La Córdoba de Abd-al Rahman II y el primer vuelo sobre el cielo ibérico

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El emir obligó al ilustre eunuco a beberse la pócima venenosa, delante de toda la corte. Abd-al Rahman II había sido advertido del complot urdido por su noble sirviente y una de sus esposas, Tarub, para asesinarlo y nombrar emir a Abdallah, hijo de Tarub. El eunuco, Nasr murió retorciéndose de dolor, castigado por el último servicio que prestó a la ambiciosa mujer del emir. Sin embargo, a ella no le impusieron ninguna penitencia y continuó urdiendo tramas hasta la muerte del soberano, sin ningún éxito, porque Abd-al.Rahman II nombró sucesor al hijo que tuvo con Al-Sifá, una de sus primeras esposas, aquella que cuando aún no era emir le acompañaba al campo de batalla contra los cristianos. Al-Sifá había muerto muy joven, tras enfermar en una de las campañas militares. Abd-al Rahman la envió con sus eunucos a Córdoba, pero falleció en la travesía, cerca de Toledo. La muerte de su esposa preferida transformó su personalidad.

Ibdn Idhari escribió que «el emir era muy moreno y de nariz aguileña, tenía los ojos grandes y negros y marcadas ojeras» y los historiadores dicen de él que fue un hombre culto, con facilidad para componer versos y aficionado a la literatura, la filosofía, la astrología, las ciencias y la música. Pero la muerte de Al-Sifá despertó en el omeya un torbellino de pasiones que apenas pudo saciar su concubina favorita, Narub, y que le llevaría a engendrar 87 hijos. Nutrió su harén con las vírgenes más hermosas que poblaron Al-Andalus, muchos reinos cristianos y el norte de África y las colmó de regalos que su jefe de eunucos, Nasr, supo aprovechar. El mandamás de los guardianes del harén se convirtió en un hombre rico. Su padre, un judío pobre de Toledo, mandó que le cortaran los testículos para que el joven pudiera hacer carrera como eunuco en la corte. La inteligencia y habilidad de Nasr lo llevarían a hacerse cargo del harén de Abd-al Rahman II y de la administración de muchos de sus bienes.

Ya, en el atardecer de la vida del emir, se desató en la corte una cruel disputa por la sucesión del mandatario. Tarub y Nasr tramaron una conspiración para acabar con su vida, que fracasó, y tan solo serviría para que el jefe de los eunucos padeciese una dolorosa y vergonzante muerte. San Eulogio vio en el trágico final de Nasr el justo castigo de Dios, no por el intento de asesinar al emir, sino por el ajusticiamiento que el año anterior, Nasr, había infringido a san Acisclo. En el año 850 los mozárabes de Córdoba se sublevaron con provocaciones al Islam que consistían en blasfemar en público contra Alá. San Acisclo fue condenado a muerte por insultar al Profeta y el eunuco Nasr obligó a que la ejecución se realizara en público para que sirviera de escarmiento a los cristianos. San Eulogio encabezó la revuelta de los mozárabes que daría al traste con tantos años de convivencia pacífica entre los practicantes de las dos religiones.

Abd-al-Rahman II lideró el emirato durante 30 años, del 822 al 852, en los que se vio obligado a sofocar tres rebeliones importantes, en Mérida, Toledo y Tudela, repeler la incursión de los normandos y resolver el conflicto de los árabes de Tudmir que finalizó con la fundación de una ciudad nueva: Murcia. No fueron muchas las guerras que tuvo que pelear este noble omeya, que presidió uno de los emiratos más resplandecientes de todas las épocas y aún le quedó tiempo para reorganizar el Estado, imitando el modelo de los abasíes en Bagdag, procrear una numerosa descendencia y velar por el desarrollo de las artes y las ciencias en la ciudad de Córdoba. Durante su reinado se introdujo en el emirato el sistema de numeración decimal y a la ciudad acudieron las mentes más lúcidas de la península ibérica y el norte de África. Prueba de ello es que, el mismo año en el que el eunuco Nasr fue obligado a beberse el veneno que había preparado para su señor:

Armen Firman logró volar utilizando alas con las que saltó al vacío desde una torre en el año 851. Los hechos ocurrieron en Córdoba, en presencia del emir Abd-al- Rahman II, en una época en la que la ciudad andaluza, junto con Bagdag, eran los centros occidentales del conocimiento científico y de las artes. Armen Firnas consiguió llegar sano y salvo hasta el suelo, gracias muy posiblemente a la amplitud de sus ropajes que actuaron como paracaídas. (El secreto de los pájaros)

Al año siguiente de la proeza de Armen Firman, Abd-al Rahman II murió.

 

Un invento chino: la cometa.

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Para los chinos, volar cometas es un ejercicio saludable que baja la fiebre y disminuye la tensión ocular. En el festival de Qingming la gente vuela sus cometas tan alto y tan lejos como le resulta posible; después corta la línea que los sujeta y los deja ir. De esa forma cree liberarse de la tristeza y la infelicidad, al menos durante todo el año siguiente. Las figuras que los artistas dibujan en estos ingenios voladores tienen un significado: las tortugas, grullas y melocotones favorecen la longevidad, el murciélago la suerte, las mariposas y las flores la armonía y el dragón atrae el poder y la prosperidad. Siempre, cuanto más alto vuele la cometa mayor es el beneficio.

Las cometas tienen su origen en China. Las primeras noticias que se tienen de ellas datan de la época de los Reinos Combatientes (475-221 a.C.), por lo que su antigüedad supera los dos mil años. En el libro de Han Fei Zi se relata que un maestro carpintero, Mu Zi, tardó tres años en construir una cometa, de madera, capaz de levantar un hombre y en el libro de Hong Shu, se explica que otro artesano, Lu Ban, también construyó una cometa de madera. Las dos se emplearon para levantar observadores sobre la ciudad de Song Cheng.

Se dice que el inventor de la cometa fue un granjero que se ató el gorro para que no se lo llevara el viento y una ráfaga le arrebató el tocado que ascendió sujeto a la cuerda; para otros, los inventores fueron unos soldados que reforzaron un gran estandarte con varas de madera que también se llevó el viento.

En cualquier caso, lo que sí parece seguro es que las primeras aplicaciones de las cometas fueron militares. Sirvieron para levantar observadores, enviar señales a las tropas, elevar guerreros armados con arcos que disparaban desde lo alto, y hasta para calcular la distancia que había desde donde se encontraban las tropas de asedio hasta la ciudad que hostigaban. Fue el general Han Hsin, de la dinastía Han, quien mandó construir un túnel subterráneo, para pasar por debajo de las murallas de la ciudad que tenía sitiada, después de medir la distancia exacta que necesitaba excavar, utilizando una cometa. Quizá la historia más singular del uso que le dieron los antiguos jefes militares a las cometas fue el del general Zhang Liang, durante la guerra Chu-Han (206-202 a. C.). Liang, de la dinastía Hang, mandó que se elevaran cometas sobre las posiciones de los soldados enemigos un día en que la visibilidad era escasa. Sujetos a las cometas volaron niños con flautas e instrumentos musicales que empezaron a entonar canciones Chu. Los soldados de Xiang Yu, al escuchar aquella música, sintieron una gran añoranza por sus hogares y se dispersaron sin luchar. Desesperado y vencido, el temible Xiang Yu se cortó el cuello.

Aún tendrían que pasar bastantes años antes de que las cometas chinas se emplearan como juguetes, instrumentos de diversión popular y con fines religiosos. A partir de la dinastía Tang (618- 907 d. C.) se inició la fabricación de cometas de seda y papel, con el armazón de bambú. Durante la dinastía Ming (1368-1644 d. C.) la producción y el uso de cometas alcanzó en China su máxima popularidad que se extendería también a lo largo de la dinastía Qing (1644-1912).

Marco Polo trajo a Europa, en el año 1282, la noticia de que los chinos habían inventado un dispositivo volador al que los ingleses bautizarían años más tarde con el nombre de kite (milano) y los castellanos con el de ‘cometa’. La cometa castellana y el kite inglés es el artilugio que los chinos llaman fen zheng (que significa viento-instrumento musical con cuerdas). Y fue también el mercader veneciano quien contó que, en la ciudad de Weifang, vio cómo se utilizaban aquellos artefactos para levantar marineros borrachos desde la popa de los barcos, anclados en el puerto, y que si ganaban altura y se aguantaban bien en el aire los nativos lo interpretaban como un buen augurio para iniciar la travesía. Aunque Marco Polo trajo a Europa algunas cometas su uso no empezaría a popularizarse en occidente hasta finales del siglo XVI.

En Estados Unidos el político e inventor Benjamín Franklin utilizó una cometa con el armazón metálico, hilo de seda, y con una llave sujeta en el extremo de tierra del hilo, para demostrar que las nubes estaban cargadas de electricidad. Tras su experimento, que tuvo lugar en Filadelfia el año 1752, el estadounidense inventó el pararrayos.

También en Estados Unidos, Wilbur Wright utilizó una cometa, en Dayton, para probar el sistema de control con el que pretendía controlar un aeroplano en vuelo. La cometa de Wilbur voló en Dayton en 1899 y cuatro años después, él y su hermano Orville, inauguraron la aviación en las dunas de Kitty Hawk.

Desde hace algunos años existen planes para utilizar cometas que ayuden a mover a los grandes barcos de carga transoceánicos; aunque el descenso de los precios del combustible parece ralentizar esta iniciativa, es muy posible que las cometas presten de este modo un servicio invaluable a la sociedad en un futuro próximo. Otra aplicación de las cometas, al menos experimental, consiste en elevar grandes molinillos que actúen como generadores eólicos.

Mientras las cometas encuentran aplicaciones prácticas, sus inventores, en China, continúan produciendo millones de ejemplares de papel, seda y bambú, con vistosas y coloridas decoraciones. Uno de los modelos de cometa más espectacular es el ciempiés. En Weifang han fabricado una cometa de este tipo cuya longitud se extiende unos 5 kilómetros. Está hecho con 2500 cometas más pequeños y la cuerda que lo sujeta pesa 500 kilogramos. Por eso, Weifang, en la provincia china de Shandong, está considerada como la capital de las cometas y allí, todos los años por estas fechas, más de un centenar de equipos internacionales compiten para llegar más alto y más lejos con sus gigantescas cometas.

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Alas cilíndricas y rotores de Flettner

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En febrero de 1925, un extraño barco, el Buckau, navegó de Gdansk (Polonia) a Escocia, a través del mar del Norte. Su diseñador, Anton Flettner, había sustituido las velas por dos cilindros giratorios, de 15 metros de altura y 3 de diámetro, sobre los que actuaba un motor eléctrico de 37 kilovatios. El barco fue capaz de orzar con ángulos de 20 y 30 grados, mucho más que con sus velas originales con las que no navegaba contra el viento con un ángulo de menos de 45 grados.

El principio físico que movía el buque se conoce como ‘efecto Magnus’. Es frecuente observar cómo un balón que se mueve, girando sobre sí mismo, en el aire, también se desplaza lateralmente. Lo que ocurre es que el movimiento de rotación del balón induce también un movimiento rotatorio del aire que le rodea. En el lado que gira en sentido contrario al de la marcha del balón se frena la corriente de aire, mientras que en el opuesto su velocidad aumenta. Según Bernoulli, al aumentar la velocidad la presión disminuye y al disminuir la velocidad la presión aumenta. La diferencia de presión produce una fuerza perpendicular al sentido de la marcha, que desvía el balón. Los dos cilindros del Buckau producían una fuerza, perpendicular al viento aparente, capaz de mover el barco. Para demostrar la viabilidad de este sistema de propulsión, Flettner, volvió a bautizar el mismo buque con otro nombre, Baden Baden, y el barco cruzó el Atlántico. El 9 de mayo de 1926 los neoyorquinos lo recibieron en su ciudad con todos los honores. Los rotores del buque suministraban una fuerza, por unidad de superficie, 10 veces mayor que las velas. Los mejores resultados se consiguen con una velocidad de la superficie de los cilindros que es entre 3,5 y 4 veces la del viento.

Anton Flettner había patentado sus rotores e intentó que los buques de transporte adoptaran este sistema de propulsión, revolucionario y muy eficiente desde el punto de vista energético, pero el precio del combustible fósil era tan barato que los armadores prefirieron seguir quemando carbón y gasóleo.

El uso de rotores de Flettner en buques mercantes resurgió en 2008 cuando el fabricante alemán de turbinas eólicas, Enercon, dotó un moderno barco, el E Ship 1, con cuatro grandes rotores cilíndricos. Desde entonces, este buque es capaz de ahorrar alrededor de un 30% a un 40% de combustible en sus viajes, gracias a los rotores Flettner. El E-Ship 1 lleva a bordo 7 generadores diesel que mueven una hélice de paso variable y sus gases de escape hacen girar los rotores de 25 metros de altura y 4 de diámetro. Además del barco de Enercon, la Universidad de Flensburg ha construido un catamaran experimental equipado con uno de estos rotores y Jacques Cousteau también los montó en su yate Alcyon.

La idea de los rotores de Flettner también la ha adoptado la Aeromobile European Association (AEA) en el diseño de su automóvil volador del futuro. El iCar 101 es un vehículo que, además de poder circular en tierra como cualquier otro coche, contaba originalmente con cuatro cilindros giratorios que le permitirían volar a 280 kilómetros por hora. La asociación aún no ha construido ningún prototipo que, en su última versión, ha reducido el número de cilindros giratorios a dos, son retráctiles, lleva una hélice en la cola y podrá transportar a dos pasajeros a una distancia de 900 a 1200 kilómetros. La asociación se nutre con donaciones voluntarias y el proyecto no parece que se desarrolle a gran velocidad.

Y es que con los rotores Flettner se puede volar. Hay que sustituir las alas por cilindros giratorios y se necesita una hélice para que el aparato adquiera y mantenga la velocidad horizontal. Una idea bastante antigua sobre la que ya se publicó un artículo en la revista Flight en el año 1924. Sin embargo, al menos que yo sepa, nadie ha volado con un artefacto de este tipo, aunque sí se han construido pequeños modelos teledirigidos que lo han hecho. Para cualquiera que tenga curiosidad y haga unos pequeños cálculos podrá comprobar que este tipo de alas generan una fuerza de sustentación por unidad de superficie muy elevada.

El ‘efecto Magnus’ también se ha tratado de explotar en molinos de viento con cilindros giratorios, en vez de velas, aunque estos aparatos no se han llegado a comercializar. Se trata de una tecnología poco experimentada y me parece muy extraño que, hasta la fecha, nadie se haya atrevido a construir y volar con una aeronave cuyas alas estén hechas con cilindros rotatorios, con el objetivo de ocupar un lugar preferente en el libro de los records y la historia de la aviación. Quedan ya, pocas oportunidades como esta.

Extavagancias aeronáuticas: ekranoplanos, alas delta y Martin Lippisch

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Algunas personas se mueven siempre en las fronteras de lo convencional, son los innovadores. Alexander Martin Lippisch fue uno de ellos. Recién nacida la aviación, en los años 1920, el joven inventor se entusiasmó con la nueva ciencia. En vez de construir aeronaves al uso se interesó por conceptos que entonces eran revolucionarios en una disciplina completamente nueva y también revolucionaria como la aeronáutica. La introducción de sistemas de propulsión mediante cohetes, de alas delta y volantes y con posterioridad de ekranoplanos, ocuparía el núcleo central de su actividad profesional.

Ni siquiera hoy la gente está muy familiarizada con esos artefactos ni sabe muy bien para qué sirven. Las alas delta harían posible el desarrollo de configuraciones de aeronaves que vuelan a velocidades supersónicas y sugirió las alas en flecha que adoptaron con posterioridad todos los aviones subsónicos a reacción. Los ekranoplanos y las alas volantes aún continúan en fase experimental, pero debido a su eficiencia es posible que tengan un gran desarrollo en el presente siglo, en el que el ahorro energético y la protección medioambiental lideran el desarrollo tecnológico.

Los ekranoplanos son aviones que vuelan muy cerca de la superficie del mar o de la tierra (6-20 metros de altura). En estas condiciones las alas se benefician del llamado ‘efecto suelo’ que les proporciona una sustentación que es mayor a la que tienen al elevarse. Todas las aeronaves que se han construido de este tipo, hasta la fecha, son experimentales. En la Unión Soviética es donde tuvieron mayor desarrollo y hasta 1993 se fabricaron 3 o 4 aparatos como los Orlyonok y el Lun. Pero la fantasía de los ekranoplanos no ha muerto. Durante la primera década del presente siglo Boeing lanzó un proyecto para construir la ‘mayor aeronave de la historia de la aviación’, un record que hoy ostenta el Antonov An-255 Mriya, cuyo peso de despegue es de 640 toneladas. Era el Pelican, un avión que doblaría en tamaño al ruso y sería capaz de transportar 1400 toneladas de carga útil (17 tanques M-1) a 15 000 kilómetros de distancia. Algunos creyeron que el Pelican podría competir con los buques de transporte oceánico de contenedores. Sin embargo, la idea se quedó en la fase de diseño muy preliminar por falta de clientes dispuestos a invertir en el desarrollo. Los rusos siguen con la idea de construir otro ekranoplano de proporciones tan dantescas como las del Pelican. Es el Be-2500, un avión carguero para servir rutas transoceánicas de largo recorrido (16 000 km), capaz de transportar 1000 toneladas de carga de pago y con un peso de despegue que dobla el del Antonov An-255. Quizá en el año 2022 esta aeronave inicie sus operaciones, quizá no. Hasta la fecha los planes relacionados con estos aviones no han resultado muy fiables.

Las alas en delta tienen forma de triángulo. Esta configuración la poseen algunos aviones que prescinden de los estabilizadores horizontales en la cola y su evolución ha dado origen a las ‘alas volantes’. Alexander Martin Lippisch fue el primero en volar con una aeronave de estas características, en Alemania, en 1931. La principal ventaja de este tipo de ala se pone de manifiesto cuando la aeronave vuela a gran velocidad. En vuelo supersónico se forma una onda de choque en el morro del avión cuyo frente no interfiere con el borde de ataque de estas alas si se dotan del ángulo adecuado; además, este tipo de ala permite aumentar el ángulo de ataque sin que se produzca la entrada en pérdida, lo cual hace que la aeronave pueda volar a menor velocidad.

Las alas volantes rompen con el concepto de aeroplano tradicional dotado de fuselaje, alas y cola con estabilizador horizontal y plano vertical. Los diseñadores de alas volantes buscan la mayor economía posible y tratan de que la superficie aerodinámica que aporta la sustentación también sirva para envolver y soportar la carga de pago. La idea quizá la inventaran los franceses Alphonse Pénaud y Gauchot que propusieron en 1876, por primera vez en la historia de la aviación, un diseño de ala volante. No consiguieron fondos para construirla. En 1910, el alemán Hugo Junkers patentó un ala volante, más tarde introduciría el metal en la construcción de aeronaves y el empleo de alas de perfil muy grueso. Junkers siempre creyó en las alas volantes, aunque nunca pudo llevar sus conceptos a la práctica. Un pequeño grupo de heterodoxos como Jack Northrop en Estados Unidos, Lippisch y los hermanos Horten en Alemania, y Cheranovsky en Rusia, fueron quienes estudiaron el problema de las alas volante a partir de 1930. Las alas volantes son aeronaves muy eficientes, pero difíciles de controlar. Siguen siendo un concepto de gran interés para el desarrollo de una nueva generación de aeronaves en el presente siglo.

El joven Lippisch se enteró de que existían máquinas de volar hechas por el hombre gracias a los grandes eventos a los que era tan aficionado su emperador: el káiser alemán Guillermo II. El 29 de agosto de 1909, Alexander Martin Lippisch no había cumplido aún los 15 años. Era domingo y, pasado el mediodía, un inmenso dirigible apareció en el cielo berlinés. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad empezaron a repicar. Unas cien mil personas habían acudido al campo de vuelo de Tegel donde, en un estrado, el káiser Guillermo II y su familia junto a un grupo de autoridades e invitados, esperaban la llegada del gran dirigible del conde Zeppelin.

Hacía poco más de un año que, en Echterdingen, el último dirigible del conde había ardido ante otra multitud de espectadores desconsolados. Pero, como un ave Fénix, capaz de renacer del mismo fuego que lo consumía, el aristócrata de 70 años Ferdinand von Zeppelin, no se arredró ante aquel revés y consiguió reunir más de seis millones de marcos en una suscripción popular con los que creó la Fundación Zeppelin. Un año después ya había fabricado dos dirigibles más, uno se lo vendió al ejército y el último, el LZ6, acababa de salir de la fábrica de Friedrichshafen. Era una máquina con la que el conde podía cumplir la promesa, que le había hecho a su emperador: volar desde el lago Constanza hasta Berlín.

El 27 de agosto, el LZ6, había partido de Friedrichshafen rumbo a Berlín para hacer realidad el compromiso que el tozudo aristócrata había adquirido con el káiser. El vuelo del conde y la espléndida recepción que le esperaba en la capital alemana, eran algo más que una simple demostración de las capacidades de los dirigibles de cuerpo rígido. Volar por encima de los 1700 metros, transportar 26 personas y recorrer más de 1000 kilómetros, era una proeza aeronáutica que, en aquellos tiempos, iba mucho más allá de lo que los incipientes aeroplanos podían hacer. El káiser quería demostrar al mundo que su país, Alemania, contaba con las máquinas más modernas de volar que existían. Unos artefactos que podrían transformarse en máquinas con un poder de destrucción inimaginable.

Con gran habilidad, Guillermo II, había conseguido que en el estrado del campo de vuelo de Tegel junto a su familia y mandatarios, hubiera también dos invitados cuya presencia captaría la atención de la prensa internacional: Orville Wright, el inventor junto con su hermano Wilbur de la máquina de volar más pesada que el aire, y su hermana Katharine. Los Wright habían cerrado tratos con industriales europeos para comercializar su invento en el Viejo Continente y el acuerdo con sus socios alemanes incluía el compromiso de que realizarían vuelos de demostración en el país. Orville se desplazó a Berlín para efectuar las pruebas y el káiser, antes de que las hiciera, se apresuró a organizar un gran evento para mostrar al mundo la fuerza y el poderío de su industria de dirigibles de cuerpo rígido.

Cuando el inmenso LZ6 llegó al campo de vuelo de Tegel, el conde Zeppelin hizo que el dirigible se inclinara ante el monarca en señal de respeto, hundiendo el morro, antes de amarrar la nave. Zeppelin descendió de la barquilla y se dirigió al estrado para saludar al káiser y, a continuación, Guillermo II le presentó a Orville Wright. En el momento en que los dos aeronautas se estrecharon las manos la gente aplaudió y los vitoreó entusiasmada.

Alexander Martin Lippisch estuvo allí, y también aplaudió a los héroes de la jornada, pero lo que realmente le impresionaría fueron los vuelos que Orville Wright hizo con su avión poco después. A lo largo de la semana que comenzó el 6 de septiembre de 1909, Orville voló en Tempelhof con su aeroplano, Flyer, todos los días. Los berlineses nunca habían visto volar una máquina más pesada que el aire y durante las demostraciones del estadounidense acudirían más de doscientas mil personas al campo de vuelo. Alexander decidiría entonces que en el futuro trabajaría en el desarrollo de aquellos extraordinarios aparatos.

Durante la I Guerra Mundial, Alexander tuvo la oportunidad de volar en misiones fotográficas y de confección de mapas y al finalizar la contienda se incorporó a la empresa Dornier en Friedrichshafen, como especialista en aerodinámica. A mediados de 1920, un amigo le envió la semilla de una planta tropical: un ala en forma de flecha. Alexander pensó que haciendo más gruesa la parte del ala de los aviones próxima al fuselaje podría utilizarse para transportar carga de pago; pero, en ese caso, tendría que alargarla en el centro. Así es cómo surgió en su mente la idea del ala delta. Fue entonces cuando empezó a concebir nuevos diseños de aeronaves, revolucionarios, con alas en delta, sin cola, impulsados por cohetes. En 1921 empezó a producir su primer planeador, sin cola, el Lippisch-Espenlaub E-2

En 1922 Alexander abandonó Dornier para trabajar como diseñador, primero en la empresa de planeadores, Weltensegler Inc de Baden Baden, y después en la A.G. Steinmann, en Hagen. En 1925 ingresó, como especialista en aerodinámica, en una sociedad pública dedicada al apoyo y divulgación de las actividades deportivas con planeadores (Rhön-Rossitten Gesellschaft).

Lippisch tenía fama de ser un hombre con ideas poco convencionales y a Fritz von Opel, nieto del fundador de la fábrica de automóviles Opel, le pareció que era la persona adecuada para poner en práctica algunas de sus extravagantes ideas. Fritz había contratado al pirotécnico Friedrich Sander para que montara cohetes de pólvora en automóviles que hacía correr a velocidades asombrosas. El 23 de mayo de 1928, Fritz consiguió que su prototipo, RAK 2, alcanzara una velocidad de 238 kilómetros por hora impulsado por 24 cohetes que suministraban un empuje de 6000 kilogramos. Si era posible mover automóviles con cohetes también podría hacerse lo mismo con los aviones y Sander y Opel se interesaron en los planeadores diseñados por Lippisch; en el mes de junio de 1928 compraron uno de ellos, el Ente (Pato), que llevaba un estabilizador en el morro (canard) y no tenía cola. Instalaron dos cohetes de pólvora negra en el Ente, que podían encenderse desde la cabina gracias a un dispositivo eléctrico. Fritz Stamer, que tenía experiencia de vuelo con planeadores de Lippisch, consiguió despegar con aquel aeroplano y volar unos 1500 metros. Un alemán, Stamer, aunque con más de cuatrocientos años de retraso, hizo realidad el sueño de Wan Hu: volar con un artefacto impulsado con cohetes. El ciudadano chino lo había intentado en el año 1465 con 47 cohetes atados a un sillón de mimbre, aunque no fue capaz de controlar su aparato y el experimento le costó la vida.

Con la llegada de los nazis al poder, en 1933, la sociedad pública dedicada a la promoción de los planeadores, en la que trabajaba Lippisch, se reorganizó. Su grupo de investigación pasó a denominarse Deutsche Forschungsanstalt für Segelflug (DFS). Lippisch fue nombrado jefe del departamento técnico de la DFS. Su interés por las alas delta lo llevaría a la práctica mediante el diseño y construcción de cinco aeronaves (Delta I-Delta V) con esta configuración. El Delta I fue el primer avión, con alas delta, de la historia de la aviación que conseguiría volar.

Sin embargo, sus conceptos avanzados e ideas novedosas de aquellos años no suscitaron el interés del Gobierno ni de la industria privada. Sus conocimientos sobre las alas delta y propulsión a reacción harían que, en 1939, el Gobierno transfiriese el equipo de Lippisch, en la DFS, a la fábrica Messerschmitt donde se estaba desarrollando un avión impulsado por un motor a reacción. Hasta el año 1943, Lippisch y sus técnicos contribuyeron al diseño y fabricación de lo que se conocería con el nombre de Messerschmitt Me-163. Fue el primer reactor militar que entró en servicio, en verano de 1944. Aventajaba a los aviones de la época en unos 400 kilómetros por hora de velocidad, pero su escasa autonomía de 5-6 minutos, la complejidad de sus motores alimentados con sustancias químicas, y la falta de tiempo para resolver los muchos problemas que planteaba un avión tan novedoso, hicieron que el Me-163, Komet, no tuviera la menor influencia en el desenlace de la guerra.

Lippisch y Messerschmitt no se llevaban muy bien, por lo que, en 1943, Alexander recibió su nuevo destino en el Instituto de Investigación Aeronáutica de Viena con alegría. Allí se dedicó a investigar sobre el comportamiento de las superficies sustentadoras cuando se desplazan a gran velocidad.

Al finalizar la II Guerra Mundial Alexander Martin Lippisch la inteligencia estadounidense lo incluyó en la lista de técnicos y científicos alemanes (operación Paperclip)  que debían abandonar su país para incorporarse al entramado industrial y científico de Estados Unidos. El presidente Truman dio la correspondiente orden en 1945 y sus servicios de inteligencia se encargaron de proporcionar la documentación, falsa si era preciso, a los integrantes de la lista y llevarlos a América. En enero de 1946 Alexander fue trasladado a las instalaciones de Wright Field en Dayton, Ohio. Su familia llegó a Estados Unidos, para unirse a él, en diciembre de ese año.

Los conocimientos de Lippisch relacionados con las alas delta lo convertirían en el candidato ideal para trabajar en Filadelfia, en el Naval Air Material Center, en estrecha colaboración con la empresa Convair que, en 1948, consiguió hacer volar el primer prototipo de avión a reacción con alas delta.

En 1950 Alexander abandonó sus trabajos de alas delta y se incorporó a Collins, como director de la división aeronáutica, hasta el año 1964. Durante esta época concibió una aeronave de despegue vertical, controlada remotamente, y un hidroavión experimental del tipo ekranoplano que aprovechaba el “efecto suelo” (X-112). .

Durante su estancia en Collins Lippisch también diseñó un túnel de viento con humo, capaz de visualizar las líneas del flujo de aire. El túnel serviría para ilustrar una serie de televisión (The Secret of Flight) en la que se mostraban al gran público los conceptos básicos que explican el vuelo de una aeronave. Alexander participó de forma activa en muchas conferencias y programas de divulgación aeronáutica.

Después de superar un cáncer, en 1966 Lippisch fundó su propia empresa consultora y trabajó para el gobierno de la República Federal Alemana en el desarrollo de prototipos en la línea de los trabajos que había realizado para Collins.

El diseñador alemán murió en Estados Unidos, Cedar Rapids, el 11 de febrero de 1976.

La invención del vuelo: descubrir el secreto de los pájaros

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Nunca pensé que para contar cómo el hombre aprendió a volar necesitaría escribir más de mil páginas. Es posible que de imaginarlo nunca hubiese empezado. Mientras escribía mi libro, El secreto de los pájaros, dediqué muchas horas a estudiar la vida de los protagonistas, algo que me interesó siempre tanto como sus inventos y eso es lo que hizo que el libro se alargara. Hace unos días un amigo me comentó ¿por qué no tratas de resumir en pocas hojas cómo y por qué los hombres inventaron la máquina de volar? Se me ocurrió responderle lo mismo que dijo León Tolstói cuando le pidieron que resumiera en unas cuantas palabras su novela, Ana Karenina, y el escritor contestó que si pudiera hacerlo no hubiera escrito una historia tan larga. Pero, es evidente que yo no soy León Tolstói y seguro que podría haber escrito una historia más corta. Además, hubiese sido una contestación muy petulante. Así es que voy a poner en práctica la sugerencia de mi amigo e intentaré explicar lo que ocurrió, en bastantes menos páginas.

Desde hace algún tiempo el famoso actor George Clooney anuncia una máquina de hacer café revolucionaria (NESPRESSO What else?) Quizá uno de los grandes inventos de esta última década. Pero ¿alguien esperaba al NESPRESSO? o ¿a la máquina de coser, la cosechadora o la imprenta? Como casi todos los inventos un día aparecieron y la gente supo de ellos entonces, por primera vez. Sin embargo, desde hace miles de años, los hombres aguardaban con impaciencia el invento de la máquina de volar. Fue un artefacto deseado de forma explícita desde siempre. Y eso la diferencia de casi todas las invenciones, como la del NESPRESSO.

Desde siempre, hubo gente que trató de inventar un dispositivo que le permitiera volar. Lo primero que se le ocurrió a los antiguos fue montarse en animales que volaran, pero como todas las aves son relativamente pequeñas, terminaron concibiendo animales grandes con alas, como el caballo Pegaso o los grifos ─mitad león, mitad águila─ que no existían. Otros recurrieron a engarzar veinticinco gansos a una carroza, como Domingo Gonsales ─según nos cuenta el obispo de Hereford─, para que los transportaran a la Luna. En la antigüedad, la frontera entre los sueños y la vida real era mucho más permeable y la gente estaba dispuesta a cruzarla sin incomodarse demasiado. De ahí que los recursos a la fantasía tuvieran mejor acogida que hoy en día.

Los más científicos se apoyaron en las teorías de Aristóteles que concebía al mundo hecho con cuatro elementos esenciales: el agua, la tierra, el fuego y el aire. Según el pensamiento antiguo, todas las cosas gozaban de una tendencia natural de moverse hacia los elementos que las componían. Si los pájaros tenían plumas, las plumas eran del aire y para volar bastaría con emplumarse. Muchas personas perdieron la vida saltando de torres, emplumados, y agitando apéndices con la pretensión de que les sirvieran de alas.

Leonardo da Vinci fue la primera persona que abordó el problema del vuelo desde una perspectiva científica. En mi libro, El secreto de los pájaros, dedico muchas páginas a la vida de este ilustre ingeniero. El florentino pintó muy pocos cuadros, hizo pocas estatuas y a lo que dedicó la mayor parte de su vida fue al diseño y construcción de obras civiles y militares, de máquinas ─incluidas las de volar y muchas para hacer la guerra─, y al estudio del cuerpo humano y el movimiento de los fluidos. Es posible que Leonardo construyera alguno de sus aparatos ornitópteros (con alas móviles), pero no existe ninguna prueba de que lo hiciera. Dejó muchos bocetos de máquinas (con las que no se podía volar) y una especie de sacacorchos para enroscarse en el aire en el que muchos quieren ver al precursor del helicóptero. La mayor parte de sus conceptos sobre el vuelo eran erróneos, pero fue la primera persona que abordó el problema de la máquina de volar desde una perspectiva científica. Leonardo murió en el año 1519 y su obra aeronáutica permaneció oculta hasta mediados del siglo XIX por lo que antes, nadie pudo aprovecharse de sus estudios.

Fue un fisiólogo, matemático y físico, el napolitano Giovanni Alfonso Borelli, quien describió la anatomía de los pájaros y constató que sus músculos pectorales alcanzaban una sexta parte del peso de los pájaros, mientras que los de los hombres no llegaban a la centésima. El mensaje de Borelli a los hombres de su tiempo fue muy claro y es que: los brazos humanos carecen de la fuerza, energía y potencia de los pájaros y que por más que los agitemos nunca seremos capaces de mover alas capaces de transportarnos por los aires. Aquellas conclusiones se publicaron en su libro, De motu animalum, el año siguiente a su muerte (1680). Borelli también sería el primero en explicar el movimiento de las alas de los pájaros y la torsión a que las someten durante el movimiento descendente para generar la fuerza de propulsión. Hasta entonces, se creía que los pájaros eran ̕remeros̕ y movían las alas hacia abajo para equilibrar el peso y hacia atrás para impulsarse.

Después de Borelli, a finales del siglo XVII, cualquier estudioso podía entender que los hombres nunca llegarían a volar agitando las alas con sus brazos. Una conclusión que descartaba la viabilidad de la mayoría de los diseños de máquinas voladoras de Leonardo da Vinci, aunque como permanecieron ocultos muchos años nadie se enteró. Los inventores más ilustrados lo entendieron y dejarían de encaramarse a las torres para lanzarse al vacío con alas artificiales, pero siempre ha habido personas incapaces de atenerse a razones y el vicio de subirse a los campanarios para romperse la crisma continuaría durante muchos años. Quizá, el último de estos grandes saltadores fue Franz Reichelt que el 4 de febrero de 1912 se lanzó desde la torre Eiffel con un traje volador de su invención. El desafortunado y atrevido Reichelt perdió la vida y dejó en el suelo un agujero de 15 centímetros.

Aunque Borelli nos enseñó, hace ya más de trescientos años, que nuestros músculos son muy débiles para desarrollar la potencia que exige el vuelo, durante estos último años el hombre, auxiliado de la tecnología, se las ha ingeniado para dar al traste con muchas limitaciones de este tipo. Un ciclista, Bryan Allen, logró mantener un vuelo nivelado, pedaleando, con un aeroplano diseñado por Paul McCready, en 1977; más difícil todavía: en 2013, Todd Reitcher consiguió levantarse del suelo verticalmente, pedaleando, con un helicóptero inventado por él y su socio Cameron Robertson. Un deportista bien entrenado puede entregar unos 250 vatios de potencia de forma sostenida y eso es muy poco para volar, de forma que las conclusiones de Borelli de hace más de trescientos años siguen siendo válidas, en el sentido de que la musculatura humana no está adaptada para realizar los esfuerzos físicos asociados al vuelo animal.

A finales del siglo XVII, cuando fallece Borelli, Isaac Newton publicó su obra Principia (1687), en la que el libro I está dedicado a los sólidos y el II a los fluidos. El aire es un fluido y cuando el viento incide sobre un cuerpo se producen unas fuerzas que Newton trató de analizar desde una perspectiva científica. El desarrollo de la ciencia del vuelo exigía cuantificar el efecto del aire sobre las alas y el cuerpo de los voladores en función de su geometría. De 1687 a 1757, año en el que el gran matemático Leonhard Euler publicó sus trabajos sobre la Mecánica de Fluidos, un grupo de científicos europeos trabajaron en el desarrollo de los fundamentos de esta nueva ciencia. Bernoulli, D’Alembert , Lagrange y Clairaut, contribuirían a la formulación que hizo Euler de las ecuaciones, en derivadas parciales, de la Mecánica de Fluidos. Casi un siglo más tarde Navier y Stokes, cada uno por separado, agregarían a las ecuaciones de Euler otra más (energía) y el concepto de viscosidad, y desde entonces se conocen como ecuaciones de Navier-Stokes.

El problema es que estas ecuaciones son difíciles de resolver, salvo para casos muy concretos en el que se introducen simplificaciones importantes, y no servirían de mucho a los inventores interesados en cuantificar las fuerzas que el viento ejerce sobre un plano o un perfil curvo que actúe a modo de ala. De hecho, hasta principios del siglo XX, cuando ya habían transcurrido varios años desde la invención del avión por los hermanos Wright, lo científicos no fueron capaces de calcular las fuerzas de sustentación y resistencia de un perfil aeronáutico.

La respuesta científica a la invención del vuelo artificial con máquinas más pesadas que el aire la darían los empíricos. El método científico basado en la experimentación y la estadística, muy desarrollado en otras ciencias como las sociales, fue el único que permitió acumular un conocimiento verdaderamente útil a los inventores de máquinas de volar. Los artilleros descubrieron que el alcance de las balas de sus cañones también dependía de la forma de los proyectiles. Igual que el agua ofrecía resistencia al avance de los barcos el aire lo hacía con las balas. Durante el siglo XVIII empezaron a utilizarse cada vez más molinos de viento y de agua para mover batanes y muelas y los constructores de obras civiles también querían saber la fuerza que ejercía el viento sobre las paredes y techumbres. Si los científicos no eran capaces de desarrollar fórmulas con qué calcularlas, ingenieros como Benjamin Robins, John Smeaton y Jean-Charles Borda, realizaron experimentos para determinar las fuerzas que los fluidos ejercen sobre los sólidos. Smeaton mandó calcular la fuerza, sobre una superficie plana, de una corriente de aire que incide perpendicularmente sobre placa, en función de la velocidad del aire. Las tablas de Smeaton mostraron que dicha fuerza es proporcional al cuadrado de la velocidad del aire. La mayor parte de los experimentos que se hicieron, durante la segunda mitad del siglo XVIII, tratarían de evaluar el valor de la resistencia, es decir, la fuerza en la dirección de la corriente de aire que se opone al avance del sólido.

A finales del siglo XVIII los inventores de la máquina de volar habían progresado muy poco. Desde Borelli sabían que era inútil pensar en auxiliarse de los brazos para volar agitando unas alas y los magníficos hombres de ciencia de su época no les pudieron ayudar mucho a entender y cuantificar las fuerzas que gobernaban aquel ejercicio. A los empíricos les interesaba la balística, los molinos o la construcción y se preocuparon sobre todo de estudiar la resistencia y nadie se interesó por la sustentación: es decir, la fuerza aerodinámica sobre un sólido que ejerce una corriente de aire y que es perpendicular a la dirección del flujo.

En 1783, a unos fabricantes de papel franceses de Annonay, los hermanos Montgolfier, se les ocurrió llenar una gran bolsa de aire caliente y así inventaron el globo, o aeróstato. La idea no era nueva, un franciscano, Lana de Terzi había propuesto una nave ─de eso hacía ya un siglo─ que podría volar, haciendo el vacío a dos esferas de cobre, y un brasileño, Lorenzo de Gusmao, construyó un pequeño globo de aire caliente que logró elevarse en el palacio del rey Juan II de Portugal el 8 de agosto de 1709; su globo estuvo a punto de provocar una catástrofe al encender los cortinajes del salón de Indias, del palacio real, donde sus majestades contemplaron la exhibición. Joseph Montgolfier no copió la idea de Gusmao, al parecer se le ocurrió al contemplar cómo su camisa ─que se estaba secando junto a la chimenea─ emprendió el vuelo al inflarse con el aire caliente. Convenció a su hermano Etienne para construir en la fábrica de papel familiar un gigantesco globo y el 19 de septiembre de 1783, en Versalles, demostraron al rey Luis XVI y su esposa, María Antonieta, que una oveja, un gallo y un pato, podían elevarse en aquel artefacto para después regresar sanos y salvos a tierra. El rey dijo que sacaran algún condenado a muerte de la cárcel para ver si los hombres corrían la misma suerte que los animales en sus excursiones aéreas. Lo que no podía imaginarse el monarca fue que la naturaleza de los seres humanos, tan ávida de notoriedad, jamás permitiría que el honor de inaugurar el vuelo en aeróstatos recayera en presidiarios desconocidos. El marqués de Arlandes y Juan Francisco Pilâtre Rozier fueron los primeros en volar a bordo de un globo el 21 de noviembre de 1783.

Los aeróstatos alcanzaron una notoriedad sin precedentes durante los años que siguieron y a lo largo de todo el siglo XIX. A finales del siglo XVIII los cielos de todos los países desarrollados se adornarían con mucha frecuencia con vistosos globos. Y los aeróstatos pasaron a formar parte de la decoración del mobiliario, la cubertería, las vajillas, los juegos de té, los pañuelos, la ropa, la relojería y las joyas. Sin embargo, no podemos decir que los aeróstatos sean aeronaves ya que evolucionan en el espacio a merced del viento, sin que los tripulantes puedan dirigirlos a voluntad. El único mecanismo de control de que disponen les permite ascender o bajar, pero nada más.

A finales del siglo XVIII, el hombre había logrado inventar un artefacto con el que podía surcar los cielos, con escaso control; no era eso lo que anhelaba desde siempre, pero en algo se le parecía. El problema de la falta de control que caracterizaba a los aeróstatos hizo que Jean Baptiste Meusnier inventara, tan pronto como en 1784, lo que se conoció como ̕dirigible̕: un balón dotado de un cuerpo más estilizado para reducir la resistencia al avance. Sin embargo, la implantación práctica de este concepto no se pudo realizar hasta un siglo después. En 1884, el dirigible de Krebs y Renard, La France, fue la primera máquina que propulsada por un motor eléctrico consiguió volar de Chalais Meudon a Villacoublay y de regreso a Chalais Meudon, recorriendo un circuito de unos siete kilómetros. Por fin, un aparato que flotaba en el aire demostró que era capaz de evolucionar a voluntad de sus tripulantes.

Los aparatos que vuelan gracias a su flotabilidad son necesariamente muy grandes, en relación con el peso que pueden transportar, ya que un metro cúbico de aire pesa 1,2 kilogramos, en condiciones normales. Aproximadamente este es el peso que es capaz de levantar un dirigible por cada metro cúbico de volumen (si se llena de hidrógeno, cuya densidad es casi mil veces inferior a la del aire). El conde Zeppelin, en Alemania, desarrolló a partir del año 1900 los dirigibles que llegarían a alcanzar mayor fama. El último de ellos, el Hindenburg ─que en 1937 protagonizó el accidente que acabó con la historia de los zepelines como aeronaves de transporte de largo recorrido─ medía 245 metros y tenía un diámetro máximo de 41,2 metros. El Hindenburg desplazaba 200 toneladas de aire y con 112 personas a bordo (tripulación y pasaje) contaba con una autonomía de 16 500 kilómetros a una velocidad de crucero de 124,9 kilómetros por hora.

El fin del siglo XVIII marcó el inicio del desarrollo de las máquinas de volar menos pesadas que el aire, que a lo largo de los años evolucionó de los globos de aire caliente hasta los dirigibles y que estuvo caracterizado por la dificultad de gobierno que siempre han planteado estos aparatos. Pero justo el último año de este siglo se produjo un acontecimiento de gran importancia para el desarrollo de la máquina de volar más pesada que el aire: un aristócrata inglés, sir George Cayley, inventó el concepto de aeroplano moderno.

La invención del concepto de aeroplano es un hecho insólito que ocurrió de un modo completamente arbitrario e inesperado. En 1799, el joven baronet sir George Cayley cumplió 26 años y gobernaba desde su mansión de Brompton, High Hall, las propiedades familiares. Estaba casado con Sarah Walker, hija de quien fue su tutor durante la época que pasó estudiando en Nottingham. Walker fue un librepensador que simpatizaba con las ideas de la Revolución Francesa y su influencia imprimió en Cayley rasgos liberales, muchas veces difíciles de hacer compatibles con su condición de terrateniente. Para completar su educación ─y alejarlo de la influencia de su prometida Sarah a quién la madre de Cayley no consideraba una persona apropiada para que se casara con su hijo─ su progenitora lo envió a Londres. Allí el futuro inventor se introdujo en los círculos liberales y reformistas y decidió contravenir los deseos maternos para casarse con Sarah, antes de regresar a Brompton y asumir el puesto de cabeza de familia tras la muerte de su padre. Sir George se preocupó de mejorar la productividad de sus tierras y resolver los problemas que acarreaban las frecuentes inundaciones en Yorkshire. Es difícil entender por qué, en un mundo tan alejado de la aeronáutica, en 1799, el joven Cayley grabó en un disco de plata unas extrañas figuras para describir una máquina que el mundo conocería como aeroplano.

«Hasta ese momento, todas las máquinas voladoras, excepto los globos, se habían concebido como ornitópteros, es decir, dotadas de alas que batían el aire, igual que los pájaros, y que gracias a ese movimiento pretendían conseguir la sustentación y el empuje necesarios para volar. Sin embargo, Cayley introduce la idea completamente nueva de un avión con ala fija. Cayley la formuló en términos muy simples: “el problema se reduce a hacer que una superficie soporte un peso dado mediante la aplicación de energía para vencer la resistencia del aire”. Cayley resuelve el problema del vuelo mediante un plano fijo (las alas) que se mueve recibiendo la corriente de aire con un pequeño ángulo. En estas condiciones, el plano genera una fuerza de sustentación hacia arriba, perpendicular a la corriente de aire, que equilibra el peso de la nave; de otra parte, la corriente de aire también origina una fuerza de resistencia, horizontal, en la dirección del movimiento, que hay que vencer con un dispositivo que genere empuje accionado por un motor.» ( El Secreto de los pájaros, pág. 155)

Durante los primeros años del siglo XIX, sir George, empezó a trabajar con la idea de construir un aeroplano, uno de aquellos aparatos que había concebido. Sabía que el viento al incidir con un pequeño ángulo sobre una superficie generaba las fuerzas de sustentación y resistencia, pero desconocía en qué medida y proporción y tampoco sabía cómo hacer los cálculos. Decidió llevar a cabo experimentos en su propia casa y colocó un brazo giratorio en la parte más alta de la escalera principal por la que haría descender un cabo de unos 15 metros, con un peso en el extremo, que desenrollaba el tambor que hacía girar el brazo. En un extremo del brazo colocó una superficie plana sobre la que incidía el aire con un ángulo negativo, ajustable, y en el otro extremo un peso para medir la fuerza de sustentación que era la que equilibraba el brazo. Los moradores de High Hall pensaron que el baronet se había vuelto loco (a su hijo siempre le molestarían las excentricidades del aristócrata, impropias, a juicio suyo, de un noble). De sus experimentos ─pasando los valores al sistema decimal─ dedujo que para levantar 90 kilogramos, que era el peso que estimó para un aeroplano con su piloto a bordo, necesitaría alas de 20 metros cuadrados y una hélice capaz de suministrar 10 kilogramos de tracción, para volar a una velocidad de 36 kilómetros por hora. Según estos cálculos bastaría con un motor de 1,5 caballos de potencia.

Es realmente insólito que a principios del siglo XIX, un joven inglés, en solitario, hubiera avanzado tanto en el camino adecuado que llevaría al hombre a inventar la máquina de volar más pesada que el aire. En su desarrollo práctico, sir George cometería el mismo error que muchos de los que le siguieron: se obsesionó con el motor. Cayley sabía que la musculatura humana sería incapaz de suministrar la energía para el vuelo y necesitaba un motor. En el año 1800 había en Inglaterra unos 500 motores de vapor y la mayoría de ellos prestaban servicios en la industria minera del país; se trataba de una opción inviable para resolver la cuestión del vuelo, debido a su peso. Cayley inventó el ̕motor de aire caliente̕, que empleaba sustancias explosivas, como la pólvora, al que le dedicaría muchos años de trabajo sin lograr ningún resultado práctico.

El aristócrata publicó sus ideas aeronáuticas en tres artículos, de agosto a octubre de 1809, en la revista Nicholson, bajo el título On Aerial Navigation. La publicación de sus artículos lo convertiría en el centro de atención de los pocos interesados por la aeronáutica de su época y también serviría para dignificar un asunto, el del vuelo humano, que para muchos era cuestión de visionarios, charlatanes y embaucadores. La familia, la política, la administración de sus bienes y otros inventos consumirían todas las energías del aristócrata y ya en el atardecer de su vida, en 1849 y 1853, construyó dos planeadores en los que probablemente volaron un niño y su chófer.

Si los inventores aeronáuticos del siglo XIX hubieran leído con atención los artículos de sir George Cayley habrían evitado muchos de los errores que cometieron. Si bien es cierto que hasta principios del siglo XX la industria no fue capaz de construir un motor cuya relación peso-potencia lo hiciera apto para el vuelo, la práctica del vuelo sin motor estaba al alcance de la tecnología mucho antes. En términos generales, casi todos los inventores del siglo XIX pusieron más énfasis en la motorización de la aeronave que en los sistemas de control. De la observación del vuelo de los grandes pájaros se podía deducir que estos voladores hacen un uso muy escaso de los sistemas de propulsión: aprovechan las térmicas y los gradientes de velocidad en altura para ascender y planean con gran maestría. Cayley ya advirtió a sus coetáneos de que el secreto del vuelo de los pájaros consistía en adquirir velocidad.

El desarrollo aeronáutico de la primera mitad del siglo XIX estuvo a cargo del genial inventor del aeroplano, sir George Cayley, y durante la segunda mitad aparecerían centenares de personas que trataron de inventar la máquina de volar más pesada que el aire, sin ningún éxito. Aquel siglo fue el de los inventos. El reconocimiento de la propiedad intelectual, el avance de la ciencia, la industrialización y el crecimiento económico favorecieron la proliferación de los “inventores”, personas ─con más ánimo de lucro y reconocimiento social que de gloria─ en busca del beneficio de la propiedad intelectual que podían adquirir gracias a su imaginación. El barco de vapor, el acorazado, el submarino, la segadora mecánica, la máquina de coser, la máquina de escribir, la pluma estilográfica, el telégrafo, el teléfono, la linotipia, la locomotora de vapor, la hélice naval, la bicicleta y la fotografía fueron algunos de los muchos inventos que ─al igual que el NESPRESO del siglo XXI─ aparecieron en el siglo XIX, aunque nadie los esperase. Sin embargo, los hombres tuvieron que aguardar hasta el siglo XX para ver culminada la invención de la máquina de volar, un artilugio que deseaban desde tiempos inmemorables.

«Es difícil determinar con exactitud el número de inventores de máquinas de volar más pesadas que el aire que hubo a lo largo del siglo XIX, pero a partir de la información disponible en la literatura actual tenemos referencia de al menos ciento cincuenta y cuatro inventores perfectamente identificados, que desarrollaron entre ellos más de ciento ochenta y tres proyectos de cierta importancia. Dentro de este número se incluyen los diseños, los modelos y los aparatos a escala real. En cuanto a la nacionalidad de los autores, la mayoría serían franceses y británicos. A final del siglo, se unirían a los anteriores los norteamericanos y alemanes.» (El Secreto de los pájaros, pág. 276)

Para aprender a volar los inventores siempre se fijaron en los pájaros. Borelli descubrió la potencia de sus músculos y el modo que tienen de propulsarse con las puntas de las alas y Cayley que el secreto del vuelo estaba en la velocidad. Durante el siglo XIX ornitólogos como Mouillard y fisiólogos como Marey, estudiaron el movimiento de las alas de los pájaros. En su libro Le vol des oiseaux (1890) el fisiólogo francés Marey describió con detalle el vuelo de los pájaros. La mayoría de los inventores se inspiraron en las aves para diseñar y construir sus inventos. Las hélices serían para muchos un mecanismo más adecuado para producir el empuje que la torsión de las puntas de las alas en el movimiento descendente tal y como hacían los pájaros. Si la naturaleza no empleaba hélices era por la dificultad de hacer pasar la sangre a través de una junta rotatoria y no porque no fueran eficientes.

El historiador aeronáutico Gibbs-Smith clasifica a los inventores de aeronaves del siglo XIX en dos grupos: los chóferes y los aviadores. Los primeros creían que lo más importante era contar con un motor ligero y potente y que una vez en el aire el piloto sabría controlar la aeronave con mandos relativamente simples. Los segundos pensaban que antes de motorizar la máquina de volar tenían que aprender a manejarla en el aire, porque no era una cuestión tan sencilla como podía parecer. En el grupo de chóferes estarían el estadounidense, afincado en el Reino Unido, Hiram Maxim, y su paisano Samuel Langley, así como el ruso Mozhaiski y el francés Clément Ader. Y entre los aviadores destacarían el alemán Otto Lilienthal, su discípulo el británico Percy Pilcher, y los norteamericanos Octave Chanute y hermanos Wright.

Los gobiernos de Estados Unidos y Francia gastaron mucho dinero en los proyectos de Samuel Langley y Clément Ader, respectivamente. Langley realizó bastantes ensayos aerodinámicos antes de construir su máquina tripulada de volar y la equipó con un potente motor de gasolina. Sin embargo, no prestó suficiente atención a los sistemas de control y a la robustez de la estructura. En su segundo intento, el 8 de diciembre de 1903, el Gran Aerodrome de Langley se hundió nada más abandonar la plataforma de despegue, situada sobre una barcaza en el río Potomac. Pocos días después los hermanos Wright, el 17 de diciembre, conseguirían realizar lo que se considera como el primer vuelo de la historia de la aviación. Clément Ader tampoco tuvo mucha suerte, a pesar de contar con el apoyo del gobierno francés, y sus dos prototipos, el Eole y el Avion 3, tampoco conseguirían levantarse del suelo y efectuar un vuelo mínimamente controlado. Tras la fracasada demostración de Ader al Ejército francés, del 14 de octubre de 1897, y después de haber dilapidado 600 000 francos del erario público, el ingeniero se vería obligado a abandonar los ensayos de vuelo. En los dos proyectos sus máximos responsables, Langley y Ader, consiguieron equipar sus aeroplanos con motores capaces de hacerlos volar, pero los dos descuidarían los sistemas de control.

Hiram Maxim construyó, con su propio dinero, un aparato gigantesco. Cuando inició su aventura aeronáutica Maxim ya era un hombre rico gracias a sus muchos inventos entre los que figuraba la máquina de disparar automática: la ametralladora. Después de realizar ensayos aerodinámicos Maxim construyó una máquina de volar que, con tres tripulantes a bordo, pesaba algo menos de 4 toneladas. Las hélices, movidas por un motor de vapor, generaban una tracción de una tonelada. Su aparato corría sobre unas vías, con topes, para que no se levantara más de unos centímetros del suelo. En 1894 descarriló y sus socios y su esposa lo convencieron para que no siguiera gastando dinero en aquella aventura que podría arruinarlo.

Los constructores de grandes máquinas de volar gastaron mucho dinero y no consiguieron acercarse lo más mínimo a la solución del problema del vuelo porque no le prestaron suficiente atención a la cuestión del control de la máquina en vuelo.

Un francés, Alphonse Pégaud, demostró en 1871 con pequeños modelos la utilidad de la cola de los aeroplanos y mostró la forma de colocarla para conseguir que el vuelo fuera estable. Sin embargo, la línea de desarrollo que finalmente llevó a la invención del vuelo la retomaron a final del siglo XIX dos alemanes: los hermanos Lilienthal. Otto Lilienthal trazó un plan que, a partir del estudio del vuelo de los pájaros ─en concreto de las cigüeñas─, pasó por efectuar ensayos aerodinámicos con brazos giratorios para confeccionar tablas de fuerzas, siguió con la construcción y experimentación en vuelo de planeadores y cuando, según Lilienthal, había llegado el momento de equipar los planeadores con un motor, el ingeniero alemán sufrió un accidente que le costó la vida. La desgracia ocurrió en agosto de 1896. Otto llevaba cinco años en los que había efectuado unos dos mil vuelos con distintos tipos de planeador. Sus artefactos, incluido el piloto, pesaban alrededor de 100 kilogramos, llevaban alas de 14 metros cuadrados de superficie y su velocidad de planeo era de unos 32 kilómetros por hora. Lilienthal demostró en la práctica que las alas con perfiles curvos tenían unas prestaciones aerodinámicas superiores a las planas. De acuerdo con sus estimaciones necesitaría un motor capaz de suministrar una potencia de unos 2 caballos para mantener el vuelo. Eran unos números muy similares a los que había propuesto sir George Cayley, a principios de siglo. La fotografía permitió que el mundo entero contemplara las impresionantes imágenes del alemán colgado de sus planeadores, en pleno vuelo. Sin embargo, Lilienthal que parecía estar llamado a resolver el problema del vuelo falleció al entrar en pérdida su planeador en 1896. «Es necesario hacer sacrificios», fueron sus últimas palabras. Su discípulo, el británico Percy Pilcher, trató de seguir los pasos de Lilienthal, pero desgraciadamente también moriría en otro accidente, en 1899.

El control del vuelo de los planeadores de Lilienthal y Pilcher, lo ejercía el piloto desplazando su centro de gravedad, hacia delante, atrás o a los lados. Este sistema funcionaba bien con un planeador de 20 kilogramos y un piloto de 80. Al introducir a bordo un motor, el peso del aparato aumentaría de forma notoria y el mismo Lilienthal se dio cuenta de que el sistema de control por desplazamiento del cuerpo del piloto ya no sería tan efectivo. Al estadounidense Octave Chanute se le ocurrieron métodos alternativos para mantener la estabilidad de los planeadores, moviendo las alas hacia delante y atrás de forma automática, en función de la intensidad del viento, para librar así al piloto de tener que desplazarse. Durante la temporada de verano de 1896, Octave Chanute y su equipo de colaboradores hicieron ensayos de vuelo en una zona de dunas próxima a Chicago con distintos tipos de planeador. La muerte de Lilienthal y el poco éxito de sus ensayos desanimaron al estadounidense a seguir financiando experimentos de vuelo.

En verano de 1896 Octave Chanute, ingeniero experto en ferrocarriles de Chicago, tenía 64 años. Desde hacía algún tiempo se dedicaba por completo a la aeronáutica después de una brillante y larga carrera como ingeniero civil. Chanute contaba con el reconocimiento profesional de sus colegas y se había planteado el asunto del vuelo con el rigor y la disciplina que lo caracterizaban. Muy pronto se convirtió en el centro neurálgico de la pequeña comunidad de aeronautas mundial. En 1894 había publicado un libro, Progress in Flying Machines, en el que recopiló el estado del arte de la tecnología aeronáutica de su época y daba un repaso general a su desarrollo anterior. Chanute se carteaba con todos los inventores, recopilaba información, organizaba conferencias sobre aeronáutica y financió la construcción de algunos prototipos de colaboradores suyos. Fue un personaje que desempeñó un rol diferente al resto de los que, entonces, se ocupaban del desarrollo aeronáutico al asumir el papel de divulgación y conexión que hoy llevan a cabo, con tanto éxito, las redes sociales.

El 13 de mayo de 1900, Octave Chanute recibió una carta de un personaje desconocido, Wilbur Wright de Dayton, que le impresionó porque la respondería casi a vuelta de correo. El contenido de la misiva daba a entender que Wilbur había estudiado el problema que pretendía resolver y que, después de analizar el trabajo de sus predecesores, había encontrado una solución que pretendía validar en la práctica:

«Dese hace algunos años me aflige la creencia de que el hombre puede volar. Mi enfermedad se ha agudizado y creo que pronto me costará una cantidad importante de dinero, si no es la vida. He organizado mis asuntos de forma que pueda dedicar durante unos pocos meses todo mi tiempo a experimentar en este campo…El vuelo del águila y de aves similares es una convincente demostración del valor de la destreza y de la falta de necesidad, al menos en parte, de sistemas propulsores. Es posible volar sin motores, pero no sin conocimientos e intelecto…Yo también pienso que los aparatos de Lilienthal son inadecuados no solamente por el hecho de que fracasó, sino porque las observaciones del vuelo de los pájaros me convencieron de que los pájaros usan métodos más activos y enérgicos para recuperar el equilibrio que simplemente el de cambiar la posición del centro de gravedad…Mi observación del vuelo de las águilas me lleva a creer que ellas recuperan el equilibrio lateral, cuando se ve perturbado parcialmente por una ráfaga de viento, mediante la torsión de la punta de las alas. Si la parte posterior de la punta derecha del ala se gira hacia arriba y la izquierda hacia abajo, el pájaro se convierte en un molino e instantáneamente gira en torno a un eje que va de su cabeza a la cola. De esta forma recupera el equilibrio, tal y como he podido comprobarlo observándolos…»

Wilbur le expuso a Chanute cómo pensaba controlar su aeroplano: mediante dispositivos aerodinámicos. Pensaba construir una máquina inestable que el piloto, con sus mandos y sin utilizar el desplazamiento del cuerpo, fuera capaz de controlar. Lo que Wilbur proponía era tan revolucionario que ni siquiera el mismo Chanute llegó a comprenderlo del todo.

Wilbur y Orville Wright se pusieron a trabajar siguiendo un método perfectamente definido. Aprovecharon los veranos de 1900 a 1903, en las dunas de Kitty Hawk, para realizar sus experimentos prácticos con las máquinas que construían durante el invierno, mientras trabajaban en su fábrica de bicicletas de Dayton. El verano de 1900 probaron, con una cometa, el funcionamiento del sistema de control de torsión de las alas. En 1901 construyeron un planeador utilizando, para calcular las dimensiones, las tablas de Lilienthal. En las dunas de Kitty Hawk soplaban vientos duros y para volar con el planeador lo que hacían era lanzarse a barlovento desde los montículos para caer paralelos a las lomas. Se llevaron muchas sorpresas cuando probaron su primer planeador. A su regreso a Dayton, Wilbur pasó por momentos difíciles y estuvo a punto de abandonar el proyecto. Chanute le animó a que siguiera adelante. En vez de arredrarse, Orville y Wilbur construyeron un pequeño túnel de viento y efectuaron ensayos aerodinámicos para medir las fuerzas de sustentación y resistencia de distintos perfiles. Cayley, Langley, Maxim y Lilienthal ya lo habían hecho antes. Con los datos que obtuvieron de los ensayos en el túnel dimensionaron un planeador nuevo y en verano de 1902 lo probaron en Kitty Hawk. Tuvieron que resolver algunos problemas, pero su planeador funcionó muy bien. Como ya estaban seguros de que podrían volar con su máquina, durante la temporada de invierno de 1902-1903 construyeron un motor muy simple que daba 16 caballos al arrancar y cuando se calentaba la potencia se reducía a 12 caballos. Con aquel rudimentario propulsor y una hélice muy eficiente, que diseñaron ellos mismos, los Wright consiguieron volar por primera vez en la historia de la aviación con una máquina más pesada que el aire. Eso ocurrió el 17 de diciembre de 1903 en las dunas de Kitty Hawk. Pocos días antes la máquina de Langley se había hundido en el río Potomac con un motor de 53 caballos, después de gastar más de 50 000 dólares del Gobierno.

Durante casi cinco años los Wright no volarían en público para evitar que nadie les copiara su invento antes de perfeccionarlo y venderlo. Una venta que resultó aún más laboriosa que la invención misma. Wilbur voló en público por primera vez en Le Mans, Francia, el 8 de agosto de 1908. Durante el tiempo que los Wright se negaron a volar ante el público, otros inventores consiguieron hacerlo en París. El primero fue el brasileño Santos Dumont en septiembre de 1906 con su 14 bis que era un aparato con alas de cajón muy poco maniobrable. Los círculos aeronáuticos franceses, que no querían reconocer que los Wright habían volado en 1903, saludaron al brasileño con todos los honores lo que provocó la ira del entorno más próximo a Clément Ader que salió de su retiro para reivindicar el honor de primer aeronauta mundial. Sin embargo, cuando Wilbur voló en público en Le Mans quedaría sobradamente demostrado que la maniobrabilidad y capacidad de vuelo de su máquina excedía con creces a las de todos los artefactos que se habían construido en el viejo continente durante los últimos años.

Y así es como ese invento tan deseado fue a nacer en una barra de arena azotada por los vientos, de manos de unos desconocidos fabricantes de bicicletas porque entendieron bien que «es posible volar sin motores, pero no sin conocimientos e intelecto…».

 
El secreto de los pájaros (libro)
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Cómo el hombre aprendió a volar

Los autogiros de Juan de la Cierva

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La mayoría de las personas confunde el autogiro con el helicóptero y desconoce que don Juan de la Cierva fue un inventor excepcional. El ingeniero español concibió una máquina de volar distinta a todas las que se conocían hasta entonces, logró que la comunidad aeronáutica internacional reconociera la genialidad de sus contribuciones al desarrollo de la aviación y murió prematuramente.

En el siglo XVI Leonardo da Vinci sugirió la posibilidad de construir una máquina capaz de volar gracias al movimiento giratorio de una especie de tornillo o sacacorchos y en 1768 un matemático francés describió un aparato al que denominó Pterophore con dos hélices, una para equilibrar el peso del artefacto y otra para propulsarse. Dos franceses, Launoy y Bienvenu, mostraron en la Academia de Ciencias de París, en 1784, un mecanismo construido con dos hélices contra rotatorias (hechas con plumas) que aprovechaban la energía elástica de un arco cuya tensión desenrollaba el hilo sujeto al eje alrededor del que giraban las plumas; el juguete de los inventores se elevó ante el asombro de los académicos.

En el libro de Octave Chanute, Progress in Flying Machines, publicado en 1894, se muestran los dibujos de una docena de diseños de helicópteros concebidos por distintos inventores a lo largo de más de 200 años. Fue el francés, Ponton d’Amécourt quien inventó la palabra ‘helicóptero’ al designar de este modo el ingenio que presentó en la Exposición Aeronáutica de Londres de 1868 con dos molinos contra rotatorios de dos palas cada uno, movidos por una máquina de vapor.

Ninguno de todos aquellos artilugios conseguiría volar, aunque en sus diseños y modelos los inventores dejaron constancia de la intención de emplear alas giratorias, movidas por un motor, para desarrollar el empuje capaz de vencer el peso del aparato.

Después de 1894 se seguirían dibujando máquinas de este tipo y construyendo modelos. En 1907 Paul Cornu, un modesto mecánico francés, consiguió elevarse del suelo, por primera vez en la historia de la aviación, con un helicóptero de su invención, pero el aparato era incontrolable y no tuvo ninguna utilidad práctica. En realidad, hasta el año 1940, con la aparición de los helicópteros de Igor Sykorsky (con los que el ruso llevaba trabajando desde hacía casi 30 años) este tipo de aeronave no alcanzaría el nivel mínimo de prestaciones necesario para resultar operativa.

Entre los muchos diseños y proyectos de máquinas de ala rotatoria también hay que incluir el del mallorquín Pere Sastre Obrador, más conocido como Pere de Son Gall coetáneo de Juan de la Cierva. Hay personas que quieren ver en los trabajos del isleño la fuente de inspiración del murciano, pero en realidad no hay ningún fundamento sólido en que apoyar esa hipótesis. De otra parte, de la Cierva tuvo acceso a la información de docenas de proyectos, a nivel mundial, relacionados con sus desarrollos e investigaciones.

De la Cierva propuso, diseñó y construyó, una máquina de volar conceptualmente distinta a los aeroplanos y los helicópteros. Su autogiro llevaba una hélice, igual que los aeroplanos, que generaba una fuerza de empuje horizontal. Cuando el aparato alcanzaba cierta velocidad ─no hacía falta mucha─ empezaban a girar unas palas situadas en un plano horizontal, alrededor de un eje vertical que sobresalía del fuselaje, sin necesidad de que las moviera ningún motor y producían el empuje necesario para sustentar el aparato. Las alas rotatorias que soportaban el autogiro se movían igual que los molinos de viento, con una rotación inducida por el flujo de aire (auto rotación). Al conjunto de palas giratorias, Juan de la Cierva le dio el nombre de ̕rotor’. Mientras que en un helicóptero las palas sustentadoras se mueven por la acción de un motor, en el autogiro lo hacen de forma natural. Tanto en el helicóptero como en el autogiro las palas rotatorias generan la fuerza que soporta el peso de la máquina, pero en el primer caso necesitan un motor y en el segundo giran libremente debido a la corriente de aire que induce el movimiento de la máquina. Se mueven igual que los molinos de viento y el autogiro recibe en inglés el nombre de flying windmill, cuya traducción al castellano es la de ‘molino de viento volador’.

Juan de la Cierva Codorniú era ingeniero de caminos canales y puertos. Desde siempre se había interesado por la aviación. Nacido en Murcia, el 21 de septiembre de 1895, su niñez coincidió con el alumbramiento de la aviación. Los hermanos Wright volaron por primera vez en 1903, aunque muy poca gente se enteró hasta que vinieron a Europa y Wilbur Wright realizó vuelos de demostración y con pasajeros en Le Mans y Pau, desde el 8 de agosto de 1908 al 20 de marzo de 1909. En uno de aquellos vuelos, el 16 de noviembre de 1908, Wilbur Wright tuvo como pasajero a don José Saavedra y Salamanca, segundo marqués de Viana y Caballerizo mayor del rey Alfonso XIII. Durante 5 minutos, el aristócrata español pudo contemplar la tierra desde los cielos de Le Mans; después de él voló el secretario de la embajada española en París, don José Quiñones de León durante 8 minutos y 20 segundos. Fueron los dos primeros españoles en volar en una máquina más pesada que el aire. Meses más tarde, el 20 de febrero de 1909, el rey Alfonso XIII acudió a Pau para presenciar dos vuelos de Wilbur Wright y escuchar de boca del inventor cómo funcionaba su aparato. Del 22 al 29 de agosto de 1909, en Reims se celebró la Gran Semana de Aviación, un evento que marcaría el inicio de un rapidísimo desarrollo de la aeronáutica en Europa.

El joven Juan de la Cierva siguió muy de cerca y con gran interés el desarrollo de la aeronáutica; tanto, que apenas había transcurrido un año desde la celebración de Reims, en 1910, cuando la Cierva ─adolescente─ construyó un planeador con la ayuda de dos amigos: José Barcala y Pablo Díaz. La asociación Barcala-Cierva-Díaz dio origen al nombre de la sociedad que fabricó el planeador y dos años después un biplano (BCD-1) al que apodarían el Cangrejo, debido a que estaba pintado de rojo. El avión volaba bien, ‘milagrosamente’, según reconocería más tarde el propio la Cierva. El francés Jean Mauvais fue quien pilotó la aeronave de los precoces inventores en el aeródromo de Cuatro Vientos, durante el verano de 1912. Fue el primer avión construido en España que efectuó un número de vuelos suficiente que demostrase su maniobrabilidad. Muy animados por su primer éxito los muchachos construyeron un segundo avión en 1913, el BCD-2, que nunca logró volar tan bien como el primero.

Juan de la Cierva Codorniú pertenecía a una acomodada familia en la que su padre, un hombre de gran personalidad, Juan de la Cierva Peñafiel, desempeñó los cargos de alcalde de Murcia, gobernador de Madrid, y varias veces ministro durante el reinado de Alfonso XIII: de Instrucción Pública y Bellas Artes, de Gobernación, de Guerra, de Hacienda y de Fomento. La tradición familiar era que los vástagos se dedicaran a la abogacía, pero a Juan le interesaba la aeronáutica y la mecánica.

A partir de 1914, el joven la Cierva tuvo que centrar su actividad en el estudio mientras cursaba la carrera de ingeniero de caminos, canales y puertos. En el último curso retomó su actividad como constructor aeronáutico y diseñó y fabricó un biplano con tres motores. La aeronave la presentó a un concurso de aviones organizado por la Aeronáutica Militar, pero el aparato, en un viraje cerrado, entró en pérdida y sufrió daños irreparables. Julio Ríos, el piloto, salió con vida de aquel accidente y años más tarde, Juan de la Cierva, solía bromear diciendo que él era el verdadero inventor del autogiro. Frustrado, al constatar la dificultad de las aeronaves de ala fija para mantener el vuelo a baja velocidad, según sus propias palabras, se propuso: «Conseguir un sistema de vuelo que, conservando las buenas cualidades del avión no tenga sus defectos de falta de sustentación por pérdida de velocidad y de tener que aterrizar a velocidades horizontales del orden de los 80 kilómetros por hora, para lo cual busco un sistema en el que las alas se muevan con respecto al aire…»

El año 1919 fue muy importante para Juan de la Cierva. Además del frustrado accidente de su trimotor finalizó los estudios de ingeniería, se casó con María Luisa Gómez-Acebo y, siguiendo la tradición familiar, ingresó en el Congreso de los Diputados. Al año siguiente, de la Cierva concibió y patentó el autogiro. Para completar sus desarrollos teóricos mantuvo una intensa relación con los matemáticos Julio Rey Pastor y Pedro Puig Adam.

Después de fabricar tres prototipos, con el apoyo de la Aeronáutica Militar española, en las instalaciones del laboratorio de Cuatro Vientos ─donde contó con la colaboración del ingeniero militar Emilio Herrera y tuvo acceso a su túnel aerodinámico─, su modelo C-4 efectuó tres vuelos. El 31 de enero de 1923, el cuarto prototipo de autogiro recorrió unos cuatro kilómetros de longitud, en tres minutos y treinta segundos, a 25 metros de altura. Ese día el teniente Alejandro Gómez Spéncer se convirtió en el piloto que efectuó oficialmente el primer vuelo de la historia de la aviación con un autogiro.

Desde un principio el problema con que se topó Juan de la Cierva era que la pala del rotor del autogiro, al avanzar en la dirección de la marcha, se encontraba con un viento cuya velocidad era la de la rotación de la pala más la del desplazamiento del aparato y, cuando retrocedía el viento era menor porque a la velocidad de rotación había que restar la del desplazamiento. El resultado de una mayor sustentación en un semicírculo y menor en el otro producía un par de giro sobre el eje que hacía volcar el aparato. Para resolver esta cuestión, la Cierva, colocó primero dos rotores en el eje que girasen en sentidos opuestos y después trató de compensar la pérdida de sustentación variando el ángulo de ataque en las palas. Pero estos remedios no sirvieron para resolver el problema y los tres primeros prototipos del inventor no volaron.

Cuando fabricó el cuarto (C-4), se le ocurrió la genial idea de sujetar las palas al eje mediante una articulación (bisagra) para que subieran o bajaran libremente, de este modo no podían transmitir ningún par de vuelco al eje. Las palas no subían hasta la vertical debido a la fuerza centrífuga y la resultante de esta y la de sustentación determinaban el ángulo de inclinación que adquirían durante el giro. La fuerza centrífuga era de 8 a 10 veces superior a la de sustentación por lo que las palas no se separaban mucho del plano horizontal. Además, cuando la fuerza de sustentación aumentaba, y la pala subía, este movimiento aminoraba el ángulo de ataque en la pala con lo que la sustentación disminuía; en el movimiento descendente ocurría justo lo contrario. La sujeción al eje mediante articulaciones también permitía mitigar el efecto giroscópico. Esta fue la primera gran aportación de la Cierva a la solución del complejo movimiento de las palas de un rotor diseñado para que actúe como ala rotatoria.

Su autogiro C-4 estaba equipado con un motor Rhone de 80 HP que movía una hélice tractora en el morro y disponía de los mismos controles que los aeroplanos. Para girar, el autogiro necesitaba un timón vertical y alerones y para subir o bajar contaba con timones de profundidad. La gran ventaja del autogiro era la facilidad para aterrizar y despegar en pistas muy cortas y la posibilidad de volar a muy baja velocidad. Sin embargo, a esas velocidades tan pequeñas los controles de alabeo y profundidad funcionaban mal. El tercer día que se probó el C-4, el motor del autogiro se averió y el piloto pudo descender sin que el aterrizaje forzoso produjera lesiones al piloto ni daños importantes a la aeronave. Fue la primera demostración práctica de que el autogiro era un vehículo de transporte aéreo muy seguro.

Otro problema que la Cierva tuvo que resolver fue el del inicio de la rotación de las palas que había que hacerlo manualmente o con un motor auxiliar. Al ingeniero se le ocurrió la cola de escorpión, que consistía en unas aletas adicionales en la cola para que desviaran el flujo de aire de la hélice tractora e indujeran el giro del rotor. Sin embargo, a partir del prototipo C-19, la Cierva introdujo un embrague para conectar momentáneamente el motor al rotor y hacerlo girar.

Desde muy pronto, el ingeniero promocionó su invención en el extranjero. El 14 de octubre de 1925, el autogiro voló por primera vez fuera de España. La Cierva expuso su invento ante la Royal Aeronautical Society, en Londres y firmó acuerdos de fabricación con empresas británicas. En 1926, junto con el industrial y aviador escocés James George Weir, creó en el Reino Unido la empresa Cierva Autogiro Company Limited.

El ejército británico adquirió varios autogiros del modelo C-6. El 7 de enero de 1927, con motivo del accidente de uno de estos aparatos en el que se desprendieron dos palas del rotor, todos los vuelos quedarían suspendidos. El piloto sufrió magulladuras leves, pero el ejército británico no autorizaría la reanudación de los vuelos hasta que se determinara y resolviera la causa del accidente. La Cierva llegó a la conclusión de que la rotura de las palas, en el encastre, se debió a problemas de fatiga del material por los sobreesfuerzos cíclicos en la unión del buje. Para resolver el problema introdujo una segunda articulación, en el plano horizontal, capaz de absorber estos esfuerzos. La solución también favorecería la reducción de efectos giroscópicos.

Al año siguiente, en 1928, la Cierva viajó a Estados Unidos y llegó a un acuerdo por el que Harold Pitcairn adquirió los derechos de fabricación del autogiro en aquel país. De vuelta a Europa, el 19 de septiembre de ese mismo año, con el director de la revista L’Aeronautique ─Henry Bouché─ como pasajero, cruzó con un autogiro C-8 el Canal de la Mancha.

En muy pocos años, Juan de la Cierva había pasado del anonimato a ser una celebridad aeronáutica global: su autogiro suscitaba el interés en el mundo entero. El invento del ingeniero español alcanzó su madurez en 1933 con el prototipo C-30 en el que introdujo el sistema de control que él denominaría como ‘directo̕, el paso variable de las palas del rotor y la posibilidad de dar un ‘salto̕ durante el despegue.

El problema del control del autogiro, sobre todo a baja velocidad, lo resolvería articulando el plato de sujeción del rotor para que este pudiera inclinarse hacia delante y atrás o lateralmente. El propio Juan de la Cierva describió así el funcionamiento de su aparato:

«El autogiro de hoy se compone de un cuerpo fuselado o fuselaje, donde van el piloto, pasajero, los depósitos de esencia, el motor, etc.; tiene tren de aterrizaje de tres ruedas, la de atrás orientable, y lleva una estructura piramidal, encima del fuselaje, en el vértice de la cual se encuentra el eje de giro del rotor. El rotor está compuesto de tres aspas generalmente, cada una de las cuales está articulada al buje común en dos planos perpendiculares. El eje mismo del rotor está también articulado universalmente al vértice de la pirámide, de manera que pueda inclinarse en cualquier dirección, y esa inclinación es controlada por el piloto por medio de una larga palanca que desciende directamente hasta su mano. Cuando ésta se adelanta, ese eje del piloto va a la izquierda, el eje se inclina a la izquierda, y al contrario. Estos son los mandos necesarios para el vuelo; no hay alerones, ni timón de profundidad, ni timón de dirección. La cola se compone de superficies verticales, horizontales y oblicuas fijas, cuya misión es, principalmente proporcionar al fuselaje estabilidad de veleta en cualquier dirección, compensar automáticamente el par de giro del motor y amortiguar oscilaciones proporcionando estabilidad dinámica.»

«Como la reacción total del viento de la marcha se desplaza juntamente con el eje de giro del rotor, cuando el piloto inclina este último en una y otra dirección, la reacción total, que es aproximadamente igual al peso del aparato, pasa por delante ,por detrás o por un lado del centro de gravedad, según se desee, y crea, por consiguiente, un par de fuerzas que tiende a inclinar el aparato en la dirección que se quiera y sin que la velocidad de la marcha influya para nada en el resultado»

«El cuerpo del aparato, que puede considerarse como una veleta, sigue dócilmente los impulsos del rotor, y de esta manera y con el aumento o disminución de la potencia del motor, a voluntad del piloto, se obtienen todos los movimientos necesarios para el vuelo, o sea: subir, descender, virar a izquierda o derecha y volar deprisa o despacio.»

Don Juan de la Cierva había alcanzado la cima de la gloria. Había sido condecorado con la Medalla de Oro de la Confederación Aeronáutica Internacional, las Grandes Cruces del Mérito Militar y Naval, el premio Duque de Alba y Duque de Berwick, la Medalla de Oro de Wakefield de la Royal Aeronautical Society, las Medallas de Oro de Madrid y Murcia y otras más.

El Reino Unido fue la primera nación en emplear autogiros en maniobras militares como vehículos de enlace entre los estados mayores y sus tropas, el gobierno de España ordenó la compra de 6 autogiros para la Aeronáutica Militar y 3 para la Naval y los ejércitos de Francia y Suecia también habían pedido autogiros a la casa Avro en el Reino Unido que fabricaba los productos de la Cierva. En España, desde el 12 de diciembre de 1924 los autogiros del ingeniero volaban en la Escuadrilla de Experimentación de Cuatro Vientos.

Cuando se inició la guerra civil española, de la Cierva y su familia se refugiaron en Francia. El inventor y su esposa tenían dos hijos, de doce y quince años.

El 9 de diciembre de 1936 la Cierva embarcó en Croydon en un DC-2 de la compañía KLM con destino a Amsterdam. El avión despegó con retraso, la visibilidad era escasa y el avión se estrelló cerca del aeródromo. Don Juan de la Cierva murió en aquel accidente a los 41 años de edad. Su obra quedó fatalmente truncada. Sin el inventor, el impulso de los autogiros perdió fuerza y los nuevos helicópteros ─que se beneficiarían de los sistemas de control del rotor diseñados por Juan de la Cierva─, acapararían el mercado de las aeronaves de ala rotatoria. Durante la II Guerra Mundial el helicóptero se impuso al autogiro ya que, desde un punto de vista operativo, resulta una aeronave más eficaz: puede mantenerse completamente quieta en el aire y despega y aterriza verticalmente.

A partir de los años 1950 se empezaron a producir gran cantidad de pequeños autogiros, de una o dos plazas, muy ligeros, en casi todo el mundo. Muchos de estos aparatos se diseñaron para que los pudieran construir sus futuros dueños, a partir de planos sencillos o mediante kits. Son pequeñas aeronaves, para las que, en casi todos los países, se exige una licencia de vuelo de ultraligeros para pilotarlas. Hoy, también hay empresas, como Carter Aviation Technologies y General Aeronautics Corporation, que anuncian futuras aeronaves híbridas, de uso personal, aeronaves de 6-9 plazas y aviones para transporte de pasajeros y carga con rotores, alas fijas y hélices propulsoras de gran diámetro. Es posible que los autogiros ─máquinas del pasado─ regresen para resolver los problemas de la aviación del siglo XXI, que ya no necesita ir más lejos, más alto, ni más deprisa, sino que busca la eficiencia energética y el respeto del medio ambiente.

La invención del aeroplano moderno

 

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Capítulo siete

Del libro El Secreto de los pájaros

La invención del aeroplano

La educación de un aristócrata rebelde

Cayley nació el 27 de diciembre de 1773, en Scarborough, una pequeña ciudad de Yorkshire, Inglaterra, emplazada en un acantilado que se descuelga hasta el Mar del Norte. Su familia, los Cayley, pertenecía al primer nivel de la aristocracia, ostentando su abuelo, sir George Cayley el título de baronet. Su padre, Thomas Cayley, era un hombre de salud delicada, aquejado de frecuentes ataques de asma y los antepasados de su madre, Isabella Seton, emparentaban al recién nacido con María Bolena, hermana de la desgraciada Ana Bolena.

Isabella Seton, fue una mujer vital, emprendedora, inconformista y viajera, de quién muy posiblemente, el futuro sir George, heredaría buena parte de su temperamento. El lema de los Seton, “siempre contentos”, fue para Isabella una forma de entender la vida de la que nunca quiso apartarse.

El abuelo de George, sir George, tenía el temperamento agrio, con un talante propenso a los arrebatos de ira y no era un individuo excesivamente generoso. Vivía con su mujer, Philadelphia, también de genio desabrido, en la propiedad familiar de Brompton. A sus hijos, Thomas y su mujer Isabella, no les resultaba muy grata la compañía de los patriarcas por lo que, aprovechando la enfermedad del padre del futuro George, procuraban pasar largas temporadas fuera de Brompton, especialmente durante el invierno, siendo Florencia uno de sus lugares favoritos. Sin embargo, aquél invierno de 1773, cuando nació George Cayley, sus padres estaban en Scarborough.

Thomas Cayley, el padre de George, a diferencia del abuelo, era un hombre tranquilo, reservado y de trato agradable. Isabella, su mujer, mucho más activa y extrovertida que su marido, sería la principal responsable de organizar la educación de su hijo. La niñez de George transcurriría en contacto con la naturaleza y en compañía de otros niños de su edad, disfrutando de una gran libertad. Uno de sus primeros compañeros de infancia sería su prima Philadelphia Frances Cayley con quién George mantendría a lo largo de toda su vida una estrecha relación.

En 1790, George se trasladaría a Nottingham a estudiar con el tutor que había elegido su madre: George Walker, profesor de teología en el Manchester College y Fellow de la Real Sociedad de Londres. Walker era un librepensador, un liberal que defendía la abolición de la esclavitud, la independencia de Estados Unidos y simpatizaba con la Revolución Francesa. Además, se había puesto al frente de la Iglesia Unitaria, un movimiento antagonista del anglicanismo conservador y radical. Por entonces, para el desempeño de los cargos públicos más relevantes, se exigía un juramento religioso a la Iglesia Anglicana. De este modo, quedaban excluidos del ejercicio de los cargos gubernamentales de mayor prestigio e influencia, los antiguos protestantes, los cuáqueros, los metodistas, los presbiterianos, los católicos y los judíos, así como cualquier ciudadano cuya confesión religiosa no fuera la del más rancio anglicanismo. Teniendo en cuenta que el poder de los funcionarios reales era tan grande como solía llegar a ser su enriquecimiento, gracias principalmente al tráfico de influencias, no era de extrañar que Walker hiciera de la abolición de aquella discriminatoria usanza, uno de los principales móviles de su vida política. Sin embargo, nunca llegaría a alcanzar su objetivo y fue después de su muerte, cuando el juramento a los principios de la Iglesia Anglicana quedaría excluido como condición previa para formar parte del cuerpo de funcionarios del gobierno. George Walker no era únicamente un magnífico teólogo, sino que también destacaba por sus conocimientos matemáticos y científicos en general. Además de ejercer como ministro de la Iglesia, Walker completaba sus ingresos dando clases particulares a pequeños grupos de alumnos, procedentes casi todos ellos de la nobleza. George Cayley coincidiría, en el curso de privilegiados alumnos de Walker, con Duncombe, con Blanco y con la hija del propio George Walker: Sarah.

Muy pronto Cayley se fijaría en Sarah, debido a su inteligencia y facilidad para las matemáticas, además de su cuidado y agradable aspecto. Sin embargo, aquella relación nunca colmaría las apetencias de su madre Isabella quién hubiera deseado para su hijo una compañera perteneciente a la aristocracia. Las desavenencias entre Isabella y Sarah se pondrían por primera en evidencia, en septiembre de 1791, durante el funeral del abuelo de George, ceremonia a la que también asistirían los Walker. Sir Thomas, que acababa de convertirse en el quinto baronet de la familia Cayley, y Lady Isabella, recomendaron a su hijo que reconsiderara seriamente aquella relación que, al parecer, ya había iniciado con Sarah Walker. Para disuadirlo decidirían enviarlo a estudiar a Londres.

Lo más probable es que fuera Isabella quién eligiese el nuevo tutor de su hijo, George Cadogan Morgan, un librepensador, que fue defensor de la independencia de Estados Unidos y por entonces, apoyaba la Revolución Francesa. Morgan fue uno de los primeros embajadores que llevaron a Inglaterra las noticias de los acontecimientos en Francia, de los que había sido testigo presencial, durante la toma de la Bastilla, en 1789, en París. Además de sus inquietudes sociales, Morgan mantenía correspondencia científica con Benjamín Franklin y poseía una sólida formación matemática. A los 37 años había decidido retirarse para dar clases particulares en su casa de Southgate, en Londres.

Cuando Cayley llegó a Londres, el ambiente político era extraordinariamente tenso. La ciudad estaba llena de exiliados que huían del Régimen del Terror instalado en la capital francesa. En los círculos próximos a Morgan coexistían, en un difícil equilibrio inestable, los sentimientos de apoyo y simpatía para con la Revolución junto con la repulsa a los desmanes que los nuevos gobernantes no atinaban a refrenar. A los seis meses de llegar a Londres, en medio de aquél ambiente políticamente radicalizado, moriría repentinamente en Brompton, el padre de George, en marzo de 1792, cuando Cayley aún tenía 18 años. Su madre, Isabella, quedaría al cargo de la administración del patrimonio familiar hasta la mayoría de edad de su hijo, por lo que George, después del entierro de su padre, regresó a Londres para continuar con sus estudios.

Si la situación en Londres era complicada, la ejecución de Luis XVI, en 1793, vino a embrollar aún más el ambiente cuando Inglaterra declaró la guerra a Francia. Por este motivo, se suprimirían ciertas libertades en la ciudad y el toque de queda llevó a muchos reformistas a las prisiones, lo cual daría pie a protestas y revueltas callejeras. En medio de aquél bullicio en el que se mezclaban apasionadamente ideas y sentimientos, George Cayley tuvo la audacia de enviar una carta descarnada a su madre Isabella, para comunicarle que pensaba casarse con quién quisiera y no con quién «resultara apropiado o conveniente», desviándose así de los principios establecidos por una Inglaterra aristocrática, trasnochada y en vísperas de cambios. Aunque las reservas sobre la futura esposa de su hijo nunca llegaran a disiparse de su cabeza, Isabella contestó a George de forma contenida, mostrando en la respuesta lo mejor de su talante más liberal.

George continuó en Londres sus estudios, participando activamente en los círculos políticos liberales y reformistas. Cuando cumplió los 21 años, antes de regresar a Brompton, tomó la decisión de contraer matrimonio con Sarah Walker. La boda, que tuvo lugar en Londres el 9 de julio de 1795, se celebró en la parroquia de Edmonton. A la ceremonia asistieron los amigos de la pareja en Londres, pero nadie de Brompton. Después del acto religioso hubo una fiesta en el Bell Inn. Finalizados los esponsales, sir George y su nueva esposa, Lady Sarah, se trasladarían a Brompton para instalarse en High Hall. Isabella Seton, que también ostentaba el título de Lady y gozaba de una excelente pensión vitalicia, que le había dejado sir Thomas, se retiraría discretamente a vivir a Green House, dedicando una gran parte de sus energías a los asuntos religiosos de la Iglesia de los Nuevos Metodistas, cuya fe acababa de abrazar con gran ímpetu.

A partir de aquél momento, sir George Cayley, abandonaría para siempre su vida de estudiante para dedicarse a la administración de las posesiones familiares, el cuidado de su familia y el oficio de inventor. El temperamento, heredado de su madre, tenaz, emprendedor, vital y la formación librepensadora y científica que había recibido de sus dos excelentes tutores, Walker y Morgan, lo acompañarían durante el resto de su vida haciéndole sentir una profunda curiosidad por el funcionamiento de las cosas y el deseo de transformarlas. El sólido bagaje cultural que poseía, junto con una posición económica desahogada, le permitiría desarrollar sus proyectos, aunque estuvieran exentos de ánimo de lucro.

Poco después de la boda, Sarah quedaría embarazada y el 6 de junio de 1796 daría a luz a su primera hija, Anne. Rompiendo con las costumbres de la época la niña no nacería en High Hall, la residencia de los Cayley en Brompton, sino que lo hizo en Nottingham, en la casa de los padres de Sarah. Al año siguiente, los Cayley tuvieron su segunda hija, aunque esta vez Sarah dio a luz a la niña en Brompton. Quizá para ganarse a la abuela materna, que vivía dedicada a los asuntos de su nueva fe religiosa en Green House y sus relaciones con Sarah no eran excesivamente cordiales, los padres pusieron a su nueva hija el nombre de Isabella.

Durante aquellos primeros años en Brompton, George Cayley, dedicaría una gran parte de su tiempo y de sus energías a las tareas del campo. Junto a la baja productividad del sistema agrícola inglés se unió el bloqueo marítimo que, debido a la guerra, los franceses ejercían sobre Inglaterra, impidiendo prácticamente el tráfico comercial con América. Muy pronto hubo escasez de alimentos y revueltas populares pidiendo al rey, Jorge III, la cabeza de su primer ministro, Pitt. El gobierno reaccionó incrementando la policía y aprobando una legislación que instauraba de facto un toque de queda permanente, a fin de evitar nuevas manifestaciones. El sentido patriótico de George Cayley lo llevaría a interesarse por los problemas del campo, con el objetivo de incrementar la producción agrícola y así tratar de paliar los efectos negativos de la situación por la que pasaba el país. Muy pronto empezaría a aplicar soluciones específicas a pequeños problemas, pero enseguida se dio cuenta de la necesidad de abordar proyectos de mayor envergadura. Uno de los problemas, especialmente en Yorskshire, era el de las continuas inundaciones y desbordamientos de los ríos, que convertía a grandes extensiones de terreno en marismas incultivables durante largos periodos de tiempo, cuando no malograba las cosechas. Para solucionar estas cuestiones era preciso abordar un ambicioso proyecto de ingeniería que incluyera las obras de drenaje y las de protección de los campos contra el desbordamiento de los ríos. Cayley, junto con otros propietarios de terrenos de la zona, promocionó la creación de la Hummanby Drainage Corporation, para más tarde conseguir la aprobación en el Parlamento de la Muston Drainage Act, mediante la cual se le otorgaba a la entidad la autoridad necesaria para actuar sobre las tierras. Cayley asumió el puesto de director de la Corporation, cargo en el que serviría hasta los ochenta años. La empresa contrató al prestigioso ingeniero William Chapman, experto en construcción de puertos y diques de contención que asumiría la responsabilidad sobre los trabajos técnicos. Las obras civiles se llevaron a cabo, siguiendo un nuevo diseño concebido por Chapman, bajo la directa supervisión de Cayley. El sistema tradicional, para evitar inundaciones, consistía en drenar el cauce del río, aumentando su capacidad, lo cual resultaba extraordinariamente costoso. El nuevo método que se aplicó se basaba en la construcción de dos muros de contención, suficientemente separados del río y con unos rebosaderos en la parte exterior, uno en cada ribera. Con este diseño se le proporcionaba a la corriente un cauce extendido, cuando se produjeran las grandes avenidas, de muro a muro, mientras que en condiciones normales el río seguiría utilizando su cauce natural. El resultado de las obras fue extraordinariamente beneficioso para la Región, aumentando la tierra cultivable en 10,000 acres al tiempo que se revalorizaban los terrenos.

El disco de plata de 1799

A pesar de sus actividades agrícolas, a Cayley aún le quedaría tiempo para pensar en la aeronáutica. Durante los últimos años de su estancia en Londres, Cayley había tenido la oportunidad de presenciar el vuelo de un juguete fabricado por los franceses Launoy y Bienvenu, que, en 1784, habían presentado en la Real Academia de París. Se trataba de un pequeño helicóptero, con dos hélices en los extremos de un eje, girando en sentidos opuestos, accionadas gracias a la energía almacenada en un muelle de ballesta sujeto por los extremos a un cabo que se enrollaba sobre el eje, tensando la ballesta. Cayley construiría su propia versión del juguete, cuya autoría intelectual no pertenecía a Launoy y Bienvenu sino que se remontaba a una época muy anterior, y la procedencia posiblemente era de la China. En su modelo, Cayley dispuso dos sacacorchos en los extremos del eje, a los que clavó cuatro plumas, en cada uno, para hacer las palas de las hélices. En High Hall, Cayley mostraría a todos sus allegados cómo era posible hacer volar un artilugio construido con elementos tan simples.

No se conoce muy bien qué estudios o trabajos llevó a cabo Cayley, durante los primeros años de estancia en Brompton, relacionados con la aeronáutica. Sabemos que en el año 1799 grabó un disco de plata en el que dejó plasmado, de forma inequívoca, el concepto de lo que hoy conocemos como aeroplano (Fig. 7-100). En una cara del disco aparece un dibujo en el que se descompone la fuerza aerodinámica del aire, sobre una placa plana inclinada, en dos: la sustentación, perpendicular al movimiento, y la resistencia, en la dirección del movimiento. En el reverso puede verse el dibujo de una aeronave, según los conceptos de Cayley, las letras G, R, C y el año, 1799. Hasta entonces, todas las ideas sobre el vuelo con máquinas más pesadas que el aire, se habían plasmado mediante alas que al batir recibían una fuerza del aire capaz de equilibrar el peso del aparato. Sin embargo, Cayley se aparta de este concepto ornitóptero, y plantea una aeronave que se mueve horizontalmente gracias al empuje de un motor y que genera la fuerza de sustentación, sin necesidad de batir las alas, al incidir el aire con un pequeño ángulo sobre los planos de las mismas. Es un concepto completamente nuevo y revolucionario. Posiblemente Cayley hacía tiempo que había intuido esta idea porque en un cuaderno suyo, probablemente de 1793, aparecen, junto con otros dibujos, unos diagramas mostrando una placa plana, inclinada, sumergida en una corriente de aire, con una flecha hacia arriba representando la fuerza de sustentación. Hoy continúa siendo un misterio el motivo por el que Cayley grabó aquél disco de plata, al igual que se desconoce la razón de la letra R que aparece entre sus iniciales, G y C. Es posible que Cayley fuera consciente de la transcendencia de su descubrimiento y quisiera dejar constancia de su autoría en un medio duradero. Hay que tener en cuenta que, por aquella época, las personas que trabajaban en proyectos de este tipo eran consideradas como especiales, algo demenciadas, por lo que quizá Cayley realizara, al principio, esta clase de estudios con ciertas reservas. Quizá el disco lo grabase para regalárselo a alguien, pero no lo sabemos. En la actualidad se conserva en el Museo de Ciencias de Londres.

El avión grabado en el disco de plata, es de ala fija con cámara, curvada, lleva una góndola o barquilla debajo del ala en la que se ubica el piloto y, para garantizar la estabilidad, Cayley diseñó una cola cruciforme, con dos planos uno vertical y otro horizontal cuya posición se puede ajustar mediante un cable. La cola cruciforme la había dibujado Leonardo da Vinci unos doscientos años antes, pero Cayley no tuvo acceso a aquella información, por lo que el aristócrata inglés la reinventaría de nuevo a finales del siglo XVIII. (Fig. 7-200)

Hasta ese momento, todas las máquinas voladoras, salvando los globos, se habían concebido como ornitópteros, es decir, dotados de alas que batían el aire, igual que los pájaros, y que gracias a ese movimiento pretendían conseguir la sustentación y el empuje necesarios para volar. Sin embargo, Cayley, introduce la idea completamente nueva de un avión con ala fija. Cayley la formuló en términos muy simples: “el problema se reduce a hacer que una superficie soporte un peso dado mediante la aplicación de energía para vencer la resistencia del aire”. Cayley resuelve el problema del vuelo mediante un plano fijo, las alas, que se mueve recibiendo el aire con un pequeño ángulo. En estas condiciones, el plano genera una fuerza de sustentación hacia arriba, perpendicular a la corriente de aire, que equilibra el peso de la nave; de otra parte, la corriente de aire también origina una fuerza de resistencia, horizontal, en la dirección del movimiento, que hay que vencer con un dispositivo que genere empuje accionado por un motor.

Cayley se dio cuenta de que ni siquiera algunos de los pájaros grandes pueden mantener su peso batiendo las alas, exclusivamente, o si lo hacen es por poco tiempo, y tienen que ponerse en movimiento y ganar velocidad para seguir volando. El primer secreto del vuelo de los pájaros está en conseguir velocidad. Los pájaros empiezan a volar cara al viento, aprovechando la corriente del aire, o se lanzan desde una percha al vacío para ganar velocidad durante la caída libre. Una vez que el pájaro se mueve con suficiente velocidad la parte de las alas pegada a su cuerpo permanece fija y es la que aporta la mayor parte de la sustentación. Cuando bate las alas, en vuelo horizontal, lo hace para generar empuje con las puntas que descienden oblicuamente. La fuerza de empuje necesaria para vencer la resistencia al avance, es relativamente pequeña, mucho menor que la del peso del ave. En el año 1799, cuando Cayley mandó grabar el disco de plata, el inglés no sabía muy bien todavía cómo volaban las aves, pero ya había intuido la ventaja de los planos fijos para lograr la sustentación en vuelo. En los diseños de Cayley, sus aeronaves obtienen la sustentación gracias a unos planos fijos que reciben el aire con un pequeño ángulo. Esta es la razón por la que se le atribuye universalmente el título de inventor del aeroplano.

Sin embargo, en el aeroplano de 1799 Cayley mantiene el concepto de planos fijos para lograr la sustentación, pero introduce como mecanismo de propulsión unos remos, lo cual constituirá una permanente contradicción en el mundo del genial inventor inglés. Los remos servirían para propulsar la nave y parecería más lógico que Cayley propusiera una hélice, sobre todo si tenemos en cuenta que Blanchard, el gran aerostero francés, ya había sugerido el uso de este dispositivo para mover sus globos, en 1784. Curiosamente, los remos debería moverlos el piloto desde la góndola o barquilla, por lo que Cayley contaba con la fuerza humana para propulsar el aparato. También sabemos que, en el año 1799, Cayley no conocía bien el mecanismo de propulsión de las aves, porque en su libro de anotaciones, aproximadamente en 1801, apunta que los pájaros obtienen el empuje hacia delante batiendo las alas hacia abajo, no hacia atrás como pensaban Leonardo da Vinci y los antiguos, y que en ese movimiento descendente producen sustentación y empuje de forma alternativa[i]. Estas ideas, falsas, las corregiría en abril de 1808 cuando diseñó un ornitóptero con parte del ala fija, y otra parte móvil que genera el empuje en el movimiento descendente, al caer oblicuamente.

Justo el mismo año en el que Cayley grabó su famoso disco de plata, nacería su tercera hija, Emma. Seguramente, el baronet, sentiría una cierta preocupación al constatar que acababa de perder otra oportunidad para que el título familiar no desapareciera, pues únicamente los varones podían heredarlo, de acuerdo con las normas de la aristocracia inglesa. Las preocupaciones, si las tuvo, no impedirían que George siguiera trabajando en los proyectos agrícolas y en el desarrollo del concepto de aeroplano que había plasmado en el disco de plata. Para ello dedicaría tiempo observando a los pájaros y midiendo la superficie de sus alas, a fin de dimensionar las de su aparato que tendría que soportar su peso, de 160 libras, y el de la estructura. Cayley desarrollaría algunas ideas, relacionadas con su aeroplano, que fue plasmando en dibujos cuyo alcance no pasaba de ser puramente conceptual, lejos del diseño de un modelo o aparato que fuera a construir.

En el año 1802 nació en Brompton el primer hijo del matrimonio Cayley a quién pondrían el nombre de George, como su padre. El acontecimiento fue recibido con gran júbilo por el baronet al ver, de este modo, garantizada la continuidad de la saga nobiliaria. Curiosamente, George Cayley, un hombre educado por librepensadores ilustrados, gran defensor del empleo del conocimiento para la resolución de cualquier problema, se aferraba a la práctica de las costumbres y tradiciones aristocráticas en muchos casos, aunque, en otros, como los relacionados con su matrimonio con Sarah actuaba rompiendo claramente con los moldes establecidos. Cayley envió una carta a su madre dándole cuenta del nacimiento del joven George, compartiendo con ella su alegría y organizó una fiesta a la que invitaría a todos los tenedores de sus tierras, el día en que les cobraba la renta, al igual que hizo su padre sir Thomas cuando nació él.

A partir de aquél momento, Cayley, más relajado y activo, desarrollaría importantes investigaciones aeronáuticas durante un largo periodo de tiempo, hasta 1810.

 

Del libro El Secreto de los pájaros

 

 

La Passarola

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La Passarola

 

El escritor portugués, José Saramago, en su libro Memorial del convento cuenta cómo funciona la máquina de volar de Gusmao:

«Esto que aquí ves son las velas que sirven para cortar el viento y se mueven según las necesidades, y aquí está el timón con que se dirigirá la barca, no al azar sino por medio de la ciencia del piloto, y éste es el cuerpo del navío de los aires a proa y popa en forma de concha marina, donde se disponen los tubos del fuelle para el caso de que falte el viento, como tantas veces sucede en el mar, y éstas son las alas, sin ellas, cómo se iba a equilibrar la barca voladora, y no te hablaré de estas esferas, que son secreto mío, bastará que te diga que sin lo que ellas llevarán dentro no volará la barca, pero sobre este punto aún no estoy seguro, y en este techo de alambre colgaremos unas bolas de ámbar, porque el ámbar responde muy bien al calor de los rayos del sol para el efecto que quiero, y esto es la brújula, sin ella no se va a ninguna parte, y esto son roldanas y poleas, que sirven para largar y recoger velas, como los barcos en la mar. Se calló un momento, y añadió, Y cuando todo esté armado y concordante entre sí, volaré».

Son viejas historias que, para Saramago, se componen de verdades e invenciones casi en la misma proporción; pero Lorenzo de Gusmao existió, diseñó esta nave, la Passarola, y en mi libro El secreto de los pájaros, narro su historia. Es difícil entender a Gusmao sin tener una ligera idea del conocimiento aeronáutico de la época, caracterizado por el intento de construir máquinas voladoras inspiradas en la flotabilidad de elementos menos pesados que el aire, y en la que destacó la figura de otro fraile: Francisco Lana de Terzi. Gusmao tuvo que estudiar al italiano.

Este es la historia de los dos inventores que copio de mi libro:

 

Francisco Lana de Terzi

La idea de utilizar el principio de Arquímedes para dotar de capacidad de flotación a un artefacto la recogería otro religioso italiano. Francisco Lana de Terzi, hijo del conde Gherardo Lana de Terzi y la condesa Bianca, nació en Brescia el 10 de diciembre de 1631, en el seno de una noble familia cuyos ancestros procedían de la región de Bérgamo. El joven Francisco se educó en el colegio de San Antonio de los jesuitas y el 11 de noviembre de 1647 ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en Roma. En su juventud dio clases de gramática en la escuela de Terni y escribió una obra de carácter religioso La rappresentazione di San Valentino martire e Prottetore di Terni, con la coronzione di Tacito, Floriano, Ternani, Imperatori Romani. El largo título de esta obra pía, quizá presagiara que el jesuita, aunque fue un hombre piadoso hasta la muerte, no volviese a escribir sobre cuestiones religiosas, dedicándose por completo a asuntos científicos durante el resto de su vida. Fue profesor de matemáticas de la universidad de Ferrara de 1677 a 1679 y a partir de 1680 se aposentó en Brescia, ciudad en la que murió el 22 de febrero de 1687. Durante esta época, fundó la Academia Brixiensis Philo-Exoticorum Naturae et Artis de la que fue su primer presidente. La actividad científica del jesuita abarcó todas las disciplinas del saber, en una época en la que la universalidad de Leonardo da Vinci, era todavía posible. Terzi quería rescribir toda la antigua ciencia en clave moderna, contrastando el conocimiento tradicional con la experimentación práctica. En el año 1684 publicó el primer volumen de su Magisterium Naturae et Artis, y el segundo en 1686, publicándose el tercero, después de su muerte, en 1692.

En el año 1670 apareció publicado en Brescia un pequeño volumen, Prodromo overo Saggio i alcune inventione nuove premesso all’arte maestra, en el que expuso, en los capítulos quinto y sexto, sus conceptos sobre la aeronáutica. En primer lugar, el profesor de Brescia, daba un repaso a los inventos de máquinas voladoras, reales e imaginarios, de los que tenía noticia, para concluir que había cuatro formas de volar.

Terzi empezó refiriéndose a la paloma de Archytas, el famoso filósofo y matemático griego, de quién se dice que construyó unas palomas que volaban. Lana de Terzi sugirió que quizá volaran igual que los dragones de Battista Porta que en su libro Magia Naturales explica a sus lectores cómo construir éstos animales voladores, sujetos a una cuerda como las cometas, un sistema que todos conocían en la época del jesuita, pero desconocido por los lectores de Porta. Pudiera ser que las palomas de Archytas fueran también cometas. Después cita a Adrianus Romanus y cuenta que Regiomontanus, el famoso astrónomo y matemático, construyó un águila que voló al encuentro de Carlos V, en su solemne entrada a la ciudad de Nuremberg, acompañando al monarca. A continuación apunta que Boecio hace referencia a ciertos pájaros pequeños que no solo volaban sino que cantaban y que el Emperador Leone tenía otros pajarracos parecidos. Finalmente, recuerda a sus lectores que según el padre Famianus Strada, el ingeniero Turriano construyó para el Emperador Carlos V unos pájaros voladores, cuando se recluyó en Yuste. Es curioso observar cómo el jesuita, en el repaso que da a la historia del vuelo anterior a su época, no hace ninguna referencia a la obra aeronáutica de Leonardo, de quién le separaba poco más de un siglo, lo cual demuestra que los trabajos del florentino habían permanecido ocultos hasta entonces.

Después del análisis de las máquinas voladoras de las que tenía noticia, el jesuita, propondría las cuatro formas de volar.

Los dos primeros métodos, que sugiere Lana de Terzi, tienen en común la utilización de dispositivos ornitópteros que obtienen la energía de mecanismos de relojería. El tercer método utiliza aire a presión, que al soltarse debajo de las alas impulsaría al artefacto. El cuarto, se basa en el principio por el que las cáscaras ligeras y cerradas, llenas de vapores calientes, se elevan.

Lana de Terzi diseñó, con todo detalle, una máquina siguiendo el cuarto de los métodos que había propuesto. Se trataba de un aparato con una barquilla de madera, sujeto por cuatro globos de plancha de cobre fina, de unos 6 metros de diámetro cada uno. A los globos se les tenía que quitar el aire de su interior, con lo que, al estar vacíos, proporcionaban el empuje necesario para soportar el peso de la barquilla de madera y a sus tripulantes. Para propulsar su invento, en la barquilla colocó una vela y unos remos, de forma que el navegante piloto podría desplazarse por el cielo, remando en el aire o auxiliado por los vientos, con lo que el aparato se inspiraba por completo en la ingeniería naval.

Sin embargo, el jesuita pensó que aquél ingenio no debería construirse nunca por dos razones: la primera porque costaría un dinero para el que seguro había otros fines más piadosos y adecuados, y la segunda porque Dios no permitiría la construcción de semejante arma de destrucción, capaz de volar sobre una fortaleza y lanzar a sus indefensos ocupantes explosivos mortales. En cualquier caso, Lana de Terzi también se lamentó de que su voto de pobreza le impedía reunir los fondos necesarios para construir el ingenio que había ideado. Sin embargo, en el año 1670, cuando Lana de Terzi hizo público su invento, era prácticamente imposible construir las esferas con delgadas planchas de cobre y someterlas a un vacío suficiente sin que colapsaran. A pesar de lo fantástico e irrealizable que era su máquina de volar Lana plasmó de forma clara, aunque un tanto sofisticada, el concepto de lo que cien años más tarde se reinventaría con el nombre de aeróstato o globo. También llama la atención la premonición del jesuita, en cuanto al horror que el uso de las máquinas voladoras podría infringir en tiempos de guerra a los hombres. Tuvieron que transcurrir doscientos cuarenta y cinco años para que sus vaticinios se hicieran realidad. En 1915, el Káiser Guillermo II, Emperador de Alemania y Rey de Prusia, ordenaría a su temible flota de dirigibles de cuerpo rígido que bombardeara Inglaterra y su decisión causaría pánico a la población civil. Afortunadamente, las máquinas voladoras del Ejército y la Marina del Káiser no resultarían tan destructoras como Lana de Terzi había anticipado.

Lorenzo de Gusmao

Hacer el vacío a una esfera de cobre o de cualquier material no era posible, pero rellenar un artefacto muy ligero de aire caliente no planteaba grandes problemas. Teniendo en cuenta que el aire caliente pesa menos que el aire atmosférico que lo rodea, el principio de Arquímedes funciona igualmente, y si el artefacto que contiene el aire es suficientemente ligero se elevará. Muy pronto, otro monje, pero esta vez brasileño, de nombre Bartolomé Lorenzo de Gusmao, cortesano del rey Juan V de Portugal, que había merecido los favores de su monarca por sus atrevidos y exóticos proyectos, demostró que un globo lleno de aire caliente era capaz de elevarse.

Lorenzo Gusmao nació en la localidad de Santos de la provincia de Sao Paulo en Brasil, el año 1685, hijo de un médico de prisiones, que tuvo otros once hijos. Destacó desde muy joven por su habilidad para las ciencias y fue admitido en el seminario de Bahía, donde construyó una bomba capaz de levantar agua unos 100 metros. Posteriormente decidiría retornar al país de sus ancestros: Portugal. En Coimbra, un día en el que Gusmao dedicaba sus fuerzas a la noble tarea de lavar la ropa, se fijó en el vuelo de las pompas de jabón. Gusmao concibió una nave, la Passarola, cuyo diseño no es bien conocido, pero sí el uso para el que su inventor la había creado: una nave capaz de transportar enseres y tropas a los confines del vasto imperio del rey de Portugal, Juan V. También podría utilizarse para observar la Tierra y los mares y confeccionar mapas geográficos. El invento contaba con dos esferas que guardaban poderosos imanes amarillentos, alas, velas y remos. Gusmao presentó sus ideas en la corte del rey portugués, lugar en donde contaba con ciertos apoyos, porque su hermano Alejandro era un oficial que prestaba servicios al rey Juan. Además, durante un viaje a España, Gusmao, tuvo la oportunidad de conocer y deslumbrar con sus ideas a la princesa Isabel, futura emperatriz de Austria, que lo recomendó al rey portugués. El rey lusitano, que entonces tenía veinte años, una gran curiosidad por las ciencias y las artes, y que también oficiaba de mecenas, decidió ayudar al joven Gusmao que, el 19 de abril de 1709, recibiría de su monarca el encargo de construir una máquina capaz de volar, apoyo financiero y un puesto de profesor de matemáticas en la universidad de Coimbra. Se sabe que su primer ingenio, que probó en el palacio de San Jorge, no funcionó correctamente, pero después de varios ensayos y cambios radicales en el modelo, Gusmao presentó en el palacio real, su famoso globo de aire caliente. El experimento se llevó a cabo el 8 de agosto de 1709, en el salón de Indias del palacio real, en Lisboa, en presencia del rey y su esposa, la reina Ana María, del cardenal Conti, que con el tiempo se convertiría en el Papa Inocencio III, y de otros dignatarios. El relato de lo que ocurrió aquél día en palacio lo recoge el padre Ferreira en su Ephemeride historica chronologica. El globo disponía de una pequeña cesta metálica, bajo la abertura del balón, donde ardían ascuas que producían el aire caliente. El aparato flotó por la sala y llegó a elevarse unos 3,5 metros, con tal mala fortuna que fue a dar con unos cortinajes, prendiéndoles fuego, de modo que los lacayos de su majestad tuvieron que abatirlo y apagar las llamas, urgentemente, para evitar un incendio de grandes proporciones. El globo de Gusmao, armado con una ligera estructura de madera, era de papel.

Lo lógico, después del experimento que con tanto éxito llevó a cabo el brasileño, hubiera sido tratar de construir un globo de mayores dimensiones, pero por razones no del todo claras Gusmao abandonó Portugal, se refugió en España y murió en Toledo quince años más tarde, a los treinta y nueve años, empobrecido e ignorado.

El secreto de los pájaros

El primer hombre que voló sobre España: Diego Marín Aguilera

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Monumento a Diego Marín, Coruña del Conde

¿Fue Diego Marín Aguilera el primer hombre que voló con un aeroplano? Sabemos que Pilâtre de Rozier y el marqués de Arlandes fueron los primeros en hacerlo con un aeróstato, en 1783, y que Wan Hu estrenó la navegación aérea con un artefacto propulsado mediante cohetes, en 1465. Pero lo que no sabemos es si el vuelo del español ─que llevó a cabo en Coruña del Conde a finales del siglo XVIII─ habría que inscribirlo en la primera página de la historia de la navegación aérea, junto con el de los dos franceses y el chino; cada uno con su artefacto.

Si Diego Marín Aguilera hubiera volado las 431 varas castellanas que relatan las crónicas, se trataría de un hito excepcional: no estaríamos frente al primer hombre que voló sobre España, como lo bautizó el periodista Eduardo Ontañón en 1932, sino que muy probablemente se trataría del primer hombre que voló sobre el mundo con un aeroplano.

Hay que situar los hechos en el contexto mundial aeronáutico para comprender la importancia que tienen. Casi todas las referencias coinciden en que el vuelo de Diego ocurrió en Coruña del Conde, durante la noche del 15 de mayo de 1793. En aquella época el desarrollo de la máquina de volar más pesada que el aire se encontraba en un punto muerto. Desde la muerte del gran maestro florentino Leonardo da Vinci, en 1519, prácticamente nadie se había dedicado al estudio del vuelo con este tipo de máquinas. Además, los trabajos de Leonardo permanecieran ocultos hasta el siglo XIX por lo que los interesados en el vuelo, a lo largo de los tres siglos que siguieron a su fallecimiento, no pudieron estudiar los dibujos aeronáuticos ni leer los textos del genio renacentista.

Durante los siglos XVI, XVII y XVIII (con la salvedad del año 1799), no hubo ningún avance, ni se efectuaron experimentos de vuelo relevantes con máquinas más pesadas que el aire. La única excepción fueron los tradicionales ejercicios de los saltadores de torres, que hubo siempre, carentes de rigor y fundamento técnico. Si bien es cierto que, en esos casi 300 años, el desarrollo de la máquina de volar no se benefició de ningún progreso, hay que reconocer que se produjeron importantísimos descubrimientos que contribuirían a su invención posterior.

En el siglo XVII un religioso italiano realizó estudios sobre el vuelo de los pájaros cuyos resultados cuestionaban la idea de que para impulsarse movían las alas hacia atrás. La vieja concepción aristotélica consistía en suponer que los pájaros bajaban las alas para sostenerse en el aire y las movían hacia atrás para impulsarse. Algo que, hoy sabemos, es completamente falso. En su obra De Motu Animalium publicada en 1680, al año siguiente de su muerte, el científico napolitano Giovanni Alphonso Borelli explica cómo los pájaros se propulsan gracias a la torsión de la punta de sus alas en el movimiento descendente. Borelli también estudió la musculatura del pájaro para concluir que sus pectorales son incomparablemente más potentes que los del hombre, lo que cuestionaba la posibilidad de que nuestra especie fuera capaz de ejercitar el vuelo con alas en los brazos.

Junto con las aportaciones de Borelli, los progresos científicos en el campo de la Física y de la Mecánica de Fluidos durante los tres siglos ulteriores a Leonardo da Vinci, tanto a nivel teórico como práctico, aportarían conocimientos útiles para los posteriores desarrollos relacionados con la invención de la máquina de volar más pesada que el aire. Daniel Bernoulli y Leonhard Euler con sus estudios sobre el comportamiento de los fluidos y John Smeaton, que determinó el valor de la constante que relaciona la fuerza del viento sobre una placa con el cuadrado de su velocidad, fueron quizá los representantes más significativos de este grupo de estudiosos.

De un modo, casi imprevisible, en 1799 un aristócrata inglés dibujó en un disco de plata el concepto de aeroplano, tal y como lo conocemos hoy. Se llamaba sir George Cayley y su gran mérito fue concebir una máquina en la que el peso del aparato, con su piloto y carga de pago, lo soporta un ala fija y la resistencia al avance de la aeronave se supera con la ayuda de un motor. El invento de Cayley, además de alas, llevaba una barquilla para alojar al piloto y en la parte posterior una cola cruciforme para dotarlo de estabilidad. Un diseño idéntico al de nuestras modernas aeronaves que los diseñadores y fabricantes aeronáuticos del siglo XXI no hemos sabido cambiar. Pero, con anterioridad a Cayley, no se tiene noticia de que nadie hubiera experimentado el vuelo con un tipo de máquina similar a la que él describió.

Diego Marín voló en Coruña del Conde poco después de que se realizasen los primeros ascensos en globo de la historia, que lógicamente renovarían el interés por la navegación aérea en todo el mundo. Prueba de ello, es que el joven George Cayley se interesó por este asunto mientras estudiaba en Londres y parece que los primeros dibujos del aristócrata inglés ─relacionados con su aeroplano─ datan de 1793, el mismo año en el que Diego realizó su vuelo en tierras burgalesas.

En el último decenio del siglo XVIII, que es cuando el inventor español efectúa su experimento aéreo, la ciencia del arte de volar con una máquina más pesada que el aire se encuentra a punto de nacer. Se sabe algo más sobre el vuelo de los pájaros y las fuerzas que una corriente de aire ejerce sobre una placa. La reciente invención del globo, por los hermanos Montgolfier, causa un gran interés por el vuelo en toda Europa y un inglés, sir George Cayley, formula el concepto de aeroplano moderno, en 1799, aunque no construyó los primeros planeadores hasta pasados algunos años. Estamos en el punto de salida de la carrera por la conquista del aire que cobra velocidad a lo largo del siglo XIX y que al final la ganan, en 1903, dos desconocidos fabricantes de bicicleta estadounidenses: los Wright. En ese contexto, el vuelo de Diego Marín, posee unas connotaciones muy particulares: ¿Fue él quien inició el proceso que culmina con la invención del moderno aeroplano cien años más tarde, o su aventura no tiene ningún fundamento técnico como tantos otros saltos de gente tan inculta como atrevida? El problema con el vuelo y la historia de Diego Marín Aguilera es la falta de documentación relacionada con todo el asunto y durante unos cuantos días yo he tratado de recopilarla. Quizá, al verla con mayor perspectiva podría llegar a alguna conclusión.

En internet he leído 45 entradas sobre este tema en las que se pueden observar contradicciones; seguramente habrá más entradas, aunque no creo que sean muy diferentes a las anteriores. Una de ellas es mía y la escribí antes que este artículo; después de un estudio un poco más exhaustivo no creo que tenga que hacer ninguna corrección que valga la pena, salvo la aclaración de que, como en mayo el día es muy largo y todas las crónicas datan los hechos en la noche del día 15, yo me atreví a suponer que ocurrieron durante la madrugada del 16. No creo que sea un asunto demasiado relevante. Relevantes tampoco son la mayoría de las contradicciones de las 45 entradas que, salvo algunos errores, denotan que sus autores han utilizado las mismas fuentes: dos, que más adelante citaré.

Todos los artículos de internet coinciden en que se lanzó desde el cerro en el que se levanta el castillo de su pueblo, que cayó a tierra porque se rompió un perno del aparato que se controlaba con manivelas, que se dirigía a Burgo de Osma y después a Soria, que voló 300 metros o más, que las alas eran de alambres y plumas, que Diego había estudiado el vuelo de los pájaros, que era un artesano habilidoso que había mejorado máquinas hidráulicas (molinos de agua y batanes) en la comarca y diseñado una aserradora de mármol en Espejón y que sus paisanos ─después del experimento─ quemaron el artefacto, lo que sumiría a Diego en una profunda depresión que acortaría su vida. Casi todos coinciden en la fecha del vuelo (la noche del 15 de mayo de 1793), en el año de nacimiento de Diego Martín (1757), en que le ayudaron su hermana y su amigo Joaquín Barbero, en la distancia que recorrió (431 varas castellanas) y que murió a los 44 años de edad.

En alguno de los artículos se menciona como punto en el que aterrizó el río e la desembocadura del arroyo de Fuente Gadea en el río Arandilla. Si hubiera sido así el vuelo sobrepasaría con creces las 431 varas que, de otra parte, es la distancia que figura en dichas entradas.

En 1996 Fidel Cordero dirigió la película La fabulosa historia de Diego Marín que trata sobre este asunto. También he podido verla. En la película la hermana de Diego no aparece y, a cambio, el inventor disfruta de la compañía de una novia, aprende a leer gracias a la hija de una marquesa que termina en las montañas de bandolera revolucionaria y cuenta con la amistad del hermano de su joven profesora que muere por culpa de una explosión cuando realiza experimentos con cohetes. Diego construye su aparato con la ayuda de la novia y un amigo, vuela lanzándose desde el castillo y es el cura quien instiga al vecindario para quemar el artefacto. La película fantasea la realidad para fabricar una historia comercial o cuenta con fuentes de información que desconozco.

Además de repasar los artículos en internet y ver la película, he vuelto a leer las referencias a Juan Aguilera en libros que tengo en casa sin encontrar nada nuevo ni distinto, salvo algún error en los textos.

Mi conclusión es que la mayoría de los escritos se inspiran en dos fuentes: un artículo de Eduardo Ontañón que apareció en el número 230 de la revista gráfica madrileña Estampa, el 4 de junio de 1932 y otro escrito de Juan Albarello que se publicó en la sección de Efemérides el 15 de mayo de 1918 en el Diario de Burgos; este último artículo puede encontrarse en la recopilación que se editó en 1919 con el título de Efemérides Burgalesas de los artículos publicados por Albarello en el diario durante el año anterior.

He conseguido ambos documentos y las dos versiones de lo que ocurrió son similares, aunque difieren en una cuestión sustancial y es la fecha en que Diego voló. Desconozco las fuentes que utilizó Albarello para escribir su artículo, pero sí sabemos que Eduardo Ontañón viajó a Coruña del Conde en 1932 y se entrevistó con la gente del lugar. Allí también tuvo acceso a un documento que recoge las declaraciones que haría con posterioridad Joaquín Barbero.

He entrecomillado las referencias precisas que hace Ontañón al documento, que según él conserva el pueblo ─no dice dónde ─ y he resumido el resto de su relato, que es como sigue:

«A los catorce años era Diego Marín muy nombrado en Coruña del Conde y pueblos inmediatos». Comenzó enseguida a ingeniarse en «la práctica de varias rutinas del país», mejoró el mecanismo de un molino de agua en el río Arandilla, hizo la máquina para un batán y construyó otra para aserrar mármoles en las canteras de Espejón. Durante algún tiempo se ocupó en «recoger águilas, que acarreaba reuniendo carnes muertas en un sitio donde construyó una tapia, y apenas cogía una la hacía morir por asfixia, la desplumaba, pesaba el cadáver con los húmedos y aparte la cantidad de pluma». Así fue construyendo el «recurso volátil» con alas de dos varas cada una, «susceptibles de flemones y movimientos articulares, compuestas de ligeras costillas de hierro vestidas de plumas de águila, colocadas en la misma forma y en la misma ala a que habían pertenecido, sujetas al armazón entre sí por medio de alambres, y una cola también con las plumas téctricas (sic) sacadas de otras águilas. Así, éstas como las alas, eran agitadas por medio de una manivela que movía a su voluntad el jinete, quien para mayor comodidad llevaba metidos los pies en unos casquillos de hierro elevados en los del pájaro, e iba vestido de plumas ». Los vecinos los parientes ya estaban alarmados y para hacer la prueba definitiva eligió la noche; acompañado de Joaquín Barbero y su hermana. En la noche del 11 de mayo de 1798 se dirigió con la máquina hasta el cerro del castillo. Allí le ayudaron a montar en el aparato y le dieron la mano de la despedida:

─ Voy a Burgo de Osma ─les dijo «alegre y sereno»─ y desde allí a Soria, y no volveré hasta pasados ocho días. Adiós.

Sin embargo, el vuelo se truncó de forma imprevista y su hermana y Joaquín vieron como caía al suelo y «merced a la claridad de la noche y por haberlo seguido a toda prisa» lo encontraron riñendo con el herrero, porque «la causa del accidente no fue otra que la rotura de un pernio de la articulación del ala derecha». Había recorrido 431 varas.

Los vecinos despertaron, se acercaron al lugar donde se encontraba el aparato, alguien dijo que eran cosa de brujas y lo destruyeron.

Diego Marín falleció el 11 de octubre de 1800, según apuntó el cura don Josef Sacristán Marín y Aragonés en su libro de partida de defunción.

Ontañón se refiere a la noche del 11 de mayo de 1798 y no al 15 de mayo de 1793 como la mayoría de los demás escritos. Si en la transcripción se hubiera equivocado de año, y quería reseñar el 11 de mayo de 1793, ocurre que ese día la luna no brillaba (el 10 de mayo de 1793 hubo luna nueva). El documento que sirvió a Ontañón para escribir el artículo dice textualmente «merced a la claridad de la noche». Y es difícil que se equivocara de día porque en su artículo resalta la coincidencia del número del día del mes en que voló con el de su fallecimiento. O sea que, la fecha no está tan clara como en un principio podía parecer.

Tengo que reconocer que durante unos días no pude dejar de pensar que hay algunos aspectos de la historia de Diego Marín que encajan muy bien con la de los incultos y obstinados saltadores de torres. La antigua concepción aristotélica del mundo se fundamentaba en que había cuatro elementos básicos que daban origen a todas las cosas: el agua, el aire, el fuego y la tierra. Los materiales hechos con sustancias de aire tenían una tendencia natural a ir al aire y los de la tierra a la tierra. Las plumas de los pájaros debían estar hechas de sustancias de aire y por eso muchos saltadores de torres se emplumaban el cuerpo creyendo que esas partes de los pájaros los llevarían a su lugar natural: el aire. Si Diego Marín atrapaba águilas y luego «pesaba el cadáver con los húmedos y aparte la cantidad de pluma» quizá estuviera tratando de adivinar el plumaje, por unidad de peso, que necesitaba un animal para volar. Según esa teoría, para volar, bastaría con fabricarse unas alas con la cantidad de pluma ─adecuada al peso que se desea a transportar─ y agitarlas para remar en el aire. El emplumado, las manivelas y el movimiento de las alas, lo que da la idea de que el aparato era un ornitóptero, apunta a que todo el proyecto habría que encuadrarlo en la abultada lista de los saltadores de torres.

Sin embargo, hay cuatro elementos en la historia de Diego Marín que me hicieron pensar que el proyecto tenía un fundamento racional: su experiencia en el diseño y fabricación de maquinaria, el tiempo que dedicó a la observación del vuelo de los pájaros, la distancia que cubrió durante el vuelo y su reacción cuando le destruyeron el artefacto.

Un hombre que es capaz de introducir mejoras en los molinos de agua, construir batanes y máquinas de aserrar mármol y cuya fama en el oficio se extiende por toda la comarca, es una persona ilustrada que sabe de hidráulica y mecánica. Dada su ocupación, no sería de extrañar que también conociese el funcionamiento de los molinos de viento, el movimiento de las aspas y su orientación con respecto al flujo del aire. Si durante su infancia, como pastor, había observado el vuelo de los pájaros, su mente despierta establecería similitudes entre el viento que incide en las velas de las aspas de los molinos y el que soporta el peso de los buitres, mientras planean. Pudo darse cuenta de que no hay ninguna diferencia: una corriente de aire que incide con un ángulo, no muy grande, sobre una superficie y genera una fuerza que hace girar las velas de las aspas en los molinos o aguanta el peso del buitre leonado que mantiene las alas extendidas en el cielo.

Las conexiones entre las máquinas y los pájaros solamente podía descubrirlas una persona que, además de poseer conocimientos e intuición para comprender el funcionamiento de las velas de los molinos, estuviera familiarizado con el vuelo de los grandes planeadores que abundan en aquellas tierras. Diego Marín había ejercido el oficio de pastor y era un muchacho despierto, curioso y observador, a quién no se le pasarían por alto el vuelo de aquellos grandes carroñeros y depredadores que, en ocasiones, suponían un riesgo para el ganado.

Recorrer 431 varas (359,8 metros) con un planeador como el que pudo construir Diego, desde el cerro del castillo, es algo extraordinario. Imposible de efectuar con un ornitóptero, como podría deducirse que era su invento de la lectura de los documentos anteriores. Con un ornitóptero, es decir, con un artefacto que batiera por completo las alas, no creo que hubiese ido más allá del tejado de la primera casa, y eso si las había muy cerca de la vertical desde donde se lanzó. Para realizar ese vuelo tan largo, el aparato tenía que ser un planeador con una superficie bastante generosa de ala fija. Es posible que contara con manivelas para ajustar el diedro o también que en las puntas hubiera dispuesto de planos que se pudieran batir con la intención de impulsarse. También es imposible ─tal y como especifica el documento─ que el artefacto tuviera una envergadura (distancia de punta a punta de las alas) de 4 varas (3,34 metros); con la superficie de unas alas de esas características el vuelo hubiera finalizado pocos segundos después del lanzamiento. En definitiva, si damos por válido que Diego voló 431 varas, su invento era un planeador bien concebido, diseñado por alguien que había estudiado con detalle el problema del vuelo.

Cuando los vecinos rompieron su artefacto Diego se hundió. Es la reacción de una persona que tiene una fe absoluta en lo que hace y otros le impiden sacar adelante sus proyectos. Los vecinos del pueblo y sus enemigos se asustaron al constatar que aquél hombre podría llegar a conseguir su propósito de volar y, semejante atrevimiento, sugería que el inventor hubiese hecho tratos con el demonio. De otra parte, Diego había conseguido volar, sabía que tenía que perfeccionar su máquina, pero sus hipótesis eran válidas. No pudo ser mayor su frustración. La melancolía lo llevó a una temprana muerte.

A pesar de que estos cuatro elementos indicaban que el experimento de Diego no era una de las muchas absurdas locuras, que a lo largo de siglos ha venido haciendo la gente, no podía olvidarme de las prácticas del cluniense con sus águilas: «apenas cogía una la hacía morir por asfixia, la desplumaba, pesaba el cadáver con los húmedos y aparte la cantidad de pluma». Era una frase que Ontañón decía haber copiado literalmente del documento que relataba los hechos y que se me antojaba más acorde con un ejercicio de magia que con un ensayo técnico. Hasta que de pronto, no sé por qué, se me ocurrió que casi todas las plumas estarían en las alas y, en cualquier caso, cabía la posibilidad de que solamente pesara las de las alas y que ese peso tenía que ser proporcional a la superficie de las mismas. Pudiera ser que Diego empleara el peso de las plumas de las alas para evaluar su área; era más fácil pesar plumas que dibujar el contorno de las alas y calcular la superficie. La relación entre el peso del pájaro y la superficie de las alas (carga alar) era un dato que Diego necesitaba conocer para estimar, en función de su peso y el de su máquina de volar, la superficie de las alas de su invento si quería que se asemejara a los pájaros. Si eso es lo que hizo, descubriría que la carga alar de sus águilas rondaba los 7 kilogramos por metro cuadrado y que si a su peso le sumaba el de la máquina, necesitaba unas alas con una superficie no inferior a unos 14 metros cuadrados. Un razonamiento que convertía una práctica con apariencias hechiceras en un recurso muy sofisticado para determinar la carga alar de las águilas o los pájaros que apresaba.

Una vez que encontré una justificación, que me pareció muy razonable, para explicar el tratamiento que Diego daba a sus águilas decidí regresar a Coruña del Conde para echar un vistazo desde el castillo. Ya había estado allí hacía unos años, pero quería comparar las vistas desde el cerro en que se asienta con las fotos del artículo de Ontañón en la revista Estampa. Tomé varias fotografías y por la noche, en casa, hice unos cálculos aproximados de la altura del montículo en el que se asienta el castillo, con respecto al río. Estimo que ronda los 30 metros, aunque varía de un punto a otro. Las 431 varas de recorrido desde una altura de 30 metros, en línea recta, dan un ángulo de planeo de 4,77 grados, como máximo.

Las primeras noticias que tenemos de vuelos experimentales con planeadores son los que mandó hacer el propio sir George Cayley. En 1849 parece ser que un niño voló en uno de sus artefactos y en 1853 le tocaría a su chófer hacer de piloto de pruebas en otro de sus inventos. De estos vuelos, aunque existen registros que los acreditan, no se tiene mucha información. Fue Otto Lilienthal, un ingeniero alemán, el primero en realizar ensayos de un modo riguroso y documentado con planeadores. De 1891 a 1896 ─año en que perdió la vida en un accidente─ efectuó unos dos mil vuelos con distintos tipos de planeador que él mismo construyó con la ayuda de su hermano Gustav. Sus experimentos marcaron el camino a seguir a los inventores de la máquina de volar más pesada que el aire. Gustav Lilienthal resumió en pocas líneas las características de los últimos vuelos de su hermano Otto: «El área de los planos de soporte era de 14 metros cuadrados; para una velocidad del viento de 6 m/s la velocidad del planeador era de 5 m/s, la caída 18 metros, y la longitud de la trayectoria de 300 metros con una inclinación de 4 grados. El peso total del piloto y el planeador era de 105 kilogramos».

Las descripciones que hace Gustav de los vuelos de su hermano tienen muchos elementos comunes con el que pudo realizar Diego Marín cien años antes: la distancia recorrida, el ángulo de planeo y las superficies de las alas (si es que el cluniense utilizó a las águilas como modelo). Otra cuestión es que para remontar el vuelo Diego tuvo que contar con un viento de morro de unos 6 m/s (21,6 km/h); esos vientos no son infrecuentes en sus tierras. Si fue así, y por lo que hemos visto pudo serlo, Marín Aguilera voló esas 431 varas y si las voló tuvo que ser así.

Mi conclusión es que, con el material disponible, hay recursos para montar una historia coherente y según la cual en el último decenio del siglo XVIII Diego Marín Aguilera construyó el primer aeroplano de la historia, y voló con él; sin embargo, la ausencia de documentación, hace que lo anterior no sea más que una hipótesis que no se puede demostrar. Como suele ocurrir en estos casos, sería más útil dedicar el esfuerzo al estudio de lo que sucedió que gastarlo en medallas, placas y alabanzas.

Artículos relacionados en el blog:

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El hombre pájaro
El Boy-Carrier
El desconocimiento científico y la invención del vuelo

Referencias en internet a Diego Marín:

http://suenosdeaireazul.blogspot.com.es/2008/05/diego-marn-aguilera-el-hombre-pjaro.html

DIEGO MARÍN AGUILERA -El primer hombre que voló-

http://elbulotraselmisterio.blogspot.com.es/2013/02/inventores-en-el-olvido.html

http://www.diariodeburgos.es/noticia/ZE78667B9-B2F3-F7FD-7657C23A4F03AAE5/20121209/diego/marin/aguilera/pionero/aviacion

http://es.wikipedia.org/wiki/Diego_Mar%C3%ADn_Aguilera

http://www.publicoscopia.com/cultura/item/2343-el-vuelo-de-diego-marin-aguilera.html

http://www.arqueologiaypatrimonioindustrial.com/2014/01/el-avion-de-coruna-del-conde-monumento.html

http://www.ivoox.com/diego-marin-aguilera-audios-mp3_rf_2318955_1.html

Diego Marín Aguilera

http://foroespana.foroactivo.com/t3103-diego-marin-aguilera-precursor-del-ornitoptero

http://www.curistoria.com/2011/07/diego-marin-un-pionero-del-mundo-de-la.html

http://sinfuturoysinunduro.com/2009/02/24/la-fabulosa-historia-de-diego-marin/

http://www.laviejaespaña.es/archivos/118

http://aviacionultraligera.es/foro-ulm/viewtopic.php?f=24&t=12685

http://diariodeunburgense.blogspot.com.es/2007/05/diego-marin-aguilera.html

http://aylagas.wordpress.com/2012/04/06/la-fabulosa-historia-del-burgales-diego-marin/

http://www.cope.es/detalle/Diego-Marin-el-hombre-pajaro-espanol-pionero-de-la-aviacion.html

http://caidodelahojadelcalendario.blogspot.com.es/2012/02/don-diego-marin-aguilera.html

http://programacontactoconlacreacion.blogspot.com.es/2014/05/el-primer-hombre-que-volo.html

CORUÑA DEL CONDE, Burgos. CUNA DEL PRIMER HOMBRE QUE VOLÓ. Por Adelina Arranz Aguilera

Haz clic para acceder a RGS%20Homenaje%20Marin%20Aguilera.pdf

http://postalesdejavi.blogspot.com.es/2008/04/monumento-diego-marn-aguilera.html

http://lamasbolano.com/sellos/1991-2000/2599-sellos-espana-1993-aerograma-diego-marin-aguilera-1-valor.html

http://www.pueblos-espana.org/castilla+y+leon/burgos/coruna+del+conde/648596/

http://www.elgrancapitan.org/foro/viewtopic.php?t=15450

http://sandglasspatrol.livejournal.com/124967.html

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http://www.akasico.com/noticia/544/Ano/Cero-Historia-ignorada/La-prehistoria-del-vuelo.html

http://www.elmundo.es/elmundo/2009/05/16/castillayleon/1242472063.html

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http://www.caminodelcid.org/Poblacion_CorunadelConde.aspx

http://www.harmoniclife.com/sample.aspx?SampleID=179955

Volar debajo del agua. Submarinos supersónicos.

shkval

A finales del pasado mes de agosto una noticia publicada en el South China Morning Post activó las alarmas de los observadores militares occidentales y reavivó la curiosidad de los técnicos por un asunto del que, desde hacía tiempo, ya casi no se hablaba; para el público en general las declaraciones de los científicos chinos pasarían desapercibidas. Sin embargo, se trata de una tecnología que puede cambiar por completo el transporte aéreo de largo recorrido que, en vez de efectuarse a 10°000 metros de altura, se llevaría a cabo debajo del agua.

Los profesores Wang Guoyu y Li Fengchen, del Instituto Harbin, hicieron declaraciones a la prensa y dijeron que la tecnología que estaban desarrollando no tenía aplicaciones exclusivamente militares sino que podía emplearse para construir submarinos para transportar pasajeros a muy alta velocidad e incluso para fabricar chaquetas especiales para nadadores. El Insituto Harbin trabaja en el desarrollo de tecnologías para controlar el uso de un fenómeno que se llama ̕supercavitación̕.

Según el teorema del famoso científico suizo, Gabriel Bernoulli, en una corriente de un fluido existe una relación entre la presión y la velocidad, de forma que al aumentar la velocidad disminuye la presión. Cuando un sólido se mueve con rapidez dentro del agua, puede ocurrir que ─al aumentar tanto la velocidad en algunos puntos─ la presión del fluido disminuya hasta el punto de que el líquido se evapore en ese lugar. Este fenómeno se denomina cavitación. Es algo bien conocido y que ocurre con frecuencia en las hélices marinas con un efecto poco deseable para el material que se desgasta, sobre todo debido a las ondas de choque que se producen cuando el vapor vuelve a condensarse. Durante la época de la Guerra Fría (1960-70), la Unión Soviética diseñó una clase de torpedos, los Shkval, que estrenarían el uso beneficioso de la cavitación. Estos torpedos eran capaces de producir una burbuja de vapor de agua que los envolvía por completo; en estas condiciones, los Shkval viajaban en el interior de un gas, el rozamiento disminuía drásticamente y el torpedo podía alcanzar velocidades de unos 360 km/h (kilómetros por hora), o incluso más. En esas condiciones no era fácil controlarlo y su recorrido estaba limitado a unos 10 km (kilómetros). Las últimas versiones de los Shkval lograron alcances de más de 100 km y velocidades muy elevadas, aunque los datos reales no se conocen con mucha exactitud ya que los experimentos eran secretos. Los problemas que plantea esta tecnología para el desarrollo de su uso práctico son, en primer lugar, el control y en segundo, la propulsión. Es difícil lograr una burbuja uniforme y la falta de homogeneidad, en el fluido que rodea el cuerpo del móvil, hace que las variaciones de la fuerza de rozamiento provoquen movimientos indeseables en el vehículo. De otra parte, cualquier timón de control que salga de la burbuja para adentrarse en la corriente del fluido, está sometido a unas fuerzas de fricción muy elevadas. En cuanto a la propulsión, se necesitan motores cohete de larga duración.

Los científicos del Instituto Harbin hicieron público, el pasado mes de agosto, que en sus experimentos habían combinado con éxito las tecnologías de membrana líquida con la supercavitación. Al parecer, durante la fase inicial, utilizan líquidos especiales para bañar la superficie del móvil, disminuir la resistencia y aumentar así la velocidad hasta alcanzar unos 75 km/h y conseguir que se produzca el fenómeno de la cavitación.

Muchos observadores occidentales son bastante escépticos con respecto a las declaraciones de los técnicos chinos y más todavía por el hecho de haberse tomado la libertad de evacuarlas. En el contexto de un proyecto avanzado y secreto que estuviera produciendo resultados aplicables a corto plazo, no parece que pudieran tener lugar. Los chinos no son los únicos que trabajan en este campo de la ciencia, la Universidad de Minnesota DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency) y otros centros en Estados Unidos, así como los de otros países (Irán, Alemania y Rusia) cuentan con equipos trabajando en este asunto.

El Instituto de Tecnología de California realizó un estudio en 2001, según el cual, con esta tecnología, un submarino podría moverse más rápido que el sonido debajo del agua, que es de 1482 metros por segundo (5335 km/h), con lo que sería capaz de viajar de Shangai a San Francisco en unos 100 minutos.

Imagino que alguien se habrá hecho una sencilla pregunta: ¿y por qué hay que meterse debajo del agua para rodearse de aire y correr más? Los aviones ya vuelan rodeados de aire. Así es, pero los aviones no flotan en el aire, para equilibrar su peso hay que generar una fuerza aerodinámica que tiene una componente hacia atrás, que se opone al movimiento de la aeronave.

Quizá no ocurra tan pronto como anticipan los técnicos chinos, pero da la impresión de que las futuras aeronaves transoceánicas viajarán por debajo del agua y serán mucho más rápidas, grandes y confortables, que los aviones que hoy realizan esas rutas.