida. El sacrificio del guerrero, al morir gritando banzai −que el emperador viva 10.000 años− era recompensado con el más alto honor, para él, su familia y su país.

Los mismos sentimientos de Araki los compartían todos los pilotos de su escuadrón y si alguno tenía alguna duda se vería sometido a unos remordimientos insoportables por no aceptar el sacrificio que sus compañeros estaban dispuestos a asumir; sobre todo cuando el sacrificio consistía en un gesto tan noble, tan elevado, como dar la vida por el emperador. La educación de aquellos jóvenes, durante el bachillerato y en la Escuela de Jóvenes Pilotos los había preparado para ofrecer con alegría y resignación su muerte por la patria y el emperador. No había nada negativo en aquél pensamiento.

Para los universitarios que habían solicitado participar en las operaciones de los kamikazes los sentimientos solían ser muy diferentes. Con más años y racionalidad, no podían evitar el dolor por la pérdida de la compañía de las personas que amaban y de los placeres que la vida les podía ofrecer, más aun cuando se encontraban en plena juventud. Su sacrificio por la patria, por la victoria e incluso por el emperador, les parecía un acto de suprema nobleza, pero no exento de un gran dolor.

A finales de marzo, Yukio Araki y sus compañeros de escuadrón volaron a la base aérea de Kakamigahara para preparar sus aviones para realizar los ataques suicidas. La unidad cambió de nombre y se denominó 72 Escuadrón Shinbu. Para ejecutar su misión necesitaban un pequeño entrenamiento. El vuelo que se les había encomendado parecía fácil, pero no era tan sencillo. En primer lugar, el avión llevaba mucho peso durante el despegue y no se podía tirar bruscamente de la palanca porque era fácil entrar en pérdida. A los alumnos se les ponía una carga y practicaban el despegue, en una pista suficientemente larga. Y había dos maneras de lanzarse contra un buque: cayendo en picado desde una altura de 16.000 a 20.000 pies o volar a 10.000 pies hasta divisar el blanco y aproximarse al buque a una altura de 650 a 750 pies sobre el mar. El primer método permitía acercarse sin ser visto, y la exposición a los cazas enemigos era menor, pero ejecutar una trayectoria de caída óptima no era fácil y muchos aviones se hundían en el mar o pasaban por encima del barco. El segundo, facilitaba corregir la trayectoria en todo momento y los radares no detectaban al avión del piloto suicida, pero planteaba la dificultad de tener que atravesar la cortina de agua que levantaban los cañonazos, bombas y aviones que caían al mar durante la batalla. Los instructores insistían en que lo más importante era no cerrar los ojos en el último momento. Al final, la velocidad del avión parecía aumentar desproporcionadamente, los objetos se veían con todo detalle y si el piloto cerraba los ojos, casi con seguridad, no acertaría a impactar en el centro de la diana que en su mente había dibujado. No tenía ningún sentido desperdiciar una vida.

Durante el tiempo que Araki estuvo en Kakamigahara aprovechó para ir a pasar un día con su familia. Los pilotos no podían hablar de los planes militares, pero la familia del muchacho tuvo que intuir cual sería el destino de Yukio cuando entregó les entregó tres cartas cerradas, una para sus padres, otra para su hermano mayor y otra para sus hermanos pequeños, con instrucciones de que las abrieran en caso de que falleciese.

Una vez que completaron los preparativos, los doce pilotos, con sus aviones, regresaron a Pyongyang, en Corea del Norte. Al poco de llegar, quizá por un error, el 21 de abril les dieron la orden de que se trasladaran a Nanking, en China. Allí fueron atacados por aviones P-51 estadounidenses y uno de los pilotos del escuadrón perdió la vida y otro resultó gravemente herido. Pocos días después, el 5 de mayo, Araki y sus nueve compañeros que habían salido ilesos del ataque recibieron la orden de trasladarse a la base aérea de Metabaru, en donde permanecieron hasta que fueron llamados a la base secreta de Bansei, en el extremo sur de Kyushu.

La misión del 72 Escuadrón Shinbu estaba prevista para el día 21 de mayo de 1945, pero debido al mal tiempo se pospuso para el día 27. El 20 de mayo, Yukio Araki, escribió en su diario: “He recibido la orden de partir mañana. Estoy profundamente emocionado y espero hundir uno (un barco aliado). Ya nos han visitado centenares de personas. Alegremente cantando la última despedida.” Ya no volvió a escribir más en su diario.

El 26 de mayo, un reportero desconocido fotografió a Yukio Araki con su cachorro, rodeado de otros compañeros. Al día siguiente, de madrugada, despegaron de Bansei hacia Okinawa los diez pilotos de su escuadrón, pero uno de ellos tuvo problemas con el motor y regresó a la base.

Fue el último vuelo de Yukio Araki. Y sería un viaje tranquilo, sin miedo. Todos los kamikaze que se vieron forzados a interrumpir la misión dieron una versión muy parecida de cuáles fueron sus sentimientos. En su vuelo suicida, Kiitchi Matsuura no sintió el mínimo temor, ya había asumido que iba a morir. Estaba tranquilo. Empezó a fallar su motor y tuvo que abortar la misión. Durante el regreso a la base pensó que caería al mar, quería salvarse y pasó mucho miedo.

Yukio Araki tenía diecisiete años y dos meses cuando llevó a cabo su última misión.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Los secretos de Charles Lindbergh

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Charles Lindbergh y Anne Morrow

Millones de personas se acuestan todos los días en París. Pero, el 21 de mayo de 1927, fue la primera vez que lo hizo una persona que el día anterior se había despertado en Nueva York. El viajero se llamaba Charles Lindbergh, tenía 25 años y esa noche había aterrizado en Le Bourget, después de cruzar el océano, en solitario, a bordo de su avión: Spirit of St Louis. La proeza le serviría para ganar el premio Orteig.

Raymond Orteig, había desembarcado en Estados Unidos cuando tenía 12 años, en 1882, con 13 francos en el bolsillo. Era uno de los muchos emigrantes franceses que llegaban al Nuevo Mundo en busca de fortuna. No todos la encontrarían, pero Raymond sí lo hizo. Empezó a trabajar como portero y veinte años más tarde era el propietario del hotel Lafayette de Nueva York. Durante la Primera Guerra Mundial, su hotel fue el favorito de los aviadores franceses que visitaban la ciudad norteamericana. En 1919, Orteig, con la ayuda técnica del Aero Club de América, estableció su premio, dotado con 25.000 dólares, para el primer aviador de un país aliado que volara, en cualquier dirección, de Nueva York a París. La validez del premio se extendía durante cinco años que transcurrirían sin que nadie lo ganase; Orteig lo prorrogó otros cinco más.

Cuando Lindbergh despegó del Roosevelt Field en Nueva York, Orteig estaba de vacaciones, con su esposa, en la ciudad francesa de Pau. Su hijo le envió un telegrama y el hotelero salió hacia Paris donde llegó a tiempo para recibir a Lindbergh en el aeródromo de Le Bourget.

Otros aviadores habían intentado ganar el premio a lo largo de los últimos meses. Al as de la aviación francesa de la Primera Guerra Mundial, René Fonck, se le había roto el tren de aterrizaje de su Sykorsky cuando trataba de despegar de Roosevelt Field, ocho meses antes. En el accidente perdieron la vida los dos tripulantes que le acompañaban. Un mes antes, dos aviadores de la Marina estadounidense, Noel Davis y Stanton Wooster también fallecieron en un accidente durante el despegue en el aeródromo Langley, en Virginia, cuando probaban el avión que tenían previsto utilizar en la travesía trasatlántica. Hacía un par de semanas, el 8 de mayo, otro as de la aviación francesa, el capitán Charles Nungesser y el navegante François Coli, habían despegado de París con un hidroavión Levasseur PL 8, rumbo a Nueva York, y se perdieron para siempre en el océano.

El viaje trasatlántico era peligroso y aunque a Lindbergh no le gustaba asumir grandes riesgos, siempre pensó que sin riesgo el éxito era imposible. Cuando despegó de Nueva York, la previsión meteorológica, sin ser muy mala, no era buena. Las borrascas le ayudaron a cruzar el océano en 33.5 horas. Había despegado del aeródromo Roosevelt a las 7:52 de la mañana del día 20 de mayo y aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget a las 10:22 de la noche del 21.

En París, Lindbergh fue recibido por unos 150.000 espectadores que lo sacaron de la cabina en volandas y tuvo que intervenir la policía, para evitar que el avión lo deshiciera el público y lo convirtiese en un montón de pequeños souvenires.

El avión, Spirit of St Louis, se construyó en la empresa que habían fundado Frank Mahoney y Claude Ryan, en San Diego, en 1925. Un ingeniero de dicha sociedad, Donald A. Hall, lo diseñó con el objetivo de ganar el premio Orteig de acuerdo con las ideas de Lindbergh. El 23 de febrero de aquél año, Lindbergh había encargado el avión por un importe de 10.580 dólares y el compromiso de que se construiría en dos meses. El piloto quería que llevase un solo motor porque era la configuración que le parecía más segura y su obsesión, desde el primer momento, fue la reducción de peso. No quiso transportar nada que no fuera absolutamente imprescindible, ni siquiera una radio, porque entonces estos equipos eran bastante pesados.

Antes de cruzar el océano con su avión, a Charles Lindbergh no lo conocía nadie. El histórico vuelo le otorgaría una fama como muy pocas personas habían acaparado hasta entonces. En Francia, el presidente de la República le otorgó la medalla de la Legión de Honor y regresó a Estados Unidos a bordo de un buque de la Marina estadounidense: el Memphis. Nada más llegar, aviones, buques de guerra y hasta un dirigible, lo escoltaron hasta la base naval en Washington DC. El presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge lo condecoró y el departamento de Correos emitió sellos con un mapa del vuelo del Spirity of St Louis.

A partir de entonces la vida del famosísimo Charles Lindbergh sería muy complicada.

En diciembre de 1927, el gobierno de Estados Unidos pidió a Lindbergh que efectuara un viaje oficial por Latinoamérica que facilitara a la diplomacia de su país estrechar lazos con sus vecinos del sur. Durante su estancia en México conoció a Anne Spencer Morrow, hija del embajador estadounidense, con la que contraería matrimonio en 1929. Lindbergh enseñó a Anne a volar y juntos realizaron muchos viajes, por encargo de las líneas aéreas, a fin de recabar datos para la apertura de nuevas rutas.

El 1 de marzo de 1932, el hijo de los Lindbergh, Charles Augustus, de 20 meses de edad, fue secuestrado en su casa de Nueva Jersey; los padres pagaron 50.000 dólares de rescate, pero diez semanas más tarde la policía encontró el cuerpo del niño. En 1934, un carpintero, Bruno Richard Hauptmann fue acusado del asesinato y detenido. El juicio sometería a los Lindbergh a una terrible presión mediática hasta el punto de que, en 1935, decidieron trasladarse a vivir a Europa, con su hijo Jon de tres años. El 3 de abril de 1936, Hauptmann, que había sido declarado culpable en el juicio, fue ejecutado en la silla eléctrica de la prisión estatal de New Jersey.

Mientras estuvo en Europa, Lindbergh viajó a Alemania y quedó impresionado con la industria aeronáutica de aquél país. En 1938 Hermann Goering le otorgó un medalla honorífica que en Estados Unidos suscitó muchas críticas y opiniones poco favorables al aviador por su admiración y simpatía por los nazis.

En 1939 Lindbergh regresó a Estados Unidos y en 1941 actuó como portavoz de la organización America First que estaba en contra de que el país entrara en guerra contra Hitler. La desaparición del nazismo dejaría a Europa indefensa frente al comunismo soviético, según defendían los partidarios de este movimiento político. Lindbergh criticó la política exterior del presidente Roosevelt, acusó a grupos de presión británicos y judíos de manipular los destinos de su país y renunció a su escalafón como aviador militar en la Reserva. Cuando los japoneses atacaron Pearl Harbour, Lindbergh abandonó sus posiciones políticas y trató de colaborar con el Gobierno que, entonces, prefirió prescindir de sus servicios. Durante el conflicto armado, Lindbergh trabajó como asesor técnico y piloto de pruebas para la Ford y la United Aircraft Corporation. En abril de 1944 estuvo en el frente del Pacífico, como piloto civil, aunque participó en más de 50 misiones de combate.

Después de la guerra, el presidente Eisenhower le volvió a otorgar su rango militar. Lindbergh trabajó como asesor de la Fuerza Aérea estadounidense, de la línea aérea Pan American y contribuyó a definir las características del Boeing 747. En 1953 publicó su libro The Spirit of St. Louis que al año siguiente ganaría el premio Pulitzer.

A partir de 1960 se interesó por la conservación de especies en peligro de extinción como las ballenas azules y por los aspectos culturales de algunos pueblos africanos y filipinos. No apoyó el desarrollo de los aviones supersónicos por la contaminación atmosférica y se retiró a vivir en la isla hawaiana de Maui, donde murió de cáncer en 1974.

En agosto de 2003, Dyrk, Astrid y David Hesshaimer anunciaron, en una conferencia de prensa que se celebró en Munich, que los tres eran hijos de Charles Lindbergh. Hicieron públicas más de 100 cartas de amor que Lindbergh había enviado a su madre Brigitte, desde finales de la década de 1950 hasta su muerte en 1974, y para que no quedara la menor duda de la veracidad de sus aseveraciones se sometieron a un test de ADN que las confirmó. Poco después se supo que el gran aviador había mantenido también relaciones amorosas con otras dos mujeres alemanas con las que tuvo otros cuatro hijos. Todos ellos nacieron entre 1958 y 1967.

La existencia de una vida tan agitada por pasiones que no quiso mostrar en público, en un personaje como Lindbergh, podría explicarse a partir del trauma que le causó el asesinato de su primer hijo. Fue muy estricto con los cinco hijos que sobrevivieron de su matrimonio con Anne, mantuvo posiciones ideológicas bastante extremas a lo largo de su vida y no supo controlar sus devaneos amorosos, en los que encontraría el modo de liberar sus profundas tensiones internas.

Sin embargo, la prensa de Estados Unidos ha preferido ignorar la vida amorosa secreta del famoso piloto. Hasta hoy, ha pasado por alto aquella parte de la existencia del héroe que mantuvo celosamente oculta mientras vivió. Es posible que, Lindbergh, tal y como ya había acertado a explicar su mujer Anne Morrow, solamente amó a su avión: el Spirit of St Louis.

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de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

André Malraux: los ideales de un aviador sin licencia para volar

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André Malraux, Potez 540

André Malraux fue un escritor autodidacta y comprometido que puso su obra al servicio de sus ideales.

Una de sus novelas más leídas, L´Espoir, está inspirada en hechos reales que vivió en España cuando luchaba en el bando republicano durante la guerra civil. Entonces, André Malraux, simpatizaba con los comunistas, aunque esta filiación política la dio por concluida pocos años después, en 1939.

Cuando el escritor francés llegó a España, en agosto de 1936, era ya un novelista famoso, tenía 35 años, colaboraba con el partido comunista y su gesto de apoyo a la República estaba en consonancia con su temperamento aventurero y el alto nivel de compromiso con sus ideales que siempre tuvo. En agosto de 1936, Malraux aterrizó en Madrid al frente de lo que se llamaría la Escuadrilla España. El escritor, que nada sabía de aviones ni de combates aéreos, recibió de la República el distintivo de coronel y en dependencia directa de Ignacio Hidalgo de Cisneros, responsable de la aviación republicana, se puso al frente de una escuadrilla de siete aviones Potez 540 de bombardeo.

Nada más iniciarse el conflicto armado español en julio de 1936, la República había enviado una comisión de expertos a Londres París y Berlín, para negociar la adquisición de armamento. Nada más producirse el alzamiento, en España, André Malraux se había presentado como voluntario ante el ministro del Aire francés, Pierre Cot, para trasladarse a España e informarle de lo que ocurría en Madrid. En la capital española, Malraux, descubrió el ambiente revolucionario con el que siempre había soñado. Se entrevistó con el presidente del Gobierno, Azaña, varios ministros y diputados y regresó a su país entusiasmado. A su regreso a París informó a Cot y se puso a trabajar con el gobierno francés y la embajada española para organizar la ayuda militar a los republicanos. El apartamento parisiense de André se convirtió en una oficina para reclutar pilotos. Francia fue el primer país en facilitar aeronaves al Gobierno español al enviar seis bombarderos Potez 540 y 14 cazas Dewoitine D-372 entre los días 7 y 8 de agosto al aeropuerto del Prat, en Barcelona. El 26 de agosto llegaron otros 2 bombarderos y a principios de septiembre 5 cazas. Todos los aviones aterrizaron sin armamento por mandato del Parlamento francés que había propuesto a nivel internacional un tratado de no intervención en el conflicto español. Francia ya no suministró más ayuda a la República que tuvo que recurrir a la Unión Soviética para proveerse de material bélico en lo sucesivo, en tanto que los rebeldes recibían armas de Italia y Alemania.

Pero, a principios de septiembre de 1936 la única ayuda exterior de que disponía la aviación de la República española era la francesa. Durante los primeros meses de la guerra civil, la aviación republicana tuvo una posición muy ventajosa con respecto a la de los rebeldes. Una superioridad que no supo aprovechar. De un total de 304 aviones militares que había en el país cuando se produjo la sublevación militar, 210 quedaron en manos del Gobierno y los 94 restantes en las de los rebeldes. A esto habría que añadir unas 200 avionetas que también controlaba la República, frente a poco más de una docena de pequeños aviones que poseían los sublevados. La ayuda francesa desequilibraba aún más aquella impresionante ventaja aérea gubernamental.
Antes de la llegada de la ayuda exterior, la mayoría de los aviones de caza españoles eran Nieuport 52 y Breguet XIX, bastante anticuados. En cuanto a aeronaves de mayor tamaño las mejores eran los DC-2, de la aerolínea estatal LAPE, que rápidamente se transformaron para efectuar misiones de bombardeo. Estos aviones norteamericanos eran mucho más rápidos que los aviones de caza.

En un principio, el Gobierno, obsesionado con la defensa de Madrid y sin una organización central con visión estratégica, no supo beneficiarse de su gran ventaja, que le hubiera permitido poner en serias dificultades el puente aéreo que los sublevados establecieron para transportar a la Península las fuerzas de Marruecos. El teniente Aurelio Villimar, jefe de la aviación gubernamental en el aeródromo de El Rompedizo, en Málaga, solicitó en varias ocasiones aviones de caza para impedir el transporte de tropas sobre el Estrecho, pero el mando no le hizo mucho caso. Los sublevados recibieron aviones de transporte Junkers 52 alemanes y Savoias SM.8 italianos, con los que consiguieron que las tropas africanas pasaran a la Península. A partir de octubre los cruceros de los rebeldes, Canarias y Cervera, dominaron el Estrecho y el transporte pudo hacerse en barco.

André Malraux llegó a España con su grupo de pilotos, en un momento en el que la aviación republicana aún no tenía una cabeza que la dirigiera. El general Núñez de Prado, director de la Aeronáutica gubernamental fue hecho preso por los rebeldes en Zaragoza en los primeros días del alzamiento, cuando se dirigió allí para entrevistarse con el general Cabanellas y convencerlo de que se mantuviera al margen de la rebelión. Hidalgo de Cisneros actuaba como responsable de los aeródromos de Madrid y coordinaba las acciones de la aviación con los otros jefes regionales, Sandino en Barcelona y Ortiz en Los Alcázares. Asegurar el control de Madrid era prioritario para el Gobierno. Las tropas sublevadas en el norte de España amenazaban la capital y miles de voluntarios civiles se incorporaron al frente para defender la ciudad. Los aviones de Hidalgo de Cisneros vigilaban en solitario, durante todo el día, la sierra madrileña y cumplían con una agotadora colección de misiones aisladas de apoyo a una infantería desorganizada que deseaba liquidar el conflicto con urgencia. La aviación republicana se consumiría en aquél esfuerzo tan poco productivo.

A principios de septiembre el presidente Azaña mandó al líder socialista Largo Caballero que formara gobierno y Prieto asumió las carteras de Marina y Aeronáutica. Ignacio Hidalgo de Cisneros fue designado responsable de la Fuerza Aérea republicana.

Mientras tanto, André Malraux terminó de organizar su escuadrilla cuyos pilotos eran todos mercenarios. La figura del mercenario desvinculaba a Francia de la ayuda militar y el propio escritor pensaba que tenía algunas ventajas. Desde luego, ninguna era de orden económico porque los pilotos mercenarios cobraban un salario de 50000 francos, una cifra astronómica para la España que estaba en guerra. Todos los gastos de la Escuadrilla España los sufragaría el Gobierno con oro que ya había enviado a Paris en las bodegas de los DC-2 de LAPE. Con dinero en abundancia, Malraux contrató pilotos, mecánicos, telegrafistas, administrativos y cocineros.

André Malraux se instaló en el hotel Florida de Madrid, acompañado de una parafernalia de amigos, familiares y administrativos, que nunca escatimaron en celebraciones ni en copiosos ágapes, hasta el punto de que su frivolidad soliviantó a muchos aviadores, entre los que cabe incluir al propio Hidalgo y a uno de los mejores pilotos de caza republicanos: Andrés García Lacalle. En el Florida, situado en la plaza de Callao, solían hospedarse los corresponsales de prensa extranjeros y los escritores e intelectuales que estuvieron en Madrid durante la guerra civil, como Hemingway o John Dos Passos.

El escritor francés también se agenció un “comisario Político”.

El belga Paul Nothomb llegó a Madrid con su novia Margot Develer y un nombre falso: Paul Bernier. Paul y Margot eran comunistas y los dos querían luchar a favor de la República de forma desinteresada. Para el joven Nothomb, que había sido piloto militar en su país, fue una gran sorpresa saber que cobraría por prestar sus servicios a las órdenes de Malraux. Como era comunista y había leído a Nietzsche, el escritor le otorgaría el título de “comisario político”, aunque nunca ejerció como tal, salvo cuando tenía que acompañar a su jefe André en sus visitas al embajador de la Unión Soviética en Madrid o a Hidalgo de Cisneros.

Hidalgo nunca le tuvo demasiada simpatía a la escuadrilla de Malraux. Siempre pensó que el escritor era un intelectual, progresista, pero eso no lo convertía en un buen aviador. Desconocía por completo el mundo aeronáutico se dejaba llevar por la opinión de sus colaboradores a los que, en general, Hidalgo tenía por bastante mediocres. Hacían la guerra por su cuenta, de forma un tanto desordenada. Las operaciones aéreas de la Escuadrilla España fueron un desastre.

La abrumadora ventaja de la aviación republicana empezó a declinar a partir del 15 de agosto y al cabo de un mes la situación se había invertido. Desde mediados de septiembre hasta principios de noviembre, el cielo español estuvo bajo el control de la aviación rebelde. La llegada de los cazas italianos Fiat CR-32 y alemanes He-51 cambiaron por completo el panorama aéreo. Los Breguet XIX y Nieuport 52 no podían competir con los cazas enemigos y la ayuda francesa era muy escasa para enfrentarse a la aviación fascista con pilotos y aeronaves extranjeros. La situación no volvería a equilibrarse hasta que llegaron los aviones rusos Polykarpov I-15, Chatos o Ratas, e I-16, Moscas. Como a los aviones italianos CR-32 los llamaban también Chirris, la guerra en el aire se convirtió en una batalla de chatos o ratas y moscas, contra chirris.

Los aviones Potez eran lentos, no volaban a más de 170 kilómetros por hora, y pesaban demasiado con sus siete tripulantes. Una tripulación bien entrenada podía operar los Potez con cuatro personas, pero los hombres de Malraux carecían de la competencia necesaria. Con tres tripulantes más, los aviones eran demasiado lentos. Cuando los rebeldes empezaron a recibir la ayuda italiana, los cazas Fiat CR-32 se convirtieron en unos enemigos letales para los bombarderos franceses de Malraux. Los Potez, cuyas características no eran excepcionales y sus tripulaciones estaban mal entrenadas, recibirían el sobrenombre de “ataúdes volantes”. Uno tras otro, irían cayendo bajo el fuego de los cazas italianos.

El 11 de febrero de 1937, los dos últimos Potez de la Escuadrilla España realizaron una misión de bombardeo cerca de Motril. A bordo volaban los últimos pilotos de Malraux, los supervivientes, los que aún se mantenían fieles a la causa porque muchos habían sido despedidos por falta de disciplina. El “comisario político”, Paul Nothomb, volaba con ellos. Después de lanzar las bombas, ya de regreso a la base, apareció una escuadrilla de chirris italianos. Un bombardero cayó envuelto en llamas y todos sus tripulantes murieron, mientras que el otro, averiado, consiguió aterrizar en la playa. El “comisario” logró salvar la vida y aquella sería la última misión de la Escuadrilla España. Desde hacía algunos meses la Escuadrilla España se había integrado en las Fuerzas Aéreas republicanas y sus pilotos percibían los mismos emolumentos que el resto de los aviadores. Malraux fue relegado a tareas publicitarias y de apoyo al Gobierno de la República.

Para Hidalgo y los jefes de la aviación republicana la desaparición de los aviones de Malraux no fue una buena noticia, pero al menos supuso el alivio de liberarlos de un quebradero de cabeza.

Malraux no contribuyó demasiado para mejorar las cosas en el frente republicano, pero la aventura española le sirvió para dar a luz una de sus mejores novelas, L’Espoir, que se publicó en París en diciembre de 1937. El escritor francés describió el entusiasmo republicano, el desorden- al que contribuiría de forma directa- los valores de la izquierda, comunista, anarquista y socialista, y el heroísmo de un aviador sobre Teruel en la batalla de Guadalajara en la que la aviación republicana jugó un papel decisivo. Resulta paradójico, pero entonces su escuadrilla ya había dejado de volar por falta de material y tripulaciones. La novela también dio origen a una película, Sierra de Teruel, que aunque su rodaje se hizo en 1938, no se estrenó en Francia hasta el año 1945 y en España en 1977.

A partir de 1939 el escritor se rebeló contra el estalinismo y también mantuvo posiciones muy encontradas con los movimientos políticos o intelectuales que privasen al artista de su libertad de expresión. Durante los primeros años de la segunda guerra mundial, Malraux no militó en la Resistencia francesa debido a la influencia que el comunismo ejercía sobre esta organización. Sin embargo, en 1944 se incorporó a la guerrilla francesa y fue hecho prisionero por la Gestapo nazi, por poco tiempo, ya que lo dejaron libre cuando las fuerzas de ocupación alemanas abandonaron Francia.

Después de la guerra fue ministro en los gabinetes del general De Gaulle, primero de Información, poco después de terminar la guerra, y después de Cultura de 1959 a 1969.

André Malraux ayudó a los republicanos españoles con su ejemplo y dio publicidad a la causa que defendía, aunque sus esfuerzos no fueron demasiado útiles en el frente. Muchas personas sufrieron la mala organización de su escuadrilla, costosa en oro y vidas humanas, pero que sirvió para inspirarle una de sus mejores novelas.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Saint Exupéry: el mundo desde el cielo

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Consuelo de Saint Exupéry

Antoine de Saint Exupéry nació con el siglo XX y cuando desapareció en el Mediterráneo, el 31 de julio de 1944, tenía 44 años. De su novela El principito se vendieron 140 millones de copias en 250 idiomas; después de la Biblia y el Corán, es uno de los libros que ha tenido mayor divulgación. Sus escritos filosóficos, recogidos en Tierra de hombres, se convertirían en el tema central de una de las exposiciones universales más importantes del siglo XX: la Expo 67 de Canadá.

Saint Exupéry fue escritor, poeta, filósofo y piloto de aviones. Nació en Lyon en el seno de una familia de aristócratas, pero debido a la muerte prematura de su padre, antes de que Antoine cumpliera los cuatro años, su familia tuvo que trasladarse a Le Mans en donde tuvo una infancia feliz. Después de un intento frustrado para ingresar en la Academia Naval y de estudiar algunos cursos en la Academia de Bellas Artes se incorporó al Ejército para realizar el servicio militar. Allí recibió clases como piloto y fue transferido a una base de la Fuerza Aérea en Casablanca, Marruecos. Antoine dejó la milicia para casarse con la novelista Louise Lévêque de Vilmorin y trabajó como oficinista en París. El matrimonio duró poco y en 1926 Saint Exupéry reanudó sus actividades como piloto trabajando para Aéropostale, en la línea Toulouse- Dakar. Poco después su empresa lo destacó al emplazamiento español de Cabo Juby y más tarde a su filial en Buenos Aires, Argentina.

En 1931 publicó su novela Vuelo de noche y a partir de ese momento Antoine se convirtió en un escritor famoso y de reconocido prestigio. En Buenos Aires se volvió a casar con la artista salvadoreña, Consuelo Suncín Sandoval, con la que mantuvo a lo largo de toda su vida una relación escabrosa que duró trece años. Entre encuentros y desencuentros con la artista vivió otras aventuras amorosas, pero del vínculo que mantuvo con ella surgiría uno de los personajes de su novela más conocida, la rosa de El principito. La aristocrática familia del escritor no aceptó de buen grado a su esposa, que era viuda y la consideraba “una mujerzuela” o “una condesa de película”.

En diciembre de 1935 Antoine y André Prévot se estrellaron en el desierto del Sahara cuando competían para ganar la carrera aérea entre Paris y Saigón dotada con un premio de 150000 francos. Sobrevivieron al accidente y pasaron tres días, sin apenas provisiones ni agua, en los que padecieron alucinaciones y estuvieron a punto de morir, antes de que los rescataran unos beduinos. La aventura en las arenas del desierto sirvió de fuente de inspiración para que Saint Exupéry escribiera dos de sus más importantes libros: Viento, arena y tierra y El principito.

Poco después del inicio de la segunda guerra mundial en Europa, Antoine se desplazó a Estados Unidos y se instaló en Nueva York con la intención de convencer al gobierno de aquél país para que entrase en guerra contra Hitler. También viajó a Canadá y después de permanecer durante más de dos años en Norteamérica solicitó su ingreso en la Fuerza Aérea aliada que operaba en el Mediterráneo. Saint Exupéry tenía 43 años y una salud algo quebrada cuando consiguió un permiso especial para volar aviones de reconocimiento. El último día de julio de 1944 despegó de Córcega, con su avión P-38 de observación, sin armamento, para realizar una misión de la que jamás regresaría.

La literatura de Saint Exupéry nos ofrece una visión del mundo desde el cielo. Y es un mundo que alcanza dimensiones muy diferentes a las que podemos observar desde la tierra. Para seguir una ruta aérea el piloto construye sus escenarios que describen la realidad en términos diferentes a como lo haría un geógrafo. En su libro Tierra de hombres, el francés describió del siguiente modo la forma de interpretar la tierra desde la cabina de su avión:

Pero ¡Cuán extraña fue aquella lección de geografía! Guillaumet no me enseñó España, convertía España en una amiga. No me hablaba de hidrografía, ni de poblaciones, ni de ganado. No me hablaba de Guadix, sino de tres naranjos que, cerca de Guadix, bordean un campo- no te fíes de ellos, márcalos en la carta. Y, a partir de ese momento, los tres naranjos cobraban más importancia que Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca, sino de un sencillo caserío cerca de Lorca. De un caserío vivo. Y del agricultor que lo ocupaba. Y de su mujer. Y esta pareja adquiría, perdida en el espacio, a mil quinientos kilómetros de nosotros, una importancia desmesurada. Confortablemente instalados, en la ladera de su montaña, como guardianes de un faro, pestos, bajo la luz de sus estrellas, a socorrer a los hombres.

En El principito narra la historia de un niño que viene de un lejano y diminuto planeta que se encuentra con un aviador en la Tierra, abandonado en el desierto del Sahara. El jovencito le cuenta al aviador sus aventuras en los seis planetas que ha visitado antes de llegar hasta allí y que en el suyo cuida una rosa y tiene que luchar contra los boababs. El principito, después de otros encuentros en la Tierra, regresa a su planeta. Para muchos, Consuelo sería en El principito la rosa que cautivó al joven extraterrestre.

En el año 2000 cuando Francia preparaba los fastos del centenario del nacimiento de uno de sus grandes héroes se hizo público un manuscrito de Consuelo, la última esposa de Saint Exupéry, en la que relataba con amargura su vida junto al escritor: un hombre, egoísta, infantil, cruel, negligente, avaro, derrochador, que la hizo sufrir con sus ausencias y amantes. Consuelo había fallecido en 1979 y está enterrada en París junto a su segundo marido, Enrique Carrillo y dejó aquél manuscrito inédito. El hallazgo fue un jarro de agua fría para un público deseoso de rescatar uno de sus grandes héroes a quién deseaban aplaudir a rabiar durante las celebraciones.

En 2011, Marie-Hélène Carbonel profesora de Letras Hispánicas en el Centro Universitario Mediterráneo de Niza escribió una biografía de quien fue la segunda esposa del célebre escritor: Consuelo de Saint-Exupéry, una novia vestida de negro. Consuelo Suncín Sandoval atrajo a hombres como Saint-Exupéry, el ministro de Educación mexicano José Vasconcelos, el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y al escritor y premio Nobel Maeterlinck, además de una larga colección de distinguidos amantes. Escritora, escultora, periodista y pintora, llevó una vida insólita para su época. Marie-Hélène defiende la tesis de que la rosa que tose y padece asma protegida por una campana de cristal en El principito, es Consuelo. Las otras cinco mil rosas serían mujeres que Saint-Exupéry conoció, pero que no valían nada para él. Según Marie-Hélène, la famosísima obra del escritor francés fue un acto de contrición y de arrepentimiento.

El escritor tenía un modo de ver el mundo muy particular, como si lo observase desde la cabina de un avión. Muchas veces, escribía mientras volaba. Los restos de su avión los encontró un buzo en las costas de Marsella, en el año 2000 y se recuperaron en 2003. Aunque un piloto alemán, Horst Rippert, declaró en 2008 que había derribado su avión, es un hecho sin confirmar, por lo que las causas que hicieron que su aparato cayera al mar no se conocen con certeza.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores