Cohetes alemanes y el despertar europeo

Isar Aerospace

El primer cohete fabricado por el hombre que visitó los aledaños del espacio exterior lo hizo el 3 de octubre de 1942. Según el coronel Walter Dornberger, jefe de desarrollo de cohetes balísticos del Ejército alemán «la llama que salía de su cola era tan larga como el mismo cohete». A los cuatro segundos de vuelo vertical, el A-4 se inclinó ligeramente y cuando habían transcurrido veinticinco segundos sobrepasó la velocidad del sonido. Antes de un minuto el motor cohete se apagó. Desde Peenemünde lo perdieron de vista. Ascendió unos 90 kilómetros y cayó al mar Báltico a 190 kilómetros del lugar del lanzamiento a una velocidad de más de cinco mil kilómetros por hora. Para Wernher von Braun, el director técnico del programa de desarrollo de misiles del Ejército alemán y su equipo, aquel sería un gran éxito, aunque a este vuelo aún le seguirían bastantes fracasos antes de que los misiles A-4 funcionaran con regularidad.

La vida de von Braun en la base de Peenemünde, situada en la isla de Usedom al noreste de Alemania, no le deparó siempre la misma fortuna. Dos años después, poco antes de su cumpleaños, en 1944, lo detuvo la Gestapo. Acusado de dudar de la eficacia de las A-4 para cambiar la suerte de la guerra, de tener intención de huir a Inglaterra con los planes del misil y ser un saboteador por haber supeditado el desarrollo de los cohetes a sus intereses relacionados con la exploración espacial, von Braun estuvo a punto de ser fusilado. La intervención del ministro Albert Speer ante Hitler lo libró del paredón.

A final de la década de los años 1950 Wernher von Braun, instalado en Estados Unidos, se convirtió en la figura emblemática de la actividad espacial estadounidense. En la Unión Soviética, otro ingeniero, Serguéi Koriolov, ejercía sin tanto glamur ni repercusión mediática, el mismo rol que el alemán, como líder tecnológico de la carrera espacial en su país. El ruso, al igual que von Braun, también había sido víctima de su pasión por los viajes interplanetarios.

En 1936, Serguéi Koroliov trabajaba en el Instituto de Investigación Científica de Reacción (RNII) que dirigía Iván Kleimenov cuando su jefe decidió zanjar la violenta disputa sobre el uso de propergoles líquidos para impulsar los cohetes. El oxígeno líquido, el hidrógeno líquido y el keroseno o el propano, aportan mayor energía que los propergoles sólidos durante la combustión, pero son más difíciles de manejar y plantean problemas logísticos y de disponibilidad para su uso en aplicaciones militares. En aquella época, muchos jóvenes entusiastas de los viajes espaciales eran partidarios del desarrollo de motores cohete que hicieran uso de propergoles líquidos. Hitler y Stalin los odiaban. Kleimenov se vio obligado a prohibir prácticamente todos los trabajos relacionados con los propergoles líquidos, con la excepción del proyecto que dirigía Koroliov, que empleaba oxígeno líquido, porque su motor se instalaría en un avión a reacción. A Kleimenov aquella decisión no le liberó de las insidias de sus detractores, fue detenido, torturado, juzgado y fusilado el 10 de enero de 1938. Las confesiones de Kleimenov implicaron a otros colaboradores suyos que corrieron la misma suerte. La insidia alcanzó a Koroliov que en junio de 1938 fue encarcelado por la policía política de Stalin (NKVD), torturado hasta partirle la mandíbula y hacer que confesara falsedades que jamás había cometido. Serguéi fue juzgado y enviado a un campo de concentración en Siberia. Aunque logró que revisaran su caso al cabo de un año y salió de aquel espantoso encierro; aún tuvo que pasar una larga temporada trabajando bajo estrecha vigilancia, antes de que el sistema soviético lo redimiera para convertirlo en el héroe que llevó a la Unión Soviética a liderar, durante algunos años, la carrera espacial.

Aquel duelo por la conquista del espacio entre Wernher von Braun y Serguéi Koriolov lo liquidó Kennedy, con su decisión de enviar un hombre a la Luna, y lo ganó un monstruoso cohete cuyo diseño y construcción lideró el alemán: el Saturn V, propulsado con oxígeno e hidrógeno, propergoles líquidos. Después de una pugna entre rusos y americanos, que los políticos pretendieron hacer creer al mundo que confrontaba a dos modelos de sociedad diametralmente opuestos, la gente perdió el interés por el espacio. Casi nadie se acuerda de que a Neil Armstrong y Buzz Aldrin, los primeros en andar por la Luna en 1968, le seguirían expediciones que llevaron a otros diez astronautas a darse unos cuantos paseos por la superficie de nuestro satélite. El último fue Eugene Cernan, en diciembre de 1972, con el Apollo 17. Es como si el esfuerzo económico, tecnológico y político, que supuso la aventura lunar, hubiera dejado exhausto el capital disponible para justificar el dispendio.

Si en las primeras décadas del siglo XX surgió en Europa una generación de jóvenes entusiastas del espacio y los cohetes, cuyos esfuerzos se agotaron con el viaje a la Luna, un siglo después vuelve a repetirse la historia. Hoy, los ojos de los nuevos soñadores han puesto sus ojos en Marte y el precursor es un australiano con negocios en Estados Unidos, dueño de una considerable fortuna, que decidió crear Space X con la idea de establecer en el futuro una línea regular de vuelos que enlace la Tierra con este planeta: Elon Musk. Uno de los expertos que trabajó en Estados Unidos en el desarrollo de los cohetes del multimillonario, Bulent Altan, serviría de polea de transmisión para traer las inquietudes que quién fue su patrón al corazón de Europa.

Desde los años 1940 ningún cohete fabricado en Alemania ha regresado al espacio. En 2018, dos ingenieros recién titulados, Daniel Metzler y Josef Fleischmann, crearon Isar Aerospace, en Munich, para desarrollar cohetes propulsados con propergoles líquidos capaces de poner en órbitas terrestres de baja altura cargas de pago de unos mil kilogramos de peso. Los emprendedores, muy pronto lograron financiación de Bulent Altan, también ingeniero de la Universidad Técnica de Munich (TUM), que había trabajado en el desarrollo del Falcon 1 de Space X en Estados Unidos. Hasta la fecha actual, Isar ha recibido unos 400 millones de euros de apoyo financiero procedente de importantes empresas, como Porsche SE o Bayern Kapital, y fondos como el NATO Innovation. La compañía ha centrado todos sus esfuerzos en el rápido desarrollo de un cohete, Spectrum, con dos etapas, impulsado por nueve motores (Aquila) en la primera y uno en la segunda. También ha puesto un especial interés en dotarse de maquinaria de precisión para fabricar todas las partes del cohete. Y una de las características que diferencia al Aquila de Isar de la mayoría de sus competidores es el empleo de propano líquido en vez de keroseno refinado. La combustión del propano genera gases menos contaminantes.

El primer cohete de Isar Aerospace, listo para viajar al espacio, logró volar unos cuarenta segundos el pasado domingo, 31 de enero, antes de caer al mar, no demasiado lejos de la plataforma de lanzamiento, en Andoya (isla de los patos), Noruega. Daniel Metzler, primer ejecutivo de la compañía, se refirió con optimismo al chapuzón del cohete que estalló formando una inmensa bola de fuego: «hoy sabemos más del doble que ayer, antes del lanzamiento». Afortunadamente la explosión no causó ninguna desgracia al equipo técnico ni dañó la plataforma y es un acontecimiento habitual en este tipo de ensayos. Lo mismo le ocurrió a Elon Musk con su primer Falcon. De este corto vuelo, los ingenieros de Isar Aerospace han acumulado millones de datos que les permitirán mejorar sustancialmente el motor cohete y los sistemas de control.

Antes de que el cohete A-4 de von Braun se acercara al espacio, en octubre de 1942, su equipo ya había fracasado con aquel modelo en dos lanzamientos. El primero, el 13 de junio del mismo año, ante un nutrido grupo de jerifaltes encabezados por el ministro Albert Speer. Cuando abandonó Peenemunde el arquitecto del fhürer dijo que les daría un crédito de veinte pruebas más. Bastaron dos ensayos para que el A-4 alcanzara sus objetivos. Isar ya está fabricando en Munich otras dos unidades del Spectrum, aunque no se sabe cuándo llevará a cabo el segundo intento de alcanzar el espacio. Será un logro importante para la industria aeroespacial europea y el inicio de una carrera en la que la estadounidense Space X lleva una gran ventaja, pero no insuperable.

PLD Space y los cohetes españoles

Nunca imaginé que una empresa privada española se lanzara a la conquista del espacio y menos después de escribir El viaje a la Luna, un libro que me obligó a estudiar el tortuoso camino que siguieron los entusiastas de la exploración espacial, desde que comprendieron que era posible salir de la Tierra, hasta que el hombre pisó la Luna. Es una historia en la que se mezclan e interfieren los sueños románticos de unos visionarios con el deseo de alcanzar la supremacía militar, científica y social de las naciones, todo ello manipulado, sin ningún pudor, por los políticos de turno. A pesar de que desde hace unos diez años, con la irrupción en el negocio espacial de compañías privadas en Estados Unidos, como SpaceX, Blue Origin, Virgin Orbit o Astra Space, se ha producido una auténtica eclosión de lanzamientos de pequeños satélites y proyectos de turismo espacial, lo que podría sugerir una cierta popularización de estas actividades, todo cuanto rodea al espacio sigue siendo un asunto especialmente sensible para la gente, como un símbolo de poder económico, tecnológico y científico. Por eso, pienso que las naciones más poderosas se prestarán con facilidad a dificultar cualquier intento de alteración del orden de los países en el escalafón de logros espaciales. Y esta es una dificultad adicional, nada despreciable, que lastrará los emprendimientos en el sector.

Cuando supe, hace algunos años, que en España existía una empresa, PLD Space, que tenía la intención de fabricar cohetes para poner pequeños satélites en órbita, pensé que era una buena noticia, aunque el proyecto exigiría vencer numerosas dificultades. Este fin de semana vi en YouTube la presentación que ha hecho la compañía del lanzamiento del Miura 1, que no es un toro, sino un cohete que despegó de la base de Arenosillo el pasado 7 de octubre. La verdad es que el asunto me pareció muy interesante. Uno los asistentes al acto, durante el turno de preguntas, comentó que el lanzador no había entrado en el espacio y por tanto PLD no podía arrogarse el mérito de ser la empresa privada europea ganadora de aquella supuesta carrera espacial. Y así fue, porque la trayectoria del lanzador alcanzó su apogeo con una altura de unos 46 kilómetros, si no recuerdo mal, y la puerta del espacio la ubicó el famoso físico húngaro, Teodoro von Kármán, en 100 kilómetros sobre el nivel del mar. Si el Miura 1 hubiera subido los 80 kilómetros —que inicialmente tenía previsto— la cuestión del espacio habría pasado, pero no con la trayectoria que describió con la que no se debe presumir de conquista espacial. PLD dio unas magníficas explicaciones de por qué a última hora se cambió la trayectoria, debido a la meteorología, por razones de seguridad y cobertura económica de riesgos. Otro aspecto del vuelo que no salió bien fue la recuperación del cohete, que por lo visto cayó de costado al mar, debió romperse y se hundió. También se les preguntó a los representantes de la empresa si habría otro vuelo del Miura 1 con el que se podría intentar un mayor acercamiento al espacio. Parece que la compañía decidirá si es conveniente o no efectuar ese segundo vuelo, en función de un análisis en profundidad de los datos que han coleccionado del primero.  Por lo demás, PLD declaró que el ensayo había sido un éxito porque el comportamiento del lanzador se ajustó en casi todo a las previsiones, con pequeñas salvedades como ocurrió durante la etapa del vuelo subsónico.

El objetivo de PLD no es el Miura 1, un lanzador suborbital, y no creo que vaya a gastar más dinero ni tiempo con este aparato que al lado de su verdadero objetivo, el Miura 5, no deja de ser un juguete. Le ha servido para demostrar a sus inversores y las instituciones europeas que es capaz de desarrollar la tecnología y enviar a la sociedad el mensaje de que, para España y su soberanía, este proyecto tiene una gran importancia, ya que le permitirá ser uno de los pocos países del mundo con tecnología capaz de acceder al espacio: creo que, actualmente, tan solo nueve la poseen.

La historia de PLD Space data del año 2011, cuando la fundaron Raúl Torres, Raúl Verdú y José Enrique Martínez, en Elche, y se ha ido desarrollando con lentitud, desde la nada. Durante los primeros cinco años los avances fueron escasos ya que hasta el año 2016 apenas había conseguido reunir tres millones de euros de capital semilla y un préstamo del CDTI (NEOTEC), pero ese año, la Agencia Espacial Europea le adjudicó un contrato relacionado con las futuras lanzaderas lo que le permitió capturar el interés de inversores que aportaron 6,7 millones. Al año siguiente, en 2017, la Unión Europea le otorgó una subvención de cerca de dos millones de euros y en 2018 y 2020 se produjeron inyecciones de capital de siete y nueve millones de euros, respectivamente.  Fue una captura de fondos ardua y condicionada a pequeños avances y reconocimientos institucionales.

Elon Musk creó SpaceX en el año 2002 y contrató a un pequeño grupo de expertos para construir su primer cohete, el Falcon 1, algo que pensaba montar y lanzar en cuestión de un año. Musk contaba para este proyecto con 90 millones de dólares de los 180 que tenía en acciones de la empresa Pay Pal.

El Falcon 1 no se parecía en nada al Miura 1, era un lanzador orbital que, al despegar, su motor proporcionaba quince veces más empuje que el motor cohete del lanzador español. Los plazos del desarrollo del cohete se demoraron, pero, aun así, el 28 de septiembre de 2008 el Falcon 1 de SpaceX se convirtió en el primer lanzador privado, con motores cohetes de propelente líquido, que alcanzaba el espacio y situaba en una órbita espacial baja, una carga de prueba de más de cien kilogramos de peso. Por el camino se quedaron tres intentos de lanzamiento que fracasaron, financiados, principalmente, por agencias gubernamentales de Estados Unidos y la propia empresa.

Decía antes, que el Falcon 1 y el Miura 1 no son comparables: el primero es mucho más potente que el segundo. Además, establecer paralelismos entre SpaceX y PLD es un dislate, pero no tengo otro referente. La cuestión es que pasaron unos seis años desde que la empresa española juntó suficiente dinero para abordar el lanzamiento del Miura 1, más o menos los mismos que le costó al estadounidense poner en órbita su Falcon 1. La empresa de Elon Musk se gastó unos 90 millones de dólares en el desarrollo del Falcon 1, PLD nos ha dicho que en el Miura 1 ha invertido unos 30 millones de euros, pero hay que tener en cuenta las diferencias de envergadura entre ambos lanzadores.

Todo apunta a que, desde que PLD dispuso de los fondos que necesitaba hasta el momento en que su primer cohete voló, ha transcurrido un tiempo razonable y el dinero que ha gastado no parece excesivo, lo realmente complicado empieza ahora.

La vida del Falcon 1 fue corta y, después de otro lanzamiento en 2008, en el que puso en órbita un satélite de ATSB, entidad pública malaya, SpaceX, para abaratar el coste por kilogramo del transporte de cargas espaciales, decidió abandonar este lanzador y focalizar sus esfuerzos en el desarrollo de otro, en parte reutilizable, y mucho más potente: el Falcon 9. Abandonó el Falcon 1 y transcurrieron dos años más hasta que el nuevo cohete empezara a volar. Desde junio de 2010 hasta el año 2023, la familia de cohetes Falcon 9 ha efectuado 274 lanzamientos, de los que 272 tuvieron éxito y a partir de 2015, después de impulsar la carga de pago, parte de estos lanzadores aterriza automáticamente, con una extraordinaria tasa de éxito (240 veces de 251 intentos).

En total, se estima que SpaceX invirtió unos 300 millones de dólares en el desarrollo del Falcon 9 y los vuelos comerciales de la empresa se iniciaron siete años después de su creación.

PLD tiene que pasar del Miura 1 al Miura 5, un monstruo si se compara con el primero, es algo mayor que el Falcon 1 y bastante más pequeño que el Falcon 9 de SpaceX. Pretende hacerlo en dos años, lo que en principio no es descabellado si tiene suerte, aunque el tiempo parece justo. Lo que es evidente es que necesitará una cantidad de dinero para el desarrollo muy superior a los 30 millones de euros que ha invertido en el Miura 1.

Si analizamos la cuestión desde una perspectiva técnica, cabe esperar que, si PLD logra reunir una considerable cantidad de dinero, el Miura 5 se convertirá en el primer lanzador orbital de una empresa española, dentro de unos años.

Como comentaba al principio de este artículo, en el negocio espacial, la política siempre anda por el medio. SpaceX es hijo de la política de la agencia espacial estadounidense (NASA) que le permitió adjudicarle 278 millones de dólares para el desarrollo del Falcon 9 (y la nave espacial Dragon), en 2006, cuando la compañía estaba a punto de fracasar comercialmente con el Falcon 1, y otro de 1600 millones de dólares en 2008 para transportar carga. Entre 2006 y 2013, la NASA puso en marcha programas (COTS y CRS) para incentivar el desarrollo de una industria privada de lanzadores que permitiese abaratar los costes del transporte espacial. SpaceX y otras startups norteamericanas surgieron de la nada gracias al COTS.

La Agencia Europea del Espacio (ESA), anunció en mayo de 2023 el lanzamiento de una iniciativa para el desarrollo de transporte comercial de carga (CCTI), con intenciones similares a las de la NASA con el COTS, pero con un retraso de 17 años. Este programa consta de tres fases, de las que únicamente se conoce el importe económico de la primera: dos millones de euros para realizar un estudio preliminar. Con respecto a la segunda y tercera fases, cuyos adjudicatarios pueden ser distintos a los de la primera, su aprobación, así como los importes de las ayudas, quedan pendientes de la reunión del consejo de los 22 ministros de ESA del año 2025. Mientras que el COTS y CRS de la NASA distribuyeron centenares de millones de euros entre las nuevas empresas estadounidenses, la cantidad que la agencia europea está dispuesta a invertir es incierta. En cualquier caso, los países siempre esperan recibir de ESA, contratos para sus empresas en proporción a sus aportaciones.

Siguiendo con ese dudoso paralelismo entre SpaceX y PLD, ahora le correspondería a ESA hacer una importante aportación al proyecto de la empresa española para que desarrollase el Miura 5. Desgraciadamente eso no va a ocurrir, al menos con la inmediatez necesaria. La empresa española tendrá que abordar su programa de desarrollo, durante los próximos años, con fondos propios, en un entorno espacial europeo algo complicado en el segmento de los lanzadores.

Hasta ahora, la asociación franco-alemana Arianespace ha sido el principal proveedor de lanzadores en el mercado europeo con el Ariane 5 y los cohetes de menor tamaño, Vega.  ESA también ha utilizado los cohetes rusos Soyuz, extraordinariamente fiables, hasta que se desencadenó la guerra en Ucrania. Ariane 5 ha quedado obsoleto y el sucesor, Ariane 6, no estará disponible hasta dentro de un par de años, pero muchos estiman que este nuevo lanzador ha quedado anticuado antes de su estreno.

PLD no es la única startup europea de lanzadores, incluso hay otra española, Pangea Aerospace en Cataluña, varias en Alemania como ISAR Aerospace o HyImpulse, las francesas MaiaSpace y Sirius Space Services, la británica Small Spark y algunas más. El éxito de varias startup norteamericanas, la demanda creciente de lanzaderas para poner en órbita pequeños satélites en todo el mundo y la sensación de que Arianespace con Ariane 6 y Vega no se bastarán para cubrir con eficiencia las necesidades de la ESA en un futuro próximo, han desencadenado en Europa un movimiento regenerador, que pretende emular la transformación del mercado de transporte espacial que tuvo lugar en Estados Unidos hace ya muchos años.

Es este un negocio intensivo en capital y muy cercano a la política, que en Europa atraviesa una crisis porque la experiencia americana obliga a nuestras instituciones a reconocer la eficiencia de la industria privada, frente al modo tradicional de las agencias espaciales de gestionar sus aprovisionamientos de servicios mediante contratos de recuperación de costes más beneficio. ESA, que necesita suscribir contratos de transporte por un importe de 800 millones de euros anuales, va a ser el cliente de referencia para cualquier startup europea que quiera introducirse en el sector. Disponer de abundantes recursos financieros y al mismo tiempo del apoyo político de la Unión Europea, será igualmente necesario para garantizar el éxito de una nueva empresa. Todo parece apuntar a que la solución pasará por que algunas de las actuales startups europeas de varios países, cuya solvencia técnica pueda demostrarse, se aglutinen y acopien el caudal político necesario para que en 2025 la ESA les adjudique los fondos necesarios para construir la nueva lanzadera europea.

En cualquier caso, PLD se merece suerte en este lance con sus miuras y estoy convencido que la va a tener.

Christina Koch, camino de la Luna

Photo Date: 11-7-2018 Location: Bldg 8 Photo Studio Subject: Astronaut Christina Koch Official EMU Portrait Photographer: Bill Stafford

Agradezco a la NASA que me haya sacado de dudas a pesar de que se frustraran mis expectativas. Desde enero de 2020 yo creía que la primera mujer que viajará a la Luna sería la astronauta Anne McClain. Esta señora astronauta estadounidense se graduó en West Point, es piloto militar y como la pericia de Neil Armstrong en el manejo del Águila, la nave con la que él y Aldrin alunizaron por primera vez en el satélite natural de la Tierra, salvó la vida de los dos astronautas, yo pensé que la primera mujer en ir a la Luna tendría que ser también una experimentada piloto. Me equivoqué. En vez de McClain, la NASA ha decidido que la mujer destinada a convertirse en una de las más famosas de la historia de la humanidad es Christina Koch, una señora de 44 años, cuyo rostro me recuerda a Meryl Streep, y que se incorporará a la pequeña colección de inmortales superando con creces la fama de otro Koch, Robert, premio Nobel de Fisiología y Medicina (1905) por sus investigaciones y descubrimientos relacionados con la tuberculosis. Al menos esos son los planes de la agencia espacial norteamericana: enviar a la Luna a Christina, según anunció ayer. Con ella viajarán Reid Wiseman, Victor Glover y el canadiense Jeremy Hansen.

Aún más, yo andaba muy desencaminado al suponer que la NASA optaría por una mujer de la Fuerza Aérea, valerosa e intrépida piloto, porque el perfil de Christina, quizá a juego con su nombre, es el de una científica que ha pasado un año en la base antártica Admunsen-Scott, ha trabajado en el Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins y también para la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) en Groenlandia, Samoa y Alaska, tiene un doctorado y ha ejercido la docencia. En 2013 fue seleccionada como astronauta en la NASA y desde entonces ha participado en numerosas misiones de carácter científico y posee el récord femenino de permanencia en el espacio, con 328 días.

A la señora Koch le acompaña un piloto de pruebas de la Fuerza Aérea, militar, con gran experiencia de vuelo, Victor Jerome Glover, y además así se va cumpliendo el requisito de esta expedición, según reza en el frontispicio de la página de la NASA que anuncia el programa Artemis: “Con la misión Artemis, la NASA aterrizará la primera mujer y la primera persona de color en la Luna”. El señor Glover, es de color. En esta misión prevista para el año 2024, Artemis II, no se efectuará ningún alunizaje, la nave espacial le dará una vueltecita a la Luna antes de regresar a la Tierra. Así que, con un poco de suerte, será Anne McClain la primera mujer que ponga el pie en nuestro satélite natural, u otra persona ¿quién puede anticiparse a la NASA?, aunque Christina esperamos que pasará a la historia como la que hizo el primer viaje lunar, que no es poco. Tampoco es poca cosa organizar un programa como Artemis, que cuesta decenas de miles de millones de dólares, con el objetivo principal de que una mujer y un hombre de color viajen a allí, creo que es un esfuerzo excesivo por aparentar ser «políticamente correcto».

En este primer y gran anuncio se añade que la NASA colaborará con socios internacionales para establecer una presencia duradera en la Luna, para dar el siguiente paso de gigante: enviar los primeros astronautas a Marte. La tripulación es internacional porque lleva un canadiense, el señor Hansen y para abundar en lo cosmopolita el módulo de servicio es europeo. Veremos hasta qué punto las colaboraciones son capaces de progresar en un mundo que desgraciadamente se polariza, en el que volvemos a percibir el afán de dominio y protagonismo de algunos países. Lo más reconfortante es que la NASA sueñe con Marte, como Elon Musk, aunque por razones distintas.

Pensándolo bien, me alegra haberme equivocado, una científica con alma de aventurera es una buena elección, para empezar.

Asteroides

El jueves 19 de noviembre de 2022 Robert Weyrk fotografió la estela luminosa que dejaba un pequeño asteroide mientras caía cerca del lago Ontario, en Canadá. El objeto celeste mediría algo así como un metro de diámetro. La irrupción de un asteroide de estas características en nuestra atmósfera no es un hecho excepcional: suele ocurrir cada dos semanas. Quizá lo extraordinario fue que desde hacía un par de horas la comunidad de astrónomos, que sigue los asteroides que orbitan en las proximidades de la Tierra, sabía que impactaría nuestro planeta en un punto situado entre el lago Erie y el lago Ontario, en Canadá. Según la Agencia Europea del Espacio (ESA) este es el sexto asteroide para el que los astrónomos, después de la detección, han sido capaces de predecir el lugar del impacto.

Dos meses antes de la llegada a la Tierra del asteroide 2022 WJ1, que así se llama el que fotografió Weyrk, la NASA logró desviar la trayectoria de otro asteroide, Dimorfos, al hacer que una de sus naves espaciales (DART) impactara contra el cuerpo celeste.

Son dos buenas noticias, en esta época de malas noticias: saber que somos capaces de predecir y hasta modificar las órbitas de asteroides peligrosos para la vida en la Tierra.

Imagino que durante los próximos meses seguiremos recibiendo noticias de asteroides que han detectado nuestros astrónomos y el lugar en el que estimaban que iban a caer que esperamos que coincida con el sitio en que se han estrellado. Serán rocas de alrededor de un metro de diámetro, las más pequeñas no las van a ver y más grandes suponemos que ya las han detectado, están bajo control, y sabemos que pasarán lejos.

De los asteroides más grandecitos, que están bajo control, el que nos va a dar un poco la lata se llama Apofis, un asteroide bautizado con el nombre del dios de los egipcios que gobernaba el caos. Descubierto en 2004, se prevé que pasará a unos 36000 kilómetros de la Tierra el 13 de abril de 2029. Eso es muy cerca: la distancia a la que orbitan los satélites geoestacionarios. Las últimas previsiones de los expertos apuntan a que Apofis no colisionará con nuestro planeta en los próximos cien años, pero en otros cálculos que se hicieron antes esa posibilidad no parecía tan remota. Este asteroide tiene un diámetro de 350 metros por lo que un impacto con la Tierra sería localmente desastroso, pero distaría mucho de alcanzar la magnitud de una catástrofe global como la que acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años; aquél asteroide medía alrededor de quince kilómetros. Apofis podría organizar un resplandor como el asteroide que alcanzó el río Tunguska en la meseta siberiana el 30 de junio de 1908: el cielo de Londres se iluminó de pronto en plena noche y el ruido se escuchó en toda Rusia. Asoló una zona boscosa de más de dos mil kilómetros cuadrados.

Así es que, aunque Stephen Hawking decía que lo más probable es que la humanidad desaparezca debido al choque de un asteroide con la Tierra, parece que no será así.

Cuando la gente miraba al espacio

Hace cien años una considerable cantidad de personas miraba al espacio con otros ojos. Cuatro desconocidos estudiosos, padres de la Astronáutica, habían descubierto el modo de abandonar la Tierra gracias al impulso de los cohetes, lo que abría una nueva era: la de la exploración espacial. Y muchos pensaban que algo extraordinario ocurriría muy pronto, porque el hombre se adentraría en los confines del universo, quizá para encontrarse con otras vidas inteligentes, o para realizar insospechables descubrimientos; la humanidad estaba a punto de iniciar la mayor aventura de su historia.

Hermann Julius Oberth fue uno de los llamados padres de la Astronáutica y en 1930 se fotografió en Berlín con el doctor Franz Ritter, rodeado de un grupo de jóvenes entusiastas con sus cohetes. En la imagen, Oberth, con una larga gabardina, protuberante nariz y gesto muy serio, a la derecha del cohete del centro, habla con el profesor Ritter —con sombrero y pajarita— del Laboratorio de Tecnología y Química, encargado de certificar los resultados del trabajo de Oberth y sus colaboradores. Klaus Riedel sujeta con las dos manos a un Mirak, el primer cohete diseñado por la Sociedad para el Viaje Espacial (VfR), creada en Alemania en 1927, a la que pertenecían casi todos los que aparecen en la fotografía. Rudolf Nebel, completamente a la izquierda, con bata blanca, junto a Franz Ritter, lleva en las manos algo que parece una cámara de combustión. Y detrás de Riedel, un joven de 18 años y atuendo elegante, con el pelo rizado, observa con mucha atención todo lo que ocurre: es Wernher Von Braun, estudiante de ingeniería.

Todos los personajes de esta fotografía querían construir cohetes para viajar al espacio exterior, pero en 1930 la fiebre espacial no afectaba únicamente a la juventud alemana, se había extendido por casi todo el mundo. En Estados Unidos, ese mismo año, se creó la American Interplanetary Society y la prensa ya había anunciado que un cohete del estadounidense doctor Robert Goddard, otro de los cuatro padres de la Astronáutica, podría alcanzar la Luna. En el mes de mayo, el ingeniero francés Robert Esnault-Pelterie declaró al New York Times que en quince años el hombre viajaría a la Luna. Esnault-Pelterie acababa de publicar un libro sobre los viajes espaciales: L’Astronautique; una obra que le merecería también el título de padre de la Astronáutica. En Rusia, la Asociación de Inventores y Desarrolladores celebró en 1927 un evento internacional dedicado a la exploración del espacio exterior y el ruso Tsiolkovsky, el decano de los padres de la Astronáutica, cerró el encuentro con los aplausos y el reconocimiento de la joven comunidad de entusiastas interplanetarios. En 1931, en Moscú, el ruso Sergei Koroliov y un grupo de jóvenes ingenieros formaron el Grupo para el Estudio del Movimiento a Reacción, para diseñar naves y cohetes capaces de llevar al hombre al espacio exterior. Su pasión por la exploración espacial llevaría a muchos de aquellos jóvenes ingenieros rusos a los campos de concentración que Stalin coleccionaba en Siberia. Al gerifalte soviético no le gustaba nada que sus técnicos se distrajeran con semejantes fantasías. Durante aquellos años fueron muchas las personas, con una sólida formación técnica y científica, que se entregaron por completo, o tanto como pudieron, a la tarea de concebir y fabricar vehículos espaciales. Muchos escritores y artistas despertaron en la gente el interés por la exploración espacial y el mundo creyó que se abría una nueva época para la humanidad.

La foto de este grupo de miembros de la Sociedad para el Viaje Espacial (VfR) de 1930, refleja una extraordinaria candidez. Poco después, Rudolf Nebel llegaría a proponer al consejo de la ciudad de Magdeburgo la construcción de una nave, con su cohete, para enviar un astronauta a la Luna. Sin embargo, la realidad vino a demostrar a los soñadores de principios del siglo XX, que el camino de la exploración espacial era mucho más arduo de lo que imaginaban. Hicieron falta una espantosa guerra mundial, la sórdida pelea de una guerra fría y decenas de miles de millones de dólares y rublos, para que el jovencito de los pantalones bombachos de la foto —Von Braun—, ayudado de algunos de los personajes que en ella le acompañaron, dirigiesen el diseño y la construcción del gigantesco cohete Saturn que permitió que dos hombres pisaran la Luna.

Ahora, casi cien años después del verano de 1930, que es cuando probablemente se tomó esta foto, sabemos que el universo es gigantesco, que tardaremos muchos meses en viajar hasta cualquiera de los planetas del Sol, inhabitables para nosotros, y que la exploración práctica de otras galaxias está fuera de nuestro alcance. Es como si el mundo en el que vivimos se hubiese agrandado hasta alcanzar unas dimensiones sobrehumanas.

Eso sí, hoy nos queda la esperanza de que, más o menos, dentro de pocos años se convierta en realidad que una mujer pise la Luna, tal y como ocurría en la película alemana de Fritz Lang, Mujer en la Luna, estrenada en Berlín en 1929, para la que estos entusiastas de la fotografía construyeron un cohete que, como ustedes se pueden imaginar, nunca llegó a la Luna. Además de este módico consuelo, cien años después, ya casi nadie mira al espacio, la mayoría de quienes miran hacia alguna parte lo hacen a la Tierra, temerosos de que las aguas del mar suban ochenta metros antes del fin del siglo.

Apollo XIII

4771072932

Terminator

La tripulación del Apollo XIII despegó del Centro Espacial Kennedy el 11 de abril de 1970 a las 19:13 UTC.  Sus tripulantes tenían la misión de posarse con el módulo lunar en la región Fra Mauro de nuestro satélite.  Dos de ellos estaban llamados a ser el quinto y el sexto hombre en pisar la Luna. El vuelo se complicó y la expedición se convirtió en una odisea que hizo honor a la tradicional mala suerte que  se le atribuye al número trece.

De acuerdo con las rotaciones que seguía habitualmente la NASA, la tripulación que le correspondía hacer el viaje con el Apollo XIII estaba compuesta por L. Gordon Cooper como comandante, Donn F. Eisele como piloto del Módulo de Mando y Edgar Mitchell, piloto del Módulo Lunar. Pero el director que asignaba las tripulaciones, Deke Slayton, decidió sustituir a Cooper y Eisele. El veterano astronauta Gordon Cooper solía hacer declaraciones incómodas para la Agencia y se mostraba bastante díscolo a la hora de seguir los entrenamientos; además, creía en la existencia de naves extraterrestres que decía haber visto volando en Alemania. Donn F. Eisele tenía problemas matrimoniales. A la NASA le gustaba que sus astronautas fueran personas equilibradas y que formaran parte de familias perfectas para exhibirlos al mundo como ejemplos de virtud patria.  Para Slayton y sus jefes, ni Cooper ni  Eisele encajaban bien en el modelo de héroe que la agencia espacial trataba de promocionar.

Después de algunos cambios, la tripulación nominal para el Apolo XIII quedó formada por James A. Lovell, como comandante, Kenneth Mattingly,  piloto del Módulo de Mando y Fred H. Haise como piloto del Módulo Lunar. Pero, aún hubo cambios de última hora, porque 72 horas antes del lanzamiento un hijo de astronauta Charlie Duke contagió a su padre las paperas.  Kenneth Mattingly  y Charlie Duke eran los dos únicos astronautas del programa Apollo 13 que no eran inmunes a esa enfermedad y los responsables del vuelo decidieron dejar a Mattingly en tierra por si Charlie lo había contagiado y la enfermedad se manifestaba a bordo, cuando se encontrara solo en el Módulo de Mando. Jack Swigert, de la tripulación de reserva, tomó el puesto de Mattingly.

El Apollo XIII despegó, se situó en su órbita de aparcamiento  alrededor de la Tierra y los cohetes Saturno de la tercera etapa lo impulsaron hacia la Luna. Un viaje de casi tres días. Habían transcurrido poco menos de 56 horas de vuelo cuando,  a las 03:08 UTC horas del 14 de abril, Jack Swigert envió un mensaje al Centro de Control con una frase que pasaría a la historia: “Houston, tenemos un problema.”  En realidad la frase es de la película Apollo 13 protagonizada por Tom Hanks y dirigida por Ron Howard, que se estrenó en 1995. Swigert no dijo eso, aunque sí pronunció una frase muy parecida: “Houston, hemos tenido un problema”. Hacía nueve minutos que los astronautas habían finalizado el programa de televisión, de 49 minutos de duración, que se retrasmitió en directo a todo el mundo para demostrar cómo se vivía a bordo. La nave se encontraba a 320 000 kilómetros de la Tierra. En el momento en que Swigert activó un interruptor para agitar por quinta vez  los tanques de oxígeno, una maniobra solicitada desde tierra, el tanque número 2 explotó y el número 1 quedó dañado y empezó a perder oxígeno. Los tanques se agitaban para evitar que la formación de capas estratificadas falsearan las lecturas de los sensores que medían la cantidad de combustible almacenado, en cada momento. En un principio la tripulación creyó que un meteorito había alcanzado al Módulo Lunar. Jim Lovell le dijo a Jack Swigert que cerrara la escotilla de acceso al Módulo Lunar para evitar una posible descompresión de los dos módulos, pero el mecanismo de cierre no funcionó. Aquél fallo salvaría la vida de la tripulación. Un tanque de oxígeno se perdió con la explosión y el otro, el número 1, se vació por completo en unos 130 minutos, las pilas de combustible dejaron de funcionar y la energía disponible en el Módulo de Mando se quedó reducida a una cantidad mínima: la que había almacenada en las baterías.

Cuando se produjo la explosión, la nave estaba configurada con cuatro módulos: el de Servicio, el de Mando (Odyssey) y otros dos para aterrizar y regresar de la Luna (Aquarius). El Módulo de Servicio llevaba los tanques de hidrógeno y oxígeno, las pilas de combustible y el propulsor principal con su tobera de escape, además de otros sistemas y equipo de comunicaciones. Justo delante del Módulo de Servicio estaba el Módulo de Mando, de forma tronco cónica, en donde se encontraban los astronautas.  Desde el Módulo de Mando se podía acceder al Módulo Lunar que tenía dos compartimentos, el que conectaba con el Módulo de Mando para el ascenso, desde la Luna,  y el que llevaba el motor para el alunizaje.

En el Centro de Control creyeron, en un principio, que un meteorito había colisionado con Apolo XIII. Sin embargo, con posterioridad se supo que la explosión del tanque la originó un cortocircuito en los cables de alimentación del motor de “agitación”, cuyo aislante se había dañado debido a un sobrecalentamiento durante los ensayos anteriores al vuelo.

En el Centro de Control tuvieron que rehacer el plan de vuelo. El director de la operación, Gene Kranz, abortó la misión. El procedimiento ordinario de emergencia para regresar a la Tierra, desde aquél lugar, consistía en desprenderse del Módulo Lunar y volver directamente, para lo cual había que activar el sistema de propulsión principal del Módulo de Servicio. Sin embargo, los astronautas necesitaban el único oxígeno disponible que estaba en el Módulo Lunar, alimentado por baterías. No podían desprenderse del Módulo Lunar que se había convertido en su bote salvavidas. Además, tampoco estaban muy seguros del estado de la estructura del Módulo de Servicio que, si se había dañado con la explosión, podía romperse al encender el propulsor principal. Gene Kranz decidió que una vuelta directa era poco recomendable ya que los astronautas no podían desprenderse del  “salvavidas”,  que era el Módulo Lunar, por lo que la nave tendría que orbitar alrededor de la Luna antes de regresar a la Tierra. Al aprovechar la gravedad lunar, el impulso requerido para el retorno sería menor. Desde Houston se ordenó que dos astronautas pasaran al Módulo Lunar, dejando a uno en el Módulo de Mando, para pilotar la nave, que utilizaría las estrellas para guiarse y recibiría el oxígeno necesario del Módulo Lunar.

En ambos módulos se desconectaron todos los sistemas que no eran imprescindibles ya que la escasez de energía a bordo se había convertido en el principal problema de la misión. Se suspendieron las emisiones en directo y se limitó el uso de los sistemas de comunicaciones. A pesar de todo, el mundo entero estaba pendiente de lo que sucedía a bordo y un desastre podía tener unas consecuencias muy negativas para la NASA.

Era preciso corregir la trayectoria de la nave para sacarla de la órbita lunar y redirigirla a la Tierra de forma que la primera instrucción que recibieron los astronautas fue la de activar los cohetes del Módulo Lunar durante 30,7 segundos. Con esta acción la nueva trayectoria pasaría por detrás de la Luna y traería a los astronautas de vuelta a casa.

El Módulo Lunar estaba diseñado para llevar a dos astronautas, en vez de a tres, y durante dos días, no cuatro como eran los que duraría el regreso a la Tierra. El oxígeno no sería un problema porque este módulo llevaba suficiente ya que tenía que rellenar la cápsula un par de veces, después de las excursiones previstas para los astronautas por la superficie del satélite. Sin embargo, cuando transcurrieron 36 horas desde el accidente las luces de advertencia de contaminación de dióxido de carbono (CO2) se encendieron.

En un edificio próximo al Centro de Control y durante el vuelo de los astronautas se mantenía abierta una sala en la que un grupo de ingenieros y expertos estaba a disposición del responsable de las operaciones para suministrar asesoramiento en caso necesario. Don Arabian, el jefe del grupo de asistencia técnica, era una persona capaz de evaluar cualquier anomalía con rapidez y ,a pesar de su tono de voz elevado y desafiante, su crudeza al tratar los asuntos más delicados y su manera de ir directo al núcleo de cualquier problema, era un personaje carismático que contaba con el apoyo incondicional de jefes y subordinados. Cuando se encendieron las alarmas de contaminación, Arabian llamó a Jerry Woodfill, uno de los ingenieros que había trabajado en el diseño de los sistemas de alerta y comprobaron que las señales funcionaban bien, teniendo en cuenta el CO2 que tenía que haber a bordo, según sus estimaciones. No se trataba de una falsa alarma, el CO2 había alcanzado un nivel excesivo. La situación era crítica porque continuaría aumentando hasta alcanzar valores que los astronautas no podrían soportar.

El dióxido de carbono (CO2) se eliminaba mediante filtros de hidróxido de litio que purificaban el aire. En el  Módulo Lunar había dos filtros, de sección circular, alojados en dos barriletes;  un barrilete estaba conectado al sistema de control medioambiental y el otro servía de contenedor para el segundo filtro. Cuando se consumía el primer filtro los astronautas los intercambiaban y el usado se quedaba en el barrilete que hacía de contenedor. El sistema de alerta se había montado para avisar a los astronautas de que cambiaran los filtros. Woodfill le explicó a Arabian que lo que tenían que hacer los astronautas era cambiar el filtro, pero que con el que llevaban de más en el Módulo Lunar no sería suficiente para completar la misión. En el Módulo de Mando había muchos filtros, pero todos eran de sección cuadrada. Jerry Woodfill miró a Arabian y le dijo: “Sin un milagro capaz de hacer que una pieza cuadrada entre en un agujero circular, la tripulación no sobrevivirá.”

Don Arabian no se arredró y le dijo a Ed Smylie, el jefe de sistemas de a bordo,  que disponía de 24 horas para que su gente buscara una solución al problema. El equipo se encerró en un cuarto con las únicas herramientas y materiales con que contaban los astronautas: bolsas de plástico para guardar unas rocas lunares que no iban a recoger, cartones de las tapas de los cuadernos de a bordo, mangueras de los trajes espaciales y cinta adhesiva. La solución que idearon consistió en acoplar un extremo de una manguera de traje espacial a una válvula de salida de aire, que normalmente se utilizaba para impulsar aire a través del traje. El otro extremo de la manguera, en vez de enchufarlo al traje espacial, se conectaría al filtro. El aire, impulsado por el ventilador, pasaría a través del filtro cuadrado que absorbería el CO2. El barrilete no se tendría que utilizar y, aunque se agotara su filtro, el nuevo dispositivo mantendría el ambiente respirable. El problema de esta solución era acoplar la pequeña  abertura circular de la manguera a la cuadrada del filtro de mayor tamaño. El equipo de Smylie utilizó plástico, cartón para darle rigidez al adaptador y cinta adhesiva para evitar fugas de aire.

Después de construir un modelo y probar en el simulador que funcionaba correctamente transmitieron a los astronautas las instrucciones, durante más de una hora, para que hicieran una réplica a bordo. Los tripulantes montaron dos artefactos con filtros cuadrados y según escribiría en su libro Lost Moon, el jefe de la expedición Jim Lovell: “El artilugio no era muy hermoso pero funcionó.”

Los propulsores del Módulo Lunar habían funcionado bien durante la corrección inicial que se hizo de la trayectoria, para colocarla en una órbita de vuelta a la Tierra pasando por detrás de la Luna. El Centro de Control observó que aunque el Apollo XIII navegaba siguiendo una órbita que lo traía a la Tierra, la duración del viaje se aproximaba demasiado al máximo que permitían las existencias de abordo por lo que decidieron que convendría darle otro impulso a la nave para acortar el tiempo del viaje. Dos horas después de que el Apollo XIII pasara por el punto más próximo a la Luna, la nave volvió a encender los mismos propulsores para adelantar 10 horas el retorno y aterrizar en el océano Pacífico en vez del Índico.  Sin embargo, al cabo de un cierto tiempo, el Centro de Control detectó que el Apollo XIII se estaba saliendo de su trayectoria y que de seguir así no entraría en la atmósfera terrestre sino que se la dejaría a un lado y se perdería en el espacio. Daba la impresión de que alguna extraña fuerza movía la nave, sin que nadie supiera cuál era su origen. Después se descubriría que el vapor frío que emitían las toberas del motor del Módulo Lunar era el causante de aquél viento que parecía arrastrarlo. Hacía falta darle a la nave otro impulso para corregir la trayectoria. El problema era que activar los sistemas eléctricos para poner en marcha los giróscopos, el equipo de navegación y los ordenadores, consumiría una energía adicional de la que andaban muy escasos.

El comandante Lovell había experimentado en el Apollo 8 la posibilidad de orientarse utilizando la línea divisoria entre la luz y la sombra en la Tierra, el terminator, que podía ver desde su posición en el espacio.  El jefe de la expedición decidió prescindir de los sistemas de control automáticos para efectuar la corrección de la trayectoria. Así ahorraría una energía que iba a necesitar durante la reentrada.  Utilizando esta referencia, Lovell fue capaz de controlar la guiñada de la aeronave, mientras Haise controlaba el cabeceo y Swigert el tiempo de ignición del motor que le había transmitido el Centro de Control. De esta forma, completamente manual, y con terminator ( la traza divisoria entre la luz y la sombra en la superficie de la Tierra) como referente, los astronautas controlaron la actitud del Apollo XIII mientras los motores del Módulo Lunar aportaban la energía necesaria para corregir la trayectoria.

Otro problema importante que había que resolver era arrancar de nuevo el Módulo de Mando después de haber desconectado la mayor parte de sus circuitos. Los astronautas tenían que ocupar este módulo para aterrizar. El astronauta que se había quedado en tierra, Mattingly, un controlador de vuelo, John Aaron, y un equipo de ingenieros, trabajaron para desarrollar un procedimiento nuevo que permitiera arrancar el Módulo de Mando con la energía disponible. Además, debido a los recortes de energía la temperatura en el interior del módulo había descendido a  4 grados centígrados  y el agua empezó a condensarse  lo cual podía originar algún corto circuito a bordo. Afortunadamente, esto no llegó a ocurrir.

Cuando los astronautas se aproximaron a la Tierra, cuatro horas antes del amerizaje,  se refugiaron en el Módulo de Mando y liberaron, primero, al Módulo de Servicio. Atónitos, vieron como desfilaba ante sus ojos un cascarón averiado al que le falta por completo el panel  del sector 4 y la antena estaba dañada. Después, la tripulación expulsó el Módulo Lunar (Aquarius) y se preparó para cruzar la atmósfera terrestre. El blindaje térmico del Módulo de Mando no había sufrido daños importantes y protegió a los astronautas de las altas temperaturas durante la reentrada. El buque de la Marina estadounidense Iwo Jima los recogió en el Pacífico Sur. El 17 de abril llegaron de nuevo a la Tierra, estaban bien, aunque Haise padecía una importante infección urinaria.

Hasta el vuelo del Apollo XVII, que tuvo lugar del  7 al 19 de diciembre de 1972, aún habría cinco misiones más en las que no se produjo ningún  incidente tan grave como los del Apollo XIII. En total, los vuelos de los Apollo XI al XVII permitirían que doce hombres se pasearan por la Luna, entre julio de 1969 y diciembre de 1972. De todas ellas, la expedición del Apollo XIII fue la única que fracasó.  Jerry Woodfill estudió con detalle las causas del fallo y también los doce motivos por los que la misión pudo salvarse.

Los doce motivos que Jerry Woodfill apunta están muy bien justificados, pero la gente supersticiosa piensa que quizá todo se hubiera arreglado cambiándole el nombre a la misión. Santos Dumont, el primer hombre que voló en público con una máquina más pesada que el aire en París en agosto de 1906,  lo hizo con un aparato que se llamaba Santos Dumont XIV bis; era el segundo artefacto número catorce, pero tuvo la precaución de saltarse el trece en la serie de sus máquinas de volar.

Los supersticiosos también comprenden que la NASA no puede permitirse el lujo de ser supersticiosa.

 

 

Libros de Francisco Escartí (Si desea más información haga click en el enlace)
Libros_Francisco_Escartí

¿Quién será la primera mujer que viaje a la Luna?

Todo cuanto hacen las mujeres, por primera vez, alcanza una gran notoriedad. En octubre de 2019, Koch y Meir protagonizaron el primer paseo espacial desde la Estación Internacional en el que los dos astronautas eran mujeres. Se trataba de una misión rutinaria de mantenimiento y ensamblaje de la estación. Fue un acontecimiento que tuvo una gran repercusión pública. Los medios transmitieron una conversación en directo entre las astronautas y Donald Trump. Meir le dijo al presidente: «Esperamos inspirar a todo el mundo, no solamente a las mujeres, pero a todo aquel que tenga un sueño, que tenga un gran sueño, y que esté dispuesto a trabajar duro…este es mi primer vuelo y mi primer paseo espacial, de forma que es un bonito e increíble sentimiento que estoy segura que todos pueden imaginar, y es algo que nunca olvidaré». El presidente de Estados Unidos contestó: «Quiero felicitaros. Sois muy valientes, mujeres brillantes que representáis muy bien a esta nación…estamos orgullosos de vosotras…lo que hacéis es muy especial. Primero la luna y después iremos a Marte. Gracias a las dos». Luego Trump metió la pata y apostilló que era la primera vez que una mujer salía de la estación espacial, algo que ya había ocurrido antes 42 veces.

Pero, quizá lo más importante de la conversación de Trump con las astronautas es su apoyo al programa espacial de la NASA. Jim Bridestine, el administrador de la agencia espacial de Estados Unidos, anticipó en octubre de 2019, que la primera mujer que viaje a la Luna será una de las actuales astronautas de la NASA. Confirmó que su objetivo es alcanzar nuestro satélite en el año 2024, a pesar de que el cronograma resulte muy apretado. Cuenta con el apoyo de Trump y con que el presidente sea reelegido para mantener el plan. Demorar el programa, para ajustarlo a unos plazos más cómodos, conlleva según él, el riesgo de que la política interfiera y no se lleve a cabo.

Gene Cernan fue el último astronauta que, en 1972, pisó la Luna. A la NASA le va a resultar imposible justificar que el primero que lo haga en 2024 no sea una mujer, incluso a pesar de que la agencia espacial presume de no practicar una política de discriminación de género. Cuatro de las astronautas activas en la actualidad de la NASA, más jóvenes, fueron seleccionadas en 2013. Entonces Janet Kavandi, la directora de operaciones de tripulaciones de vuelo de la NASA, cuando anunció las ocho personas que habían superado el proceso de selección en el que participaron 6000 candidatos, dijo: «nosotros nunca determinamos cuantos individuos de cada género vamos a seleccionar, estas eran las más cualificadas que entrevistamos». Fueron exactamente cuatro mujeres (Christina Koch, Nicole Mann, Anne McLain y Jessica Meir) y cuatro hombres. Una fantástica casualidad.

De los 38 astronautas activos que tiene hoy la NASA, 12 son mujeres y la pregunta es ¿quién será la primera en viajar a la Luna? Todas poseen una sólida formación técnica y científica, experiencia de vuelo y la mayoría de ellas ha permanecido una larga temporada en la Estación Espacial Internacional.

La edad actual de las astronautas de la NASA está en una franja que va de los 40 años de Koch y McClain a los 54 de Sunita Williams y Shannon Walker. Por motivos de edad podríamos descartar a estas dos últimas y a Stephanie Wilson de 53 años. Aunque Peggy Whitson con 57 años, en el año 2017, fue la primera astronauta comandante de la Estación Espacial Internacional, son muy pocos los casos en que la NASA ha asignado misiones a astronautas de más de 57 años. A la edad que tienen ahora hay que sumarle no menos de cuatro años, ya que el programa es fácil que se retrase.
Si descartamos a tres astronautas por su edad, aún nos quedan nueve. La ingeniera Nicole Mann, astronauta, trabaja en Boeing y está previsto que realice una de las primeras misiones tripuladas en la cápsula Starliner, diseñada para llevar astronautas a la Estación Espacial Internacional. Mann podría seguir ocupada en este programa. Serían entonces ocho las candidatas al primer viaje lunar femenino.

De estas ocho, cinco son bastante más jóvenes —Christina Koch (40), Anne McClain (40), Kate Rubins (41), Jessica Meir (42) y Serena Auñón Chancellor (43)— que las otras tres (Megan McArthur (48), Jeanette Epps (49) y Tracy Caldwell Dyson (50)— pero quizá la edad no sea el factor determinante y la NASA opte por elegir a una de cada grupo, en el supuesto de que sean dos mujeres las que alunicen en la misión Artemis III.

La primera vez que un par de astronautas se aproximó a la superficie de la Luna, en 1969, logró aterrizar, gracias a la extraordinaria pericia de Neil Armstrong en el pilotaje del pequeño Módulo Lunar. Es posible que la experiencia de vuelo sea un factor importante a la hora de decidir quién viaja primero otra vez a la Luna. Es algo que tampoco falta en el impresionante currículo de las astronautas de la NASA. Anne McClain, 40 años, ha pasado seis meses en el espacio, se graduó en West Point, cuenta con unas 2000 horas de vuelo en el Ejército y ha realizado 216 misiones de combate en el Golfo Pérsico.

¿Quién será la primera mujer que pise la Luna? De momento nadie lo sabe. Seguro que en alguna parte ya se admiten apuestas.

El viaje a la Luna Amazon México

El viaje a la Luna Amazon España

El viaje a la Luna Amazon US

Mujer en la Luna

 

En El viaje a la Luna hago referencia a la película Mujer en la Luna, de Fritz Lang —un éxito cinematográfico que se estrenó en Berlín en 1929— porque Hermann Oberth, uno de los padres de la astronáutica, asesoró al productor durante la realización de la obra. También narro las dificultades que pasó Oberth, para cumplir con el encargo de construir un cohete que debería lanzarse el día del estreno de la película. Sin embargo, del guion cinematográfico no me ocupo demasiado y tiene un gran interés porque es el precursor de otro inevitable viaje.

El argumento es complicado, pero cuenta con todos los elementos recomendables para lograr una gran audiencia: espía de una banda de ricos despiadados y avaros (Walter), emprendedor (Helius), profesor despistado (Mannfeldt), guapa (Friede), prometido de la guapa (Windegger) y triángulo amoroso (Helius también ama en secreto a Friede).

Según el profesor Mannfeldt, en la cara oculta de la Luna hay grandes yacimientos de oro y además posee una atmósfera respirable. Helius ya tiene los planos del cohete para viajar a la Luna, cuando se los roba el espía Walter y amenaza con destruirlos si no lo incluye en la expedición y acepta repartirse el oro con la banda de avaros que representa.

El cohete parte de la Tierra con los cinco protagonistas (espía, emprendedor, profesor despistado, guapa y pretendiente) y a lo largo de la travesía Windegger (el prometido) da muestras de ser un cobarde, al tiempo que aflora el amor de Helius por Friede.

Al llegar a la cara oculta de la Luna, descubren que el profesor Mannfeldt tenía razón y hay oro en abundancia. Allí se produce una pelea, y tanto el espía (Walter) como el profesor (Mannfeldt) mueren. El tiroteo daña el cohete, que se queda sin combustible para llevar de regreso a los tres supervivientes a la Tierra; tan solo podrán viajar dos de ellos.

Es el momento más dramático de la película. Helius (el enamorado) y Windegger (el prometido) echan a suertes quién volverá al planeta azul con la bella Friede. Gana Helius, pero al ver la cara de angustia de Windegger decide quedarse en la Luna y dejar que el prometido regrese con Friede a la Tierra.

Helius (el enamorado) ve partir la nave y cuando se acomoda en el campamento lunar, de pronto, aparece Friede, que sin que nadie se diera cuenta había abandonado la nave para quedarse con Helius.

A la primera mujer que viajó a la Luna la envió Fritz Lang en 1929, aunque quizá el mérito sea de la guionista, Thea von Harbou, que entonces era la esposa de Lang.

A la segunda, la enviará con casi toda seguridad la NASA, en la expedición Artemis III, en el año 2024. En esa ocasión serán dos los astronautas que desciendan a la superficie lunar, por lo que cabe la posibilidad de que ambas sean mujeres. Pasarán 6 días y medio en la región polar del sur de la Luna y realizarán excursiones, en búsqueda de hielo, por la superficie, con un vehículo que les permitirá alejarse hasta unos 15 kilómetros. Nadie espera que encuentren oro, tan solo agua.

 

El viaje a la Luna

 

El viaje a la Luna

 

Un ruso, pobre y sordo, un rumano testarudo, un estadounidense enfermizo, un francés sofisticado, un aristócrata alemán y otro ruso de extracción humilde, salido de las cárceles de Stalin, son los seis protagonistas de El viaje a la Luna. Ellos lo hicieron posible.

Fue un viaje para el que hacían falta materiales avanzados, instrumentos de navegación, ordenadores de a bordo y sobre todo un gigantesco cohete. Si en la década de los años 1960, la industria electrónica se había desarrollado notablemente y se fabricaban materiales cerámicos y metálicos complejos, los cohetes se hallaban muy lejos de poder llevar un hombre a la Luna. La viabilidad de la expedición lunar pasaba por el desarrollo de un cohete de unas dimensiones extraordinarias, lo que requería una tecnología única y específica, ajena a cualquier otra actividad industrial.

El viaje a la Luna pudo ocurrir, gracias a la visión y tenacidad de unos pocos científicos y técnicos, que soñaron con la posibilidad de que el hombre abandonara la Tierra para conquistar el universo. Primero, demostraron teóricamente la forma de hacerlo, después ilusionaron a una generación de entusiastas de la exploración espacial y finalmente, supieron aprovechar las oportunidades políticas para hacer realidad sus sueños.

Sin estos sueños ni estas personas, el hombre no hubiera podido viajar a la Luna.
El libro, El viaje a la Luna, es la historia de estos personajes y las vicisitudes que pasaron para alcanzar sus propósitos.

La historia comienza a principios del siglo XX, cuando cuatro científicos (Tsiolkovsky, Oberth, Goddard y Esnault-Pelterie) demostraron que la única posibilidad de abandonar la Tierra es a bordo de una nave impulsada por un cohete. Calcularon las velocidades necesarias para poner en órbita terrestre un satélite artificial y escapar a la fuerza de gravedad de nuestro planeta. Más adelante, sobre todo en las décadas de los años 1930, diseñaron cohetes, y, tres de ellos, hicieron experimentos con diferentes prototipos. En Estados Unidos, la prensa especuló con la idea de que un cohete alcanzaría muy pronto la Luna.

A partir de 1930, en Europa y Estados Unidos, los escritos de estos cuatro científicos dieron pie a la creación de grupos de individuos que se entusiasmaron con la idea de la exploración espacial. Se crearon sociedades para impulsar esta actividad con trabajos de investigación y la construcción de cohetes experimentales.

La idea de salir del planeta Tierra, y viajar por el universo, planteaba cuestiones filosóficas sobre la vida humana, la creación, la existencia de Dios y el encuentro de la humanidad con seres inteligentes, de otros lugares del cosmos. No es de extrañar, por tanto, que algunos jóvenes de aquella época sintieran una atracción irresistible por los viajes espaciales, siempre acompañados de un aura de misterio, ciencia y religiosidad; ni tampoco sorprende que, hubiera mucha gente escéptica sobre estas cuestiones y propensa a ridiculizarlas.

Wernher von Braun fue uno de los jóvenes, en los que prendió el entusiasmo por los viajes espaciales, que inspiró el científico rumano Hermann Oberth a un grupo de alemanes. Poco antes de la II Guerra Mundial, los militares alemanes —que no tenían ningún interés en visitar el espacio exterior— se interesaron por un cohete que superase el alcance del cañón más grande que hasta entonces se había construido, el Cañón de París (150 km), y le encargaron al grupo que lideraba el joven y brillante ingeniero, Von Braun, el desarrollo del misil. Al final de la contienda, el equipo de Von Braun había construido un cohete balístico capaz de transportar una carga explosiva de una tonelada, a más de trescientos kilómetros de distancia (V-2). Aunque los artilleros alemanes ya disponían del sustituto del Cañón de París, el arma tenía poca utilidad porque la aviación la había dejado obsoleta. Los Aliados no se habían preocupado en desarrollar nada parecido; al fin y al cabo, se trataba de un misil demasiado caro y con menos poder de destrucción que los bombarderos.

Después de la guerra, fue Stalin, quien impulsó en la Unión Soviética la fabricación de misiles balísticos intercontinentales; los quería para amenazar a Estados Unidos con ataques nucleares, lanzados desde el corazón de Rusia. Un represaliado en las oscuras cárceles del dictador comunista y entusiasta del espacio, el ingeniero Serguéi Koroliov, asumió el liderazgo de los desarrollos de misiles soviéticos de largo alcance. Y como las bombas atómicas comunistas eran bastante rudimentarias, desde un principio tuvo que diseñar cohetes con un gran empuje.
Nada más terminar la II Guerra Mundial, soviéticos y estadounidenses, retomarían la línea de desarrollo de misiles iniciada por Von Braun en Alemania. Los norteamericanos con el ingeniero alemán, al que le acompañó un centenar de compatriotas y los soviéticos con Koroliov, asesorado por centenares de ingenieros y técnicos alemanes, expertos en cohetes, deportados a Moscú.

Los misiles balísticos de gran alcance describen una trayectoria parabólica: suben a una altura que está en el límite de lo que ya se considera el espacio exterior, unos cien kilómetros, y luego caen a gran velocidad sobre su objetivo. A los militares estos ingenios únicamente les interesaban para el lanzar bombas atómicas. Los científicos y los ingenieros sabían que, con un poco más de velocidad, los misiles, en vez de caer sobre la superficie de la Tierra, se quedarían dando vueltas alrededor del planeta. A partir de ahí, con otro empujón escaparían del campo gravitatorio terrestre para emprender un viaje espacial.

En 1957, Serguéi Koroliov, en la Unión Soviética y Wernher Von Braun, en Estados Unidos, ya habían diseñado y probado, misiles balísticos capaces de transportar bombas atómicas. Los dos ingenieros soñaron desde pequeños con los viajes interplanetarios y eran conscientes, al igual que muchos de los técnicos y científicos que trabajaban con ellos, de que sus cohetes militares estaban en el umbral de convertir sus quimeras espaciales en realidad.

Pero, durante el tiempo que siguió a la II Guerra Mundial, en el que se desarrollaron los primeros misiles balísticos de gran alcance, de 1945 a 1957, los militares soviéticos y norteamericanos, vigilaron a sus científicos y a sus ingenieros para evitar que se dejaran llevar por sus ensoñaciones espaciales. Eran armas muy caras y las inversiones necesarias para desarrollarlas, solamente las justificaba su capacidad de destrucción. En la Unión Soviética, la sospecha de que un diseñador había alterado la configuración de un cohete para facilitar su aplicación en vuelos espaciales, podía llevarlo a la cárcel, o incluso al paredón de fusilamiento. Serguéi Koroliov lo sabía por experiencia.

Las veleidades espaciales estaban mal vistas en los círculos militares y los técnicos que trabajaban en las industrias de cohetes balísticos lo sabían.

A finales de los años 1950 Estados Unidos se planteó poner en órbita un pequeño satélite científico. El ruso, Serguéi Koroliov, estaba al tanto de aquellas intenciones, tenía un cohete, diseñado para lanzar bombas atómicas, que era capaz de llevar a una órbita terrestre más de quinientos kilogramos de peso, se apresuró a pedir permiso para adelantarse a los norteamericanos y se lo concedieron, con la condición expresa de que el vuelo no retrasara el programa militar soviético de misiles balísticos de largo alcance. El 4 de octubre de 1957, el Sputnik sorprendió al mundo.

Desde hacía meses, Von Braun disponía de un cohete listo para poner en órbita un satélite, pero el Gobierno de Estados Unidos le prohibió expresamente el lanzamiento. La nación había encargado la puesta en órbita del satélite a la Marina y no quería que un extranjero, aunque trabajaba para el Ejército, se adelantara. Esperaba a que el cohete desarrollado por la Marina estuviese terminado. Eso nunca ocurrió y al final el Gobierno tuvo que dar permiso a Von Braun para que lanzase el Explorer 1.

Si Estados Unidos hubiese lanzado el Explorer antes que la Unión Soviética el Sputnik, a nadie se le habría ocurrido jamás, mandar astronautas a la Luna.

Era difícil de imaginar, salvo quizá para la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA), que un pequeño satélite artificial que no hacía más que emitir una débil señal de radio, pudiera suscitar tanto interés en el público. El mundo entero se creyó a pies juntillas que el Sputnik anunciaba el principio de una nueva época, la era espacial, en la que se harían realidad los fantásticos viajes espaciales que ya habían anticipado unos pocos visionarios. Pero, realmente lo peor para los políticos estadounidenses, fue que la gente pensó que la ciencia y la tecnología comunista aventajaban a la del llamado mundo libre. Las editoriales de muchos periódicos de prestigio exageraron hasta el ridículo al respecto.

Después del glamuroso éxito del Sputnik, de 1957 a 1961, Serguéi Koroliov le proporcionó a un pletórico presidente de su país, Nikita Jrushchov, una colección de logros espaciales que sirvieron para echar más sal en la profunda herida abierta en la conciencia popular estadounidense. El lanzamiento al espacio del primer astronauta, el ruso Yuri Gagarin en 1961, fue la gota que colmó el vaso.

La alarma social que causó la ventaja espacial soviética durante estos años carecía de fundamento. Los cohetes de Serguéi Koroliov eran más potentes porque se habían construido para transportar bombas atómicas muy pesadas y rudimentarias, se fabricaban con materiales menos ligeros y el equipamiento electrónico era bastante más primitivo que el de los misiles estadounidenses. Si bien los soviéticos habían empezado a desarrollar antes los misiles balísticos de largo alcance, Estados Unidos también contaba con cohetes y programas, de tecnología más avanzada, superiores desde el punto de vista militar, aunque con menor capacidad para situar en órbita terrestre objetos pesados.

La respuesta lógica de Estados Unidos, a la aparente ventaja espacial soviética, hubiera sido un programa para desarrollar cohetes y cápsulas espaciales similares a las soviéticas. En poco tiempo, tal y como ocurrió con el programa Gemini, los norteamericanos recuperaron el liderazgo. Pero, el presidente Kennedy, en 1962, anunció que su país enviaría un hombre a la Luna, antes del final de la década.

A Kennedy lo engañaron los tecnócratas de la NASA y los ejecutivos de las grandes corporaciones y se dejó influir por su vicepresidente, Johnson, abrumado por la opinión pública, cuando todos ellos le recomendaron encarecidamente que tomase aquella decisión. Von Braun, planteó el desafío como un reto que ganaría seguro, porque estaba fuera del alcance de la capacidad tecnológica, organizativa y financiera de la Unión Soviética. Era lo que, desde niño, había soñado siempre hacer y tuvo la oportunidad de conseguirlo; no le importaba el coste ni el riesgo. El programa sería un formidable negocio para las grandes corporaciones, por eso contó con el apoyo incondicional de la industria y Johnson era un tejano, acostumbrado a las cosas grandes.

Para hacernos una idea del gigantesco paso adelante, en materia espacial, que suponía el viaje lunar, basta con comparar el tamaño de los cohetes de mediados de los años 1960, con el del cohete que llevó el hombre a la Luna. El programa Gemini (1964-1966) empleó cohetes Titan II GLV, cuyo peso al despegue era de 154 toneladas y medía unos 30 metros de altura. El Apollo 11, con el que viajaron tres astronautas a la Luna, utilizó el cohete Saturn V, cuyo peso al despegue era de 2970 toneladas y su altura alcanzaba los 110 metros. El Apollo 11, cuando despegó pesaba más que seis aviones Jumbo 747-400 llenos de combustible y pasajeros.
Kennedy planteó a los soviéticos una carrera espacial en la que, de forma deliberada, sus asesores le pusieron la meta en un punto alejadísimo del que se encontraba en aquel momento el estado de la tecnología. Poco después de su anuncio, en un discurso que pronunció en Naciones Unidas, preocupado por las facturas de la NASA, invitaría a los soviéticos a sumarse al proyecto norteamericano para conquistar juntos la Luna. Nadie quiso hacerle caso.

Koroliov, en Rusia, supo apalancarse en el gran impacto político de sus logros espaciales —siempre en un difícil equilibrio debido a la oposición militar al desarrollo de grandes cohetes que no fueran imprescindibles para la Defensa—para mantener un programa espacial soviético, del que siempre fue el principal valedor.

Von Braun, en Estados Unidos, inspiró al vicepresidente Johnson la absoluta confianza de que el viaje a la Luna no era una quimera y fue capaz de construir el cohete que llevó a cabo la misión.
Sin la astucia de Koroliov nunca se hubiese hecho este viaje, y tampoco se hubiera llevado a cabo sin el fracaso del cohete Vanguard de la Marina o sin el pavor de Johnson y Kennedy a la pérdida de votos de unos ciudadanos que se creían las bravatas de Jrushchov, o sin la frivolidad de Von Braun y la NASA, a la hora de evaluar el coste y los riesgos del programa.

La historia que narro en el libro de El viaje a la Luna trata de explicar cómo del caos surgió la aventura.

Libros de Francisco Escartí (Si desea información adicional haga click en el enlace)

El primer astronauta

597f837739755

11 de abril de 1961 10:00 horas, base de lanzamiento espacial soviética de Baikonur,

—¿Qué probabilidad crees que tiene de salir vivo? —preguntó Oleg.

—No sé ¿a tí qué te parece? —respondió Serguei.

Oleg abrió mucho los ojos, se rascó la cabeza y bajo un poco la voz.

—Un cincuenta por ciento, eso es lo que ha estimado el grupo de expertos, pero estoy seguro que tú piensas que la cifra es mayor.

—Si no estuviera convencido de que es muy superior al cincuenta por ciento no autorizaría esta misión, pero ¿cómo voy a darte un número? No soy una calculadora.

Serguei removió el té en la taza con la cucharilla y se fijó en el remolino que se formaba en su interior mientras Oleg no le quitaba la vista del rostro. La bombilla desnuda que colgaba del techo, sobre la mesa que lo separaba de Oleg, hacía que el líquido emitiese pequeños destellos limpios y transparentes que surgían del torbellino que había desencadenado el ligero movimiento de la cucharilla. En el centro de la taza se hundía el té en un agujero del que a Serguei le pareció que emanaban los pensamientos que acudieron a su cabeza.

No había transcurrido todavía un año desde que efectuaron el primer lanzamiento de su cohete R-7, allí en Baikonur. Fue Oleg quien insistió en que invitasen al general Nedelin. Podían haberlo evitado porque cuando la cápsula espacial trató de reentrar en la atmósfera los cohetes de frenado fallaron y rebotó. Se fue a una órbita superior. La segunda misión, sin Nedelin, fue aún peor. El cohete explotó en el aire a los treinta segundos del despegue. Las dos perras que viajaban a bordo de la nave espacial, Chaika y Lisichka, perdieron la vida. Eso ocurrió dos meses después del primer fracaso. En agosto de 1960 tuvieron éxito y el cohete R-7 colocó a Belka y Strelka, otra pareja de perras con mejor suerte, en órbita y las trajeron vivas a la Tierra. Al recordarlo, a Serguei se le asomó una ligera sonrisa en el rostro. Oleg, que continuaba mirándolo fijamente, apercibió el gesto.

—Todo no son malas noticias, Serguei ¿no es así?

—¿Sabes de qué me estaba acordando?

—Ni idea.

—De Strelka.

—¿La perra?

—Sí, ¿recuerdas que el camarada Nikita Khrushchev, en una reunión de Naciones Unidas, en Nueva York, prometió regalarle un cachorro de Strelka a Einsenhower para que se la llevara a la Casa Blanca?

—Ja, ja…claro que me acuerdo…¿tú crees que se lo ha mandado?

—No sé.

Serguei levantó la mirada del remolino de té y se topó con los ojos inquisitivos de Oleg que continuaba observándolo desconcertado.

—Camarada Serguei —el discurso de Oleg adquirió una tonalidad solemne— si has venido a conocer mi opinión sobre este lanzamiento, te diré que estamos preparados. Desde el vuelo de Strelka hemos hecho cuatro pruebas con perros y ratones y, las dos últimas, además con Iván Ivanovich. Todas fueron bien. La nave Vostok está lista, se han corregido los problemas. El cohete funciona. No vamos a ganar nada con otro ensayo.

Iván Ivanovich era un muñeco que representaba, a escala natural, a un astronauta.

Las palabras tranquilizadoras de Oleg sirvieron para relajar el rostro de Serguei, porque sabía que no lo engañaba. Pero el motivo que lo había llevado a entrevistarse con Oleg no era el de enterarse si estaba seguro o no de que el cohete R-7 y la nave Vostok se hallaban en condiciones de garantizar el éxito del lanzamiento. Era otro, aunque aún no sabía cómo decírselo. Todo estaba organizado para que el astronauta no tuviese que hacer nada durante la misión. El vuelo se había programado de forma automática, como el de los vuelos con animales que ya habían lanzado al espacio. Solamente, en circunstancias excepcionales, al astronauta se le podía autorizar a tomar el control de algunas funciones. Y para evitar que lo hiciese sin autorización, el astronauta desconocía la clave con la que se desbloqueaba el sistema, que únicamente conocían tres personas en Tierra y, en caso necesario, se la transmitirían por radio. A los astronautas no les gustaba que la misión fuera completamente automática. Se sentían como perros o ratones y creían en su capacidad de pilotos para efectuar tareas a bordo. Durante el periodo de entrenamiento, a que se sometieron los veinte seleccionados, dos de ellos, Gagarin y Titov fueron a ver a Serguei para sugerirle que rediseñaran los procedimientos de forma que el piloto tuviera algún protagonismo. Pero a Serguei lo convencieron los técnicos: no sabían qué efecto tendría en los astronautas la ausencia de gravedad; tampoco, hasta qué punto serían capaces de soportar el estrés, o si se verían sometidos a un exceso de aceleración cuyo efecto sobre el organismo era imprevisible. Por todo eso, decidieron que era más seguro mantener el criterio de que la misión completa se efectuara con un astronauta a bordo sin que tuviese que efectuar ninguna tarea, salvo de modo excepcional y con autorización desde el centro de control. La clave secreta que permitía retomar el control desde la nave, la sabrían poco antes del lanzamiento, Oleg, el general Kaminin y él mismo. Serguei no estaba muy convencido de que aquella era una decisión correcta. La comunicación entre la nave y la Tierra no era siempre buena y podían surgir imprevistos a bordo. Tanto Gagarin como Titov conocían muy bien el funcionamiento de la Vostok y sus condiciones físicas eran excelentes. Se trataba de la vida del astronauta y no le parecía razonable que un fallo en las comunicaciones impidiera que asumiera el control manual si resultaba necesario. Aunque era una falta muy grave, Serguei estaba dispuesto a infringir el procedimiento y darle a Gagarin la clave de acceso al control manual, antes de que se efectuase el lanzamiento. El problema era que Serguei no recibiría esa información hasta el momento del lanzamiento, cuando entrara en el Centro de Control, y a partir de entonces ya no vería a Gagarin. Oleg sí, estaría cerca de él minutos antes de que cerraran la escotilla de la Vostok. Además, Oleg tenía que verificar en la nave que la clave funcionaba correctamente. Él era la persona indicada para pasarle esa información, aunque no sabía cómo decírselo.

—Oleg…—Serguei observó los pequeños ojos de Oleg, detrás de los cristales de sus gafas de montura redonda, con fuerza como si quisiera penetrar en su interior—…pienso que es una locura enviar a Yurka al espacio sin que pueda hacer nada. Absolutamente nada…¿no crees que deberíamos darle la clave antes del lanzamiento?

Oleg sintió la mirada de Serguei, como otras veces, cuando quería exponer algo sobre lo que había reflexionado mucho. Sus ojos oscuros y separados emitían un caudal de energía silenciosa. Su respuesta fue automática:

—Sabes que eso está prohibido…

—Sí, pero las reglas las hacemos nosotros, podemos cambiarlas.

—¿Tú crees que el general Kaminin estará de acuerdo?

—Por si no lo está, no pienso preguntárselo— respondió Serguei, con brusquedad.

—Por cierto, hay rumores de que Kaminin prefiere que vuele Titov— Oleg aprovechó la oportunidad para cambiar el asunto de la conversación.

—Lo intentó, en una reunión que tuvimos con el mariscal general hace unos días. No me gustó nada aquella maniobra suya. Dijo que Titov era más fuerte, que nunca se equivocaba en los ejercicios, que Gagarin a veces tenía dudas y que el propio Gagarin en ocasiones pensaba que no era la persona idónea. Todo eso dijo…pero el mariscal comentó que a Khrushchev le había gustado la foto de Gagarin que ya le había enseñado y supongo que no tenía ganas de llevarle otra foto. Insistió en que lo importante es que los dos son hijos de la Unión Soviética ¿Qué más daba, Gagarin o Titov? Al fin y al cabo no tenían que hacer nada a bordo de la Vostok.

—Si le damos la clave y comete un error…nos pueden fusilar…

—Mira, Stalin se murió y ahora no fusilan a nadie. Si Gagarin no regresa, el programa espacial se acabará y eso es todo, seguiremos con los misiles balísticos; por eso sus compañeros, los otros diecinueve pilotos que no han sido seleccionados, le desean tanta suerte.

—No todos le desean suerte. Titov está furioso, al menos ayer, que estuve con él en la Vostok repasando los procedimientos, se mostró muy agresivo. Creo que espera que ocurra algún milagro y sea él quien vuele. Anda diciendo a todo el mundo que es el mejor y no lo han elegido porque su padre es maestro en vez de un pobre campesino, como el de Gagarin.

—Sí, eso ya lo sé…pero escucha Oleg, yo no quiero que Yurka fracase, necesito que regrese a la Tierra vivo, sin un rasguño. Jamás me perdonaría el haberlo mandado a la muerte, está casado y tiene dos hijas pequeñas…le he tomado afecto a ese muchacho. Además, ya te lo he dicho, si muere, el programa espacial, por el que vengo luchando desde hace tantos años, se acabará para siempre. Por eso quiero darle la clave. Si surgen problemas y la radio falla no habrá forma de pasársela, Gagarin no podrá hacer nada para evitar el desastre.

—Está bien, le daré la clave, pero lo haré porque me lo pides tú, no estoy seguro de que sea una buena idea— Oleg pronunció aquellas palabras con tono resignado.

—Gracias, eso es todo lo que te quería decir.

Serguei no se entretuvo más y abandonó el pequeño despacho de Oleg. En Baikonur todos los habitáculos tenían unas dimensiones realmente escasas. A veces, la falta de espacio le agobiaba. Mientras caminaba por el pasillo, Serguei sintió una ligera sensación de alivio. Las personas que se cruzaban con él lo saludaban y se apartaban respetuosos para dejarle paso. Llevaban papeles en las manos y parecían muy ocupados, como siempre ocurría el día anterior al lanzamiento de un cohete. Cuando llegó a la entrada de su despacho, en la antesala lo recibió su secretaria que se puso de pie apresuradamente.

—Buenos días, camarada Director. Ha llamado el general Nikolái Kamanin y dice que quiere verlo por un asunto urgente.

—No voy a salir, estaré aquí toda la mañana, dígale que venga cuando quiera.

Serguei Korolev se acomodó en el sillón de su mesa de trabajo en la que su secretaria había ordenado una pila de documentos. Eran las últimas pruebas del cohete R-7 y la nave Vostok, y empezó a leerlos despacio, fijándose en los detalles. De vez en cuando se distraía porque le inquietaba el anuncio de que Kamanin deseaba entrevistarse con él. El comportamiento del general no había sido normal durante los últimos días, sobre todo cuando se entrevistaron con el mariscal. El 8 de septiembre le presentaron a los jóvenes Águilas que Kamanin había entrenado como astronautas y gozaban de un estado físico perfecto. Él se había leído los expedientes de todos ellos y, después de comentarlos con el general, ambos llegaron a la conclusión de que Yuri Alexeevich Gagarin era la mejor opción. German Titov sería la alternativa y quedaría como reserva. Durante su entrevista con los Águilas le pidió al muchacho que le hablase de su vida, de su persona. Para sus compañeros aquel gesto fue interpretado como una elección. En efecto así era. Y sin embargo, después de acordar con Kamanin el astronauta que efectuaría el primer vuelo, el general, sin ninguna advertencia previa, había mostrado dudas de la elección ante el mariscal, como si el asunto no fuera con él. Quizá eso es lo que pretendía, desmarcarse de la decisión por si las cosas iban mal. En ese caso, contaría con una buena excusa que lo eximiría de las represalias.

El general Nikolái Petrovich Kamanin se presentó ante Serguei uniformado. Con la cabeza erguida sobre un cuello decorado con una corbata bien anudada, el rostro cuadrado, la frente amplia y generosa, el pelo escaso, algo desordenado, y el aspecto severo, el aviador imponía respeto. A Serguei no le intimidaban las estrellas ni las condecoraciones. Nada más entrar en el despacho de Korolev, Kamanin no tomó asiento. Se mantuvo de pie, en medio de la habitación, y comenzó su discurso sin ningún preámbulo:

—A German Titov no le parece que nuestra decisión ha sido justa y está muy disgustado. Ya sabes que el procedimiento les obliga a permanecer juntos hasta que se produzca el lanzamiento, para disponer de una alternativa de forma inmediata. Aunque Gagarin trata de normalizar las relaciones con su compañero, la actitud de Titov es muy negativa. Me temo que llegue a desestabilizar emocionalmente a Gagarin, más débil que Titov.

—Y…¿qué quieres que haga Nikolái? Yo me encargo de que revisen el cohete, la nave espacial y que los técnicos repasen los procedimientos del vuelo para que no falle nada, para que todo funcione a la perfección ¿no puedes ocuparte tú de que los Águilas no compliquen la misión?

El general Kamanin lanzó a Serguei una mirada que habría fulminado a cualquiera de sus subordinados, pero que Korolev soportó sin inmutarse sentado en su butacón; después, sin decir ninguna palabra más, el militar respiró hondo y abandonó el despacho.

Cuando el general se fue, Serguei volvió a concentrar su atención en los informes de las pruebas que se amontonaban en su mesa. Hizo algunas llamadas telefónicas y después de comer se refugió en su pequeño barracón de madera para descansar un rato.

Por la tarde, acudió a la rampa de lanzamiento para subir en el ascensor hasta la Vostok, situada en la parte superior del gigantesco cohete R-7 que medía más de 38 metros de altura. Conforme ascendía observó con detalle la arquitectura del cohete. Estaba formado por un estrecho y largo cuerpo cilíndrico con dos secciones, cuatro cohetes aceleradores adosados al cilindro en la parte inferior y la nave espacial, esférica, a la que se había acoplado un módulo con el cohete de frenado, se encontraba arriba del todo. En el interior de la esfera se alojaba el astronauta. Durante el ascenso, la esfera y el módulo de frenado estaban protegidos por una cubierta de dos piezas, cónica, que se desprendía poco antes de iniciarse el vuelo orbital. Serguei había decidido que las naves espaciales fueran esféricas para dotarlas de estabilidad dinámica durante la reentrada a la atmósfera. El cohete con el combustible y la nave espacial,  con la que pretendían llevar al primer hombre al espacio, pesaba 287 toneladas. De ese peso, que el R-7 tenía que levantar del suelo en Baikonur, tan solo poco más de dos toneladas pertenecían a la nave Vostok con el astronauta a bordo. Cada kilo que sus ingenieros colocaban en la nave necesitaba de otros cien kilogramos de oxígeno líquido y queroseno para llegar al espacio.

En la nave espacial, Serguei se encontró con Oleg y Yurka Gagarin. El muchacho le sonrió al verlo. Tenía los ojos azules, la sonrisa fácil, buen humor y hablaba con calma. Era bajito y pesaba menos de 65 kilogramos, como todos los pilotos elegidos para que volaran como astronautas. Vestía el traje espacial, de color anaranjado con el casco blanco. A Serguei lo convencieron de que era conveniente que los astronautas vistieran un traje espacial durante el vuelo, aunque una despresurización era un fallo poco probable.

—¿Cómo te sientes ahí dentro?— Le preguntó Serguei.

—Muy bien, camarada Director.

—A estas alturas ya te habrán explicado suficientes veces cómo es la misión, pero aún estás a tiempo de hacer preguntas ¿tienes alguna para mí?

—No, ninguna.

—A ver, yo te haré algunas ¿Qué ocurre si no funcionan los cohetes para frenar la nave y regresar a la Tierra?

—La excursión se alargará un poco. Llevo provisiones a bordo para pasar unos diez días, el tiempo que tardará la Vostok en dejar de orbitar, de forma natural, y reentrar en la atmósfera.

—Bien, pero en ese supuesto ¿dónde aterrizarás?

—No lo sabemos, en algún lugar del mundo entre los paralelos 65 grados Norte y 65 grados Sur, pero también llevo una dotación para sobrevivir hasta que me rescaten.

Serguei le hizo más preguntas y siguió con Yurka, paso a paso, todo lo que estaba previsto que ocurriera durante el vuelo, el significado que tendrían algunos ruidos y lo que se esperaba que hiciese en situaciones de emergencia. Oleg les ayudó a seguir con un poco de orden aquel repaso. No habría transcurrido una hora cuando Serguei empezó a encontrarse mal. Se sintió mareado, los ojos se le nublaban; comprendió que no podía seguir el ejercicio. Oleg se dio cuenta de que algo le ocurría y llamó a su conductor para que subiera a la Vostok y se lo llevara al barracón.

El médico auscultó a Serguei y le recomendó que descansara. Le dio unas pastillas que lo reconfortaron; Korolev se quedó adormilado sobre su camastro.

 

 

Baikonur, 12 de septiembre de 1961.

 

A las dos de la madrugada Serguei se despertó. Se encontraba completamente lúcido, descansado. Pidió un té, se lo tomó y después solicitó que le enviaran un coche para que lo llevase a la plataforma de lanzamiento. Mientras lo esperaba se abrigó bien, con su sombrero negro de alas, una bufanda y un tabardo oscuro.

En la plataforma de lanzamiento había un grupo de técnicos que trabajaba en la comprobación de sistemas y componentes, previa al lanzamiento. Serguei le preguntó al jefe del equipo si todo estaba bien.

—Sí, de momento. Vamos despacio camarada, porque hay poca luz— le contestó el ingeniero.

—Que enciendan todos los focos— replicó Serguei en tono autoritario.

—Tenemos órdenes de los camaradas militares de mantenerlos apagados para que el enemigo no detecte nuestras actividades.

—¿Qué enemigo?— el enemigo es una conexión defectuosa amparada en la oscuridad, o una pequeña grieta —ese es el enemigo. Camarada, enciende las luces para que tus compañeros vean lo que hacen si no quieres que te despida ahora mismo.

Al poco rato, todas las luces de la plataforma se encendieron. Serguei vio cómo se acercaba a toda prisa un coche con un oficial del Ejército. El capitán se presentó y lo saludó marcialmente:

—Camarada Director, tengo órdenes del general de que las luces del campo estén apagadas durante la noche.

—Dígale a su general que retire las órdenes si no quiere que lo mande a fregar suelos. No sería el primero.

El capitán volvió a saludarlo y se fue.

Serguei regresó a su pequeño barracón para tratar de conciliar el sueño, pero aquella noche no pudo dormir. Salió a la plataforma varias veces para comprobar que la carga de los depósitos del R-7, de oxígeno líquido y de queroseno, se realizaba con normalidad y que las luces seguían encendidas; se pasó por el centro de control por si tenían alguna novedad y revisó los últimos partes meteorológicos; a las cinco de la madrugada llamó por teléfono a su esposa, Nina, y habló con ella durante unos minutos.

Después de desayunar, Serguei fue a la plataforma para despedirse de Yurka. Le dio un abrazo. Quizá ya no lo volvería a ver nunca más. Oleg le guiñó un ojo, un gesto de complicidad que le agradeció. La idea de que Yurka supiera cómo asumir el control de la nave lo tranquilizaba. Aquel muchacho era un hombre  sensato que tomaría las decisiones adecuadas en el momento preciso. A Serguei le preocupaba lo que pudiera ocurrirle cuando le faltase la gravedad porque en esas condiciones permanecería durante más de una hora, el tiempo que tardaría en dar una vuelta a la Tierra. Nadie lo había experimentado antes durante tanto tiempo. Los animales lo habían soportado, pero no podían explicar cómo les había funcionado el cerebro en ausencia de gravedad. Y tampoco se le escapaba que de los últimos 17 lanzamientos de los cohetes R-7, 8 habían fracasado. No era un porcentaje de éxitos demasiado elevado, aunque parecía que los problemas estaban resueltos porque los últimos habían salido bien.

Antes de que faltara una hora para el lanzamiento, Serguei ya estaba en el centro de control. Empezó a seguir la cuenta atrás moviéndose de un puesto a otro, mirando de reojo los controles e indicadores. Oleg entró en la sala y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Luego se le acercó y le susurró al oído:

—¿Sabes lo que me ha dicho cuando le di la clave? Pues que ya la sabía porque el general Kamanin se la había desvelado.

—Joder… ¡Qué fe tenemos en nuestras propias normas!

La cuenta atrás ya estaba muy avanzada cuando saltó un indicador de fallo: la escotilla no se había cerrado bien. Serguei tomó la radio y le comunicó a Gagarin que la abrirían otra vez para comprobar la estanqueidad.

En el canal de comunicación con la nave Vostok sonaban canciones melódicas que había pedido el astronauta porque empezaba a aburrirse. Estaba tranquilo, su corazón latía a 68 pulsaciones por minuto.

A las 09:06 horas el cohete despegó, con tres minutos de retraso sobre lo previsto.

Serguei, Kamanin y Oleg seguían con ansiedad el ascenso, junto a la radio. Yurka decía que todo iba bien, pero hubo un momento en que dejó de hablar, su corazón se aceleró hasta las 158 pulsaciones por minuto. A pesar de las insistentes llamadas desde la Tierra, Gagarin seguía sin contestar. Oleg se enfrentó a Serguei y Kamanin y les espetó:

—Quizá ha tomado el control manual.

—Vete, cabrón, no quiero verte por aquí— le contestó Serguei.

Al cabo de unos segundos volvió a escucharse la voz de Gagarin:

—Estoy bien, estoy bien…

En el centro de control estalló un aplauso, los técnicos se abrazaban y daban vítores. Serguei tuvo que imponer orden en el recinto:

—Vamos, todos a sus puestos. Esto no se ha terminado.

Serguei se puso en contacto con Khrushchev para decirle que Gagarin orbitaba la Tierra. El presidente de la URSS, entusiasmado, decidió que lo ascendieran de teniente a comandante porque a capitán le parecía poco.

Mientras Yurka disfrutaba de un paisaje que jamás había contemplado ningún ser humano y hacia comentarios sobre su hermosura, y la agencia TASS distribuía una nota a todas las radios del país para anunciar que un ciudadano soviético surcaba el espacio exterior, a Serguei le pasaron una nota en la que decía que la órbita de vuelo no se ajustaba lo previsto. Alguien había hecho unos cálculos y con el apogeo a 70 kilómetros más lejos de lo que en principio se había estimado, si los cohetes de frenado no funcionaban, la nave no reentraría en la atmósfera en diez días, sino dentro de un par de meses.

Los 108 minutos que tardó la Vostok en circunvalar la Tierra, se le hicieron muy largos a Serguei. Si los cohetes de frenado fallaban, ni siquiera sabía cómo explicarle a nadie las consecuencias que aquello tendría.

Los cohetes no fallaron, pero el vuelo aún les aguardaba una sorpresa. Los cohetes de frenado se alojaban en un módulo, unido a la cápsula esférica Vostok, que después de la deceleración debía separarse de ella. No ocurrió así: Cuando la Vostok inició la reentrada a la atmósfera terrestre, el módulo continuaba unido a la nave espacial. Los dos empezaron a girar a gran velocidad y Gagarin lo comunicó, alarmado, al centro de control. Fueron unos momentos difíciles. El astronauta se vio sometido a una fuerte aceleración, del orden de 10 g, y en el centro de control no sabían exactamente qué era lo que sucedía a bordo de la Vostok.

Serguei pensó que quizá en aquel momento Yuri decidiría retomar el control manual, si estimaba que la situación lo requería. Para culminar la misión, era necesario hacer saltar la escotilla principal a unos 7000 metros de altura y después activar la eyección del astronauta para que descendiese en paracaídas, separado de la Vostok que caería a tierra con otro paracaídas. Sin embargo, con una aceleración de 10 g, Yuri podía quedar inconsciente. Durante unos segundos se arrepintió de haberle dado la clave. Aunque no se lo pareciese al astronauta, Serguei creía que la situación no era de emergencia.

El módulo de los retrocohetes estaba enganchado a la Vostok mediante unos cables cuyos conectores no se abrieron cuando se produjo la detonación que tenía que separarlo de la nave. El calentamiento del conjunto, generado por el roce con el aire de la atmósfera, terminó por quemar los cables que mantenían enganchados el módulo con la Vostok y se separaron.

Gagarin llegó a tierra, tranquilo y de buen humor. Se encontró con campesinos a los que, asustados, trató de explicarles que era un ciudadano soviético, como ellos. Un helicóptero militar lo encontró y lo trasladó a Engels.

En el centro de control, Serguei y su equipo de técnicos brindaron por el éxito de la misión. Korolev sabía que a partir de aquel instante, Gagarin había pasado a convertirse en una de las figuras de la historia que alcanzarían la inmortalidad. Titov tenía razón, aunque él tripulara el siguiente vuelo y diese muchas más vueltas a la Tierra, su nombre jamás alcanzaría la fama de Yurka. Al igual que él, Serguei Korolev, el Director o Jefe de Diseño, que no le dejaban aparecer en público, ni viajar al extranjero, para que nadie lo conociese; ni siquiera que luciera sus medallas en los actos oficiales, para que no lo identificaran. Acudiría a Moscú a los fastos que Khrushchev tenía previstos para celebrar la proeza soviética que simbolizaba Gagarin. El presidente lo mantendría en un segundo plano, pero él podía mandar a barrer a un general. Lo importante es que Yurka estaba vivo y la aventura acababa de empezar.