La reina Lili’uokalani fue el último monarca de Hawái. Se rindió ante la superioridad de las fuerzas estadounidenses que ocuparon su país el 17 de enero de 1893. A la reina le gustaba escribir poemas y componer música. Muchos paisanos la recordarían con cariño y la línea aérea de bandera de su archipiélago, Aloha, bautizó uno de los primeros Boeing 737 que recibió, en 1969, con el nombre de su soberana.
El 28 de abril de 1988 el Boeing 737 Queen Liliuokalani efectuaba el servicio de vuelo Aloha 243, de la isla de Hilo a Honolulu, en Hawái, con 89 pasajeros a bordo y 6 tripulantes. En sus cerca de 20 años de servicio había acumulado 35 496 horas de vuelo y 89 680 aterrizajes y despegues. Ese día ya había realizado tres servicios de ida y vuelta, desde Honolulu a Hilo, Maui y Kawai, con toda normalidad. Las condiciones meteorológicas eran buenas.
En la cabina de vuelo iban tres personas, los dos pilotos y un tripulante en el asiento auxiliar. Entre el comandante, Robert Schornstheimer, de 44 años, y el copiloto, Madeline Tompkins, de 33 años, acumulaban más de 15 000 horas de vuelo en aviones Boeing 737.
A las 13:48 horas los pasajeros en las primeras filas contemplaron atónitos como un trozo del techo, en la parte izquierda del avión, se desprendió. Clarabelle Lansing, una de las azafatas, con 37 años de servicio en la compañía, fue arrastrada por la violenta descompresión y desapareció. La cabina se convirtió en unos instantes en un torbellino de papeles, libros, billetes y objetos revueltos al tiempo que saltaban las máscaras de oxígeno.
En ese momento, el copiloto llevaba los mandos de la aeronave, había estabilizado el avión a 24 000 pies. Notó una punzada en el pecho, pero de forma instintiva continuó volando, durante unos diez o doce segundos; en su cabeza dominaba la idea de que, por encima de todo, debía mantener el control del aeroplano. El comandante, Robert Schornstheimer, se percató de que la puerta de la cabina de vuelo había desaparecido y que a sus espaldas se abría un extraño cielo azul en el lugar que debía de ocupar parte del fuselaje del avión. Schornstheimer tomó el control de la aeronave; el aparato se alabeaba con facilidad hacia los dos lados y sintió como si los mandos estuvieran muy blandos. Decidió aterrizar en el primer aeropuerto que pudiese, inició un picado profundo y le dio instrucciones al copiloto para que contactara con la torre del aeropuerto de Kahului, en Maui, que estaba a unos 43 kilómetros al norte.
La voz de Madeline Tomkins invadió de forma inesperada el habitáculo de la torre de control: “Torre de Maui, Aloha dos cuarenta y tres, vamos a aterrizar. Estamos justo al oeste de Makena, descendiendo a 13◦000 pies, y tenemos una rápida depr…estamos despresurizados. Declarando una emergencia…”.
En la cabina de pasajeros el agujero aumentaba, partes del avión y trozos del fuselaje eran arrastrados por aquel torbellino que había convertido lo que era un vuelo apacible en una pesadilla. El agujero cada vez era más grande y parecía como si el avión entero se estuviera desintegrando y sus restos fluían por aquella abertura. Algunos pasajeros empezaron a entonar canciones, otros estaban convencidos de que en breve todo se habría acabado y los menos pensaron que aún no les había llegado su hora y saldrían vivos de allí.
El comandante Schornstheimer durante un momento pensó que la rueda de morro del tren de aterrizaje no se había desplegado, pero desde la torre de control le notificaron que estaba fuera. El copiloto que atendía la radio informó a la torre de que no podían comunicarse con la tripulación de cabina y que no sabían cuántas personas estaban heridas, pero que necesitaban una ambulancia y todos los servicios de emergencia.
Unos trece minutos después del accidente, el avión efectuó un aterrizaje de emergencia en Kahului, el aeropuerto de Maui. La rueda de morro golpeo primero la pista de aterrizaje y después lo hicieron las otras. El avión se detuvo en pocos metros. La tripulación desplegó las rampas de emergencia y ayudó a que los pasajeros desalojaran el avión con rapidez. Como en la isla no había más de un par de ambulancias los 65 heridos tuvieron que utilizar furgonetas turísticas de Akamai Tours para desplazarse al hospital. La única persona que falleció en el accidente fue la azafata Clarabelle Lansing.
El avión, cuyo nombre rememoraba a la última soberana de Hawái, el Queen Liliuokalani, sufrió daños irreparables y tuvo que ser dado de baja del servicio. La serenidad y destreza de la tripulación hicieron posible que aquel terrible accidente no tuviera peores consecuencias que hubieran podido ser desastrosas.
La investigación oficial que se llevó a cabo para determinar las causas del accidente determinó que su origen estuvo en la existencia de múltiples grietas de “fatiga” adyacentes a los agujeros de la fila de remaches de la junta del fuselaje en la sección S-10L. En estas juntas, de soldadura fría, las planchas del fuselaje se solapaban, estaban unidas con remaches y entre ellas se colocaba un material adhesivo.
El informe oficial dio origen a una inacabada controversia. Matt Austin, un ingeniero mecánico e inspector de calderas, desarrolló la teoría de que la rotura abrupta del fuselaje se produjo por un efecto de “martillo fluido”. Según Austin, el agujero inicial fue relativamente pequeño y al succionar el cuerpo de la azafata se bloqueó la salida; esto disminuyó abruptamente el tamaño del orificio lo que indujo un extraordinario pico de presión en la cabina (·”martillo fluido”) que originó la rotura masiva del fuselaje. Los investigadores no han admitido este supuesto como válido y siguen creyendo que el desgajamiento del techo del avión estuvo originado por la existencia de múltiples grietas. Lo más sorpresivo del accidente fue que se produjo un desprendimiento del fuselaje cuya extensión pone entredicho la teoría de que un fallo estructural debería ser, en mayor medida, controlable.
En cualquier caso, el accidente del Queen Liliuokalani ha servido para que la industria aeronáutica mejore sus procedimientos de mantenimiento, el diseño y la fabricación de las aeronaves, de forma que es casi imposible que otro accidente de este tipo vuelva a ocurrir.
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Uff, caí de bruces bajo mi cama con este relato.