Conferencia Universidad Rey Juan Carlos I (21-abril-2016)
La foto del primer vuelo con una máquina más pesada que el aire la hizo John Daniels en las dunas de Kitty Hawk, Carolina del Norte, el 17 de diciembre de 1903, sobre las 10:30 de la mañana. Orville Wright, el piloto, le había enseñado a John cómo manejar la cámara y el colaborador de los inventores hizo bien su trabajo. Tomó la fotografía justo después de que el Flyer abandonase el carril de rodadura para levantar el vuelo. Wilbur Wright corría, no muy deprisa, tras el aparato, con la gorra bien ceñida. Soplaba un viento fresco, de unas 20 millas por hora, y la velocidad del aparato con respecto al suelo no pasaría de 7 millas por hora. El aeroplano voló 120 pies, durante 12 segundos: un vuelo que inauguró la era de la aviación.
Era el cuarto verano que Wilbur y Orville Wright, fabricantes de bicicletas de Dayton, pasaban en las dunas de Kitty Hawk haciendo pruebas con sus modelos de aeroplano. Aquel año de 1903, los ensayos se prolongaron más de lo previsto y se les echó el invierno encima.
En 1900 construyeron un planeador que elevaron igual que una cometa, tan solo para probar los sistemas de control.
En 1901 transportaron a Kitty Hawk las piezas de otro planeador con el que efectuaron vuelos aprovechando los vientos frescos del lugar, lanzándose desde las dunas. Los experimentos no funcionaron tal y como tenían previsto y a su regreso a Dayton pensaron en abandonar el proyecto. El aeroplano no daba la sustentación que habían estimado y mostraba un comportamiento extraño en los giros. Ese invierno, Chanute les animó a que prosiguieran. Wilbur había dimensionado el planeador de 1901con los datos de sustentación y resistencia tabulados por Otto Lilienthal y como en las pruebas el aparato no funcionó de acuerdo con lo previsto, el inventor se llegó a la conclusión de que las tablas del alemán eran incorrectas y se desanimó mucho. Estuvieron a punto de olvidarse de la máquina de volar, pero finalmente decidieron construir un túnel de viento y efectuar mediciones de sustentación y resistencia con distintos perfiles.
A principios de 1902, los Wright disponían de un auténtico caudal de información sobre diferentes perfiles, lo que les permitió diseñar un magnífico planeador, esta vez con dos planos verticales en la cola. Durante el verano de aquel año lo probaron en Kitty Hawk. El planeador de 1902 voló de acuerdo con sus expectativas, aunque tuvieron que modificar el timón de cola, permitir que girase y dejar tan solo un plano vertical para evitar la entrada en barrena cuando giraban a baja velocidad. A finales de la temporada de pruebas de 1902, llegaron a la conclusión de que eran capaces de manejar el aparato en vuelo.
Había llegado el momento de equiparlo un motor que aportara la fuerza de tracción necesaria para mantenerlo en el aire. Y eso es lo que hicieron. Durante el invierno de 1902-1903, fabricaron un motor muy rudimentario que tras el arranque daba una potencia de 16 caballos y al calentarse disminuía hasta los 12 caballos. Al aeroplano de 1903 lo bautizaron con el nombre de Flyer.
Desde siempre el hombre quiso volar y por eso, a diferencia de otros ingenios, el avión es una máquina cuya invención posee una historia que se remonta hasta los orígenes de la humanidad. Leonardo da Vinci, fue el primero que la abordó de un modo científico, Borelli demostró que los músculos pectorales de los hombres eran ridículos en comparación con los de los pájaros, por lo que agitar un par de alas con los brazos nunca le permitiría al ser humano volar. Montgolfier aplicó el principio de Arquímedes a la atmósfera e inventó el globo de aire caliente: una máquina de volar menos pesada que el aire. Un aristócrata inglés sir George Cayley, en 1799, desarrolló el concepto de aeroplano moderno: dos alas fijas, una cola para dotarlo de estabilidad, barquilla para el piloto y un mecanismo propulsor, que en un principio podrían ser un par de remos.
Durante los últimos años del siglo XIX, algunos estados como el francés y el estadounidense decidieron financiar la invención de la máquina de volar más pesada que el aire y costearon dos grandes proyectos: el de Clément Ader en Francia (Avion) y el de Langley en Estados Unidos (Aerodrome). Estos esfuerzos gastaron decenas de miles de dólares y millones de francos, del erario público, sin conseguir ningún resultado.
Otro gran proyecto, aunque financiado con fondos privados, el de Hiram Maxim (inventor de la metralleta) en el Reino Unido, tampoco dio ningún resultado. Todos estos grandes proyectos tuvieron en común que focalizaron la resolución al problema del vuelo en la potencia del motor de la aeronave, sin prestarle la debida atención a los mecanismos de control de la máquina.
El alemán, Otto Lilienthal, entendió que antes de motorizar un ingenio volador era preciso saber controlarlo en vuelo. Realizó miles de planeos con sus alas fijas y desgraciadamente, cuando iba a motorizar uno de aquellos planeadores sufrió un accidente que le costó la vida. El discípulo de Lilienthal, el británico Percy Pilcher, estuvo a punto de inventar la máquina de volar más pesada que el aire, pero corrió la misma suerte que su maestro: murió en un accidente de vuelo.
En Estados Unidos, Octave Chanute también siguió la escuela de Lilienthal y efectuó pruebas con planeadores en Chicago. Sin embargo, ni Lilienthal, ni Pilcher, ni Chanute, concibieron un sistema de control de vuelo que permitiera al aparato, subir, bajar y rotar sobre su eje vertical (alabeo) para efectuar giros. Lilienthal y Pilcher confiaron el control al movimiento del centro de gravedad de su cuerpo y Chanute ideó algunos mecanismos para dotar al aeroplano de estabilidad.
Fue Wilbur Wright, quien desde un principio se planteó que su máquina de volar debía poseer controles distintos al movimiento del cuerpo del piloto que le permitieran desplazarse por el aire de acuerdo con su voluntad. Lilienthal ya se había topado con el problema de que al equipar un planeador con un motor, el peso del conjunto aumentaba tanto que el desplazamiento del centro de gravedad del piloto dejaba de ser efectivo. Además, Wilbur intuyó que debería aprender a pilotar, igual que se aprende a montar en bicicleta, y desarrollar reflejos automáticos de control para manejar la aeronave que, como los pájaros, sería una máquina inestable. Tan solo se planteó la motorización de su invento cuando perfeccionó los controles y aprendió a manejarlo en el aire.
Entre los hermanos Wright, como inventores, y el resto de sus contemporáneos que intentaron resolver el problema del vuelo, media un abismo. Al éxito de los fabricantes de bicicletas contribuyeron aspectos de carácter personal y otros relacionados con el método que siguieron para resolver el problema. Las cuestiones personales más relevantes tienen que ver con el estado anímico de Wilbur Wright, en aquel momento de su vida en el que tras la muerte de su madre trató de superar la depresión embarcándose en una empresa que le permitiera reafirmar su personalidad. Los Wright formaban un equipo desde siempre y se habían acostumbrado a discutir entre ellos los asuntos desde una perspectiva lógica, estaban bien dotados para abordar la solución de problemas mecánicos y manejaban con habilidad las herramientas. Si no se hubieran dado estas circunstancias, jamás habrían inventado una máquina más pesada que el aire capaz de volar. Pero, al margen de estas cuestiones muy personales, en su forma de abordar la resolución del problema de vuelo creo que hay tres elementos fundamentales que contribuyeron al éxito de su empresa. En primer lugar definieron una estrategia muy clara para resolverlo: controlar el aparato en vuelo. En segundo lugar, utilizaron todo el conocimiento sobre el asunto del que se disponía hasta aquel momento. En tercer lugar, investigaron los aspectos del problema, sobre los que no poseían la información necesaria.
Tuvieron que pasar poco más de 10 años, desde que se produjo el histórico vuelo de los Wright, hasta que el ex alcalde de St Petersburg, Abram C. Pheil pagara 400 dólares para ganar en pública subasta el billete de pasaje en el primer vuelo comercial de la historia: de St Petesburg a Tampa, el 1 de enero de 1914. El negocio no funcionó tan bien como pensaron sus promotores y la línea cerró las operaciones meses después. Sin embargo, a la vuelta de un centenar de años, el 1 de enero de 2014, ese día unos ocho millones de pasajeros se embarcaron en alrededor de 100 000 vuelos en todo el mundo.
Hasta mediados de los años 1920 las aeronaves se construyeron de tela y madera, con montantes y riostras. Sobre todo, en la I Guerra Mundial los motores y la aviación tuvieron un desarrollo muy rápido. En 1913, la Wright Co producía motores de seis cilindros en línea que proporcionaban 70 caballos; cuando finalizó la contienda el motor estándar de la aviación estadounidense era el Liberty, inspirado en el Hispano Suiza desarrollado en España por Marc Birkgit, que suministraba una potencia de 400 caballos.
Desde el punto de vista de la evolución de las aeronaves, durante el siglo XX podemos distinguir tres periodos: la época de las riostras y los montantes, la de los aviones de hélice carenados y la de los reactores. Riostras y montantes desaparecieron a finales de los años 1920 y las hélices y carenas duraron hasta la década de los años 1950. Tres aviones característicos de esas épocas pueden ser el Fokker D-7, el Douglas DC-3 y el Boeing B-707. La relación entre sustentación y resistencia (L/D) máxima, de estas aeronaves, es un dato muy representativo de los aviones de su época: D-7 (8), DC-3 (14), B-707 (17-20).
El transporte aéreo comercial empezó a adquirir un gran desarrollo con el advenimiento de la era de los reactores comerciales. La empresa británica De Havilland fue la primera en poner en el mercado una aeronave de este tipo: el DH-106 Comet, en 1952. Sin embargo, varios accidentes hicieron que el Comet tuviera que retirarse del servicio, lo que contribuyó a retrasar los proyectos norteamericanos de Douglas y Lockheed. Boeing se adelantó con el Boeing 707 y en 1957 empezó a prestar servicios comerciales esta aeronave. Once meses después, Douglas entregó a Delta y United los primeros DC-8. Los reactores se adueñaron del transporte aéreo de pasajeros en los años 1960 y, desde entonces, el crecimiento del tráfico aéreo ha sido vertiginoso: de menos de doscientos millones de pasajeros anuales en 1960 a más de tres mil millones en la actualidad.
En general, durante los sesenta primeros años de la aviación, primó la eficacia sobre la eficiencia. La mejora de las prestaciones de las aeronaves se impuso frente al coste. A partir de la década de 1970 la preocupación por el consumo de combustible fue adquiriendo una importancia progresiva, debido en un principio a las crisis del petróleo y el encarecimiento de los crudos y posteriormente a las emisiones de dióxido de carbono, responsables del calentamiento global del planeta. Las consideraciones medioambientales ganaron relevancia y el incremento del tráfico aéreo acentuó la necesidad de reducir el impacto acústico de las operaciones aéreas en las proximidades de los aeropuertos.
El esfuerzo de los fabricantes por reducir el consumo de combustible y el ruido de sus aviones ha logrado que los modernos Boeing 787 y A 350 tengan un consumo inferior a 3 litros por cada 100 pasajeros-kilómetro, una cifra que supera claramente la del precursor Boeing 707: 8.5 litros por cada 100 pasajeros-kilómetro; y con respecto al ruido, se necesitan alrededor de 30 de las modernas aeronaves, despegando simultáneamente, para generar el mismo impacto acústico que uno solo de aquellos Boeing 707.
Desde el inicio de la aviación, la mejora de la seguridad ha sido un hecho muy significativo. En 2015, la aviación comercial, registró 16 accidentes que produjeron 560 víctimas mortales. Es el número más bajo de accidentes que se conoce desde que se colecciona este tipo de datos. Si tenemos en cuenta que el tráfico ascendió a más de 34 000 000 operaciones, resulta que tan solo hubo una víctima mortal por cada 4 857 000 vuelos. Es una cifra muy reducida si la comparamos con las de la década de los años 1980 en la que se producían cada año alrededor de 50 accidentes, con un tráfico aéreo que no llegaba a la quinta parte del actual.
Otro aspecto importante de la aviación de principios del siglo XXI es su carácter global. Las aeronaves se diseñan para operar en cualquier parte del mundo y muchas de ellas lo atraviesan, de parte a parte, casi todos los días. Todo ello implica que las aeronaves, las infraestructuras de apoyo a la aviación y los procedimientos operativos, estén sujetos a una normativa común. Dicha normativa está formada por múltiples acuerdos, convenios y legislación que afecta a estados, líneas aéreas, fabricantes de aviones y proveedores de servicios relacionados con las operaciones aéreas.
El extraordinario crecimiento del tráfico aéreo (3 500 000 pasajeros en 2015), lo ha propiciado la disminución del coste real de las tarifas, que desde hace 40 años se ha reducido el 1% cada año, y durante los últimos 25, el descenso ha sido del 2,5%. De acuerdo con el Oxford Economic Study 80 (2010), en el que se analizó el impacto de la aviación en la economía de 80 países, puede afirmarse que en la mayoría de ellos este sector supone un entre un 2% y un 5% del Producto Interior Bruto (PIB). En muchos países su turismo depende, sobre todo, del transporte aéreo y al consolidar las dos actividades la cifra de contribución al PIB puede alcanzar hasta un 18%, como es el caso de Malta. De otra parte, la Asociación de Transporte Aéreo Internacional (IATA) ha definido un indicador de conectividad que mide el grado de integración de la red de transporte aéreo de una nación con la red global. Dicho índice tiene en cuenta la relevancia económica de las ciudades de los enlaces y las frecuencias de estas líneas. La conectividad mantiene una relación directa con la inversión extranjera y el incremento del PIB en cualquier país.
Tampoco debemos pasar por alto, que a lo largo de la breve historia de la aviación comercial, la industria de fabricantes de aeroplanos, y en parte la de las líneas aéreas, después de un periodo expansivo, inició un proceso de concentración que, en lo que se refiere a la producción de aeronaves comerciales, ha dejado dos protagonistas principales: Boeing y Airbus.
Podemos aseverar que, cien años después de la invención de la máquina de volar, los aeroplanos comerciales se han convertido en instrumentos de comunicación de masas, tecnológicamente complejos, fabricados por dos grandes constructores, que operan en un sistema muy regulado y contribuyen de forma significativa a la riqueza de los países.
El futuro de la aviación comercial en el presente siglo XXI dependerá del éxito con que la industria sea capaz de resolver los principales problemas que le afectan. Casi todos los expertos coinciden en que las limitaciones al desarrollo de la aviación son medioambientales (emisiones y ruido), la congestión del tráfico aéreo, la seguridad y el confort de los pasajeros.
Sin embargo, el futuro de la aviación comercial, con independencia de los problemas anteriores, ya cuenta con una versión publicada. Y para ello, basta con leer los documentos que editan los grandes fabricantes de aeronaves con proyecciones a veinte años, todos los años. Son muy parecidos, por lo que me referiré a uno de ellos, el último de Boeing: la flota global de las líneas aéreas de 21 600 aeronaves en 2014 pasará a contar con 43 560 en 2034. Según he podido recabar en un artículo de Flightglobal del 07 de junio de 1995, aquel año Boeing estimó que en 2014 (veinte años después), la flota global estaría compuesta por 20 700 aeroplanos. Al parecer se ha equivocado en 900 aviones de menos. Las proyecciones que hace Airbus son similares. Ambos fabricantes ya tienen decidido qué aviones van a vender durante estos próximos 20 años, e incluso el importe aproximado de total de esas ventas (estiman que el mercado potencial asciende a unos 5 500 miles de millones de dólares, Boeing, y 4 900 Airbus). Los dos grandes fabricantes tratarán de convertir las proyecciones en realidad, para lo que cuentan con capacidad de influencia más que sobrada en los círculos de poder político, en las universidades y en la industria aeronáutica.
Nos podemos preguntar si lo que es bueno para los grandes fabricantes de aviones, es lo mejor para la aviación en términos más amplios y es la solución óptima para la sociedad. La respuesta es que, con casi toda seguridad, cabrían opciones mejores si el sistema funcionara dentro de un marco en el que el equilibrio se estableciera gracias al concurso de un repertorio más amplio de intereses. Es difícil que sea así, porque mientras que en el negocio de las líneas aéreas y los intereses de los pasajeros prima el corto plazo, los grandes fabricantes de aeronaves hacen planteamientos a largo plazo.
Con independencia de las fuerzas que configuren el futuro real de la aviación, los problemas que entorpecerán su desarrollo siguen siendo los mismos. Contando con ellos, los elementos influyentes establecerán prioridades que protejan sus intereses. Y en este punto es donde quiero enlazar con los inventores del avión: los Wright. Ellos focalizaron sus esfuerzos en la definición de una estrategia que consistió en el control de la máquina. Yo creo que, igual que entonces, hay una estrategia que podría impulsar el desarrollo de la aviación en el presente siglo XXI, a un nivel muy superior. Ellos también limitaron su esfuerzo de investigación y desarrollo a la resolución de las cuestiones absolutamente necesarias para llevar a cabo sus propósitos.
Hemos visto que los problemas de la aviación son medioambientales, de congestión de tráfico y de seguridad y confort para los pasajeros. Pienso que los esfuerzos para resolverlos, por parte de la comunidad aeronáutica, según se apliquen en uno u otro lugar van a dar resultados muy distintos en cuanto al futuro desarrollo de la aviación comercial.
En relación con el medio ambiente, la cuestión más acuciante es la de las emisiones. La aviación es responsable del 2% del dióxido de carbono que se vierte en la atmósfera y el compromiso del sector (IATA-CANSO) es que para el año 2050 las emisiones de dióxido de carbono se reduzcan en un 50% (con respecto a las de 2005), gracias a la tecnología, cambios operativos y de infraestructuras, biocombustibles y nuevas actuaciones.
El queroseno tiene una densidad energética de 12 kilovatios hora por kilogramo de peso. Si no queremos quemar hidrocarburos ¿qué podemos llevar en los depósitos de los aviones? Casi todos los expertos apuntan que el mejor candidato sería el hidrógeno. Este gas, con 33 kwh/kg, sería una buena solución. Podría alimentar motores térmicos o eléctricos acoplados a una pila de combustible. El problema es el volumen que requiere su almacenamiento a bordo. Necesitaríamos unos tanques de combustible veinte veces más grandes que los actuales, para almacenar la misma energía, si lo embarcamos a una presión de 250 atmósferas. En estado líquido, la necesidad de volumen disminuye, pero aun así necesitamos cuatro veces más espacio para almacenar la misma energía que con queroseno, y mantenerlo a -253 grados centígrados de temperatura. Los hidruros metálicos, nanotubos y otros materiales son capaces de absorber hidrógeno y facilitar su almacenamiento, en cantidades aún pequeñas (2-8%), aunque con el tiempo quizá puedan aportar la solución al problema. No se ve, a medio plazo (20 años), una sustitución fácil al queroseno como combustible de aviación.
De otra parte, el reemplazo de los combustibles fósiles por otros, no es un asunto que concierne exclusivamente a la aviación, por lo que el esfuerzo de investigación y desarrollo se está abordando desde muchos sectores. En este campo la aviación comercial ha consensuado un plan concreto de actuaciones, con los distintos intervinientes, hasta mediados de siglo, del que no cabe esperar grandes cambios.
Sin embargo, a la aviación le atañe en exclusiva un problema cuya solución tiene que abordar la industria aeronáutica. Una modificación sustancial del sistema de gestión del tráfico aéreo (ATM) sería, a mi juicio, la estrategia capaz de revolucionar por completo el mundo de la aviación en el presente siglo. No se trata de lograr que las operaciones de los aviones comerciales convencionales actuales ni las de los que se incorporen al tráfico aéreo durante los próximos años puedan llevarse a cabo con fluidez; de lo que se trata es, sin renunciar a lo anterior, de facilitar el acceso a nuevos modos de transporte aéreo emergentes, bloqueados por la incapacidad operativa del sistema actual. Los aviones no tripulados de uso comercial, la aviación regional y la aviación personal llevan años tratando de abrirse un hueco en el mundo aeronáutico sin conseguirlo. Y es muy difícil que lo logren, a no ser que se produzca un cambio radical del paradigma que ilustra la gestión del espacio aéreo hoy en día.
Hace un poco más de diez años se pusieron en marcha dos grandes iniciativas, en Europa (SESAR) y en Estados Unidos (NEXTGEN), para abordar la solución de los problemas asociados a la gestión del tráfico aéreo. Sin haber sido capaces, ninguna de ellas, de aportar grandes soluciones a los problemas, en el caso europeo, el proyecto sirvió para desviar los fondos de investigación, que la Unión Europea dedicaba a la gestión del espacio aéreo, de las universidades a la industria. Se suponía que la industria haría mejor uso del dinero público, sobre todo a corto plazo. Quizá haya llegado el momento de cuestionarse hasta qué punto la hipótesis sigue teniendo fundamento.
Las soluciones, sobre las que se ha trabajado, se enmarcan dentro de una línea que pretende transformar el actual sistema, de forma gradual, en otro más eficiente. Sin embargo, cada vez se pone de manifiesto con mayor claridad, que sin cambios radicales del actual paradigma las posibilidades de mejora están muy limitadas. Hoy, el concepto básico de la gestión del espacio aéreo controlado se fundamenta en la división del mismo en sectores físicos cuya administración se otorga al personal de control. Sin embargo, la mayoría de los expertos intuye que la trayectoria libre de conflictos (en cuatro dimensiones) de cada aeronave, debería convertirse en el elemento principal a gestionar por dicho personal de control. Igual que hoy un controlador ordena a una aeronave, que se encuentra en un sector que es de su competencia, que ascienda a un determinado nivel de vuelo, en el futuro sistema le podría ordenar que ejecutara una trayectoria de cuatro dimensiones para la que la aeronave debería estar certificada. La responsabilidad última del ordenamiento del tráfico aéreo continuaría siendo de los controladores y de los pilotos, que como ahora se servirían de sistemas de proceso de ayuda, aunque el ejercicio de control se ejecutaría de un modo formalmente distinto, pero sustancialmente idéntico. Dicho sistema podría acomodar aeronaves no tripuladas, con una gestión de vuelo muy automatizada, siempre y cuando estuvieran certificadas para ejecutar trayectorias en cuatro dimensiones con el nivel de precisión establecido. En aeronaves pequeñas, el elevado grado de automatización en vuelo permitiría simplificar los requerimientos necesarios para el pilotaje.
Un cambio radical del sistema de gestión del tráfico permitiría incrementar de forma sensible el volumen del transporte aéreo, mejorar la eficiencia energética global, la seguridad, impulsar la industria aeronáutica y generar riqueza y puestos de trabajo. Una transformación de este tipo no será fácil si la sociedad no revierte a entornos académicos y de investigación a largo plazo, los fondos que permitan abordar estudios y experimentos que propicien un cambio drástico y revolucionario de la gestión del tráfico aéreo.
La aviación del siglo XXI no debería olvidar que los inventores de la máquina de volar, los hermanos Wright, nos enseñaron la importancia de acertar con la estrategia adecuada para resolver los problemas.