Quien haya trabajado en una línea aérea sabe que es difícil encontrar una actividad más variada, más compleja y más sorprendente que hacer posible que muchas personas puedan desplazarse todos los días, miles de kilómetros a través de los cielos. Es un ejercicio que va contra las leyes de la naturaleza: movilizar envolturas que pesan toneladas de aluminio que en su interior transportan seres humanos que pasan miedo, duermen, comen, beben, orinan, se lavan los dientes y defecan. Todos tienen prisa por llegar a su destino y a casi ninguno les gusta esa experiencia, a veces tortuosa, que supone el viaje aéreo. Las aglomeraciones, los cacheos, las colas, las andaduras por interminables pasillos arrastrando el equipaje de mano y el tránsito por unos aeropuertos construidos con la intención de que los pasajeros compren, beban, coman, permanezcan en ellos el mayor tiempo posible y caminen por sus circuitos comerciales todo lo que aguanten sus pies, no fomenta en absoluto el buen humor de los usuarios del transporte aéreo.
Pero, cada viajero llega al aeropuerto con su historia, que es diferente a la de los demás, tiene razones muy particulares para viajar y durante el trayecto se ve obligado a compartir una misma experiencia con otras personas que no conoce. Su historia y las historias de los otros viajeros hay veces que se cruzan para construir episodios que superan el mundo de lo imaginable.
La historia que les voy a contar es veraz y me limitaré a no desvelar las fechas ni los nombres reales de los protagonistas y me tomaré también la libertad de cambiar algunos datos. Quizá después de tanta alteración deje de ajustarse con exactitud a la realidad, pero el fondo de la cuestión se desarrolló tal y como lo voy a relatar.
Creo que fue a última hora de un día normal de trabajo, serían las ocho o las nueve de la tarde, cuando me había quedado solo en mi despacho rubricando los documentos que mi secretaria, Tina, colocaba en unos gruesos portafirmas con hojas de papel secante. La mayor parte de los papeles tenían poca enjundia, firmas de trámite, hasta que llegué a uno distinto a los demás. Era una carta impresa con el mejor papel que llevaba mi membrete, el que se utilizaba para las cuestiones importantes. Y en la carta, yo, en nombre de mi compañía pedía disculpas a una señora, Marta, por los inconvenientes que había tenido que soportar en uno de nuestros vuelos. El departamento de Atención al Cliente se encargaba de redactar esas cartas y algunas me las pasaba a la firma: las que iban acompañadas de algún regalo de cierta importancia. En aquel caso, para mí desconocido, lo que me sorprendió fue el regalo ya que el departamento de Atención al Cliente no solía prodigarse en exceso, imagino que sería por no reconocer que el trastorno fuera de un calibre tal que mereciese una recompensa muy valiosa. Sin embargo, en esa ocasión, el departamento me pasaba la carta a la firma porque quería acompañarla de un magnífico maletín de cuero, algo excepcional, que yo tenía que aprobar. Descolgué el teléfono y llamé a Tina para preguntarle si sabía el motivo que justificaba la misiva exculpatoria y el regalo de Marta. Tina, sorprendida, me dijo que no sabía nada del asunto, pero que podía enterarse llamando al departamento de Atención al Cliente, aunque a aquellas horas de la noche lo más probable es que no hubiera nadie y tendría que esperar al día siguiente. Y así fue.
A Tina le costó un poco averiguar qué había ocurrido con Marta. Yo estaba seguro que debía ser algo realmente grave, porque nunca habíamos regalado a nadie un maletín tan lustroso. Hubo un momento en que incluso Tina se temía que la beneficiaria podía ser alguna amiga de un empleado nuestro, de forma que la amistad y no el desagravio era lo que motivaba el regalo: es decir, se trataba de un pequeño fraude a la compañía. Pero, no fue así. Poco a poco mi sagaz e insistente secretaria fue deshaciendo el embrollo y la historia se desveló ante nuestros ojos tal y como ocurrió.
Marta llegó al aeropuerto de Barajas después de un ajetreado vuelo a través del Atlántico, desde Bogotá, en el que el avión tuvo que hacer una escala no programada en Canarias. Cuando sobrevolaban el océano el comandante de la aeronave solicitó, a través de la megafonía de a bordo, que si había algún médico entre el pasaje hiciera el favor de identificarse a cualquier miembro de la tripulación. Marta era doctora en medicina y no dudó en acercarse a una de las azafatas para ponerse a su disposición.
Una pasajera se encontraba muy mal. Marta la reconoció con los escasos medios de que disponía, pero la paciente presentaba síntomas que la alarmaron: hipertensión, taquicardia, sudoraciones, fiebre… No supo diagnosticar qué le ocurría y la mujer, tampoco era capaz de explicarse. Marta le dijo a la tripulación que aquella señora estaba muy grave, no sabía por qué, y que debían aterrizar lo antes posible, solicitar una ambulancia e ingresarla en un hospital. El comandante decidió hacer una escala en el aeropuerto de Gando, en Las Palmas de Gran Canaria.
Aterrizaron en Gando y allí les esperaba una ambulancia. El avión se quedó en la plataforma, llevaron una escalera, el vehículo sanitario se acercó a la aeronave, a bordo subieron un par de enfermeros y con la ayuda del sobrecargo y otro tripulante de cabina bajaron a la enferma. Marta la acompañó hasta la ambulancia para darle al médico la información que tenía de la paciente. Cuando regresaba al avión se dio cuenta de que no llevaba el bolso y se lo dijo al sobrecargo mientras subía por la escalerilla. El sobrecargo le respondió que no se apurase que lo había cogido su compañero. Una vez en el avión, Marta insistió y volvió a preguntar por su bolso. El sobrecargo le dijo que no tuviera cuidado que dirigiese a su asiento y se lo llevarían ellos. Por lo visto, el comandante quería despegar lo antes posible.
El avión aterrizó en Barajas y Marta seguía sin su bolso. Lo reclamó al sobrecargo quien después de movilizar a su equipo y buscarlo por todo el avión, desolado, le confesó que no lo encontraban. Las pesquisas para tratar de localizar el bolso de Marta llevaron tiempo, el suficiente para que todos los pasajeros desembarcaran, subieran a los autobuses y fueran trasladados a la sala de recogida de equipajes. Marta tuvo que hacer aquel trayecto con un coche especial de la compañía junto con el sobrecargo y otro tripulante de cabina. Cuando los tres llegaron a la sala de recogida de equipajes las cintas ya estaban casi vacías. Quedaban pocos pasajeros y alguna maleta suelta, dando vueltas sobre unas cintas que chirriaban.
Pero, Marta se dio cuenta enseguida de la presencia de una persona que ella sabía que la estaría esperando: Antonio, su novio. El muchacho levantó la vista y las miradas de los dos se cruzaron a través de la sala en la que las cintas no cesaban de emitir su desagradable ruido. Antonio empalideció, sus ojos perdieron vivacidad y, sin que sus dos acompañantes pudieran evitarlo, cayó al suelo, desmayado. Las dos personas que estaban con Antonio pertenecían al equipo de protocolo de la compañía y vestían chaquetas rojas. Marta corrió hacia el lugar donde su novio yacía en el suelo, seguida del sobrecargo y el otro tripulante. Los cuatro empleados de la línea aérea y Marta rodearon a Antonio que levantó la cabeza y abrió los ojos y la boca para decir algo ininteligible. Consiguieron levantarlo; Antonio se abrazó a Marta y se puso a llorar.
El episodio estaba claro: una médico que nos había ayudado a resolver un problema con un pasajero y a la que le habíamos perdido el bolso, además de darle un susto a su novio. Eso es lo que había pasado; sí, y algo más. Tina continuó con sus investigaciones.
La cuestión es que la mujer que se puso mal durante el vuelo, la señora a la que atendió Marta, era una “mulera”: una contrabandista de cocaína que llevaba droga en bolsas, dentro del estómago. Alguno de aquellos contenedores reventó y el efecto de la droga, antes de atravesar el aparato digestivo, es letal ya que el alcaloide se absorbe en cantidades insoportables para el organismo.
La contrabandista murió en la ambulancia, antes de llegar al hospital de Las Palmas. Junto a ella se había quedado el bolso de Marta. En el hospital lo abrieron y alguien cogió el carné de identidad de la doctora, pensando que pertenecía a la “mulera”, y telefoneó a la compañía aérea para darle la noticia de que la pasajera con aquel carné acababa de fallecer. La noticia de la “muerte” de Marta llegó a Madrid antes que el avión que la transportaba y los empleados de la sección de protocolo, los “chaquetas rojas”, se prepararon para atender a cualquier persona que se presentara en el aeropuerto para recibirla y hacerse cargo de su equipaje. No les fue difícil localizar a Antonio, su novio, que cuando levantó los ojos y su mirada se cruzó con la de Marta en la sala de recogida de equipajes, acababa de recibir la triste noticia de su fallecimiento. El muchacho se desvaneció conmocionado nada más verla entrar en la sala en un momento en el que aún no se podía habituar a la idea de que había muerto.
Un maletín de cuero era un regalo insignificante para acompañar las disculpas, pero otra cosa tampoco serviría de mucho. Pasaron algunos meses antes de que lograra hablar con Marta. La doctora me confesó que desde entonces tenía pesadillas, que le estaba costando bastante superar el incidente y que a Antonio le pasaba lo mismo.
Supongo que con el tiempo Marta y Antonio habrán conseguido remontar aquel desafortunado episodio; yo jamás podré olvidarlo.