El vuelo del percebe

El turismo de aventuras es peligroso. Hay pasajeros que toman vuelos sin conocer su destino, como las anatifas, una especie de percebes que viven en mares tropicales y subtropicales de todo el mundo. Los biólogos las han encontrado con frecuencia en lugares cuyas aguas están muy frías: las Islas Feroe, Islandia o en las Islas Shetland; allí las condiciones climáticas impiden que se reproduzcan. Esas anatifas hicieron un viaje desafortunado.

Las anatifas son pequeños crustáceos, parecidos a los percebes, que pertenecen a la subclase Cirripedia. :Se las conoce por su extraordinaria habilidad para adherirse a cualquier superficie: rocas, cascos de barcos y hasta las plumas de grandes aves oceánicas.

Estos percebes mantienen una fantástica relación con los albatros. Mientras flotan a la deriva en el océano sienten la presencia de las grandes aves sobre las olas y un impulso irresistible les produce la incontenible segregación de sustancia adhesiva con la que se incrustan entre las plumas de los albatros. Es una decisión que les da la oportunidad de iniciar un largo y gratuito vuelo a nuevos lugares, repletos en sustancias alimenticias que aumentará sus probabilidades de sobrevivir.

Los albatros son unas de las aves más grandes, con alas cuya envergadura puede exceder los tres metros, capaces de planear sin apenas esfuerzo durante largas distancias sobre las olas. En sus viajes pueden recorrer centenares o incluso miles de kilómetros.

Durante el viaje que realiza la anatifa a bordo del albatros, el pequeño crustáceo aprovecha los momentos en los que el ave atrapa peces, en lugares apartados y ricos en nutrientes y tiene la oportunidad de disfrutar de la profunda belleza del océano. El viaje del albatros y el percebe no estará exento de peligros. El tiempo cambia rápidamente, el viento arreciará, la lluvia hará que la expedición se complique así como la presencia de otros depredadores. Aunque el percebe se encuentre seguro en el plumaje del albatros, en algunos momentos el viaje será incómodo.

Una vez que ha completado su largo vuelo, el albatros desciende a tierra, quizá en una remota isla, en un lugar de apareamiento donde anidarán otras aves de su misma especie. El percebe se encontrará muy lejos del sitio donde inició el viaje y tendrá que tomar una decisión: seguir a bordo de su medio de transporte hasta la siguiente parada, o quedarse en algún cobijo rocoso, junto al agua, para continuar con su ciclo vital en donde ha encontrado su nuevo hogar. Quizá se equivoque si su opción es desembarcar y el albatros la ha dejado en una parte del mundo demasiado apartada de los trópicos, donde la anatifa no sobrevivirá.

El comensalismo entre la anatifa y el albatros, una relación entre dos animales en la que uno se beneficia sin causar daño ni ganancia a la otra parte, también se da entre insectos y pájaros. Hay pulgas escarabajo que se embarcan en palomas para desplazarse a otros lugares cuando tienen dificultades para subsistir en donde se encuentran y varias especies de insectos hacen lo mismo con algunas aves. El comensalismo de movilidad no se limita al transporte aéreo, en el mar las rémoras viajan pegadas a los tiburones y hay muchas especies comensales que se benefician del transporte terrestre que les proporcionan sus anfitriones.

El viaje oceánico de un percebe a bordo de un albatros es una historia de supervivencia que demuestra cómo una insignificante criatura puede embarcarse en una aventura extraordinaria. Mientras la anatifa experimenta la emoción del vuelo y se sumerge en la inmensidad del océano, su gesta nos recuerda que en nuestro mundo existe una compleja red en la que cada organismo desempeña un papel diferente. Pero, no conviene que olvidemos que el turismo de aventuras es peligroso, sobre todo si no sabemos muy bien a dónde vamos.

Aprender del vuelo animal

Si tenemos en cuenta que la naturaleza ha tardado millones de años en configurar a los seres vivos que pueblan la tierra y las especies que mejor han logrado adaptarse al entorno son las que han sobrevivido, el vuelo de los animales debe poseer unas cualidades extraordinarias, aunque que en muchos aspectos las desconozcamos.

Quizá la primera lección aeronáutica que nos da la naturaleza es que los animales grandes no deben volar. Lo hacían gigantescos pterosaurios cuyo peso rondaba los 200 kilogramos, como el Quetzalcoatlus, cuyas alas medían de punta a punta alrededor de 12 metros, pero desaparecieron hace ya millones de años. En total se estima que unas 140-200 especies de pterosaurios diferentes volaban, con alas cuya envergadura oscilaba entre la decena de metros del Quetzalcoatlus y unos pocos centímetros.

En la actualidad, en nuestro planeta conviven de 5 a 7 millones de especies de animales, aunque únicamente se han descrito alrededor de un 20%. La mayoría de estas especies, unas 900000, son pequeños insectos. Si excluimos a los insectos, hay dos grandes grupos de voladores: el primero está compuesto por unas 10000-11000 especies de aves y el segundo por 1400 especies de murciélagos. Todo esto implica que de las especies descritas de animales que no pertenecen a la categoría de los insectos, las que vuelan suponen menos del 5% del total, mientras que con los insectos pasa todo lo contrario: entre un 85-90% de las especies descritas vuelan. A partir de los 10-20 kilogramos de peso no queda ninguna especie de animales en la tierra que vuele de forma natural. Sin embargo, conforme disminuye el peso de los seres vivos, aumenta el número de especies voladoras siendo estas mayoritarias entre los insectos.

En cuanto a la velocidad de vuelo de crucero, las aves más grandes se mueven a 36-80 kilómetros por hora, mientras que las de menor tamaño a 18-40 kilómetros por hora. Para los insectos, con pesos inferiores a 100 gramos, los márgenes de velocidad son más amplios. Sin embargo, llama la atención que un albatros que pesa unos 15 kilogramos mantiene fácilmente un vuelo de crucero a 40 kilómetros por hora mientras que una abeja, cuyo peso es de unos 150 miligramos, puede alcanzar una velocidad de crucero de 25 kilómetros por hora. Como regla general, la velocidad de vuelo aumenta con el peso de los voladores, pero no en una proporción lineal.

Los animales vuelan batiendo sus alas con una frecuencia que disminuye conforme aumenta su tamaño. La abeja, en vuelo de crucero aletea 230-300 veces por segundo, mientras que el albatros lo hace 1-3 veces por segundo. Existe una relación entre la frecuencia de aleteo (f), la distancia que recorre la punta del ala entre su posición más elevada y más baja (L) y la velocidad de vuelo (U) denominada número de Strouhal (St), cuyo valor es: St=fxL/U. El valor del número de Strouhal (St) se mueve en una estrecha franja para la mayoría de las aves e insectos (0,2-0,5). Existe por tanto una clara relación entre estos parámetros.

En cuanto al coste del transporte (COT) del vuelo de aves e insectos, definido como la energía necesaria para mover una unidad de masa una unidad de distancia, puede decirse que disminuye en la medida que la masa del volador se incrementa. Si lo expresamos en julios que consume el animal por cada kilogramo de peso y metro recorrido, el COT puede disminuir hasta 0,2 en los grandes voladores, pero conforme se reduce el tamaño, el COT aumenta para alcanzar la cifra de 2 en el caso de los pequeños insectos. El coste energético del transporte llega a ser diez veces mayor para los insectos que para los grandes pájaros. La naturaleza nos muestra que un albatros es capaz de mantener durante muchas horas un vuelo de crucero de 40 kilómetros por hora, con 50 vatios de potencia. Si la eficiencia de su vuelo fuera la misma que la de la abeja, necesitaría gastar 500 vatios y el albatros ya habría desaparecido hace muchísimos años de nuestro planeta.

Parece contradictorio que la naturaleza no produzca grandes animales voladores cuando nos muestra que, al aumentar la masa, el vuelo es energéticamente menos costoso, y sin embargo haya llenado el planeta de insectos livianos que vuelan consumiendo mucha energía. La explicación es que optimizar el coste del vuelo (COT) no garantiza la supervivencia, y asegurarla resulta energéticamente más caro, un precio que la naturaleza ha estado dispuesta a pagar. El vuelo nunca es un fin, sino un simple medio para sobrevivir. A los animales más pequeños el vuelo les proporciona múltiples ventajas para encontrar alimento, aparearse y escapar de sus depredadores, mientras que a los más grandes estos apéndices les plantean otros problemas. La vida de los Quetzalcoatlus, con una masa de unos 180 kilogramos y alas de más de 12 metros de envergadura, no debía resultar muy fácil: para despegar tenían que adquirir velocidad de cara al viento por lo que necesitaban corretear un trecho largo o lanzarse desde el borde de un acantilado u otra percha, únicamente podían aterrizar en espacios abiertos relativamente grandes, en vuelo eran muy visibles dada la gran superficie de sus alas, lo que facilitaría que sus presas, normalmente peces, los detectaran y escapasen y cualquier pequeño animal podía dañarles las alas hasta inmovilizarlos.

Es cierto que la naturaleza ha tardado millones de años en configurar las especies de aves, murciélagos e insectos. para optimizar su vuelo hasta alcanzar unas cualidades extraordinarias, pero en esos aspectos que necesitan para cumplir con la misión que les ha encomendado: reproducirse y sobrevivir.

Analizar con detalle la misión, es la clave del éxito.

El vuelo del águila blanca

Foto: Bernd Hildebrandt Pixabay

No está calva, tiene el plumaje de la cabeza y la cola blanco. Es el símbolo nacional de Estados Unidos porque representa el poder, la audacia, la libertad y la independencia.

Este volador suele pasar muchas horas escrutando hasta el más pequeño detalle del inmenso paisaje que su extraordinaria visión abarca, desde el aire mientras planea, sujeto con sus poderosas garras a una percha o inmóvil sobre una roca. Siempre que puede elige peces para alimentarse por lo que desde su observatorio suele contemplar grandes extensiones de agua, aunque su dieta también incluye a pequeños roedores, ratones, conejos y otros animales terrestres. En ocasiones, en vez de atrapar animales en libertad se abalanza sobre otras aves, como las águilas pescadoras, para robarles sus presas. En estas ocasiones, el águila calva monta la guardia en algún lugar que sea de paso obligatorio para las pescadoras cuando llevan sujetas en las garras las capturas a sus nidos. Cuando el águila calva descubre desde su observatorio un pez volador sobre el agua, un conejo o una rapaz con una presa, iniciará un rápido vuelo, con fuertes aleteos y cuando se aproxime al objetivo se verá obligada a maniobrar con destreza para seguir los movimientos evasivos de la víctima. Al final tendrá que hacer uso de sus poderosas garras capaces de sujetar pesos de 2 a 3 kilogramos y ejercer una presión de unos 30 kilogramos por centímetro cuadrado, unas diez veces mayor que la de la mano humana. La maniobrabilidad que exigen estos vuelos es similar a la que poseen los gavilanes, aunque las águilas calvas no se adentran a gran velocidad en zonas muy boscosas.

La capacidad de visión de las águilas calvas es extraordinaria. Sus ojos son muy grandes, en comparación con el tamaño de su cabeza y la densidad de células de sus retinas es cinco veces la de los humanos. Poseen receptores sensibles a la radiación ultravioleta para descubrir rastros de urea, dos fóveas en cada retina y cuentan también con un mecanismo capaz de corregir el efecto de la refracción de la luz cuando pasa del agua al aire.

Lo más sorprendente es que estas águilas, expertas cazadoras, también son capaces de planear como los buitres carroñeros o los cóndores y saben remontar térmicas para alcanzar grandes alturas sin consumir apenas energía. Incluso, al igual que muchas aves marinas, han aprendido a usar gradientes de velocidad del viento en altura y cizalladuras para alargar casi indefinidamente los planeos. Así son capaces de establecer su atalaya de observación en el aire y vigilar, con muy poco esfuerzo, una amplia zona, en busca de alimento. Son habilidades difíciles de compatibilizar con la maniobrabilidad que les exige el vuelo de caza y muy útiles también durante las migraciones al permitirles efectuar grandes desplazamientos sin consumir sus reservas de grasa.

La velocidad de vuelo de aleteo de las águilas calvas es de unos 50 kilómetros por hora, aunque pueden llegar a alcanzar los 70 y en picado son capaces de descender a unos 200 kilómetros por hora. Para vigilar el territorio que consideran de su propiedad vuelan describiendo circunferencias sucesivas, cada vez de menor radio. Esta zona, en la que las parejas cazan y han construido su nido, la vigilan turnándose el macho y la hembra, y se abalanzan sobre cualquier intruso. Las hembras son de mayor tamaño, más agresivas que sus compañeros durante la crianza, con los que suelen formar parejas monógamas que perduran a lo largo de sus vidas.

Son aves grandes, cuyo peso oscila entre los 3 y 6 kilogramos. Las alas de las águilas calvas tienen una envergadura que oscila entre 1,5 y 2,4 metros; son relativamente anchas, con plumas que se abren en los extremos y dejan pasar el aire para reducir la resistencia al avance. Las articulaciones óseas de sus brazos y los dedos facilitan que las alas adopten formas variables para acomodarse mejor al tipo de vuelo que practican en cada momento. La estructura ósea de las águilas es extraordinariamente ligera y robusta, hueca y con refuerzos en el interior, está diseñada para soportar las cargas dinámicas que inducen el transporte de sus presas y los fuertes aletazos durante el ascenso y las maniobras de la caza. Las alas están recubiertas de unas 7000 plumas cuyo peso total apenas alcanza medio kilogramo. Estos animales poseen un cuerpo ligero y muy robusto, en el que más del 50% de su peso se debe a la poderosa musculatura que mueve las alas.

Pero quizá, el aspecto más sorprendente de las águilas calvas es la capacidad que poseen para adaptar su forma de volar a sus múltiples necesidades de ave planeadora como los halcones y cigüeñas, marinera como las gaviotas, cazadora como los gavilanes y carroñera como los buitres.

Cher Ami, el ave más famosa del mundo

El 2 de octubre de 1918 en la ofensiva de Meuse-Argonne varios regimientos estadounidenses de la División 77 quedaron atrapados. Los 550 hombres que los formaban pasarían a la historia con el nombre de Batallón Perdido, a cuyo recuerdo se unió para siempre Cher Ami. El oficial al frente de aquella unidad, el mayor Charles Whittlesey, trató de establecer contacto con sus jefes con todos los medios que estaban a su alcance, sin éxito. Resistieron durante dos días un duro asedio alemán y el 4 de octubre fue su propia artillería la que, por error, comenzó a bombardear las posiciones que ocupaban. Whittlesey empezó a despachar las últimas palomas mensajeras que le quedaban con desesperados mensajes en los que informaba a sus jefes del lugar donde se encontraba con el ruego de que cesaran de inmediato los disparos. La última paloma arrancó el vuelo con fuertes aletazos, mientras los soldados la seguían con la vista, esperanzados. Las ametralladoras alemanas la derribaron ante los horrorizados ojos de los americanos, pero logró alzarse otra vez y la perdieron de vista. Cher Ami voló durante media hora hasta alcanzar su destino a unos veinticinco kilómetros del lugar donde se encontraba Whittlesey. Los cañones dejaron de barrer la zona que ocupaba el Batallón Perdido y el 8 de octubre los sitiados fueron liberados.

La paloma, Cher Ami, formaba parte del grupo de seiscientas mensajeras que el Ejército estadounidense envió a Francia. Entregó el mensaje de Whittlesy colgando de un tendón porque el balazo que le hirió el pecho también le arrancó una pata y le vació un ojo. Los veterinarios la atendieron y Cher Ami salvó la vida. Regresó a Estados Unidos en abril de 1919, donde un capitán del del Servicio de Palomas Mensajeras estadounidense, John L. Carney, la identificó como la heroína de haber salvado de una muerte segura a los supervivientes del Batallón Perdido. La hazaña la hizo merecedora de la Croix de Guerre francesa.

La ilustre voladora falleció el 13 de junio de 1919 en Fort Montmouth, New Jersey, fue embalsamada y el Ejército la entregó al Museo Nacional de Historia Americana.

Apareció en el Smithsonian expuesto como un palomo y no como paloma, cuando ya había entrado en el vestíbulo de la fama como una ilustre hembra. Aún más, la carta que recibió del Ejército el capitán Joseph J. Hittinger del Museo Nacional junto con el ave, especificaba que no existía ningún informe oficial que la relacionase con el Batallón Perdido, tan solo podía asegurarse que Cher Ami participó en unas doce misiones en el frente de Verdún.

A lo largo de un centenar de años continuó el debate acerca del sexo de Cher Ami y de su involucración real en la liberación del Batallón Perdido. El volador dio origen a dos películas, millares de artículos, varias novelas y algún poema. Cuando se organizaron los eventos que celebraban el centenario del fin de la Gran Guerra, el Smithsonian decidió resolver la cuestión del sexo de Cher Ami, sometiendo algunas de sus células a un análisis de ADN. Resulta que estas aves cuentan con dos tipos de cromosomas asociados al sexo, Z y W. Mientras que las hembras llevan los dos (Z,W), los machos tan solo cuentan con uno (Z). A Cher Ami no pudieron encontrarle ningún rastro del cromosoma W, por lo que, sin duda, fue un palomo.

Tuvo que transcurrir un siglo para aclarar el sexo del héroe, pero lo que difícilmente llegaremos a descifrar es el enigma de si fue este palomo o una valiente paloma la que hizo posible el rescate del Batallón Perdido.

El pájaro que vuela más alto

Foto: Wang-LiQiang

La mayoría de las aves, con excepción de las planeadoras, en condiciones normales vuelan, como mucho, a una altura que no excede unos cuantos centenares de metros sobre el suelo. En multitud de artículos he leído que el récord de altura lo ostenta un buitre de Ruppell, que también se le conoce como buitre moteado, que ingirió el motor de un reactor comercial, el 29 de noviembre de 1973 cerca de Abidjan, en la Costa de Marfil, a 11 300 metros de altura. Al parecer esta reseña se publicó en la Smithsonian Magazine, pero yo no lo he podido comprobar. Desde entonces, el buitre de Ruppell figura como el campeón en casi todos los artículos que se han escrito sobre la altura máxima a la que son capaces de volar las aves. El segundo lugar en estos artículos, y a veces el primero, lo suele ocupar el ánsar indio: un ave oriunda de la meseta Tibetana-Qinghai, a la que se ha visto cruzar las cadenas montañosas del Himalaya a más de ocho mil metros de altura.

A estas dos aves, una subsahariana y la otra asiática, también puede vérselas por España, aunque la primera está en grave peligro de extinción y se confunde fácilmente con el buitre leonado.

A 8000 metros de altura la temperatura es del orden de -50 grados centígrados y la presión y densidad se han reducido como un 60% con respecto a la que tienen al nivel del mar. Unas condiciones ambientales muy duras para cualquier ser vivo. Pero, lo que más me llama la atención de estos campeones es que el buitre y el ánsar son dos máquinas de volar completamente distintas y es imposible que realicen vuelos con perfiles similares, aunque eso no quiere decir que en un momento determinado las dos sean capaces de trepar a impresionantes alturas.

Empezaré con el ánsar indio. Es un ganso, de color gris claro con manchas oscuras en la cabeza y el cuello. Pesa de dos a tres kilogramos y la envergadura de sus alas alcanza 1,6 metros. No tengo datos exactos, pero pertenece a la orden de las anseriformes, como los ánsares careto, común y campestre, de los que sí poseo más información. Por analogía con estos, la carga alar del ánsar indio (peso por unidad de superficie que soportan sus alas) debe ser del orden de 120 newtons por metro cuadrado y la relación de aspecto de sus alas (envergadura/cuerda) 9,8. Los ánsares no están diseñados para planear. Son magníficos voladores batiendo unas alas concebidas para realizar este ejercicio. Debido a su elevada carga alar se caracterizan por la rapidez del vuelo, con aleteos frecuentes y un ángulo de ataque considerable, que puede apreciarse en la magnífica foto superior. Un vuelo de crucero largo, durante las migraciones, conlleva para ellos un esfuerzo considerable para el que tienen que haber acumulado suficientes reservas de grasa en el cuerpo.

En cuanto al buitre de Ruppell, se trata de un gran planeador, con características de vuelo muy diferentes. Pesa de 6 a 9 kilogramos y sus alas despliegan una considerable envergadura de unos 2,4 metros. La carga alar es mucho más pequeña que la del ánsar, del orden de la mitad, y sus alas son mas cuadradas, con una relación de aspecto de 6 o menos. No soporta el vuelo batiendo las alas durante mucho rato y el modo natural de transportarse consiste en ascender en las térmicas y planear hasta la siguiente térmica, sin apenas mover las alas. Su reducida carga alar y apéndices voladores, menos alargados, le permiten realizar planeos a muy poca velocidad, necesarios para escrudiñar con detalle el terreno en busca de carroña.

Del ánsar indio se han registrado alturas de más de 8000 metros durante sus migraciones cuando cruza la cordillera del Himalaya, aunque hay que tener en cuenta que la altura media de la meseta Tibetana-Qinghai es de unos 4500 metros, y también que en casi todos los estudios se ha observado que las aves procuran cruzar las cadenas montañosas a través de rutas que no les obliguen a subir más de 6500 metros.

Los motivos que suele aducirse para justificar que las aves eleven la altura de vuelo durante las migraciones, son: evitar los depredadores, buscar corrientes de viento favorables y sortear las cadenas montañosas. En el caso del ánsar indio, el último motivo es el único válido, en ausencia de depredadores y teniendo en cuenta que suele volar por la noche, para evitar el viento desfavorable y beneficiarse de un aire más denso, aunque esté más frío.

Así pues, es fácil explicar que el ánsar indio trepe hasta esas alturas porque tiene que pasar montañas muy altas, que se levantan sobre un terreno elevado, pero este no es el caso del buitre Ruppel, cuya geometría alar y constitución física le impedirían seguir al ánsar en una migración sobre el Himalaya. El buitre remonta térmicas, asciende y luego planea hasta encontrar la siguiente térmica. Es incapaz de batir las alas durante ocho o diez horas para volar más de 500 kilómetros cada día, ni puede subir batiendo las alas, como el ánsar, a miles de metros. Cuando llega al mar, como no hay térmicas sobre el agua, se detiene. Por eso todos los buitres africanos, en sus migraciones, se aglutinan en el estrecho de Gibraltar para pasar al otro continente cuando el tiempo lo permite.

El pobre buitre de Ruppel que ingirió el motor de un avión en la Costa de Marfil, no pudo ascender a 11 300 metros de altura sin la ayuda de una térmica, algo excepcional, pero posible. Y yo creo que el último tramo de su ascenso no fue voluntario, sino que lo arrastró la corriente de la térmica y con casi toda seguridad cuando se lo tragó el avión, el buitre se encontraría muerto o en estado de semi inconsciencia, debido al frío y la falta de oxígeno.

Así que, al menos yo, no le concedo al buitre, el título de campeón de las alturas, más bien de víctima, un título que debería otorgarse al ánsar indio con todos los honores, aunque ni siquiera a él le guste encaramarse a más de 8000 metros para sortear el Himalaya.

El genoma de las aves

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Sinornythosaurus. Vivió hace 130 millones de años, de 1,3 metros y con alas, cubierto de plumas. Aún no volaba.

 

Todos los seres vivos son diferentes, en realidad únicos. Esto es una obviedad, pero lo que ya no resulta tan evidente es que cada uno de ellos contiene información en sus propias células que lo define y caracteriza. Descifrar el código que hace que un pájaro sea un pájaro y no un ratón podría darnos alguna información sobre el vuelo. Quizá no.

El ADN (ácido desoxirribonucleico) en el núcleo de nuestras células —organizado en genes y cromosomas— es el responsable de la singularidad de cada hombre (homo sapiens) y almacena la información necesaria para fabricar los elementos esenciales de otras células como las proteínas y las moléculas de ácido ribonucleico. En el núcleo de las células del hombre hay 46 cromosomas (23 pares) y cada cromosoma posee un número de genes que varía de 300 a 4 000; los cromosomas contienen unos 25 000-30 000 genes. El ADN, que forma los genes y cromosomas, tiene una estructura de doble hélice caracterizada por la secuencia de pares de bases (adenina-timina y guanina-citosina).

La secuencia de los aproximadamente 3000 millones de pares de bases (3 Gb), del ADN de los cromosomas, es la que define todas las propiedades de cada ser humano. Ningún homo sapiens es idéntico a otro, aunque comparta muchos elementos comunes con los de su especie y bastantes más de los que podríamos imaginar con los de otras especies.

Sin embargo, los genes ocupan el 30% de la secuencia y el resto (70%) de los pares de bases forman secuencias entre genes. Los genes contienen información que determina la configuración y características de los individuos, como el color de los ojos o la forma de hablar, y la funcionalidad de las secuencias entre genes es menos conocida.

En el año 1990 se inició el proyecto de codificación del genoma humano y en 2005 se concluyó el estudio. En total se secuenciaron unos 28 000 genes.

Así pues, hoy sabemos que una secuencia de aproximadamente 3 Gb sirve para definir a un homo sapiens concreto. Sin embargo, el genoma de dos hombres tan solo se diferencia en un 0,1%, en un 99,9% somos todos iguales. Pero quizá lo más sorprendente, es que el homo sapiens comparte con el chimpancé hasta el 96% del material genético, con los gatos domésticos de Abisinia el 90%, el 85% con los ratones y con un simple plátano el 60%.

Todos los seres vivos pueden definirse como una secuencia de pares de bases cuya longitud es variable. Como las cuatro bases que forman el ADN se emparejan siempre igual —adenina (A) con timina (T) y guanina (G) con citosina (C)— esta secuencia se expresa mediante una larguísima palabra en la que en cada posición tan solo hay una de cuatro letras: ATGCAGGTATTGC…

En noviembre de 2018 se anunció en Londres el Earth BioGenome Project (EBP) cuyo objetivo es el de secuenciar el código genético de todas las especies conocidas de animales, plantas, protozoos y hongos (1,5 millones). El plazo estimado para este proyecto es de 10 años y su coste de 4,7 miles de millones de dólares.

El estudio del genoma de las aves se inició con anterioridad. En 2010 se lanzó el proyecto Bird 10 000 Genomes (B10K), con el objetivo de analizar el genoma de todas las especies en un plazo de 10 años. A finales de 2014 se publicaron los resultados del estudio de secuenciación de los genomas de 48 especies de aves. El trabajo, liderado por la Universidad de Copenhague y por el BGI de China, se realizó a lo largo de cuatro años y también analizó genomas de cocodrilos.

Los estudios del genoma de las aves que se han realizado hasta la fecha demuestran que es más pequeño que el de los mamíferos (oscila entre 0,91 Gb en el colibrí gorginegro y 1.3 Gb en el avestruz). Los cromosomas también son de menor tamaño y las secuencias de bases que separan los genes más cortas. En los organismos eucariontes —que tienen células con núcleo y citoplasma, como las aves y mamíferos— el tamaño del genoma no determina su grado de complejidad. Algunas amebas contienen 200 veces más DNA que los seres humanos y sus genomas pueden alcanzar los 600 Gb. Por tanto, los pájaros no cuentan con un genoma más reducido que el de los hombres porque sus organismos sean menos complejos. Una explicación es que un tamaño más reducido les permite estar dotados de células, y núcleos en las mismas, más pequeños, con una relación de volumen y superficie mayor lo que favorece una tasa metabólica más elevada. Además, el tamaño del genoma de sus ancestros, algunos dinosaurios, era superior al de las aves actuales; es decir, el proceso evolutivo lo ha menguado.

Las aves, los dinosaurios y los cocodrilos tienen un antepasado común: los arcosaurios. Los dinosaurios desaparecieron hace más de 60 millones de años y los cocodrilos han evolucionado muy poco mientras que las aves se han diversificado mucho y su evolución ha sido muy rápida. Pero, antes de que empezaran a volar se produjeron cambios importantes en su genoma que los preparó para esta actividad. Al comparar los genes de los animales con dientes y los que no los poseen, como los pájaros, los científicos han determinado que cinco genes son responsables de la dentición. Estos genes dejaron de funcionar en el genoma de las aves, antes de que empezaran a volar. De igual forma sus huesos se ahuecaron y sus pulmones cambiaron lo que sirvió para aligerar el peso de sus cuerpos y desarrollar una mayor tasa metabólica, aspectos necesarios para el vuelo.

Los cromosomas que determinan el sexo de las aves están invertidos con respecto a los de los hombres: las hembras tienen dos distintos y los hombres dos iguales. En algunos pájaros, como los cuervos, los cromosomas de ambos sexos se parecen mucho y en otros, como los pavos reales, son bastante diferentes lo que se traduce en un dimorfismo sexual más acusado.

De los muchos estudios que se han efectuado sobre el genoma de las aves, el de la universidad de Harward de Allison J Shultz y Timothy B Sackton concluye que el proceso evolutivo de selección natural tiende a fortalecer determinados genes y que precisamente estos son responsables de la defensa frente a agentes patógenos externos, el metabolismo de los lípidos y el proceso de las imágenes. En el estudio se analizaron 11 000 genes de 39 especies de pájaros. Una potente musculatura, que absorbe gran cantidad de energía, y un sistema de visión muy sofisticado son dos cualidades imprescindibles para que un ave pueda practicar con éxito el vuelo.

Las mutaciones genéticas, combinadas con la selección natural, la cual opera en función del entorno en el que se mueven los individuos, determina el sentido de la evolución. En algún momento algunos dinosaurios intentaron practicar el vuelo; no sabemos si lanzándose desde los árboles o promontorios, o tratando de prolongar sus saltos en tierra después de una carrera que los impulsara. El empeño en volar que pusieron estas especies primitivas determinó que la evolución transformara sus cuerpos hasta convertirse en aves. Aún no se ha descubierto el gen que determina ese deseo de volar, necesario, para que generación tras generación el proceso evolutivo pueda hacer su trabajo.

 

 

El libro del vuelo de las aves

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El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí

En la naturaleza, los animales ejecutan el vuelo siguiendo patrones distintos, que dependen del peso del volador. La inmensa mayoría de los seres vivos que vuelan son insectos, por lo que podemos asegurar que el vuelo de las aves —y en particular el de las de mayor tamaño— es un fenómeno bastante singular. A los voladores (naturales o artificiales) que aletean para volar se les denomina ‘ornitópteros’; los pájaros son ornitópteros y sus alas ejecutan movimientos realmente complejos.

Hasta finales del siglo XIX no se llegó a entender del todo cómo el movimiento de las alas de los pájaros les permite generar las fuerzas de sustentación para equilibrar su peso y empuje para avanzar. Fue el científico francés Étienne-Jules Marey quien, en su libro Le vol des oiseaux (París, 1890), describió por primera vez con detalle todos los aspectos relacionados con el vuelo de estos animales.

A lo largo de la primera mitad del siglo XX muy pocos estudiosos se ocuparon de este asunto. Sin embargo, a partir de 1960 se desarrollaron modelos matemáticos y técnicas experimentales que utilizaron túneles de viento, cinematografía, rayos X y radares, para observar el movimiento del esqueleto y los músculos de los pájaros en vuelo. Se ha podido medir la fuerza muscular y el consumo energético de ejemplares en pleno vuelo. El uso de los GPS ha permitido estudiar con detalle los movimientos migratorios de algunas aves. Mediante pequeños sensores ha sido posible grabar la evolución del ritmo cardíaco en las distintas fases del vuelo. El análisis de la disminución de la concentración de isótopos pesados de hidrógeno y oxígeno, inyectados en la sangre de las aves, se ha empleado para evaluar el nivel de intercambio de gases, un factor que determina el consumo de energía del animal. Durante los últimos 50 años, los científicos han recopilado una ingente masa de datos relacionada con el vuelo de las aves, aunque aún quedan muchos aspectos por esclarecer.

Siempre se establecen analogías entre el vuelo animal y el de las aeronaves construidas por los hombres. La diferencia fundamental estriba en el peso. El peso de muy pocos pájaros supera los 10 kilogramos y en todos los aviones comerciales de pasajeros pasa de las 10 toneladas (442 toneladas en el caso del Boeing 747-8). Las aeronaves comerciales tienen un peso que excede el de los pájaros en tres órdenes de magnitud. En cuanto a la forma de volar, las aeronaves cuentan con alas fijas que sirven para generar la fuerza que contrarresta el peso y motores que aportan la potencia necesaria para producir el empuje que les permite avanzar. Las aves emplean sus alas para realizar, de forma simultánea, las dos tareas: equilibrar su peso y propulsarse.

Pero ¿cómo utilizan las aves sus alas para sustentarse y, al mismo tiempo, para crear el impulso que les permite volar sin perder altura? En el movimiento de aleteo descendente el ala no forma un plano sino que sufre una torsión. La fuerza aerodinámica resultante en las puntas del ala tiene la dirección del vuelo, hacia adelante, mientras que la fuerza aerodinámica de sustentación en la parte central es hacia arriba. Así es como un pájaro consigue generar la fuerza de empuje para avanzar, venciendo la resistencia, y la de sustentación para compensar el peso.

Aparentemente las hélices son un mecanismo más sencillo y eficaz para generar el empuje que el sistema de torsión de las alas. Quizá no sea así, pero lo que sí es cierto es que la naturaleza no puede construir hélices porque no ha inventado, todavía, juntas rotatorias capaces de llevar la sangre a lo que serían las palas de esos inexistentes miembros; así es que se ha visto obligada a discurrir el modo de emplear las alas para propulsar a sus pájaros.

Del vuelo de las aves cabe destacar su capacidad para desarrollar tanta potencia durante largos periodos de tiempo que pueden durar varios días, la cantidad de especies que migran, su excepcional sentido de la orientación y la navegación, la habilidad para cambiar la forma de su cuerpo, su destreza para extraer energía del aire y la complejidad de la aerodinámica no estacionaria que gobierna su forma de volar.

Un atleta bien entrenado, que pese 75 kilogramos, es capaz de producir unos 250 vatios durante algunas horas. Sin embargo, un cisne blanco de poco más de 10 kilogramos necesita 300 vatios para mantenerse en vuelo. El ejercicio del vuelo es mucho más exigente, en cuanto a requerimientos de potencia, que nadar o caminar, sobre todo cuando aumenta el peso de los individuos. De otra parte, el vuelo es desde un punto de vista energético, un sistema de transporte muy eficiente. Si comparamos una ardilla y un mirlo, del mismo peso, con unas 125 calorías de presupuesto energético, la ardilla correrá una distancia de unos 500 metros y el mirlo volará 2000 metros. Pero, la mayor eficiencia energética exige a cambio una capacidad de generar potencia muy elevada y, lo que es aún más difícil: mantener dicha situación durante un tiempo prolongado. Como los animales queman azúcar, hidratos de carbono y grasas para producir energía, lo normal es que durante un trayecto sin escalas consuman sus reservas, lo que hace que los pájaros tengan que ser capaces de acumular gran cantidad de grasa antes de emprender un viaje largo. De hecho, muchos de ellos pueden sobrealimentarse hasta doblar el peso, antes de iniciar sus vuelos migratorios.

La producción de un nivel elevado de potencia implica que el organismo de las aves posea unas características que son muy poco compatibles con la longevidad. La vida de los pájaros no es muy larga y además está llena de peligros. La elevada tasa de combustión, que requiere oxígeno y combustibles, es posible gracias a un sistema respiratorio que se extiende por todo el cuerpo y ocupa hasta el 20% del mismo (mientras que en los mamíferos esta cifra es del orden del 5%) y a un aparato circulatorio que puede bombear sangre a un ritmo de 500 pulsaciones por minuto y funciona a una presión elevada. Pero no basta con almacenar y transportar oxígeno y grasas, los músculos necesitan para trabajar trifosfato de adenosina (ATP) que a su vez se produce a partir de las reservas. No es suficiente almacenar la grasa sino que para que los músculos funcionen es necesario que los pájaros posean células ricas en mitocondrias que son las responsables de usar los nutrientes para generar el ATP.

Para volar, los pájaros poseen cuerpos muy especializados, capaces de generar mucha potencia de un modo sostenido.

Los vuelos migratorios son otra de las características que hace que las aves sean unos animales excepcionales. Aunque los científicos lo sospechaban, hasta hace muy poco tiempo no se había podido constatar, de modo fehaciente gracias a los GPS, que algunas aves migratorias, como la becasina de cola barrada, son capaces de recorrer más de 11 000 kilómetros en un vuelo ininterrumpido: de Alaska a Nueva Zelanda. En estos viajes pierden la mitad de su peso y muchos individuos la vida. Lo que se desconoce es el motivo que impulsa a estos animales a cruzar el globo terrestre dos veces, todos los años. De Nueva Zelanda, viajan por el Pacífico al norte de China y de allí regresan otra vez a Alaska para repetir el circuito la temporada siguiente. Estos pájaros no son los únicos que siguen esa ruta, hay más, y sin llegar a esos extremos hay muchísimas especies que migran del norte de Eurasia al África tropical y a Sudáfrica, y otras lo hacen de norte a sur y viceversa, en el continente americano. Es difícil explicar que todos los años tantas especies de voladores emprendan esos largos periplos, tan peligrosos para ellos.

El ejercicio de las migraciones obliga a estos pájaros a poseer mecanismos de orientación muy sofisticados. Sabemos que han desarrollado varios sistemas para determinar rumbos: detectan la inclinación y la intensidad del campo magnético terrestre, reconocen la posición de las estrellas y la del sol y son capaces de diferenciar la luz polarizada. También poseen cierta capacidad de navegación inercial. En principio, con las brújulas las aves podrían seguir un rumbo y auxiliarse del reconocimiento visual del terreno para corregirlo y llegar a su destino. La navegación inercial también les permitiría, con la ayuda del reconocimiento visual, alcanzar sus objetivos. Es más complicado pensar que volando sobre el mar, con escasas referencias visuales, los pájaros sepan corregir el necesario abatimiento de las corrientes de aire, sobre todo en trayectos de miles de kilómetros. Es por eso, por lo que se supone que las aves cuentan con mecanismos capaces de indicarles, además del rumbo, una referencia más o menos exacta del lugar en donde se encuentran en cada momento. Eso significaría que disponen de una especie de GPS interno.

En cualquier sistema de navegación, para situarnos sobre la superficie de la Tierra, la complejidad está en la determinación de la longitud (ángulo medido sobre el paralelo del lugar a un meridiano de referencia, que suele ser Greenwich). La latitud (ángulo medido sobre el meridiano del lugar al Ecuador) la podemos deducir directamente de la altura de la estrella Polar, al menos en el hemisferio Norte, o de la del sol al mediodía, sabiendo en qué época del año estamos, en ambos hemisferios. La determinación de la longitud se resuelve llevando a bordo un reloj con la hora de Greenwich. La diferencia horaria entre las 12:00 horas locales y la que marca el reloj de referencia cuando el sol pasa por el meridiano de nuestro lugar (posición más alta), nos permite calcular la longitud del meridiano en que nos hallamos, ya que el sol recorre 15 grados cada hora. Es posible que los pájaros utilicen su reloj interno durante las migraciones, el ciclo circadiano, para determinar la longitud geográfica de su posición, al menos con respecto al punto de partida; pero no se sabe si emplean este mecanismo u otro para posicionarse con cierta exactitud sobre la Tierra. Caben otras posibilidades, que trato en este libro, porque la navegación de los pájaros continúa siendo un asunto del que no se tiene un conocimiento muy preciso.

Los pájaros son capaces de adaptar la forma de su cuerpo a las necesidades del vuelo con rapidez y continuamente. Esa geometría variable es quizá el elemento que los diferencia sustancialmente de los aviones que fabrica el hombre. Son animales cuyo vuelo es muy inestable ya que deben de actuar de forma constante sobre las distintas partes de su cuerpo para mantenerse dentro de lo que constituye su envolvente de vuelo. A la vez que esta característica los hace muy eficientes, requiere que estén dotados de un complicado sistema de control. Necesitan sensores muy precisos (vista, oído, aceleraciones y presión) que le informen de su posición, velocidad y fuerzas a las que están sometidas las distintas partes de su cuerpo; también deben contar con un sistema nervioso muy rápido que transmita esta información a su cerebro, para que la procese de forma automática y envíe a los músculos la respuesta necesaria de acuerdo a las circunstancias. Estas funciones marcan una gran divergencia entre el modo de operar de un aeroplano comercial y el de un simple pájaro; mientras que el piloto del aeroplano maneja una máquina estable con un número muy limitado de controles y poca capacidad de actuación sobre la geometría de su aeronave, el pájaro tiene que procesar, automáticamente, muchos datos, para mantenerse en vuelo.

Otro aspecto del vuelo, que caracteriza a muchos pájaros es la capacidad que tienen para extraer energía del viento. En la atmósfera, sobre tierra, existen térmicas ascendentes y corrientes de montaña que generan ondas y rotores; sobre el mar hay gradientes de velocidad en altura muy acusados, en particular cerca de la superficie del mar se crean capas en las que la velocidad del aire aumenta mucho con pequeñas variaciones de la altura; tanto en tierra como en el mar, hay corrientes ascendentes generadas por obstáculos bien sean olas, barcos, promontorios o construcciones. Muchos pájaros, como los cóndores y buitres leonados, son maestros en la extracción de la energía de las térmicas, y otros, como los albatros, dominan la técnica de aprovechar los gradientes de velocidad en altura, cerca de la superficie de las olas. Estos pájaros planeadores son capaces de pasar muchas horas volando sin batir las alas y recorrer centenares de kilómetros con un esfuerzo mínimo. Las aves planeadoras pueden mantenerse en el aire en busca de alimento durante largos periodos de tiempo sin apenas mover las alas: los carroñeros buscan animales muertos, los depredadores conejos, serpientes o incluso otros pájaros, y las aves oceánicas peces. Hay también pájaros, como las cigüeñas, que en sus largas migraciones utilizan el planeo para desplazarse con ahorro de energía; estas aves evitan cruzar los mares, donde las térmicas son inexistentes o muy débiles, por eso en Europa los pasos migratorios se concentran en las costas del Oriente Próximo y el estrecho de Gibraltar.

El aire ejerce sobre el pájaro un conjunto de fuerzas que le permiten volar. Cuando lo hace con las alas extendidas y fijas, como un aeroplano, las teorías aerodinámicas que se han desarrollado para los aviones son aplicables a las aves, pero con algunas salvedades. Es importante tener en cuenta un parámetro que se denomina número de Reynolds y que refleja la importancia relativa entre las fuerzas viscosas o de rozamiento y las inerciales, en el movimiento del aire alrededor de un cuerpo. En función del valor de este número, el comportamiento de las alas difiere de forma significativa. El número de Reynolds del flujo de aire en los aviones es del orden de millones, mientras que en el caso de los pájaros oscila entre 30 000 y 350 000.

El vuelo de aleteo, con batimiento de las alas, se considera que es bastante más trabajoso para el pájaro que el de planeo. Desde un punto de vista aerodinámico es muy complejo, especialmente a baja velocidad, durante los momentos del despegue y aterrizaje. Es muy difícil establecer un modelo genérico aplicable al vuelo ornitóptero y resulta más práctico analizar asuntos concretos del mismo. El estudio de las estelas, con pájaros adiestrados para volar en túneles de viento, ha mostrado aspectos muy interesantes de este tipo de vuelo. El hecho de que las fuerzas que el pájaro ejerce sobre el aire tienen que ser iguales a las que el aire ejerce sobre el pájaro, permite conocer estas últimas mediante el estudio del movimiento del aire alrededor del pájaro. Se han desarrollado técnicas que hacen uso de la fotografía con láser para determinar la velocidad de las partículas del aire que rodea a un pájaro que ha aprendido a volar en un túnel de viento. Los resultados de estos estudios han permitido avanzar mucho en el conocimiento del vuelo de aleteo durante los últimos años. A baja velocidad, con flujos cuyo número de Reynolds es pequeño el vuelo de aleteo se produce en situaciones en las que la corriente de aire no es estacionaria y los torbellinos asociados, así como las fuerzas de sustentación y resistencia tardan un tiempo en establecerse y cambiar. Gran parte de la sustentación de las alas, a baja velocidad y con ángulos de ataque elevados, se debe a los torbellinos que se forman en el borde de ataque del ala. La complejidad asociada al estudio aerodinámico del vuelo de pequeños ornitópteros a baja velocidad hace que los análisis concretos de situaciones puntuales adquieran mayor utilidad que el desarrollo de cualquier modelo que pretenda abordar la solución completa del problema.

Cuando estudiamos el vuelo de los pájaros es inevitable pensar que se trata de un ejercicio muy complicado. Tanto, que nos sorprendemos de que pueda ocurrir. Sin embargo, para un ave que lo hace todos los días, la práctica del vuelo es parte de su vida, al igual que lo es para los mamíferos terrestres desplazarnos sobre la superficie de nuestro planeta. No sabemos cómo lo hacemos, pero lo hacemos. Para el ave, el aire es el medio en el que se apoya y debe hallarlo tan consistente y seguro como lo es el suelo para nosotros. Los movimientos que le permiten volar son instintivos, automáticos, los produce un sistema nervioso ligado a más de un centenar de músculos que a su vez recibe instrucciones que elabora el pájaro con un nivel de consciencia más elevado.

Otro asunto de interés es qué puede enseñarnos el estudio del vuelo de los pájaros para construir nuestros futuros aviones. La respuesta se complica por el hecho de que si bien las aeronaves comerciales transportan carga de pago los pájaros no y además quizá aves y humanos tengamos prioridades muy distintas, en el ejercicio del vuelo, durante los años venideros.

Y para terminar esta introducción, diré que El libro del vuelo de las aves está escrito con la intención de que pueda leerlo cualquier persona que desee profundizar en el conocimiento del vuelo de los pájaros. Es un libro de divulgación y he tratado de evitar fórmulas y terminología científica, y le pido por anticipado al lector disculpas por las expresiones matemáticas que no he sabido evitar. Puede pasarlas por alto, sin merma de la comprensión del fondo de los asuntos que en el libro se tratan. La mayor parte de las fórmulas, así como los detalles sobre la anatomía de las aves, cuestiones relacionadas con la Aerodinámica y datos de vuelo de un conjunto de aves, los he incorporado en los anexos.

Los machos del combatiente

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Foto: Diergaarde_Blijdorp

El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí

 

El pájaro combatiente (Philomacus pugnax), es un ave zancuda de una especie que produce tres clases de machos que poseen comportamientos sexuales muy diferentes. Estos pájaros crían en lugares acuosos del norte de Europa y Asia. Los machos no se ocupan demasiado de los polluelos y abandonan los criaderos a finales de junio, antes que las hembras que lo hacen con la descendencia al mes siguiente. Viajan en bandadas muy numerosas. Los machos ivernan en lugares menos alejados de los criaderos, a veces separados de las hembras que buscan lugares más cálidos; en sus migraciones pueden recorrer miles de kilómetros, desde el norte de Eurasia a los trópicos africanos.

Pero lo que hace muy singulares a estas aves son sus tres tipos de macho. Desde hace mucho tiempo tan solo se sabía que existieran dos de ellos, el descubrimiento del tercero data de 2006. Los machos que se conocían eran más grandes que las hembras, pesaban unos 180 gramos y sus alas poseían una envergadura de alrededor de 57 centímetros; sus patas y picos eran de un llamativo color naranja. Durante la época del apareamiento se cubrían con un abundante, vistoso y personalizado, plumaje. Las dos tipos de macho tradicionales son, el territorial y el satélite.

Los territoriales marcan un espacio físico que defienden con extrema agresividad. Las hembras, dentro de su recinto, les pertenecen y pelean con cualquier competidor que pretenda compartirlas con ellos. Los satélites se introducen en los espacios controlados por los territoriales, aprovechando las peleas del titular con otros satélites, y copula con la hembra del territorial. Los satélites también se benefician de otras hembras que ocasionalmente entran en las zonas de los territoriales. La presencia de estos copuladores furtivos causa serios disgustos al dueño del recinto, pero también sirve para que a su territorio acudan más hembras, muchas atraídas por la presencia de los satélites.

En 2006 se descubrió otra clase de macho al que se le puso el nombre de faeder. Esta palabra inglesa se utilizaba antaño para designar al padre (father). El faeder tiene aspecto físico de hembra, es más pequeño, y trata de hacerse pasar por una de ellas. En los momentos de descuido, cuando las hembras se agachan, el faeder aprovecha para sorprenderlas con un beso cloacal que es el modo de copular que tienen las aves. Hay veces que el territorial los confunde con una de sus hembras y copula con ellos, aunque hay expertos que opinan que no es la confusión sino el apetito lo que provoca la unión. En realidad, entre los machos la práctica homosexual es bastante frecuente y también sirve para estimular el deseo de las hembras.

La trilogía de machos combatientes es genética, cada macho nace con su propio distintivo para desempeñar el papel que la sabia y vieja naturaleza le ha encomendado. A unos les confiere la creencia de que disponen de un derecho natural a poseer, a otros la sabiduría y prudencia de liberarse de las obligaciones del mantenimiento de sus bienes y a los últimos el disfrute del placer, sin más. Dicen los expertos que las hembras sienten una especial predilección por los faeder.

 

 

Pájaros artificiales

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La foto no es de un pájaro real: es un dron tipo Robird de Clear-Flight-Solutions. Las aves lo confunden con un halcón peregrino y huyen de su presencia. En las proximidades de los aeropuertos sirve para evitar que las aeronaves colisionen con los pájaros.

La historia de los pájaros artificiales es casi tan antigua como la el conocimiento humano. ¿Volaban las palomas de madera de Arquitas de Tarento? El matemático Herón de Alejandría, así lo creyó, aunque eso fuera centenares de años después de la muerte del supuesto primer fabricante de drones de la historia. Es posible que las palomas de Arquitas se propulsaran mediante vapor de agua. El propio Herón diseñó pájaros artificiales que movían las alas y cantaban, gracias a mecanismos que se alimentaban mediante agua a presión que les llegaba a través de tuberías. Cuentan que a Carlos I de España, cuando ya se había retirado en Yuste, un famoso y sabio inventor, Juanelo Turriano, a quien nombró Relojero de la Corte, también le fabricó pájaros voladores. El ingeniero renacentista fabricó un famoso reloj, Cristalino, que marcaba la posición de los astros en todo momento. En el siglo XVIII un francés, Jacques Vaucanson, construyó un pato chapado en oro, capaz de imitar los movimientos y sonidos de un ánade, con gran precisión, además de ingerir grano y defecar a través de un detallado mecanismo que imitaba con precisión el aparato digestivo. Su compatriota Voltaire quedó prendado del invento. Sin embargo, han tenido que pasar muchos años hasta que podamos aseverar con seguridad que alguien ha construido un pájaro artificial que vuela como los naturales, batiendo las alas, sin hélices.

«Es un sueño de la humanidad volar como los pájaros». Son palabras de Markus Fischer, el joven que dirigió el equipo de Festo que construyó SmartBird. Un pájaro artificial, inspirado en la gaviota argéntea cuyas alas se mueven hacia arriba y abajo y son capaces de torcerse como las de las aves. Está construida con fibra de carbono y pesa unos 450 gramos, posee una envergadura de 2 metros, se alimenta con una batería de litio, lleva cuatro servos y es capaz de transmitir su posición a una estación de control —que gestiona un operador— y recibir órdenes desde la misma. Puede despegar, volar como un pájaro batiendo sus alas, y aterrizar. SmartBird es un invento del siglo XXI. No es el único, hay otros pájaros artificiales como el de Nico Nihenhuis, un holandés que ha diseñado y construido aves de presa artificiales (Robirds). Estos ingenios, dotados de un piloto automático, servirían para hacer que los verdaderos pájaros huyeran de las zonas de tránsito aéreo y evitar así las colisiones con las aeronaves.

Las universidades también se han ocupado durante los últimos años de los pájaros artificiales. El Israel Institute of Technology desarrolló un proyecto de pájaro mecánico (Birdinator), capaz de volar durante 10 minutos y transportar una pequeña carga de pago de unos 20 gramos. El proyecto ROBUR, en Francia, se desarrolló para estudiar la viabilidad y las ventajas de pequeños aviones no tripulados de alas batientes. La universidad de Maryland construyó, con fondos del Laboratorio de Investigación del Ejército de Estados Unidos, un robot (Robo Raven) muy ligero, equipado con una pequeña cámara, para misiones de vigilancia y reconocimiento. Es más silencioso que un helicóptero y pesa menos que una lata de cerveza. Desde hace más de una década, el profesor S.K. Gupta de dicha universidad ha estado trabajando en este tipo de desarrollos. Durante las pruebas de vuelo, el Robo Raven fue confundido por un halcón que lo atacó en varias ocasiones.

Hasta los fabricantes de juguetes han desarrollado pájaros voladores artificiales. Por menos de 100 dólares, la empresa francesa Avitron ofrece un robot que pesa 8,85 gramos, vuela en habitaciones cerradas y el exterior (según anuncia el fabricante) durante unos 8 minutos, y se alimenta con 6 baterías AA recargables.

A pesar de las dificultades de estos inventos, ya que los amplios conocimientos que poseemos sobre la aerodinámica aplicable a los aviones tienen escasa utilidad a la hora de estudiar el vuelo de los pájaros, sobre todo los pequeños ornitópteros (voladores de alas batientes), cada vez hay más organizaciones y empresas interesadas en desarrollar máquinas de volar de reducido tamaño que se muevan batiendo las alas. Parece que un aparato volador de gran envergadura y alas batientes es un ingenio muy complicado. Aunque incluso se ha realizado algún prototipo de pterosaurio artificial, no creo que una máquina cuyo peso sea superior a varios kilogramos tenga mucha utilidad. Con alas muy grandes, los ornitópteros  pierden sus ventajas de maniobrabilidad. Sin embargo, con pesos del orden de un kilogramo y menos, estos aparatos podrían desplazarse a gran velocidad, ser muy maniobrables y ejecutar misiones que difícilmente estarían al alcance de los drones de ala fija o de ala rotatoria. El problema es que estas máquinas plantean un reto tecnológico extraordinario. Sin embargo, muchos creen que en un plazo de 10 o 20 años podremos ver drones que vuelan con la misma seguridad y habilidad que los pájaros en nuestras ciudades, atareados en misiones de transporte urgente de gran variedad de productos. Bastaría con que dejáramos una ventana abierta en casa para recibir un paquete pocos minutos después de comprarlo, eso sí, mientras no sea demasiado grande.

La estrategia de vuelo de los pájaros planeadores terrestres

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La habilidad de los pájaros planeadores terrestres para extraer del aire la energía que precisan para desplazarse es sorprendente. El buitre leonado es el gran maestro del planeo en el Viejo Mundo; tiene un aspecto algo siniestro, con ese cuello largo y desnudo de avestruz, los ojos saltones, las plumas desastradas y el pico ganchudo. Cuando alarga los brazos y extiende el plumaje, despliega casi tres metros de magníficas alas que le permiten remontar las corrientes térmicas ascendentes como ningún otro pájaro.

Por la mañana debe aguardar unas horas, después del amanecer, a que el sol caliente algunos pedazos de tierra. Hasta entonces descansa, con el corazón en reposo, a unas 40 pulsaciones por minuto. Es el ritmo cardiaco que se ajusta a su tasa de metabolismo basal. Conforme se adentra en las tareas que le deparan la nueva jornada y empieza a observar, desde su atalaya, el ir y venir de pájaros, cómo se acortan las sombras y nota el calor de los rayos del sol en el plumaje, el corazón aumenta su ritmo hasta las 80 pulsaciones.

El aire, recalentado por la tierra, forma pequeñas burbujas que se juntan en hilillos que ascienden por la atmósfera. Al principio lo hacen con dificultad, por la inversión de la capa de aire que se encuentra encima del suelo: a mayor altura, está más caliente. Y es que la noche ha enfriado la tierra mucho. Cuando los pequeños hilos ascendentes traspasan los estratos afectados por la inversión, suben mucho más deprisa y se enfrían, se condensan, se detienen y caen otra vez. Los cilindros que suben se unen y crean una columna de aire caliente que se abre y asciende hasta el punto en el que se origina una pequeña nube blanca, con la base arqueada: es un cúmulo.

El buitre leonado detecta el momento en el que el sol ya ha puesto en marcha lo que será el motor en sus vuelos. Ha llegado la hora de comenzar la jornada de trabajo. Se prepara para lanzarse al vacío, extiende los brazos, mueve las patas, agita las alas. Su corazón late a 180 pulsaciones por minuto. Da un salto y aletea con fuerza varias veces para ganar velocidad. El vuelo, con batimiento de las alas, le supone un esfuerzo casi insoportable; la frecuencia cardiaca se aproxima a los 400 latidos por minuto. Muy pronto abandona los aleteos y extiende las alas para planear. Su trayectoria le hace perder poca altura y al cabo de unos diez minutos el buitre asciende en espiral aprovechando la corriente de una térmica. La velocidad de ascenso no tiene por qué ser muy elevada, quizá 0,5 metros por segundo, aunque en algunos casos alcance los 3 o 4 metros por segundo. Mientras se eleva, describe una trayectoria helicoidal, con un radio de giro de unos 15 a 20 metros. Con las alas extendidas, cuando ya han transcurrido 10 minutos desde que dejó de planear, su corazón vuelve a latir a 80 pulsaciones por minuto. A ese ritmo funciona su víscera cardiaca, en el aire con las alas extendidas, sin batirlas, o en su atalaya, desde la que observa lo que ocurre a su alrededor, con las alas plegadas. Para el buitre leonado no es más costoso, desde el punto de vista energético, el vuelo de planeo que mantenerse erguido sobre las patas en un peñasco.

Cuando la térmica se desvanece o el pájaro considera que ha subido a la altura que deseaba, abandona el chorro de aire caliente para iniciar un planeo en cualquier dirección. Con un ángulo de planeo pequeño, de 2 a 3 grados, el pájaro puede realizar un trayecto horizontal cuya distancia sea 20 veces la altura inicial, antes de llegar al suelo; recorrerá 20 kilómetros si ha ascendido a 1000 metros. Sin embargo, el buitre regula el ángulo de planeo a voluntad, en función del plan que tenga para ese día. Para permanecer en el aire todo el día, sin batir las alas, antes de perder por completo su altura deberá introducirse en otra térmica. Y eso es exactamente lo que hace, siempre que puede: navegar de térmica en térmica, sin dejar que su corazón sobrepase las 80 pulsaciones por minuto.

El buitre leonado es quizá el maestro de los planeadores terrestres en Europa, Asia y África, y sus prestaciones cuando ejercita el vuelo sin aleteo, con las alas extendidas y fijas, son superiores a las de la mayoría de las aves planeadoras. Para casi todas ellas, el consumo energético en vuelo de planeo es del orden de 1,5 veces el metabolismo basal (mínimo necesario para mantener al organismo en absoluto reposo). Este factor se eleva a 7 para el vuelo con aleteo. Esta es la razón por la que los pájaros planeadores sienten una terrible aversión al vuelo con batimiento de las alas y no lo efectúen salvo si carecen de una alternativa.

Evitar el vuelo de aleteo, es un objetivo importante para las aves planeadoras. Al menos eso es lo que se deduce de las muchas observaciones que se han efectuado de estos pájaros; del tiempo que permanecen en el aire, durante una jornada completa, no suelen dedicar más del 3% al vuelo de aleteo. Para conseguirlo, y hacer compatible este objetivo con sus otros intereses diarios, cada especie ha desarrollado su propia estrategia.

En primer lugar, y antes de profundizar en las estrategias de planeo, es necesario explicar que este tipo de vuelo se caracteriza por un descenso del pájaro, a velocidad constante, siguiendo una trayectoria rectilínea que forma un determinado ángulo con la horizontal. Si elegimos un valor para el módulo de la velocidad del ave en un planeo, el pájaro podrá adoptar distintas configuraciones, con las alas y la cola más o menos extendidas, las patas desplegadas o recogidas, con lo que con una misma velocidad, la componente vertical de descenso de la velocidad, será mayor o menor, en función de la configuración que adopte el pájaro. Para cada velocidad, dentro del rango de vuelo del pájaro, existirá una configuración de despliegue de alas, cola, patas y posición del cuerpo, con la que la componente vertical de descenso de la velocidad será la mínima. La curva que muestra la mínima velocidad vertical de descenso, en función de la velocidad, se denomina polar. Podemos olvidarnos de esta curva y bastará con que recordemos que a cada velocidad del pájaro, le corresponde una velocidad mínima de descenso en el planeo.

Hay tres velocidades de planeo características: la mínima, la mejor y la de la teoría de MacCready, o la óptima. La mínima es la velocidad de planeo con la que se obtiene la menor velocidad de descenso. Con la mínima, el pájaro estará en el aire el mayor tiempo posible antes de llegar al suelo. La mejor es la velocidad de planeo en la que la relación entre las componentes horizontal y vertical de la velocidad es máxima. Por cada metro que descienda, el pájaro avanzará más metros con la velocidad mejor, que con ninguna otra. La mejor, es la velocidad que le permitirá ir más lejos.

La mínima maximiza el tiempo en el aire, la mejor la distancia recorrida ¿Para qué sirve la que resulta de la teoría de MacCready? Cuando un pájaro migra, por lo general procura que el tiempo del viaje sea lo más breve posible, ya que la experiencia migratoria está asociada a multitud de peligros. MacCready propuso una velocidad de planeo óptima; es la que optimiza la velocidad en un trayecto; la que permite realizarlo en el menor tiempo posible. Se supone que el pájaro se mueve en una dirección determinada, de térmica en térmica. La velocidad óptima de la teoría de MacCready tiene en cuenta los tiempos de ascenso en las térmicas y depende de la intensidad de las corrientes ascendentes que se supone igual para todas ellas.

Pondré el ejemplo concreto de un halcón. Para este pájaro las velocidades típicas de planeo anteriores serían, 7,32 m/s para la mínima, 13,51 m/s para la óptima y 10,38 m/s para la mejor. Si asciende 1200 metros en una térmica, con la velocidad mejor podría planear 12 408 metros, bastantes más que con la mínima (10 239 m) o con la óptima (11 603 m). Con la velocidad de planeo mínima permanecería en el aire 23 minutos, mientras que con la óptima, tan solo 14 minutos. Por el contrario, el desplazamiento a lo largo de su ruta sería mucho más lento con la velocidad de planeo mínima, ya que la velocidad de crucero real no pasaría de 3,9 m/s mientras que si elige el planeo óptimo podrá moverse a 5,6 m/s (teniendo en cuenta los tiempos que pierde en las térmicas).

El número de opciones de planeo que se le presenta a un pájaro cuando ha remontado una térmica es elevado, sobre todo si se considera el entorno y la misión que el pájaro pretende ejecutar en ese momento. Un volador tiene que resolver en su vida diaria problemas que a los corredores terrestres no se le plantean nunca.

Nir Horvitz (2014) y un grupo de científicos observaron las estrategias de planeo de 1346 pájaros de 12 especies distintas. Los autores del estudio introdujeron un concepto muy interesante: el índice de aversión al riesgo, del vuelo (RAFI).

Los científicos entendían que cuando un pájaro planeaba con la velocidad óptima corría el riesgo de no llegar a la siguiente térmica y verse en la costosa obligación de aletear durante un tramo hasta alcanzarla. Planear con la velocidad óptima, mostraba poca aversión al riesgo. Todo lo contrario podía decirse si el pájaro elegía la velocidad mejor, con la que tenía más probabilidades de alcanzar la siguiente térmica; una actitud conservadora que mostraba aversión al riesgo.

Con este criterio definieron el índice, de forma que si la velocidad de planeo del vuelo del pájaro era igual a la óptima, RAFI valía 0; en ese vuelo el ave no manifestaba ninguna aversión al riesgo, se mostraba muy arriesgada. Si la velocidad de planeo del vuelo era igual a la mejor, RAFI valía 1; el ave se mostraba muy conservadora, con gran aversión al riesgo. Para velocidades intermedias se otorgaban valores entre 0 y 1 al índice RAFI de ese vuelo.

Los resultados del experimento de Horvitz demostraron que los pájaros con mayor aversión al riesgo eran los que poseían una carga alar (relación entre el peso y la superficie de las alas: W/S) más elevada, mientras que los arriesgados contaban con una carga alar menor. Así pues, la cigüeña blanca (Ciconia ciconia, W/S=54,2 Newtons/m2) efectuó los vuelos con un RAFI=0,999, mientras que el busardo ratonero (Buteo buteo vulpinus, W/S=27,4 N/m2) los realizó con un RAFI=0,109. Justo en un valor intermedio se situó el águila pomerana (Aquila pomarina, W/S=38,4 N/m2, RAFI=0,39). Parece lógico que los pájaros a los que el vuelo de aleteo les suponga un gran esfuerzo, sean los menos proclives a asumir riesgos cuando tienen que realizar largos vuelos de planeo.

Pasarse el día entero en el aire, de térmica en térmica, con el corazón a 80 pulsaciones por minuto, es algo que los buitres leonados han aprendido a hacer sin apenas consumir energía mecánica; sin embargo, parece que supone un esfuerzo lógico de tal magnitud, que quizá consuma casi toda su materia pensante.

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