El libro del vuelo de las aves se encuentra disponible impreso y en edición electrónica, para localizarlo haga click en el siguiente enlace: libros de Francisco Escartí
La contribución de los voladores a la celebración navideña es incuestionable. Capones, codornices, faisanes, gallinas, gansos y ocas, palomos, pichones, patos, perdices, pintadas y pulardas, ocupan durante estos días un lugar de honor en las mesas mejor puestas.
Sus virtudes gastronómicas y la aptitud que tienen para el vuelo no suelen andar parejas. Casi todas las gallináceas vuelan bastante mal; las codornices y los faisanes están bien dotados para correr y únicamente emprenden el vuelo en situaciones de peligro extremo. El pavo es muy pesado y limita sus excursiones aéreas a vuelos de escaso alcance. Las perdices y las pintadas tienen el vuelo enérgico, rápido y rasante, aunque también dan saltos cortos. Sin embargo, los patos y gansos salvajes vuelan deprisa en bandadas en forma de “uve” y emplean técnicas sofisticadas para aprovechar los torbellinos de las puntas de las alas de sus compañeros de viaje, con lo que reducen la resistencia al avance en un 30%.
Del simple y torpe vuelo de la gallina al sofisticado vuelo del pato salvaje, las aves de mesa navideña muestran un complejo abanico de aptitudes para la navegación aérea.
Muchas de estas aves se crían en cautividad y parece lógico que las silvestres vuelen mejor que las domésticas. Su aptitud para el vuelo hace que la carne de las aves de caza sea más dura que las de corral y por eso a los faisanes, perdices, gansos, patos y codornices de caza hay que dejarlos mortificar, es decir: colgarlos por el cuello en un lugar ventilado y fresco, a salvo de roedores y moscas, con sus vísceras y plumaje, durante un tiempo de dos a diez días, hasta que las plumas de la cola se puedan arrancar sin dificultad. La carne se descompondrá un poco y perderá la consistencia correosa del animal recién muerto.
Para evitar la mortificación y tener que ir a cazarlas, nuestros antepasados empezaron a criar las aves de mesa navideña hace ya muchísimo tiempo. Los chinos lo hicieron antes que nadie con los faisanes y parece ser que fueron los Argonautas griegos quienes se trajeron esos pájaros de Asia Menor; los aztecas criaban pavos que los españoles importaron de América; los portugueses recogieron a las pintadas en África, con el nombre de gallina de Guinea, y los romanos inventaron lo de capar a los pollos para que engordasen, acumularan grasa y su carne fuera más blanda. El capón, o gallo romano, es el antecesor de la pularda, una gallina a la que no se deja que ponga huevos, para lo que hay que criarla en la oscuridad y extirparle un ovario. Pero el nivel de sofisticación con que hemos aprendido a tratar estas pobres aves no se queda ahí. Los egipcios se dieron cuenta que los gansos más perezosos de las riberas del Nilo tenían un hígado muy sabroso; pronto supieron como hipertrofiar los hígados de pato o de ganso, el conocimiento llegaría hasta los romanos y hoy el foie se sigue produciendo en el sur de Francia y en otros muchos sitios.
De cría o de caza, las aves de mesa navideña tienen la buena costumbre de aterrizar en nuestras mesas por estas fechas, desplumadas, braseadas, después de pasar por el horno, a veces rellenas, y casi siempre en una bandeja adornada con frutos. Dicen que es recomendable acompañarlas con un blanco espumoso, suave y también he oído que se han ganado ese destino porque su destreza para el vuelo no es sobresaliente. Pero, como casi todo en este vida, no es una aseveración completamente cierta porque el pato serrucho de pico rojo (Mergus serrator) es capaz de mantener en vuelo horizontal velocidades del orden de 150 kilómetros por hora. Muy pocos pájaros pueden competir con él. Afortunadamente, para el pato, su carne necesita una generosa mortificación antes de entrar en la cocina, y los cazadores lo dejan pasar.
Libres, con sus magníficos colores, dorados sobre la mesa antes de la cena, incluso en el corral, las aves de mesa se merecen un aplauso, esta Navidad.