El 3 de septiembre de 1951 al amanecer, Neil, un alférez de la Marina que había cumplido 21 años cuatro semanas antes, subía a bordo de su avión de caza, Panther, en el portaaviones USS Essex. Su capitán le ayudó a ponerse los cinturones de seguridad y verificó que la máscara de oxígeno, el arnés del paracaídas, la radio y la balsa salvavidas, estaban en perfectas condiciones.
La tripulación de cubierta llevó al Panther a la catapulta y el alférez se preparó para empujar la palanca de gases. El oficial de lanzamiento alzó un dedo. Neil adelantó la palanca y el motor hizo un ruido ensordecedor, cuando el oficial levantó el otro dedo la llevó hasta el máximo y entonces el oficial en la cubierta bajó la mano. La catapulta se disparó e impulsó al Panther con una aceleración que dobló el peso del alférez cuyo cuerpo se aplastó contra el asiento y los labios se le agrandaron.
Minutos después Neil flotaba en el aire y vio cómo el sol se asomaba por el horizonte extendiendo sus rayos sobre el mar. Enseguida apareció la impresionante cima del monte Fuji sobre las nubes; la proximidad de aquella imagen significaba que muy pronto llegarían a las montañas de la costa coreana. Allí les esperaban las baterías antiaéreas.
Cuando cruzaron la línea de tierra el líder de su grupo hizo que se lanzaran en picados cortos para confundir a la artillería enemiga hasta que llegaron al objetivo. Volando muy bajo descargaron las bombas de 250 kilogramos a la vez que hacían fuego con las ametralladoras. La primera pasada dejó el puente en pie y el líder de su escuadrón decidió atacar de nuevo. En el segundo ataque, Neil pudo ver cómo los pilares del puente se retorcían y la estructura se convirtió en un inservible amasijo de hierros al recibir el impacto de las bombas.
Neil tiró de la palanca de control para subir, y entonces se dio cuenta de que iba derecho contra un cable defensivo tensado de una cima a otra en la montaña. El alférez sabía que, si lo golpeaba, el cable rebanaría a su Panther con la misma facilidad que un afilado cuchillo corta un plátano. Apenas tuvo tiempo para reaccionar y en el terrible impacto con la defensa enemiga se dejó la mitad de un ala. Volaba a 500 pies de altura y su velocidad era de unos 350 nudos. De pronto se agrandó el suelo, Neil pensó que iba derecho a descalabrarse contra aquella tierra verde de las riberas y reaccionó muy deprisa. Trató de compensar con los alerones la pérdida de la mitad del ala de estribor para estabilizar el avión y empezar a ganar altura otra vez. Su Phanter volaba a pocos metros del suelo. Lo consiguió, el avión levantó el morro y el paisaje dejó de ser verde para colorearse de azul con manchas blancas; el respaldo se había inclinado hacia atrás.
Se puso en contacto con su líder por radio, para informarle de lo que le había ocurrido y que tendría que efectuar un aterrizaje a gran velocidad en el portaaviones. Neil estimó que a no menos de 170 millas por hora. Si bajaba de esa velocidad no podría mantener estabilizado el avión. Imposible. Igual de imposible que aterrizar sobre la cubierta del portaaviones tan rápido. No había otra solución que la de saltar del avión utilizando el mecanismo de eyección. El líder le dijo que eso era lo que tenía que hacer.
Volaban hacia el sur, pero aún estaban sobre territorio enemigo. El líder lo acompañaría hasta el aeródromo K-3 de Pohang. En aquella zona, controlada por su Ejército, se eyectaría desde una altura de 14°000 pies.
Neil empezó a repasar mentalmente el procedimiento. Era una operación muy peligrosa porque la catapulta lo había lanzado del portaaviones con una aceleración de 2 g, es decir, dos veces su propio peso. Esa fue la sensación que había sentido en la espalda aquella mañana al despegar del USS Essex. Ahora, al abandonar la cabina tendría que soportar una aceleración de 22 g, o con suerte algo menos. Las vértebras sufrirían una carga terrible y el exterior lo recibiría con un viento huracanado de más de 200 kilómetros por hora. Tenía que colocar bien sus hombros, los brazos y las piernas, para evitar sufrir daños y era imprescindible que la eyección se produjera con el avión en la posición correcta. Neil supo cómo era el horror que todos los pilotos temen al imaginar que quizá alguna vez se pueden ver obligados a pasar por aquel trauma.
Siguieron volando hacia el sur, uno al lado de otro: el líder y el alférez. Sobrevolaron varios poblados en Corea del Norte y desde algunos pudieron ver la humareda de los disparos con que los recibieron, pero Neil estaba concentrado en lo suyo y repasaba mentalmente una y otra vez el procedimiento de eyección.
Cuando llegaron a Pohang el líder le dijo que estabilizara el avión a 250 millas por hora. Era la velocidad correcta.
Tiró de los cabos. La aceleración hizo que se sintiera reducido a una pequeña pelota al tiempo que notaba como ascendía a gran velocidad montado en el asiento. Se abrió un paracaídas, el ruido del viento fue acallándose y notó un fortísimo dolor en la rabadilla. La terrible aceleración abandonó su cuerpo; se sintió flotando en el aire, ligero. Entonces se liberó del arnés para echarse hacia adelante y saltar al vacío. Contó hasta cinco, despacio, antes de tirar de la anilla de su paracaídas que se abrió suavemente. Cuando pudo verlo, blanco y grande, sobre su cabeza, a la vez que caía despacio hacia el verde desde el cielo tan azul, Neil se sintió feliz.
Una vez en tierra, los militares del aeródromo se ocuparon de él.
Nadie sabía entonces que aquél hombre llegado del cielo se llamaba Neil Armstrong y, pocos años más tarde, se convertiría en el primer espécimen del género humano que pisó la Luna.
Alucinante y represivo.