Historia de un secuestro aéreo

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El uno de noviembre de 2016, sobre el cielo de la tierra de Juarros, cerca de Burgos, se aglomeraban las estelas de los aviones. Pocas veces he visto un azul tan concurrido de nubes de origen artificial. El templo parroquial de Cueva de Juarros, que mira al río como si quisiera olvidar su abandono, está muy cerca del lugar donde Daniel dejó su automóvil para escapar y desaparecer de la escena. De eso ya han pasado más de cuarenta años. Desde entonces a esta iglesia la habrán sobrevolado miles de aeronaves, pero pocas veces con tanta indiscreción como este día de Todos los Santos. El vehículo de Daniel estuvo estacionado cerca del bar, a orillas de la carretera, detrás de la iglesia; si es que la historia que nos relata su sobrina ocurrió en la realidad. Quizá los sucesos que ella narra únicamente tuvieron lugar en su imaginación, aunque hechos muy parecidos, en Estados Unidos, la policía aún no ha sido capaz de resolver. Para quien tenga la paciencia de leer unas docenas de páginas, este es su relato:

TÍO DANIEL (El secuestrador)

Escribo esta historia por encargo de mi tío Daniel, hermano de mi padre, que falleció la semana pasada.

Mi padre, Francisco, era el mayor de ocho hermanos y, al igual que los demás, nació en Aranda de Duero. Su familia poseía suficientes tierras como para que varias generaciones vivieran de ellas, aunque mis abuelos fueron los últimos que pudieron permitirse aquel lujo. La familia de mi abuela paterna era oriunda de la Sierra de la Demanda y tenía una casa solariega en Pradoluengo. Allí fueron siempre a veranear de pequeños, mi padre y sus hermanos, a la mansión que, con el tiempo, heredaría mi abuela y que sus hijos vendieron poco después de su muerte.

Mi padre estudió Medicina en Madrid, igual que otro de sus hermanos: el tío Miguel. Cuando finalizó la carrera vino a Burgos donde se instalaría para siempre; se casó con mi madre, Inés Martín, y tuvieron una hija única que soy yo: Inés Tonelero Martín. Mi tío Miguel, el médico, se quedó a vivir en Madrid. El resto de los Tonelero, menos tío Daniel, nunca abandonaría Aranda de Duero.

Papá era cinco años mayor que tío Daniel, pero murió más joven, dos años después que mi madre, en 1998; él me enseñó casi todo lo que sé de Medicina y yo he mantenido abierta su consulta hasta ahora. De pequeña supe muy poco de tío Daniel porque no vino a vivir a Burgos hasta el año 1972. Recuerdo haberlo visto en Navidades en casa de los abuelos y a veces en verano, si nos acercábamos algún día a Pradoluengo. A papá le gustaba el mar y compró un apartamento en la playa de Benicasim, pero tío Daniel, un gran montañero, veraneaba en la Sierra de la Demanda. Simpático y muy religioso, sus hermanos decían que era un hombre cabal de principios sólidos y firmes, como debe ser. Cuando tenía 19 años ingresó en la Primera Bandera de Paracaidistas de Aviación. De aquella época conservaba un lema enmarcado en un cuadro de su despacho, en Burgos, que decía: «Sólo merece vivir quien por un ideal está dispuesto a morir». Hizo el curso de paracaidismo en Alcantarilla y él siempre decía que fue el primero de esa especialidad que se realizó en España. Permaneció en la milicia durante algunos años, primero en la Escuela de Paracaidismo aunque después se trasladó a León, a la Escuela de Especialistas. Yo era muy pequeña, pero recuerdo haberlo visto alguna vez con su gorra de paracaidista y traje de guerrillero que llevaba con mucho orgullo. A Burgos no venía nunca, nuestros encuentros siempre se producían en casa de la abuela, en Pradoluengo los veranos, o en Aranda de Duero durante las Navidades.

Yo tendría trece o catorce años cuando tío Daniel dejó el Ejército y se fue a vivir a Barcelona. Fue algo que mis tíos comentaron mucho entre ellos porque no se imaginaban a Daniel vestido de paisano y haciendo las cosas normales que suelen hacer todas las personas corrientes. Él parecía estar reservado para llevar a cabo grandes hazañas, gestas gloriosas, y de repente se había convertido en un individuo con aspecto vulgar que se dedicaba a vender no sabíamos exactamente qué extraños artilugios, en Barcelona.

Hace poco me lo ha contado con detalle y por eso sé que en abril de 1972 tío Daniel se vino a vivir a Burgos. Montó un pequeño negocio de compra-venta de automóviles de segunda mano y luego abrió un taller. Se instaló en un local de las afueras de la ciudad que nunca llegué a saber dónde estaba.

Después de terminar la carrera yo hice mis prácticas como médico residente en Madrid y hasta 1978 no regresé a Burgos. Entonces, a tío Daniel los negocios ya le iban muy bien.

Rondaba la cincuentena cuando se casó en la catedral con una chica bastante más joven que él: la tía Elvira. Los invitados llenamos el restaurante Ojeda, porque además de todos sus hermanos y sobrinos también vinieron a la boda antiguos compañeros de la milicia y mucha gente importante de Burgos. Los tíos compraron una espléndida casa en el paseo del Espolón y allí vivieron siempre, hasta que murieron, primero mi pobre tía Elvira, de cáncer muy joven, hace ya varios años, y la semana pasada tío Daniel.

Durante los años 80 abrió un taller concesionario de la casa Mercedes; poco después creo una empresa constructora y también invirtió dinero en fábricas, aunque él nunca hablaba de negocios.

No tuvo hijos, a pesar de que la tía Elvira y él lo intentaran por todos los medios. Recurrió a mi padre para que le asesorase en aquel asunto un poco ajeno a su especialidad que era la traumatología. Mi padre, lo remitió a los mejores especialistas, primero de la ciudad y después de Madrid y Barcelona; incluso le facilitó contactos en Nueva York y Ginebra que Elvira y Daniel utilizaron, aunque sin conseguir su propósito.

Cuando murió la tía Elvira, tío Daniel perdió el ánimo y empezó a desinteresarse por los negocios. En unos cuantos años vendió casi todas sus empresas y se recluyó en su casa donde pasaba horas y horas encerrado en la biblioteca, leyendo. Acudía de vez en cuando al Casino y muchos domingos comía en casa de mis padres. A veces, desaparecía de la ciudad y hacía un largo viaje que podía durar incluso dos o tres meses. En verano, siempre se refugiaba en una magnífica vivienda que tenía en Pradoluengo a la que se llevaba a todo el servicio que lo atendía en Burgos: la cocinera, una sirvienta y el conductor que hacía las veces de mayordomo.

Durante los últimos años de su larga enfermedad, ya no salía de su casa del paseo del Espolón. Yo iba a verlo todas las semanas, el sábado o el domingo y si no podía durante el fin de semana lo hacía el jueves. Me recibía bien, animado, y pasábamos un par de horas hablando de cualquier cosa. Era muy discreto, aunque a veces se interesaba por mi vida personal y me decía que debería casarme, que una mujer soltera no estaba bien.

El año pasado mi tío sabía que ya no le quedaba mucho tiempo de vida. En una de mis visitas me explicó que deseaba contarme algo, que nadie conocía, porque necesitaba confesarse y, aunque ya lo había hecho con un sacerdote, quería que todo el mundo se enterase de ciertos episodios de importancia ocurridos hacía ya algún tiempo; además, también tenía asuntos pendientes de resolver, para los que me pediría ayuda. Me dejó algo perpleja y durante varios meses no volvió a mencionar la cuestión. Creo que fue una época en la que se sintió físicamente mucho mejor, como si la sombra de la muerte se hubiera alejado de su cuerpo.

Un día, sin que yo lo esperase, me dijo que había llegado el momento de que escuchara su confesión. Me hizo pasar al despacho —siempre hablábamos en el salón— y tomó su agenda para que fijáramos los días que a mí me viniera bien para reunirnos y que él pudiera relatarme aquel misterioso asunto. Yo le pregunté que por qué no lo escribía él mismo, pero me dijo que ya no tenía las manos ni la cabeza para hacerlo y corría el riesgo de poner tonterías o que no se entendiera lo que escribiese. No tenía ni idea de lo que pensaba decirme, ni la más mínima sospecha, y cuando me desveló su misteriosa historia me causó tanta extrañeza que dudé de su cordura. Sin embargo, pude comprobar con toda certeza que su mente no había perdido el menor atisbo de la lucidez que siempre le caracterizó.

Yo no tomé notas, le pedí permiso para grabar sus palabras; me lo concedió, pero antes tuve que demostrarle que mi grabadora, mi iPhone, funcionaba perfectamente. En tres sesiones me contó los secretos que había mantenido ocultos durante más de cuarenta años. Después de la última sesión me obligó a que le prometiera que no hablaría de aquello con nadie, ni siquiera con él mismo durante el resto de lo que le quedara de vida.

La semana pasada me llamó su mayordomo, muy alterado, porque cuando entró por la mañana en su cuarto, a las ocho en punto para llevarle un vaso de leche y dos galletas como era su costumbre, lo encontró muerto en la cama. Salí de casa, casi sin vestir, y efectivamente hacía ya varias horas que había fallecido, víctima con casi toda seguridad de un infarto de miocardio. Tuve que llamar a la funeraria, contratar los servicios del enterramiento, encargar unas esquelas para que se publicaran en el periódico local, y avisar a todos los familiares y muchos amigos.

De mis tíos, por parte de mi padre, quedan el médico de Madrid y tres tías que viven en Aranda de Duero. Los primos de esa rama somos dieciséis y me costó un poco localizarlos a todos, pero lo hice. Vinieron al entierro mis cuatro tíos, hermanos suyos, y doce sobrinos, que se trajeron en total diez consortes; a todo esto hubo que añadir algunos hijos de mis primos, de modo que entre los que vinieron solos y emparejados y sus ancestros pasó del medio centenar los familiares que honramos en su último acto en este mundo a tío Daniel. Varios de ellos se quedaron a dormir en Burgos y les ayudé a buscar un lugar donde hospedarse. Hacía mucho tiempo que no veía a mis tíos y de la mayoría de mis primos ni me acordaba ya que desde que murió la abuela no nos habíamos visto. Yo quise juntarlos a todos, o al menos a los que pernoctaron en Burgos, en un restaurante a la hora de cenar, pero eran tantos que desistí porque no encontré ninguno en donde pudieran acogernos; aprovecho estas líneas para pedir disculpas a mis familiares por mi torpeza. A los tíos los invité a cenar en mi casa y vinieron las tres hermanas de mi padre, porque a tío Miguel lo trajo uno de sus hijos que tuvo que regresar a Madrid cuando terminó la ceremonia fúnebre. Durante la cena les expliqué a mis tías que Daniel había legado todo su patrimonio a organizaciones sin ánimo de lucro, algo que ya deberían saber porque no se sorprendieron. De todos modos quedamos en que el abogado del tío nos leería el testamento, a ser posible, la semana siguiente.

Esta mañana, en el salón de la casa que fue de tío Daniel, en una solemne y triste ceremonia —a la que no tuve más remedio que acudir acompañada de sus tres hermanas y cinco primos que vinieron ex profeso al acto desde Aranda de Duero— Claudio, el abogado, leyó su testamento.

Tal y como sabíamos todos, tío Daniel ya no tenía negocios, los había vendido hacía algún tiempo. Su dinero estaba invertido en acciones de empresas que operan en las bolsas, letras del tesoro, depósitos a plazo fijo, deuda de sociedades que cotiza en los mercados financieros y bastante efectivo en varias cuentas corrientes. Todos sus bienes, salvo su ajuar personal y las joyas de la tía Elvira —que me los ha dejado a mí— incluyendo su magnífica casa del Espolón en Burgos y la de Pradoluengo, lo ha legado a varias instituciones de carácter benéfico. Al mayordomo, la sirvienta y la cocinera, los compensó con unas generosas gratificaciones y a su abogado le dejó el importe de los honorarios y el dinero a cuenta que precise para ejecutar sus últimas voluntades.

Más o menos eso era lo que yo esperaba, porque mi tío me lo había dicho, pero hubo una sorpresa, en el testamento se hacía referencia a la historia que me había contado:

«He relatado, con todo detalle, a mi querida sobrina Inés hechos que me incumben y que tuvieron lugar el año 1973. Es mi voluntad que los recoja en un documento que también incluya una breve descripción de mi persona, mi familia, mi vida, las circunstancias que acompañaron a las confesiones que hice a mi sobrina y la lectura de este testamento y que lo haga público a través de alguna página en internet, un blog, la prensa y revistas que deseen difundirlo. Mi abogado, Claudio Martínez, se encargará de aportar los fondos necesarios para divulgar la narración. Y en relación con este asunto, hay un sobre cerrado en la caja fuerte de mi casa —cuya combinación y llave obran en poder de Claudio— con el nombre de Inés, en cuyo interior, en dos notas manuscritas, le añado algunos detalles que deberá tener en cuenta».

Mis familiares se volvieron todos para observarme y yo cabeceé en sentido negativo para darles a entender que no tenía, y era absolutamente cierto, la menor idea de lo que escribió mi tío en las referidas notas. Claudio, el abogado, también levantó los ojos para lanzarme una mirada interrogativa, después encogió los hombros, volvió a ajustarse las gafas en la nariz y prosiguió con la lectura. Al término de la ceremonia todos me rodearon y me hicieron muchas preguntas sobre aquellos misteriosos hechos del año 1973. Yo les dije que tío Daniel deseaba que los hiciese públicos, pero que yo no me había comprometido a cumplir con sus anhelos, aunque si veían la luz ellos serían los primeros en recibir mi escrito. Fueron explicaciones que no harían sino excitar aún más su curiosidad, como es natural. Las tías estaban preocupadas por si se trataba de algún sucedido que pudiera complicar la vida a otras personas, en particular de la familia, o de los que tuviésemos que avergonzarnos. Yo preferí guardar silencio lo que les causó una gran desazón y con el rostro algo descompuesto regresaron, al mediodía, a Aranda de Duero. Por la tarde, cuando ya se habían marchado todos mis familiares, Claudio me llamó para que abriéramos la caja fuerte, que estaba en el despacho de mi tío, y allí me hizo entrega del sobre. Lo abrí delante del abogado y lo leí a toda prisa.

No tiene mucho sentido que relate aquí el contenido de la nota, o que lo copie, ya que carece de significado si no se conocen los hechos a los que se refiere y esos son lo primero que tendré que contar.

He estado dándole muchas vueltas al asunto de la narración, después de escuchar con atención las tres cintas grabadas con la voz del autor de los acontecimientos. Creo que lo mejor es que me limite a transcribirlas. Hasta aquí ya he dado debida cuenta de su familia y de su persona. Quienes me lean ya saben quién era mi tío Daniel, a qué se dedicó, qué hacía y no creo que deba entrar en más detalles que conciernen exclusivamente a su familia que, a mi juicio, nada tiene de peculiar con la única excepción de las trapisondas suyas. Tengo que reconocer que siento tentaciones de guardar este documento, cuando lo termine de escribir, en su caja fuerte, incluso de abandonarlo en la siguiente línea, romperlo, y hacer caso omiso de una de sus últimas voluntades, quizá la que imagino que para él fue más importante. Siempre he pensado que los vivos deben llevar a la práctica las voluntades que estén a su alcance y que dejar para sus herederos ciertos deseos es, en muchas ocasiones, un acto de cobardía o excesivo egoísmo. Disfrutar en vida de unos valiosos cuadros y luego cederlos a un museo es privar a tus herederos de un placer al que, con justificado egoísmo, tú no has querido renunciar. Esto puede escandalizar algunas sensibilidades, pero no deja de ser un hecho cierto. No es este el caso de mi tío, pero sirva de ejemplo para justificar mis dudas en el cumplimiento de sus póstumas voluntades. Y para no caer en la tentación de orillar este último deseo suyo, cuanto menos tenga que escribir en este relato, mejor, así que he decidido limitarme a transcribir las grabaciones que hice en su despacho.

Fueron tres grabaciones y creo que sirven para entender la mente organizada y calculadora de tío Daniel. En la primera, nos pone en antecedentes; se limita a realizar una presentación general de los acontecimientos que lo llevarían a cometer las extrañas acciones que motivan este escrito. En la segunda, explica con detalle cómo y por qué planificó sus actuaciones. En la tercera, describe los hechos tal y como ocurrieron. En algunas frases deja entrever cierto arrepentimiento, incluso la sorpresa que, tantos años después, le producía verse autor de aquellos sucesos. Siempre fue un hombre que creyó en la importancia de mantener fidelidad a ciertos principios. La palabra y el compromiso con lo pactado fue uno de ellos. Y también creyó en el valor relativo de la vida: escaso para quién carece de esos principios y grande para las personas que ajustan su comportamiento a los mismos. De muy joven, la milicia le explicó cómo se otorga el merecimiento a la vida: mayor siempre para quienes no temen perderla en defensa de sus valores. Tío Daniel estuvo muy cerca de entender que los fines justifican cualquier medio y que si este pone en peligro la integridad del protagonista su vida alcanza mayor merecimiento. No sé si he llegado a comprenderlo; pero la realidad es que, con la excepción de lo que a continuación van a leer ustedes, tío Daniel fue un modelo de rectitud, honradez y bonhomía. Así es que yo les pido que disculpen sus errores que a él le atañen, en exclusiva, y que dejen al margen a mi familia que nada tuvo que ver con este asunto.

PRIMERA GRABACIÓN

«Imagino, Inés, que sabrás que no fui siempre una persona adinerada. A finales de la década de los años 60 yo vivía en Barcelona. Ya se habían cumplido los famosos veinticinco años de paz del general Franco y España parecía salir de una profunda depresión. Para mí la carrera militar ya no tenía gran atractivo, empezaba a sentirme mayor, de forma que decidí cambiar de oficio. En Barcelona conseguí la representación de varias marcas comerciales que vendían material aeronáutico, casi todas extranjeras. La aviación general, es decir, las pequeñas avionetas y el paracaidismo deportivo, empezaron a adquirir cierto volumen en nuestro país. A mí me pareció que la aviación tenía un gran futuro en España y Barcelona siempre fue una ciudad aventajada. Mi problema —el mismo que teníamos casi todos los intermediarios— era que los proveedores, sobre todo extranjeros, nos hacían pagar los pedidos al contado. Nos exigían una carta con garantía de pago irrevocable para enviar el material y el banco me la concedía siempre que depositara el dinero en efectivo. Yo no podía soñar con que la banca me hiciera ningún préstamo, algo que nos ocurría a muchos pequeños comerciantes. Aunque te parezca extraño, entonces las personas, que no los bancos, otorgaban un valor extraordinario a la palabra y muchos tratos los cerrábamos sin que apenas mediaran papeles. Los amigos y otros negociantes nos prestábamos dinero, en pequeñas cantidades, sin más garantía que la palabra, y así hacíamos frente a nuestros problemas de tesorería que eran muy frecuentes».

(Aquí hay una pausa, tío Daniel carraspeó un poco y creo que estuvo tratando de recordar o quizá de ordenar las ideas y el relato.)

«Uno de aquellos aeroclubes me hizo un pedido importante, no…no te voy a decir el nombre del cliente ¿para qué? Tampoco te diré qué empresa me tenía que suministrar el material, se trataba de un fabricante francés, ni el nombre del banco ni el del maldito director de la entidad financiera que sacó un buen beneficio de la operación junto con el representante de la empresa extranjera. La cuestión es que la carta irrevocable de crédito sirvió para que la empresa francesa cobrara —lo que normalmente se hacía en el momento en que presentaba la documentación que justificaba el envío del material— sin efectuar ningún despacho. Y es que todos los documentos de aquella expedición estaban deliberadamente mal hechos. Fueron varias personas, de las que no me olvidaré jamás, pero que no voy a denunciar, las que se pusieron de acuerdo para quedarse con mi dinero. Arreglaron todos los papeles de forma que yo no pude reclamar al fabricante el envío, porque mi pedido se amañó para que fuera a un falso proveedor insolvente con una documentación retocada que le permitió cobrar sin servir ningún producto y casi, al mismo tiempo, desaparecer.

»La cuestión es que el dinero que perdí, ni siquiera era mío porque me lo habían prestado.

»No puedes imaginarte qué rabia y poco después —cuando comprendí que nada podría hacer para denunciar aquella maniobra y a los ladrones porque yo había cometido demasiados errores, fruto del exceso de confianza— qué sensación de tristeza y desolación sentí. Y no fue por mí, sino porque mis acreedores eran amigos, muchos padres de familia con una economía nada boyante. Se lo expliqué como pude y ellos lo comprendieron enseguida. Aún hoy me sorprendo de lo bien que reaccionaron, casi todos, con la salvedad de uno o dos que realmente estaban muy apurados. Pronto tuve que hacer un verdadero esfuerzo para levantar el ánimo porque me vi inmerso en una situación absurda: yo estaba deprimido y casi todos mis acreedores me consolaban con buenas palabras y gestos amistosos.

»A lo largo de un par de años fui reduciendo mis deudas como pude, pero como no me atrevía a pedir prestado más dinero mis ingresos se redujeron a las comisiones por ventas de material, que no era mucho; calculé que tardaría unos veinte años en pagar a los acreedores. Veinte años, toda una vida trabajando, a no ser que tuviera un golpe de suerte extraordinario o se produjera algún milagro. Pero yo estaba seguro de que ninguna de aquellas dos cosas ocurriría si no cambiaba de actividad y entonces fue cuando empecé a urdir un plan para salir de aquella situación tan dolorosa, que además me parecía extraordinariamente injusta.

»Tengo que confesarte que me vinieron a la cabeza miles de ideas que fui descartando, una a una, hasta que —a principios del año 1972— empecé a concebir un plan que, después de analizarlo con mucho detalle, llegué a la convicción de que era perfecto. Y para ejecutarlo decidí abandonar Barcelona y también cambiar de oficio, eso me ayudaría a liberar parte de la amargura que me asaltaba cuando me encontraba con conocidos y amigos a los que les debía tanto dinero.

»Pensé que si los aviones eran un negocio de futuro y yo no había conseguido sacar provecho económico en el campo de la aeronáutica, quizá con la automoción, cuyo futuro también era innegable, las cosas me fueran mejor. Así es como decidí venirme a Burgos con mis escasos activos: muy poco dinero —con el que compré a plazos dos coches usados para revenderlos— una idea en la cabeza y mi inquebrantable voluntad de llevarla a la práctica. Me instalé en las afueras de esta ciudad, donde no conocía a nadie, con la salvedad de vuestra familia. Tú entonces estabas estudiando en Madrid.

»No te puedes imaginar lo que revaloriza un automóvil una buena limpieza, así que eso es lo que hice con mi flota de coches: darles lustre. Como no tenía con qué pagar un garaje los guardaba en la calle, siempre impecables, por dentro y por fuera. Hacía publicidad en los bares y en los coches puse carteles anunciándolos, con el precio en rojo. Los vendí en el plazo de una semana. A los quince días de llegar a Burgos ya era un conocido traficante de automóviles. El negocio empezó a funcionar muy bien y alquilé un pequeño taller en las afueras de la ciudad.

»Corría el año 1972 y, aunque yo me había mudado a Burgos, una parte considerable de mi cerebro estaba pendiente de lo que ocurría en Madrid. Tenía un amigo, un antiguo compañero de la milicia que trabajaba en los hangares de la aerolínea Iberia en el aeropuerto de Madrid, Barajas, como mecánico de mantenimiento. Se llamaba Manolo Ortiz y desde que me fui a Barcelona seguimos en contacto por correspondencia. Además de haber sido compañeros en la Escuela de Especialistas de León, los dos trabajábamos en el mundo de la aviación y ambas circunstancias nos unían. Cuando vivía en Barcelona a veces tenía que desplazarme a Madrid, por cuestiones burocráticas relacionadas con mis importaciones de material o bien porque iba camino de Aranda de Duero. Si disponía de algún tiempo lo llamaba y nos tomábamos una cerveza juntos para rememorar nuestra época en la Escuela de Especialistas. Recuerdo que una vez me llevó a los hangares de Iberia en Barajas. Me enseñó cómo hacían el mantenimiento de las aeronaves y no te puedes imaginar lo complicados que son esos trabajos. Eso ocurrió a mediados de 1971 y la visión de aquellos aparatos me trajo a la cabeza la idea de la que ya no pude desprenderme. Te parecerá una locura, Inés, pero a mí se me ocurrió entonces secuestrar un avión.

»Que yo supiera, hasta la fecha, la mayoría de los secuestros de aviones comerciales los habían llevado a cabo organizaciones terroristas, o personas aisladas, por motivos políticos. Los terroristas pedían la liberación de rehenes y a veces dinero y los pequeños grupos o individuos aislados que los transportaran a países como Cuba o Corea del Norte, o simplemente buscaban publicidad en su protesta contra un régimen dictatorial como el de Marcos en Filipinas. Esa es la conclusión a la que llegué, en un principio, cuando me interesé por el asunto de los secuestros de aviones.

»Es cierto que no todos los secuestros que analicé estaban ligados al terrorismo o la política. Hubo uno, en octubre de 1969, en el que un italiano que se llamaba creo recordar que Rafael secuestró un avión de la TWA, que volaba de Los Angeles a San Francisco. El muchacho, de 19 años, liberó al pasaje en Denver y continuó el vuelo hasta Nueva York. Allí consiguió que la aerolínea embarcara otra tripulación y su avión voló hasta Roma. Después de recorrer unas 6900 millas, ya en Roma, Rafael tomó como rehén al jefe de la policía del aeropuerto y se lo llevó en un automóvil. Consiguió evadirse, aunque no tardaron en apresarlo. Todo lo que deseaba el jovenzuelo era reunirse con su padre que se estaba muriendo en Italia.

»De la información que pude recopilar llegué a la conclusión de que cobrar un rescate no era el móvil principal de los secuestradores de aviones comerciales. Sin embargo, en julio de 1971, se produjo un secuestro —creo que poco después de que yo visitara los hangares de Iberia en Barajas— distinto a los anteriores. Un vuelo de Braniff, de Acapulco a Nueva York, fue apresado por un desertor de la Marina de Estados Unidos y su novia guatemalteca, en San Antonio (Tejas). Los secuestradores consiguieron un rescate de 100 000 dólares, pero después de volar a Perú y Brasil, al parecer, se cansaron y decidieron entregarse en Argentina, desde donde habían solicitado que los llevaran a Argelia. Tras este incidente hubo otros muchos secuestros cuyo móvil principal fue el dinero.

»Si las autoridades cedían ante pretensiones de los secuestradores de índole política, temerosas de ver como saltaba por los aires alguno de aquellos aviones, conseguir un buen rescate —simplemente dinero— no plantearía demasiados problemas. Creí que el modo más sencillo de juntar el dinero en efectivo que necesitaba consistía en secuestrar un avión y pedirlo con la amenaza de reventar el aparato si no se atendía mi demanda. Para escapar de la aeronave, una vez que consiguiera el botín, se me ocurrió que lo mejor sería saltar en paracaídas; yo sabía hacerlo. Lo que ya no tenía tan claro era si podría encontrar un modo de saltar desde un avión comercial, ya que ninguno estaba preparado para esta práctica. También había otra cuestión que me preocupaba y era que —con la salvedad de un episodio aislado obra de un muchacho en enero de 1970 que finalmente se entregó a la policía— la aerolínea española Iberia no tenía experiencia en negociar secuestros. Como se trataba de una empresa controlada por un Gobierno de corte militar, quizá la respuesta ante un evento como el que yo planificaba, fuera especialmente dura. Pero, de otra parte, había muchas razones para pensar que, si me tomaban en serio, podría salirme con la mía. Con tantas incertidumbres, llegué a la conclusión de que tenía un 50% de posibilidades de triunfar o fracasar, por lo que la operación iba a ser arriesgada.

»Traté de sonsacar a Manolo Ortiz información sobre la apertura de las puertas de las aeronaves de Iberia. Le dije que una de mis sobrinas quería ser azafata y me había preguntado sobre los procedimientos de emergencia en los aviones, algo que yo desconocía por completo. Con esa excusa traté de averiguar detalles que me permitieran evaluar la dificultad de saltar en pleno vuelo desde una de aquellas aeronaves. No sé muy bien cómo ni por qué Manolo me habló de los aviones que se incorporarían a la flota de Iberia en mayo de 1972: los tres primeros Boeing 727-256 Advanced que fueron bautizados con los nombres de Castilla la Nueva, Aragón y Cataluña. El nuevo modelo de Boeing era el reactor comercial que, hasta la fecha, había logrado el mayor éxito de ventas en toda la historia de la aviación. Incluía avances revolucionarios como los slats, unas superficies que se separan de las alas en el borde de ataque y permiten aumentar la sustentación a muy baja velocidad. La aeronave podía despegar y tomar tierra a velocidades reducidas, lo que le permitía operar en aeródromos con pistas cortas en los que la mayoría de los aviones no podían hacerlo; para facilitar los vuelos a lugares remotos —en los que los aeródromos apenas dispusieran de medios para atender a las aeronaves en tierra—, el 727 contaba con un portón trasero en el que se había integrado una escalerilla, de forma que, al abrirse, el pasaje podía subir o bajar del avión a través de esta abertura. El 727 estaba motorizado con tres reactores JT8D del fabricante Pratt & Whitney, situados en la cola. Pero, lo que me fascinó del 727, fue que, aunque no resultara recomendable hacerlo, el portón trasero podía abrirse en pleno vuelo.

»Pensé que no me resultaría muy difícil conseguir un manual de operaciones con las instrucciones para abrir el portón desde la cabina de pasajeros, así como datos detallados sobre las características de vuelo del avión. Para todas estas pesquisas no podría servirme de la amistad que nos profesábamos Manolo y yo; pero podría utilizar mis contactos catalanes, personas relacionadas con el mundo de la aviación que conocía de mi anterior trabajo.

»Me parece que estoy anticipando los acontecimientos, debe ser porque me siento un poco alterado. En fin, yo creo que por hoy basta, Inés, seguiremos otro día. Hablar de esto me afecta y mi corazón no está para soportar ya demasiadas emociones. Pensar que fui capaz de urdir el secuestro de un avión es algo que me altera. Creo que para la próxima sesión tomaré un tranquilizante».

Estas fueron las palabras que grabé durante la primera sesión. Yo estaba anonadada, sorprendida, no daba crédito a lo que había escuchado, pero tío Daniel no quería contestar preguntas, de hecho cuando dio por terminado el soliloquio me hizo un gesto que yo interpreté como una súplica para que desistiera de hacerlas y guardé mi curiosidad para otro rato.

SEGUNDA GRABACIÓN

Antes de empezar la segunda grabación me preguntó si podía escuchar la del día anterior. Yo se la puse y cuando terminó de oírla se quedó un rato con las manos tapándose los ojos. Luego me dijo que podíamos empezar, preparé mi iPhone y le indiqué que el aparato estaba listo. Entonces se puso a hablar, esta vez más deprisa que durante la primera grabación; daba la impresión de se había preparado el discurso.

«Aunque no te lo creas, en verano de 1972 yo había decidido secuestrar un avión y cobrar un rescate para resolver mis apuros económicos. Tenía claro que me escaparía lanzándome en paracaídas y que lo haría desde uno de aquellos nuevos Boeing 727 de Iberia. Además, había puesto una fecha al secuestro: tendría lugar un día de luna nueva del verano de 1973. Disponía de un año entero para preparar un plan que sería perfecto. No me cogerían.

»La mayor parte de los secuestradores quieren que el avión los lleve a algún aeropuerto donde piensan que les será fácil escapar o donde cuentan con la complicidad de las autoridades. En mi caso no habría aeropuerto final, yo saltaría del avión con un paracaídas y el dinero, y desaparecería para siempre. Necesitaba elegir un sitio en el que saltar y organizar mi huida desde aquel lugar con la máxima rapidez. Pero ¿cómo podía asegurarme de saltar en el punto exacto que yo quisiera? Eso era imposible, cuando me lanzase al aire tenía que contar con un margen de incertidumbre con respecto al lugar en que me hallaba; mi plan debía tenerlo en cuenta.

»Decidí que caería del cielo en una zona próxima a la Sierra de la Demanda porque eran tierras que conocía bien y estaban cerca de Burgos. Para explorarlas alquilé una casa en Pineda de la Sierra durante los meses de agosto, septiembre y la primera quincena de octubre de 1972. Desde mi mansión veraniega recorrí los lugares que me interesaban. Todas las mañanas conducía con mi automóvil hasta algún pueblo y caminaba por los alrededores durante la jornada entera para explorarlos con detalle.

»Al cabo de una semana centré mis excursiones en una zona que, de norte a sur, va de Atapuerca a Palazuelos de la Sierra y, de oeste a este, de Cueva de Juarros a San Adrián de Juarros. Era una franja de unos dieciocho kilómetros por cinco de anchura, poco escarpada, pero difícil de recorrer con un automóvil por falta de viales bien pavimentados. Toda esta zona queda al oeste de la Sierra de la Demanda. Hice centenares de fotos de campos, piedras, casas, senderos, árboles e iglesias. Con la salvedad de Atapuerca, que la poblaban unas doscientas almas, en las otras villas no vivirían más de un centenar de personas.

»Durante la tercera semana de septiembre alterné mis visitas a los parajes más llanos con incursiones por la montaña a pie y recorrí varias veces el camino de Pineda de la Sierra a San Adrián de Juarros y de Pineda a Palazuelos de la Sierra. En esas excursiones llevaba una pequeña tienda de campaña para pasar la noche. Hacía largas caminatas de las que regresaba —al día siguiente— tan exhausto como satisfecho. A finales de septiembre y durante la primera quincena de octubre aprovechaba el día para descansar y pasaba las noches en el campo, sobre todo en los llanos, repitiendo las andaduras por sitios que ya había recorrido a plena luz diurna, acompañado de una linterna, que casi nunca encendía, y mi brújula.

»A finales de octubre de aquel año regresé a Burgos con la piel curtida por el sol y el cuerpo fibroso gracias al ejercicio y reemprendí mi actividad de traficante de automóviles comprando coches de segunda mano que vendía con bastante facilidad. Pero mi cerebro no estaba en el negocio sino en el estudio del terreno que había explorado durante el verano y primeras semanas del otoño. Pensé que no podía llevar mi colección de carretes de fotos a un fotógrafo profesional para que las revelase, de forma que compré el material necesario para hacerlo yo mismo en casa. Era algo que ya había previsto, por eso todos los carretes que utilicé eran en blanco y negro, más fáciles de procesar.

»Entonces yo vivía en un humilde piso, en el Gamonal, con una habitación que además de hacer las veces de dormitorio también la convertí en estudio fotográfico. Me encerraba por las tardes, al anochecer, en mi cubículo para memorizar las imágenes que poco a poco brotaban del fondo de la cubeta en mi cuarto oscuro y recordar lo que habían visto mis ojos durante el pasado verano. Lo que en un principio me pareció una tarea complicada —meterme en la cabeza una amplia extensión de la geografía burgalesa— se convertiría, poco a poco, en un quehacer sencillo.

»A lo largo del otoño y del invierno de 1972-73, continué estudiando los planos, el terreno, las fotografías y regresé a los lugares que ya había explorado durante el verano anterior para cerciorarme de que los montes, las casas, los campos, las piedras y los árboles de aquella vasta contornada eran tal y como los dibujaba mi mente.

»De acuerdo con mi plan yo caería del mismísimo cielo, por la noche, en algún punto de aquella zona geográfica y tenía que llegar a mi piso del Gamonal, en Burgos, en menos de tres horas y media, contadas a partir del momento que saltara del avión. Decidí que Cueva de Juarros era un buen lugar para convertirlo en el centro neurálgico de mi red de apoyo logístico. Es una pequeña población que está a unos 24 kilómetros de Burgos en la llamada tierra de Juarros donde casi todas las villas usan ese topónimo: San Millán, Cuzcurita, Espinosa, Mozoncillo, Salguero, todas ‘de Juarros’, y hay más, como San Adrián de Juarros de la que luego te hablaré. Al parecer ‘juarros’ procede de la palabra euskalduna zugarro, que significa olmo. El río Cueva, un corto afluente del Arlanzón, nace de forma milagrosa en una roca de este pueblo que por eso se llama así. No creo que tenga más de treinta o cuarenta viviendas en total. Una de ellas —como la mayoría, una casa de páramo construida con piedra caliza— hace las veces de bodega o de bar. La iglesia venera a san Pantaleón, es muy sencilla, tiene una pesada espadaña que se apoya en el muro de la fachada en la que hay dos magníficas campanas. Ya sabes que por esas tierras los hombres viven al son de las campanadas que tañen a la hora del trabajo, del silencio, de la oración, de la vida y de la muerte.

»En mi plan, el avión seguiría una ruta que pasaba, más o menos, sobre la vertical de Cueva de Juarros. Allí tenía previsto dejar aparcado un automóvil, con el que no tardaría media hora en llegar a mi casa. Eso me dejaba unas tres horas de margen para alcanzar esa población, desde el momento en que me lanzara del avión, si quería ajustarme a las tres horas y media que yo había estimado que dispondría para desaparecer del mundo. El descenso podía durar cerca de quince minutos por lo que contaría con dos horas y tres cuartos para andar hasta Cueva de Jarros; un tiempo que me permitiría recorrer de doce a catorce kilómetros, dependiendo del lugar en que cayese. Para incrementar la superficie del terreno desde la que pudiese acceder a Cueva de Jarros, o a Burgos, en el tiempo que había establecido, se me ocurrió ubicar, además del automóvil en Cueva, tres bicicletas: una en Atapuerca, otra en San Adrián de Juarros y la tercera en Palazuelos de la Sierra. Eso me permitiría caminar primero hasta cualquiera de esas tres bases, si fuera necesario, y luego utilizar la bicicleta hasta Burgos o Cueva. De esa forma multiplicaba por cuatro, al menos, la superficie del terreno desde la que era capaz de llegar a mi casa en el tiempo que me había fijado.

»La ruta que seguiría el avión iba hacia el este y los vientos predominantes en aquella zona son del norte. Lo más probable es que mi caída se produciría en un punto al sur de Cueva de Jarros, pero de eso no podía estar seguro, por lo que decidí establecer una base en Atapuerca que está a unos once kilómetros al norte de Cueva, aunque por carretera son bastantes más. Si caía muy al norte de Cueva, cosa improbable, caminaría hasta Atapuerca y utilizaría la bicicleta de esa base para ir directamente a Burgos. Eso tenía algunos inconvenientes porque al día siguiente debería acudir a Cueva a por el automóvil o de lo contrario podría llamar la atención de alguien la presencia del vehículo abandonado.

»Con casi toda seguridad, la base que tendría que utilizar, si no caía cerca de Cueva, era la de Palazuelos de la Sierra o la de San Adrián. En algo así como cuarenta minutos de pedaleo podría llegar desde cualquiera de esos dos pueblos a Cueva.

»Si por cualquier circunstancia caía mucho más al oeste de San Adrián de Juarros, la situación se complicaría un poco, porque toda aquella zona era boscosa y aunque la orografía me facilitaría camuflarme, durante el tiempo que quisiese, el vehículo abandonado en Cueva podría delatarme. Al final, llegué a la conclusión de que al menos dispondría de dos o tres días sin levantar sospechas, lo suficiente para sacarlo de allí.

»Desde el primer momento supuse que los mejores días para ejecutar aquella misión eran los de luna nueva, es decir, en los que nuestro satélite no luce en el cielo. La oscuridad me protegería, arriba y abajo. Yo estaba seguro de que cuando saltase del avión algún aparato del ejército vendría detrás y las tinieblas y las nubes serían mis mejores aliadas. Sin embargo, me topé con un detalle curioso e inexplicable. Y es que durante varios meses constaté que los días, cuyas noches no gozaban de la luz de la luna, eran ventosos y sus cielos solían estar nublados. No existía ninguna razón para que fuera así, o al menos yo la desconocía, pero es lo que había observado durante el verano.

»A principios de marzo ocurrió un suceso que estuvo a punto de desbaratar todos mis proyectos. No sé si recordarás que un avión DC-9 de Iberia colisionó en pleno vuelo con un Convair Coronado de Spantax, cerca de Nantes, al norte de Francia. Eso sucedió el día 5 y la noticia tuvo una gran repercusión en todos los medios. Los 68 ocupantes del vuelo 504 de Iberia, de Palma a Londres, fallecieron en el acto. Sin embargo, el comandante Arenas que pilotaba el avión de Spantax y que también se dirigía a Londres, aunque desde Madrid, consiguió efectuar, 27 minutos después, un aterrizaje de emergencia en el aeródromo militar francés de Cognac. Los 91 pasajeros de la aeronave de Spantax y su tripulación no sufrieron ningún daño, sin embargo el avión perdió más de dos metros de una de sus alas y fue milagroso cómo logró mantenerse en vuelo en esas condiciones. Aquel accidente me produjo una gran consternación y pensé que bajo ningún concepto quería convertirme en el responsable de una tragedia en la que personas inocentes perdiesen la vida. Reconsideré mi plan por completo y realicé toda clase de supuestos e hipótesis para determinar si bajo alguna circunstancia yo podía comprometer la integridad de las personas que se vieran involucradas en mi secuestro. Llegué a la conclusión de que el único individuo que realmente corría un peligro serio era yo. Logré sosegar el ánimo y decidí continuar con mi proyecto, con la condición de efectuar otra vez el mismo análisis de riesgos, antes de ejecutarlo.

»A finales de marzo de 1973 consideré que el proceso de aprendizaje del terreno podía darlo por concluido y me sentía muy satisfecho con los resultados. Estaba seguro de que desde casi cualquier punto de una extensísima zona, situada en las estribaciones y en la parte occidental de la Sierra de la Demanda, sabría dirigirme al lugar que deseara, sin ninguna dificultad. Desde que me lanzara del avión hasta llegar a mi casa de Burgos dispondría de unas tres horas y media que —salvo que me desviara hacia el norte, en cuyo caso me dirigiría andando hasta Atapuerca y de allí en bicicleta a Burgos— había distribuido del siguiente modo: quince minutos para el descenso en paracaídas, ciento veinticinco minutos andando como máximo, cuarenta minutos en bicicleta hasta Cueva y media hora en coche de Cueva a mi casa de Burgos. Si fuera necesario, en vez de dirigirme a los pueblos que había elegido, me quedaba el recurso de refugiarme en los bosques de las montañas de la sierra que estaban situados en la linde oriental de la zona geográfica seleccionada. En el supuesto de que tuviera que iniciar el recorrido desde los bosques, la espesura me protegería hasta que llegase a los descampados y desde aquella frontera, a las bases, no necesitaría andar más de un par de horas.

»También decidí que el viaje nocturno por el campo, desde el punto en que cayera con el paracaídas hasta llegar a la base principal donde tendría aparcado el automóvil, lo haría con la indumentaria de un soldado perteneciente al grupo de fuerzas especiales. Temía encontrarme por la noche con la Guardia Civil y pensé que una buena coartada sería hacerme pasar por un soldado del ejército efectuando prácticas de supervivencia. En mis excursiones por los montes de aquella zona me había encontrado con alguno. Recuerdo que uno de ellos me dijo que lo habían hecho saltar en paracaídas con la misión de presentarse en un determinado cuartel antes de que transcurrieran cinco días, sin que lo encontrara nadie. Claro, que para simular mi pertenencia a la milicia necesitaría documentación falsa.

»En abril me desplacé a Barcelona. Encontré alojamiento en una pensión barata, situada cerca de la plaza de Cataluña, en las Ramblas, céntrica y económica en la que ya me había hospedado otras veces. Allí estuve casi todo el mes hasta que conseguí los manuales, mapas, documentación, indumentaria y el material que mi proyecto requería.

»A través de unos amigos adquirí manuales con la información del avión 727 que necesitaba. En concreto, quería saber cómo se abría el portón trasero desde el interior de la cabina y algunos detalles sobre el transpondedor del radar secundario y los sistemas de comunicaciones de a bordo: radio VHF y HF. Sabía que, desde hacía poco tiempo, en Madrid se había instalado un nuevo equipo de radar. Desde el centro de control de Paracuellos los controladores veían en sus pantallas con toda claridad las aeronaves, casi hasta unas doscientas millas de distancia si volaban alto. El radar secundario les daba información detallada de su posición y altitud. Es un sistema que funciona mediante interrogaciones a los aviones, desde tierra, que responden con un aparato que llevan a bordo: el transpondedor. Este dispositivo envía a tierra un código, seleccionado por el piloto, y la altitud de vuelo del avión que lee del altímetro. El equipo de Paracuellos era muy moderno. Habían otros iguales en Palma de Mallorca y Barcelona y estaba previsto que se instalaran radares secundarios de última generación también, en Málaga y Las Palmas de Gran Canaria. Pero, como todos los radares, a cierta distancia eran incapaces de ver a los aviones si volaban a baja altura. Así que yo sabía que mi trayectoria sobre Burgos y Cueva y durante todo el tiempo que pudiera, tenía que ser de bajo nivel si quería que los radares de Madrid no me detectasen. Además, también sabía que el radar secundario reservaba, para el caso de secuestro, un código: el 3100. En el momento en que el piloto fuera consciente de que llevaba un secuestrador a bordo, marcaría ese código en su transpondedor y en tierra los controladores se percatarían de este hecho sin que fuera necesario que mediase ninguna palabra entre los pilotos del avión y el personal del centro de control. Este código se cambiaría posteriormente por el 7500, pero entonces creo que aún estaba en vigor el antiguo. Además de los radares del control de tráfico aéreo civil había otros militares para detectar posibles amenazas aéreas. Estos radares eran bastante más antiguos y se encontraban en emplazamientos que también había averiguado. Todo el sistema de defensa aéreo español se modernizaría años después, pero en 1973 estaba muy anticuado. Además los militares parecían tener poco interés en cubrir la zona del norte del país y el despliegue de los radares se había hecho para proteger el flanco sur y el sureste mediterráneo. Si hacía que mi avión secuestrado volara a poca altura, teniendo en cuenta la ruta que había ideado, el sistema de defensa aéreo no me detectaría.

»También necesitaba datos sobre las actuaciones del avión a baja velocidad, con flaps, y su autonomía, en función del peso y los conseguí gracias a mis contactos en el mundo de la aviación.

»No me resultó difícil encontrar cartas aeronáuticas con las aerovías y ayudas a la navegación aérea. Me serví de ellas para trazar la ruta que le haría seguir al piloto cuando secuestrara el avión, medir distancias y, en función de la velocidad, calcular los tiempos de paso por los distintos puntos. Llegué a la conclusión de que los había estimado bien y que no sería difícil disponer de aquellas tres horas y media que necesitaba para desaparecer.

»Fue un poco más difícil conseguir la documentación falsa que me hacía falta. En un principio no sabía a quién encargársela, pero basta con deambular por las calles y fijarse en lo que hace la gente, preguntar a individuos —que son lo que parecen— cuestiones capciosas y al final encuentras a la persona que buscas. Fue lo más caro de cuanto me traje a Burgos de mi expedición a Barcelona. El carné de identidad no tenía mal aspecto y la documentación militar tuve que darla por buena ya que desconocía cómo era la original. Mi falsificador conocía bien el oficio y me prometió y juró que con aquellos papeles pasaría por un militar de las fuerzas especiales, sin el menor problema. Insistió mucho en que utilizara la indumentaria adecuada y que la policía se fija más en las personas y su aspecto que en los documentos que llevan porque saben, mejor que nadie, que pueden ser falsos.

»Seguí los consejos de mi falsificador y me enteré bien de cómo eran los uniformes de esos soldados especiales. En las tiendas de artículos usados me asesoraron, aunque yo visité unas cuantas y me dejé guiar por el nivel de consenso entre mis interlocutores. Adquirí un traje de intemperie completo —verde boscoso, con chaquetón, camisola, pantalones y forro polar— calzoncillos largos, guantes de lana cubiertos de cuero, botas del mismo material con suela de goma, un gorro de lana verde y otros accesorios militares como cartucheras, una mochila, fundas y una navaja de combate.

»Me asaltaron muchas dudas sobre la conveniencia o no de llevar un arma de fuego corta, reglamentaria. Llegué a la conclusión de que no la necesitaba y que su tenencia podía acarrearme problemas adicionales.

»También compré dos brújulas, una de ellas marinera bastante grande y la otra de montañero, un cronómetro, dos barómetros, un temporizador —que funcionaba con pilas y hacía ruido como si se le hubiera dado cuerda—, hilos eléctricos enrollados en espiral, de colores, conectores y pinzas de cocodrilo, un amperímetro, un voltímetro, bobinas, relés, condensadores de varios tamaños, un carrete de hilo de pescar, poleas pequeñas de nylon, varios cartuchos de dinamita, sin dinamita, pilas eléctricas de diferentes tipos y un maletín de ejecutivo de cuero negro, de segunda mano. Con todos aquellos artefactos, y un poco de imaginación, pensaba montar en Burgos, dentro del maletín, un ingenio cuyo aspecto fuera terrorífico.

»Y mientras compraba en Barcelona el material que necesitaba también tuve la oportunidad de agenciarme el programa de vuelos de la compañía Iberia de la temporada de verano del año 1973. Allí encontré un vuelo (IB-233) operado con el Boeing 727, a partir del 1 de junio, de Santiago de Compostela a Madrid. Despegaba de Galicia a las 21:10 y llegaba al aeropuerto de Barajas una hora más tarde. El horario se ajustaba bien a mis planes y el avión era mi avión, con un portón trasero que se podía abrir desde el interior para saltar en paracaídas. Además, la luna nueva caía justo el primer día del mes de junio. Sin duda era una señal que me enviaba la Divina Providencia; solamente hacía falta que un tiempo razonablemente bueno la acompañara.

»La primera semana de mayo ya estaba de vuelta en Burgos, muy atareado con el maletín y todos los artefactos que fui metiendo dentro para fabricar ese artilugio cuya rápida visión produjera el mayor de los espantos. El negro contenedor portaba unos cartuchos gruesos que no podían ser otra cosa más que potentísimos explosivos. La deflagración la iniciaba una chispa eléctrica que se generaba al cerrarse un circuito a través de alguno de los cuatro relés, de forma independiente, conectados en paralelo, que controlaban a su vez cuatro sensores. El primero era un barómetro, si la presión bajaba de un determinado valor o subía por encima de otro su relé se cerraba. El segundo era un compás que mientras el rumbo se mantuviese en un valor con cierto margen de tolerancia, en más o menos, mantenía el relé abierto, de lo contrario lo cerraba. Y el tercero de los relés se cerraba mediante un interruptor que se activaba al tirar del hilo de pescar anudado a una anilla sujeta al mismo. El cuarto relé era igual que el tercero. En la práctica todo esto servía para que la dinamita explotara si la aeronave cambiaba de nivel de vuelo o de rumbo y si se abría la portezuela de cabina o yo tiraba con la mano de una chusca y llamativa anilla roja, sujeta a un hilo también de pescar, que podía extraer del maletín, cerrarlo, y sujetarla con la mano para amenazar al público de que bastaría un tironcillo para que todos nos convirtiéramos en almas sin cuerpo. Los circuitos de los sensores de navegación y el de la puerta se activaban mediante un temporizador y al cabo de un tiempo se desactivaban. Un tiempo durante el que yo quería que el avión siguiera un rumbo, a un determinado nivel de vuelo y que la tripulación permaneciera encerrada en la cabina técnica.

»Por supuesto que ninguno de aquellos inventos funcionaba; en ningún momento me planteé que así fuera, y los cartuchos de dinamita estaban llenos de aire. Sin embargo, yo no intimidaría a la tripulación con un artefacto cuya funcionalidad no pudiéramos entender (ellos y yo) y temer ellos; por lo que el diseño del artefacto tenía que resultar verosímil, concebido por una mente perversa e ingeniosa.

»A mediados de mayo, el interior del maletín negro ya tenía un aspecto diabólico. Pensaba abrirlo pocas veces y mostrarlo brevemente, así que las piezas debían ser grandes y llamativas. Cuando quedé satisfecho con su apariencia me puse a redactar las notas que distribuiría a bordo durante el secuestro. Eso me llevó muy poco tiempo y dos semanas antes de que finalizara el mes yo estaba listo para iniciar mi gran aventura.

»Las bicicletas y el coche ya los tenía desde hacía bastante tiempo así que lo único que podía hacer era seguir de cerca la evolución meteorológica sobre la península Ibérica donde, hacia el 25 de mayo, se instaló un anticiclón, pero a finales de ese mes el de las Azores se retiró hacia el sur y franqueó el paso hacia España de borrascas y frentes fríos. Las predicciones meteorológicas apuntaban a que el tiempo no sería demasiado bueno el 1 de junio, con algo de viento del norte.

»La maldición de las lunas nuevas volvía a cumplirse, pero yo decidí seguir adelante porque un poco de mal tiempo, tampoco me vendría mal. El 28 de mayo reservé una plaza, en clase turista, en el vuelo IB-233 del 1 de junio, de Santiago a Madrid».

TERCERA GRABACIÓN

«Antes de ejecutar mi plan hice examen de conciencia. Me había comprometido conmigo mismo a renunciar al secuestro si con ello ponía en peligro la vida de terceras personas. Una intervención de las fuerzas especiales, a bordo, con la intención de neutralizarme podría saldarse con alguna víctima inocente. Para minimizar este riesgo decidí que haría bajar a todos los pasajeros y me quedaría solo con la tripulación. Como yo no podía, ni quería controlar, lo que hacían los tripulantes, cabía la posibilidad de que me dejaran solo en el avión, a merced de la policía. No necesitarían disparar ni un solo tiro para neutralizarme. Concluí que todo el riesgo lo correría yo y que los demás intervinientes quedarían fuera de peligro, en todo momento. Ese pensamiento, en un principio, me tranquilizó, pero después me llenaría de inquietud, porque mi plan era mucho más peligroso para mí de lo que había imaginado.

»El 31 de mayo, muy temprano, monté las tres bicicletas en la baca de un Seat 124 —que había comprado no hacía mucho tiempo— y las llevé a Atapuerca, San Adrián de Juarros y Plazuela de la Sierra. Allí las dejé, aseguradas con una cadena y un candado. Luego, conduje hasta Cueva de Juarros. Llegué poco después del amanecer y busqué un sitio discreto en donde aparcar el coche, sin que pudiera molestar ni llamase la atención. Había contratado un taxi para que me recogiese en aquel pueblo a las nueve, de forma que tuve tiempo para darme un paseo por el campo y disfrutar del ambiente fresco de la mañana. Por el cielo transitaban nubes altas y oscuras y un vientecillo muy suave, que venía del norte, mecía las copas de árboles y matorrales de los que brotaba un ligero susurro. Abrieron el bar poco antes de que llegase el taxi; aún me dio tiempo de tomar un café.

»Al mediodía, en Burgos, subí al tren TER que venía de Irún, se dirigía a La Coruña y, antes de arribar a su destino final, hacía una parada en Santiago de Compostela. Llevaba mi maletín negro, una bolsa grande con asas, vestía traje oscuro con corbata de ejecutivo y me tapaba la cara con gafas de sol. Aquella noche dormí en un hotel de Santiago de Compostela.

»Al día siguiente, la señorita que me atendió en el mostrador de facturación, en el aeropuerto, insistió en que el asiento que le pedía, de manera tan pertinaz, era el peor del avión. Con los tres motores en la cola, los asientos de la última fila del Boeing 727 están en un lugar muy ruidoso y carecen de ventanilla. La empleada de Iberia debió suponer que era un hombre muy raro porque, además de no quitarme las gafas oscuras que seguramente pensaría que protegían mis ojos de alguna extraña dolencia, me mantuve terco y obstinado en la desafortunada selección de asiento que había hecho.

»Todo mi equipaje consistía en el maletín negro y la bolsa de viaje de mano que traía de Burgos, en donde llevaba la mochila y los enseres que necesitaba para el secuestro. Nadie se preocupó de registrar mis pertenencias. Entonces, la seguridad en los aeropuertos no se gestionaba como en la actualidad. De haber sido así, no hubiera podido embarcar todo el material que venía conmigo.

»En el avión apenas viajábamos aquella noche una treintena de pasajeros en clase económica y todos, menos yo, ocupaban las plazas de las primeras filas. A bordo, la azafata me sugirió que me cambiara de asiento, pero tuvo el mismo éxito que la empleada de facturación, aunque insistió bastante menos. Durante un rato, antes de despegar, pensé que quizá, para que el peso se distribuyera mejor, a los pasajeros que iban en las filas delanteras los dispersarían, pero no fue así. Yo me quedé solo, en la última fila, a la izquierda, en el asiento del pasillo.

»Antes de que el avión se pusiera en marcha, la azafata me ofreció un periódico de Madrid, el ABC; en el vuelo anterior se había agotado el resto de la prensa madrileña. Se disculpó por aquel detalle que me pareció bastante nimio. Me fijé que la portada del ABC la protagonizaba el presidente Nixon, de Estados Unidos, en una postura un tanto embarazosa: dando un traspié cuando iba a saludar a un colega de oficio. A punto de caerse, el primer mandatario estadounidense, se me antojó que era una premonición poco halagüeña que me advertía de algún desastre. Me asaltó un extraño temor que traté de disuadir pensando con fuerza que todo iría bien. Entonces fue cuando se me ocurrió que, al día siguiente, el avión en el que me encontraba, su tripulación y un desconocido individuo con gafas de sol (yo mismo) podrían ocupar la primera página del diario. Si ocurría así, hablarían de mí, y yo esperaba que lo hiciesen sin saber quién era. Empecé a sentir una extraña curiosidad por averiguar qué es lo que diría la prensa de mi persona. Me dije para mis adentros que todo era cuestión de esperar, compraría los periódicos y los leería tranquilamente en casa. Aquellos pensamientos se frustraron cuando el personal de cabina inició las abluciones y gesticulación que acompañan al ritual de seguridad, que se me hizo larguísimo.

»Por fin despegamos de Santiago y cuando el comandante apagó las luces de abrocharse los cinturones y prohibido fumar, presioné el botón que iluminaba la señal de aviso a la azafata para pedirle un güisqui. Yo no he bebido alcohol de forma habitual nunca, entonces tampoco; tan solo me tomo algunas copas de cava en Navidades y, como mucho, un poco de brandy o güisqui en contadas ocasiones. Ni siquiera hoy puedo explicarme por qué pedí aquella bebida. Quizá para observar de cerca a la azafata o para fingir una serenidad que casi siempre me acompaña y que en aquel momento empezaba a echar en falta. La azafata me sirvió el licor en un vaso, con cubitos de hielo; también me dio una servilleta de papel y una bolsa de cacahuetes. Di un sorbo, mastiqué dos o tres cacahuetes, miré el reloj y pensé que a partir de aquel momento era absolutamente necesario que todos los que me rodeaban creyesen que yo estaba completamente loco.

»Tan solo un demente, una persona con el juicio insano, es capaz de montarse en un avión con cartuchos de dinamita que pueden explotar tirando de una anilla roja que lleva entre las manos; solamente un ido, un perturbado, amenaza con reventarse él mismo si no se atienden sus peticiones; y hace falta ser un idiota para urdir un plan como el mío, creyendo que le puede salir bien. En la medida en que mis interlocutores se convencieran de que yo era un demente, tenía insano el juicio, estaba ido, perturbado o fuese un idiota, mi proyecto tendría el éxito que deseaba. Durante unos cuantos minutos me concentré en desorientar los músculos de mi rostro para que la expresión de mi cara reflejase el profundo desconcierto que deseaba sembrar en el alma de mis compañeros de aquel extraño viaje.

»Llamé, otra vez, a la azafata. Cuando me preguntó qué deseaba, sin responderle, mirándola a través de mis lentes oscuras con los ojos de mi cara que debía ser la de un imbécil, le entregué un papel que llevaba escrito en el bolsillo. La azafata se lo guardó enseguida. Pensé que creyó que yo era otro pasajero de esos que le hacían llegar de ese modo proposiciones más o menos indecentes; por la cara que puso supuse que, con toda seguridad, no se trataba de la primera vez que se veía en ese trance.

»No tuve otro remedio y me levanté del asiento, traté de ser amable, pero la sujeté de un brazo y con estudiada y cortés firmeza la obligué a que se sentara, en la butaca de mi derecha, al otro lado del pasillo. Ella, muy desconcertada, no opuso resistencia. Yo me incliné hacia aquel lado, porque el ruido era ensordecedor, y le expliqué lo que había escrito en el papel:

“Es un mensaje para el comandante. En este maletín llevo una bomba que haré explotar si ustedes no siguen al pie de la letra mis instrucciones”.

»Abrí el maletín que había colocado sobre el asiento de mi izquierda, el del centro, y lo levanté un poco para que la azafata viera los grandes cartuchos, cables rojos enrollados, una caja negra, una brújula marina, algo que podía ser una especie de batería y un carrete de hilo de plástico. Después de mostrarle, muy brevemente, el contenido del maletín, lo cerré otra vez y lo dejé sobre el asiento. La precaria contemplación de aquel extraño artilugio hizo que a la mujer le cambiase el semblante. Me reconfortó ver el rostro de la azafata teñido de espanto, porque eso quería decir que la comedia que empezaba a representar tenía éxito.

»Acto seguido, continué con mis explicaciones:

“Insisto, deben seguir mis instrucciones y no pasará nada; de lo contrario, volaremos por los aires. El comandante tiene que contactar con las autoridades y decirles que preparen una bolsa con 12 354 255 pesetas, exactamente esa cantidad, ni una peseta más ni una peseta menos, en billetes y monedas usados; y también necesito dos paracaídas completos, cada uno con el principal y el de reserva, pero tienen que ser paracaídas deportivos, no militares. En Barajas yo dejaré que los pasajeros bajen del avión —ellos no tienen por qué enterarse de nada de lo que ocurre a bordo si ustedes hacen lo que yo les digo. Allí repostaremos combustible y, con los depósitos llenos a tope y después de que suban los paracaídas y la bolsa con el dinero que les pido, despegaremos y ya le diré a la tripulación qué es lo que tiene que hacer. Como veo que llegaremos puntuales a Madrid y no quiero que nuestra estancia en el aeropuerto de Barajas se demore mucho, antes de las 0:00 horas tenemos que despegar otra vez, así que dígale al comandante que se den prisa. Insisto, si hacen lo que les ordeno, no pasará nada. De todos modos, lo que le he comunicado está escrito en la nota, no la pierda. Désela al comandante”.

»Le hablé a la azafata sujetando su brazo con una mano, haciendo una ligera presión, como si quisiera tranquilizarla. Procuré que mis palabras, que pronuncié muy despacio, vocalizando bien, con el tono elevado debido al ruido, transmitieran firmeza y un extraño sosiego. Al final de mi breve discurso la solté del brazo y me quedé mirándola tratando de esbozar una sonrisa extemporánea; un gesto absurdo, teniendo en cuenta la situación. Comprendí que con aquellas gafas oscuras que llevaba puestas no podía inspirar demasiada confianza, pero necesitaba que la muchacha no se pusiera muy nerviosa y transmitiera al comandante de la aeronave mi mensaje con toda exactitud. Y junto con el mensaje debería llevarle otro impreso en el rostro: y era que en el último asiento de la clase económica había un tipo capaz de todo, dispuesto a hacer estallar en mil pedazos aquel prodigioso y nuevísimo 727, con sus ocupantes a bordo, si alguien decidía obstaculizar sus planes.

»Inés, no te puedes imaginar cómo me obsesionaba la idea de que la tripulación no dejara de pensar que yo estaba completamente desequilibrado. Era el punto más vulnerable de mi plan: que un par de individuos me cogiera de los brazos y me sacaran a patadas del avión para meterme en un calabozo pensando que sería incapaz de cumplir mis promesas y que no era más que lo que en realidad era: un pobre desgraciado. Yo necesitaba que nadie dudase de que, en el supuesto de que contrariasen mi voluntad, cometería la estúpida acción de inmolarme en una bola de fuego que se llevaría por delante muchos inocentes, el prestigio de un país que necesitaba ofrecer seguridad a sus millones de turistas y la vergüenza de una línea aérea que no habría sabido gestionar el conflicto. Mantenerme en el lado apropiado de aquella sutil frontera, que separa lo cómico de lo trágico, fue mi obsesión a lo largo del tiempo que permanecí en la aeronave.

»La azafata se fue por el pasillo hacia la cabina y desapareció de mi vista. Al cabo de diez minutos la mujer regresó para decirme muy escuetamente y con una sonrisa —como si me estuviera ofreciendo artículos de la tienda libre de impuestos— que el comandante había recibido mi mensaje y después de hablar con la compañía estaban todos de acuerdo en seguir mis instrucciones: en Barajas desembarcarían los pasajeros, me darían el dinero y los paracaídas y llenarían los depósitos de combustible. Yo le di las gracias, improvisé otra sonrisa, que debió ser una mueca, y asentí con la cabeza, aunque no estaba muy convencido de que todo fuera a resultar tan fácil como me prometía aquella señorita.

»Entonces, seguro que estábamos volando ya con el código 3100: el de los aviones secuestrados. En el centro de control de Paracuellos se habría organizado una importante algazara. En la Región Aérea Central del Mando de la Defensa Aérea del Ejército del Aire, en Torrejón, ya tendrían noticia del secuestro. Me hice una pregunta estúpida: ¿habrían informado a Franco de lo que ocurría con mi avión? Eso únicamente lo sabría el ministro del Aire, don Julio Salvador. Quizá ya habían mandado un caza militar para que interceptara nuestro 727. Me imaginé a los operadores, en el Escuadrón de Alerta y Control de Villatobas, buscando una débil mancha radar en sus anticuadas pantallas de fósforo verduzco. Si nos encontraban seguro que intentarían averiguar nuestro nivel de vuelo con el radar de altura, aunque resultara bastante complicado. Los controladores militares querrían guiar su caza hasta nuestro avión con los rudimentarios medios de que disponían. En el centro de control de tráfico aéreo civil apareceríamos en las pantallas de radar nuevas con una luminosa y parpadeante cruz junto al código 3100 y nuestra altitud de vuelo en centenares de pies. Seríamos inconfundibles y varias docenas de pares de ojos no apartarían la vista de aquella imagen, presagio de cualquier sorpresa. El bullicio y la febril actividad que yo habría organizado en tierra, contrastaba con la aparente calma que imperaba en la cabina de pasajeros de nuestro vuelo. Únicamente la tripulación y yo estábamos al corriente de lo que ocurría, mientras los pasajeros leían la prensa, sorbían alguna bebida o dormitaban. No tengo la menor idea de por qué se me ocurrieron todos aquellos pensamientos, pero de repente me acordé de cómo era el centro de control de tráfico aéreo de Paracuellos. El año anterior me había llevado allí Manolo Ortiz, mi amigo el mecánico de Barajas. Un amigo suyo, controlador, que también había pasado por la Escuela de Especialistas de León, nos lo enseñó.

»Tras aquellas divagaciones pensé que debía centrarme en lo que ocurría a bordo y no distraerme con otras conjeturas. Cogí mi maletín y me cambié de asiento para otear, desde una fila con ventanillas, el horizonte; no se veía nada, aunque no recuerdo si era por culpa de las nubes o la oscuridad.

»Aterrizamos en el aeropuerto de Barajas con normalidad, a la hora prevista, y todos los pasajeros —menos yo, si es que se me podía considerar un pasajero— descendieron del avión. Casi inmediatamente, el comandante apareció en el pasillo. Caminaba despacio hacia mi butaca, llevaba la chaqueta puesta para que no quedara la menor duda de quién era: cuatro barras en las bocamangas que procuraba mostrarme. Se plantó delante de mí y yo preferí continuar sentado, porque no quería darle mucha importancia. Pensé que sería mejor tomar la iniciativa y con la voz muy pausada, tranquilo, y media sonrisa de extraño aspecto en el rostro, le dije:

“Comandante, no tengo nada que discutir con usted”.

»Después aproximé la mano al maletín que había colocado en el asiento central y lo abrí:

“Mire, esto puede convertirnos en una bola de fuego en cuestión de segundos. Basta con que tire de esta anilla roja o presione un mando a distancia que llevo en el bolsillo de la chaqueta. Es un poco más sofisticado de lo que aparenta, lleva sensores que ya le explicaré en otro momento. Pero, insisto, usted y yo no tenemos, ahora, nada de qué hablar. Regrese a la cabina, asegúrese de que le llenan los depósitos de combustible, haga que suban el dinero así como los paracaídas y que los dejen en la primera fila de asientos. Quédese con una azafata que yo pueda ver por si quiero comunicarme con ustedes, el resto de la tripulación de cabina puede apearse del avión. Cierre las puertas y ya le daré instrucciones de qué es lo que tiene que hacer. Y dense prisa, por favor. Tenemos que estar en el aire antes de medianoche. La alternativa es… ¡pum!…volar sin alas…Soy muy razonable, doce millones es muchísimo menos de lo que vale este avioncito tan nuevo, tan elegante, podría pedir más, pero quiero lo que quiero y eso debería confirmarles que estoy dispuesto a todo”.

»El comandante me miró con los ojos muy abiertos, como si le costara creer que la imagen que se proyectaba en sus retinas perteneciera al mundo de la realidad y no estuviese soñando una pesadilla. Noté un ligero tembleque en su labio inferior; sin duda había recibido entrenamiento adecuado para responder de forma correcta a cualquier emergencia que se presentase en la cabina del avión. Aquella extraña situación, que se desarrollaba en una de las últimas filas de su flamante 727, era algo completamente nuevo para él. No supo que decirme, se limitó a asentir con la cabeza y se marchó.

»Transcurrieron unos treinta minutos y el comandante volvió a aparecer en el pasillo para, con el gesto algo contrariado, decirme que había un alto funcionario de la Dirección de Navegación Aérea que quería hablar conmigo. El individuo con el que me ofrecía parlamentar se había quedado en la parte de delante, junto a la azafata. Era un hombre de edad madura, pelo canoso, grandullón, vestía un traje gris y tenía pinta de militar. Podía ser el director de Navegación Aérea, pero no estoy seguro. Entonces creo que en esa organización mandaba un coronel del Ejército del Aire. Le respondí con brusquedad, con esa cara de enajenado que no sabía muy bien que aspecto tenía cuando trataba de dibujarla en mi rostro:

“Dígale que se vaya a dormir, es muy tarde, seguro que en casa lo echan de menos y yo no necesito que venga nadie a tocarme los cojones a estas horas. Que suban lo que he pedido ya, que me estoy hartando de esperar”.

»Tampoco me contestó; el comandante dio media vuelta y se fue. Cuando llegó al lugar donde estaba el otro individuo, a quien trató con bastante deferencia por lo que intuí que ambos procedían del estamento militar, intercambiaron algunas palabras. El hombre de traje gris asintió varias veces con la cabeza y los dos se marcharon.

»Entonces me quedé muy pensativo. En mi entrenamiento y los preparativos que había hecho para ejecutar aquel secuestro no tuve en cuenta los aspectos sicológicos del asunto. Debería de haber ensayado, delante del espejo, algunos gestos.

»La presencia del supuesto militar me intranquilizó. Me acordé del secuestro de un vuelo de Iberia de Madrid a Zaragoza en el que un mozalbete de 19 años, con una falsa pistola, exigió al comandante que lo llevara a Cuba. Esa era la moda de los secuestradores de la época: pasaje gratis a La Habana. El piloto le aseguró que aquel Convair no podía cruzar el Atlántico. El secuestrador cambió el destino trasatlántico por Tirana en Albania, y el piloto le respondió que necesitaba aterrizar para cargar combustible y hacerse con cartas de navegación de aquella zona. Tomaron tierra en Zaragoza. Allí apagaron las luces de la pista, la policía rodeó el avión, desinflaron los neumáticos del aeroplano y el mecánico de a bordo desconectó varios fusibles y fingió una avería. Con todo aquel cúmulo de trabas, poco antes de la media noche la aeronave seguía en la plataforma y un capitán de la Policía Armada le hizo llegar el mensaje al secuestrador de que si se entregaba, le saldrían dos años de cárcel, pero si se le ocurría hacer el menor daño a los pasajeros o la tripulación, al amanecer sería fusilado. El muchacho terminó por entregarse, esa misma noche. Creo que aquel fue el primer secuestro de un avión de Iberia y se produjo a principios de 1970.

»Y es que a mí me podía pasar también que me fusilaran al amanecer, al fin y al cabo: me lo merecía. Sin embargo, en mi caso, a pesar de todo, las cosas iban bien porque el comandante y el susodicho funcionario habían desaparecido del escenario de mi pequeño teatro sin dejar rastro.

»Sobre las 23:45 horas, dos personas vestidas con monos azules depositaron los paracaídas y una bolsa de tela blanca, con el dinero, sobre los asientos de la primera fila de la cabina de clase turista. La misma azafata con la que ya había tenido la oportunidad de hablar un par de veces, se aproximó a mi asiento para decirme que ya habían repostado, iban a cerrar las puertas y nos dirigiríamos a la cabecera de pista. Entonces le di otro papel para la tripulación, aunque también le expliqué el contenido de la nota:

“Ahora mismo quiero que el mecánico desmonte todas las radios y el transpondedor del radar secundario, que le dé a usted los equipos y que me los traiga aquí. Digo: todas las radios. Antes de desconectarlos deben de comunicar al centro de control que no volveremos a contactar vía radio con ellos, ni con la compañía aérea, que nuestro transpondedor no funcionará y que alrededor de la cinco de la madrugada, este avión aterrizará en Barcelona. Es importante que lo sepan porque tomará tierra sin poder contactar con los centros de control y deberían prohibir el tráfico aéreo en el Prat, de cinco menos cuarto a cinco y cuarto, para facilitar la maniobra de aterrizaje de esta aeronave en dicho aeropuerto. Despegaremos con las luces apagadas por la pista 33. Diga al mecánico que se apresure. Cuando me traiga los equipos que le he pedido le daré instrucciones de la ruta que tenemos que volar tras el despegue. De momento seguiremos quietos en la plataforma.”

»Yo no podía escucharlos así que no sé qué le dijeron a la torre de control. Pensé que me faltaba a bordo un pequeño equipo de radio, aunque dudé si dentro del avión habría funcionado. Saqué una brújula, un barómetro, un cronómetro, un lápiz y un cuaderno que también guardaba en el maletín. No me molesté en comprobar que tanto los paracaídas, como el contenido de la saca de dinero, se ajustaban a mi solicitud.

»Al cabo de quince o veinte minutos la azafata apareció en la cabina con un montón de equipos y cables colgando, entre sus manos. Yo le dije que los dejara en una fila de asientos alejada de la mía y que se acercara para darle otro mensaje que tenía que hacer llegar al comandante:

“Ahora ya podemos despegar por la pista 33, con las luces apagadas y mantendremos el rumbo, ascenderemos hasta el techo de nubes, volaremos dentro de las nubes tres o cuatro minutos y si es necesario, por motivos de seguridad, cambiaremos de rumbo. Transcurrido ese tiempo estabilizará el avión a 18 000 pies, rumbo 311. Le recuerdo que la tripulación no puede salir de la cabina y yo les daré las instrucciones a través de la azafata y por escrito. La azafata debe mantenerse en un lugar en el que yo pueda verla hasta que no le diga otra cosa.”

»A las 0:02 horas del 2 de junio despegamos del aeropuerto de Barajas. Iniciamos un ascenso muy rápido y el avión se estabilizó a una altitud que yo no podía estimar con mi barómetro porque la cabina estaba presurizada, pero desde la que la visibilidad era nula y en la que el avión retemblaba un poco, como si se apoyara en un aire sin bachear. Al poco tiempo comprobé con la brújula que el piloto ascendía y cambiaba de rumbo para tomar el que yo le había indicado: 311.

»Durante unos treinta minutos la aeronave surcó los cielos en la soledad de la noche y yo me acomodé en otro asiento, bastante alejado del portón trasero, en la parte izquierda, junto a la ventanilla desde donde podía observar el paisaje oscuro, de nubes y claros, en el que de vez en cuando se distinguían las luces de las poblaciones en tierra.

»Le pedí a la azafata otro güisqui y lo tomé dando pequeños sorbos.

»A las 0:32 llamé a la joven tripulante de cabina y le pregunté cuánto dinero debía por las consumiciones que había hecho a bordo. La mujer, extrañada, me respondió que no tenía que pagar nada; insistí en que si no abonaba mis consumiciones no le cuadraría la caja con las existencias y ella, muy sorprendida, me dijo que aquel vuelo era especial y ni siquiera había abierto el bar. No tuve más remedio que aceptar sus excusas y entonces le comuniqué que tenía que darle la última nota para el comandante y que, como era mi costumbre, le resumiría el contenido:

“A partir de este momento toda la tripulación, incluyendo la azafata, permanecerá en la cabina hasta las 4:30 horas. El avión debe dirigirse a la ciudad de La Coruña y situarse sobre su vertical a una altitud de 10 000 pies. Reducirá la velocidad tanto como pueda, sacará el tren de aterrizaje y 15 grados de flaps. Cuando estemos en La Coruña, a 10 000 pies de altitud, despresurizará la cabina y desbloqueará el sistema de apertura del portón trasero. Una vez allí tomará el rumbo 105 y mantendrá la altitud de 10 000 pies y la configuración que ya he dicho sin sobrepasar 150 nudos de velocidad, en ningún momento. En esas condiciones volará hasta las 4:30 horas. Supongo que entonces se encontrará al norte del delta del Ebro y al sur de Reus. A partir de ese momento es libre de hacer lo que estime oportuno, aunque debe recordar que les esperan en el aeropuerto de Barcelona sobre las cinco de la madrugada. Como podrá imaginarse pienso lanzarme en paracaídas antes de que lleguemos al Ebro, pero es mejor que se ocupe de mantener el avión en las condiciones que le he dicho y se olvide de mí. Yo abriré manualmente el portón trasero desde la cabina, no necesito ayuda para hacerlo. No se les ocurra salir de la cabina, ni cambiar de rumbo, ni de altitud o modificar la configuración del avión hasta la hora que les he indicado. A bordo llevan una bomba que puede explotar si lo hacen. Mediante un cable sujeto a la puerta de la cabina un sensor detecta su apertura, otro sensor de presión está ajustado para señalar las variaciones en la altitud de vuelo y un tercer sensor, dotado de una aguja magnética, está calibrado para dar una señal si se modifica el rumbo. A las 4:30, un temporizador desactivará el sistema de vigilancia, pero hasta ese momento la bomba puede explotar si no siguen las instrucciones que les he dado. Le agradecería que le entregue su carné de identidad a la azafata, no se preocupe porque tengo intención de devolvérselo; ella me lo traerá, antes de que todos ustedes se encierren en la cabina. También les recomiendo que se provean de algunas mantas. Va hacer bastante frío aquí dentro. Muchas gracias por su colaboración y le deseo a usted y su tripulación que pasen una buena noche”.

»La azafata estaba muy asustada y tuve que decirle, con palabras más amistosas de lo que recomendaban las circunstancias, que fuera a la cabina de vuelo para darle la nota al comandante y recoger su carné de identidad. Al escuchar el tono distendido de mi voz reaccionó, cogió el papel y se fue. Cuando regresó con el documento del comandante aproveché para decirle que no les pasaría nada, que por todo lo que más quisiera no consintiese que sus compañeros pilotos desobedecieran mis órdenes. Si seguían mis instrucciones, a las cinco de la madrugada aterrizarían sin el menor problema en el aeropuerto de Barcelona. Allí los esperaban y todo se habría acabado para siempre. Ella balbuceó algunas palabras, no las recuerdo, me cogió de un brazo quizá para ablandar así mis sentimientos. Yo tomé el carné del comandante, lo metí en uno de mis bolsillos, me levanté del asiento para sonreírle, y le di dos besos, uno en cada mejilla, a modo de despedida. Mis últimas palabras fueron para recordarle que no se olvidara de coger suficientes mantas. Pensé que algunas las necesitarían para empapar sus meadas, pero eso no se lo dije. Creo que se fue algo más reconfortada. Ya no volví a verla.

»No tenía mucho tiempo para ponerme el traje boscoso, colocarme el paracaídas y abrigarme bien. Metí el dinero en la mochila y dejé el saco de tela vacío sobre el asiento.

»En La Coruña noté como en cabina disminuía la presión y me abrigué porque sabía que cuando abriese el portón trasero la temperatura bajaría a -4 o -5 grados centígrados.

»Comprobé con mi barómetro que la altitud era de 10 000 pies, escuché el ruido del mecanismo que saca los flaps, al desplegarse, y el golpe del tren de aterrizaje. Al abrir el portón y bajar la escalerilla el aire se arremolinó en la cabina, el ruido de los motores era ensordecedor y tuve que sujetarme fuerte a los asientos. Me coloqué junto a una ventanilla del lado derecho con buena visibilidad. Según mis cálculos, en poco menos de una hora vería la ciudad de León a mi derecha y así fue. No tuve ningún problema en reconocerla. Ahora, Burgos quedaba por delante, a unas 83 millas náuticas, a la izquierda, por lo que me cambié de banda para verlo pasar, lo que sucedió al cabo de 36 minutos. Deduje que volábamos a unos 140 nudos y me preparé para lanzarme al vacío. Tenía que hacerlo, según mis cálculos, en 4 minutos y 16 segundos, a partir de ese momento.

»Antes de saltar lancé el maletín con la bomba y sus sensores al vacío. No me había tomado la molestia de enganchar ningún hilo a la puerta de la cabina de vuelo, que permanecía cerrada con toda la tripulación dentro.

»La noche era muy oscura, no vi ningún avión que no fuera el 727. El viento del norte me desvió hacia la base secundaria que estaba más al sur: Palazuelos de la Sierra, y caí con mi paracaídas muy cerca del pueblo. Las calles estaban vacías, el viento arreciaba y no vi a nadie. La gente dormía plácidamente cobijada en sus casas, con las ventanas bien cerradas por si se desbarataba una tormenta.

»En menos de quince minutos recuperé mi bicicleta y me dirigí a Cueva de Juarros donde había aparcado el día anterior el Seat 124. Creo que pedaleé, como un desesperado, durante una media hora, a lo largo de una carretera sin transitar. A pesar de que hacía frío, llegué al coche cubierto de sudor y jadeante. Una vez estuve dentro del automóvil me mudé. Al cambiar el traje de guerrillero por una camisa blanca y pantalones de pana, me sentí mucho mejor.

»De Cueva a Burgos apenas se cruzaron conmigo un par de coches por la carretera y a las 4:30 trataba de conciliar el sueño en mi cama de Burgos. La aventura había terminado; sin embargo, aquella noche no pude dormir.

»A las 8:00 del 2 de junio estaba en la cafetería donde solía desayunar, escuchando la radio y tomándome unos churros. Pero a lo largo de aquella jornada ninguna radio dio la noticia que yo esperaba, y tampoco lo hizo ningún periódico. Sintonicé muchas emisoras, compré toda la prensa que estuvo a mi alcance, vi todos los informativos de la televisión. Nadie habló ni escribió sobre el secuestro de un 727 de la compañía Iberia. Sin la noticia en la calle, imaginé que la policía no me buscaría; en realidad no había ocurrido nada. Sin embargo, yo sí que tenía el dinero en mi casa: exactamente 12 354 255 pesetas. Por la tarde recuperé las bicicletas que había dejado en Atapuerca y San Adrián de Juarros.

»Al día siguiente tampoco se publicó noticia alguna del secuestro del vuelo IB 233, ni el 4 de junio, ni el 5, ni ningún otro día. Los pasajeros nunca supieron que el avión había sido secuestrado y, al parecer, las autoridades y la compañía prefirieron ocultar el incidente. No era bueno para el turismo, ni beneficiaba a nadie que se supiera que un loco había metido una bomba en un avión. Esas cosas solo ocurrían en el extranjero y aquí los secuestros se resolvían por las bravas, como en Zaragoza; y así fue cómo alguien decidió que el silencio era lo más ventajoso.

»El asunto se ocultó a la opinión pública; creo que ni siquiera se realizó una investigación medianamente seria. Desde luego, jamás se me aproximó nadie para hacerme una sola pregunta relacionada con el asunto. Muchos años después, la curiosidad me llevó a preguntarle a mi amigo Manolo Ortiz cuántos aviones de Iberia habían sido secuestrados. Me dio algunas referencias, pero ninguna que tuviera que ver con el episodio que viví en primera persona.

»Y creo que eso es todo; te he contado algo que no sabe absolutamente nadie en este mundo, salvo tú y yo».

Al finalizar esta última frase me hizo una señal para que desconectara la grabación, cosa que hice inmediatamente. La conversación que tuvimos después no es demasiado relevante, pero se alargó mucho. Si bien yo permanecí callada al término de las sesiones anteriores, cuando finalizó esta última no pude reprimirme y le hice bastantes preguntas. Casi todas ellas tenían que ver con el móvil de su actuación, o el extraño motivo por el que le pidió el carné al piloto. Él me dijo que de todo eso ya me enteraría bien cuando se muriese, pero que de momento me había dado cuenta de lo más importante: que para él no era que yo supiera lo que había ocurrido, sino que me comprometiera a que, a su debido tiempo, lo haría público. Me resistí a prometerle que cumpliría con aquella voluntad suya y le desafié a que fuese él mismo quien desvelara sus propios secretos y que, si tanto valor tenía, no se comportara como un cobarde. Mi reacción le sorprendió mucho. Al final me confesó que quizá lo hubiera hecho, un poco antes, porque en aquellos momentos de su vida ya no se encontraba con energía para soportar las emociones que sus revelaciones le reportarían. No era el valor, sino las fuerzas lo que le flaqueaban. Yo traté de convencerlo de que aquel asunto ya no le importaría a nadie, era agua muy pasada, incluso algunos pensarían que se trataba de declaraciones falseadas, propias de una mente enferma o ávida de protagonismo. Aquello le hizo gracia, se estuvo riendo un largo rato.

Repito que, aunque el diálogo que mantuve con tío Daniel aquel día, después de la tercera grabación, fue muy largo, no creo que me dijera nada que concierna realmente al fondo de la cuestión.

Nuestro pacto incluía que después de aquella última sesión de trabajo en su despacho, ya no volveríamos a hablar del asunto entre nosotros, ni yo con terceros, hasta su muerte. Tío Daniel trató de arrancarme una promesa formal de que yo haría público el contenido de su confesión, después de que falleciera, pero me negué a dársela; tampoco le dije que no lo haría, pero le aclaré que era un asunto que dejaba a mi criterio y que lo resolvería cuando fuera capaz de atar todos los cabos. Él comprendió, hasta cierto punto, mi postura y la aceptó de buen humor.

Los dos respetamos el pacto de no volver a hablar de nada que tuviese que ver con aquel extraño suceso.

Cuando abrí el sobre que tío Daniel había dejado para mí en su caja fuerte me encontré con el carné de identidad del piloto y dos notas manuscritas. En una de ellas, amarillecida, figuraban los nombres y apellidos de más de veinte personas; junto a cada nombre había una cantidad de dinero y el importe total sumaba 12 354 255 pesetas. Era la cantidad de dinero que debía a sus acreedores y que, al parecer, liquidó poco después de secuestrar el avión. En la última línea de la nota, mi tío había escrito lo siguiente:

«Sólo merece vivir quien por un ideal está dispuesto a morir».

La segunda nota era más reciente, el papel no había perdido tanto color y la caligrafía de tío Daniel se correspondía con la de un hombre al que empezaba a temblarle el pulso, por lo que deduje que la escritura del segundo manuscrito se hizo mucho después que la primera:

«Esta cantidad también se la debo a la compañía Iberia, o al Estado español, no lo sé. Te agradecería que la retornaras en mi nombre, actualizando su valor. Claudio te dará el dinero. La tomé prestada porque pensé que había otras personas que la necesitaban más. Para ello, no puse en peligro la vida de nadie y casi me costó la mía, pero eso me ha hecho merecedor de la existencia que he disfrutado, fiel al principio de que solo merece vivir quien por un ideal está dispuesto a morir. Con el tiempo he meditado en profundidad sobre el significado de este lema. Creo que hay muchos ejemplos en nuestra vida cotidiana que ponen de manifiesto las consecuencias de ignorarlo. Uno de ellos tiene que ver con los secuestros de aeronaves en los que yo mismo me vi implicado. Y es que si a los secuestradores se les negasen sus exigencias, aún a costa de pagar el precio de sus amenazas cumplidas, nadie secuestraría aeronaves. Sin embargo, nos compadecemos del mal ajeno hasta el punto de que, por evitarlo, permitimos las actuaciones indecentes a que nos obligan los perversos. Zanjamos un conflicto, pero damos pie a que se produzcan otros muchos y ni siquiera nuestra compasión es capaz de resolver algunos de ellos; en esos casos las amenazas se consuman con el sacrificio de los inocentes. El balance de la complacencia creo que es peor que el de la intransigencia, pero nadie es capaz de asumir esta última porque deseamos que se nos perciba como individuos compasivos, no como aquél capitán de la policía que amenazó con fusilar al amanecer al joven secuestrador. Ocurre aquí, que no estamos dispuestos a morir por nuestros ideales, y lo mismo sucede en tantos otros casos en los que el precio que pagamos por las vidas, cuando los sacrificamos, hace del canje un negocio ruinoso para los honestos.

»Te agradecería, Inés, que cumplieras mi voluntad de hacer públicos estos documentos, pero si no es así lo comprenderé y no te lo tendré en cuenta cuando cambies tu morada en ese reino de la vida por otra en este de la muerte, en el que algún día nos encontraremos. Me dejaste bien claro que antes tendrías que atar cabos y espero que lo hagas pronto y que los anudes a mi favor.

»Y puesto que no tengo ya nada más que decirte a este respecto, quiero que sepas que siempre te deseé lo mejor y que espero que disfrutes de una larga y feliz vida, en la que nunca te veas envuelta en esta clase de encrucijadas».

El carné era la prueba irrefutable de que me había contado una historia real; de sus manuscritos yo deduje que la totalidad del dinero que cobró en el secuestro fue para saldar la deuda que tenía con sus antiguos acreedores de Barcelona. No pienso desvelar esta lista ni tampoco tengo intención de mantener ninguna correspondencia con nadie sobre este asunto. Creo que al publicar este escrito cumplo con creces con la voluntad de mi difunto tío y lo único que pido a la gente —si es que este es un asunto que pueda interesarle a alguien— es que nos deje en paz, a mí y a mi familia, completamente ajena a los sucesos que aquí se relatan. No sé cómo, pero me las arreglaré para devolver al Estado el dinero, actualizando su valor, y le entregaré el carné del piloto a la policía para que se lo haga llegar a su legítimo dueño, si es que aún vive.

No creo que deba pedir disculpas a nadie y tampoco quiero solicitarlas en nombre de tío Daniel; él tuvo oportunidad de hacerlo y, al menos de forma explícita, se abstuvo. En realidad, sigo sin entender por qué una de sus últimas voluntades fue que esta historia pasara al dominio público y si alguno de ustedes llega a averiguarlo, le ruego encarecidamente que no lo comparta conmigo.

Firmado:

Inés Tonelero Martín

Abril de 2015

Un comentario el “Historia de un secuestro aéreo

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