La extraordinaria aventura de Juliane Koepcke

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A María Koepcke, ornitóloga, siempre le había parecido que los aviones eran unos pájaros metálicos que no podían volar bien: ninguna de las aves que conocía tenía el cuerpo de aluminio. Por eso, volar nunca le resultaba una experiencia demasiado grata.

Aquella víspera de Navidad, el 24 de diciembre de 1971, tenía que volar con su hija Juliane, de 17 años, de Lima a Pucallpa donde le esperaba su marido para pasar las Navidades en familia. María y su esposo Hans Wilhelm Koepcke trabajaban en la Estación Ecológica de Panguana en la selva del Perú; su hija estudiaba en Lima. Hubiera preferido volar algún día antes, pero hubo un baile en el colegio el día 22 y el 23 se celebró la ceremonia de graduación de Juliane.

En vísperas de las fiestas navideñas el aeropuerto estaba abarrotado de gente; además, el día anterior se habían cancelado algunos vuelos debido a problemas meteorológicos. Empezaron a embarcar sobre las once de la mañana. El avión era un turbohélice Lockheed Electra L-188 de la compañía LANSA, con cuatro motores, bautizado con el nombre de Mateo Pumacahua. María se sentó en una de las últimas filas, su hija en la ventanilla y ella en el centro, con un señor bastante grueso a su otro costado.

Por fin despegaron y durante unos treinta minutos todo fue bien. Les ofrecieron un sándwich y algo de beber; cuando las azafatas recogían el desayuno el avión empezó a zarandearse. En muy poco tiempo por las ventanillas no se veía nada más que el resplandor de los relámpagos que caían por todas partes. La gente empezó a gritar. Del techo comenzaron a caer bolsos, paquetes y ropa, al abrirse algunos cierres de los compartimentos del equipaje de mano, lo que contribuyó a sembrar el pánico entre los pasajeros. Las azafatas apenas podían infundir algo de calma a un pasaje que se quitaba de la cabeza la lluvia de objetos que les caía desde los maleteros, se limpiaba la ropa, ensuciada por los restos del almuerzo y lo que había quedado en los vasos sin recoger, y veía horrorizada el resplandor de los relámpagos a través de las ventanillas. La gente se aferraba como podía a los cinturones de seguridad.

María se volvió para comprobar que su hija estaba bien sujeta y le dijo que “esperaba que aquello se arreglase pronto”, aunque su tono de voz no fue en absoluto tranquilizador.

Sobre el ala derecha estalló una luz cegadora y el avión inició un picado muy violento. Desde los asientos de atrás, María y Juliane, pudieron ver todo el pasillo, hasta la cabina, y escucharon el ruido del avión que empezó a aumentar más y más. María apenas tuvo tiempo de susurrar unas palabras: “Ahora se acabó todo”. Fueron las últimas que la muchacha escuchó de su madre.

El ruido ensordecedor ocupó todo el espacio y después se hizo un silencio que sorprendió a Juliane. La muchacha vio que su madre ya no estaba a su lado, ni siquiera el avión; seguía sujeta al asiento y caía al vacío, desde una altura de unos 3000 metros. Estaba sola. Notó la presión del cinturón de seguridad sobre su vientre y perdió el sentido. Después volvió a recuperarlo mientras seguía cayendo, en silencio, hacia unos bosques inmensos que se agrandaban con lentitud ante sus ojos que contemplaban aquél espectáculo a través de una capa de niebla. Antes de que pudiera sentir miedo volvió a quedarse inconsciente.

Cuando Juliane se despertó estaba sobre la tierra en la jungla, con el cinturón desabrochado, sobre los tres asientos y completamente sola. Húmeda y embarrada pasó en estado de semiinconsciencia, la tarde y la noche. Al amanecer del día siguiente pudo contemplar la luz del sol irradiando un halo verdoso sobre las copas de los árboles. Se sintió abandonada, completamente sola. El asiento de su madre, a su lado, estaba vacío.

Solo podía ver un poco con el ojo derecho, las gafas que llevaba normalmente habían desaparecido, y trató de leer la hora en su reloj que seguía funcionando. Hasta que sus ojos se habituaron a la luz no pudo enterarse de que eran las nueve de la mañana. Después de un rato en el que trató de levantarse varias veces, sin conseguirlo, logró mantenerse en pie y vencer el mareo.

Se dio cuenta de que su clavícula derecha estaba rota y que tenía un corte profundo en la pantorrilla, aunque no sangraba. Se tumbó a cuatro patas y gateó por los alrededores, llamó a gritos a su madre María, pero no tuvo otra respuesta que la de las voces de la jungla.

Los árboles y la espesura de los matorrales apenas dejaban pasar la luz, las sombras se extendían sobre la tierra como un manto negro, olía a moho, y se escuchaba el zumbido de los insectos. El agua goteaba por todas partes y los animales más grandes dejaban escapar, de vez en cuando, un variado repertorio de gruñidos, susurros, cacareos, trinos y voces que para cualquier persona podrían resultar muy poco tranquilizadores. Sin embargo, a Juliane, sus padres le habían enseñado los secretos de la jungla y estaba acostumbrada a su música y a la visión de hormigas, abejas, mosquitos, saltamontes y mariposas; incluso conocía las moscas que dejaban los huevos debajo de la piel de las personas, o en las heridas, y las abejas salvajes, sin aguijón, que se adherían al pelo. Nada de aquello le producía temor. Conforme su cabeza fue recobrando el razonamiento y su corazón el pulso, Juliane empezó a pensar en cómo salir de allí.

Calmó su sed lamiendo gotas de agua de las hojas y trató de memorizar su posición fijándose en las marcas de los árboles y otros detalles. Describió varios círculos, alrededor del lugar en donde había caído, en búsqueda de restos del accidente, pero no encontró nada, pero descubrió una bolsa de caramelos y comió uno. Poco después escuchó el motor de un avión en el cielo; desde aquél sitio ella era invisible. El sonido del motor se desvaneció y Juliane se dio cuenta de que tenía que salir de aquel lugar lo antes posible.

Buscó el camino que seguía el agua, hasta encontrar un pequeño hilillo que manaba de una fuente. Lo siguió, a veces con dificultades porque la maleza lo escondía y había troncos que le impedían continuar el camino del agua. Poco a poco el hilo de agua se fue ensanchando, hasta convertirse en un pequeño torrente que dejaba a los lados riberas estrechas, pero secas. Se hizo de noche muy pronto y Juliane buscó un lugar para pasar la noche después de cenar otro caramelo.

Durante tres días siguió el camino que hacía el agua y el cuarto, el 28 de diciembre, su reloj –regalo de su abuela− se paró.

Juliane sabía que tenía que seguir el camino del agua; el torrente se fue ensanchando y se convirtió en un riachuelo en dos o tres días más, pero los caramelos se terminaron y apenas había frutos comestibles porque aquella era justo la época lluviosa. Sus padres le habían enseñado que en la jungla hay muchas sustancias venenosas y ella no se atrevía a probar nada que no conociese. Hubiera podido cocer raíces, cortar hojas de palma para morder sus corazones, o pescar en el río, cada vez más ancho, pero no tenía con qué hacer fuego, ni un cuchillo, ni nada para improvisar un anzuelo. Todos los días bebía mucha agua. Procuraba llenar su estómago con agua del río.

Cuando llevaba andando unos cinco o seis días escuchó los sonidos de pájaros que le resultaron muy familiares y que solían habitar en zonas civilizadas. Cerca tendría que haber algún poblado. El río se había ensanchado mucho y en sus orillas crecía la maleza muy espesa. Pensó que pronto encontraría caimanes y cocodrilos, aunque sabía que esos animales no solían atacar a las personas. Mucho más temibles eran las rayas venenosas. Juliane decidió que a partir de entonces nadaría en el centro del cauce del río para evitar los peligros de las riberas.

Al anochecer siempre buscaba un lugar despejado adonde pasar la noche. Allí los mosquitos la torturaban hasta la desesperación porque la despertaban cuando se introducían en sus orificios nasales o en los oídos. El viento frío y la lluvia también le causaba sobresaltos nocturnos por lo que, agotada, desnutrida, somnolienta, con la espalda quemada por el sol y con gusanos debajo de la piel, su cerebro empezó a inventarse imágenes y sonidos y a Juliane le resultaba difícil discernir las fantasías de la realidad. Por la mañana, tenía que hacer un gran esfuerzo para no abandonar su caminata y seguir aquella ruta aguas abajo que, desde un principio, sabía que la sacaría de la jungla salvaje.

Fue el décimo día cuando después de pasar la jornada nadando, al atardecer, encontró un lugar despejado en la ribera con un lecho de gravilla que le pareció muy adecuado para pasar la noche. Se tumbó y quedó medio dormida unos instantes. Al despertarse vio al otro lado del río un pequeño barquichuelo. Se frotó los ojos y los volvió a abrir para comprobar que, efectivamente, había una barca o una canoa, algo construido por el hombre para navegar. Volvió a meterse en el río para llegar hasta la canoa y tocarla con sus manos. No tenía la menor duda de que era un barca. Descubrió una senda que se adentraba en la jungla y empezó a caminar por ella. El camino subía por la loma de una colina y Juliane se sentía muy débil, apenas podía caminar. Al cabo de un largo rato llegó a un lugar en el que había una pequeña choza.

Se quedó allí, con la seguridad de que alguien iba a salir de un momento a otro de la cabaña, pero no vio a nadie. Transcurrió la noche y a la mañana siguiente empezó a llover. Tampoco pudo ver a ninguna persona. Juliane se sentía agotada y decidió pasar el día en la choza, descansando. Se cubrió con una lona y se quedó en aquel lugar sin que apareciese ninguna persona. Al atardecer vio como tres hombres salieron de la jungla y cuando la descubrieron se quedaron paralizados. Ella les dijo en español que se llamaba Juliane y que era una chica que iba en el vuelo 508 de LANSA que se había accidentado hacía unos días.

Juliane Koepcke había pasado 11 días en la jungla cuando la hallaron los tres madereros, el 3 de enero de 1972. No tenía fuerzas ni para comer y los hombres la llevaron en la canoa río abajo, durante ocho horas, hasta un lugar en la que pudo recogerla una avioneta para llevarla al hospital.

Con su ayuda pudieron determinar el lugar exacto en donde se había producido el accidente y los equipos de rescate descubrieron que las 91 personas restantes que iban a bordo del vuelo de LANSA habían muerto. Algunos de ellos fallecieron en tierra, heridos y por falta de auxilio. La joven de 17 años fue la única superviviente de la catástrofe.

El accidente fue debido al incendio que produjo un rayo al caer sobre un tanque de combustible, situado debajo del ala, que originó el fallo estructural del avión. Los tres asientos de la fila que ocupaba Juliane se desprendieron del aparato. Su madre y la otra persona que se sentaba en el lado del pasillo se soltaron, pero la muchacha continuó sujeta por el cinturón a la fila de asientos que cayó desde unos tres mil metros de altura a la jungla; la vegetación amortiguó el impacto.

Hoy Juliane es bióloga y trabaja en Múnich en el museo de zoología del Estado Bávaro. Cada cierto tiempo vuelve a la estación de investigación de Panguana que fundaron sus padres cuando ella era una niña.

 

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