Santos Dumont vivía en París, en la esquina de los Campos Elíseos con la calle Washington y en el verano del año 1903 solía aparcar su pequeño dirigible, Baladeuse, en la puerta de su morada.
A principios del siglo XX los parisinos estaban acostumbrados a casi todo. La torre Eiffel- construida con motivo de la gran exposición universal de 1889 en conmemoración del centenario de la Revolución Francesa- se había convertido en el símbolo de una ciudad que vivía una época de esplendor. La pintura de Picasso, Cézanne y Toulouse Latrec, la literatura de Oscar Wilde, la bicicleta, los automóviles, el refinamiento erótico, el consumo de tabaco y alucinógenos en los cafés de moda, y la permisividad social habían conquistado el corazón de sus ciudadanos. En aquella sociedad que estrenaba con alegría y frivolidad el inicio del nuevo siglo, el joven millonario brasileño- Alberto Santos Dumont- ocupaba un lugar especial. Hijo de un acaudalado productor de café, su padre- poco antes de morir- lo había mandado a estudiar a París. Cuando finalizó sus estudios, Alberto decidiría emplear su fortuna en construir máquinas que le permitieran volar y exhibirse a bordo de sus inventos en el cielo de la capital francesa. Para los habitantes de París de principios del siglo XX, la figura de Dumont a bordo de algún artilugio formaba parte del paisaje de la metrópoli.
Santos Dumont empezaría construyendo globos de hidrógeno, pero como éstos eran poco controlables continuaría fabricando dirigibles: balones de hidrógeno con una forma un tanto más aerodinámica, con hélices y motores, que facilitaran la gobernabilidad de la máquina. La práctica del deporte de la aerostación estaba, en aquella época, reservada a un club muy restringido de gente adinerada que se congregaba en torno al Aéro-Club de París. El conde de Dion, los Michelin, el magnate del petróleo Deutsche de la Meurthe, Gordon Bennett, hijo del fundador del Herald de Nueva York y responsable del mismo periódico en París, eran- entre otros muchos personajes del mundo de las finanzas- socios ilustres del Aéro-Club. Durante algunos años, Santos Dumont ocuparía un lugar privilegiado en aquél grupo de gente divertida y aventurera porque sus hazañas darían fama y popularidad a la organización.
Después de fabricar y volar varios modelos de dirigible, de acreditar un historial de visicitudes y accidentes en los cielos y tejados de París, Santos Dumont alcanzaría fama universal cuando el 19 de octubre de 1901 consiguió volar desde las instalaciones del Aéro-Club en St Cloud hasta la torre Eiffel y regresar al mismo sitio, con su dirigible Número 6, en un tiempo no superior a 30 minutos. Santos Dumont ganó así el premio Deutsche de la Meurthe con el que se pretendía demostrar que una máquina de volar era capaz de hacer un vuelo controlado; se suponía que hasta entonces, los globos volaban, pero sin control, según el capricho del viento. La victoria de Santos Dumont no estuvo exenta de conflictos y el comité de premios tardó algún tiempo en concedérsela. Algunos grupos del propio Aéro-Club sentían poca simpatía por el brasileño, al que no estaban dispuestos a otorgarle mucho mérito, y aunque finalmente Santos Dumont recibió el premio, los acontecimientos que lo acompañaron marcarían un antes y un después en las relaciones de Alberto con el Aéro-Club de París.
Tras un largo periplo en el que estuvo en Londres, Mónaco, Estados Unidos y Brasil, a finales de 1902, Santos volvió a establecerse en París. Allí construyó su nueva fábrica de dirigibles, en Neuilly St James, cerca del Bois de Boulogne. Su objetivo sería el de fabricar una nave pequeña, extraordinariamente ligera, que le sirviese para trasladarse por París al igual que podía hacerlo con su automóvil. El resultado fue un dirigible al que le puso el nombre de Baladeuse. El primer vuelo con este aparato lo hizo el 24 de junio de 1903, al amanecer, desde su fábrica de Neuilly hasta su propia vivienda en los Campos Elíseos. Santos Dumont cruzó el cielo de París con su dirigible, arrastrando el cabo guía, sobre los tejados y las calzadas de una ciudad que aún no había despertado, para descender en la puerta de su casa y aparcarlo.
Aquél verano de 1903, siempre que el tiempo lo permitía, Santos Dumont viajaba por París a bordo de Baladeuse, para acudir al Aéro-Club, al restaurante La Grand Cascade, en el Bois de Boulogne, ir de compras o visitar a sus amigos. Con casi toda seguridad fueron los meses más felices de la vida del brasileño y su pequeño dirigible tuvo el honor de transportar a la primera mujer que subió en uno de estos aparatos: Aida de Acosta. La intrépida Aida, hija de millonarios cubanos afincados en Nueva York, le pidió a Santos Dumont que le dejara pilotar su aparato, con tanta persuasión que Alberto accedió y, después de darle unas clases, la joven voló en solitario un par de trayectos. Sus padres, cuando se enteraron, se pusieron furiosos y exigieron al brasileño que guardara en secreto el percance, cosa que haría a duras penas. Tal fue el éxito de Baladeuse que en su honor Santos organizó un “banquete aéreo”, que lo sirvieron camareros con zancos, en mesas de dos metros de altura, acompañadas de sillas a las que se tenía que subir con escaleras y después de la cena se jugó una partida de billar en una mesa de tres metros de altura.
El genial Santos Dumont era un hombre muy refinado al que siempre le gustó sorprender a la gente.