Las vueltas al mundo de los aviones de Rutan

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El Voyager sobre el sur de California

 

«Yo no podía creer que lo habíamos hecho, porque nunca pensé que iba a sobrevivir. Honestamente, creí que probablemente perderíamos el avión y nuestras vidas. Hacerlo fue increíble».

El 23 de diciembre de 1986, Dick Rutan y Jeana Yeager aterrizaron en la base aérea Edwards, en California. Tras volar ininterrumpidamente, alrededor del mundo, en los tanques de combustible les quedaban alrededor de 60 litros de los más de 4 000 litros con que habían despegado de la misma base hacía ya 9 días, 3 minutos y 44 segundos. Dick Rutan siempre pensó que no saldría con vida de aquella aventura, pero no supo cómo volverse atrás después de tomar la decisión. Dick era un experto piloto, retirado de la Fuerza Aérea, con centenares de misiones de combate en su palmarés. Trabajaba en la empresa fundada por su hermano Burt, como jefe de pilotos de pruebas y de producción. Los dos Rutan, desde que nacieron, solamente pensaban en los aviones, Dick se hizo militar y Burt ingeniero. La idea de dar la vuelta al mundo surgió en un café, mientras Burt garabateaba un extraño avión en una servilleta con el que, según él, podría circunvalarse la Tierra. Jeana Yeager y Dick dijeron que ellos se encargarían de volarlo. Tardaron cuatro años en conseguir el dinero y fabricar el Voyager, un extraño aparato de fibra de carbono; un material la mitad de pesado que el metal y cinco veces más resistente. La configuración de la aeronave constaba de un fuselaje central, dos depósitos fusiformes separados del fuselaje, a los lados, con dos timones verticales al final de cada uno de ellos y que soportaban un timón de profundidad en el morro tipo canard y las alas cuya envergadura alcanzaba los 33,8 metros. Llevaba dos motores, en el fuselaje, uno en el morro y otro en la parte posterior, aunque estaba previsto que en crucero volara con uno de ellos y que el segundo se empleara para despegar, ganar altura, o en caso de emergencia. La estructura de la aeronave, tan liviana, se deformaba mucho sobre todo cargada de combustible y en las térmicas. La flexión de las alas cambiaba las características aerodinámicas del avión y la respuesta del timón de profundidad, lo que dificultaba en gran medida el control del aparato. Para Dick, un piloto con gran experiencia, el Voyager era una bestia impredecible y salvaje que llegó a inspirarle terror y la seguridad de que jamás saldría con vida de aquella aventura. Para Jeana, el avión resultó ser una máquina excesivamente complicada. Los dos se habían conocido en 1980 y cuando decidieron hacer juntos el viaje, en el restaurante que Burt Rutan esbozó el Voyager, mantenían una relación de pareja. Jeana era una fanática de los aviones desde que obtuvo su licencia privada en 1978, cuando tenían 16 años. Dick y Jeana congeniaron muy pronto, sin embargo la experiencia del vuelo contribuyó a que su amor se desvaneciera.

Jeana Yeager, no tenía ningún parentesco con Chuck Yeager, el piloto que superó por primera vez la barrera del sonido. En realidad Chuck pensaba que el vuelo del Voyager alrededor del mundo, no suponía gran cosa ya que era algo así como fabricar un coche que llevara un depósito muy grande y conducirlo de Los Angeles a Nueva York. No fue el único aeronauta famoso que criticó la hazaña de Jeana y Dick y también hubo periodistas que les censuraron la segunda vuelta al mundo que dieron recibiendo homenajes, dando charlas y haciéndose fotos, nada más finalizar la primera a bordo del Voyager. No tiene ningún sentido pasarse más de 9 días en un diminuto cubículo, volar 40 211 kilómetros, resolver decenas de averías, enfrentarse a tifones y tormentas y casi de milagro conseguir regresar al punto de partida, para luego encerrarse en una cartuja. En cualquier aventura o logro científico o tecnológico suele haber un capítulo dedicado al espectáculo. Las dificultades que Jeana y Dick pasaron a bordo, les dio para escribir un libro y pronunciar centenares de conferencias.

Desde un punto de vista tecnológico el Voyager fue un acontecimiento extraordinario. El alcance máximo de un volador depende del porcentaje del peso de combustible, sobre su peso total, en el momento de despegue; el aeronauta francés Breguet lo demostró en los años 1920. Por lo tanto, para llegar muy lejos, es necesario construir un aparato liviano con robustez suficiente para cargar una gran cantidad de combustible. En el momento del despegue, el peso del combustible que transportaba el Voyager suponía un 77% de su peso. En un avión comercial de largo alcance, como el B 787 o el B 747, este parámetro es del orden de un 45%. Burt, el hermano de Dick, concibió un aparato excepcionalmente ligero, con materiales que con los años se incorporarían de forma progresiva a las aeronaves comerciales y tuvo que enfrentarse a los problemas de control inducidos por la aeroelasticidad. Gracias a la pericia como piloto de Dick y con el apoyo de Jeana, el avión pudo completar su difícil misión.

Para Burt Rutan el vuelo del Voyager supuso un gran espaldarazo a su nueva empresa. Ingeniero aeronáutico por la Universidad Politécnica de California, el joven Rutan empezó a trabajar para la Fuerza Aéra de Estados Unidos, en el diseño y preparación de ensayos de vuelo, en la base Edwards. En 1974 creó su propia empresa en el Mojave: la Rutan Aircraft Factory (RAF), dedicada a desarrollar aviones ligeros que pudieran construirse en casa. En 1982 fundó otra sociedad, Scaled Composites, cuyo objetivo social fue la fabricación de prototipos de aeronaves y vehículos espaciales. Desde su constitución, Scaled ha tenido un gran éxito en el desarrollo de proyectos para entidades privadas, grandes empresas aeronáuticas, la NASA y DARPA que culminarían con el diseño del Space Ship One (SS1) —la primera nave espacial desarrollada por la industria privada— que hizo su vuelo inaugural en 2004. La revista Newsweek dijo de Burt Rutan que «era el hombre responsable de más innovaciones en la aviación actual que ningún otro ingeniero vivo». En la actualidad Scaled Composites está desarrollando el avión que transportará una cápsula espacial y sus cohetes para ser lanzada desde la estratosfera (Stratolaunch); es un encargo de Vulcan Aerospace, otra empresa privada de uno de los cofundadores de Microsoft: Paul G. Allen.

Burt Rutan, fue quién diseño aquella bestia que tanto temor inspiró a su hermano, el Voyager, pero también sería responsable, años más tarde, de otra aeronave emblemática que también circunvaló el mundo: el GlobalFlyer. El avión tenía un aspecto muy similar al Voyager, pero en vez de dos motores con hélices, lo equipó con un turbofan sobre el fuselaje central. Construido con fibra de carbono, en vacío pesaba 1 678 kilogramos y su peso máximo de despegue era de 10 024 kilogramos. Con un 83% de peso de combustible sobre el total, al despegue, en 2006 el avión fue capaz de recorrer 41 467 kilómetros. Despegó en el Centro Espacial Kennedy, en Florida, dio una vuelta entera al mundo volando hacia el este y cruzó otra vez el Atlántico para aterrizar en Kent, Inglaterra. La aeronave voló con un único piloto, Steve Fossett, durante 76 horas y 45 minutos. Al aterrizaje no le faltó parte del dramatismo con que Dick Rutan sobrellevó su vuelo con el Voyager: el generador eléctrico no funcionaba, se había formado hielo dentro de la cabina que impedía que el piloto viera bien la pista, un neumático reventó en el despegue, los frenos se habían bloqueado y apenas le quedaban 91 kilogramos de combustible en los depósitos. Aun así, Fossett, ganó todos los records de distancia para aeronaves y aeróstatos.

Han sido los aviones de Burt Rutan los que consiguieron por primera vez en la historia volar alrededor del mundo, sin escalas, siguiendo una ruta comprendida entre los trópicos. Los pilotos, su hermano Dick con Jeana Yeager y Steve Fossett, convirtieron en realidad lo que de otro modo hubiera pasado inadvertido. Hay veces en las que el desarrollo tecnológico hace uso de la aventura y el espectáculo para captar la atención del público y dinero; otras veces el espectáculo se reviste de tecnología; ¿quién sabe distinguirlas?

Los grandes raids: política y aeronáutica

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(John Rodgers y su tripulación, antes de despegar de San Francisco, 1925)

El vuelo del comandante Franco de Palos de la Frontera a Buenos Aires, en febrero de 1926, fue el primero de los que se suelen denominar como grandes raids españoles. Y es posible que también fuera el que mayor repercusión tuvo en los medios de España y latinoamericanos. Después del vuelo a Buenos Aires el comandante Ramón Franco se convirtió en un héroe muy popular. La fama lo impulsaría a transitar por una vida complicada y llena de contradicciones que finalizó a causa de un accidente cuyos motivos no se han podido aclarar. El gran reconocimiento que se le otorgó al vuelo a través del Atlántico Sur de Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada, puede explicarse mejor con razones políticas que aeronáuticas.

El trayecto más complicado, de Porto Praia, en Cabo Verde, a la isla de Fernando de Noronha (2305 kilómetros), sobre el océano, no era la primera vez que se efectuaba. Los portugueses Sacadura Cabral y Gago Coutinho lo habían recorrido con un hidroavión Fairey IIID MK II, el Lusitania, cuatro años antes, en mayo de 1922. El viaje, de Lisboa a Río de Janeiro, se tuvo que hacer con dos aeronaves, porque la primera quedó inservible en Fernando de Noronha; debido a los muchos incidentes que padecieron tardarían en completarlo 79 días. El veterano Santos Dumont, abrazó a los pilotos cuando aterrizaron en Río. Uno de los grandes méritos de los portugueses fue la navegación, de la que se haría cargo Coutinho con un sextante de su invención que llevaba incorporado un horizonte artificial. Ramón Franco tomó buena nota de este importante detalle y para efectuar su viaje compró un sextante Systems Admiral Gago Coutinho, por el que pagó de su propio bolsillo la exorbitante suma de tres mil pesetas. Para el aviador español este instrumento fue el espíritu del Plus Ultra.

Si cuando el Plus Ultra realizó su histórico vuelo, el Atlántico Sur apenas había sido explorado desde el aire, no podía decirse lo mismo del Atlántico Norte. En 1919 la Marina estadounidense organizó una expedición con hidroaviones Curtiss NC. De San Juan de Terranova a las Azores, posicionaron 22 buques separados unas 50 millas marinas, en cuyas cubiertas, por la noche, hicieron brillar potentes focos a la vez que disparaban cohetes con luminarias. De ese modo construyeron un sendero luminoso que indicaba a los aviadores el rumbo que tenían que seguir para alcanzar su destino. De los tres aviones que despegaron de San Juan, solamente uno, el NC-4, llegó a la ciudad de Horta en las Azores, tras volar 1920 kilómetros en 15 horas y 18 minutos. Los otros dos, ofuscados por la niebla, perdieron el rumbo y se vieron obligados a amerizar en medio del océano donde los rescataron los buques de apoyo. El NC-4 voló después de las Azores a Lisboa, al Ferrol, en España, y a Plymouth, en el Reino Unido, donde aterrizó en mayo de 1919. Fue el primer avión que viajó del continente americano al europeo. Sin embargo el éxito de la Marina estadounidense fue bastante efímero porque los británicos John Alcock y Arthur Whitten Brown, el mes de junio de ese mismo año, con un bombardero modificado de la casa Vickers volaron de San Juan de Terranova, a Clifden, Irlanda, sin escalas, en 16 horas y 12 minutos, recorriendo una impresionante distancia de 3168 km. La hazaña les hizo ganadores del premio del Daily Mail de 10 000 libras para la primera tripulación que cruzara el Atlántico Norte sin ninguna parada intermedia.

Unos cinco meses antes de la aventura transatlántica de Ramón Franco, John Rodgers y su tripulación, a bordo de un hidroavión Curtiss PN-9 de la Marina estadounidense, realizaron otro histórico vuelo, de California a Hawái. Los militares norteamericanos prepararon el viaje con el apoyo de 10 buques, espaciados unas 200 millas. De la bahía de San Pablo, cerca de San Francisco, el 31 de agosto de 1925 despegaron dos aviones; uno de ellos se averió cuando había recorrido unas 300 millas y tuvo que amerizar; el otro, al mando de John Rodgers, continuó su vuelo hacia Hawái hasta que el 1 de septiembre, a unas 450 millas de su destino se quedó sin combustible y tuvo que posarse sobre el océano. Pensaron que pronto serían rescatados por un buque de la Marina, pero tras un día en el mar decidieron improvisar una vela y poner rumbo a las islas. Durante nueve días Rodgers y su tripulación navegaron con su PN-9 hasta que se encontraron un submarino de la Marina a unas 15 millas de la bahía de Nawiliwili, Kauai. El buque militar los remolcó para facilitarles la arribada a la isla. Allí, el práctico del puerto y su hija remaron hasta el hidroavión para ayudar a los náufragos a pasar el arrecife. A pesar de aquel frustrado final, John Rodgers y su tripulación consiguieron el récord de distancia de vuelo, fuera de un circuito, al recorrer 3206 kilómetros.

Algunas travesías aéreas sobre el océano, en 1926, ya habían superado los 3000 kilómetros, una cifra que excedía en mucho el salto más largo que efectuó el Plus Ultra. Sin embargo, mientras el Atlántico Norte captaba el interés de los navegantes, el Sur parecía quedar relegado a un segundo plano. Sacadura Cabral y Gago Coutinho volaron a Río de Janeiro para celebrar el primer centenario de la independencia de Brasil, lo que no dejó de ser un acontecimiento aislado en el escenario de la aviación internacional. El hecho de haber necesitado dos aeronaves y la lentitud con la que los portugueses efectuaron la travesía, permitieron a Franco y Barberán —los promotores del viaje del Plus Ultra— convencer a la Aeronáutica Española y al Gobierno de que la ruta aérea del Atlántico Sur no había sido inaugurada con la necesaria solvencia y la aviación hispana tenía la oportunidad de hacerlo. A la dictadura de Primo de Rivera, que acababa de resolver el conflicto africano, le venía bien un acontecimiento de semejante naturaleza y el proyecto fue aprobado sin muchas dilaciones.

Desde un punto de vista tecnológico no fue un suceso de gran relevancia. Otros aviadores y otras aeronaves habían navegado más millas sobre los océanos y otros pilotos habían cruzado ya el Atlántico Sur. Con la excepción de la prensa española y latinoamericana los medios no recogieron la noticia del vuelo del Plus Ultra con excesiva notoriedad. Ni entonces ni después, nunca lo hicieron. El vuelo tampoco sirvió para superar ningún record internacional. Sin embargo, los recibimientos del Plus Ultra en todas las escalas, las recepciones y fiestas en su honor y la repercusión en los medios de habla hispana, alcanzaron una dimensión difícil de imaginar. Los tripulantes fueron recibidos como héroes, agasajados, aclamados y premiados con una generosidad extraordinaria y su gesta equiparada al viaje del almirante Colón que lo llevó a descubrir las Américas. A Ramón Franco debió parecerle que acababan de entrar en un mundo fantástico del que saldrían cuando quisieran porque trató de continuar, desde Buenos Aires, su viaje de bienvenidas por toda América, a lo que el buen juicio de las autoridades españolas se opuso. Regresó con su tripulación a España, embarcado, para recibir en su país otra sinfonía de parabienes y convertirse en uno de los ciudadanos más famosos de su época. Es difícil encontrar una proporción razonable entre las celebraciones que acompañaron el éxito del Plus Ultra y sus hechos. Y es que quizá hay veces en las que los pueblos necesitan que de la muchedumbre surja un líder, un héroe, un personaje a quien encumbrar, querer, admirar y seguir, y en esas ocasiones no importa apenas lo que haga, basta con que la gente le asigne ese rol de distinción y encumbramiento. Por lo general, cuando eso ocurre, siempre hay una mano escondida que ayuda; algo así como un catalizador que facilita el proceso. Al dictador, don Miguel Primo de Rivera, y a sus adláteres les encajaba bien que la nación pariese alguna gesta y engendrara un héroe, muy propio de regímenes ansiosos de grandes exhibiciones a través de las que desean que el pueblo los identifique. Sin embargo, Ramón Franco fue un hombre muy singular, capaz de plantarle cara hasta el mismísimo don Miguel. El Gobierno le prohibió aterrizar en Montevideo porque, entonces, los políticos de aquel país no se llevaban bien con la dictadura española. Sin embargo, el comandante del Plus Ultra, hizo escala en la capital uruguaya antes de volar a Buenos Aires. Fue un gesto de rebeldía que seguramente sirvió para que el gobierno español donara el Plus Ultra a la nación argentina y hacer que sus tripulantes regresaran a España en barco.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Cal Rodgers y el primer vuelo de costa a costa en Estados Unidos

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—No hay ninguna máquina en el mundo que pueda resistir 1000 millas sin desintegrarse—dijo Orville.

—No puede hacerse—reafirmó Wilbur.

—Alguien tiene que ser el primero. Voy a intentarlo —afirmó Calbraith

Los hermanos Wright, Orville y Wilbur, inventores del aeroplano, trataron de convencer a Calbraith para que desistiera de su idea de comprarles un avión con el que pretendía volar a lo ancho de Estados Unidos, de costa a costa. Sin embargo, Calbraith Perry Rodgers había llegado ya demasiado lejos con sus planes para volar de Nueva York a Los Angeles y ganar el premio William Randolph Hearst dotado con 50 000 dólares. El magnate de la prensa ofrecía ese dinero al primer aviador que cruzara su país en un tiempo que no excediera un mes, y el concurso lo abrió por un año de forma que el plazo finalizaba el 10 de octubre de 1911. A finales de agosto, Calbraith había firmado un contrato con la compañía de Chicago Armour Meatpacking para anunciar a lo largo del vuelo una nueva bebida no alcohólica bautizada con el nombre de Vin Fiz. A principios de septiembre, Calbraith se presentó en Dayton para comprar a los Wright un avión nuevo con el que pretendía optar al premio Randolph Hearst.

Los Wright sabían que la carrera de Cal como aviador había sido meteórica. Cuando su primo, John Rodgers, piloto de la Marina, recibía instrucción de vuelo en la escuela de Dayton de los Wright el pasado mes de marzo, Calbraith fue a visitarlo. Desde ese momento, la atracción que sintió por la aviación fue irresistible. En junio empezó a tomar clases de vuelo. Orville le había dado clases durante 90 minutos. Bien trajeado, con un puro en la boca, seguro de sí mismo, de complexión atlética y 1,90 metros de estatura, a finales de junio el alumno ya manejaba con cierta soltura el avión y contrató a un muchacho, Charles Wiggin, que entonces ayudaba al instructor jefe de los Wright, Al Welsh, como mecánico. A Wiggie le ofreció 15 dólares a la semana, dos menos de los que ganaba probando automóviles, pero el joven mecánico estaba fascinado con los aviones. El 7 de agosto, Cal, obtuvo la licencia número 49 del Aero Club of America y ese mismo mes se presentó en el encuentro aeronáutico de Chicago que se celebraba en el Grant Park. Allí consiguió ganar el premio de permanencia en vuelo —tres horas y media— y otros trofeos con los que llegó a juntar 11 000 dólares. A partir de ese momento, con la ayuda de su esposa Mabel, el joven piloto consiguió firmar un contrato con una empresa de Chicago para que anunciara el Vin Fiz, que al parecer, le ofrecía 5 dólares por cada milla que volara al oeste de Chicago y 4 dólares al este. Wilbur y Orville eran conscientes de que, en tan poco tiempo, Calbraith no había tenido tiempo para enfrentarse a las muchas dificultades que planteaba el ejercicio del vuelo con aquellas máquinas que ellos habían inventado.

Los Wright consiguieron volar, por primera vez, en diciembre de 1903, pero su avión era muy rudimentario. Aún tardarían casi dos años en perfeccionar su aparato, porque hasta el mes de octubre de 1905 no consideraron que su máquina tenía ninguna utilidad práctica. Entonces lograban mantenerse en el aire poco más de 30 minutos en los que el Flyer recorría unas 24 millas. A partir de ese momento dejaron de volar y se dedicaron a vender su avión, en lo que invirtieron dos años largos. No les resultó fácil convencer al gobierno de Estados Unidos ni a los industriales franceses que habían inventado una máquina de volar más pesada que el aire cuya utilidad militar era indiscutible. En 1908 hicieron las primeras demostraciones públicas de vuelo, para cumplir con sus compromisos contractuales y en Fort Myer, Orville tuvo un accidente que estuvo a punto de costarle la vida mientras Wilbur, en Francia, deslumbraba a los aeronautas europeos. Aunque algunos franceses habían conseguido volar, desde que Santos Dumont lo hizo en Paris en 1906, sus aeronaves eran muy primitivas en comparación con las de los Wright. Pero la maniobrabilidad de las máquinas de los hermanos de Dayton tenía un precio: la inestabilidad. Estaban diseñadas para que su piloto mantuviera el avión en condiciones de volar actuando sobre los mandos de forma continuada. Pilotarlas no era un ejercicio sencillo. Wilbur y Orville lo sabían. De hecho, desde 1909, después de entrenar un grupo de pilotos, tal y como habían acordado con sus primeros clientes, ellos habían dejado de volar, al menos en público. Pero si el ejercicio del vuelo no era algo sencillo debido a las ráfagas de aire, las corrientes ascendentes y descendentes o las bolsas de aire caliente —que hacían, en muchas ocasiones, que pareciera que el avión en el aire carreteara sobre un pavimento bacheado, en el que a veces uno de aquellos agujeros lo hundía varios metros—, la mecánica y las partes del avión tenían que soportar grandes esfuerzos, lo que originaba un sinfín de averías. El resultado era que en apenas unos años la aviación ya se había cobrado un número excesivo de víctimas entre los pocos pilotos de las primeras aeronaves. Para los Wright, intentar cubrir una distancia de alrededor de 5 000 millas, en saltos consecutivos de no más de 250 millas, con el mismo avión, era una absoluta temeridad. Estaban convencidos de que ni el piloto ni la aeronave soportarían una prueba tan exigente y que la aventura tenía muy pocas probabilidades de éxito. Sentían compasión por la vida de aquel simpático, ambicioso y elegante joven de 33 años, empedernido fumador de cigarros, y tampoco querían ver la foto de uno de sus aviones en todos los grandes periódicos del país, convertido en un amasijo de maderos y telas, anunciando el accidente que terminaría con la existencia de Calbraith. Entendían que los aviones debían usarse con prudencia, de un modo racional, no para llevar a cabo inútiles y peligrosas aventuras, pero ya se habían dado cuenta que los magnates de la prensa se llenaban los bolsillos vendiendo periódicos con las fotos que a ellos les horrorizaban. Para su desgracia, los espectáculos macabros eran el mayor negocio de la incipiente aviación.

Calbraith Perry Rodgers veía las cosas desde otra perspectiva: la conquista de un mundo hostil en el que alguien tendría que demostrar, por primera vez, que el hombre era capaz de viajar de una a otra costa de su país, para inaugurar el transporte de pasajeros y mercancías por el aire. Si lo hacía él, se convertiría en un personaje afamado, lo que le abriría las puertas para abordar otras muchas aventuras.

—En Chicago, durante las pruebas de permanencia en el aire, he volado en total unas 27 horas en nueve días, una distancia que representa casi la mitad del camino que tengo que recorrer de costa a costa. Creo que puede hacerse. Todo está previsto. Mi patrocinador, la empresa Armour, va a poner a mi disposición un automóvil y un tren con varios vagones, en los que llevaremos camas, restaurante, un taller completo, combustible y piezas de repuesto. Cuento con mi mecánico, Charles Wiggin, aunque me gustaría que me acompañara también otro con más experiencia. Además también vendrán: un conductor, varios ejecutivos de la patrocinadora y un enlace con la prensa.

Calbraith tuvo que emplearse a fondo, demostrar que no se trataba de una aventura alocada, que careciese del soporte económico y logístico necesario para ejecutarse con seguridad. Habló de sus antepasados —célebres marinos, diplomáticos y militares— de su padre que hizo la guerra a los indios en el lejano oeste, de su educación profundamente religiosa y de sus aventuras como marinero que le permitieron conocer a su esposa, Mabel Avis Graves, cuando rescató a su madre que se había caído al mar. Lo que no les dijo es que estaba sordo, motivo por el que no pudo ingresar en la Marina, debido a una escarlatina que padeció cuando era un niño.

Los Wright se vieron obligados a ceder ante la argumentación del joven piloto. Era un hombre de buena familia con sólidos principios religiosos, fuerte y decidido, que además contaba con el apoyo financiero de una sólida empresa. Les preocupaba también que si no le vendían uno de sus aviones terminara comprándole otro a Glenn Curtiss, con quién mantenían un importante litigio por lo que consideraban que era su propiedad intelectual. También sabían que otros dos pilotos tenían intención de optar al premio en septiembre: Robert Fowler con un aeroplano Wright modelo B, el Cole Flyer, equipado con un motor de la empresa de automoción Cole, y Jimmy Ward con un aparato de Curtiss, el Hearst Pathfinder.

Calbraith también negoció el apoyo de Charlie Taylor, que trabajaba para los Wright y era el mecánico que había fabricado el primer motor con el que volaron en las dunas de Kitty Hawk en 1903. Charlie se incorporaría durante un mes al equipo de apoyo que seguiría el vuelo de Calbraith. El precio del avión, con algunos repuestos, se estipuló en 5 000 dólares.

Para aquella misión, se construyó un avión especial, el Wright EX, con la estructura recubierta de aluminio, un tanque de combustible de 25 galones —aunque Calbraith no tenía intención de volar más de cuatro horas seguidas— y un motor refrigerado por agua, de 35 caballos de potencia. En las pruebas, la aeronave demostró que era capaz de alcanzar una velocidad de 62 millas por hora. No llevaba a bordo ningún sistema de navegación; en la cabina el único asiento, descubierto, estaba situado en el lado izquierdo, junto al motor.

Calbraith trató de adelantar su salida lo que pudo pero le resultó imposible fijar una fecha anterior al 17 de septiembre. Sus dos competidores, Robert Fowler y Jimmy Ward, despegaron antes. El primero lo hizo en California, el 11 de septiembre, porque había decidido efectuar el viaje de oeste a este, mientras que el segundo optó por seguir una ruta muy parecida a la que tenía previsto realizar él: siguiendo, desde Nueva York, el trazado de la línea de ferrocarril Erie. El primer día Fowler se estrelló y todas las noticias que recibió del competidor que venía del oeste, durante los días anteriores a su partida, fueron muy negativas. Jimmy Ward despegó de la isla del Gobernador, en Nueva York, el 13 de septiembre, pero tuvo la mala fortuna de equivocarse en la bifurcación de la línea del ferrocarril, en Jersey, y tomó la que se dirigía al valle Lehigh. Regresó a Jersey para alcanzar Middletown y en Callicoon se quedó en tierra por culpa de la meteorología, durante un par de días.

Todo empezó mejor para Calbraith. Tal y como estaba previsto, el 17 de septiembre acudió al circuito de carreras de Sheepshead Bay, en Brooklyn, para revisar el avión. Miss Amelia Seift, de Memphis, bautizó el aparato estrellando contra su liviana estructura una botella de la nueva bebida de la empresa Armour. Acababa de nacer un avión que pasaría a la historia: el Vin Fiz. En el campo de vuelo se habían congregado unas 2000 personas que desbordaron a la docena de policías que las controlaban. Durante media hora, los ayudantes de Cal estuvieron moviendo la aeronave de un sitio a otro para dejar suficiente espacio libre que permitiese el despegue. Parecía imposible convencer a la gente que se apartase. Cal cogió una caja de cigarros, encendió uno y se metió el resto en los bolsillos. Suficientes para empalmar uno tras otro durante el vuelo porque con el viento de morro, al descubierto, a bordo era imposible encenderlos con una cerilla y el piloto no podía quedarse sin fumar ni un sólo instante. Cuando Taylor y sus ayudantes lo vieron acercarse envuelto en una nube de humo sabían que no iba a esperar más. Subió al asiento del Vin Fiz y Taylor se aferró a la hélice para hacerla girar. El motor arrancó. El ruido hizo que la gente se apartara. Cal hizo rodar el avión por la pista hasta que ganó la suficiente velocidad para levantar el vuelo. Eran las 04:25 de la madrugada. Su madre y su hermana junto con dos de sus hijos, vieron desde un automóvil aparcado en el campo de vuelo como el Vin Fiz se perdía de vista en el cielo. Su esposa Mabel estaba en el hotel Martinique desde donde se dirigiría al tren de apoyo que seguiría el vuelo hasta el final; le acompañaba su madre y las dos tenían reservadas camas en el primer vagón cuyo techo se había pintado de blanco para que Cal lo distinguiera. Los ayudantes que le habían asistido en el despegue, en Brooklyn, abandonaron la pista a toda prisa, en un potente automóvil Palmer-Singer equipado con un motor de 90 caballos que les permitía alcanzar una velocidad de 90 millas por hora.

Aquel día Calbraith voló 105 millas en 104 minutos. Su equipo lo celebró eufórico. Los ejecutivos de la Armour creyeron que toda la aventura se limitaba a llenar los bolsillos de la chaqueta de Cal de cigarros y el depósito del avión de combustible. «En dos semanas estamos en California».

La realidad del negocio en que se habían metido empezó a desvelarse a la madrugada siguiente, en Middletown. La pista era corta y los árboles donde acababa demasiado altos. Cal trató de salvarlos, pero vio con horror cómo las alas quedaban atrapadas entre las ramas de los nogales y el morro se hundía en un gallinero del que salieron despavoridas sus moradoras dejando alguna pluma flotando en el aire. Sorprendido, con algunos cortes en el rostro y la chaqueta arrugada, recibió a su equipo que se acercó para socorrerle con unas palabras que nadie podía imaginar las veces que tendría que repetir a lo largo del viaje.

—Arregladlo muchachos, que estoy listo para seguir.

Las fotos del accidente impresionaron a su madre hasta el punto de que se trasladó a toda velocidad a Middletown para suplicarle que abandonara aquel insensato proyecto de volar hasta Pasadena. Cal y Mabel se rieron, trataron de restarle importancia al asunto y la tranquilizaron como pudieron. El avión había sufrido daños muy importantes. Durante tres días y tres noches, Charlie Taylor dirigió los trabajos para rehacer el avión, casi por completo. Tuvo que solicitar a los Wright que enviaran dos mecánicos de Dayton para que le ayudaran.

Los tres aspirantes al premio Hearst se toparon, muy pronto, con la realidad que los Wright habían anticipado: aquellas máquinas de volar no reunían las condiciones necesarias para soportar una prueba de esas características. Tras siete días de accidentes, Robert Fowler, que seguía la ruta inversa a la de Cal y Jimmy, abandonó la competición. A Jimmy Ward no le fueron mejor las cosas, después de permanecer varios días en tierra, por culpa de la meteorología, y romper varios cojinetes que lo tuvieron inmovilizado tres días en Rose Hill, se estrelló en la granja de Benjamin Lynch, cerca de Adison. Ward prefirió llegar a la conclusión de que su avión había sido maldecido y también decidió retirarse, ya que tampoco disponía de fondos para continuar el viaje.

Cal reanudó el vuelo cuando Taylor recompuso el Vin Fiz. El 24 de septiembre, después de recorrer unas 89 millas hacia Jameston, decidió hacer una parada intermedia para que le ajustaran el motor. La bujía no funcionaba bien y aún quedaban unas 25 millas para alcanzar su destino. Aterrizó en un territorio que pertenecía a una reserva india, en el estado de Nueva York. El automóvil de ayuda llegó enseguida y le pusieron a punto el motor. En el despegue, las irregularidades del terreno y un viento con cizalladura descendente, hicieron que el Vin Fiz no pudiese salvar una valla con dos alambradas. Cal, el motor del avión y el timón vertical de la cola, fueron los únicos que salieron ilesos en aquel accidente que redujo al Vin Fiz a un montón de escombros. Taylor tuvo que cambiar las dos hélices, los patines y las alas, lo que le llevó otros tres días de un trabajo agotador.

Las averías, los accidentes y el mal tiempo hicieron que Cal no pudiera llegar a Chicago hasta el 8 de octubre. En Mansfield aterrizó junto a la prisión estatal y entretuvo a los internos, que agitaban sorprendidos los brazos con la extraña visita, con algunas maniobras antes de posarse en tierra. En Ohio descubrió la sensación de volar a través de una tormenta eléctrica:

— Lo primero que pensé es que volaba sobre una parrilla eléctrica. No sabía lo que los rayos pueden hacer a un aeroplano, pero no me gustó la idea, de forma que giré y puse rumbo al este.

El 1 de octubre, por culpa de los rayos aterrizó en Geneva, a 36 millas de Chicago. Al día siguiente despegó con vientos demasiado frescos y decidió tomar tierra, pero como la gente había ocupado la pista hizo un viraje muy pronunciado en el que perdió el control del aparato que se estrelló.

Por fin, el 8 de octubre llegó a Chicago, que era una parada obligatoria de acuerdo con las reglas del premio Randolph Hearst. Aterrizó en el Grant Park, al mediodía, donde le esperaban unas 8 000 personas. Conseguir el trofeo del magnate ya estaba fuera de su alcance. El plazo expiraba el 10 de octubre y tampoco parecía posible que pudiera efectuar el viaje en los 30 días que exigían las normas del concurso, pero Cal estaba decidido a continuar, ahora con un reto personal que se había impuesto: quería demostrar que su fortaleza podía vencer la fragilidad de los aviones.

—Seguiré. Seré el primer hombre que cruce el país por el aire, no importa lo que tarde en hacerlo.

Dos días después, el 10 de octubre, pudo consolarse al superar en 133 millas el record de vuelo a través del país que hasta entonces ostentaba Henry Atwood (1205 millas).

El 17 de octubre Charlie Taylor tuvo que regresar a Dayton. Su mujer estaba enferma y el acuerdo con Cal finalizaba al cabo de un mes. No es que Taylor hubiera tenido que rehacer el Vin Fiz varias veces, sino que Cal se acordaba de las escalas del camino por las averías: Blue Spring, Missouri, la magneto, McAlester, Oklahoma, cilindro rajado y pérdida de aceite, Waco, Texas, ala rota, Austin, Texas, la transmisión… La lista era innumerable, Cal la llevaba grabada en la mente y la pérdida de Charlie podía convertirse en un problema insalvable. Ya sabía que para llegar a Pasadena él tenía que ser mucho más fuerte que su avión, porque el Vin Fiz se rompería por el camino una y mil veces. Si no se descalabraba en alguno de aquellos inevitables accidentes lo conseguiría, pero necesitaba que sus mecánicos le recompusieran aquel aparato, que al igual que el Hearst Pathfinder de Ward, parecía que alguien lo hubiese maldecido.

El 19 de octubre, Eugen Ely —el primer piloto de la Marina estadounidense que aterrizó en un buque de guerra (Pennsylvania) — falleció en Macon, Georgia. Ely no pudo recuperar su aeronave —un biplano Curtiss— cuando intentaba salir de un picado en un vuelo de demostración. La noticia impresionó al equipo de Cal y al día siguiente el Vin Fiz fue inspeccionado a fondo. Encontraron que los cables de los elevadores y timón de dirección estaban gastados y tuvieron que reemplazarlos; no hubieran podido completar el viaje y su rotura equivalía con casi toda seguridad a un accidente fatal.

En Willcox, Arizona, los cojinetes de la cadena de transmisión se griparon. Cal tuvo que parar el motor y planear hasta el suelo. Se acordó de que Taylor ya no estaba con ellos.

—Nos vamos a quedar parados una semana. Telegrafiaré a los Wright para que me envíen otra cadena.

Sin embargo, Wiggie fue capaz de resolver el problema con los cojinetes del otro avión Wright, de dos asientos, que también era propiedad de Cal y que habían desmontado para canibalizarlo.

El 29 de octubre pasó la frontera con México para asistir a una corrida de toros en Juárez y aprovisionarse de cigarros y el 3 de noviembre cruzó el río Colorado. Lo celebraron, quizá demasiado pronto, porque al día siguiente se agrietó el motor, una avería que remediaron con partes del motor del otro avión.

Atravesar las montañas por el paso de San Gorgonio, con San Jacinto a la izquierda y San Gorgonio a la derecha, dos montañas con más de 3000 metros de altura se convirtió en un auténtico reto. Una corriente de viento del oeste, entre los dos picos, de 60 millas por hora, hacía prácticamente imposible que el Vin Fiz pasara por allí. En Phoenix le advirtieron de que intentar atravesar aquel paso con su avión era un suicidio.

—Subiré al Vin Fiz a su techo de vuelo, unos 2500 metros, y luego me lanzaré en un planeo de 45 grados, por la abertura.

Cal lo consiguió, pero el aeroplano aterrizó al otro lado del paso con el radiador reventado, la magneto averiada y otros problemas que a Cal ya ni siquiera le interesaban.

—Arregladlo muchachos, que estoy listo para seguir.

El 5 de noviembre de 1911 el Vin Fiz sobrevoló el Tournament Park de Pasadena. Una auténtica marea humana lo aguardaba en tierra. Cal ya había visto el océano Pacífico al pasar cerca del Monte Wilson. Dejaba en la cola 4231 millas, medidas con la línea de ferrocarril, que había volado en unas 82 horas, durante 49 días, para lo que tuvo que hacer 69 escalas. El avión era otro, no quedaba prácticamente nada del Flyer EX con el que había despegado de Brooklyn el 17 de septiembre. Dos motores, ocho hélices, seis alas, dos radiadores, y multitud de accesorios se habían quedado por el camino. Sin embargo, él continuaba entero, aunque había perdido bastante peso y su cuerpo estaba lleno vendas y magulladuras. En cualquiera de las incontables veces que se estrelló —más de 16 y menos de 39, porque muchas veces era difícil distinguir entre un accidente y un aterrizaje muy duro— pudo haberse dejado la vida. Los Wright tenían razón, su misión era prácticamente irrealizable, ni siquiera su cabezonería habría servido de faltarle la suerte. Pero la realidad es que Pasadena estaba allí, bajo sus pies. Su sordera no le permitió escuchar el vocerío de las más de 20 000 personas que habían acudido a recibirlo cuando aterrizó en el Tournament Park, a las 4:10 de la tarde. No ganó el premio, pero Cal era un hombre feliz.

—Me siento mucho más rico por mi experiencia y el número de amigos, incluso aunque no haya recibido ni un céntimo, yo considero que este viaje ha valido la pena.

Pocos meses después, el 3 de abril de 1912, Calbraith volaba en círculos sobre Long Beach, California, realizando una demostración delante de unos 7 000 espectadores. A una altura de 30 metros su avión efectuó un repentino picado hasta estrellarse en la arena de la playa. Lo más probable es que el accidente lo originase el choque con una gaviota que bloqueó el mando del timón de profundidad. Quizá su muerte fue tan dulce como él pensaba que ocurría con los aviadores que la experimentaban en un accidente:

—No temo a la muerte en un aeroplano. Cuando llega, si llega, no hace daño. Cuando caí en Compton me cercioré de ello. En el minuto en el que un aviador empieza a caer experimenta lo que yo llamo asfixia aérea. Es un estado de aparente feliz inconsciencia desde el momento en que se inicia la caída. Si le sigue la muerte un aviador no sabe lo que le ha ocurrido.

Orville y Wilbur Wright se enteraron a través de la prensa de la mala noticia. Una turba incontrolada de espectadores se abalanzó sobre los restos del aparato para llevarse algún pedazo a modo de suvenir. A la policía le costó trabajo controlarla para que el personal sanitario pudiese retirar el cadáver del aviador. Era un espectáculo frecuente que horrorizaba a los Wright. Otto Lilienthal poco antes de morir, a causa de un accidente cuando probaba uno de sus planeadores, dijo: «es necesario hacer sacrificios». Ellos llevaban la cuenta. En 1908 murió el teniente Selfridge en el accidente que casi le costó la vida a Orville; fue la única víctima mortal de la aviación durante aquel año. En 1909, fallecieron cuatro personas, treinta y dos en 1910, setenta y cuatro en 1911 y en los pocos meses de 1912 ya habían contabilizado diecisiete defunciones. Nunca pensaron que la aviación pudiese convertirse en un circo que se cobrara tantas víctimas innecesarias.

 

Aviones y piratas informáticos

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A mediados de abril de 2015, un pasajero a bordo de un Boeing 737 de United Airlines, conectado en la cabina a internet, envió a través de Twitter una misiva: «¿Empezamos a jugar con los mensajes del EICAS (Sistema de Indicadores de Alerta del Motor a la Tripulación) ‘PASS OXYGEN ON’ ¿algún otro?». De este modo el supuesto pirata informático daba a entender al mundo que acababa de penetrar en los programas que gestionan el vuelo del avión en el que viajaba. El pasajero cambió de avión en Chicago y el FBI inspeccionó el asiento que había ocupado en el avión desde el que envió su inquietante mensaje. Cuando llegó a su destino final, Siracusa, los agentes federales subieron a bordo para detenerlo y embargarle el dispositivo electrónico con el que viajaba.

La compañía y el FBI sabían que el pasajero había conectado su ordenador a la caja electrónica del sistema de entretenimiento de su asiento (SEB). Los hechos tuvieron una amplia repercusión en los medios.

El protagonista del incidente se llama Chris Roberts, y es un experto estadounidense en sistemas informáticos. Roberts es el fundador de la empresa One World Labs y a principios de 2015 se había entrevistado con el FBI para discutir sobre la vulnerabilidad de los sistemas informáticos de las aeronaves comerciales. El experto informático comunicó a sus entrevistadores de la agencia gubernamental que había accedido a los sistemas de control de distintos aviones, en varias ocasiones, conectándose a las cajas electrónicas de los equipos de entretenimiento. Una vez, logró controlar a su antojo la potencia de los motores. Parece ser que entonces dijo que no volvería a hacerlo. Con anterioridad, en otros foros, Chris Roberts ha denunciado la debilidad de los sistemas informáticos de la NASA frente a potenciales intrusos. Según informó Ars Technica, en una conferencia durante la convención GrrCON de 2012, Roberts comentó a la audiencia que ocho o nueve años antes fue capaz de acceder a los sistemas de la NASA y cambiar la temperatura a bordo de la Estación Espacial Internacional.

Las líneas aéreas, los fabricantes de aeronaves y muchos expertos del mundo aeronáutico han cuestionado seriamente las reivindicaciones de Roberts. Algunos dicen que la red informática de entretenimiento a bordo no está conectada con la que gestiona el vuelo; si fuera exactamente así no podríamos ver la posición de la aeronave en las pequeñas pantallas situadas en los respaldos de los asientos de la cabina de pasaje, una imagen muy habitual en todos los aviones comerciales. El modo tradicional de proteger una red de otra a la que está conectada consiste en disponer cortafuegos o encriptar la información que intercambian. Sin embargo existen mecanismos más eficaces. En algunas aeronaves modernas la red que controla la aeronave se conecta con el sistema de entretenimiento a bordo mediante un enlace físicamente unidireccional, de forma que es imposible enviar información desde las cajas electrónicas de la cabina de vuelo a dicha red.

Sin embargo, la piratería informática en el ámbito aeronáutico se ha convertido en una cuestión de máximo interés. Los sistemas de entretenimiento a bordo no son la única puerta de acceso de un posible pirata a la red que gestiona el vuelo de una aeronave comercial. Existen canales de comunicaciones que conectan el avión con los equipos de gestión de tráfico aéreo, el fabricante del avión (que intercambia datos de mantenimiento) y la aerolínea (información operativa). Hay por tanto, al menos, cuatro accesos potenciales a la red de software que gobierna el vuelo. En principio, a través de cualquiera de ellos, un malintencionado intruso podría intentar acceder a la red responsable del vuelo del avión. No creo que en ningún caso, actualmente, alguien pudiera llegar a hacerse con el control efectivo de una aeronave. Proteger estas entradas de un modo eficiente no es un tarea sencilla, pero los proveedores de servicio de navegación aérea, los fabricantes y las aerolíneas, conocen el problema y están adoptando las medidas necesarias para bloquear el paso de posibles intrusos. En cualquier caso, los pilotos a bordo, disponen de suficientes recursos como para que un ataque informático por estas vías no vaya más allá de resultar una incomodidad.

Quizá la mayor vulnerabilidad se encuentre en el interior de la propia red informática que gobierna la aeronave y en las operaciones de mantenimiento. Los aviones cuentan con multitud de sensores que capturan información que los distintos ordenadores de a bordo intercambian y procesan. A su vez, los grandes sistemas (eléctrico, neumático, hidráulico…) delegan tareas en subsistemas que gestionan pequeños microprocesadores, cuyos programas han elaborado centenares, incluso miles, de proveedores distribuidos en todo el mundo. De los programas que controlan los procesos asociados al vuelo, y que a su vez constituyen una compleja y vasta red, a pesar de ser objeto de pruebas muy rigurosas, no se puede garantizar que estén libres de errores. Un par de ejemplos recientes lo demuestran. El fatal accidente del A400M que se estrelló en España el 9 de mayo de 2015 se debió a un fallo en los parámetros del programa de configuración de la unidad electrónica de control (ECU) de los motores. Hace poco más de un año, la Federal Aviation Administration (FAA) estadounidense advirtió que «un 787 que se haya mantenido alimentado de forma permanente durante 248 días puede perder toda la potencia de corriente eléctrica alterna al entrar en modo de fallo seguro de forma simultánea las cuatro unidades principales de control de los generadores…lo que podría originar la pérdida de control del aeroplano». Boeing era consciente del problema y ya había tomado medidas para subsanarlo, con independencia de que la condición necesaria para que se produzca el fallo no parece que la pueda cumplir ninguna aeronave que efectúe servicios de transporte de pasajeros. Pero, al margen de los improbables fallos que en condiciones no previstas puedan generar los programas informáticos, las operaciones de mantenimiento abren la más peligrosa de las puertas a los piratas informáticos. La conexión de un ordenador a los sistemas informáticos de las aeronaves para efectuar tareas de mantenimiento, o incluso de control y gestión del vuelo, y la sustitución física de módulos que contengan código, son operaciones que conllevan un riesgo que es necesario conocer y prevenir.

No está mal agradecer a Chris Roberts su llamada de atención, para que el complejo entramado aeronáutico no pase por alto la necesidad de proteger sus redes informáticas. Aunque en realidad, este asunto debe hacernos reflexionar sobre la confianza ciega que muchos tecnólogos otorgan a las máquinas. Hacer que los ordenadores de a bordo protejan la integridad de la aeronave de los supuestos errores de los pilotos está bien, siempre y cuando los pilotos dispongan de medios suficientes para proteger a los pasajeros de los fallos, casuales o deliberados, de los ordenadores.

De Nueva York a Sevilla en un avión eléctrico

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El lunes 20 de junio de 2016 el Solar Impulse 2 despegó del aeropuerto JFK de Nueva York a las 2:30 de la madrugada y puso rumbo a Sevilla. Setenta horas después, el avión eléctrico aterrizaba en la capital andaluza. Bertrand Piccard, el piloto, se convirtió en el primer aeronauta que ha sobrevolado el Atlántico Norte a bordo de un avión propulsado exclusivamente con energía solar.

La aventura de Piccard y André Borschberg con el Solar Impulse 2 se encuentra ya en su fase final. Tuvieron que interrumpirla en julio del verano pasado (2015), debido a problemas técnicos con las baterías, tras el largo vuelo a través del Pacífico de André Borschberg, de Nagoya (Japón) a Kalaeloa (Hawái), de casi cinco días de duración, en el que batió ampliamente el record de permanencia en el aire pilotando una aeronave en solitario. La misión empezó el 9 de marzo de 2015 en Abu Dhabi, y el proyecto consistía en volar alrededor del mundo con una aeronave propulsada con energía solar, realizando varias etapas. La circunvalación debía completarse en verano del mismo año, pero los planes se torcieron en Hawái. En marzo de 2016, Piccard y Borschberg reanudaron los vuelos. Ya han cruzado Estados Unidos y el Atlántico Norte. Solamente quedan dos etapas: Borschberg volará a Egipto y Piccard pilotará el tramo final de allí hasta Abu Dhabi.

En este blog ya he dedicado un par de artículos al Solar Impulse 2: Solar Impulse 2: bordeando todos los límites y El vuelo más largo de un avión eléctrico, en donde explico con detalle las características de la aeronave, la misión, y hay enlaces a otras páginas con información relacionada con este proyecto.

Hay quien ha establecido analogías entre el vuelo de Piccard, a través del océano Atlántico, y el de Charles Lindbergh.

A Lindbergh le dio la bienvenida en París una muchedumbre de cien mil almas y a su regreso a Nueva York le organizaron el mayor recibimiento (ticker tape parade) que jamás se había prodigado a ningún ser humano. Lindbergh estrenó la ruta aérea transatlántica entre Nueva York y París con su Spirit of St Louis en aquél histórico vuelo en solitario que duró 33 horas y media, el 20 de mayo de 1927. Cuando Lindbergh se aproximó a París era de noche y dio varias vuelta a la torre Eiffel para tratar de averiguar dónde se encontraba el aeródromo de Le Bourget. Vio unas luces, pero creyó que estaban demasiado cerca de la ciudad y pasó de largo, volvió y voló a baja altura para descubrir los hangares, las carreteras llenas de automóviles y la gente que lo estaba esperando. Entonces aterrizó.

A Bertrand Piccard, a su llegada a Sevilla, le hizo los honores la Patrulla Águila con una hermosa exhibición; por lo demás en las fotos no se ve que el evento atrajera demasiados curiosos. Muchos sevillanos manifestaron su descontento porque se agasajara al Impulse Solar 2, que promociona el uso de tecnologías medioambientalmente inocuas, con demostraciones a cargo de aviones militares ruidosos y muy contaminantes. A lo largo de todo el vuelo, lo guiaron desde el centro de control de la misión del Solar Impulse 2 ubicado en Mónaco. El propio Piccard explica que el equipo de técnicos calcula la ruta que tiene que seguir la aeronave, para navegar a través de las incidencias meteorológicas, con la misma precisión que se necesita para enhebrar el hilo en una aguja.

Existe un abismo entre el entusiasmo popular que suscitó el vuelo de Lindbergh y el interés con que el mundo sigue la aventura del Solar Impulse 2. Sus promotores insisten en que el proyecto no es más que «dos pioneros volando alrededor del mundo para promocionar el uso de tecnologías limpias». Queda muy poco para que sus promotores puedan darlo por finalizarlo y entonces quizá sea un buen momento para sacar alguna conclusión práctica del esfuerzo realizado: ¿Se ha promocionado en la práctica el uso de dichas tecnologías, o tan solo la imagen y el negocio de protagonistas y patrocinadores?

de Francisco Escarti Publicado en Aviones

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Aparato de escucha aérea, Estados Unidos 1921

En 1898, el reverendo John Mackenzie Bacon llevó a cabo sensacionales experimentos en el Crystal Palace de Londres. Con unos extraños amplificadores de sonido, gigantescas trompetas, convenció a una cuadrilla de voluntarios —entre los que no faltaron las damas— para que trataran de escuchar las voces procedentes de un globo. No sabemos a ciencia cierta qué resultados obtuvo, pero al tecnología del reverendo continuaría desarrollándose a lo largo del siglo XX.

Durante la I Guerra Mundial, la empresa británica A.W. Gamage Ltd, especializada en fabricar juguetes y bicicletas, produjo para la Fuerza Aérea de su país fantásticos artilugios para detectar el sonido de la aviación enemiga en el cielo del Reino Unido. En Francia, otro proveedor del Ejército galo, René Baillaud, suministró a los militares aparatos similares con reflectores parabólicos durante la Gran Guerra. En Alemania, Erich von Hornbostel y Max Wertheimer desarrollaron un audífono, en el año 1915, que tuvo un gran éxito: el Wertbostel; incorporaba varias trompetas orientables con tubos que llevaban la señal a los pabellones auditivos de los escuchas y hacían falta tres personas para manipularlas: dos de ellas recibían las señales en los oídos y el tercero movía el aparato además de ocuparse de la localización visual de la aeronave. Pero además de británicos, franceses y alemanes, los suecos, japoneses rusos, checos y estadounidenses también inventaron sus propios aparatos para detectar las aeronaves por el ruido que emiten.

La tecnología de los gigantescos audífonos para detectar la presencia de aeronaves en el cielo no decayó a lo largo del periodo de entre guerras. En Estados Unidos, en 1921, en la escuela militar de Fort McNair se instaló un llamativo detector de sonidos aéreos. A finales de los años 1920, los estadounidenses habían inventado audífonos capaces de detectar la posición acimutal y la altura de la fuente sonora. Los británicos no se quedaron a la zaga. En 1915 tallaron en un acantilado calizo entre Sittingbourne y Maidstone un espejo semiesférico para concentrar las señales acústicas. En las costas del sur de Kent se instalaron muchos espejos de este tipo, esculpidos en las rocas o de hormigón, para detectar la presencia de aviones enemigos. La práctica de emplear reflectores esféricos en vez de parabólicos, en sistemas no orientables, se convirtió en el estándar de la industria debido a sus mejores prestaciones para concentrar las ondas cuando se desvían de la dirección óptima. En 1928, en la ciudad de Kent, Inglaterra, se instaló un disco construido en hormigón de unos 9 metros de diámetro. En el foco de la semiesfera se situó un micrófono y la señal amplificada electrónicamente permitía detectar aeronaves a gran distancia. Los científicos sabían que el espejo debía ser mayor que la longitud de onda de la señal que pretendían detectar y en 1930, en Kent, se construyó un muro reflector de hormigón de 60 metros capaz de señalar la presencia de aeronaves a distancias de 30 a 50 kilómetros.

Los esfuerzos por construir aparatos capaces de informar de la presencia de aeronaves mediante sus emisiones acústicas, dejarían de tener sentido con la aparición de un sistema de detección de objetos mucho más sofisticado a finales de la década de 1930. Varios países, de forma simultánea, pusieron en práctica las ideas de Hertz y Maxwell. La Marina estadounidense bautizó el nuevo invento con el nombre de radar. Los grandes audífonos y el buen oído de sus operadores dieron paso a otros sistemas mucho más eficaces para desvelar la presencia de aviones en el espacio.

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Mehran Karimi Nasseri, casi 18 años viviendo en un aeropuerto

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Mehran Karimi Nasseri, iraní, vivió casi 18 años en el aeropuerto de Charles de Gaulle, en París. Exilado, tras manifestarse en contra del sha Reza Pahleví, dejó su país en 1977 y residió en Bélgica y otros países europeos. En agosto de 1988 trató de entrar en el Reino Unido; el pasaporte se lo habían robado en la capital francesa y las autoridades británicas le negaron la entrada. Tuvo que regresar a París donde permaneció, en la Terminal 1, hasta el año 2006.

Al principio, durante el tiempo que vivió en el aeropuerto los empleados de la terminal le facilitaron alimentos, periódicos y revistas, y se dedicó a escribir sus memorias, leer y estudiar economía. A lo largo de los últimos años de su encierro, Nasseri pudo abandonar el aeropuerto en cualquier momento ya que se había instalado en la zona de salidas que comunicaba directamente con el exterior. En esa época dormía en un banco rojo que había sacado de un viejo bar, comía en McDonalds y estaba rodeado de cajas llenas de revistas.

Su experiencia sirvió de inspiración a la película francesa Tombés du ciel en 1994 y a varios documentales. Según el New York Times, Steven Spielberg compró los derechos de la historia de su vida para basar en ella su película The Terminal, aunque el director estadounidense ubicó la acción de su obra en el aeropuerto neoyorkino JFK. La aventura que protagonizó Tom Hanks se parece poco a la de Nasseri. El escritor británico Andrew Donkin y el propio Nasseri escribieron un libro, The Terminal Man, en el que narran las peripecias del iraní.

«Quizá esté usted leyendo este libro en un tren, o quizá esté sentado en un parque, o en una biblioteca. No sé dónde lo lee usted. Pero, esté donde esté, puede saber que ahora, en este momento, mientras sus ojos leen estas palabras a lo largo de esta página—mientras usted lee esta palabra, esa palabra, esta palabra— puede saber que estoy aquí sentado en mi banco rojo del bar Bye Bye, en medio del aeropuerto Charles de Gaulle, esperando marcharme».

Para complicar su nada convencional vida, al iraní también se le conoce como sir Alfred Mehran; un nombre que adoptó al recibir una carta de la Administración británica encabezada con la frase: Dear Sir, Alfred. Según el propio Nasseri, su verdadera patria no es Irán. En Persia, la esposa de su padre, su supuesta madre, le confesó cuando ya había muerto su progenitor que no era hijo suyo sino de una enfermera británica con la que el padre tuvo una aventura en Suecia. Quizá la parte más inquietante de la confesión de Nasseri tiene que ver con su pretensión de que siendo niño viajó, a bordo de un submarino, desde Suecia hasta Irán.

Cuando los gobiernos belga y francés, aburridos de la repercusión pública que su presencia en el aeropuerto suscitaba, le ofrecieron cualquiera de las dos nacionalidades, el iraní se negó a firmar los documentos que le había conseguido su paciente, desinteresado y filantrópico abogado: el doctor Bourguet, que había trabajado a favor de su causa durante diez años. El médico del aeropuerto también se interesó por él y le pidió en repetidas ocasiones que firmara los documentos y abandonase la terminal. «Realmente, el doctor Bargain, no entiende que yo ya estoy en casa». Esa fue su respuesta mucho tiempo, hasta que consintió en dejar el banco rojo y sus cajas de revistas para ingresar en un hospital. Se dice que percibió unas 300 000 libras por la cesión de los derechos de su historia a la productora de Spielberg. Una fortuna que le hubiese permitido costear sus hamburguesas en el aeropuerto durante varios siglos. Sin embargo, su generoso abogado y atento médico lo convencieron para que abandonara definitivamente su voluntario encierro.

La historia de Nasseri nos muestra el lado inhumano de la burocracia con que los estados tratan a las personas y el efecto que la aplicación de las normas es capaz de producir en la mente de los individuos: «estoy aquí porque no tengo la documentación necesaria para marcharme y no puedo abandonar el aeropuerto porque la policía francesa me detendrá y me encerrará en la cárcel». Esa era la frase que una y otra vez, el iraní repetía a cualquier periodista que se le acercaba, interesado en contar su historia. En la mente de Nasseri, aquel era el único lugar donde podía vivir con cierta libertad, por eso era su casa y no quería abandonarla. La ruda simplicidad de las normas genera un mundo estricto y cruel.

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Los pequeños amores de Anthony Fokker

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Anthony Fokker y Violet a borde de un F-10

«Siempre he entendido mejor a los aviones que a las mujeres. He tenido muchos amores en mi vida que han acabado siempre como el primero, realmente porque pensé que no había nada que pudiera ser más importante que mis aeroplanos. Siempre me he sumido demasiado profundamente en mis propios intereses…Creo que soy muy egocéntrico. No expreso mis sentimientos, con la asunción ingenua de que su existencia debe entenderse de forma intuitiva. He aprendido ahora, con la amarga experiencia, que uno debe dar un poco también, en el amor uno tiene que usar el cerebro tanto como en los negocios y quizá más.»

Anthony Fokker se había casado con Violet Autsman en julio de 1927. A finales del siguiente año, la señora Fokker tuvo que ingresar en un hospital de Boston, aquejada de desórdenes nerviosos, y después la trasladaron al Hospital Presbiteriano en Nueva York. El 8 de febrero de 1929, por la tarde, abandonó el centro médico y llegó a casa antes que su marido. Los Fokker ocupaban un lujoso apartamento en Riverside Drive. Violet le pidió a la cocinera que preparase una cena especial para celebrar con Anthony su regreso al hogar. El fabricante de aviones llegó tarde, agotado, y se fue a la cama sin apenas hacerle caso a su esposa. Los dos estaban en el dormitorio cuando Violet llamó a la empleada del hogar para que le llevase un vaso de agua. Fokker se había dormido. Al regresar la sirvienta Violet ya no estaba en la habitación. Un transeúnte la halló muerta, aplastada en la acera tras su caída desde la ventana del apartamento en la planta quince, donde residían los Fokker. La policía consideró que Violet se había suicidado. Anthony Fokker tardó día y medio en recuperarse para lo que necesitó de asistencia médica. Hizo que Herbert Reed, secretario y tesorero de su empresa, publicara un comunicado en el que desmintió la versión policial: la señora Fokker sufría desmayos y el sucedido fue un accidente. El año anterior, Violet y Anthony habían volado juntos en uno de los nuevos trimotores F-10 por la costa estadounidense del Pacífico. A su esposa le gustaba la aviación, pero no llegó a soportar que su marido apenas se ocupase de ella.

El diseñador, piloto y fabricante de aviones, nunca tuvo mucha suerte con sus relaciones amorosas. Violet Autsman fue su segunda esposa. Su primer matrimonio, con Sophie Marie Elisabeth von Morgen, duró también muy poco: de 1919 a 1923. Sophie era hija del condecorado general Ernst Curt von Morgen, sobrina de Hermann Goering, y pertenecía a una acaudalada familia prusiana. Cuenta el propio Anthony que durante mucho tiempo la observó sin atreverse a acercarse a ella porque le parecía una mujer inaccesible. Los dos compartían la afición por la vela. Fokker compró un pequeño yate para navegar en el mismo lago que Sophie. Aprovechó que un día cayó fortuitamente al agua de la proa del velero que pilotaba ella misma. Anthony se lanzó inmediatamente para rescatarla, un gesto tan interesado como innecesario porque la muchacha nadaba mejor que el holandés. Sin embargo le sirvió para que lo invitaran a la casa del abuelo, el patriarca de la familia, donde pudo secarse, cambiar su ropa por la que le prestó un hermano de Sophie y lo que realmente le interesaba: introducirse en la familia de la joven. Se casó con la ilustre prusiana, pero el matrimonio duró poco.

Es posible que el gran amor de su vida lo encontrara en Johannisthal. Allí empezó su verdadera carrera como piloto, diseñador y constructor de aviones. Llegó al aeródromo berlinés en diciembre de 1911. Anthony Fokker tenía 21 años y ya había construido su propio avión: el Spider, un aeroplano muy primitivo sin alerones, ni mecanismo de torsión de las alas, pero con el que había aprendido a realizar giros, desplazando el cuerpo. Johannisthal era la Meca alemana en materia aeronáutica. Allí se congregaron pilotos, diseñadores y fabricantes de aviones, rodeados de una cohorte de mujeres alegres y divertidas. Muchos pilotos pertenecían a la clase adinerada, acudían al campo de vuelo al amanecer y al anochecer cuando apenas soplaba el viento para volar, vestidos con elegantes atuendos. Por las noches organizaban excursiones a la ciudad de Berlín, recorrían los cabarets y bebían champán hasta la hora de regresar al campo de vuelos de madrugada. Anthony Fokker sorprendió a la pequeña comunidad por su habilidad para controlar el extraño aeroplano con el que se presentó en el aeródromo. Muy pronto sería respetado por todos. Según relata en su autobiografía, en Johannisthal pasó de ser un sapo grande en un charco pequeño a una pequeña rana en un embalse grande. Hasta entonces había estado rodeado de personas con muy pocos conocimientos aeronáuticos y en el aeródromo berlinés tuvo la oportunidad de codearse con la gente más experimentada de Alemania en aquella nueva tecnología. Fokker no participaba en las fiestas snob de la gente acomodada, dedicaba todo su tiempo a trabajar: volar, mejorar el diseño de su avión y fabricar otros aparatos. Sin embargo, una bonita rusa de 19 años, Ljuba Galanschikova, se adueñaría de su corazón, al menos durante algún tiempo. Quizá fue el gran amor de su vida, el primero al que se refiere en las reflexiones que dejó escritas tras la muerte de Violet. El romance con Ljuba terminó mal, porque la muchacha lo abandonó y se fue con otro piloto. Quizá Anthony no le prestó la suficiente atención porque en su vida nunca hubo demasiado espacio para otra cosa que no fueran sus aeroplanos.

de Francisco Escarti Publicado en Aviadores

Contrails y chemtrails

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Las blancas estelas de condensación (en inglés contrails) que, a veces, siguen a los aviones podrían ser la imagen de la inocencia pero les acompaña la controversia.

Por primera vez, en 1920, los pilotos se dieron cuenta de que, con la altura, tras los motores de sus aeronaves se formaban nubes blancas y alargadas. Durante la II Guerra Mundial llegaron a ser un motivo de preocupación seria, al impedir la visibilidad en las operaciones. Sin embargo, el auténtico quebradero de cabeza lo desencadenaron a finales del siglo pasado. A veces, las inocuas nubes blancas tardaban mucho tiempo en deshacerse, se ensanchaban y se convertían en cirros: nubes altas y finas que contienen cristales de hielo.

Las estelas de condensación que producen los motores de los aviones están compuestas de mucho vapor de agua, hollín, dióxido de carbono, óxidos de nitrógeno y óxidos de azufre. Son sustancias procedentes de la combustión del queroseno. Las partículas de la combustión a unos 8 000 metros de altura, húmedas y calientes, al entrar en contacto con la atmósfera, seca y fría (-40ºC), actúan como catalizadores y alrededor suyo se depositan moléculas de agua que forman cristales de hielo. El proceso tarda un tiempo, por eso las estelas aparecen a cierta distancia de los motores de la aeronave. El que se produzca o no este fenómeno, depende de la humedad y temperatura de la atmósfera. Los gases de la combustión se enfrían con lo que se pueden forman cristales de hielo y agua en estado líquido que vuelve a congelarse al bajar la temperatura; el hielo se sublima (pasa de estado sólido a gaseoso) al cabo del tiempo, o al aumentar de tamaño y peso se precipita.

La cuestión es que en 1972, Knollenberg, observó que, por cada metro de estela, la cantidad de agua que contenía oscilaba entre 20 700 y 41 200 gramos; sin embargo, la combustión únicamente podía aportar 1,7 gramos. Por lo tanto, las partículas de los gases de escape favorecían un proceso de acumulación de agua en la estela procedente casi en su totalidad de la atmósfera.

Pero… ¿qué ocurre con los cirros? Al parecer en casi todos los casos: de un lado reflejan la radiación que reciben directamente del Sol, sin embargo sucede que en mayor medida también devuelven a nuestro planeta la radiación infrarroja que emite la Tierra. Es lo que se conoce como efecto invernadero. Por lo tanto, la teoría más extendida es que los cirros contribuyen a un calentamiento neto de la Tierra. El Journal Climate del 15 de abril de 2005 publicó un estudio de la NASA, según el cual el número de cirros se ha incrementado con el tráfico aéreo.

En 2011, científicos de Instituto de Física Atmosférica alemán (perteneciente al DLR) calcularon que los cirros formados por las estelas de condensación de los aviones tienen una influencia mayor, en el calentamiento de nuestro planeta, que los efectos directos del dióxido de carbono que emiten sus motores. Si la aviación es responsable de un 5% del incremento de temperatura de la Tierra, un 1,6% se debe a las emisiones de gases y el 3,4% a la formación de cirros generados por las estelas de condensación. Dos años después, el profesor Andrew Carleton de la Universidad Estatal de Pennsylvania y otros, publicaron los resultados de un estudio en el que analizaron el impacto sobre el clima de las estelas de condensación en distintas áreas de Estados Unidos. La conclusión fue que la proliferación de estelas disminuía la temperatura máxima y aumentaba la mínima, reduciendo la diferencia entre ambas en unos 3,3 grados centígrados.

La idea de que las estelas de condensación de las aeronaves, al producir cirros, contribuyen al calentamiento del planeta en mayor medida que las emisiones de sus motores está muy extendida entre los estudiosos de la climatología. Además el calentamiento debido al efecto invernadero de los cirros se diferencia del que produce las emisiones porque si se eliminan las nubes el calor desaparece inmediatamente. Por el contrario, el dióxido de carbono (CO2) que se vierte en la atmósfera tiene una larga permanencia, y se estima que si se detuvieran las emisiones se tardaría unos 1000 años en volver a una situación igual a la que se tenía antes de que comenzara el proceso de contaminación atmosférico.

En cualquier caso, el estudio detallado sobre el impacto real en el calentamiento de la Tierra de los cirros no es una tarea sencilla, ya que implica conocer con detalle cómo se forman y deshacen dichas nubes, así como sus características cuando actúan como reflectores de energía en distintas bandas de frecuencia. Y además, todo ello depende de la humedad y temperatura de la troposfera en cada lugar, así como de las corrientes de viento que desplazan las nubes. Un dato que ha sorprendido a los expertos es que de 2006 a 2012 los niveles de estelas de condensación, en el Atlántico Norte, han disminuido. El profesor Schumann (DLR), en sus estudios publicados durante el año 2015 mostró la existencia de cirros cuyas características favorecen el enfriamiento de la Tierra; el vuelo en zonas atmosféricas en las que las estelas originasen cirros de este tipo, contribuiría de forma notable a disminuir el calentamiento del planeta. Cabría incluso, implantar una estrategia de generación de estelas que colaborase activamente en la reducción del calentamiento global. Sin embargo, los combustibles alternativos de aviación o biocombustibles ricos en hidrógeno, al producir más cantidad de vapor de agua podrían incrementar el proceso de formación de cirros.

La realidad es que todavía no conocemos con exactitud los efectos de las estelas de condensación (contrails), sobre el calentamiento del planeta, aunque es muy posible que sea más importante de lo que se pensaba hace algunos años. Hasta que no seamos capaces de simular con precisión el funcionamiento de este proceso, cualquier medida que pongamos en marcha puede conducirnos a cometer graves equivocaciones.

Si de las contrails no sabemos mucho, de las chemtrails casi nada. La historia de las estelas químicas (en inglés chemtrails) está cuajada de connotaciones pertenecientes a la más extendida de todas las teorías: la de la conspiración. Las chemtrails son estelas que contienen aerosoles u otros productos con los que se pretende modificar la climatología del planeta.

Quién sea capaz de controlar el clima, controlará el mundo. Lanzar rayos y granizo, lluvias, o poderosos ciclones, a voluntad y sobre los enemigos, ha sido la ambición de los ingenieros militares desde la época de Leonardo da Vinci. La palabra chemtrails en Google, puede llevarnos a más de un millón y medio de páginas, la mayoría repletas de ideas tan originales como absurdas. Tras muchas de ellas subyace la idea de que existe un poder oculto que esconde sus intenciones y permanece en el tiempo al margen de los vaivenes que zarandean a los políticos. Una hipótesis muy extendida entre los portavoces de las chemtrails es que el combustible de las aeronaves comerciales (Jet A-1) contiene substancias que podrían ser óxidos de aluminio o de torio, yoduro de bismuto, perclorato potásico u otras, introducidas secretamente para ser esparcidas por la atmósfera. Un compló entre gobiernos y organizaciones que los apoyan habría decidido sembrar con estos materiales la estratosfera ya que, al parecer, podrían absorber la energía radiada por la Tierra en la banda próxima al infrarrojo y emitir dicha energía al espacio, en frecuencias del espectro visible y el infrarrojo. El objetivo del gran plan sería propiciar un enfriamiento del planeta que compensara los efectos del dióxido de carbono, quizá para preservar los intereses económicos de grandes grupos financieros e industriales. Esta es una de las muchas hipótesis que rodean a las chemtrails.

La fantasía siempre mantiene nexos con la realidad. Desde que el 13 de noviembre de 1946, el doctor Vincent Schaefer, en colaboración con el Ejército de Estados Unidos, lanzó 1,4 kilogramos de bolas de hielo seco, en una nube y consiguió desencadenar una nevada cerca de Schenectady, Nueva York, los hombres no hemos dejado de manipular las nubes. En 1971 el periodista estadounidense Jack Anderson publicó la noticia de que Estados Unidos había puesto en marcha una misión que consistía en sembrar nubes, para extender la época de los monzones en una zona de Vietnam del Norte, con el objetivo de que las lluvias dificultaran los movimientos del enemigo. La opinión pública y las presiones de políticos hicieron que la denominada operación Popeye fuese cancelada el 5 de julio de 1972, tras cinco años de vuelos secretos desde Tailandia.

El yoduro de plata es el elemento que más se ha utilizado para sembrar las nubes, aunque también funciona el yoduro potásico, el hielo seco, el propano líquido o incluso la sal. En el interior de nubes frías (de -7 a -20 ºC) y húmedas, estos materiales actúan como catalizadores en la formación de cristales de hielo que absorben agua y se precipitan. Evitar el granizo y propiciar la lluvia o la nieve, para favorecer la agricultura o limpiar la atmósfera son las razones principales por las que se siembran las nubes en casi todo el mundo. China es un país en el que esta actividad ha tenido un gran desarrollo, pero también se practica en Australia y en Estados Unidos, en Rusia, en Latinoamérica, en países del sureste asiático y en Europa. Los efectos del ioduro de plata no parece que sean nocivos para la vida, en las dosis que esta actividad requiere.

En definitiva, sabemos poco todavía de hasta qué punto las contrails influyen en el calentamiento del planeta, aunque sospechamos que bastante. Es urgente, por lo tanto, desarrollar algún modelo fiable que simule la formación y evolución de cirros en la estratosfera que nos permita definir una gestión adecuada del tráfico aéreo para minimizar su contribución al calentamiento global del planeta. Me atrevería a decir que de las chemtrails casi todo lo que se cuenta en internet carece de fundamento. Y no cabe duda de que en el mundo entero se siembran nubes para producir lluvias o nevadas, aunque sea una actividad de la que muchos dudan que tenga éxito más allá del 30% de las veces. Si es posible o no, sembrar de sustancias inocuas la atmósfera para facilitar el enfriamiento de la Tierra de un modo efectivo, es algo que no sabemos, pero resulta muy poco creíble que alguna fuerza oculta haya puesto en marcha un programa para hacerlo. Mientras tanto, urge averiguar los secretos de la vida de los cirros para mover los aviones en el espacio del modo más conveniente.

 

Invención y reinvención del vuelo

Conferencia

Conferencia Universidad Rey Juan Carlos I (21-abril-2016)

 

La foto del primer vuelo con una máquina más pesada que el aire la hizo John Daniels en las dunas de Kitty Hawk, Carolina del Norte, el 17 de diciembre de 1903, sobre las 10:30 de la mañana. Orville Wright, el piloto, le había enseñado a John cómo manejar la cámara y el colaborador de los inventores hizo bien su trabajo. Tomó la fotografía justo después de que el Flyer abandonase el carril de rodadura para levantar el vuelo. Wilbur Wright corría, no muy deprisa, tras el aparato, con la gorra bien ceñida. Soplaba un viento fresco, de unas 20 millas por hora, y la velocidad del aparato con respecto al suelo no pasaría de 7 millas por hora. El aeroplano voló 120 pies, durante 12 segundos: un vuelo que inauguró la era de la aviación.

Era el cuarto verano que Wilbur y Orville Wright, fabricantes de bicicletas de Dayton, pasaban en las dunas de Kitty Hawk haciendo pruebas con sus modelos de aeroplano. Aquel año de 1903, los ensayos se prolongaron más de lo previsto y se les echó el invierno encima.

En 1900 construyeron un planeador que elevaron igual que una cometa, tan solo para probar los sistemas de control.

En 1901 transportaron a Kitty Hawk las piezas de otro planeador con el que efectuaron vuelos aprovechando los vientos frescos del lugar, lanzándose desde las dunas. Los experimentos no funcionaron tal y como tenían previsto y a su regreso a Dayton pensaron en abandonar el proyecto. El aeroplano no daba la sustentación que habían estimado y mostraba un comportamiento extraño en los giros. Ese invierno, Chanute les animó a que prosiguieran. Wilbur había dimensionado el planeador de 1901con los datos de sustentación y resistencia tabulados por Otto Lilienthal y como en las pruebas el aparato no funcionó de acuerdo con lo previsto, el inventor se llegó a la conclusión de que las tablas del alemán eran incorrectas y se desanimó mucho. Estuvieron a punto de olvidarse de la máquina de volar, pero finalmente decidieron construir un túnel de viento y efectuar mediciones de sustentación y resistencia con distintos perfiles.

A principios de 1902, los Wright disponían de un auténtico caudal de información sobre diferentes perfiles, lo que les permitió diseñar un magnífico planeador, esta vez con dos planos verticales en la cola. Durante el verano de aquel año lo probaron en Kitty Hawk. El planeador de 1902 voló de acuerdo con sus expectativas, aunque tuvieron que modificar el timón de cola, permitir que girase y dejar tan solo un plano vertical para evitar la entrada en barrena cuando giraban a baja velocidad. A finales de la temporada de pruebas de 1902, llegaron a la conclusión de que eran capaces de manejar el aparato en vuelo.

Había llegado el momento de equiparlo un motor que aportara la fuerza de tracción necesaria para mantenerlo en el aire. Y eso es lo que hicieron. Durante el invierno de 1902-1903, fabricaron un motor muy rudimentario que tras el arranque daba una potencia de 16 caballos y al calentarse disminuía hasta los 12 caballos. Al aeroplano de 1903 lo bautizaron con el nombre de Flyer.

Desde siempre el hombre quiso volar y por eso, a diferencia de otros ingenios, el avión es una máquina cuya invención posee una historia que se remonta hasta los orígenes de la humanidad. Leonardo da Vinci, fue el primero que la abordó de un modo científico, Borelli demostró que los músculos pectorales de los hombres eran ridículos en comparación con los de los pájaros, por lo que agitar un par de alas con los brazos nunca le permitiría al ser humano volar. Montgolfier aplicó el principio de Arquímedes a la atmósfera e inventó el globo de aire caliente: una máquina de volar menos pesada que el aire. Un aristócrata inglés sir George Cayley, en 1799, desarrolló el concepto de aeroplano moderno: dos alas fijas, una cola para dotarlo de estabilidad, barquilla para el piloto y un mecanismo propulsor, que en un principio podrían ser un par de remos.

Durante los últimos años del siglo XIX, algunos estados como el francés y el estadounidense decidieron financiar la invención de la máquina de volar más pesada que el aire y costearon dos grandes proyectos: el de Clément Ader en Francia (Avion) y el de Langley en Estados Unidos (Aerodrome). Estos esfuerzos gastaron decenas de miles de dólares y millones de francos, del erario público, sin conseguir ningún resultado.

Otro gran proyecto, aunque financiado con fondos privados, el de Hiram Maxim (inventor de la metralleta) en el Reino Unido, tampoco dio ningún resultado. Todos estos grandes proyectos tuvieron en común que focalizaron la resolución al problema del vuelo en la potencia del motor de la aeronave, sin prestarle la debida atención a los mecanismos de control de la máquina.

El alemán, Otto Lilienthal, entendió que antes de motorizar un ingenio volador era preciso saber controlarlo en vuelo. Realizó miles de planeos con sus alas fijas y desgraciadamente, cuando iba a motorizar uno de aquellos planeadores sufrió un accidente que le costó la vida. El discípulo de Lilienthal, el británico Percy Pilcher, estuvo a punto de inventar la máquina de volar más pesada que el aire, pero corrió la misma suerte que su maestro: murió en un accidente de vuelo.

En Estados Unidos, Octave Chanute también siguió la escuela de Lilienthal y efectuó pruebas con planeadores en Chicago. Sin embargo, ni Lilienthal, ni Pilcher, ni Chanute, concibieron un sistema de control de vuelo que permitiera al aparato, subir, bajar y rotar sobre su eje vertical (alabeo) para efectuar giros. Lilienthal y Pilcher confiaron el control al movimiento del centro de gravedad de su cuerpo y Chanute ideó algunos mecanismos para dotar al aeroplano de estabilidad.

Fue Wilbur Wright, quien desde un principio se planteó que su máquina de volar debía poseer controles distintos al movimiento del cuerpo del piloto que le permitieran desplazarse por el aire de acuerdo con su voluntad. Lilienthal ya se había topado con el problema de que al equipar un planeador con un motor, el peso del conjunto aumentaba tanto que el desplazamiento del centro de gravedad del piloto dejaba de ser efectivo. Además, Wilbur intuyó que debería aprender a pilotar, igual que se aprende a montar en bicicleta, y desarrollar reflejos automáticos de control para manejar la aeronave que, como los pájaros, sería una máquina inestable. Tan solo se planteó la motorización de su invento cuando perfeccionó los controles y aprendió a manejarlo en el aire.

Entre los hermanos Wright, como inventores, y el resto de sus contemporáneos que intentaron resolver el problema del vuelo, media un abismo. Al éxito de los fabricantes de bicicletas contribuyeron aspectos de carácter personal y otros relacionados con el método que siguieron para resolver el problema. Las cuestiones personales más relevantes tienen que ver con el estado anímico de Wilbur Wright, en aquel momento de su vida en el que tras la muerte de su madre trató de superar la depresión embarcándose en una empresa que le permitiera reafirmar su personalidad. Los Wright formaban un equipo desde siempre y se habían acostumbrado a discutir entre ellos los asuntos desde una perspectiva lógica, estaban bien dotados para abordar la solución de problemas mecánicos y manejaban con habilidad las herramientas. Si no se hubieran dado estas circunstancias, jamás habrían inventado una máquina más pesada que el aire capaz de volar. Pero, al margen de estas cuestiones muy personales, en su forma de abordar la resolución del problema de vuelo creo que hay tres elementos fundamentales que contribuyeron al éxito de su empresa. En primer lugar definieron una estrategia muy clara para resolverlo: controlar el aparato en vuelo. En segundo lugar, utilizaron todo el conocimiento sobre el asunto del que se disponía hasta aquel momento. En tercer lugar, investigaron los aspectos del problema, sobre los que no poseían la información necesaria.

Tuvieron que pasar poco más de 10 años, desde que se produjo el histórico vuelo de los Wright, hasta que el ex alcalde de St Petersburg, Abram C. Pheil pagara 400 dólares para ganar en pública subasta el billete de pasaje en el primer vuelo comercial de la historia: de St Petesburg a Tampa, el 1 de enero de 1914. El negocio no funcionó tan bien como pensaron sus promotores y la línea cerró las operaciones meses después. Sin embargo, a la vuelta de un centenar de años, el 1 de enero de 2014, ese día unos ocho millones de pasajeros se embarcaron en alrededor de 100 000 vuelos en todo el mundo.

Hasta mediados de los años 1920 las aeronaves se construyeron de tela y madera, con montantes y riostras. Sobre todo, en la I Guerra Mundial los motores y la aviación tuvieron un desarrollo muy rápido. En 1913, la Wright Co producía motores de seis cilindros en línea que proporcionaban 70 caballos; cuando finalizó la contienda el motor estándar de la aviación estadounidense era el Liberty, inspirado en el Hispano Suiza desarrollado en España por Marc Birkgit, que suministraba una potencia de 400 caballos.

Desde el punto de vista de la evolución de las aeronaves, durante el siglo XX podemos distinguir tres periodos: la época de las riostras y los montantes, la de los aviones de hélice carenados y la de los reactores. Riostras y montantes desaparecieron a finales de los años 1920 y las hélices y carenas duraron hasta la década de los años 1950. Tres aviones característicos de esas épocas pueden ser el Fokker D-7, el Douglas DC-3 y el Boeing B-707. La relación entre sustentación y resistencia (L/D) máxima, de estas aeronaves, es un dato muy representativo de los aviones de su época: D-7 (8), DC-3 (14), B-707 (17-20).

El transporte aéreo comercial empezó a adquirir un gran desarrollo con el advenimiento de la era de los reactores comerciales. La empresa británica De Havilland fue la primera en poner en el mercado una aeronave de este tipo: el DH-106 Comet, en 1952. Sin embargo, varios accidentes hicieron que el Comet tuviera que retirarse del servicio, lo que contribuyó a retrasar los proyectos norteamericanos de Douglas y Lockheed. Boeing se adelantó con el Boeing 707 y en 1957 empezó a prestar servicios comerciales esta aeronave. Once meses después, Douglas entregó a Delta y United los primeros DC-8. Los reactores se adueñaron del transporte aéreo de pasajeros en los años 1960 y, desde entonces, el crecimiento del tráfico aéreo ha sido vertiginoso: de menos de doscientos millones de pasajeros anuales en 1960 a más de tres mil millones en la actualidad.

En general, durante los sesenta primeros años de la aviación, primó la eficacia sobre la eficiencia. La mejora de las prestaciones de las aeronaves se impuso frente al coste. A partir de la década de 1970 la preocupación por el consumo de combustible fue adquiriendo una importancia progresiva, debido en un principio a las crisis del petróleo y el encarecimiento de los crudos y posteriormente a las emisiones de dióxido de carbono, responsables del calentamiento global del planeta. Las consideraciones medioambientales ganaron relevancia y el incremento del tráfico aéreo acentuó la necesidad de reducir el impacto acústico de las operaciones aéreas en las proximidades de los aeropuertos.

El esfuerzo de los fabricantes por reducir el consumo de combustible y el ruido de sus aviones ha logrado que los modernos Boeing 787 y A 350 tengan un consumo inferior a 3 litros por cada 100 pasajeros-kilómetro, una cifra que supera claramente la del precursor Boeing 707: 8.5 litros por cada 100 pasajeros-kilómetro; y con respecto al ruido, se necesitan alrededor de 30 de las modernas aeronaves, despegando simultáneamente, para generar el mismo impacto acústico que uno solo de aquellos Boeing 707.

Desde el inicio de la aviación, la mejora de la seguridad ha sido un hecho muy significativo. En 2015, la aviación comercial, registró 16 accidentes que produjeron 560 víctimas mortales. Es el número más bajo de accidentes que se conoce desde que se colecciona este tipo de datos. Si tenemos en cuenta que el tráfico ascendió a más de 34 000 000 operaciones, resulta que tan solo hubo una víctima mortal por cada 4 857 000 vuelos. Es una cifra muy reducida si la comparamos con las de la década de los años 1980 en la que se producían cada año alrededor de 50 accidentes, con un tráfico aéreo que no llegaba a la quinta parte del actual.

Otro aspecto importante de la aviación de principios del siglo XXI es su carácter global. Las aeronaves se diseñan para operar en cualquier parte del mundo y muchas de ellas lo atraviesan, de parte a parte, casi todos los días. Todo ello implica que las aeronaves, las infraestructuras de apoyo a la aviación y los procedimientos operativos, estén sujetos a una normativa común. Dicha normativa está formada por múltiples acuerdos, convenios y legislación que afecta a estados, líneas aéreas, fabricantes de aviones y proveedores de servicios relacionados con las operaciones aéreas.

El extraordinario crecimiento del tráfico aéreo (3 500 000 pasajeros en 2015), lo ha propiciado la disminución del coste real de las tarifas, que desde hace 40 años se ha reducido el 1% cada año, y durante los últimos 25, el descenso ha sido del 2,5%. De acuerdo con el Oxford Economic Study 80 (2010), en el que se analizó el impacto de la aviación en la economía de 80 países, puede afirmarse que en la mayoría de ellos este sector supone un entre un 2% y un 5% del Producto Interior Bruto (PIB). En muchos países su turismo depende, sobre todo, del transporte aéreo y al consolidar las dos actividades la cifra de contribución al PIB puede alcanzar hasta un 18%, como es el caso de Malta. De otra parte, la Asociación de Transporte Aéreo Internacional (IATA) ha definido un indicador de conectividad que mide el grado de integración de la red de transporte aéreo de una nación con la red global. Dicho índice tiene en cuenta la relevancia económica de las ciudades de los enlaces y las frecuencias de estas líneas. La conectividad mantiene una relación directa con la inversión extranjera y el incremento del PIB en cualquier país.

Tampoco debemos pasar por alto, que a lo largo de la breve historia de la aviación comercial, la industria de fabricantes de aeroplanos, y en parte la de las líneas aéreas, después de un periodo expansivo, inició un proceso de concentración que, en lo que se refiere a la producción de aeronaves comerciales, ha dejado dos protagonistas principales: Boeing y Airbus.

Podemos aseverar que, cien años después de la invención de la máquina de volar, los aeroplanos comerciales se han convertido en instrumentos de comunicación de masas, tecnológicamente complejos, fabricados por dos grandes constructores, que operan en un sistema muy regulado y contribuyen de forma significativa a la riqueza de los países.

El futuro de la aviación comercial en el presente siglo XXI dependerá del éxito con que la industria sea capaz de resolver los principales problemas que le afectan. Casi todos los expertos coinciden en que las limitaciones al desarrollo de la aviación son medioambientales (emisiones y ruido), la congestión del tráfico aéreo, la seguridad y el confort de los pasajeros.

Sin embargo, el futuro de la aviación comercial, con independencia de los problemas anteriores, ya cuenta con una versión publicada. Y para ello, basta con leer los documentos que editan los grandes fabricantes de aeronaves con proyecciones a veinte años, todos los años. Son muy parecidos, por lo que me referiré a uno de ellos, el último de Boeing: la flota global de las líneas aéreas de 21 600 aeronaves en 2014 pasará a contar con 43 560 en 2034. Según he podido recabar en un artículo de Flightglobal del 07 de junio de 1995, aquel año Boeing estimó que en 2014 (veinte años después), la flota global estaría compuesta por 20 700 aeroplanos. Al parecer se ha equivocado en 900 aviones de menos. Las proyecciones que hace Airbus son similares. Ambos fabricantes ya tienen decidido qué aviones van a vender durante estos próximos 20 años, e incluso el importe aproximado de total de esas ventas (estiman que el mercado potencial asciende a unos 5 500 miles de millones de dólares, Boeing, y 4 900 Airbus). Los dos grandes fabricantes tratarán de convertir las proyecciones en realidad, para lo que cuentan con capacidad de influencia más que sobrada en los círculos de poder político, en las universidades y en la industria aeronáutica.

Nos podemos preguntar si lo que es bueno para los grandes fabricantes de aviones, es lo mejor para la aviación en términos más amplios y es la solución óptima para la sociedad. La respuesta es que, con casi toda seguridad, cabrían opciones mejores si el sistema funcionara dentro de un marco en el que el equilibrio se estableciera gracias al concurso de un repertorio más amplio de intereses. Es difícil que sea así, porque mientras que en el negocio de las líneas aéreas y los intereses de los pasajeros prima el corto plazo, los grandes fabricantes de aeronaves hacen planteamientos a largo plazo.

Con independencia de las fuerzas que configuren el futuro real de la aviación, los problemas que entorpecerán su desarrollo siguen siendo los mismos. Contando con ellos, los elementos influyentes establecerán prioridades que protejan sus intereses. Y en este punto es donde quiero enlazar con los inventores del avión: los Wright. Ellos focalizaron sus esfuerzos en la definición de una estrategia que consistió en el control de la máquina. Yo creo que, igual que entonces, hay una estrategia que podría impulsar el desarrollo de la aviación en el presente siglo XXI, a un nivel muy superior. Ellos también limitaron su esfuerzo de investigación y desarrollo a la resolución de las cuestiones absolutamente necesarias para llevar a cabo sus propósitos.

Hemos visto que los problemas de la aviación son medioambientales, de congestión de tráfico y de seguridad y confort para los pasajeros. Pienso que los esfuerzos para resolverlos, por parte de la comunidad aeronáutica, según se apliquen en uno u otro lugar van a dar resultados muy distintos en cuanto al futuro desarrollo de la aviación comercial.

En relación con el medio ambiente, la cuestión más acuciante es la de las emisiones. La aviación es responsable del 2% del dióxido de carbono que se vierte en la atmósfera y el compromiso del sector (IATA-CANSO) es que para el año 2050 las emisiones de dióxido de carbono se reduzcan en un 50% (con respecto a las de 2005), gracias a la tecnología, cambios operativos y de infraestructuras, biocombustibles y nuevas actuaciones.

El queroseno tiene una densidad energética de 12 kilovatios hora por kilogramo de peso. Si no queremos quemar hidrocarburos ¿qué podemos llevar en los depósitos de los aviones? Casi todos los expertos apuntan que el mejor candidato sería el hidrógeno. Este gas, con 33 kwh/kg, sería una buena solución. Podría alimentar motores térmicos o eléctricos acoplados a una pila de combustible. El problema es el volumen que requiere su almacenamiento a bordo. Necesitaríamos unos tanques de combustible veinte veces más grandes que los actuales, para almacenar la misma energía, si lo embarcamos a una presión de 250 atmósferas. En estado líquido, la necesidad de volumen disminuye, pero aun así necesitamos cuatro veces más espacio para almacenar la misma energía que con queroseno, y mantenerlo a -253 grados centígrados de temperatura. Los hidruros metálicos, nanotubos y otros materiales son capaces de absorber hidrógeno y facilitar su almacenamiento, en cantidades aún pequeñas (2-8%), aunque con el tiempo quizá puedan aportar la solución al problema. No se ve, a medio plazo (20 años), una sustitución fácil al queroseno como combustible de aviación.

De otra parte, el reemplazo de los combustibles fósiles por otros, no es un asunto que concierne exclusivamente a la aviación, por lo que el esfuerzo de investigación y desarrollo se está abordando desde muchos sectores. En este campo la aviación comercial ha consensuado un plan concreto de actuaciones, con los distintos intervinientes, hasta mediados de siglo, del que no cabe esperar grandes cambios.

Sin embargo, a la aviación le atañe en exclusiva un problema cuya solución tiene que abordar la industria aeronáutica. Una modificación sustancial del sistema de gestión del tráfico aéreo (ATM) sería, a mi juicio, la estrategia capaz de revolucionar por completo el mundo de la aviación en el presente siglo. No se trata de lograr que las operaciones de los aviones comerciales convencionales actuales ni las de los que se incorporen al tráfico aéreo durante los próximos años puedan llevarse a cabo con fluidez; de lo que se trata es, sin renunciar a lo anterior, de facilitar el acceso a nuevos modos de transporte aéreo emergentes, bloqueados por la incapacidad operativa del sistema actual. Los aviones no tripulados de uso comercial, la aviación regional y la aviación personal llevan años tratando de abrirse un hueco en el mundo aeronáutico sin conseguirlo. Y es muy difícil que lo logren, a no ser que se produzca un cambio radical del paradigma que ilustra la gestión del espacio aéreo hoy en día.

Hace un poco más de diez años se pusieron en marcha dos grandes iniciativas, en Europa (SESAR) y en Estados Unidos (NEXTGEN), para abordar la solución de los problemas asociados a la gestión del tráfico aéreo. Sin haber sido capaces, ninguna de ellas, de aportar grandes soluciones a los problemas, en el caso europeo, el proyecto sirvió para desviar los fondos de investigación, que la Unión Europea dedicaba a la gestión del espacio aéreo, de las universidades a la industria. Se suponía que la industria haría mejor uso del dinero público, sobre todo a corto plazo. Quizá haya llegado el momento de cuestionarse hasta qué punto la hipótesis sigue teniendo fundamento.

Las soluciones, sobre las que se ha trabajado, se enmarcan dentro de una línea que pretende transformar el actual sistema, de forma gradual, en otro más eficiente. Sin embargo, cada vez se pone de manifiesto con mayor claridad, que sin cambios radicales del actual paradigma las posibilidades de mejora están muy limitadas. Hoy, el concepto básico de la gestión del espacio aéreo controlado se fundamenta en la división del mismo en sectores físicos cuya administración se otorga al personal de control. Sin embargo, la mayoría de los expertos intuye que la trayectoria libre de conflictos (en cuatro dimensiones) de cada aeronave, debería convertirse en el elemento principal a gestionar por dicho personal de control. Igual que hoy un controlador ordena a una aeronave, que se encuentra en un sector que es de su competencia, que ascienda a un determinado nivel de vuelo, en el futuro sistema le podría ordenar que ejecutara una trayectoria de cuatro dimensiones para la que la aeronave debería estar certificada. La responsabilidad última del ordenamiento del tráfico aéreo continuaría siendo de los controladores y de los pilotos, que como ahora se servirían de sistemas de proceso de ayuda, aunque el ejercicio de control se ejecutaría de un modo formalmente distinto, pero sustancialmente idéntico. Dicho sistema podría acomodar aeronaves no tripuladas, con una gestión de vuelo muy automatizada, siempre y cuando estuvieran certificadas para ejecutar trayectorias en cuatro dimensiones con el nivel de precisión establecido. En aeronaves pequeñas, el elevado grado de automatización en vuelo permitiría simplificar los requerimientos necesarios para el pilotaje.

Un cambio radical del sistema de gestión del tráfico permitiría incrementar de forma sensible el volumen del transporte aéreo, mejorar la eficiencia energética global, la seguridad, impulsar la industria aeronáutica y generar riqueza y puestos de trabajo. Una transformación de este tipo no será fácil si la sociedad no revierte a entornos académicos y de investigación a largo plazo, los fondos que permitan abordar estudios y experimentos que propicien un cambio drástico y revolucionario de la gestión del tráfico aéreo.

La aviación del siglo XXI no debería olvidar que los inventores de la máquina de volar, los hermanos Wright, nos enseñaron la importancia de acertar con la estrategia adecuada para resolver los problemas.