Dan Cooper fue un piloto de pruebas de la Real Fuerza Aérea de Canadá. En realidad se trata de un personaje de ficción, creado por el dibujante Albert Weinberg para la revista Spirou, con el que pretendía contrarrestar el éxito de su gran competidor: Tintin.
Dan Cooper también es el nombre de otro personaje, real, que se ha convertido en una pesadilla para el FBI. Para el agente Larry Carr, que investiga este caso desde 2007, Dan Cooper estuvo destinado en alguna base estadounidense en Europa, antes de 1971. Allí se familiarizó con las aventuras del héroe de Albert Weinberg mientras trabajaba como operador de carga y descarga de aeronaves militares. Su oficio le obligaría a llevar paracaídas de emergencia en algunas ocasiones. Cuando finalizó el servicio militar en Europa se trasladó a Seattle para trabajar en una empresa de aviación. En 1967, Boeing ocupaba a 100◦800 empleados, pero la crisis aeronáutica haría que en abril de 1971 su plantilla disminuyó hasta 38◦690 trabajadores. El 16 de abril de 1971, con cierto sentido del humor, los agentes de la propiedad inmobiliaria, Bob McDonald y Jim Youngren, escribieron un cartel que colgaron cerca del aeropuerto, que decía: “La última persona que abandone Seattle que apague la luz”. El Dan Cooper del agente Larry fue uno de los que tuvieron que dejar la ciudad. Sin embargo, este individuo entonces, aún no se llamaba Dan Cooper, como el héroe de las ficciones de Albert Weinberg.
Fue el 24 de noviembre de 1971 cuando el misterioso personaje del agente Larry se convirtió en Dan Cooper. Era la víspera del día de Acción de Gracias (Thanksgiving) y el individuo se embarcó en el vuelo 305 de la Northwest Airlines, de Portland a Seattle, con el nombre de D.B. Cooper. Vestía un oscuro traje de chaqueta, de ejecutivo, corbata negra, llevaba un maletín y se sentó en la última fila de la cabina de pasajeros. Un lugar en el que, en un Boeing 727 con tres motores en la cola como aquel, el ruido es insoportable. Cooper se comportó con mucha calma: después de despegar pidió un bourbon y un vaso de agua.
Florence Schaffner, una de las tres azafatas de a bordo que atendía a los 36 pasajeros, estaba acostumbrada a que sus clientes le hicieran proposiciones de todo tipo. Cuando Dan Cooper le alargó una nota se la guardó en el bolsillo sin leerla y pensó que se trataba de otra misiva más de un pasajero impertinente. Sin embargo, esa vez, el hombre la tomó del brazo y la obligó a que se sentara a su lado. Aquello superaba los límites de la impertinencia. Pero, más que grosería o falta de educación, el individuo de modales tranquilos, educado, le dijo que en el papel que le acababa de entregar le decía que llevaba una bomba y que se sentara a su lado porque tenía que darle instrucciones. Dan Cooper quería que nada más aterrizar en Seattle le hicieran llegar 200◦000 dólares en billetes de 20 dólares además de cuatro paracaídas, que el avión repostara combustible, despegara y entonces les diría el rumbo que tenían que tomar. Si no seguían al pie de la letra sus órdenes haría estallar la bomba. Cuando Florence se levantó del asiento para llevar la misiva al comandante de la aeronave, Dan Cooper ocultó su rostro detrás de unas gafas oscuras que ya no volvió a quitarse de la cara.
En Seattle, los pasajeros del vuelo 305 de la Northwest Airlines descendieron de la aeronave sin saber lo que ocurría a bordo. A Dan Cooper le llevaron el dinero y los paracaídas y el secuestrador dejó que abandonaran el avión dos de las tres azafatas de a bordo. Los pilotos y el mecánico de vuelo se quedaron en la cabina del 727.
El secuestrador ordenó a la tripulación que pusiera rumbo a Reno, en Nevada, le indicó la velocidad y la altura a la que deberían volar y que no bloquearan el portón trasero del avión; el Boeing 727 lleva incorporada en esa puerta una escalerilla. Dan Cooper se repartió en la vestimenta los 5 kilogramos de billetes de 20 dólares que le habían entregado en Seattle y mandó a la azafata a la cabina de vuelo. Se quedó solo y alrededor de las ocho de la tarde se dirigió a la parte trasera del avión, abrió la puerta y saltó al vacío, con su paracaídas. Hacía una noche intempestiva, oscura y lluviosa. Nadie volvió a saber nada de aquel hombre que protagonizó el único secuestro de un avión en Estados Unidos en el que el FBI no ha sido capaz de identificar la autoría del crimen.
Varios aviones siguieron el 727, unos 1000 soldados batieron la zona en donde se supone que pudo haber llegado a tierra y un avión espía, SR-71, hizo fotografías a lo largo de la ruta que siguió el avión de la Northwest Airlines. No encontraron nada.
En 1980 un excursionista, Brian Ingram, descubrió en la orilla del río Columbia, cuando hacía un hoyo en la arena para encender una hoguera, 5800 dólares sujetos en fajos con bandas de goma, intactos, que llevaban la misma numeración que los que se entregaron a Cooper. Dos años antes se habían encontrado, también cerca de aquel lugar, las instrucciones de cómo abrir las escaleras traseras del avión.
El agente Larry Carr cree que el secuestrador perdió la vida aquella noche, víspera del día de Acción de Gracias, pero nadie ha podido demostrarlo. Durante más de cuarenta años la policía ha identificado a un millar de sospechosos a quienes por alguna razón ha tenido que ir descartando como posibles autores del secuestro. El caso sigue abierto y las especulaciones del agente del FBI, Larry Carr, sobre la personalidad del hombre que ha conseguido burlar a su organización durante casi medio siglo, no son más que conjeturas.
Al margen de las cábalas, en la pequeña población de Ariel, en el bar más próximo al lugar donde se supone que cayó con su paracaídas Dan Cooper, cada año se reúne para celebrarlo un nutrido grupo de admiradores del secuestrador. El sábado siguiente al jueves de Acción de Gracias, desde hace decenas de años, en la Ariel Store and Tavern se juntan para beber cerveza hasta pasada la media noche gente que disfruta con nuevas historias de su héroe. Dicen que es posible que no se lanzara en paracaídas y que se escondió en el avión, para luego escabullirse después de que aterrizara en Reno; también cuentan que lo vieron pasar sobre Vancouver, sentado sobre un peldaño de la escalera desplegada, con el vaso de güisqui en la mano; y otros insisten en que el 727 sobrevoló Ariel a muy baja altura, con los flaps extendidos y el tren desplegado. Hay tantas historias como botellas de cerveza y sobre el cálido y caldeado ambiente, de personajes vestidos con traje de chaqueta oscuro, corbata negra y gafas de sol, flota la idea de que hace ya muchos años, un hombre pequeño e insignificante desafió a los poderosos y les ganó la partida; algo insólito que merece ser celebrado.