DE LOS ÁNGELES AL CIELO
Capítulo 3
DONALD DOUGLAS
─Claro que para entenderme a mí, para comprender los motivos por los que yo estaba allí, no basta con que te cuente la historia del Boeing 247 y de Jack Frye y la TWA. Tienes que saber, por ejemplo, quién era Donald Douglas y lo que hacía entonces su empresa de aviones.
El patrón, Donald, era un hombre tranquilo, elegante, inteligente y apasionado. La sangre que circulaba por sus venas y el corazón que la impulsaba se formaron de acuerdo con las instrucciones de unos genes que también pertenecieron a los escoceses rebeldes que lucharon por su país siglos atrás; poseía una excelente educación técnica que recibió en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y en la escuela naval de Annapolis; fue uno de los primeros ingenieros aeronáuticos de su país y había crecido al mismo tiempo que la industria por la que sentía una atracción irresistible: la aviación.
De niño, sus padres le proporcionaron una educación esmerada. Don había nacido en Brooklyn, el 6 de abril de 1892; su padre de origen escocés, William, trabajaba en el National Park Bank y su madre, Dorothy Hagen-Locher, era de origen escandinavo. Los Douglas disfrutaban de una posición económica desahogada y cuando llegó al mundo Don ya tenían otro hijo, Harold, dos años mayor que él.
Desde muy pequeño Don mostró una gran capacidad de liderazgo, asentada en firmes convicciones, en ideales, que se convertirían en el motor de su vida. Con una espada de madera y escudos de cartón, Donald organizaba batallas con sus amigos de la infancia, en las que los valientes patriotas escoceses se peleaban con los ingleses.
Cuando creó su propia empresa para fabricar aviones, Don recurrió a sus ancestros en busca de un símbolo que le ayudase a recuperar “el espíritu necesario para afrontar dificultades más allá de los límites que son capaces de soportar la mayoría de las personas”. Un antepasado suyo, James Douglas, al que también se le conocía como Douglas el Bueno o Douglas el Negro –según lo nombraran los escoceses o los ingleses– había peleado junto a los legendarios héroes escoceses William Wallace y Robert Bruce. James lideró muchas batallas e incursiones contra los ingleses y entabló una gran amistad con Robert Bruce. Cuando este último murió, en 1329, le dejó a James una petición un tanto peculiar. Uno de los grandes deseos de Robert había sido ir como cruzado a Jerusalén, pero como no lo pudo cumplir en vida quiso que su amigo, James, llevara su corazón hasta Tierra Santa. James no lo dudó, siquiera un solo momento, tomó el corazón de Robert, lo guardó en un casco de plata y emprendió el camino de los cruzados. Tuvo la desgracia de que cuando llegó a España, en una batalla contra los moros, perdió la vida. Donald Douglas, casi 600 años después, recuperó el símbolo del corazón al que le añadió un par de alas y lo utilizó como imagen de su empresa. Los primeros aviones que salieron de su fábrica llevaban pintado en la cola el logotipo de la Douglas: un corazón, el de James Douglas, y un par de alas.
Donald Wills Douglas fue el primer hombre que conocí “con el espíritu necesario para afrontar dificultades más allá de los límites que son capaces de soportar la mayoría de las personas”. Si tengo que decirte la verdad, solamente conocí otra persona así, algunos años más tarde, cuando mi azarosa vida me llevó a tu país, una nación que entonces vivía una espantosa guerra civil. Aquel individuo se llamaba Juan Negrín y era el presidente de un gobierno a la deriva. Tardé tiempo en comprender que en muchos casos el éxito lo alcanzan las personas con el espíritu necesario para afrontar dificultades más allá de los límites convencionales, pero hay veces que esas personas también fracasan aunque se merezcan una recompensa. Y es que eso que algunos llaman azar o suerte y que comprende circunstancias que escapan a lo previsible desempeña un papel muy importante en el devenir de los acontecimientos. Pero, con independencia del resultado, éxito o fracaso, para que un espíritu se afiance hasta ese punto en el que es capaz de soportar tantas dificultades, debe poseer una fuente que genere una gran cantidad de energía interna y esa fuente, en el caso de Don, fue la pasión que sentía por los aviones. No me preguntes qué es eso de la pasión, porque no lo sé muy bien, es algo así como una fuerza que te arrastra hacia alguna parte y te lleva, quieras o no quieras. La de Don era una fuerza contagiosa y no había más que ver a la gente que trabajaba con él: disfrutaban con sus aviones.
California era una tierra de oportunidades, de gente con dinero, en la que crecía con facilidad cualquier industria –como la aeronáutica o la cinematográfica– que ofreciese nuevas oportunidades para que los millonarios siguieran acumulando dinero. La gran pasión que movía aquel mundo de brillantes palmeras, guapas actrices y locos por la aviación y la tecnología, era la fiebre del oro, que entonces ya no se extraía de las minas bajo de la tierra ni se podía encontrar en las riberas de los ríos, lavando arena. Entonces, el oro tenía un color verduzco, era de papel y le llamaban dólar. Glenn Martin, el fabricante de aviones para el que Don había trabajado, era el perfecto ejemplo de hombre apasionado por el dinero. A Glenn le fascinaba la riqueza, a Donald le fascinaban los aviones, y si le ayudaron los californianos poderosos fue porque los aviones también olían a dinero.
Es cierto que, además de los aviones, a Don le gustaba la poesía y la mar. Escribía poemas y, para que vieran la luz, de adolescente montó una revista junto con un grupo de amigos. En 1904, cuando tenía doce años, publicó sus primeros poemas dedicados a los guerreros escoceses en el número de julio de su revista trimestral: The Riverside Chester. Al año siguiente, en Brooklyn, con su hermano Harold empezó a publicar mensualmente otra revista, The Handy Magazine, que vendían por 10 céntimos. Años después, en 1907, Donald editó un libro, Ye Scroll, que recogía la mayoría de los poemas que había escrito de 1903 a 1906. Y en 1933, aún no había perdido el amor por la poesía y seguía escribiendo.
En cuanto a su afición marinera, cuando Don era pequeño sus padres lo llevaron a veranear algunos años a Long Island, cerca de un puerto deportivo. La madre enseñó a sus dos hijos, Harold y Don, a navegar en un pequeño velero y aquella experiencia marcaría para siempre sus vidas. El susurro fresco de la brisa, el olor grueso del mar y la sensación que produce el viento cuando llena la vela y su empuje se transmite al mástil, al casco, al timón y al cuerpo del piloto que también es parte del navío que levanta la proa, busca una cresta y la rompe para zambullirse en la siguiente, quedarían grabados en los tiernos hipotálamos de los muchachos como un referente esencial de sus vidas. Cuando Donald terminó sus estudios en el Trinity Chapel decidió incorporarse a la Academia Naval de Annapolis, en donde su hermano Harold llevaba ya dos años estudiando. A su padre, William, le parecía muy bien que sus dos hijos formaran parte de la Armada de Estados Unidos. Era una profesión que no estaba mal remunerada, segura y de prestigio. En 1909 Donald Douglas había ingresado en la Academia y lucía su uniforme de cadete.
Su afición por los aviones es algo que llevó dentro desde que tuvo uso de razón. De niño visitó con su padre el Smithsonian Institute (en Washington) y allí se entusiasmó con la exposición de los trabajos de Samuel Langley. Langley, el que fuera secretario general del Smithsonian, recibió una ayuda de 50 000 dólares del Gobierno para construir una máquina de volar más pesada que el aire. Aquello ocurrió en 1898, cuando Estados Unidos declaró la guerra a España y el Gobierno pensó que un arma que volara como los artefactos que Langley había propuesto fabricar –él les llamaba aerodromes– serviría para acelerar la resolución del conflicto. Donald solía decir que recordaba que uno de los primeros titulares que leyó en la prensa fue la declaración de guerra a España. La guerra terminó pronto, pero los trabajos del Gran Aerodrome, el último de los aparatos que construyó Langley y que estaba diseñado para volar con un piloto a bordo, se alargaron mucho en el tiempo. El proyecto de Langley fracasó y el 8 de diciembre de 1903, el piloto de su Gran Aerodrome, Charles Manly, y el artefacto del secretario general se fueron a las aguas del Potomac desde la plataforma de lanzamiento, que estaba situada sobre una barcaza anclada en el río, sin remontar el vuelo. Como sabrás, a Langley la prensa lo criticó mucho. Días después, el 17 de diciembre, Orville y Wilbur Wright consiguieron volar con su Flyer, en las dunas de Kitty Hawk, Carolina del Norte. Sin embargo, la noticia de aquel histórico vuelo apenas tuvo divulgación y Don solía decir que tardó mucho en enterarse del primer vuelo de los Wright, aunque él siempre siguió como pudo todos los acontecimientos aeronáuticos que ocurrían en el mundo.
Aunque los Wright volaron por primera vez el 17 de diciembre de 1903, decidieron seguir trabajando en su aeroplano y perfeccionarlo hasta lograr que fuese una máquina que tuviera alguna utilidad práctica. Estaba claro que un cacharro capaz de dar un salto en línea recta de un centenar de metros servía para poco. Patentaron su invento y continuaron, con la mayor discreción posible para que no les copiara nadie la idea, con sus labores de mejora durante casi un par de años más, hasta octubre de 1905 cuando consiguieron volar durante más de 38 minutos en los que su avión recorrió unas 24 millas. Entonces empezaron su campaña comercial de ventas que, por todo lo que he podido averiguar, fue bastante desastrosa. Los gobiernos eran sus clientes naturales y los Wright no querían enseñarles la máquina que pretendían venderles, por ese terror que siempre tuvieron a que alguien les plagiara. Wilbur creía que llevaban una ventaja de seis años a sus competidores y por lo tanto aún disponían de algún tiempo. Los gobiernos habían tenido experiencias recientes muy negativas en relación con las máquinas de volar: Langley en Estados Unidos y Clément Ader en Francia, los dos habían fracasado después de gastar una gran cantidad de dinero público. El resultado fue que los dos inventores tardaron mucho tiempo en llegar a acuerdos con el gobierno de Estados Unidos y con un sindicato francés, según los cuales sus clientes accedieron a comprarles aviones siempre y cuando demostraran que cumplían con los requisitos pactados. De acuerdo con los contratos que firmaron, los Wright tenían que volar en público en 1908; el 8 agosto lo hizo Wilbur por primera vez en Le Mans (Francia) y el 3 de septiembre lo haría Orville en Fort Myer (Washington).
Cuando se preparaba para el ingreso en la Academia Naval, en 1908, Donald tuvo la oportunidad de acercarse con su madre a Fort Myer y ver cómo Orville Wright efectuó algunos vuelos extraordinarios. Claro, que entonces ver volar a un hombre sobre una máquina era ya de por sí algo excepcional. Nunca había ocurrido antes. Tuvo la suerte de no presenciar la demostración del 17 de septiembre en la que el gran inventor voló con un acompañante. Aquel día, un fatídico accidente le costó la vida al teniente Thomas Selfridge, que acompañaba a Orville y el inventor también sufrió heridas de consideración.
El vuelo de Orville quedó grabado en la mente de Donald para siempre y desde entonces siguió muy de cerca, entusiasmado, todos los grandes acontecimientos aeronáuticos del momento.
Además de presenciar el vuelo de Orville, Donald también contempló una exhibición aérea de Glenn Curtiss, el primer estadounidense que voló en público en su país. Curtiss fue compañero de Selfridge en la Aerial Experiment Association (AEA), una asociación fundada por Alexander Graham Bell. Sí, el mismísimo Graham Bell que había alcanzado fama mundial por sus inventos telefónicos, fue amigo personal de Samuel Langley (secretario general del Smithsonian) y siempre pensó que Samuel estaba llamado a resolver el problema del vuelo. Sin embargo, Langley, como ya te he comentado, fracasó con su Grand Aerodrome pocos días antes de que los Wright volaran por primera vez en Kitty Hawk, en diciembre de 1903. La prensa ridiculizó sin piedad a Langley a quien no le quedó más remedio que renunciar a seguir con sus experimentos aeronáuticos. Poco después enfermó y en 1906 murió olvidado por todos. Bell acudió a su entierro y pronunció unas palabras amables para con quien había sido su amigo –que las pocas personas que realmente lo apreciaban agradecieron–. Y Bell pensó que había llegado su turno para inventar la máquina de volar y creó la Aerial Experiment Association (AEA) a la que incorporó a dos ingenieros canadienses, al fabricante de motores de Hammondsport, Glenn Curtiss, y al teniente Thomas Selfridge. Para que el teniente formara parte de su equipo tuvo que pedir permiso al presidente de Estados Unidos, pero eso no supuso un obstáculo para un hombre como Alexander Graham Bell.
Graham Bell y su grupo de la AEA progresaron muy deprisa. De marzo a junio de 1908 la AEA logró hacer volar tres aeroplanos: el Red Wing, el White Wing y el June Bug. Glenn Curtiss ganó el premio de la Scientific American Trophy el 4 de julio, día de la fiesta nacional estadounidense, al volar por primera vez en público en Estados Unidos, una distancia superior a 1000 metros con el June Bug, de la AEA. Todos esos acontecimientos ocurrieron poco antes de que los Wright volaran en público, ya que el primer vuelo de Wilbur, en Francia, tuvo lugar en agosto de ese mismo año.
En Francia, Alberto Santos Dumont ya había volado en público, en agosto de 1906, al igual que también lo habían hecho otros pilotos franceses, como Farman y Léon Delagrange, con aviones mucho más rudimentarios que los de los Wright. Los seis años de ventaja que decía Wilbur que llevaban a sus competidores parecía que se habían reducido de forma significativa.
Donald estaba al tanto de los eventos aeronáuticos mundiales y seguía con especial interés todo lo que ocurría en Estados Unidos, donde cada vez con mayor fuerza emergía un serio competidor de los Wright, Glenn Curtiss, mientras los esfuerzos de Graham Bell pasaban a un segundo plano.
Al año siguiente Curtiss se separó de la AEA y creó su propia compañía. Recibió de la Aeronautic Society of New York el primer encargo en su país para fabricar un aeroplano: el Gold Bug. Glenn se lo entregó a su cliente en julio de 1909, en una pista de carreras de camiones del Bronx, en Nueva York, después de hacer una serie de vuelos de aceptación. Donald Douglas también estuvo allí, viendo cómo Glenn volaba su primer aeroplano.
Al contemplar los vuelos de Orville Wright y de Glenn Curtiss, Donald retomó la afición que tuvo, desde muy pequeño, de hacer modelos de avión. Su habitación estaba repleta de pequeños aeroplanos que construía en solitario y perfeccionaba, después de observar cómo volaban. En la Academia Naval, Don construyó un modelo de aeroplano con un motor de goma elástica y montó otro en un brazo giratorio que movió con un cohete de pólvora. El ensayo con el propulsor de pólvora originó una gran humareda que le acarreó una considerable reprimenda.
La afición que tuvo Donald por construir modelos de avión, llevó a Harry Wetzel, el director general de la Douglas, a relatar a la prensa que cuando Don residía en la Academia Naval lanzaba modelos de aeroplano desde su ventana y una vez el avioncito fue derecho a la cabeza de un almirante que estaba en el patio y le dio un buen golpe. Durante años, el almirante presumiría de haber sido capaz de frenar un avión de la Douglas de un cabezazo. Sin embargo, le oí repetir a Donald varias veces, delante de Harry, que esa historia era falsa, mientras su director se reía a carcajadas. A Harry no le importaba que fuera verdadera o falsa, siempre y cuando le gustase a su público.
Pero, a pesar de su afición por los aviones, Donald permanecería en la Academia Naval hasta el año 1912. Cuando su hermano Harold se graduó en Annapolis, Don perdió todo el interés en seguir allí. Habló con sus padres y decidieron, de mutuo acuerdo, su traslado al Massachusetts Institute of Technology (MIT), en Boston. Allí le advirtieron que tendría que hacer cuatro cursos, pero Don les dijo que él podía completar los estudios en dos. En el MIT, mientras estudiaba ingeniería mecánica, continuó con su afición a la construcción de modelos de avión, a los deportes, en general, y al boxeo, en particular.
Donald era una persona inquieta, durante los veranos viajó a Cuba con sus familiares, se embarcó en un petrolero para hacer prácticas en la sala de máquinas y se marchó a las tierras más escondidas de Nueva Escocia para pasar varias semanas pescando y cazando con un indio.
En 1914, Douglas cumplió con su compromiso de graduarse en dos años en el MIT. La Universidad le hizo una oferta para que se quedara trabajando en el departamento de Aeronáutica, que dirigía Jerome C. Hunsaker, para montar un túnel de viento; el salario era modesto: 500 dólares al año.
Su actividad en el MIT la compatibilizó con otro trabajo como consultor para la Connecticut Aircraft Company que estaba construyendo el DN-1, el primer dirigible de la Marina de Estados Unidos. Allí coincidió con Tom Baldwin, un conocido experto en globos y dirigibles, amigo de Glenn Curtiss. Baldwin no se manejaba bien con los planos, pero era la persona que mejor sabía lo que había que hacer y muy pronto formaría un gran equipo con Douglas.
Don recibió una oferta de trabajo para incorporarse al laboratorio de Edison, pero la rechazó porque su vocación era la aeronáutica. Sin embargo, no pudo declinar la propuesta que recibió de Glenn Martin que entonces empezaba a fabricar aeroplanos en California.
En agosto de 1915, Don abandonó la Costa Este para cruzar el país e incorporarse a su nuevo trabajo, en Los Ángeles. Glenn Martin le había pedido a Hunsaker que le recomendara un buen ingeniero y para el profesor del MIT no había otro mejor que Don; siempre lo recordaría como un hombre cuya inteligencia y tenacidad le permitían enfrentarse a cualquier problema y resolverlo.
Seguramente sabrás que se decía de Glenn Martin que era un fenicio y un negociante que solamente amaba el dinero (y a su madre), aunque llevaba la aviación en las venas y pocos sabían volar mejor que él. A Glenn no se le conocían aventuras amorosas y jamás se separaba de su madre. De pequeño empezó a ganar algunos dólares construyendo cometas y al principio de su carrera trabajó en la industria automovilística, como concesionario. Su madre lo apoyaba en aquella locura suya que tenía por la aviación y cuando pudo aprendió a volar y construyó un modesto aeroplano. En 1909 Glenn empezó a volar en las inmediaciones de Santa Ana; entonces su negocio de automoción le dejaba suficiente dinero como para permitirse el lujo de mantener un aeroplano. En enero de 1910 participó en el primer encuentro aeronáutico en Estados Unidos que se celebró en el campo de vuelo Domínguez (en Los Ángeles). A partir de aquel día, la actividad aeronáutica absorbió todas sus energías. Glenn voló de Fresno a Madera, de Newport Beach a la isla Catalina, ida y vuelta, y organizó exhibiciones en las que asombraba al público con sus acrobacias temerarias.
Durante aquellos años la aviación en Estados Unidos no era un negocio, sino más bien un espectáculo en el que un pequeño grupo de pilotos como Glenn Martin, Glenn Curtiss, Lincoln Beachey y Farnum Fish, encandilaban a masas de espectadores morbosos y ávidos de emociones. Los accidentes formaban parte del atractivo de aquellas demostraciones circenses. El negocio estaba en la venta de aviones militares a un Ejército que se mostraba bastante reticente a la hora de apostar por la aviación. Sin embargo, el inicio del conflicto bélico en Europa, en 1914, hizo que los militares estadounidenses reaccionaran ante la abismal diferencia que existía entre las capacidades aeronáuticas de los estados europeos con Estados Unidos. En 1915 Glenn Martin tenía una pequeña fábrica en Los Ángeles con 50 empleados y contratos con el Ejército; le faltaba un ingeniero jefe.
He escuchado muchas veces cómo fue el encuentro entre Donald y Glenn, en el hotel Baltimore de Los Ángeles. Glenn esperaba a Don en recepción y este se acercó.
─¿Es usted el señor Glenn L. Martin?
─Ahora no puedo atenderlo, jovencito, estoy esperando a una persona. Venga a verme si quiere a mi fábrica.
Ante esta respuesta, Donald tomó asiento en un sofá apartado desde donde podía observar a Glenn que conforme pasaba el tiempo empezaba a mostrar algunos signos de impaciencia, así que se levantó, caminó unos pasos hasta el lugar donde estaba Glenn y le dijo:
─No quiero molestarle, señor Martin, pero me parece que usted me está esperando.
─¿Usted? Mire, yo he quedado con el ingeniero jefe de mi fábrica, no con un colegial.
─Me llamo Donald W. Douglas.
─¿Usted?, pero si es un niño…
Por lo que su apodo sería el de Ingeniero Niño, pero Don supo ganarse muy pronto el respeto de los empleados de Glenn.
Tampoco permanecería mucho tiempo en su nueva empresa, aunque el suficiente como para entablar amistad con personas que después ocuparon puestos clave en su propia fábrica. Conoció a Boeing, se casó con Charlotte Ogg, reparó miles de veces un Studebaker y compró su perro, Shalto. Quizá esas fueron otras cosas importantes que hizo mientras trabajaba con Glenn L. Martin. Su perro llegó a hacerse famoso en la industria aeronáutica y aprendió a hostigar a los mirones para que dejaran la pista del campo de vuelos libre cuando tenían que probar algún aeroplano.
El capataz de Glenn Martin se llamaba George Strompl; era un hombre de carácter fuerte y resolutivo. Cuando Don empezó a mandar sus planos al taller, George le dejó bien claro que los planos eran un accesorio superfluo; el jamás los había necesitado. A Donald le costó algún tiempo convencer al jefe de los mecánicos de que sus dibujos servían para algo, pero con autoridad y paciencia lo consiguió. También hizo amistad con el piloto de Glenn Martin Eric Springer y con un inspector del Ejército que estaba en la fábrica, Harry Wetzel. Todos ellos desempeñarían años después un papel importante en la fábrica de Douglas. Otro personaje con el que Don coincidió en Los Ángeles fue William Boeing, aunque no sé si entonces llegó a conocerlo en persona. Boeing era un joven traficante de madera, adinerado y deportista que había estudiado en Yale. Compró un avión a Glenn Martin y se trasladó a California para tomar lecciones de vuelo. Su profesor, Floyd Smith, le dijo a Don que su alumno quería desarrollar la aviación en el norte del estado de Washington y que tenía unas dotes especiales para el pilotaje. Boeing regresó a Seattle con su aparato; un par de años más tarde el avión sufrió daños importantes en una de las tomas sobre el lago Union. En vez de repararlo William Boeing decidió construir uno nuevo, el B&W, que vendió a un cliente neozelandés. Así es como nació la Boeing.
Su automóvil, el Studebaker, se ganó el apodo de “EMF”, las siglas de “Every Morning Fix it” (arréglalo cada mañana). El día de su boda lo utilizó para llevar a Charlotte a Riverside, donde un pastor de la Iglesia Episcopal ofició la ceremonia nupcial. Los novios fueron acompañados por la amiga de la novia, Henrietta Cricks, que salía con Art Barry, la persona con quién Don compartía apartamento en Los Ángeles. Henrietta le había presentado a Don a su amiga Charlotte, hacía un año. Como en el Studebaker no cabían más que tres personas, solo pudieron llevarse a Henrietta de testigo a su boda. Durante el trayecto pinchó dos veces y Don tuvo que arremangarse y ensuciarse las manos y el traje de grasa para cambiar las ruedas.
Don no estuvo mucho tiempo con Glenn porque en noviembre de 1916 la Sección de Aviación del Ejército buscaba un ingeniero jefe para la Aviación Civil y Donald recibió la oferta de asumir el cargo. Dejó a Glenn y se mudó con Charlotte y su perro Shalto a la Costa Este. Los funcionarios tenían que hacerle un examen de ingreso, pero nadie se atrevió a organizarlo porque él sabía más de ingeniería aeronáutica que los miembros del tribunal. Estuvo esperando en el hotel Raleigh de Washington hasta que los empleados del Gobierno decidieron que no era necesario que se sometiera a un test de aptitud. Y antes de las Navidades ya estaba en Buffalo inspeccionando motores.
Poco después de incorporarse a su nuevo trabajo, su hermano Harold falleció de un ataque de apendicitis que no fue diagnosticado a tiempo y a principios de 1917 Don y Charlotte se trasladaron a Nueva York para asistir al funeral de Harold.
Aquel año Estados Unidos entró en guerra. Juntando los aviones de la Marina y del Ejército apenas se podían contar 100 aeroplanos. En agosto de 1917 los franceses tenían 2335 aviones en el frente, mientras que los alemanes contaban con 1980 y los británicos 1200 aparatos operativos en la línea de batalla. La desproporción de la fuerza aérea entre los ejércitos europeos y el de Estados Unidos era muy significativa. Sin duda, durante los últimos años Europa había tomado el liderazgo aeronáutico, quizá porque se estuviera preparando para una guerra que parecía inevitable. Otro dato que resaltaba la falta de presencia americana en el mundo aeronáutico era la distribución por países de los récords de aviación registrados por la Federación Aeronáutica Internacional. De 38 récords, 20 pertenecían a Francia, 7 a Alemania, 4 a Rusia, 3 a Austria, y el Reino Unido e Italia tenían 2, cada uno. Yo tuve un protagonismo muy especial, años después, cuando Estados Unidos decidió mejorar su palmarés aeronáutico, ya que me apunté unos cuantos récords que permitirían equilibrar la balanza.
El 24 de julio de 1917, el Congreso aprobó que se destinaran 649 millones de dólares para construir aviones. La mayor cantidad de dinero que se había asignado jamás para un asunto concreto. Con estos fondos se pretendía construir 20 000 aviones de combate y 9000 de entrenamiento. El Gobierno también relanzó el proyecto de un motor, el Liberty, y la industria automovilística recibió pedidos para fabricar 25 500 unidades.
Aquel gigantesco esfuerzo para recolocar a la industria aeronáutica estadounidense en una posición que permitiera al país hacer frente a la guerra, se vio salpicado por el favoritismo y la corrupción. Algunos fabricantes se aprovecharon de un excesivo beneficio, muchos pedidos fueron a parar a las fábricas de quienes recompensaban a los adjudicadores y, en general, la coordinación de los contratos resultó deficiente. La gigantesca máquina de guerra que se construyó, en muy poco tiempo, apenas tuvo la oportunidad de estrenarse en el campo de batalla. La Marina, que contaba con unos 50 aeroplanos antes de la guerra, en 1918 llegó a tener alrededor de 2000 y el Ejército que no poseía muchos más que la Marina cuando Estados Unidos entró en la guerra, acabó el conflicto con 4865 aeronaves en Estados Unidos y 3580 destacadas fuera del país.
Donald por aquellas fechas trabajó para el Gobierno en la tarea de adaptar los motores, grandes y pesados, que salían de las fábricas de automóviles a aeronaves ligeras. El motor Liberty condicionaría la industria aeronáutica hasta el punto de que muchos decían que se hacían aviones para un motor, en vez de motores para los aviones. A Don aquel trabajo no le satisfacía mucho y propuso a sus superiores el diseño de nuevas aeronaves. Le aceptaron la idea, pero cuando llevaba algún tiempo en esa tarea se dio cuenta de que siempre que sus diseños estaban casi terminados en el tablero de dibujo, recibía una nueva orden para empezar otro distinto. Su afán innovador encontró una oportunidad cuando Glenn L. Martin creó la sociedad Glenn L. Martin of Cleveland, después de que su empresa anterior se fusionara con la Wright Flying Field, la Wright Corporation, la General Aeronautical Company of America y la Simplex Automobile, para crear la Wright-Martin Aircraft Corporation. Don le pidió trabajo a Glenn y este lo volvió a aceptar enseguida en su nueva empresa como ingeniero jefe de diseño.
Donald jugó un papel decisivo en el diseño del Martin Bomber (MB-1). Era un avión más grande que los bombarderos más pesados de la época, Caproni y Handley Page, y sus prestaciones también los superaban. El MB-1 salió del hangar de la factoría de Martin (en Cleveland) el 17 de agosto de 1918. Ya era muy tarde para que se pudiera incorporar al frente de batalla porque el armisticio se firmó el 11 de noviembre de aquel año.
La guerra terminó y la industria aeronáutica, cuya capacidad había aumentado muchísimo, colapsó por falta de trabajo. Más del 90% de las empresas que se dedicaban a este menester tuvieron que cerrar. Ni el Ejército ni la Marina podían absorber todos los aparatos que la industria era capaz de producir. Glenn Martin trató de encontrar aplicaciones comerciales para su MB-1, como avión de transporte de correo, mercancías o pasajeros. Todas las empresas que fabricaban aviones intentaban hacer lo mismo en Estados Unidos y también en Europa.
A principios de 1920 Don tomó una decisión que cambiaría el resto de su vida profesional y el devenir de la industria aeronáutica. Entonces tenía dos hijos, Donald y William, de tres y dos años, respectivamente, y su mujer Charlotte se había marchado a California con los pequeños porque el invierno en Cleveland se le hacía especialmente insoportable. Durante la guerra tuvieron que mudarse de vivienda en numerosas ocasiones, no había muchas casas disponibles en la ciudad y las restricciones de combustible para las calefacciones domésticas eran frecuentes. Los niños pasaban frío y Charlotte se agobiaba con esta situación. En marzo, Donald se tomó unas vacaciones para ir a pasar una temporada con su familia, en Los Ángeles. En la fábrica de Glenn los negocios no iban mal del todo. Su último trabajo había consistido en el diseño de un avión torpedero para la Marina. Su sueldo era muy sustancioso: 10 000 dólares al año. Sin embargo, Don quería hacer algo por su cuenta, tenía la ilusión de diseñar aviones y construirlos. No disponía de mucho dinero ahorrado, unos 600 dólares; habló con su mujer y después de analizar las ventajas y los inconvenientes, tomó la decisión de montar su propia fábrica de aviones. En marzo envió una carta a Glenn presentando su renuncia como ingeniero jefe de la empresa de Cleveland. Martin trató de disuadirlo, le dijo que no era un buen momento para fabricar aviones, que el Ejército los vendía por 200 dólares porque tenía material sobrante, pero Donald ya había tomado una decisión.
Como te puedes imaginar, fue una decisión en una época muy complicada y lo normal es que le hubiera salido mal, pero no fue así. Muchos piensan que Donald creía de verdad que había llegado el momento de fabricar aviones de transporte de pasajeros. Poco antes, en una conferencia que dio en la Society of Automotive Engineers, dijo que el futuro de la aviación estaba en el transporte civil de pasajeros, ya que conseguir fondos del Gobierno, en aquellas circunstancias, era algo muy difícil. Donald señaló que se podía construir una variante del Martin Bomber, el Glenn Martin Passengers (GMP), a un precio de 40 000 dólares y que una aerolínea obtendría el 30% de la inversión transportando pasajeros con aquel aparato, entre Cleveland y Chicago. Yo creo que cuando creó su empresa, en 1920, Don quería fabricar aviones comerciales para el transporte de pasajeros porque el mercado militar ya estaba saturado. Sin embargo, la falta de recursos financieros fue el elemento que condicionó el inicio de su aventura empresarial.
El primer y único problema con que se topó el joven ingeniero de 28 años, que era Don en aquel entonces, fue encontrar dinero para empezar a producir alguno de los aviones que únicamente existía, de momento, en sus pensamientos. La mayoría de los banqueros no se tomaban muy en serio que la aviación pudiera resultar alguna vez un negocio rentable; los había que incluso pensaban que terminaría por desaparecer. La actividad aeronáutica comercial era muy escasa. En California, quizá lo más significativo era que Syd Chaplin, el hermano de Charles Chaplin, había empezado a volar a la isla Catalina de forma regular. En Seattle, al norte de California en el estado de Washington, la Boeing contaba con dos delineantes y fabricaba algún que otro hidroavión de tres pasajeros, el B1. Hasta la Curtiss estuvo a punto de quebrar. Era muy difícil encontrar inversores para un negocio que atravesaba una crisis tan profunda.
Después de muchas visitas frustradas, a Donald se le ocurrió hablar con un periodista deportivo de Los Angeles Times, Bill Henry, al que conocía porque había trabajado como relaciones públicas para Martin en Cleveland. Gracias a él, encontró a un joven millonario y deportista que quería que le construyeran un avión. Se llamaba David R. Davis y era abogado por la Universidad de Vanderbilt. El avión que quería Davis tenía que ser capaz de volar de costa a costa de Estados Unidos, sin repostar. Don tomó aquella oportunidad porque no tenía otra y llegó a un acuerdo con David para fabricarle su avión en la empresa que sería de los dos. Así es como empezó Donald, con un socio y una empresa que tenía un único pedido de un avión y dinero para construirlo. Su esposa, Charlotte, sacó del banco sus ahorros– que ascendían a 2000 dólares– y los invirtió en la empresa de su marido. Agradecido por haberle facilitado el contacto, Douglas, le dio algunas acciones a Bill Henry quien no quiso aceptarlas, pero el ingeniero insistió y Bill tuvo que convertirse también en accionista de esta nueva sociedad.
El 21 de junio, Don escribió una larga carta a su amigo George Strompl que seguía en Cleveland trabajando para Martin. Le decía que tenía una empresa y un pedido, y de momento nada más, pero que le ofrecía trabajo y, aunque era arriesgado, si las cosas les iban bien compartiría con él los éxitos, también que si no aceptaba su oferta lo entendería perfectamente. Don envió algunas cartas más y como era un hombre de gran personalidad, un líder, la gente le siguió. El 20 de julio llegaron a Los Ángeles cinco hombres: Ross Elkins, Jim Goodyear, George Borst, Henry Guerin y George Strompl. Fueron el núcleo duro del equipo humano de la empresa Douglas que me fabricó. Los recién llegados tardaron en encontrar a Donald, porque este había alquilado su oficina en la trastienda de una barbería y no podían imaginar que el nuevo fabricante de aviones estuviese allí. Fue peor que eso, apenas se habían saludado, cuando empezaron a discutir sobre el proyecto, de repente, escucharon un zumbido sordo, grave, y el tintinear de las lámparas con golpes cortos y agudos, sintieron el temblor de las paredes y el suelo a sus pies empezó a moverse. Era un terremoto, algo habitual en California.
Alquilaron una segunda planta de un taller, el Koll Mill, en el que había utensilios suficientes como para fabricar el avión. He escuchado decir muchas veces que la única herramienta que tuvieron que comprar y que durante algún tiempo constituyó la totalidad del inventario del instrumental de la Davis-Douglas fue una taladradora de mano que costó tan solo 25 dólares. Esa taladradora ha estado expuesta en alguna vitrina durante años.
El aeroplano se llamaría Cloudster, un nombre que le puso Eric Springer, antiguo piloto de la empresa de Martin que se había incorporado a la Davis-Douglas. Era un biplano con un solo motor Liberty de 400 HP, casi 17 metros de envergadura, y dos tanques de combustible de 660 galones. Un año después de empezar su construcción, el aeroplano ya estaba listo para volar. Había costado 40 000 dólares. Durante el primer intento de vuelo, Springer se tragó la pista entera del aeródromo Goodyear y detuvo el avión en un campo de coliflores. Ni el piloto ni el aparato sufrieron daño alguno, pero las coliflores sí y la Davis-Douglas se vio obligada a indemnizar al granjero con 55 dólares. Días después, el 24 de febrero, Davis y Springer consiguieron despegar sin problemas y volaron durante media hora sobre el aeródromo de Goodyear. Por los tubos de escape asomaban llamas de más de un metro de largo, porque la mezcla era excesivamente rica, pero, aparte de este detalle, que resolvieron ajustando la carburación, el avión voló muy bien. La sobrina de Davis, Jane Pearsall, rompió una botella de champán francés en el morro del aparato y así quedó oficialmente bautizado con el nombre de Cloudster que ya le había puesto Springer.
Las pruebas del Cloudster demostraron muy pronto que era un magnífico aeroplano y Springer y Davis decidieron aventurarse a cruzar con él Estados Unidos de costa a costa. Don les aconsejó que despegaran de Riverside porque la pista de Goodyear era muy corta.
El 27 de junio de 1921 David Davis y Eric Springer desayunaron a las cuatro de la madrugada y decidieron que despegarían a las seis. El Cloudster podía volar durante unas 33 horas seguidas, a 85 millas por hora, por lo que era capaz de recorrer un poco más de las 2500 millas que había hasta el aeródromo Curtiss (en Long Island). Sería el primer vuelo sin paradas a través del Continente y también podían ganar el récord de permanencia en el aire que entonces ostentaba un Farman: el Goliath, que había volado durante 24 horas y 19 minutos de forma ininterrumpida. Despegaron con dificultad porque con los tanques de combustible llenos el avión pesaba mucho; casi rozaron el tejado de una de las casas que estaba en las proximidades del aeropuerto. A las 9:05 sobrevolaban Yuma, después de haber dejado atrás California y los cactus del desierto en Arizona. A las 15:45 llegaron a El Paso y desde allí divisaron nubes de tormenta en el horizonte. Dio la impresión de que al Cloudster no le gustaron los nubarrones porque el motor se paró de golpe. Tuvieron que aterrizar en Fort Bliss, unas pocas millas al este de El Paso, después de haber recorrido 785 millas en 8 horas y 45 minutos a unos 2400 metros de altitud. Los militares, que no esperaban aquella visita, los observaron con extrañeza y lo que más les impactó fue ver cómo aquellos dos pilotos civiles también llevaban paracaídas. Poco después del aterrizaje, cuando el Cloudster estaba en la plataforma estacionado, arreció el viento y una ráfaga hizo que un ala golpeara el suelo. El avión necesitaría una reparación importante antes de continuar el vuelo. El proyecto de Davis, de cruzar Estados Unidos sin paradas intermedias, se vino abajo.
David Davis se olvidó durante un tiempo de la aviación para dedicarse a los negocios deportivos y aceptó su condición de perdedor, aunque en la aventura aeronáutica se hubiera gastado más de 40 000 dólares.
Quizá sepas que el triunfo que no pudo lograr el socio de Don, sería más tarde para dos tenientes del Ejército, Oakley G. Kelly y John A. Macready, quienes aterrizaron en San Diego 26 horas y 50 minutos después de haber despegado de Nueva York, el 2 de mayo de 1923, en un Fokker T-2.
Con posterioridad, el Cloudster fue adquirido por dos hombres de negocios, Thornton Kinney y Benjamin Brodsky, que lo modificaron para convertirlo en un avión de transporte de pasajeros de siete plazas. Sin embargo, la gente aún tenía bastantes reparos a la hora de subirse a un avión, por lo que el negocio no funcionó bien. Claude Ryan, de San Diego, lo compró después para transportar promotores inmobiliarios entre San Diego y San Clemente, pero al cabo de un año lo vendería también a una empresa de Baja California. Esta sociedad lo emplearía para transportar licor, de forma ilegal. En uno de aquellos viajes, el piloto se vio sorprendido por una tormenta, aterrizó en una playa y abandonó el avión. Al subir la marea el océano se llevó al Cloudster, la primera aeronave que salió de la fábrica de Don.
Davis le vendió su parte por 2500 dólares ya que no lo interesaba el negocio aeronáutico por lo que Donald continuó con su aventura empresarial, en solitario.
Muy poco después del fracaso del vuelo transcontinental del Cloudster, Don logró firmar un contrato con el Gobierno para construir tres aviones torpederos, DT-1. Mientras Davis y Springer hacían los preparativos para volar de costa a costa, Don ya estaba trabajando, día y noche, en el diseño de sus aviones torpederos y así seguiría hasta conseguir el contrato. Cuando lo tuvo en sus manos se encontró con que no disponía de recursos financieros suficientes para empezar a construir los aeroplanos. Tenía un contrato de 120 000 dólares con el Gobierno y los bancos le negaban un crédito de 15 000 dólares que era todo lo que necesitaba para financiar su actividad hasta que su cliente le hiciera los primeros pagos. Ningún banquero confiaba en aquel negocio. Su amigo, el periodista deportivo Bill Henry, le recomendó que fuera a ver a su jefe, Harry Chandler, el editor del periódico Los Angeles Times. Don le ofreció hasta un 49% de su empresa si le avalaba un crédito de 15 000 dólares. El banquero se rio de la oferta que le hizo el joven empresario:
─Douglas, lo mío es la prensa y no sé nada de aviones, pero quiero que esta ciudad prospere y para conseguirlo necesitamos emprendedores como tú, así que te voy a avalar un crédito de 15 000 dólares si consigues que nueve individuos más lo hagan.
En unos pocos días, con la firma de Chandler, Don consiguió el apoyo de un grupo de personas del mundo de los negocios y, con ello, el crédito que necesitaba para empezar la fabricación de los DT-1.
Durante aquellos años se generó un gran debate en la Marina acerca de la conveniencia o no de apostar por los aviones torpederos y la eficacia de la aviación frente a los acorazados. Una teoría que se había extendido entre los estrategas era la necesidad de prepararse para un posible ataque japonés desde el Pacífico. La Armada japonesa controlaba las aguas de aquel océano y en el supuesto de una confrontación con Estados Unidos cabía suponer que organizara un desembarco en las costas mexicanas, para invadir el país a través de las llanuras de Texas, antes que hacerlo en la costa americana porque allí se encontrarían con las Montañas Rocosas. La defensa más efectiva contra aquella amenaza sería mediante aviones torpederos y bombarderos, ya que con el presupuesto de un solo acorazado podían construirse muchos aviones y en menos tiempo. Sin embargo, algunos marinos objetaban que la aviación no sería nunca efectiva frente a los modernos acorazados con sus magníficos blindajes. La Armada organizó unas maniobras en el Atlántico con buques acorazados capturados a Alemania, durante la Primera Guerra Mundial, que sirvieron de blanco a los aviones torpederos de la Marina. Durante aquel ejercicio se demostró la eficacia de las aeronaves que con sus bombas y torpedos lograron hundir con facilidad el Ostfriesland, un buque insumergible según los armadores alemanes. Aun así y todo, algunos marinos de la Armada continuarían empeñados en hacer de menos la utilidad práctica de la aviación en la guerra naval.
En julio de 1921 desapareció la Davis-Douglas y nació la Douglas Company. Al año siguiente Don movió sus negocios a Santa Mónica, tenía 42 empleados, aquel año fabricaría 6 aviones y recibió un pedido de 18 torpederos más. La Douglas se había puesto en marcha. Las cosas empezaron a irle bien a Donald, y en 1922 tuvo otro motivo de satisfacción porque su mujer Charlotte dio a luz a Barbara Jean.
Casi todo el trabajo de la Douglas durante aquellos años era para el Ejército o la Marina. Los militares aún no habían impuesto los controles internos que llegarían después. La fábrica de Santa Mónica era pequeña, los trabajadores entraban y salían sin ningún impedimento, a veces venían del campo con los bolsillos llenos de serpientes toro gastándose bromas. En el gabinete de diseño había tres ingenieros, Donald, Jack Northrop y Arthur Mankey, quienes compartían una habitación de unos 20 metros cuadrados con el personal de compras y de administración.
En 1924 un teniente del Ejército, Erik Nelson, se presentó en las oficinas de la Douglas, en el Wilshire Boulevard de Santa Mónica, y preguntó por Donald. El teniente quería saber si la empresa estaba interesada en construir cuatro aviones que pudieran dar la vuelta al mundo. Él estaba en ese momento de viaje, pero a su regreso se puso de inmediato a esbozar un avión, inspirado en los DT, con la ayuda del teniente Nelson que fue quien llevó los planos del aparato al general Mason M. Patrick, jefe del Servicio Aéreo del Ejército de Estados Unidos. El 1 de agosto, el Ejército aprobó la oferta de Don y Nelson se desplazó hasta California para supervisar la construcción de esos cuatro aviones. Aquel contrato haría mundialmente famosa a la firma de Don. El proyecto, cuidadosamente diseñado por el Ejército, tenía como objetivo demostrar la viabilidad del transporte aéreo entre varios continentes, en condiciones meteorológicas diversas. También sería una demostración de fuerza y capacidad del propio Servicio Aéreo. En cualquier caso, la publicidad estaba garantizada y la Douglas se jugaba mucho en aquella aventura.
El avión que diseñó Don para dar la vuelta al mundo era un biplano con dos tripulantes, podía llevar flotadores para amerizar o tren de aterrizaje, su autonomía era de 18 horas y a unos 3000 metros de altitud volaba a 100 millas por hora. El biplano estaba motorizado con un Liberty de 400 HP. El Servicio Aéreo planificó una ruta de 25 000 millas que, partiendo de Santa Mónica, atravesaba 25 países antes de regresar otra vez a Santa Mónica. Los preparativos del vuelo no fueron sencillos porque hubo que enviar gasolina a todos los puntos en los que se había planificado una escala, que eran más de 50, estudiar la meteorología, obtener los permisos de sobrevuelo y resolver las cuestiones asociadas a la estancia de los pilotos. Para dirigir la expedición se nombró al comandante F. L. Martin, y el teniente Nelson y el teniente John Harding, fueron designados para formar la cuarta tripulación; también se formó una quinta tripulación de reserva.
El 17 de marzo de 1924, despegaron tres aviones de Santa Mónica– el cuarto, con el teniente Nelson, lo hizo de San Diego porque se había terminado de fabricar justo el día anterior– rumbo a Seattle que era el lugar en el que oficialmente se iniciaba el circuito. El 6 de abril, tras haber sufrido algunos retrasos, los cuatro Douglas World Cruissers (DWC) fueron despedidos por una multitud de personas en Seattle y se dirigieron a su primer destino que era Prince Rupert (en Alaska).
A lo largo de la gira se perderían dos aviones. El primero fue el del comandante Martin, en Alaska, que por culpa de la niebla chocó contra la ladera de una montaña. A pesar de que ni él ni su copiloto sufrieron ningún daño, tuvieron que refugiarse en los restos del avión y luego en una cabina antes de que consiguieran llegar a Port Moller. Durante 10 días estuvieron desaparecidos. Aquel accidente, al principio de la gira, excitó el interés de millones de seguidores en todo el mundo. El otro avión que no regresó se perdería en el mar por culpa de un fallo de la bomba de aceite, que forzó al piloto a amerizar poco después de su despegue en Scapa Flow cuando ya estaba de camino a Islandia. Un buque de la Marina recogió a la tripulación y trató de remolcar la aeronave hasta las islas Faroes, pero un golpe de mar volcó el aparato y tuvieron que cortar la línea de remolque con lo que la aeronave se hundió para siempre en el océano.
Unas 200 000 personas recibieron a los aviones y sus pilotos que regresaron a Santa Mónica el 3 de septiembre tras haber navegado alrededor del mundo. Cayeron miles de flores sobre las cabezas de los héroes y una muchedumbre ansiosa estuvo a punto de romper el cinturón de seguridad y convertir los DWC en un montón de souvenires mientras el teniente Nelson vociferaba: “¿Dónde está Douglas? Quiero decirle a ese muchacho que sabe hacer aviones”.
El mundo supo que había una pequeña empresa en Santa Mónica que fabricaba aviones capaces de volar alrededor del globo terrestre. A la Douglas le llegaron pedidos hasta de países remotos y la empresa tuvo que crecer a marchas forzadas. Los empleados de Don dejaron de ser un grupo de amigos que a la hora del almuerzo salían al campo para meterse serpientes toro en los bolsillos. En 1925 superaron la cifra de 500 trabajadores. Douglas adoptó el siguiente lema: “El primero alrededor del mundo”. Y, más tarde, en 1930, cambió el logo de la empresa, el corazón con alas, por un globo y una órbita que lo circunvalaba.
Mientras los DWC volaban alrededor del planeta, Donald se puso a dibujar su nuevo avión para el Ejército, el llamado XO, una aeronave de observación. También trabajó en un avión carguero. El Ejército anunció un concurso para la sustitución de los De Havilland DH-4 por otros más modernos. En McCook, el aeródromo de pruebas del Ejército, el XO-2 de Donald fue el que superó a todos sus competidores entre los que se incluía también un Fokker. Eric Springer fue el piloto de pruebas de la Douglas que demostró las capacidades del XO durante los ensayos de vuelo. El premio fue un contrato para fabricar 50 aviones por un importe de 750 000 dólares.
Es casi increíble cómo Donald levantó su empresa, prácticamente, de la nada hasta formar una compañía capaz de recibir una orden del Ejército de cerca de un 1 000 000 de dólares, en apenas cinco años. La seriedad y la formación técnica de Donald desempeñaron un papel crucial en todo ese proceso. Yo creo que era el fabricante que estaba mejor considerado por los técnicos del Ejército; se fiaban de él.
En verano de 1925 se produjo un acontecimiento muy relevante en la Douglas cuando Arthur Raymond empezó a trabajar para Don. El joven Raymond, que pocos años después desempeñaría un rol irremplazable en mi diseño y construcción, se había graduado en Harvard, con honores, en 1920 y después estudió aeronáutica en el MIT. Regresó a California, donde su padre tenía un hotel en Pasadena, el Raymond Hotel, para trabajar como asistente suyo. A Raymond le interesaba la aeronáutica, pero no había ofertas de empleo en este sector. El ingeniero sabía lo que quería y se mudó a Santa Mónica con su mujer, a una casa alquilada. Se presentó en la Douglas en repetidas ocasiones hasta que George Strompl lo contrató para taladrar agujeros y ajustar chapa. Por entonces Douglas andaba buscando un experto en aerodinámica y le pidió a Hunsaker que le recomendara a alguien. El profesor le respondió que la persona que buscaba la tenía allí cerca, en su propia fábrica, trabajando para él, se llamaba Arthur Raymond. Don comprobó con Strompl que efectivamente era así y le dijeron a Raymond que pasara al departamento de ingeniería después de ofrecerle una paga de 30 dólares semanales.
Casi al mismo tiempo que se incorporó Arthur también lo hizo Kindelberger. Desde que se había creado la empresa, el propio Donald oficiaba de jefe de ingeniería, lo que contribuyó en gran medida a su éxito. Cuando la gestión de la compañía empezó a requerirle una dedicación mayor, Don pensó que debía contratar a otra persona para que ocupara ese puesto. El elegido fue James H. Kindelberger, que había reemplazado a Don en la empresa de Martin en la posición que él mismo había dejado un día libre al marcharse. El nuevo jefe de ingeniería tenía buen humor y era un personaje muy sociable.
Durante los años siguientes, Douglas continuó suministrando aeronaves de observación al Gobierno y encontró un mercado para su aeronave de transporte de carga: el M-2. El departamento de Correo de Estados Unidos operaba con aviones De Havilland que habían quedado anticuados y la Douglas recibió un pedido de 51 aviones para reemplazarlos por los M-2. Este fue un avión que también adquiriría la Western Air Express, una compañía privada que inició el transporte regular de pasajeros y correo entre Salt Lake City y Los Ángeles el 17 de abril de 1926 con un M-2.
California está llena de recuerdos españoles. Para sus habitantes España es un país remoto, pero familiar, que yo nunca creí que fuera a conocer, aunque jamás me lo imaginaba tal y como es. Los californianos tenemos el vicio de confundir España con México. El M-2 recibió el sobrenombre de Escalante, en memoria de fray Silvestre Vélez de Escalante, quien junto con otro religioso, fray Francisco Atanasio Domínguez, abandonó Santa Fe el 29 julio de 1776 con la intención de trazar un camino que uniera la misión de aquella ciudad con la de Monterrey (en California) separadas por unas 2000 millas. Ya sabes, se trata de historias de curas andarines que recorrían estas tierras a lomos de sus burros o caballos para formar misiones. Los religiosos partieron a caballo, con provisiones guías y un cartógrafo, pero no llegaron nunca a su destino. El invierno, el desierto, la falta de provisiones, los indios y las frecuentes deserciones de sus guías les obligaron a regresar a Santa Fe.
El avión que se llamó Escalante hizo un viaje más rápido que el de los religiosos y llegó felizmente a su destino. El M-2 de la Western Air Express –en su vuelo inaugural– fue bautizado antes de despegar de Salt Lake City con una botella de agua del lago que estrelló contra su morro la hija del gobernador de Utah, Betty Dern, y después de hacer una pequeña escala en Las Vegas, aterrizó en Los Ángeles, donde fue agasajado por un solemne comité de recepción.
Con tanto trabajo, la fábrica de Donald se quedó pequeña y tuvo que ampliar las instalaciones, que entonces entorpecerían la pista. Para realizar los ensayos de vuelo, era necesario trasladar los aviones a otro aeródromo próximo, el de Clover. Las aeronaves las llevaban por la noche de Wilshire a Clover, cruzando las calles de Santa Mónica. Una procesión de hombres con antorchas y linternas acompañaban el viaje nocturno del avión por un itinerario que siempre era el mismo y en el que a menudo tenían que cortar las ramas de los árboles que molestaban y sacar los buzones de correo para hacerle sitio al aeroplano; el cortejo recolocaba los buzones antes de disolverse y al amanecer las calles de Santa Mónica recuperaban el orden, la paz y el silencio.
El último avión que utilizó la pista de la Douglas en Wilshire fue un Ryan pilotado por el que más tarde llegaría a convertirse en un héroe nacional: Charles Lindbergh. Los empleados de Don trataron en vano de hacerle señas para que no aterrizara en la pista, abandonada y llena de baches, pero Charles no los vio y tomo tierra dando saltos. Lindbergh venía de San Diego, con otra persona y querían ver a Donald Douglas; se trataba de una visita de cortesía.
Cuando ocurrió aquel aterrizaje, Lindbergh se había desplazado a California para supervisar los ajustes de su avión, The Spirit of St. Louis, un monoplano fabricado por Claude Ryan en San Diego. Poco después ganaría el premio Orteig dotado de 25 000 dólares para el primer piloto que hiciera el vuelo sin escalas entre Nueva York y París. Charles recorrió aquella distancia de 3610 millas en 33 horas y 30 minutos y fue recibido en la capital francesa en el aeródromo de Le Bourget por una multitud de más de 100 000 personas. A su regreso a Nueva York la llegada del héroe también sería un gran acontecimiento. A partir de aquel momento, Charles y su The Spirit of St. Luis pasaron a formar parte de la Historia de la Aviación. Pero cuando Lindbergh aterrizó en el viejo campo de Wilshire y estuvo a punto de romperse la crisma, porque la pista no reunía las condiciones mínimas para ejercer sus funciones, el piloto aún no había alcanzado la condición de héroe. Vinieron para entrevistarse con Donald, pero nunca llegué a saber de qué hablaron durante el tiempo que estuvieron reunidos. Pocos años después, Lindbergh trabajaría para la TWA, como asesor de Jack Frye, y participaría en el comité que se encargaría de evaluar la propuesta ganadora de la Douglas de la que surgiría yo.
A finales de 1929 la empresa de Don ya se había consolidado como una magnífica fábrica de hacer aviones en su planta de Clover. Durante los últimos años de aquel decenio el país vivió una euforia económica que la sociedad estadounidense jamás había conocido antes. Empresas de todo tipo crecieron como amapolas en los márgenes de los trigales, los precios de las acciones de cualquier sociedad subían a una velocidad de vértigo, los especuladores amasaban grandes fortunas en muy poco tiempo; el dinero corría a raudales de un modo indecente. En Los Ángeles se vivieron años de locura. Joyas, pieles y automóviles lujosos, se paseaban de forma ostentosa por las calles de los barrios más caros de la ciudad para acudir a espectáculos fastuosos. Don siguió con su misma vida de siempre, pero la ciudad cambió.
Arrastrado por la fiebre del oro, Donald diseñó un aeroplano destinado a los jóvenes deportistas de aquella sociedad frívola y derrochadora. En 1928, la Douglas construyó el Ambassador. Y, Eric Springer, el piloto de prueba de la empresa, se lo llevó a El Paso para participar en carreras y vuelos de demostración; sin embargo, el avión fue un fracaso desde el punto de vista comercial. No obstante, a la Douglas aquel traspié no le afectó mucho porque los militares compraban la mayor parte de la producción de la empresa. Los clientes no se limitaban al gobierno de Estados Unidos, ya que otros países como China, Brasil, Perú y Japón empezaron a importar también aviones fabricados por la industria norteamericana. Aunque los productos militares constituían el núcleo del negocio de la Douglas, Don no perdía el interés por el mercado civil y de forma esporádica fabricaba alguna aeronave que encajara bien dentro de este sector. Después del frustrado Ambassador, Don diseñó otro aeroplano que tuvo más éxito: el Dolphin. Era un monoplano con el fuselaje debajo del ala y dos motores grandes de 300 HP por encima de los planos de sustentación. El avión podía trasportar de 6 a 8 pasajeros, el fuselaje era de duraluminio y la estructura muy sólida con varios compartimentos estancos. Su precio era de 45 000 dólares y el primer cliente fue Powel Crosley que tenía una cadena de radio; luego, William Wrigley, el dueño de la isla Catalina, compró dos para su línea aérea que cubría la ruta de Wilmington a Catalina. El Dolphin podía aterrizar o amerizar. El millonario francés, Armand Esders, fabricante de tejidos, visitó la fábrica de Don en 1932 para encargarle un Dolphin; el magnate también compró aquel mismo año un fantástico Bugatti. El aeroplano que se construyó para Esders llevaba muchos extras, como un bar completamente nuevo, y el preció ascendió a 57 000 dólares. La publicidad que consiguió Donald con la venta de su avión a Esders bastó para relanzar el Dolphin y que otros millonarios, como W.K. Vanderbilt, le encargaran varios pedidos. Pero, sin duda, lo que más satisfacción le produjo a Don fue que William Boeing, su competidor de Seattle, le pidiese uno. El Gobierno terminó también por interesarse en este aeroplano y la Marina adquirió 10 unidades, los Guarda Costas 13 y el Ejército 28.
A pesar del éxito del Dolphin, los negocios de la Douglas, con el inicio de la década de los años 30, se resentirían aquejados por la recesión que sobrevino al periodo de bonanza de finales de la década anterior y que afectó prácticamente a todo el país. La explosión económica que precedió a la recesión hizo que en Estados Unidos floreciesen las fábricas de aviones como hongos después de las primeras lluvias otoñales. En total, en el país había un centenar de fabricantes. Incluso la misma Douglas de alguna forma había iniciado sin quererlo el embrión de lo que sería su propia competencia. Jack Northrop, uno de los primeros ingenieros que tuvo Donald, en 1927 se fue a trabajar a la Lockheed en el proyecto Lockheed Vega; un avión que tuvo mucho éxito. En 1931 Jack Northrop dejó la Lockheed y con una participación de su antiguo patrón, Donald Douglas, montó la Northrop Corporation en El Segundo. Don tenía entonces que buscar trabajo para su antigua fábrica y para la nueva. Sin duda aquellos fueron tiempos difíciles y en el año 1932 las cifras de producción de las dos empresas apenas alcanzaron las 70 unidades.
El mundo de los negocios se había complicado durante el inicio de la década de los años treinta, pero Donald vivió algunas alegrías a nivel personal y dado que su empresa se asentaba sobre pilares muy firmes, tanto desde el punto de vista técnico como financiero, los malos tiempos no le afectarían demasiado.
Y es que construía siempre sobre bases sólidas. Sus aviones se inspiraban en modelos anteriores y ponía un gran énfasis en la robustez estructural y todos los aspectos relacionados con la seguridad. A Jack Northrop, uno de sus ingenieros más brillantes, aquellos aviones tan convencionales le parecían un poco aburridos, pero Don quería avanzar siempre paso a paso, sin correr riesgos innecesarios y sus antiguos colegas de Washington apreciaban aquel modo de hacer las cosas.
Bill Henry, el periodista de Los Angeles Times a quien Don había cedido el 25% de las acciones de su empresa, nada más crearla, por el servicio que le había prestado al facilitarle el contacto que le permitió fabricar su primer avión, no quiso seguir como accionista y vendió su participación, por 25 000 dólares, al padre de Donald: William Douglas. De 1921 a 1928 la empresa había generado un beneficio de 1,2 millones de dólares y sus dos únicos socios, padre e hijo, decidieron dedicar la mayor parte de esos beneficios a financiar el crecimiento de la sociedad. En 1927 se repartieron un dividendo de 40 000 dólares. El 30 de noviembre de 1928, los Douglas, aconsejados por expertos financieros, crearon la Douglas Aircraft Company en Delaware y el capital se hizo público. La empresa ingresó 1 000 000 de dólares y la mitad de este dinero se utilizó para construir una nueva fábrica en Clover Field y el resto se depositó en la caja donde permanecería hasta el año 1934. La Douglas, por lo tanto, afrontó el comienzo de la década de los 30 con una excelente situación de tesorería.
Durante aquellos años Donald vivió momentos felices, a nivel personal. Charlotte dio a luz en octubre de 1931 a los mellizos James y Malcolm, con lo que la familia Douglas pasaría a tener cuatro hijos y al año siguiente, en 1932, Donald tuvo la satisfacción de ver cómo la ciudad de Los Ángeles se convertía en la sede de los Juegos Olímpicos. Don, que pertenecía al club de yates de la ciudad, que tenía sus propios barcos de recreo y que era un gran marinero, fue designado como uno de los miembros de la tripulación estadounidense que participó en las Olimpiadas. Su barco quedó clasificado el segundo en aquellas regatas que llevaron a las aguas de Los Ángeles a los mejores navegantes del mundo. Fueron todos ellos motivos de alegría que servirían para compensar las dificultades que encontraron sus negocios.
Donald Douglas había conseguido levantar su propia fábrica de aviones, pero en contra de la visión estratégica del negocio que tuvo en un principio, porque hasta entonces casi la totalidad de sus entregas las había hecho a la Marina y al Ejército de Estados Unidos o a fuerzas aéreas extranjeras. El transporte aéreo civil de pasajeros no había tenido el desarrollo que Don supuso que tendría cuando fundó su empresa.
Las cosas ocurrirían a su debido tiempo, porque en 1933 vine yo al mundo para inaugurar la época de los grandes aviones de transporte de hélice…
Aquella última frase de DC-1 fue muy solemne. Tenía razón y lo sabía, por eso, la pronunció ceremoniosamente, en un tono algo cursi. Mi interés por él, en gran parte, lo motivaba esa realidad: que su aparición en el mundo aeronáutico supuso el inicio de la época de los grandes aviones de transporte de hélice. Su voz metálica del principio se tornó mucho más cálida siempre que se refería a Donald Douglas, o Don, como le llamaba él. Pero, no me lo había contado todo. No me dijo que Donald, más o menos cuando apareció DC-1 en su vida, también conoció a otra persona importante y que con el tiempo se convertiría en su segunda esposa: Marguerite, Peggy, Tucker. Se conocieron en el club de yates de Santa Bárbara, quizá en verano de 1931 o 1932, y durante más de 20 años mantuvieron un romance secreto, al menos ante los ojos de su esposa Charlotte. Douglas le puso una sombrerería y cuando el negocio se fue al traste una tienda de ropa. Tampoco era un asunto que tuviera mucho que ver con DC-1, que en ese momento había hecho una pausa en su discurso. Otra vez, al retomar el monólogo, su voz recobró aquel fondo metálico que lo caracterizaba.
Resulta muy aagradable internarse en los principios y nacimiento del Héroe de este relato,EL GRAN DC 3,aún hoy vigente y efectivo aparato volante!!
Héctor, el DC-3 fue una modificación del DC-2, que voló por primera vez en 1935. El presidente de American Airlines, Cyrrus R. Smith, convenció a Donald Douglas para que construyera un avión capaz de transportar a sus pasajeros en literas. Cyrrus era un tejano y muy cabezota, Donald no quería distraer a su gente que estaba muy ocupada con la fabricación de los DC-2, pero el sureño lo convenció y Raymond tuvo que fabricar un DC-2 modificado con capacidad para transportar a 14 pasajeros durmiendo en camastros, mientras viajaban de costa a costa. Donald Douglas comentó que «los vuelos nocturnos en literas tenían el mismo porvenir que el cine mudo». No se equivocó, pero en el avión que habían construido si en vez de literas se montaban asientos cabían 24 pasajeros. Y así nació el DC-3. En realidad fue un poco más complicado. Lo cuento en el capítulo 7 de mi libro «De los Ángeles al cielo», aunque es el DC-1 quien lo relata, que tuvo una existencia muy curiosa, aunque corta.