El sacerdote jesuita, Jorge Loring, falleció el pasado 25 de diciembre de 2013 a los 92 años de edad. De su libro Para salvarte, se vendieron más de un millón de ejemplares en España. El padre Loring alcanzó una gran popularidad como predicador en las factorías navales de Cádiz adonde iban a escucharle tres o cuatro mil trabajadores todos los meses; también fue uno de los primeros clérigos de habla hispana que empleo con éxito los medios y las redes sociales para hacer apostolado. Había estudiado ingeniería en Madrid y a los 33 años abandonó su carrera para dedicarse al sacerdocio. Además de ser un gran viajero, grabó centenares de conferencias que hoy siguen disponibles en internet al alcance de cualquier interesado. Fue un hombre conservador a quién el concilio Vaticano II le obligó a revisar algunos de sus principios, aunque su profunda humanidad le permitiría estar siempre por encima de las cuestiones ideológicas.
La existencia del padre Jorge Loring fue la de una persona que vivió con intensidad, entregado a sueños e ideales que lo empujarían a predicar sus verdades por todo el mundo. Falleció dos siglos después de que otro hombre, de quien heredó su entusiasmo, arribara a Málaga en 1810: su tatarabuelo George Loring James, el primer Loring de la saga familiar española que lleva su apellido. Entre estos dos grandes personajes, de la Historia que se escribe con letra pequeña, hubo otros Loring cuyas vidas no pasaron desapercibidas.
En sus escritos, el padre Loring recuerda cómo el gran acontecimiento de su época escolar fueron los viajes en avioneta a Manila de un familiar suyo: Fernando Rein Loring. También relata episodios de su niñez, como los que protagonizaba su familia cuando viajaba en avión a Barcelona, desde Madrid, y el periódico ABC distribuía la noticia con una foto de los señores de Loring en la que aparecían con sus ocho hijos y la institutriz, justo antes de embarcar, delante del avión. Los aviones serían muy importantes en su niñez. El que llegaría a ser un famoso predicador se curó la tosferina volando de pie, en una cabina abierta, sobre la sierra del Guadarrama. El piloto ─ que trabajaba en el taller de su padre─ después de los ejercicios aéreos en la montaña, bajaría a Madrid para dar alguna pasada al edificio donde vivía su novia, en la calle Alfonso XIII, con el futuro jesuita de pasajero, bien aireado y en la cabina. Y es que el padre de Jorge, Jorge Loring Martínez, ingeniero de caminos, era entonces dueño de un taller que fabricaba aviones en Carabanchel.
En 1810, George Loring James, capitán de barco estadounidense, nacido en Massachusetts y tatarabuelo del jesuita, desembarcó en Málaga; descubrió las maderas, los vinos, las pasas y las frutas de las tierras andaluzas y empezó a comerciar con ellos. En 1817 se casó con María Rosario Oyarzábal, de familia vasca afincada en Málaga; el estadounidense se quedaría allí para siempre. Los Loring-Oyarzábal tuvieron nueve hijos que se integrarían por completo en los círculos sociales de la clase acomodada malagueña. A lo largo del siglo XIX, los Loring emparentaron con los Heredia y los Larios, tres familias que contribuirían al gran impulso económico que tuvo la ciudad de Málaga durante la segunda mitad de la centuria.
El tercer vástago de George Loring, Jorge Enrique Loring Oyarzábal, heredó de su padre una habilidad extraordinaria para los negocios. Se casó con Amalia Heredia, que también pertenecía a una familia adinerada, propietaria de altos hornos y empresas navieras. Jorge Enrique estudió ingeniería de Caminos en Harvard, ingresó en la masonería, fundó el periódico El Correo de Andalucía, participó en la creación del banco de Málaga y también invirtió en sociedades mineras y de ferrocarriles. Pero, a Jorge Enrique, además de los negocios, también le interesaron la política y la sanidad pública. La reina Isabel II le concedió el título de marqués de la Casa-Loring en 1856, por su generosa intervención en la epidemia de cólera que asoló las costas del Mediterráneo español durante 1854 y 1855. El matrimonio Loring-Heredia poseía una finca en Málaga, La Concepción, en la que solía organizar reuniones a las que acudían políticos importantes, miembros de la aristocracia europea y la élite industrial y financiera andaluza; entre sus invitados solían figurar Cánovas del Castillo y la emperatriz Isabel de Austria. Cuando Jorge Enrique falleció, en 1900, dejó a sus herederos una gran fortuna. El primer marqués de la Casa-Loring fue bisabuelo del sacerdote Jorge Loring.
El mayor de los hijos del marqués, Jorge, heredó el título nobiliario. El tercero de sus hijos, Manuel Loring Heredia, ingeniero de minas, se casó con su prima Ana Martínez. Fue diputado por el partido Conservador y concejal del Ayuntamiento de Málaga. La saga de los Loring vivió momentos difíciles. Uno de ellos se produciría con la muerte violenta de Manuel, abuelo del religioso, cuando tenía 36 años, en 1891, asesinado en una reyerta con el director del Diario Mercantil por cuestiones políticas. A pesar de su corta vida, Manuel tuvo con su esposa seis hijos; el quinto de los vástagos fue Jorge Loring Martínez, padre del sacerdote.
Jorge Loring Martínez estudio ingeniería de Caminos en Madrid; en la escuela entablaría amistad con Juan de la Cierva, el inventor del autogiro. Jorge se aficionó a la aviación desde muy joven: sacó la licencia de piloto en 1916. Empezó a trabajar como director técnico en una empresa de Barcelona en donde conoció a Monserrat Miró Bordas con quién se casó en 1920; por ese motivo, el padre Loring nació en aquella ciudad en 1921. Jorge regresó a Madrid y en 1924 compró un terreno de 120 hectáreas, en Carabanchel, junto al aeródromo de Cuatro Vientos, para ubicar su factoría aeronáutica. Empezó fabricando el avión C-4 de Fokker, bajo licencia, pero muy pronto y con la ayuda del ingeniero Eduardo Barrón se dedicó a producir aeronaves de diseño propio. Barrón proyectó los aviones de Loring, el R-1, el R-2 y el R-3. De este último, la Aeronáutica Militar encargó 110 unidades a la fábrica del malagueño; fue el pedido más cuantioso, que se había hecho hasta aquel momento, de una aeronave diseñada en España. En 1930, Barrón diseñó y construyó en el taller de Loring la avioneta E-2 y al año siguiente se fabricarían tres o cuatro más.
La familia Loring Martínez era muy religiosa: de ocho hermanos, el primogénito, Jorge, ingresó en la orden jesuita, cinco harían votos como religiosas y el otro varón de la familia también tomó los hábitos de San Ignacio; solamente una hermana, Carmina, contrajo matrimonio. La tragedia volvió a ensombrecer la vida de los Loring, en 1936, cuando el padre de los ocho Loring Martínez fue fusilado por un grupo de incontrolados, en Madrid, poco después de que se iniciara la guerra civil. Pero, sus 46 años de vida le bastaron para ser uno de los grandes impulsores de la aeronáutica en España. Ninguno de sus hijos seguiría los pasos del padre, a pesar de que Jorge estudió ingeniería. Su primogénito, alcanzó más popularidad que él, aunque con un trabajo muy distinto: como predicador y apóstol de la fe católica.
La fábrica de Loring se trasladó a Alicante durante la guerra y se reabriría en Madrid, al acabar el conflicto, con otro nombre (AISA); otras personas y antiguos directivos de la sociedad levantaron el negocio, que había iniciado Loring antes de la guerra, y que aún viviría épocas de esplendor.
Para el padre Jorge Loring Miró, tataranieto de George Loring James, lo más notable de su época como estudiante en el colegio fue seguir día a día el viaje de Fernando Rein Loring, con su avioneta E-2, hasta Manila. Fernando Rein era otro fanático de la aviación. Con el padre del jesuita compartía, como bisabuelo, al estadounidense fundador de la dinastía: George Loring. En 1932 era un piloto conocido en el mundo aeronáutico porque ya contaba con unas 2500 horas de vuelo, hechas mientras servía al Ejército en África y después en una empresa de fotografía aérea. A Fernando le pareció que la avioneta E-2 fabricada en los talleres de su pariente Jorge y diseñada por Eduardo Barrón, que ya había participado en la primera vuelta aérea a España, se adecuaba bien para realizar su ambicioso proyecto de volar desde Madrid hasta Manila. Era un aparato lento, robusto, construido con madera, reforzada con tubos metálicos ─una innovación que había introducido el fabricante holandés Anthony Fokker hacía ya muchos años─ y recubierta de tela. La avioneta original se modificó en los talleres de Loring: el puesto delantero fue eliminado, en las alas se ubicaron depósitos de combustible de mayor capacidad y se instaló un motor Kinner radial de cinco cilindros en estrella que suministraba 100 CV de potencia. La avioneta tenía, así, una autonomía de unos 1300 kilómetros.
El vuelo de Madrid a Manila ya se había hecho antes, pero no en solitario. En 1926 habían volado a Manila 3 Breguet-19 de la Patrulla Elcano. Fernando estimaba que consumiría unos 2000 litros de gasolina y más de 200 de aceite y que tendría que volar 16 000 kilómetros para llegar a su destino, en 13 etapas. Cada etapa se correspondía con un día de vuelo, en nueve efectuaría dos saltos y en el resto sólo uno. El proyecto de Fernando Rein contaba con pocas ayudas oficiales, aunque después del vuelo se le otorgarían algunas que llegaron a cubrir menos de la mitad de los costes. El avión fue bautizado con el nombre de La Pepa en una ceremonia en la que las hijas de Jorge Loring actuaron como madrinas.
Con una maleta en la que apretujó la ropa, nueve litros de agua, una cantimplora, algunos víveres, un cuchillo, una pistola, piezas de repuesto del motor, otra hélice de recambio, botes de humo y cohetes de señales, Fernando Rein despegó de Cuatrovientos (Madrid) el 24 de abril de 1932 a las 6:25 para cubrir su primera etapa hasta Málaga. A partir de aquel momento, el pequeño Jorge Loring Miró, desde su colegio, seguiría con los ojos muy abiertos, en un tablero que pusieron en su clase, el viaje del famoso aviador. Una etapa tras otra se irían marcando con chinchetas y anotaciones. Málaga, Argel, Trípoli, Bengasi, El Cairo…Pero, nadie en el colegio de Jorge sospechaba lo mal que lo estaba pasando su pariente. Un depósito de queroseno, ubicado encima de su cabeza, perdía combustible y el piloto se empapaba del líquido viscoso y de olor penetrante, lo que, además de ser muy desagradable y causar un serio peligro de incendio, también acortaba la autonomía de la avioneta. El problema se agravó cuando sobrevoló el desierto de Arabia, donde las turbulencias, originadas por las térmicas, sometieron al tanque de combustible a deformaciones que ahondaron sus grietas. Fernando consiguió que lo reparasen, aunque no del todo, en un aeropuerto. Logró subsanar el fallo definitivamente, casi al final del periplo, untando con jabón el exterior del tanque. Pero, todas aquellas desventuras, como los calentamientos del motor y muchas más, nunca aparecerían en el tablero de la clase del pequeño Jorge que observaba atónito cómo Fernando daba saltos, a lo largo del planeta, en su viaje hacia Filipinas. Y así, hasta Hong Kong. Allí llegó con algo de retraso, en junio y, para sorpresa de todos, allí dio la impresión de que se había pegado al tablero: durante los días que siguieron, el avión no conseguía avanzar, con lo poco que quedaba ya para llegar a Manila.
Fernando tuvo que permanecer casi un mes esperando a que las autoridades del gobierno de China le otorgaran permiso para aterrizar en Taiwán. Debido a los retrasos anteriores, cuando llegó a Hong-Kong la meteorología había cambiado y los vientos predominantes eran del sur, por lo que pensó que quizá debía hacer una escala intermedia en aquella isla, antes de saltar a Filipinas. Durante la espera conoció a un británico, aviador, que estaba también de paso. Le preguntó que de dónde venía y se enteró que de Londres y que, de allí, pensaba volar hasta Australia. Fernando le pidió que le enseñase con qué avioneta estaba efectuando aquel viaje tan ambicioso y cuando la vio, una Comper Swift, decidió que acababa de encontrar el aeroplano con el que volaría en su próxima aventura. Tardó muy poco tiempo en encargar al fabricante británico una de aquellas avionetas, por la que pagaría 25 000 pesetas.
Por fin, Jorge vio como el avión de Fernando volvía a moverse en el tablero de su clase y esta vez sería para dar un salto de Hong-Kong a Aparri (Filipinas) y al día siguiente, el 11 de julio, otro hasta Manila. Su pariente había llegado, por fin, a su remoto destino, esta vez con el pelo seco y sin olor a queroseno. Los homenajes y honores con que fue recibido Fernando en Filipinas los reproduciría la prensa española y los muchachos del colegio de Jorge seguirían las aventuras de su héroe: el gran aviador de la familia Loring.
Fernando dejó a La Pepa en Manila, con el encargo de que la vendieran y regresó a Madrid en barco. En la capital española fue condecorado con la Medalla Aérea, además de ser objeto de numerosos agasajos y ceremonias en las que se exaltaron sus méritos, muy al estilo de la época. Pero, el vuelo, a Manila, que a la postre se había hecho tan largo, no fue de su gusto, de forma que se puso a preparar el siguiente, esta vez con otro avión: el Compter Swift, al que bautizaría en Pamplona con el nombre de Ciudad de Manila. Lo decoró con pinturas de mozos corriendo los toros en San Fermín, chistularis, flamencos y del Gordo y el Flaco (Laurel y Hardi), acompañadas de leyendas que sugerían al público que visitara España (Visitad España). El fuselaje estaba pintado de rojo y el plano superior del ala de blanco, con la matrícula EC-AAT, muy visible. En esta ocasión, Fernando Rein consiguió una subvención de 40 000 pesetas.
Y por segunda vez, en el colegio del pequeño Jorge Loring se volvió a colocar el tablero, aunque ahora los saltos se sucedieron puntualmente, uno detrás de otro, desde que el 18 de marzo de 1933 despegó el Ciudad de Manila de Getafe. En una de las etapas la avioneta de Fernando, y su piloto, sobrevolaron tormentas de arena, soportando un calor asfixiante; aunque, de aquellos inconvenientes los escolares tampoco supieron nada. En Thakek la falta de visibilidad y el mal tiempo lo detuvo. Allí permaneció durante diez días aguardando a que la meteorología se arreglara. Cuando llegó a Hong-Kong, el 8 de abril, Fernando hizo que le revisaran a fondo al motor antes de dar el salto final sobre el Mar de China. La última etapa, de Hong-Kong a Manila, de 1140 kilómetros, la efectuó el 10 de abril. Cuando aterrizó en Filipinas, había recorrido 15 000 kilómetros en 82 horas y 40 minutos.
Fernando Rein Loring continuaría volando durante el resto de su vida profesional. En 1947 se convirtió en el primer piloto español que consiguió superar las 10 000 horas de vuelo; ese mismo año pilotó el avión DC-4 que traería a Eva Duarte de Perón a España. De 1942 a 1971 fue jefe de pilotos de la compañía Iberia y recibió la medalla de Mérito al Tráfico Aéreo al sobrepasar el millón de kilómetros volados. Pero, a pesar de sus aventuras de juventud, a Fernando siempre le gustaron los vuelos tranquilos, sin sobresaltos, mejor nocturnos y con la Luna llena. Murió en Málaga, en 1978.
Jorge Loring Miró, el sacerdote jesuita que siguió con entusiasmo las largas excursiones de Fernando Rein durante su niñez, volaría millones de kilómetros, en sus giras americanas como predicador, de conferencia en conferencia. Solía atribuir su éxito a que creía todo cuanto decía y sabía de lo que hablaba. También murió en Málaga, en 2013, y es posible que con él se fueran para siempre los últimos recuerdos vivos de la época de los grandes vuelos españoles.
Libros de Francisco Escartí (Si desea más información haga click en el enlace)