
Si tenemos en cuenta que la naturaleza ha tardado millones de años en configurar a los seres vivos que pueblan la tierra y las especies que mejor han logrado adaptarse al entorno son las que han sobrevivido, el vuelo de los animales debe poseer unas cualidades extraordinarias, aunque que en muchos aspectos las desconozcamos.
Quizá la primera lección aeronáutica que nos da la naturaleza es que los animales grandes no deben volar. Lo hacían gigantescos pterosaurios cuyo peso rondaba los 200 kilogramos, como el Quetzalcoatlus, cuyas alas medían de punta a punta alrededor de 12 metros, pero desaparecieron hace ya millones de años. En total se estima que unas 140-200 especies de pterosaurios diferentes volaban, con alas cuya envergadura oscilaba entre la decena de metros del Quetzalcoatlus y unos pocos centímetros.
En la actualidad, en nuestro planeta conviven de 5 a 7 millones de especies de animales, aunque únicamente se han descrito alrededor de un 20%. La mayoría de estas especies, unas 900000, son pequeños insectos. Si excluimos a los insectos, hay dos grandes grupos de voladores: el primero está compuesto por unas 10000-11000 especies de aves y el segundo por 1400 especies de murciélagos. Todo esto implica que de las especies descritas de animales que no pertenecen a la categoría de los insectos, las que vuelan suponen menos del 5% del total, mientras que con los insectos pasa todo lo contrario: entre un 85-90% de las especies descritas vuelan. A partir de los 10-20 kilogramos de peso no queda ninguna especie de animales en la tierra que vuele de forma natural. Sin embargo, conforme disminuye el peso de los seres vivos, aumenta el número de especies voladoras siendo estas mayoritarias entre los insectos.
En cuanto a la velocidad de vuelo de crucero, las aves más grandes se mueven a 36-80 kilómetros por hora, mientras que las de menor tamaño a 18-40 kilómetros por hora. Para los insectos, con pesos inferiores a 100 gramos, los márgenes de velocidad son más amplios. Sin embargo, llama la atención que un albatros que pesa unos 15 kilogramos mantiene fácilmente un vuelo de crucero a 40 kilómetros por hora mientras que una abeja, cuyo peso es de unos 150 miligramos, puede alcanzar una velocidad de crucero de 25 kilómetros por hora. Como regla general, la velocidad de vuelo aumenta con el peso de los voladores, pero no en una proporción lineal.
Los animales vuelan batiendo sus alas con una frecuencia que disminuye conforme aumenta su tamaño. La abeja, en vuelo de crucero aletea 230-300 veces por segundo, mientras que el albatros lo hace 1-3 veces por segundo. Existe una relación entre la frecuencia de aleteo (f), la distancia que recorre la punta del ala entre su posición más elevada y más baja (L) y la velocidad de vuelo (U) denominada número de Strouhal (St), cuyo valor es: St=fxL/U. El valor del número de Strouhal (St) se mueve en una estrecha franja para la mayoría de las aves e insectos (0,2-0,5). Existe por tanto una clara relación entre estos parámetros.
En cuanto al coste del transporte (COT) del vuelo de aves e insectos, definido como la energía necesaria para mover una unidad de masa una unidad de distancia, puede decirse que disminuye en la medida que la masa del volador se incrementa. Si lo expresamos en julios que consume el animal por cada kilogramo de peso y metro recorrido, el COT puede disminuir hasta 0,2 en los grandes voladores, pero conforme se reduce el tamaño, el COT aumenta para alcanzar la cifra de 2 en el caso de los pequeños insectos. El coste energético del transporte llega a ser diez veces mayor para los insectos que para los grandes pájaros. La naturaleza nos muestra que un albatros es capaz de mantener durante muchas horas un vuelo de crucero de 40 kilómetros por hora, con 50 vatios de potencia. Si la eficiencia de su vuelo fuera la misma que la de la abeja, necesitaría gastar 500 vatios y el albatros ya habría desaparecido hace muchísimos años de nuestro planeta.
Parece contradictorio que la naturaleza no produzca grandes animales voladores cuando nos muestra que, al aumentar la masa, el vuelo es energéticamente menos costoso, y sin embargo haya llenado el planeta de insectos livianos que vuelan consumiendo mucha energía. La explicación es que optimizar el coste del vuelo (COT) no garantiza la supervivencia, y asegurarla resulta energéticamente más caro, un precio que la naturaleza ha estado dispuesta a pagar. El vuelo nunca es un fin, sino un simple medio para sobrevivir. A los animales más pequeños el vuelo les proporciona múltiples ventajas para encontrar alimento, aparearse y escapar de sus depredadores, mientras que a los más grandes estos apéndices les plantean otros problemas. La vida de los Quetzalcoatlus, con una masa de unos 180 kilogramos y alas de más de 12 metros de envergadura, no debía resultar muy fácil: para despegar tenían que adquirir velocidad de cara al viento por lo que necesitaban corretear un trecho largo o lanzarse desde el borde de un acantilado u otra percha, únicamente podían aterrizar en espacios abiertos relativamente grandes, en vuelo eran muy visibles dada la gran superficie de sus alas, lo que facilitaría que sus presas, normalmente peces, los detectaran y escapasen y cualquier pequeño animal podía dañarles las alas hasta inmovilizarlos.
Es cierto que la naturaleza ha tardado millones de años en configurar las especies de aves, murciélagos e insectos. para optimizar su vuelo hasta alcanzar unas cualidades extraordinarias, pero en esos aspectos que necesitan para cumplir con la misión que les ha encomendado: reproducirse y sobrevivir.
Analizar con detalle la misión, es la clave del éxito.
