Aviación y nubes de cenizas volcánicas

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Bárdarbunga es un nombre mucho más sencillo de pronunciar que Eyjafjallajökull, aunque los dos signifiquen a efectos prácticos lo mismo: son dos volcanes islandeses. El segundo se hizo famoso el año 2010 y esperemos que el primero continúe en un discreto segundo plano, en cuanto a popularidad se refiere. Bárdarbunga está mostrando signos de actividad, desde hace un mes aproximadamente y los vulcanólogos lo observan con mucha atención. Nadie se olvida de que Eyjafjallajökull puso en jaque a todo el transporte aéreo europeo, durante una docena de días, hace cuatro años.

Las erupciones volcánicas siempre han sido un motivo de preocupación para los hombres. En el año 79 a.C. la ciudad romana de Pompeya quedó sepultada bajo una capa de 25 metros de material volcánico. Quizá la mayoría de sus 15◦000 habitantes ya habían huido de la ciudad cuando la gran erupción del Vesubio la hundió en un mar de lava. Pero la mayor erupción volcánica de la Edad Moderna fue la del Tambora en Indonesia, en 1815, que causó la muerte directa de unas 12◦000 personas. A causa de las enfermedades y la hambruna motivada por la pérdida de las cosechas agrícolas en la región, el fenómeno sería el causante de la muerte de otras 60◦000 personas. El efecto de la erupción sobre la atmósfera terrestre fue muy acusado a escala global y 1816 pasaría a la historia como el año en el que el hemisferio norte no tuvo verano; su agricultura también se vio afectada y el hambre y las epidemias se extendieron por todo el planeta. Alguna vez la gente pensó que la mejor forma de librarse de estos incidentes era la de tomar un avión; incluso yo mismo, recuerdo cierta sensación de alivio al observar, desde la ventanilla del aeroplano que me traía de vuelta a Madrid, la humareda del Etna nada más despegar de Catania. Justo el día anterior había descubierto que de la cima del volcán surgía una hebra oscura mientras conducía por la carretera de Palermo a Catania y aquello no me pareció un buen presagio. Escapar de las iras de un volcán enfurecido es un alivio, siempre y cuando la aeronave no se tropiece en pleno vuelo con una nube de cenizas suyas.

El 24 de junio de 1982 el volcán Galunggung, que se encuentra a unos 180 kilómetros al sureste de Yakarta (Indonesia), lanzó una nube, de tamaño insignificante en comparación con la del Tambora. Un avión Boeing 747 de la British Airways (vuelo BA-9) que hacía la ruta de Londres a Auckland (Nueva Zelanda), se topó con la perturbación atmosférica y sus cuatro motores dejaron de funcionar. La frase con que el comandante, Eric Moody, notificó a sus 248 pasajeros y 15 tripulantes el incidente forma parte de la historia aeronáutica del pasado siglo:

«Señoras y señores, les habla el comandante. Tenemos un pequeño problema. Los cuatro motores se han parado. Estamos haciendo todo lo que podemos para ponerlos en marcha otra vez. Confío en que no se angustien demasiado.»

El radar de la aeronave no pudo detectar la fina arena volcánica de la erupción y el avión entró en la nube sin que la tripulación se diera cuenta; la temperatura del interior de los motores fundió el árido que obturó los conductos interiores en las cámaras de combustión. Además, la arena produjo abrasión en partes del fuselaje y en las ventanillas frontales de la cabina. Algunos pasajeros pudieron contemplar cómo la aeronave desprendía destellos, como fuegos de San Telmo, y se convirtió en una luciérnaga aérea de proporciones gigantescas.

Desde los 11◦000 metros de altura, a la que se encontraba el 747, hasta el suelo, el avión podía recorrer unos 165 kilómetros ya que su tasa de descenso en planeo es del orden de 15 metros de recorrido horizontal por cada metro de disminución de altura. El comandante decidió dirigirse hacia el aeropuerto de Yakarta para tomar tierra, pero el problema estaba en que tenía que sobrevolar la cadena montañosa en la costa sur de la isla de Java que se eleva unos 3500 metros. Cuando en su descenso se aproximaba a los 4100 metros de altura, consiguieron arrancar el motor número 4. Después lograrían poner en marcha los otros tres, aunque uno de ellos volvería a pararse.

Cerca de Yakarta, la tripulación no podía ver a través del parabrisas delantero en la cabina por la opacidad que le confirió la abrasión de las cenizas volcánicas: los pilotos se vieron obligados a efectuar el aterrizaje en modo automático. Una vez en el suelo, el comandante pidió ayuda para mover el avión porque la falta de visibilidad le impedía efectuar la rodadura.

Pocos días después, el 13 de julio, otro Boeing 747, de la Singapore Airlines, sufrió la parada de 3 motores en la misma zona. Las autoridades indonesias se vieron obligadas a cerrar el espacio aéreo al tráfico de aeronaves y la aviación comercial descubrió, oficialmente, el problema de las cenizas volcánicas.

A partir de 1982 las autoridades aeronáuticas internacionales empezaron a tomar conciencia de los problemas que las cenizas volcánicas podían originar a las aeronaves comerciales. Durante los siguientes años los casos en los que los pilotos se encontraron con nubes de este tipo, sin previo aviso, y tuvieron que sortearlas propició el establecimiento del International Airways Volcano Watch, en 1987. Sin una idea muy precisa de la peligrosidad real de las distintas nubes de ceniza el criterio que se aplicó fue el de evitarlas a toda costa.

Tuvieron que transcurrir unos 7 años ─desde el incidente de la Singapore Airlines─ para que nuevamente un Boeing 747, en el vuelo 867 de KLM de Amsterdam a Tokyo, el 15 de diciembre de 1989, se viera envuelto en otro incidente importante relacionado con las cenizas volcánicas. El avión hacía escala en Anchorage (Alaska) y cuando descendía hacia este aeropuerto y alcanzaba el nivel de vuelo 250 la tripulación informó al Centro de Control que tenía a la vista una nube, con un tinte de color marrón; poco después notificó a los controladores que en la cabina estaba entrando humo y que se desplazarían a la izquierda. Control les autorizó a hacerlo, justo antes de que la tripulación volviera a comunicar por radio su intención de ascender a nivel 390 puesto que se habían metido en una nube negra. No pudieron subir mucho porque los cuatro motores del Boeing se apagaron. El comandante Karl van der Elst y su tripulación notificaron al Centro de Control de Anchorage que los motores del aparato no funcionaban y que necesitarían que los guiaran hasta la pista. Sin embargo, después de un angustioso descenso de más de 14◦000 pies, los pilotos de KLM consiguieron arrancarlos. El avión, y las 245 personas que viajaban a bordo, aterrizaron en Alaska sin que ninguna de ellas sufriera daño alguno. El responsable de aquel incidente fue el volcán Redoubt: un magnífico ejemplar cuyo cono, helado en su cima, de 3108 metros de altura tiene una base circular de 10 kilómetros de diámetro.

Sobre los cielos de Alaska se extienden aerovías que utilizan muchos vuelos entre Norteamérica y Asia del Este. Anchorage ha sido la escala tradicional de los cargueros que viajan a Tokio desde América del Norte y Europa. A lo largo de estas rutas hay más de un centenar de volcanes y la mitad de ellos se encuentran en Alaska. Fueron los políticos y vulcanólogos de este estado quienes llevaron el asunto de la observación de las actividades sísmicas de sus volcanes al Senado de Estados Unidos.

El 16 de marzo de 2006 en la sesión del Subcomité de Prevención y Predicción de Desastres, del Departamento de Comercio Ciencia y Transporte del Senado de Estados Unidos, se abordó el asunto del impacto sobre la aviación que tenía la actividad volcánica. El comandante Terry Mc Venes, presidente del grupo de Seguridad Aérea de la Asociación de Pilotos de Líneas Aéreas (ALPA) de Estados Unidos, se dirigió a la asistencia con las siguientes palabras:

“Históricamente, 1330 volcanes en el mundo entero han manifestado signos de actividad durante miles de años. Más de 500 han mostrado cierta actividad en la historia reciente, pero solamente 174 se observan de forma permanente y hay unas 50 o 60 erupciones todos los años. De 1980 a 2005, más de 100 aviones a reacción han sufrido algún daño al volar a través de nubes de cenizas volcánicas lo que ha producido pérdidas de más de 250 millones de dólares…La erupción de un volcán localizado en una zona densamente poblada en el mundo puede producir consecuencias catastróficas para los que se encuentran próximos. Debido a que la ferocidad de las erupciones volcánicas suponen un peligro potencial para la vida y las propiedades, los volcanes más activos suelen contar con detectores de seísmos cerca de ellos, y una red de observatorios y científicos con planes para reaccionar y transmitir avisos, evacuar a la población y proteger la vida…Volcanes ubicados en poblaciones poco pobladas presentan un problema muy distinto porque la mayoría no se observan y los informes sobre su actividad pueden ser poco habituales o incluso inexistentes. Es posible que nunca se den avisos a la comunidad aeronáutica y la primera indicación de actividad volcánica para un avión que vuele en su área de influencia puede ser el encuentro con una nube de cenizas…”

Después de hacer referencia a los tres vuelos comerciales en los que el efecto de las cenizas volcánicas supuso la parada de todos los motores del avión, el representante de ALPA continuaría su discurso reconociendo que durante los últimos años se había progresado ya que la red de satélites geoestacionarios y los pertenecientes a las órbitas polares podían detectar algunas erupciones volcánicas y el movimiento de las nubes de cenizas. Sin embargo, resultaba urgente instalar equipos para la detección precoz de movimientos sísmicos en las proximidades de muchos volcanes y establecer la correspondiente coordinación con los centros de control de tránsito aéreo para pasar la información a las aeronaves en vuelo.

Al final de las intervenciones de los distintos ponentes la conclusión general fue que lo único que se podía hacer era evitar que los aviones se encontraran con nubes de cenizas volcánicas. Evitarlas no es una tarea sencilla. Se necesitan satélites capaces de detectarlas, modelos físicos para predecir su evolución y protocolos de comunicación entre vulcanólogos, meteorólogos, pilotos y controladores.

Nadie, en el mundo de la aviación comercial, esperaba que la erupción de un volcán fuera capaz de colapsar el sistema de transporte aéreo europeo. Del 14 al 25 de abril de 2010 la nube volcánica originada por las erupciones del Eyjafjallajökull se paseó a su antojo por los cielos del noroeste del viejo continente, las autoridades aeronáuticas cerraron ─de forma no muy coordinada─ grandes sectores del espacio aéreo al tráfico comercial y las aerolíneas se vieron obligadas a cancelar cerca de 100◦000 vuelos. Un hecho sin precedentes.

La actividad de los volcanes islandeses no es nada nuevo, cada cinco o seis años generan erupciones de cierta importancia. Desde mediados de la década de los años 1950, en Islandia, ocho volcanes se han repartido el trabajo de producir nubes de cenizas: seis veces lo han hecho el Grímsvötn, el Hekla y el Krafla, dos el Vestmannaeyjar y el Kverkfjöll, y una el Eyjafjallajökull y el Askja; recientemente es el Bárdarbunga el más activo. Si la dirección del viento lleva las nubes hacia el Reino Unido, lo que ocurre alrededor de un 25% de las veces, es fácil que acontezca algo similar a lo que sucedió el año 2010. Eso quiere decir, según algunos expertos, que cada 20 años, aproximadamente, cabe esperar que las nubes de cenizas volcánicas procedentes de Islandia penetren masivamente en áreas que transitan las aeronaves comerciales en esta parte del mundo. Si no ha ocurrido antes, ha sido de casualidad.

El desastre operativo del año 2010 tuvo su origen en las cenizas volcánicas, pero la falta de coordinación entre las autoridades aeronáuticas de los distintos países y la ausencia de una normativa clara, en cuanto a las concentraciones de material volcánico que hacen realmente peligroso el vuelo, fueron elementos clave en la propagación del caos. A partir de entonces la directriz de no volar en ningún caso se reexaminó para convenir que concentraciones de ceniza volcánica inferiores a 4 miligramos por metro cúbico, si las aeronaves disponen del correspondiente certificado, no ofrecen peligro. La nueva normativa hizo posible que durante la erupción del volcán islandés Grímsvötn de 2011, tan solo se cancelaran 900 vuelos.

La aviación es una actividad muy joven, tanto, que acaba de descubrir las nubes de cenizas volcánicas que desde hace centenares de millones de años se pasean por la atmósfera con toda impunidad. Su previsible efecto sobre el transporte aéreo no es fácil de cuantificar, pero cabe suponer que cada cierto tiempo los volcanes de Islandia dejen en el suelo unos cuantos días a la flota de aviones comerciales que surcan los cielos europeos. Quizá el próximo en amargarnos la vida sea Bárdarbunga, pero eso nadie lo sabe.

 

 

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