Los primeros años
El padre de Tony, Herman Fokker, siempre pensó que los profesores serían incapaces de sacar provecho de su hijo en la escuela. Y así fue.
Anthony Fokker nació en Blitar, una pequeña población al sur de Kediri, en la isla de Java, el 6 de abril de 1890. El moderno aeroplano aún no se había inventado. Sus padres cultivaban café en unas tierras que Herman Fokker había arrebatado a la jungla hacía ya algunos años. El padre de Tony emigró a las Indias Orientales Neerlandesas, Indonesia, y cuando su plantación empezó a producir algo de dinero volvió a Amsterdam, conoció a Anna Diemont, la que más tarde sería la madre de Tony, se casó con ella y regresó con su esposa a Java. Allí tuvieron dos hijos: una niña y Anthony.
Los seis primeros años de la vida de Tony trascurrieron en compañía de los nativos de aquellas hermosas tierras salvajes. Aprendió a trepar a los árboles con la misma agilidad con que lo hacían los monos y utilizaba los dedos de los pies también casi con la destreza de los simios. No supo lo que eran los zapatos hasta que cumplió los seis años.
En la memoria de Anthony quedaron grabados para siempre los restos de una conversación que escuchó a sus padres la noche anterior al día que abandonaron Blitar. Los Fokker hablaron de que sus hijos se merecían una educación que en aquella parte del mundo no podían tener, ellos habían ganado suficiente dinero y, por tanto, era el momento de regresar a Holanda.
Los Fokker empaquetaron sus pertenencias y viajaron por tierra hasta Batavia, la ciudad que hoy se llama Yakarta, y a continuación embarcaron para llegar a Amsterdam después de un larguísimo viaje que duró varias semanas. No podía imaginarse el padre de Tony que, años más tarde, su hijo pequeño fabricaría artefactos para una empresa neerlandesa capaces de volar y transportar pasajeros de Amsterdam a Batavia en un par de jornadas.
Cuando llegaron a Holanda, la familia de Tony se estableció en una pequeña población al norte de Amsterdam, Haarlem; un lugar al que solía acudir gente acomodada.
Desde el primer día, a Tony no le gustaron las muchas obligaciones asociadas a su nueva vida y, en particular, la de ir todos los días a una escuela fue un motivo de insatisfacción permanente. Los profesores jamás conseguirían despertar el interés de Anthony; como mucho lograron que se mostrara tolerante con asignaturas que tuvieran prácticas. Su padre, soportó con resignación las malas notas y los apercibimientos escritos y verbales que su hijo Tony coleccionaba, mes tras mes. Al muchacho, el colegio le aburría y sólo consiguió superar las pruebas escritas gracias al ingenio que desarrolló para copiar en los exámenes. Para ello inventó y fabricó diversos artilugios que sus profesores no pudieron, o no quisieron, descubrir.
Si bien su rendimiento escolar fue desastroso, Tony destacaría por su habilidad en el manejo de las herramientas y su imaginación para inventar aparatos mecánicos. Sus padres le permitieron utilizar la última planta de la casa —que con los años se convirtió en un verdadero laboratorio— para que desplegara en ella su taller y sus juguetes. Durante una época, el ático se transformó en un complejo ferroviario en el que las vías se cruzaban, y por donde circulaban locomotoras y vagones a toda velocidad. Las primeras locomotoras eran de cuerda, las siguientes eléctricas, después también hizo algunas de vapor y lo que no consiguió fue fabricar pequeños motores de gasolina que las movieran. Las vías, clavadas en el suelo, se cruzaban y los trenes cambiaban de vía con mecanismos ideados y construidos por el propio Anthony. Su interés ferroviario se desvaneció cuando empezó a construir modelos de aeroplanos, con distintas alas, contrapesos, planos de cola y timones, que perfeccionaba en función de cómo volara cada configuración en particular. También, una vez subió unos tablones a su guarida y al cabo de un tiempo llamó a sus familiares para mostrarles un pequeño velero que había construido con las maderas. Su padre quedó tan impresionado que convocó a sus amigos para que viesen lo que su hijo Tony era capaz de hacer, quizá porque la gente pensaba que el muchacho no servía para nada, a tenor de las notas que obtenía en el colegio. Con aquel barco Tony aprendió a navegar en los muchos estanques que bordeaban la pequeña ciudad de Haarlem.
A los 18 años, Tony, seguiría siendo un desastre en la escuela, iba retrasado algunos cursos por lo que casi todos sus compañeros eran bastante más jóvenes que él. Una de las veces que el profesor lo expulsó de clase, Tony se quedó en el portal del colegio. Allí coincidió con otro compañero que había corrido la misma suerte. Se llamaba Fritz Cremer y, los padres de los muchachos eran amigos. En la puerta del colegio, Tony, se enteró de que los Cremer tenían un automóvil, algo muy poco usual en la ciudad de Haarlem, en el año 1908.
Fritz y Tony congeniaron bien enseguida. Salían con el coche de los Cremer de excursión por los mal pavimentados caminos de los alrededores y rara era la ocasión en que no tuvieran alguna avería. Tony aprendió muy pronto a reparar el vehículo. Era capaz de desguazarlo pieza a pieza y montarlo otra vez, en poco tiempo, sin que le sobrase ninguna. De esa forma podía arreglar las averías con facilidad. Sin embargo, había algo que ocurría con mucha frecuencia y que les fastidiaba demasiadas excursiones: los pinchazos.
Parecía como si los neumáticos del automóvil sintieran una especial atracción por los clavos, cristales y demás objetos punzantes y cortantes que tanto abundaban en las carreteras. El joven Fokker pensó mucho sobre aquel asunto y llegó a la conclusión de que había nacido para resolver el problema, de forma que concentró toda su actividad en el desarrollo de una solución a los indeseables pinchazos. Se entregó con entusiasmo a la tarea. Fabricó sus propios aparatos de medida para analizar la deformación de los neumáticos durante la marcha y los probó en su bicicleta, por las noches, porque no quería que nadie le copiara las ideas.
La solución que inventó consistía en una banda de acero, exterior, flexible, que se sujetaba a una circunferencia rígida mediante muelles capaces de absorber las deformaciones. Cuando llegó a aquél punto, Tony había consumido todos los recursos económicos de que disponía por lo que necesitaba dinero y además tiempo libre para continuar con sus investigaciones. Entonces, decidió pedir ayuda a su padre.
Para el propio Tony fue una sorpresa ver cómo su padre consintió en aprobar el plan, le prestó dinero y además le autorizó a que se ausentara del colegio durante un par de semanas. Anthony fue a ver al director para comunicarle la buena nueva de que iba a trabajar en el desarrollo de un invento suyo y que durante un par de semanas no acudiría a clase. Extrañado, el director movió la cabeza de un lado para otro y no le dijo nada. Anthony salió del despacho del profesor dándose cierta importancia sin saber que ya no volvería jamás a la escuela.
El desarrollo de la rueda a prueba de pinchazos se alargó mucho en el tiempo. Después de agotar el programa de ensayos con la bicicleta Tony se fue a ver a su amigo Fritz Cremer para decirle que le gustaría hacer pruebas con el automóvil de su familia y ofrecerle además, una parte en el negocio que había emprendido. Fritz y su padre se convirtieron en socios de los Fokker.
El desarrollo del producto, al que los dos entusiastas colegiales dedicaban todo su tiempo, no iba mal y el padre de Anthony contrató un abogado para que se encargara de las patentes. El asesor legal empezó a realizar estudios, uno cada semana, relacionados con la propiedad intelectual del invento, y las facturas se amontonaron en la mesa del despacho de Herman Fokker. Los socios capitalistas, que a su vez eran los padres de los inventores, urgieron a los chicos a que dieran por concluida la fase de desarrollo y empezaran con la comercialización del producto que, de acuerdo con los últimos ensayos, funcionaba a la perfección. Tony y Fritz habían montado una de sus ruedas a prueba de pinchazos en un lado del coche de los Cremer y en el otro una rueda normal. En esas condiciones comprobaron que un pasajero no podía diferenciar entre una y otra rueda, con independencia del tipo de calzada sobre la que rodara el vehículo. Parecía que los problemas técnicos estaban resueltos cuando una mañana el abogado se presentó en casa de los Fokker para decirle a Herman que acababa de descubrir una patente francesa, de fecha anterior, que les impediría comercializar el invento. Aquella mala noticia dio al traste con el negocio de las ruedas a prueba de pinchazos, pero serviría para que Anthony y Fritz estrecharan unos lazos que luego aunarían con mayor fuerza y que Tony Fokker tuviera que plantearse, en serio, qué pretendía hacer con su vida.
El curso de aeronáutica de Zalbach
A Herman Fokker le hubiera gustado que su hijo estudiase en la universidad de Delft, incluso estaba dispuesto a pasarle una generosa asignación anual de 2400 florines para que disfrutara de una cómoda estancia en Delft si Tony se decidía a estudiar ingeniería en aquel centro de tanto prestigio. Sin embargo, el propio Herman era consciente de la incapacidad de Tony para encerrarse durante seis años en un lugar de estudio. Mientras tanto, Anthony tuvo que presentarse para hacer el servicio militar obligatorio y después de algún tiempo consiguió evitarlo gracias a que, a cambio de mil florines, un médico sin demasiados escrúpulos certificó su incapacidad. Anthony estaba acostumbrado a comprar casi todo lo que quería.
Sin otras obligaciones que lo ataran, Tony se vio en la necesidad de decidir sobre su futuro y le dijo a su padre que quería ser piloto. El muchacho, además de fabricar modelos de avión, seguía con interés los acontecimientos aeronáuticos de la época y también había construido un simulador de un puesto de control de vuelo, en el ático de su casa, en el que dispuso junto a una vieja silla los mandos de un avión del tipo Wright. A la izquierda colocó la palanca del timón de profundidad y a la derecha la de control de torsión de las alas que inducía el alabeo, o control lateral, y que también servía para actuar sobre el timón de dirección vertical, al girar la palanca. Por entonces, Tony Fokker, ya había decidido cómo tenía que ser el avión ideal, después de observar el vuelo de sus modelos a escala reducida. Desde aquél puesto realizaba vuelos imaginarios que reproducía en su mente a la vez que actuaba sobre los mandos, en perfecta sincronía con la evolución de la aeronave.
Cuando dijo en casa que quería aprender a volar su padre le respondió que no estaba dispuesto a financiar semejante aventura en la que su hijo terminaría rompiéndose la cabeza, con toda seguridad.
Después de muchas discusiones y analizar diferentes alternativas, padre e hijo, convinieron en que Tony se desplazara a la universidad alemana de Bingen, a orillas del Rin, para hacer un curso de ingeniería que duraba un año. El curso parecía lo suficientemente práctico como para suscitar el interés de Anthony. Con algo de nostalgia, el joven estudiante, emprendió su largo viaje en barco hasta Bingen, que estaba a unas 300 millas de Amsterdam. Sin embargo, Tony no llegó nunca a su destino inicial porque se enteró de que en Zalbach iban a impartir, por primera vez, un curso sobre aeronáutica y convenció a su padre para cambiar el plan. La excusa fue que en Zalbach había un interesantísimo curso sobre automoción con la intención de plantear la cuestión aeronáutica con posterioridad, como formación adicional, junto con la petición de mil marcos para financiar el complemento. El dinero de más lo necesitaba para los materiales del avión, que los alumnos del curso aeronáutico tenían que construir a lo largo del año, y la constitución de una fianza.
El curso empezó con pocos alumnos y un profesor que decía ser ingeniero aeronáutico. Fokker destacó inmediatamente, por su destreza en el manejo de las herramientas y por sus conocimientos en la materia. Cuando el aeroplano estaba casi terminado, la escuela contrató a un piloto que sería el primero en volarlo y que daría clases de vuelo a los alumnos. El aviador se llamaba Büchner. La primera vez que vio el aeroplano de los estudiantes no dijo nada, pero su rostro cambió de color. Aunque Büchner presumía de estar cualificado con creces para ser titular de una licencia de vuelo expedida por la Federación Aérea Internacional (FAI), no la tenía, pero como venía de Johannisthal nadie se atrevía a cuestionar sus habilidades como piloto. Entonces, en el aeródromo de Johannisthal, en Berlín, se habían congregado los personajes más destacados de la aviación alemana y era el centro neurálgico aeronáutico del país.
Para realizar los ensayos de vuelo, la universidad alquiló unos terrenos en Wiesbaden, cerca de Maguncia. Durante las primeras pruebas todos comprendieron que el artilugio que habían construido servía para cortar la hierba con la hélice y para nada más. Las alas tenían poca superficie, al motor le faltaba potencia, al aparato le sobraba peso y la hélice no podía tirar con fuerza del invento ni siquiera para arrastrarlo sobre el campo nivelado. Cuesta abajo ganaba algo de velocidad, no mucha, por lo que los alumnos trataron de hacerlo volar dejándolo caer por la pendiente con Büchner a los mandos. Después de cada intento fallido tenían que arrastrarlo, cuesta arriba, para repetir otra infructuosa carrera.
Anthony Fokker se hizo amigo de Büchner y creyó intuir que el piloto estaba encantado con la situación, porque repetían una y otra vez carreteos que jamás lograrían que aquel ingenio levantase el morro para volar. No parecía que Büchner tuviera gran empeño en practicar la navegación aérea.
La única decisión sensata fue la que adoptaron, después de innumerables ensayos frustrados, y consistió en hacer otro avión con mayor superficie alar, menos peso y un motor más potente. La escuela no tenía fondos para adquirir otro motor, pero uno de los alumnos, panadero, que quería volar a toda costa, resolvió la cuestión. Compró un motor Agnus de 50 caballos de vapor (HP) y se lo alquiló a la escuela. Aquél gesto provocó una oleada de entusiasmo aeronáutico entre los jóvenes universitarios y muchos, que antes no lo habían hecho, se inscribieron en el curso de aviación.
Cuando el segundo aparato estuvo listo para volar, Büchner inició las pruebas de carreteo sobre la pista. El avión alcanzaba 30 o 40 millas en tierra. Era suficiente. El piloto empezó a dar saltos con el aeroplano, primero cortos, luego más largos. Anthony Fokker ya no tenía ninguna duda, Büchner no había volado en su vida y estaba aprendiendo a hacerlo delante de sus narices y además cobraba por ello. Sin embargo, el tiempo del curso se acababa y el primer vuelo tenía que efectuarse con la debida solemnidad. El día del vuelo inaugural, la escuela entera se vistió de gala y, encabezada por su director, se alineó con formalidad en el campo de vuelo para presenciar cómo el gran Büchner paseaba por los cielos de Wiesbaden el magnífico avión de los alumnos de Zalbach. Todos los estudiantes de aeronáutica esperaban aquella jornada con impaciencia porque, después del vuelo del maestro, habría llegado su turno, el gran día en que se iniciarían en el arte de manejar aeroplanos.
Büchner se lanzó por la pendiente a toda velocidad, tiró de la palanca y el avión ganó altura con rapidez. El piloto se debió sentir muy incómodo en el aire, sin tierra pegada a las ruedas de su aeroplano. Todo iba bien, no parecía que hubiese ninguna razón para que la aeronave evolucionara de la forma que lo hizo. Büchner tenía sus motivos, a Fokker le pareció que el piloto nunca había volado y sintió un pánico terrible a dejar la tierra llana que aún quedaba debajo del avión y adentrarse en el bosque, por encima de los árboles. De un modo inesperado, el avión de la escuela inició el descenso para aterrizar en lo que aún quedaba de espacio libre hasta la foresta. El aparato golpeó el suelo con dureza y el piloto no pudo detenerlo antes de estrellarse contra el tronco de un magnífico nogal. Anthony fue uno de los primeros en llegar al montón de maderos rotos y telas desgarradas del que surgió, milagrosamente ileso, un Büchner desconcertado. El joven estudiante se percató enseguida de que el motor había sufrido un daño irreparable.
Con la pérdida del segundo aeroplano, la escuela tuvo que cancelar las actividades del departamento aeronáutico. Sin embargo, Fokker consiguió seguir adelante con su idea de construir un avión y aprender a volar. Uno de sus compañeros, el teniente von Daum, era un estudiante muy peculiar: ya había cumplido los 50 años, disfrutaba de una posición económica holgada y para él la aviación no era otra cosa distinta a la de un entretenimiento en el que pasar el tiempo. El oficial se había dado cuenta de que la única persona con habilidad para construir un aeroplano, en aquella disparatada universidad, era Anthony Fokker. Le propuso que construyeran un avión entre los dos y consiguió que le prestasen un sitio en un antiguo hangar de la empresa Zeppelin, en Baden Baden. Tony escribió otra vez a casa para solicitar fondos que le permitiesen llevar a cabo su proyecto, ahora con un nuevo socio: el teniente von Daum.
El acuerdo entre Fokker y el oficial consistió en que el primero construiría el aparato con un presupuesto de 1500 marcos y el segundo aportaría el motor. Anthony diseñó un aeroplano de acuerdo con sus propias teorías, que había experimentado con pequeños modelos en el ático de su casa y en los talleres de la universidad.
El primer avión de Anthony Fokker
Libros del autor (Si dese información adicional pinche en el enlace)
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