Mi viaje en el Hindenburg, de Vicente Carbonell




En agosto de 1936 Vicente Carbonell y su esposa María celebraron sus bodas de oro con un largo viaje en el que se embarcaron en la mayor aeronave que jamás ha construido el hombre, el dirigible Hindenburg. Vicente escribió un diario en el que relató la experiencia.
 
Mi viaje en el Hindenburg


5 de agosto de 1936
Creo que lo he pasado bastante peor que María mientras esperaba en el vestíbulo del hotel Frankfurter Hof los autobuses que nos han traído al hangar de este monstruoso zepelín. Ella hubiese preferido hacer el viaje en barco, pero yo insistí en que no podíamos dejar pasar la oportunidad de cruzar el Atlántico en el Hindenburg. Al final llegamos a un acuerdo: la ida por el aire y el regreso en barco. No me podía imaginar que los viajes en dirigible suscitaran tanto interés, aunque quizá la atención se debe más a la clase de pasajeros que vuela en los zepelines que a ninguna otra cosa. El pasaje dudo que alcance las cincuenta personas, pero casi todas deben ser extraordinariamente famosas y adineradas. Eso pienso, por la cantidad de fotógrafos, periodistas, hasta locutores de radio y curiosos que acudieron a despedirnos al hotel. Aunque a nosotros no se acercó ninguno ¿qué tenemos que decir una pareja de comerciantes valencianos, de Burriana, que vinieron a las Olimpiadas a Alemania y ahora se van a dar una vuelta por Nueva York para celebrar sus bodas de oro? Ese ajetreo en el hotel me inquietó, pero tengo la impresión de que ha despertado la curiosidad de María, muy interesada por descubrir a las celebridades que nos acompañarán.

Al llegar al aeropuerto y embarcar en el Hindenburg me tranquilicé un poco. El personal del servicio es muy amable. Un sobrecargo que habla bastante bien el inglés, el francés y algo de español vino enseguida a presentarse, nos dijo que se llamaba Severin Klein. Ya sabía de dónde éramos, a dónde íbamos, de dónde veníamos, que tenemos dos hijos, uno en Fráncfort y otro en Burriana, y que nos ganamos la vida exportando naranjas a Alemania. Nos ha dicho que lamentaba que nuestro país estuviera en guerra. Ya me he acostumbrado a que todo el mundo, cuando habla con nosotros, nos pregunte por la sublevación de los militares en España del pasado mes de julio, que sigue sin resolverse. Apenas sabemos casi nada de lo que ocurre allí: lo poco que nos cuentan los familiares con los que hablamos por teléfono con frecuencia. La revuelta nos pilló en Fráncfort y desde Burriana nos aconsejaron que mejor no regresábamos y que siguiésemos con nuestros planes de viajar a Estados Unidos.

Desde fuera, el dirigible es un monstruo, pero una vez dentro la sensación de inmensidad se diluye en un ambiente frío y refinado. El impecable trato y vestimenta del numeroso personal uniformado del zepelín—oficiales, técnicos, sobrecargos y auxiliares— que atendía a los elegantes viajeros recién llegados, diluían en el interior del monstruo la frialdad de su alma de aluminio. Envueltos por el desorden de la bienvenida, Severin nos llevó hasta nuestro camarote. Después nos mostró brevemente las instalaciones de las dos cubiertas del zepelín y nos dio algunos consejos prácticos para que nos resultara cómoda la estancia durante el viaje. Insistió mucho en que únicamente se podía fumar en el salón diseñado para este uso, que se encontraba en la cubierta inferior. Cuando el sobrecargo nos dejó solos, María y yo anduvimos curioseando por nuestra cuenta los aposentos del zepelín.

En todos los artículos que he leído sobre este aparato se insiste en el lujo de sus instalaciones, pero los camarotes son realmente espartanos. Apenas tienen una superficie de unos tres metros cuadrados y medio, con dos literas, la de arriba abatible, igual que el pequeño lavabo, la diminuta mesa y el taburete que también son plegables y completan el mobiliario. Para acceder a la litera superior hay una escalera, de aluminio, material con el que se han fabricado también todos los muebles. En el único armario, cuyo hueco lo tapa una simple cortina —supongo que para ahorrar peso— no cupo el poco equipaje que trajimos al camarote (la mayoría lo han almacenado en alguna bodega), por lo que casi toda la ropa que ha quedado a nuestro alcance está dentro de una maleta que hemos colocado debajo de la litera inferior. Tampoco resulta muy cómodo que el camarote no disponga de ducha ni inodoro. Hay cuatro váteres y una ducha junto a otro inodoro, en la cubierta inferior. Para ducharse es necesario pedir hora. Los camarotes parece que están bien aireados, pero no tienen ninguna ventana. Esto ya lo sabía y me parece que es un mal diseño porque los camarotes del zepelín Graf si cuentan con claraboyas que dan al exterior y te permiten alargar la vista, no como aquí.

La góndola que contiene todas las instalaciones para los pasajeros está ubicada en la parte inferior del dirigible y consta de dos cubiertas. En parte central de la cubierta superior se encuentran los camarotes, dobles, veinticinco en total, a los que se entra a través de dos pasillos que parten de un distribuidor desde el que dos escaleras permiten el acceso a la cubierta inferior y a través de dos puertas corredizas se pasa a los habitáculos laterales. En la parte de babor, a la izquierda mirando hacia la proa del dirigible, está el comedor, de unos catorce por cuatro metros. Las paredes, con paneles entelados, las han decoradas con pinturas. Es pequeño para la gente que viaja a bordo y nos ha advertido Severin que no comeremos todos a la vez. La estructura de las sillas es de aluminio y están tapizadas con cuero rojo. En el lateral hay una barandilla, que separa el comedor de los grandes ventanales, formando una especie de paseo o corredor. Las ventanas, inclinadas, sobresalen hacia el exterior y se pueden abrir. Al otro lado de las cabinas, a estribor, en la cubierta superior, hay un espacio de dimensiones iguales al comedor, con un corredor similar junto a las ventanas, pero dividido en dos zonas: un salón y una sala de lectura. En el salón hay butacas, mesas y un piano, todo, hasta el piano, es de aluminio. Una de las paredes la preside un retrato de Hitler. En la cubierta inferior se dispone de menos espacio y allí se encuentra el salón de fumadores junto a un bar. Los ventanales que dan al salón de fumar son verticales y las paredes de cuero dorado, decoradas con dibujos de zepelines. En el bar hay una imagen ornamental de carácter español, con bailadora, guitarrista sentado en una silla y un par de toreros. A María le ha entrado la risa cuando la ha descubierto. Severin ha insistido mucho en que ese salón dorado es el único lugar en el que se puede fumar dentro del dirigible.

Alrededor de las ocho de la tarde el zepelín comenzó a salir del hangar arrastrado con largas cuerdas, por la puerta que daba a sotavento. Vimos desde el salón cómo los operarios que hacían la maniobra intercambiaban voces entre ellos que no podíamos entender, El gran dirigible quedó libre y la primera sensación que experimentamos María y yo fue que la tierra empezó a hundirse bajo nosotros, en silencio. Parecía que el mundo nos abandonaba.

Al principio se veía una luz que proyectaba un foco del dirigible sobre la tierra y formaba un círculo del que brotaban reflejos en el suelo, pero al elevarnos perdimos aquel faro, aunque seguimos distinguiendo la forma oscura de las colinas, luces de casas y carreteras que se quedaban atrás.
 
Antes de que abriesen la sala de fumadores nos sirvieron unos sándwiches y esta primera noche a las diez y media nos acomodamos en nuestras literas para esperar un sueño que a María le llegó mucho antes que a mí. El zepelín apenas se movía con un suave balanceo y en la oscuridad traté de concentrarme para distinguir el sordo murmullo de sus motores de la profunda respiración de María. No lo conseguí y la pareja de sonidos terminó desvelándome por completo.

Como no podía dormir me puse a escribir este diario. Ya son las doce de la noche y me voy a la cama.
 

6 de agosto 1936
A las cinco de la madrugada me desperté y me di cuenta enseguida de que sería incapaz de conciliar el sueño otra vez y además necesitaba ir al servicio.

Comprobé que el pequeño lavabo tenía dos grifos, por uno de ellos salía agua caliente lo que me produjo un gran alivio. Le pedí al auxiliar de turno que me facilitara el acceso a la ducha. No tardé en verme en una cabina situada en la cubierta inferior, debajo de una cabeza agujereada de aluminio por la que salían perezosos hilos humeantes de agua con tan poco caudal que me costó mucho enjuagarme. Cuando regresé al camarote María ya se había levantado y estaba limpiándose los dientes. Le conté mi aventura higiénica matutina y aprovechó para recordarme que yo era el responsable de encontrarnos allí arriba en aquel ventrudo pajarraco metálico, en vez de en algún espacioso camarote de los grandes trasatlánticos que cruzaban el océano en tan solo cinco días.

Desayunamos algo de bollería con café y fruta. En el comedor tan solo estaban ocupadas un par de mesas y nos llamó la atención que todos los tripulantes que habíamos visto hasta entonces, incluyendo a los sobrecargos, pertenecía al sexo masculino. No había camareras. Los auxiliares o sobrecargos vestían chaquetas blancas, camisa, corbata y pantalones negros.

A través de los grandes ventanales entraba una blanquecina claridad y no se podía distinguir ningún detalle porque estaba muy nublado. Nos dijeron que volábamos a unos 300 metros de altura.

Fuimos ganando altitud hasta alcanzar cerca de mil metros y el cielo se despejó. Debajo de nosotros se extendía el mar de un color azul intenso. Poco a poco empezamos a conocer a nuestros compañeros de viaje. Aprovechábamos cualquier oportunidad para presentarnos o cualquier excusa para entablar una breve conversación. Algunos se mostraban esquivos, pero la mayoría intentaba establecer conexiones con los demás.

Un personaje se había instalado en la sala de lectura o de escritura, situada en la parte derecha, al otro lado del comedor y junto al salón. Mucha gente lo miraba con curiosidad, señalándolo con el dedo, se daban codazos e intercambiaban sonrisas de complicidad. El hombre no parecía inmutarse, absorto en la lectura de su libro. A su lado, otro personaje estaba pendiente de él, lo vigilaba y escrutaba con su mirada a la gente que pasaba cerca. Nos dijeron que aquel individuo era el famosísimo boxeador Max Schmeling, que viajaba acompañado de su entrenador Max Machon. No era la primera vez que cruzaba el Atlántico a bordo del Hindenburg. Hacía muy poco, este boxeador alemán había ganado el combate en Nueva York contra el púgil americano, de color, Joe Louis. El ministro de Propaganda nazi, Goebbels, instrumentalizó la victoria como un símbolo de la supremacía aria. El gobierno le obligó prácticamente a que regresara de Nueva York en el Hindenburg, cancelando el pasaje marítimo que ya había adquirido, para que lo recibiese el propio Hitler cuando llegase a Alemania. Schmeling tiene pinta de boxeador: cejas muy pobladas, pelo negro, labios gruesos, pómulos salientes, nariz ancha y ojos rasgados.

Charlamos un rato con dos hermanos y sus respectivas esposas, se apellidan McKinley, Robert y William, son norteamericanos que viajan por motivos de negocio a lo que han añadido el del placer y la curiosidad de experimentar la novedad del vuelo en dirigible con su pareja. También hemos conocido a una señorita estadounidense, Margaret, que viaja sola y ha realizado un largo periplo de turismo por casi toda Europa. Otro matrimonio de Filadelfia, Clarence E. Hall, abogado, y su esposa, Dorothy, al igual que nosotros viajaron a Alemania para ver las Olimpíadas y ahora regresan a casa. En una mesa del salón se apoltronó una pareja, que por la forma de vestir parece ser gente de Hollywood, llevan un perro y han desplegado un gran rompecabezas. Algunos se acercan, miran y les ayudan a colocar piezas.

Además de los viajeros y sobrecargos que nos atienden en las cubiertas, entran y salen miembros de la tripulación. Deben de ser muchos, más de cincuenta. Visten uniformes o simples monos de trabajo. Hay mecánicos, radios, navegantes, electricistas, ingenieros, un médico, otros especialistas y un grupo de oficiales al mando de la aeronave que encabeza el capitán Ernst Lehmann.. No sé si también viene con nosotros Hugo Eckener, no lo he visto. Fue el hombre de confianza del conde Zeppelin, fundador de esta empresa, hasta que falleció en 1917, y desde entonces dirigía la empresa. La sociedad ha tenido serias dificultades económicas debido a las grandes inversiones que acarreó la construcción de los dos grandes dirigibles, el Graf y el Hindenburg, con los que ahora realizan vuelos a Nueva York y América del Sur. Los problemas financieros se resolvieron mediante la inyección de fondos procedentes del Estado alemán que se convirtió en el principal accionista de la compañía. He leído algunos artículos en la prensa británica y americana sobre las recientes disputas entre Eckener y Lehmann. Este último organizó un vuelo del Hindenburg para mostrarlo al mundo como un ejemplo cenital de poderío nazi. En el timón vertical de la cola se colocaron las grandes esvásticas. Durante el vuelo que tripuló Lehman para los nazis, se produjeron algunos daños en los timones de la cola y por culpa de la demostración se alteró el programa de pruebas de los motores. La consecuencia fue que el Hindenburg, por falta de ensayos previos y las prisas con que se efectuaron las reparaciones, tuvo problemas en los primeros vuelos comerciales a Brasil y Nueva York. Eckener, poco entusiasta de Hitler y lo que significa el nazismo, se enfadó con Lehmann, discutieron y como la compañía de zepelines es un juguete del ministro de Hitler que se encarga de la propaganda, Goebbels, al viejo Eckener lo liberaron de la gestión de la sociedad con un honroso ascenso a una sosegada presidencia. A Ernst Lehmann le otorgaron el cargo de director ejecutivo. O sea, Lehmann no solo es el comandante de este vuelo, sino también la persona que hoy manda en la compañía de zepelines alemana.

Max Zabel es un muchacho joven, sonriente, no habrá cumplido los veinticinco años. Tiene las manos gruesas, parece que están hechas para aferrarse bien a los timones de una nave como esta. Es uno de los cuatro navegantes de la tripulación que llevamos a bordo. Aprovechando que acababa de salir de hacer la guardia, varios pasajeros hemos tenido la oportunidad de charlar un rato con Max en el salón. Nos dijo que, desde su estreno el pasado mes de marzo, este era el sexto viaje a Nueva York que hacía el Hindenburg. En ese momento nos dirigíamos hacia las islas Azores a unos 120 kilómetros por hora y unos 2000 pies de altitud. Estimaba que llegaríamos al archipiélago alrededor de las tres de la madrugada. Uno de los hermanos McKinley le preguntó a Max que cuándo estimaba que aterrizaríamos en Lakehurst y el navegante sonrió: «vecause all depends on the vind» —le respondió en inglés con su vigoroso acento germano (todo depende del viento). Luego aclaró que, en cualquier caso, sería pasado mañana. Los dirigibles no tienen rutas fijas, sus comandantes deciden el rumbo y altitud a seguir en función del viento. Durante los cinco viajes anteriores el Hindenburg ha tardado en hacer el trayecto de Fráncfort a Lakehurst, un tiempo que oscila entre las casi 80 horas del segundo vuelo y poco más de 52 horas del último que realizó durante el mes de junio. Las trayectorias sobre el océano podían descender al sur hasta las Azores, como la que llevábamos ahora, o seguir un rumbo en latitudes 14 grados más al norte. Todo depende de los vientos, insistía Zabel. A la vuelta, de Lakehurst a Fráncfort, el viento es siempre favorable y los viajes se acortan unas cuantas horas. Zabel se despidió diciendo que quizá nos veríamos más tarde en la Cabina de Control. Y así fue.

Uno de los ingenieros nos invitó a inspeccionar el interior del dirigible. Formamos un grupo de unos doce curiosos, todos varones. María no quiso acompañarnos y se quedó leyendo en la pequeña sala de lectura, sentada en una butaca cerca del lugar dónde Schmeling no levantaba la cabeza del cuaderno en el que escribía algo.

Penetramos al interior del dirigible a través de una puerta situada en la cabina inferior. Así se accedía a una estrecha pasarela o quilla que atravesaba el zepelín de uno a otro extremo, unos 245 metros. Esta pasarela interconectaba todas las instalaciones accesibles del dirigible.  Era muy estrecha, un tablón de madera, y teníamos que andar con cuidado, o gatear a veces, uno detrás de otro, sujetándonos como podíamos a la estructura del zepelín. El ingeniero nos explicó que la estructura de duraluminio esta formada por 15 anillos principales, o costillas, circulares, separadas entre sí unos 15 metros entre las que hay dos anillos secundarios. El anillo central tiene un diámetro de más de 40 metros. El recubrimiento de la estructura del dirigible se había hecho con telas de algodón y lino, impermeabilizadas, protegidas contra la radiación ultravioleta y recubiertas de un barniz que contenía polvo de aluminio para que el casco reflejase la luz y no se calentara el interior. En algún momento del recorrido, el ingeniero levantó un trozo de tela y a nuestros pies se asomó un pedazo azul de océano. Todos nos asimos con fuerza a la estructura y se hizo un espeso silencio hasta que la luminosidad del mar desapareció detrás del entelado.
El hidrógeno se aloja en 16 grandes bolsas situadas, cada una de ellas, entre dos anillos principales. Como los cuatro motores Daimler Benz que mueven el dirigible desarrollan una potencia combinada de unos 4200 HP el dirigible lleva depósitos en los que caben 60 toneladas de diésel: «El diesel se gasta ¿no? Y conforme avanzamos perdemos peso, bastante peso, de forma que hay que eliminar hidrógeno de las bolsas porque si no, ascenderíamos sin control». Y a continuación nos explicó como se expulsaba el hidrógeno por la parte superior y desde la inferior se inyectaba aire para facilitar el vaciado: «Por eso, no se les ocurra encender jamás un cigarrillo fuera del salón de fumadores». El zepelín no solo gasta combustible en sus motores sino que por cada tonelada de diésel que consume necesita liberar unos 900 litros de hidrógeno, altamente explosivo. Alguien preguntó por qué no se empleaba helio, que no es tan peligroso, en vez de hidrógeno. El ingeniero respondió que era muy caro y además el gobierno de Estados Unidos no les había concedido las autorizaciones pertinentes relacionadas con algunas patentes.

Fue imposible visitar todas las instalaciones del interior de aquella inmensa máquina voladora: góndolas accesibles de los motores, depósitos de agua potable, agua fresca, agua para equilibrar el zepelín (lastre), agua de refrigeración, de combustible, de aceite, compartimentos para almacenar equipajes, repuestos, provisiones, taller mecánico, salas de comunicaciones, de correo, de generación y almacenamiento de energía eléctrica, y camarotes y salones de la tripulación. Los accesos siempre difíciles, incómodos, los espacios reducidos, algo que resulta paradójico en un dirigible de un tamaño descomunal. Una extraña mezcla de estrechez y grandeza.

Descendimos a la Cabina de Control desde un cubículo al que se llegaba por la pasarela. La sala mide unos nueve metros de largo por dos y medio de anchura; lo más llamativo es la magnífica visibilidad que proporcionan sus grandes ventanales que abren la vista al inmenso océano en todas las direcciones.
Nos recibió el comandante del vuelo: Ernst Lehmann. Habla con soltura en inglés, aunque lo entremezcla con palabras y frases cortas en alemán. De poca estatura, es un hombre que procura resultar agradable y muy educado. Nos presentó al resto de la tripulación, incluyendo al navegante Max Zabel, que algunos ya conocíamos, y a tres oficiales de la Marina estadounidense que viajaban como observadores. Nos contaron cómo actuaban los timones de la cola, cómo pasaban agua entre distintos depósitos para equilibrar el dirigible y cómo algunos mecanismos de control automáticos se auxiliaban de brújulas y giróscopos. También examinamos el funcionamiento de altímetros, indicadores de velocidad, revoluciones, temperatura, relojes y otros instrumentos que no recuerdo bien porque la incursión a través del interior del monstruo logró aturdirme.

Cuando acabamos la exploración del dirigible, algo mareado, me dirigí al salón de lectura donde María ya se había aburrido de leer el libro con el que la dejé y hojeaba una revista que le acababa de prestar otra señora. Fuimos al comedor donde ya habían llegado los dos matrimonios McKinsey, a los que saludamos con las manos antes de sentarnos en la mesa que ocupaba Margaret. La norteamericana no había empezado a comer y nada más vernos nos invitó con un gesto a compartir con ella el ágape. La charla con esta curiosa viajera que ha recorrido toda Europa fue lo más agradable del almuerzo.

Las comidas a bordo son deliciosas, pero el sabor de la sopa, el pollo, el arroz o el solomillo, no logra acaparar mi atención que se la lleva el panorama que asoma por la cristalera, el delicado movimiento del personal de servicio, el aspecto de los comensales, los retazos de conversación que robo de otras mesas y las historias que nos relata de sus viajes Margaret.

María se fijó mucho en la porcelana, me dijo que era preciosa.

 
7 de agosto de 1936
Hoy, de madrugada, María y yo hicimos una escapada furtiva al salón. No estábamos solos, otros pasajeros se movían despacio y silenciosos alrededor nuestro. Serían algo más de las tres en mi reloj, que aún lleva la hora de Fráncfort, cuando sobrevolamos las Azores. La luna ya había pasado del cuarto creciente y se encontraba en esa fase que llaman gibosa porque parece que le ha salido una joroba, aún no está llena, pero brilla con esplendor. Desde nuestra privilegiada atalaya contemplamos en silencio la luz pálida que se extendía sobre el mar oscuro en el que se difuminaban las sombras de las islas. Busqué en una de aquellas imprecisas formas el volcán del Pico y me pareció adivinarlo a la izquierda; volábamos al norte del archipiélago. Las islas se fueron quedaron atrás, sus borrosas siluetas se alejaron de nosotros que seguíamos quietos, suspendidos en una bóveda azul plateada por la farola lunar que empalidecía las estrellas.

Regresamos al camarote sobre las cuatro de la madrugada y enseguida nos dormimos.

Desayunamos tarde porque María quiso experimentar los placeres de la ducha y se demoraron en asignarle un turno. Regresó maldiciendo al conde Zeppelin. Traté de explicarle que el famoso noble hacía tiempo que se había despedido de este mundo y no tuvo nada que ver en el diseño de la ducha del Hindenburg. «Mejor estaríamos en un barco que en este supositorio gigante». Lo dijo en alemán. Solamente me habla en su idioma cuando está muy enfadada.

Por la mañana, María y yo estábamos leyendo revistas en la salita, no muy lejos del lugar en el que continuaba escribiendo el impertérrito boxeador Schmeling, cuando se me acercó Severin, el sobrecargo. Inclinó la cabeza ligeramente y me dijo en español que «al capitán herr Lehmann le gustaría hablar con usted». Me esperaba en la sala de fumar. Allí nos encontramos poco después.

El comandante del Hindenburg destacaba por su escaso porte, en aquel escenario de grandezas, pero derrochaba simpatía y corrección. Me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Empezó hablándome en un correcto inglés, pero cuando se dio cuenta de que entendía perfectamente su idioma se sorprendió y continuó en alemán. Lehmann quería transmitirme noticias de España que yo no podía conocer y le parecían  muy importantes. «Los militares nacionalistas que se han levantado contra el gobierno republicano y comunista ayer tomaron la ciudad de Sevilla. Las fuerzas africanas del general Franco están cruzando el estrecho de Gibraltar con el apoyo de la aviación alemana que les presta Hitler. Pronto llegarán a Madrid». Hablaba con entusiasmo contenido, mientras sus ojos escrutaban mi rostro para descifrar los sentimientos que despertaban. No pude evitar que mi involuntaria respuesta le decepcionara y entonces redujo la carga emotiva de su discurso. «Mi esposa y yo solamente deseamos que eso acabe pronto y que los problemas se resuelvan pacíficamente en nuestro país». Mis palabras fueron como un jarro de agua fría. Con habilidad, Lehman llevó la conversación por otros derroteros, le interesaba mi opinión sobre el Hindenburg. Le dije que yo no estaba cualificado para emitir ningún juicio que tuviese algún valor técnico. Como simple pasajero lo felicité por el excelente trato que recibíamos de la tripulación y le sugerí que en los próximos dirigibles pusieran ventanas y servicios en los camarotes. Lehmann se permitió soltar algunas carcajadas. Me dijo «estamos en ello» y se despidió de mí porque lo necesitaban en la Cabina de Control.

María se quedó preocupada por temor que Lehmann fuera a darme alguna mala noticia de nuestro hijo que seguía en España. Cuando le dije lo que habíamos hablado se tranquilizó.

Por la tarde mantuvimos una larga conversación con una encantadora pareja, Clarence Hall, abogado de Filadelfia y su mujer, Dorothy. Después, los cuatro nos incorporamos a la mesa en la que el matrimonio Fairbanks trataba de recomponer otro gigantesco rompecabezas. Fuimos de poca ayuda. Antes de cenar me uní a Robert y Williams que bajaban a tomar unos güisquis en el bar. María se quedó arriba con las esposas de los McKinley y Margaret.

La única nota discordante a bordo del omnipresente orden que impera en el dirigible es el pequeño terrier de los Fairbanks: orina a su antojo en cualquier esquina y arquea el cuerpo para aliviar sus tripas allá donde le place, sin que a sus propietarios les cause la menor preocupación. El servicio, escandalizado, no le quita el ojo al perro para acudir raudo a poner remedio a sus desmanes. María le ha comentado a Margaret que este animal debería figurar en el centro de la medalla conmemorativa del viaje que nos han regalado, en lugar del gran zepelín sobre el globo terráqueo, como principal protagonista del vuelo. La norteamericana se partía de risa.,
 
8 de agosto de 1936
 
Ayer, cuando nos acostamos, temprano como siempre, cambiamos la hora de Fráncfort por la de Nueva York en nuestros relojes. Por eso hoy, a las cuatro de la madrugada estábamos levantados, contemplando las luces de la costa de Nueva Escocia y de los pequeños barcos de pesca que faenaban debajo de nosotros. Severin nos comentó que llegaríamos a Lakehurst alrededor de las once de la mañana, hora local. Muchos seguíamos con cierta ansiedad la trayectoria del dirigible que volaba hacia el suroeste. Pasamos sobre Cape Cod hasta llegar a la costa sur de Long Island. Nueva York a nuestros pies era un magnífico espectáculo. Hasta María se puso de buen humor cuando el dirigible le dio un par de vueltas a los grandes rascacielos de Manhattan.

Severin no se había equivocado y a las once en punto arribamos a Lakehurst.

Max Zabel ya nos había advertido: «vecause all depends on the vind». A pesar de la magnífica luminosidad de aquella mañana, la dirección de las rachas de viento nos era desfavorable en Lakehurst. El capitán Lehmann decidió aplazar el aterrizaje. Daríamos una vuelta porque la predicción meteorológica anticipaba que la situación mejoraría al cabo de unas horas.

Fue una excursión aérea magnífica: por la costa de Nueva Jersey, sobrevolamos Annapolis y en Washington circunvalamos al espléndido Capitolio un par de veces. Desde allí tomamos rumbo norte, hacia Baltimore.

Cuando abandonamos Baltimore, los Hall se llevaron una agradable sorpresa. El capitán Lehman mandó un oficial para invitar a Clarence y Dorothy a la Cabina de Control. Allí les pidió que les indicara un circuito para que todos pudiéramos contemplan desde el cielo su ciudad: Filadelfia. Sobrevolamos la casa donde vivían ellos.

No aterrizamos a las once de la mañana, sino a las siete de la tarde, con lo que el viaje de Fráncfort a Nueva York lo completamos en 75 horas. Las operaciones de aterrizaje se llevaron a cabo con rapidez y el zepelín quedó preso, bien amarrado a un gran poste metálico. Durante el desembarco, los trámites aduaneros y la recogida de equipajes prevaleció la confusión y el desorden.

Nos despedimos con nostalgia de nuestros compañeros de aventura y ya estamos instalados en el hotel que teníamos reservado en Manhattan.

María está preocupada, al igual que yo, de lo que ocurrirá en la España que dejamos al otro lado del océano, pero como no vamos a resolverlo procuraremos disfrutar de este viaje a Estados Unidos. Margaret, vive en Long Island, y ya con Margaret para verse uno de estos días.

Regresaremos a Europa en el camarote de un transatlántico, con ducha.
 
La historia de Vicente es ficticia, pero no la de aquel viaje y quienes le acompañaron en el relato. El Hindenburg se incendió cuando aterrizaba en Lakehurst al año siguiente, el 6 de mayo de 1937, y el fatal accidente marcó el fin de los vuelos de los grandes dirigibles para siempre. El capitán Lehmann, que dirigía el vuelo ese fatídico día, falleció a causa de las heridas, mientras que Severin Klein y Max Zabel que también formaban parte de la tripulación, se salvaron.

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